Introducción
El hecho de tener un hijo es algo que se plantea hoy de una manera, en cierto sentido, nueva. En efecto, pareciera que en las últimas décadas la idea moderna de autonomía individual ha permeado también el ámbito familiar y ha influido notablemente en la decisión de traer hijos al mundo. Esto se ve reflejado en la significativa caída de la natalidad en gran parte de los países occidentales durante el último medio siglo, descenso que, en muchos casos, ha llevado a niveles por debajo del necesario para el reemplazo de las generaciones.1 Esta disminución de la fecundidad y el consiguiente envejecimiento de la población presentan importantes desafíos económicos, sociales y culturales, de los que estamos comenzando a tomar conciencia.2
La natalidad no es un elemento más en la vida de una sociedad. Según Arendt (2003), ella constituye la categoría fundamental del pensamiento político. En efecto, con cada nacimiento, algo nuevo irrumpe en la historia: “El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción” (2003: 266). Desde esta óptica, comprender el fenómeno de la caída de la natalidad es una cuestión política y sociológicamente relevante, más allá de sus implicancias económicas, sean previsionales, de salud o de crecimiento. Se trata de una cuestión sobre la que quizás no hemos reflexionado lo suficiente: vemos los problemas asociados a la baja natalidad, pero en principio no sabemos ni siquiera cómo plantearlos, tal vez por no contar con un marco conceptual que permita aproximarse a este fenómeno.3
A la luz de lo anterior, el presente artículo busca ahondar en algunos factores asociados a la decisión de tener hijos, en un intento de comprender mejor esta decisión. Se han estudiado múltiples aspectos relacionados con la disminución de la natalidad, como la caída de la nupcialidad, la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar, la anticoncepción o el aumento del costo de crianza (Chacón y Tapia, 2017; Larrañaga, 2006). La preocupación ecológica también ha comenzado a aparecer como un motivo para limitar los nacimientos: recientemente han surgido movimientos en diversos países que apoyan o promueven la decisión de no tener hijos por su impacto en el calentamiento global.4
Este trabajo se centrará en un factor que se encuentra en un plano distinto a los recién mencionados: la transformación que parece estar experimentando el vínculo paterno-filial desde hace unos cincuenta años. La tesis a explorar es que el vínculo entre padres e hijos, que tradicionalmente se había entendido como un vínculo adscrito, ha comenzado a adquirir rasgos de contrato. Lo anterior se enmarca en la tematización del contrato como antítesis del don, lo simplemente dado, lo no elegido. El énfasis moderno en el ideal de autonomía y la introducción de la técnica en la procreación humana parecen estar modificando las nociones mismas de paternidad y filiación. En efecto, en la medida en que el hijo deja de ser visto como don y se considera una decisión o un derecho de los padres, la relación entre ambos empieza a asimilarse a un acuerdo voluntario, con condiciones exigibles. La introducción de esta lógica en las relaciones paterno-filiales afectaría la decisión de tener descendencia, con importantes consecuencias en el hijo y a nivel familiar y social.
El artículo comienza con una revisión de los conceptos de «vínculo comunitario», «vínculo contractual» y «don» en la tradición sociológica y sus raíces en la filosofía moderna. A continuación, se ofrece un análisis de las relaciones familiares en ese marco. En la sección que sigue, se aborda el fenómeno de la tecnificación de la procreación y el cambio que parece haber introducido en el vínculo paterno-filial desde la perspectiva de los padres. Por último, el trabajo se detiene en el impacto que esto tendría en el hijo y en su propia experiencia del don. Las conclusiones apuntan a conectar esta transformación del vínculo entre padres e hijos con el problema político de la disminución de la natalidad, que parece requerir de un nuevo marco conceptual para ser abordado eficazmente.
Vínculos, contrato y don
En la tradición sociológica, los vínculos sociales —aquellos lazos que unen a las personas en un determinado grupo humano— suelen diferenciarse entre vínculos comunitarios y vínculos societarios o contractuales, que se circunscriben en órdenes sociales diversos y presentan características peculiares (Nisbet, 2009). En primer lugar, los vínculos comunitarios son aquellos lazos que experimentamos como una constatación, no como una decisión (Tönnies, 2009: 14- 15). Según Nisbet, este tipo de vínculos se caracterizan por su intensidad afectiva y su profundidad emocional, el compromiso moral y la cohesión social que generan, y su continuidad en el tiempo; su arquetipo son las relaciones al interior de una familia (2009: 73-74). Los vínculos societarios o contractuales, en contraste, consisten en el acuerdo voluntario entre agentes racionales, cuyo rasgo característico es el consentimiento (Nisbet, 2009: 75). En palabras de Tönnies, el contrato sería el cruce de dos voluntades individuales divergentes, cuyo centro es el intercambio de bienes de igual valor y que dura hasta que se complete ese intercambio (2009: 36-37 y 41-42).
La noción de contrato, tan presente en el pensamiento sociológico, ha sido ampliamente estudiada por la filosofía política moderna, que de hecho nació asociada a ella. En efecto, el punto de partida del pensamiento político moderno parece encontrarse en la hipótesis de individuos insociables titulares de derechos que, mediante un contrato, fundan el Estado para garantizar la paz entre ellos (Hobbes, 1982). Así, esta idea de contrato entre sujetos radicalmente independientes que tienden a la guerra se presenta, en el contractualismo temprano, como una tesis respecto del origen de la comunidad política. El contrato social sería una asociación artificial —diversa a la comunidad política natural descrita por Aristóteles (Política, I.2: 1252b, 27 – 1253a, 7)—, construida fundamentalmente para lidiar con la tendencia humana al conflicto.
Sin embargo, lo que nació como una explicación del origen del orden político, al poco andar comenzó a extenderse a otras dimensiones. Así, por ejemplo, la idea de contrato entre individuos totalmente autónomos es aplicada por Locke al modo de entender las relaciones comerciales (Segundo tratado de gobierno) y por Rousseau, a la forma de comprender la familia (Contrato social). Ahora bien, ¿qué relación podrían tener esas tesis filosóficas con las relaciones humanas en el mundo real? ¿Es plausible pensar que aquello que se originó como una teoría filosófica acerca de la sociabilidad llegara a modificar realmente los vínculos humanos? A partir de un estudio de la historia intelectual del liberalismo, Pierre Manent sugiere que esa tesis es correcta: según este autor, lo que constituía la hipótesis inicial del pensamiento moderno —el individuo autónomo, titular de derechos—, acabó volviéndose realidad.5 Comprender cómo se produjo ese paso del pensamiento a la vida sobrepasa el ámbito de este artículo, pero lo cierto es que los estudios acerca de las sociedades democráticas de la modernidad tardía parecen confirmar la idea de un cambio sustantivo en la autopercepción de los individuos y en sus vínculos con otros (Tocqueville, 2018).
En su agudo análisis de la democrática sociedad estadounidense de inicios del siglo XIX, Tocqueville advierte una transformación profunda en el modo en que las personas se relacionan respecto de las anteriores sociedades aristocráticas. El autor percibe que el rasgo central de la democracia es el sentimiento de semejanza entre los hombres, que vuelve más horizontales las relaciones y conduce a una búsqueda de autonomía personal. Según él, “de todos los efectos políticos que produce la igualdad de condiciones, es ese amor a la independencia el que primero aparece ante la mirada” (2018: II, 4, 1, 1005). Este individualismo democrático que constata en Norteamérica es, para Tocqueville, diverso del viejo egoísmo que lleva al hombre a referirlo todo a sí; se trata más bien de “un sentimiento reflexivo y pacífico que predispone a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes” (2018: II, 2, 2, 846-847).
Tocqueville observa que este proceso de igualación e individualización modifica profundamente la perspectiva del individuo de nuestro tiempo: mientras que el hombre premoderno se entiende a sí mismo desde sus vínculos, desde su pertenencia —a una familia, un gremio, una nación—, el hombre moderno lo hace desde su propia individualidad (2018: II, 2, 1-2). Ese radical cambio de perspectiva conduce, para el autor, a una modificación de los vínculos humanos, a un debilitamiento de los lazos sociales adscritos, aquellos que no son elegidos:
Los hombres que viven en los siglos aristocráticos están casi siempre ligados de una manera estrecha a algo que está situado fuera de ellos, y a menudo están dispuestos a olvidarse de sí mismos. […] En los siglos democráticos, por el contrario, donde los deberes de cada individuo hacia la especie son mucho más claros, la devoción hacia un hombre […] se hace más rara. El vínculo de los afectos humanos se distiende y afloja (2018: II, 2, 2, 848).
Lo anterior permite identificar el cambio en la autopercepción del individuo y en el tipo de lazos que lo vinculan a los demás como una diferencia fundamental entre el mundo premoderno y el moderno. Siguiendo a Tocqueville, Manent afirma que en el mundo premoderno los hombres se vinculan en determinadas comunidades —en la familia, en la sociedad— y no tienen otra elección, de modo que aquello que perciben en la vida social es ante todo el conjunto de los vínculos que los aferran, los definen y a los cuales deben responder; mientras que los hombres de nuestro tiempo, “lo que ven o más bien sienten, en principio, es a ellos mismos, o a su individualidad de sujetos” (Manent, 2016: 190). Precisamente a partir de esa autocomprensión como individuos esencialmente independientes, los hombres modernos habrían comenzado a relacionarse entre sí de otro modo: las relaciones de tipo contractual parecen haber empezado a expandirse a los diversos ámbitos de la vida. Así, los debilitados lazos comunitarios habrían sido reemplazados por vínculos caracterizados por el consentimiento y el intercambio mutuo; se habrían transformado en vínculos elegidos, plenamente coherentes con el ideal moderno de autonomía individual. Manent observa cómo la perspectiva del hombre moderno permea las relaciones familiares, y se refiere al papel del consentimiento —propio del contrato— en esos vínculos:
Desde luego, también en nuestra sociedad hay relaciones entre los individuos, se establecen vínculos, se forman parejas y familias… Pero esos vínculos, al menos en principio e idealmente deben ser deseados a cada momento y, por así decirlo, renovados a cada instante. […] Nuestros vínculos no son conformes a nuestra naturaleza de individuos independientes salvo si son continuamente creados por nuestro permanente consentimiento (2016: 231).
Otro tanto se advierte en la tradición sociológica. Para Tönnies, el autor que sistematiza el pensamiento sobre la idea de comunidad como opuesta a la noción de contrato, es claro que el mundo común premoderno se articulaba fundamentalmente a partir de vínculos comunitarios, mientras que la sociedad moderna lo hace sobre vínculos contractuales o societarios (2009: 6). Según él, el orden social conocido como comunidad —que está definido por vínculos comunitarios y encuentra su germen en la relación madre-hijo— es una realidad orgánica y se mantiene unida gracias a una fuerza que llama «consenso»: una armonía o voluntad comunitaria que vincula estrechamente a las personas y es esencialmente diversa al contrato (2009: 5, 9, 18-20). En contraste, la sociedad —constituida por vínculos contractuales o societarios— sería una articulación mecánica, artificial (2009: 5), en la cual los individuos se mantienen separados a pesar de asociarse (2009: 35). Esta última intuición es interesante, atendido que caracteriza los vínculos contractuales como lazos que finalmente no vinculan, sino que mantienen a los individuos a distancia unos de otros.
Lo anterior coincide con la visión de Manent quien, desde una tradición diversa, observa que mientras la sociedad premoderna
se organizaba para vincular a sus miembros, mientras todo en ella estaba destinado a representar y consolidar el lazo social, nuestra sociedad se organiza para desvincular a sus miembros, para garantizar su independencia y sus derechos. En un sentido, nuestra sociedad pretende ser una dis-sociedad (2016: 229).
Esta observación permite trazar más claramente la diferencia esencial entre vínculos comunitarios y vínculos contractuales, entre aquellos lazos adscritos que otorgan gran cohesión social y aquellos vínculos adquiridos que asocian a los individuos, pero los mantienen separados unos de otros.
Estrechamente unida a la idea de comunidad y en principio contrapuesta a la de contrato, se encuentra en la tradición sociológica la noción de don. Si el contrato se caracteriza por la elección, el don se refiere a aquello que es dado, lo que se recibe gratuitamente, lo no elegido y, en ese sentido, lo obligatorio por excelencia (Marion, 2002). Para Marcel Mauss (1971), el principal teórico moderno sobre el don, la vida social está organizada por cosas que simplemente se nos dan. El punto central de su teoría es que los dones, aunque en apariencia son gratuitos, obligan a devolver al que los recibe. En otras palabras, los regalos vinculan, generan obligaciones, exigen reciprocidad. La tesis de Mauss es paradójica porque, junto con reconocer la centralidad de los dones en la articulación de la vida en común, los asimila a una forma de contrato, con lo que parece negar la posibilidad de gratuidad.
Otros autores, en cambio, aunque siguen a Mauss en la idea de que la vida se funda sobre el don y que éste vincula y llama a la reciprocidad, admiten la existencia de don auténtico. Es el caso de Pedro Morandé, para quien la entrega gratuita no solo es posible, sino que constituye la estructura íntima del florecimiento humano:
La vida humana es un don, y por ello, la verdad de cada persona es ser-para-el-don. […] La vida nos fue donada. Es el dato antropológico más elemental. […] Cuando alguien recibe un don, lo primero que tiene que hacer es acogerlo, no solo aceptarlo pasivamente, sino hacerlo suyo. Por ello normalmente se pregunta por el significado de ese don […]. Cuando no ocurre, la vida propia y la ajena es observada con indiferencia, lo que lleva inevitablemente a no valorarla y, en el límite, a la alienación completa de la realidad (2017: 277-278).
Desde la perspectiva de Mauss, que considera todo don como una forma de contrato, la distinción entre vínculos comunitarios y vínculos contractuales pierde relevancia: toda relación poseería una dimensión donal y otra contractual, que resultarían inseparables. En cambio, para quienes el don no constituye una forma de intercambio encubierto, sino que está definido por la gratuidad, la distinción entre vínculos comunitarios y contractuales resultar pertinente para aproximarse a las relaciones humanas. Distinguir entre relaciones articuladas por la lógica del don y aquellas regidas por el intercambio mutuo no se trataría de un ejercicio superfluo, sino de una tarea que permite comprender la naturaleza de las interacciones entre personas en los distintos ámbitos.
En suma, la distinción entre vínculos comunitarios y contractuales de la tradición sociológica —que encuentra sus raíces en la idea de contrato surgida con la misma filosofía moderna— permite estudiar la transformación que parecen haber experimentado los vínculos familiares en las sociedades modernas. Como se ha visto, la idea de contrato nació asociada a la noción de individuo e inicialmente fue una tesis acerca del origen de la comunidad política; pero al poco andar, en la medida en que la idea de individuo totalmente autónomo se fue haciendo realidad, la lógica del contrato habría comenzado a permear también otras dimensiones de la vida. El cambio de perspectiva del hombre moderno —que ya no se siente definido por su pertenencia, sino por su individualidad— habría conducido a un debilitamiento de los vínculos adscritos y a la expectativa de que cualquier vínculo humano fuera esencialmente deseado, consentido, rasgo central del contrato. No es difícil percibir cómo esa tendencia entra en conflicto con la lógica del don, de lo simplemente dado, lo no elegido, que tradicionalmente había definido parte importante de los lazos humanos, sobre todo los familiares.
A partir de este marco conceptual, estamos en condiciones de aproximarnos a los vínculos al interior de la familia —en particular, al vínculo paterno-filial— y captar la forma que adquieren en nuestro tiempo, como un modo de rastrear los orígenes del cambio cultural respecto de la natalidad.
La familia: ¿don o contrato?
¿Qué es, en sus líneas fundamentales, la familia? Siguiendo a Morandé, podemos decir que la familia es aquella comunidad de personas donde la vida nos es donada y donde, en principio, se nos mira como un don. Para este autor, la vocación originaria de la familia es ser el lugar del don: la comunidad donde adquirimos la experiencia de donación auténtica capaz de orientarnos hacia la realización de nuestro propio destino, donde aprendemos lo que significa ser personas (2017: 273-78). Morandé observa que una familia es una comunidad a la que no escogemos pertenecer y en la que asumimos responsabilidades ilimitadas respecto de otros. Mientras es propio de un contrato delimitar las cargas y beneficios de cada una de las partes involucradas, es decir, especificar claramente sus derechos y deberes, en la familia se asume el cuidado total del otro, sin proporción ni cálculo, sin medida (2017: 279). Así, la familia entendida como el lugar del don se opone en principio a la noción de contrato, a una relación fundada en el consentimiento para el intercambio proporcionado de bienes mientras dure un acuerdo.6
Desde esta misma perspectiva, comprende Fabrice Hadjadj la relación entre padres e hijos, que constituiría el paradigma de vínculo comunitario, opuesto al contractual. Para este autor, un hijo
no se trata […] de un derecho, sino de un hecho. El hijo adviene según un don de la naturaleza, y nunca somos verdaderamente dignos de ese don. Es la añadidura del amor sexuado, y no el resultado de una intención directa. […] Cuando un hijo espeta a sus padres: «Yo no elegí nacer», los padres siempre le pueden devolver la cortesía: «Nosotros tampoco te elegimos, tu nacimiento nos fue dado, e intentamos transformar nuestra sorpresa en gratitud» (2015: 36).
El hijo, en rigor, no se elige y ahí radica para Hadjadj la verdad de ese vínculo. Al hijo se le da —la vida y todo lo demás— no porque responda a los intereses o las expectativas de los padres, sino porque los mismos padres son depositarios de un don.7 Continúa el autor:
Este paso de las generaciones […] posee la característica de no ser un contrato ni una transacción. Realiza un don sin reciprocidad. Lo que los padres, traspasados por la vida, dan al hijo no se lo dan de una forma soberana, como si ellos fueran el origen absoluto de ese don, y el hijo, evidentemente, no tiene que darles, ni podría darles, nada a cambio. […] No tiene nada que devolver, salvo la honra. Porque, hablando con propiedad, no hay deuda alguna para con ellos – puesto que no se ha contratado con ellos al nacer (2015: 37).
Sin embargo, la vocación de la familia descrita por estos autores —ser el lugar del don gratuito, en el que no se exige retribución alguna— parece no corresponder plenamente a la realidad de la familia en el mundo contemporáneo. En efecto, una mirada a su situación en muchos países occidentales en estas primeras décadas del siglo XXI permite advertir señales de que la relación paterno-filial se desarrolla, en ocasiones, en otras coordenadas. En primer lugar, no parece que en la perspectiva del hombre y la mujer de nuestro tiempo un hijo sea considerado primariamente un don, sino que más bien es visto alternativamente como un derecho de los padres o un obstáculo al propio desarrollo, al menos en determinadas etapas de la vida. En efecto, el lenguaje cotidiano suele reflejar este modo de comprender al hijo y esto parece explicar, por ejemplo, la decisión de postergar la paternidad de muchas parejas jóvenes o la voluntad de acudir tardíamente a tratamientos de reproducción asistida si, al momento de querer un hijo, la fertilidad de la mujer se ha visto afectada.8
Esta nueva óptica respecto del hijo se ve fuertemente configurada por la noción de consentimiento, típicamente moderna: la llegada de un hijo ha de ser explícitamente deseada, de modo que se produzca en el momento y las circunstancias oportunas, previamente definidas por los progenitores. En segundo lugar y en conexión con lo anterior, esta nueva perspectiva se encuentra también influida por la idea de intercambio: el hijo no es ya simplemente aquel que es dado y al que se da gratuitamente, sino uno que ha de cumplir ciertos requisitos, de quien se espera que reporte algo a los padres. Resulta sintomática, por ejemplo, la alta expectativa de éxito —académico, social, profesional, etc.— que parecen albergar los padres respecto de los hijos en amplios sectores del Occidente desarrollado o en países como Corea o China.
Es posible encontrar otras manifestaciones de esta misma lógica de intercambio en ciertas decisiones vinculadas con la llegada de un hijo: por ejemplo, una motivación utilitaria para dar a luz —en ciertos ambientes sociales no parece demasiado infrecuente que una mujer decida ser madre movida por el deseo de no estar sola—, o la decisión de poner término al embarazo de un niño enfermo, por no cumplir con las expectativas de los padres. Visiones como ésta revelan aquello que Habermas califica como “colonización del mundo de la vida” (1987: 451-469) por parte de lógicas instrumentales que le son ajenas, es decir, la extensión de la racionalidad mercantil o estatal —en otras palabras, contractual— a ámbitos como la familia o la escuela. Para este autor, esa colonización conduce a una forma de vida doméstica configurada por el consumismo, un individualismo posesivo y motivaciones relacionadas con el rendimiento y la competitividad (1987: 461).
De este modo, “lo que hoy rige nuestros pensamientos sobre la familia es una curiosa síntesis de lógica contractual y comprensión romántica del amor” (Svensson, 2017: 127-28). Efectivamente, pareciera que en la familia contemporánea late una cierta exigencia de unos miembros respecto de los otros, una expectativa acerca de su comportamiento que condiciona de algún modo la propia respuesta, lo que entra en tensión con la idea de gratuidad. Evidentemente no tiene sentido idealizar la familia premoderna, sin reparar en sus propios problemas —por ejemplo, el carácter autoritario de esas formas familiares nos resulta hoy difícil de comprender—, pero esto no ha de impedir identificar las transformaciones que introduce el ideal moderno de autonomía en todos los vínculos. Morandé constata que esta mentalidad ha modificado la forma de entender a los sujetos que componen la familia y a la familia misma: en nuestra cultura mediática y funcional, las personas son reducidas a individuos autónomos y autosuficientes, y tanto la persona como la familia son consideradas como meras realidades fácticas, empíricas (2017: 273). Esta perspectiva lleva a que la vida familiar se haga de espaldas a la condición de «persona» de sus miembros y, en el mejor de los casos, se reduzca a “una suerte de pacto de respeto mutuo, de no agresión, de tolerancia recíproca, de colaboración respecto de las tareas dentro y fuera del hogar” (2017: 283).
Como se ve, a partir de la observación de ciertos fenómenos y en la línea de algunos de los autores mencionados, es posible afirmar que se han introducido categorías contractuales al interior de la familia en nuestro tiempo. Es claro que no se trata de una contractualización total de los vínculos porque, por una parte, como hace notar Hadjadj, el hijo no ha suscrito un contrato con los padres para venir al mundo; y, por otra, porque a pesar de las transformaciones, pareciera que sigue siendo real la experiencia de don auténtico, aunque como siempre, trenzado con otras motivaciones. Sin embargo, en la familia occidental contemporánea se observan de un modo bastante generalizado los rasgos de la asociación contractual descrita por Tönnies y otros de los autores citados: lo que tiende a definir las relaciones es la voluntad o el consentimiento; la vida familiar se transforma en una especie de intercambio de bienes equivalentes, donde el cálculo de costos y beneficios parece estar detrás de muchas de las decisiones; las personas permanecen separadas, aunque se vinculen. Resulta bastante claro que estas categorías se manifiestan, entre otros campos, en la decisión de tener hijos.
Es evidente que a lo largo de la historia las relaciones paternofiliales no han estado exentas de tensiones, pero pareciera que la agudización de la conciencia individual moderna las está afectando de modo sustancial y ha llevado a un debilitamiento de su carácter gratuito. Lo anterior ha sido potenciado por una novedad del último medio siglo: el desarrollo de la técnica en el ámbito de la procreación.
La técnica y la transformación de la paternidad
Como todo, la natalidad y los vínculos familiares no podían dejar de verse afectados por el acelerado progreso técnico de los últimos siglos y la importancia que éste ha adquirido en la vida social. A mediados del siglo XX, diversos pensadores denunciaron la irracionalidad de nuestra sociedad industrial avanzada, donde la técnica impone su propia lógica de maximización y de eficiencia a todas las demás esferas de la vida.9 Para los pensadores de la escuela de Frankfurt, lo anterior ha creado sociedades opulentas con individuos alienados por una única racionalidad —la racionalidad instrumental, que lleva a evaluar una acción en términos de costos y beneficios— que estaría por todas partes y en todas las formas, volviendo el pensamiento y la conducta humana “unidimensionales”(Marcuse, 1993). Así, el progreso científico y técnico se habría convertido en instrumento de dominación. Horkheimer observa que hoy “la vida de todo individuo, incluyendo sus impulsos más secretos, que antes conformaban la esfera privada, tiene que adecuarse a las exigencias de la racionalización y de la planificación: la autoconservación del individuo presupone su adecuación a las exigencias del sistema” (1973: 105). De esta manera, la tecnificación alcanza lo más íntimo de la vida humana. El problema, como señala Horkheimer, no es la técnica per se, sino la forma que toman las relaciones recíprocas de los hombres dentro del marco del industrialismo (1973: 162).
Esta extensión del llamado «paradigma tecnocrático» a todas las esferas de la vida ha sido vista con preocupación por autores de sensibilidades y tradiciones intelectuales diversas por su impacto en los vínculos humanos y las distorsiones que introduce.10 En efecto, la racionalidad instrumental propia de la técnica aplicada a las relaciones interpersonales conlleva la introducción de lógicas contractuales a un campo que de suyo le es ajeno. Así, desde la óptica de la utilidad, aquello que el otro nos reporta aparece como el elemento central de la relación. El contrato —una forma de interacción que establece derechos y deberes, es acotada y, de algún modo, reversible— comienza a ser el paradigma del vínculo relacional.
La aplicación de la racionalidad técnica al ámbito de la procreación —introducida en la segunda mitad del siglo XX mediante la anticoncepción y la fertilización asistida— supone un dominio sobre la fecundidad que, según Manent, es un aspecto clave del control sobre la naturaleza que forma parte de la perspectiva del hombre moderno (2016: 247-48). Sin embargo, no son muchos quienes han reflexionado sobre el impacto de esta tecnificación en los vínculos humanos. Uno de ellos es Bauman, quien observa que en nuestro tiempo la medicina compite con la sexualidad por el dominio sobre la reproducción y que lo anterior se encuentra unido a una nueva lógica en la relación entre padres e hijos (2007: 61). No sin cierta ironía, señala que
La cautivante perspectiva que nos aguarda a la vuelta de la esquina es la posibilidad […] de elegir un hijo de un catálogo de atractivos donantes […] y de adquirir ese hijo a elección en el momento que uno decida. Desdeñar la posibilidad de dar la vuelta a esa esquina iría en contra de la naturaleza de un consumidor experto (2007: 61-62).
El hecho radical y nuevo que introduce la técnica en la procreación es la posibilidad de elección. Hasta ese momento, la relación paterno-filial podía presentar infinitas formas de conflicto, pero, en principio, un hijo no era elegido, ni en cuanto al momento exacto de su nacimiento ni a sus características. Aunque la posibilidad de elección puede parecer positiva por muchos motivos, es difícil no advertir cómo trastoca las relaciones entre padres e hijos. En efecto, el hijo que es obra directa de la voluntad de los padres pasa a ser, en cierto modo, un elemento que satisface una necesidad. El modo en que Bauman lo formula resulta quizás excesivo, pero no del todo equivocado: “en nuestra época los hijos son, ante todo y fundamentalmente, un objeto de consumo emocional” (2007: 63).
Lo que sí parece claro es el cuidadoso análisis que, en gran parte de las sociedades occidentales, efectúan las parejas a la hora de traer un hijo al mundo. Los temores que se afrontan y sopesan son múltiples y se relacionan con el factor económico, el desarrollo profesional, la búsqueda de autonomía y el miedo a la frustración, entre otras cuestiones (Chacón y Tapia, 2017; Morandé, 2017: 281).11
Un hijo implica “comprometerse irrevocablemente y con final abierto sin cláusula de «hasta nuevo aviso», un tipo de obligación que va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida y que la mayoría de las personas evitan celosamente en todo otro aspecto de sus vidas” (Bauman, 2007: 65). En este proceso, no es improbable que la racionalidad instrumental de la técnica —la evaluación en términos de costos y beneficios— se introduzca también en la decisión.12
Por otra parte, el avance progresivo de la técnica en el ámbito de la natalidad ha dado lugar a fenómenos que manifiestan con una nitidez cada vez mayor la introducción de lógicas instrumentales en la procreación y las tensiones que esto genera. El desarrollo de la industria de la fertilidad con nuevas técnicas de procreación asistida y la posibilidad de seleccionar embriones de acuerdo con ciertas características, por ejemplo, dan cuenta de una suerte de mercantilización del hijo que resulta difícil ignorar. Los desafíos asociados a estas técnicas se multiplican, y van desde la alerta internacional por la venta y tráfico de niños a las dificultades legales para determinar la filiación, o la explotación de mujeres de países en desarrollo en casos de maternidad subrogada (Comité de Bioética de España, 2017; Naciones Unidas, 2018; Popova y Savvina, 2018).
En cualquier caso, la tendencia a considerar al hijo como un derecho y a asimilarlo en cierto modo a un objeto que satisface una necesidad de los padres —óptica que parece encontrarse en el trasfondo de la creciente tecnificación de la procreación— no podría sino configurar profundamente el vínculo entre padres e hijos. Si una cierta lógica de utilidad domina al momento de traer un hijo al mundo, cabe esperar que ésta no desaparezca de la relación paterno-filial cuando se despliega en el tiempo. Hay señales que parecen confirmarlo, como la creciente expectativa de éxito de los padres respecto de los hijos a la que nos hemos referido, unida a la frustración de muchos progenitores cuando esa exigencia se ve defraudada.
La ansiedad por resultados académicos destacados, la proliferación de cursos extraprogramáticos aún a costa de sobrecargar a los niños, el auge de los deportes de alto rendimiento, la extensión del uso de psicofármacos y terapias durante la primera infancia, etc., son algunos signos que dan cuenta de este fenómeno.13 En una escena de la película The Farewell, una familia china discute acerca de la posibilidad de enviar a un hijo a estudiar a Estados Unidos, que uno de los presentes justifica como una inversión en el talento del hijo, argumentando que ganará mucho dinero en el futuro. La réplica de otro miembro de la familia condensa la lógica que parece estar detrás: “Entonces, ¿criar un hijo es como jugar a la bolsa de valores?” (Wang, 2019).14
No es una lógica diversa de la que, en el límite, operaría en la eventual «fabricación» de un niño al gusto de los padres. Según Hadjadj, si se pasa del nacimiento a la fabricación del hombre, lo que se acabará exigiendo en nombre de la ética es un individuo sin defecto alguno. En este caso, ironiza, no habría tarea más urgente que establecer una oficina de reclamos e incluso un servicio de posventa (2015: 137). Aun con diferencia de grados en sus diversas manifestaciones prácticas, la lógica instrumental extendida al ámbito de la natalidad trastoca profundamente el modo en que se comprende al hijo: la elección como elemento central de la paternidad parece crear en los padres la convicción psicológica de que el hijo les pertenece, que pueden disponer de él y exigirle un determinado rendimiento.
Pero la lógica anterior se distancia de aquello que solemos entender por paternidad, que Lévinas expresa de este modo:
[…] El hijo no es simplemente mi obra, como un poema o como un objeto fabricado, no es tampoco mi propiedad. Ni las categorías del poder ni las del tener pueden indicar la relación con el hijo. Ni la noción de causa ni la noción de propiedad permiten captar el hecho de la fecundidad. Yo no tengo a mi hijo, yo soy, de alguna manera, mi hijo (1991: 62).
En la visión intuitiva de la paternidad, estos elementos de desinterés y apertura a la singularidad del otro juegan un papel esencial. Ante la comprensión del hijo como posesión, incluso como mercancía, Lévinas nos pone frente a la realidad del hijo como «otro yo», como un ser humano digno que he contribuido a traer a la existencia, pero que no me pertenece. Un «otro» que me ha sido dado de un modo gratuito.
Llegados a este punto, podemos apreciar con más claridad el cambio que las posibilidades de la técnica introducen en la noción de paternidad. Quién es el hijo para el padre es una pregunta que, en los hechos, se responde hoy de una manera nueva en grandes sectores de nuestras sociedades occidentales: el hijo, por mucho que se lo ansíe, ya no es visto como un don —lo simplemente dado, lo no elegido—, sino una elección consentida bajo ciertas condiciones; algo que, de algún modo, se controla; algo a lo que se tiene derecho. Está a la vista la desnaturalización que supone lo anterior en el vínculo paterno-filial, lo que no puede sino tener consecuencias en la comprensión que el hijo tiene de sí mismo y de su propia filiación.
El impacto en el hijo: la experiencia del don
El interrogante que se nos plantea es el siguiente: si el hijo no es visto como un don ¿cómo puede percibir su propia vida y su filiación como don? ¿Puede alguien que se sabe mirado en función del cumplimiento de las expectativas de otro, experimentar el vínculo con ese otro como algo no opresivo? Lo que está en juego es la certeza de la gratuidad del amor. Pareciera que solo una paternidad totalmente desinteresada puede despertar en el hijo la confianza y gratitud necesarias para percibir su propia vida y su filiación como algo valioso, llamado a fructificar. Según Morandé, reconocer la dependencia filial como don va unido a experimentar ese «sin medida» del amor en la familia; solo a partir de ahí se toma conciencia de pertenecer (2017: 283).
Se podría pensar que el elemento de «elección» presente en la paternidad contemporánea asegura por sí mismo la gratuidad del amor de los padres y la comprensión de la filiación como un don correlativo a la existencia. Porque, ¿en qué consistiría la libertad del amor, si no es en la elección del otro? Sin embargo, Hadjadj da una pista sobre esto al afirmar que la libertad en la familia no es la libertad de la pura decisión, sino una “libertad de consentimiento a lo ya dado” (2015: 42). Se trata de aceptar libremente lo que, en principio, no se ha elegido; de acoger tal como es aquello que se ha recibido, sin buscar que responda a los propios parámetros o necesidades ni intentar, en el extremo, manipularlo según la propia voluntad. A este respecto, resulta sintomática la incidencia de las llamadas “psicopatologías del vínculo” originadas en la relación con los padres en la actualidad (Bowlby, 2014). Este tipo de trastornos del apego —como el trastorno reactivo de vinculación en la infancia y los diversos vínculos de apego inseguro (Díaz y Blánquez, 2004)— son cada vez más estudiados y tratados por la psicología contemporánea como factores de riesgo en niños y adolescentes. Aunque en su origen puede haber múltiples causas, su prevalencia contrasta con la idea de que el elemento de elección en la paternidad contemporánea garantizaría la calidad de los vínculos.
Como hemos visto, la familia está llamada a ser el lugar donde experimentamos el don auténtico y comprendemos que existimos para el don; la comunidad donde descubrimos que “los otros nos miran no solo como un dato, como alguien que está nada más que «ahí» y que hay que aceptar o tolerar, sino que conscientes del don recibido y acogido, nos ayudan a comprender la verdad del ser que somos” (Morandé, 2017: 278). Sin esa certeza de ser don para los demás, se vive de espaldas al misterio de la propia vida, en la angustia de pensar que se es sustituible (Morandé, 2017: 283). Según Morandé, el hijo solo puede comprender qué quiere decir ser una persona si no es considerado como una mera realidad fáctica, empírica, sino como “una realidad que no solo hay que comprender en relación a su condición, a las circunstancias en que está, en las que se mueve y en las que actúa, sino en relación a su vocación” (2017: 276). Lo anterior implica reconocer su carácter sagrado, en contraste con aquello que consideramos profano, útil (Bataille, 1987) y, en definitiva, manipulable. Solo si se recupera esa conciencia de la sacralidad de la vida humana —la conciencia de su valor intrínseco y no instrumental, que ha tendido a desaparecer de nuestro mundo15— parece posible que el hijo sea mirado como don, experiencia sobre la que puede fundamentar su propia existencia.
Ese reconocimiento de la sacralidad de cada vida se concreta en una actitud de acogida incondicional de los padres respecto del hijo. En palabras de Hadjadj, el «hacer» más elevado por parte de los padres está en hacer sitio, en permitir advenir; no en un dominio total, sino en gestos que dispongan un espacio para que el otro pueda fructificar en su misma alteridad (2015: 155). Se trata de una lógica diversa a la contractual, que supone prestaciones recíprocas: aquí, en cambio, se recibe al otro sin condicionar el vínculo a algunas circunstancias o resultados; se afirma su propia singularidad, su propio misterio, aceptándolo como una realidad que escapa a nuestra posesión o dominio. Desde esta perspectiva, es difícil que la aparición de rasgos contractuales en la paternidad no modifique la comprensión que tienen los hijos de su propia vida y de su filiación —desde una lógica distinta de la del don—, y que esto no tenga consecuencias a nivel personal, familiar y social.
En efecto, la introducción de la lógica del contrato con su racionalidad instrumental propia en el vínculo paterno-filial parece operar en ambas direcciones. El hijo que no se percibe como un don para los padres puede fácilmente pensar: ¿por qué habría de preocuparme de unos padres para quienes, en cierto modo, no soy más que un objeto de satisfacción de sus necesidades? Se trata de un análisis crudo que quizás no llega a formularse de ese modo, pero que parece encontrarse en el trasfondo de un fenómeno real: la soledad de los ancianos en los países desarrollados y la tendencia a dejar su atención en manos del Estado, cuestión que se ha convertido en un desafío social de envergadura.16
En definitiva, diversos fenómenos sociales manifiestan la tendencia a una desaparición de la gratuidad como elemento constitutivo del vínculo paterno-filial y la sustitución por una forma más bien contractual. Ese cambio que, como hemos visto, se revela en primer lugar en el modo en que los padres miran al hijo —que parece distar de la noción de don—, es determinante en la manera en que el hijo se percibe a sí mismo y en que comprende su filiación. Así, quien implícitamente se percibe como contraparte de un contrato, tenderá a cumplir con su parte del acuerdo —por ejemplo, a asumir cierta responsabilidad económica de los padres en la vejez—, pero difícilmente encontrará motivos para superar la lógica instrumental en esa relación. La pérdida que supone lo anterior en términos humanos está a la vista.
Conclusión
El presente artículo ha intentado rastrear uno de los factores menos visibles y probablemente más decisivos de la caída de la natalidad en el mundo occidental: el profundo cambio cultural que ha contribuido a modificar los vínculos familiares y las nociones elementales de paternidad y filiación. Como se ha visto, esta transformación encuentra su origen en el largo desarrollo del pensamiento moderno y se ha acelerado en las últimas décadas con la introducción de la técnica en el ámbito de la procreación humana. La aparición del consentimiento como elemento fundante de la paternidad —unido a una racionalidad instrumental y a cierto grado de control— sugieren que el vínculo entre padres e hijos ha adquirido características de contrato y que se han opacado los rasgos comunitarios de la familia, esto es, la comprensión de la paternidad y la filiación como esencialmente definidas por el don.
La contractualización del vínculo paterno-filial —influida por el cambio de enfoque que provoca la técnica en el origen de la vida—, parece tener a su vez efectos en la decisión de ser padres. Todo indica que los nuevos rasgos contractuales de la relación entre padres e hijos influyen en la disposición a tener descendencia, aunque no siempre en el mismo sentido: podría llevar tanto a evitar los nacimientos como a intentar «conseguir» un hijo a cualquier precio. De cualquier modo, la drástica caída de la natalidad en los últimos cincuenta años en gran parte de Occidente y la constatación de que la autonomía individual se ha vuelto un valor social dominante, sugieren que esta transformación del vínculo se correlaciona negativamente con la disposición a traer hijos al mundo.
Como se ha procurado poner de manifiesto a lo largo de estas páginas, el desafío político de la natalidad —aquello que Arendt considera un elemento central de la vida en común— posee raíces profundas y reclama un marco conceptual que permita estudiarlo en su complejidad y buscar soluciones de largo alcance. La perspectiva aquí planteada podría dar una pista para esa reflexión, en la medida en que centra la atención en los aspectos culturales y relacionales, y no solo en el dato empírico del descenso de la fecundidad y los posibles elementos técnicos para intentar revertirlo. Encontrar un camino que permita avanzar hacia un equilibrio demográfico sostenible implica comprender con hondura los orígenes de la situación actual.
En definitiva, ¿desde qué óptica abordar el problema político de la caída de la natalidad? Todo indica que, sin hacerse cargo de los nuevos rasgos contractuales del vínculo paterno-filial en desmedro de la lógica del don, no habrá solución política capaz de resolver el problema de la caída de la fecundidad en el Occidente desarrollado. El cambio en el vínculo entre padres e hijos parece un fenómeno de tal magnitud que no es posible ignorarlo si se quiere enfrentar esta cuestión de un modo efectivo. La disminución de la natalidad es una cuestión que difícilmente será resuelta con meras políticas económicas o sociales (¿cuántos accederían hoy a tener hijos motivados únicamente por incentivos económicos o por la necesidad de dar solución al problema previsional?). Es improbable —e incluso indeseable— que se estimule de ese modo la natalidad, sin una reflexión acerca de la naturaleza del vínculo de paternidad y filiación. «¿Qué es un hijo?». «¿Qué significa traer a alguien a la existencia?», son interrogantes fundamentales que no habría que eludir a la hora de pensar acerca del desafío demográfico. No son preguntas que puedan responderse desde un prisma técnico o de eficacia, pero resultan imprescindibles para hacer frente de modo serio al desafío político de la natalidad.