Introducción
Tomás de Aquino distingue la esencia y la existencia (In Sent., d. 8, q. 1, a. 1; S.Th., I, q. 2, a. 3). Sostiene, además, que tal distinción es real (In hebd., c. 2). Acerca de esto se dividieron las escuelas. Algunas se adhirieron al punto de vista de Tomás, pero otras, como el escotismo y el suarecismo, se apartaron de él, para defender, en cambio que, si bien cabe admitir alguna distinción entre esencia y existencia, ella no es real, sino de razón (Beuchot, 1992).
Hay razones para adoptar el punto de vista tomista, pero también dificultades. Parece difícil entender que para todo ente finito exista una esencia y una existencia que se distinguen de manera real, pero simultáneamente que esencia y existencia no sean, a su vez, entes finitos dueños de su propia esencia y existencia.
Esta dificultad es análoga a la que se enfrentó Frege cuando defendió la distinción entre objeto y concepto (2016: 278). Como con la distinción tomista, hay razones para aceptar la distinción fregena, pero hacerlo implica aceptar la paradoja expresada en la oración «el concepto de caballo no es un concepto».
Siguiendo los derroteros de la filosofía del Aquinate, Gilson (1951) sugiere una manera de encarar el problema, que consiste en reconocer que el conocimiento de la distinción entre esencia y existencia no puede ser de naturaleza conceptual, y por ende, que en la medida en que se empeñe uno en caracterizar la distinción en términos conceptuales, las paradojas resultan inevitables, pero también que existe una clase de conocimiento distinta al conceptual, por medio de la cual es posible dar cuenta de la distinción. No se trata de postular alguna neblinosa intuición, sino de atender a una de las operaciones del entendimiento. Los tomistas distinguen tres operaciones: concepción, juicio y razonamiento. El conocimiento de la existencia no tiene lugar mediante la primera operación, por lo cual no hay ningún concepto de existencia, sino por medio de la segunda.
La distinción entre esencia y existencia es inconceptualizable, pero es reconocible por medio del juicio.
En relación con el problema planteado por Frege, Wittgenstein apela a la distinción entre decir y mostrar. Existe cierta clase de expresiones que pertenecen al lenguaje que han recibido una singular atención por parte de los filósofos: «objeto», «concepto», «función», «número», «hecho», etc. El significado de estas expresiones corresponde a lo que Wittgenstein llama «conceptos formales». Se trata de un uso equívoco del término «concepto», pues no se trata de significados que pueden ser expresados por medio de predicados. El resultado de saturar las expresiones «…es un objeto», «…es un predicado», «…es un hecho», etc., por medio de la colocación de un nombre en el lugar de un argumento, es una secuencia de signos sin sentido: decir de cualquier objeto que es un objeto es hacer una aseveración hueca. Por otra parte, un objeto no puede ser ni un predicado ni un hecho. De modo que la manera de identificar objetos, conceptos, hechos, etc., no es por medio del reconocimiento de que éstos caigan bajo sus respectivos conceptos «…es un objeto», «…es un concepto», «…es un hecho», etc., sino porque están expresados por el tipo de signo que les corresponde. Es imposible decir de nada que es un concepto, pero sí es posible mostrar que algo es un concepto por el hecho de ser la referencia de un signo de naturaleza predicativa.
El «esse» tomista es un concepto formal. Al juicio, término de la segunda operación del entendimiento corresponde en la realidad un hecho, que también es un concepto formal. Pienso que es posible reformular la tesis del Aquinate desarrollada por Gilson en los términos tractarianos ya señalados.
Distinción de esencia y existencia
Aparentemente, el tipo de reflexión teológica cultivada en las escuelas presuponía menoscabar el reconocimiento de la majestad divina. Por lo mismo, en el Cuarto Concilio de Letrán se recomendó usar el lenguaje analógico para hacer teología, pero bajo la previsión de que “no puede hacerse notar tanta similitud entre el Creador y la criatura sin que se deba hacer notar aún una mayor desemejanza entre ellos” (Denzinger, 1999: 806). Se insiste en que ciertas expresiones que figuran en oraciones para caracterizar a las criaturas, al figurar en oraciones que pretenden caracterizar a Dios, pierden su sentido habitual, porque de otra manera se dejaría de reconocer la infinita distancia que se abre entre Dios y las criaturas.
La razón por la cual el lenguaje coloquial, orientado para hablar de los entes creados y finitos, no es adecuado para hacer teología consiste en que la distinción entre Dios y la criatura es categorial. Se dice de las entidades x e y que son categorialmente distintas, si y sólo si, nada de lo que puede predicarse con sentido de x puede predicarse de y, y viceversa. No hay nada que pueda predicarse de Dios que pueda predicarse, en el mismo sentido, de las criaturas.
Peter van Inwagen (2001) aunque sí reconoce que son diferentes Dios y las criaturas, no admite que se trate de ninguna diferencia categorial. Se trata de que habrá cosas que se digan con verdad de las criaturas que serán falsas de Dios, pero también que hay ciertas cosas que se dicen con verdad tanto de Dios como de las criaturas; por ejemplo, que existen (2001, 15). Pero desde la postura pluralista, la cuestión consiste más bien en señalar que nada de lo que se dice de la criatura tiene sentido dicho de Dios, ni siquiera que existen. De Dios no se dice que sea justo en el mismo sentido en que se dice de la criatura, pero no porque sea falso que Dios es justo, sino porque no tiene sentido decir de Dios que es justo si entendemos que «ser justo» significa lo mismo que significa cuando se dice de un ser humano que es justo. Lo mismo ocurre con la existencia de Dios y de las criaturas: no significa lo mismo decir de Dios que existe que decirlo de las criaturas. Dios no existe en el mismo sentido en que existe la criatura, pero de ello no se sigue que Dios no exista. Por lo mismo, la teología apofática sostiene que Dios está más allá de la existencia y de la inexistencia.
Del univocismo de Inwagen se sigue que no hay errores categoriales. Es decir, la oración «Lucas Alamán es un número primo» tendría perfecto sentido, simplemente sería falsa. No es una consecuencia fácil de aceptar. No obstante, hay filósofos que están bien preparados para hacerlo. Pero lo que sí parece imposible es armonizar el univocismo y, por tanto, el rechazo de las confusiones categoriales, con la tradición apofática.
Tomás, para dar cuenta de la diferencia entre Dios y las criaturas, y en virtud de no poder contar con el recurso de identificar algún cúmulo de propiedades que sean verdad de las criaturas, pero no de Dios, postula la tesis según la cual, en la criatura se distingue realmente la esencia de la existencia, lo cual no es el caso de Dios (SCG, I, 18).
Hay dos argumentos en el corpus thomisticum a favor de la distinción real entre esencia y existencia. El primero es este:
Cualquier cosa que no se requiera para entender la esencia oquididad viene de fuera y entra en composición con la esencia, porque ninguna esencia es inteligible si no están sus partes esenciales. Pero toda esencia o quididad es inteligible sin que se deba añadir la intelección de su existencia; pues puedo entender qué es el hombre o qué es el fénix y al mismo tiempo ignorar si tienen existencia en la naturaleza real. Por lo tanto, es patente que el existir es distinto a la esencia o quididad (De ente et essentia, 3).1
Para toda entidad x hay cierto cúmulo de propiedades sin las cuales es imposible tener el concepto de x. Dichas propiedades necesarias integran la esencia. Sin embargo, no es verdad que para toda entidad x, la propiedad de existir sea necesaria para tener el concepto de x. Es de esas entidades para las cuales es verdad que se las puede concebir sin existir, y para las cuales también es verdad que su existencia es realmente distinta de su esencia.
La existencia de la distinción real no es la única conclusión que se puede inferir de este argumento. Éste concluye que hay por lo menos algunas entidades para las cuales es cierto que existir es ajeno a la esencia, pero de ello no se sigue que dichas entidades posean una esencia y existencia distintas, pues podría darse el caso de que la esencia no incluya la existencia porque la existencia no es nada de nada, o no es una propiedad. En este sentido, dado que no habría nada que distinguir de la esencia, entonces sería falso que el existir es distinto de la esencia.
Es verdad que, por una parte, la postura de Tomás, según Gilson, es que “el acto de existir escapa a toda representación abstracta” (1951: 288) por lo cual no es una propiedad. Pero de ello no infiere que no exista distinción real, porque igualmente sostiene Tomás-Gilson, que “el orden del conocimiento es más vasto que el del concepto” (1951: 231). Es decir, aunque el existir no sea una propiedad, ni por ende algo conceptualizable, empero es algo cognoscible y real. Pero entonces habría que probar que existe el existir.
El segundo argumento, que aparece en la Summa Theologiae (I, q. 3, a. 4 y 5) y la Summa contra Gentiles (I, 22; I, 28) aunque presupone el primero, apunta ahora hacia la tesis de que existir es algo real, aunque no se trate de una propiedad. Esto lo lleva a cabo mediante la demostración de que sí existe por lo menos algún ente para el cual es verdad que su esencia consiste en existir. En el caso de este ente, no habría distinción entre esencia y existencia, pero no porque la existencia no fuera nada de nada y, por ende, nada que pudiera distinguirse de nada, sino porque la existencia de dicha entidad sería tan real como lo es su esencia, en tanto en cuanto ésta y aquélla serían lo mismo (SCG, I, 22).
Este argumento presupone, por una parte, la conclusión de la tercera vía para probar la existencia de Dios (S.Th., I, q. 2, a. 3); a saber, que es verdad que hay un ente cuya existencia es necesaria. Por otra parte, presupone también la mereología aristotélica (Met., V, 22, 1023a).
La distinción real entre esencia y existencia se puede caracterizar diciendo que los entes finitos están compuestos de dos partes reales, a saber, su esencia y su existencia. Una dificultad con ello es que esto parece sugerir que una y otra son entidades que existen de suyo. Es decir, si es verdad que x se divide en dos partes, entonces es verdad de cada una de estas partes que existe. Por lo tanto, la esencia de x existe al margen de la existencia de x; pero en este caso, si dichas esencias ya existen, ¿qué le añade entonces, a la existencia de la esencia de x la existencia de x? En este sentido, alega Suárez: “la esencia y la existencia se distinguen en las criaturas como el ente en acto y el ente en potencia […pero] si ambas se toman en acto, entonces sólo se distinguen por distinción de razón” (DM, 31, 31, 7). Para Suárez, pues, “es ya poco lo que le añade [a la esencia] la existencia […] por ello no extraña que la esencia actual y el ser de existencia se compongan entre sí sólo con una composición de razón” (Beuchot, 1992: 95).
Empero, el doctor eximio plantea la cuestión desde un ángulo indebido según los estándares aristotélicos, pues presupone un modelo mereológico inadecuado. Aristóteles distingue lo que constituye la relación entre el todo y sus partes cuando se trata de un ente natural y cuando se trata de un ente no natural.
Los entes que existen por naturaleza tienen todos en sí mismos su principio de alteración y de estabilidad […]; sin embargo, una cama, un vestido y otras cosas de este género, en cuanto que son identificadas bajo cada una de dichas categorías y, por lo tanto, son producidas por un arte, no tienen en su naturaleza ninguna tendencia de cambio, o en todo caso la tienen sólo en cuanto son accidentalmente de piedra, de tierra o de alguna mezcla de ellas. Pues la naturaleza es un principio y una causa de alteración y de reposo del ente en la cual se da primariamente y por sí misma y no sólo por accidente (Física, 192b, 12-23).
La diferencia radica en que un ente natural es dueño de una sola forma sustancial, en tanto que un ente no natural es un cúmulo organizado de distintas formas sustanciales (Feser, 2014: 168). Tanto en el caso del ente natural como el del no natural hay una relación todo parte, pero en cada caso de naturaleza particular. Para los entes no naturales, las entidades que forman parte de ellos existen en cuanto tales acutalmente. En cambio, para los entes naturales, los entes que son sus partes existen, en cuanto tales, sólo potencialmente. El agua tiene su propia forma sustancial, lo mismo que el hidrógeno y el oxígeno que son parte del agua. Empero, no se trata de la composición de tres formas sustanciales distintas, pues en tal caso no se tendría una sola sustancia: el agua, sino tres: el agua, el hidrógeno y el oxígeno, pues “las cosas que están en acto al unirse no forman ninguna unidad, pues sólo están como agrupadas y reunidas” (SCG, I, 18). Se podría alegar que en realidad no son tres, sino sólo dos sustancias: hidrógeno y oxígeno, y que en realidad no hay tal cosa como el agua, sino que la palabra «agua» es una herramienta para nombrar de manera abreviada ciertas combinaciones de hidrógeno y oxígeno. Pero eso supondría sacrificar nuestra imagen manifiesta del mundo a favor de una imagen científica, cuando lo más razonable sería integrar una y otra en una imagen «estereoscópica» (Sellars, 1991: 11). El modelo mereológico de Aristóteles es un ejemplo de imagen estereoscópica. El hidrógeno y oxígeno, con sus respectivas propiedades y poderes causales propios, sólo existen potencialmente en el agua, pero devienen hidrógeno y oxígeno actuales mediante la acción causal de la electricidad en el proceso de la electrólisis (Oderberg, 2007: 14). En los entes animados, la relación entre todo y parte es aún más compleja. El ojo del tigre es parte del tigre, empero, separado del tigre es una porción de materia a la cual sólo de manera equívoca se la llama «ojo» (Met., VII, 10, 1035b, 24). Es decir, en cuanto que esa parte es actualmente algo, no es realmente un ojo, sino algo que puede ser un ojo: “Las partes son lógicamente (y por ende, ontológicamente) posteriores al todo, puesto que las definiciones de ellas deben hacer referencia al organismo animado entero” (Maudlin, 1990: 538).
Según Gilson, Tomás se adhiere a la propuesta mereológica de Aristóteles, pues sostiene aquél que, en el caso de los entes naturales, sus partes reales sólo existen en potencia: “toda composición que tenga por efecto a un ser dotado de unidad real, es la composición de una potencia con un acto” (Gilson, 1951: 104).
Si la existencia de Dios es necesaria, entonces no se da en Él la posibilidad de no existir (SCG, I, 16). Si en Dios no se da la posibilidad de no existir, entonces no hay en Él ninguna potencia pasiva. Si no hay potencia pasiva y si es correcto el modelo mereológico de Aristóteles, entonces en Dios no puede haber partes ni composición alguna. Si en Dios hubiera una parte que correspondiera a la esencia y otra parte que correspondiese a la existencia, entonces alguna de ellas tendría que ser potencial, lo cual es imposible. “Si la esencia divina es distinta a su existencia, se sigue que su esencia y su existencia se hallan entre sí como la potencia y el acto. Pero es obvio que en Dios no hay ningún ser en potencia, sino que es puro acto. Por lo tanto, la esencia divina no es otra que su existencia” (SCG, I, 22).
Es previsible la objeción: ¿No podría ser también, en el caso de Dios, que la falta de distinción entre esencia y existencia, que parece ser un hecho, se deba a que existir no es nada de nada? Sin embargo, de acuerdo con Tomás, aunque la existencia de Dios es cognoscible en la medida en que puede demostrarse su existencia por medio de sus efectos, sin embargo, estos efectos “no pueden dárnoslo a conocer tal como es en su esencia” (S.Th., I, q. 2, a. 2, ad 3). Es decir, no es posible alegar que en Dios no se distinguen su esencia y su existencia porque esta última no es nada de nada, pues lo único que es posible conocer de Dios, según el Aquinate, es justamente que existe. Pero como no tiene mucho sentido afirmar que determinado ente existe sin saber qué cosa es ese ente, entonces se concluye que ese ente cuya existencia ha sido demostrada es precisamente el ente que consiste en existir. ¿Pero acaso sí tiene sentido la oración «la existencia existe»?
Pluralismo ontológico
No perdamos de vista que la motivación que subyace al argumento de Tomás es dar cuenta de la insondable diferencia entre Dios y la criatura. Esta diferencia, como señalamos más arriba, es de índole categorial. En este sentido, la distinción consiste, según sugiere Gilson, en que en la criatura se distingue realmente la esencia y la existencia, pero en Dios no. “El Dios de Santo Tomás es el esse, y ninguna otra cosa; y su pureza existencial le distingue de todos los otros seres” (Gilson, 1951: 105).
Sin embargo, para que esto último tenga sentido, entonces, ser tal que su existencia es distinta de su esencia, no puede ser una propiedad. En primer lugar, porque si fuera una propiedad, entonces no sería verdad que la distinción entre Dios y la criatura es categorial, pues habría una propiedad que es verdad de la criatura —a saber, ser X tal que la existencia de X es distinta de la esencia de X— pero que es falsa de Dios.
En segundo lugar, porque si fuera aquélla una propiedad, su existencia implicaría una contradicción. Tomás entiende que la esencia de una entidad es el cúmulo de atributos que pertenecen necesariamente a ella. Una entidad finita es tal que para ella es verdad que tiene una esencia y tiene una existencia. El ser finito no parece ser un atributo contingente. Si una entidad es finita, entonces para ella ser tal que su existencia difiere de su esencia, es un atributo necesario. Por lo tanto, para una entidad finita es una propiedad necesaria tener existencia, lo cual es precisamente lo que se pretende negar cuando se postula la distinción real entre esencia y existencia.
En realidad, el propósito fundamental de la distinción real entre esencia y existencia es dar cuenta de que «existir» no es un atributo, por lo cual tampoco sería un atributo lo expresable por medio de cualquier frase predicativa que incluya la expresión «existencia». Como afirma Gilson: “la «existencia» como tal es un término sin contenido propio” (1951: 102), pues en caso de que fuera lo contrario sería imposible reconocer con claridad por qué la distinción entre Dios y as criaturas es categorial. Es decir, el asunto de la distinción categorial entre Dios y las criaturas depende de una concepción radicalmente creacionista, según la cual “la existencia constantemente infundida por Dios en los seres no echa pues en ellos jamás raíces; y si sustituimos la imagen del influjo con la del don, diremos que la existencia está en el ser creado como una donación perpetuamente revocable a voluntad del donante” (Gilson, 1951: 88).
Como señalamos arriba, se podría resolver fácilmente el asunto de la simplicidad de Dios advirtiendo que, en efecto, en Dios no se distingue la esencia y la existencia porque la expresión relacional «. se distingue de .», no admitiría ser saturada con la dupla {«esencia», «existencia»}, pues «existencia» sería una expresión hueca. Por lo demás, parece ser justo esto último lo que implica el hecho de que «existencia» carezca de contenido propio. Sin embargo, aunque Tomás-Gilson rechazan que «existencia» tenga contenido propio, reconoce que en el ente finito existe una composición según la cual existe la esencia y existe la existencia, respaldada, además, por el hecho de que hay un ente cuya esencia es un existir que existe.
La más inmediata impresión sería que parece evidente —per se notum— que la existencia existe, pues si afirmase que la existencia no existe, entonces en realidad no habríamos nombrado a la existencia por medio de la expresión «la existencia», sino a otra cosa. Esto último captura la esencia del argumento ontológico. Tomás lo reconoce así; sin embargo, no admite la validez de este argumento porque advierte que hay un uso equívoco de la expresión «existir»: aunque se admita que Dios consiste en existir, porque Dios es aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, y aquello mayor que lo cual nada puede pensarse consiste en ser el existir puro, de ello no se sigue que haya algo que consista en existir, que es justo lo que habría que probar (S.Th., I, q. 2, a. 2, ad 2). Es decir, la expresión «existir» tiene cierto sentido cuando es usada para caracterizar la esencia divina, pero tiene otro sentido cuando es usada para responder a la pregunta si Dios existe. El argumento ontológico incurre en confusión categorial.
De acuerdo con Tomás, las formas en cuanto tales son de suyo multiplicables: “forma vero, quantum est de se, recipi potest a pluribus” (S. Th., I, q. 3, a. 2, ad 3), además de que son ellas, las formas, las que “dan su existir a la cosa” (S.Th., I, q.76, a.4). Esto significa que afirmar la existencia de algo significa afirmar que hay algo que cae bajo determinada forma. «Existir», como hemos dicho, no expresa ningún concepto, ni por ende ninguna forma, de modo que existir no es multiplicable. Por lo mismo, es que no tiene sentido la expresión «la existencia existe».
Una prueba ontológica de la existencia de Dios es imposible porque, para que funcione, debiera tener como conclusión que «la existencia existe», la cual es una oración sin sentido. Una prueba para demostrar la existencia de Dios tendría que concentrarse en demostrar que hay por lo menos algo en lo cual una determinada forma se multiplica: algo en lo cual se multiplica la forma ser un primer motor, o ser la causa eficiente primera, o ser la causa de cualquier perfección, bondad y existencia, o ser alguien inteligente que ordena todo el cosmos hacia un fin.
¿Pero cómo formular la tesis de la diferencia entre esencia y existencia, para lo cual parece necesario afirmar que la existencia existe? Malcolm (1963) sugiere que en el Proslogion de San Anselmo no sólo aparece una prueba ontológica, sino dos. La primera de ellas es exactamente la que es reprobada por Tomás. Pero hay una más que no incurre en el defecto señalado por el Aquinate. Lo que se busca al indagar sobre la existencia de Dios no es si la existencia existe, lo cual no tiene ningún sentido, sino, como ya vimos, si cierto atributo o forma tiene alguna instancia, siendo el caso que «existir» no es ninguna forma. Pero indagar si la existencia existe es el quid de la prueba ontológica. Empero, hay otra prueba más, cuya finalidad es probar que hay algo que existe necesariamente (1963: 145). Según Malcolm, a diferencia de «existir», que no corresponde a ningún atributo ni a ninguna forma, «existir necesariamente» sí sería la expresión de una forma (1963: 146). De hecho, si bien Tomás recusa la prueba de Anselmo bajo el argumento de que hay un error categorial en la expresión «la existencia existe», admite que es perfectamente legítimo concluir que además de haber esa instancia en la cual se multiplican las cuatro formas señaladas en el párrafo previo, es también el caso que en esa misma instancia se multiplica la forma ser necesario. “Aunque es un error considerar la existencia como una propiedad […] no es un error considerar que la existencia necesaria es una propiedad de Dios” (1963: 152)
El segundo argumento reconocido por Malcolm tampoco sería aceptable para Tomás, pues en él no se prueba que hay un ente cuya existencia sea necesaria; en cambio sólo prueba que, si Dios existe, entonces su existencia es necesaria. Empero, hace notar una importante diferencia entre existir y existir necesariamente, la cual es de índole categorial: aunque «existir» carece de contenido conceptual propio, «existir necesariamente» no, de lo cual se sigue que existir necesariamente no es una especie determinada de existir, sino que uno y otro pertenecen cada uno a categorías distintas.
Adviértase, entonces, que la distinción a la que apela Tomás reposa completamente sobre una meta-ontología de carácter pluralista, según la cual habría distintos modos de existir, cada uno de ellos irreductible a otro. Habría, sí, un existir de la esencia y de la existencia, ese existir comunicado en la expresión «en el ente finito se distinguen realmente su esencia de su existencia», pero ese existir no es el mismo que pretende comunicarse por medio de la expresión «existencia» que forma parte de la dupla «esencia-existencia». El «existir» miembro de esta dupla es aplicable a los entes concretos, en cuyo caso estaría expresando que dichos entes son instancias en las cuales se multiplica alguna forma. Pero no es aplicable a sí mismo porque no es un concepto.
Lo anterior obliga a volver sobre nuestros pasos y proponer algunas correcciones: previamente escribí que la psedo-oración «la existencia existe» no tiene sentido. La razón es que, en efecto, «existir» no es autoaplicable. Si lo fuera, entonces existir sería una instancia de sí mismo, pero para ser instancia de sí mismo tendría que ser una forma, cosa que no es, pues si lo fuera no sería distinto de la esencia. Sin embargo, también escribí que en la criatura se distinguen su esencia y existencia, lo cual implica que existe la esencia y que existe la existencia. En realidad «la existencia existe» carece de sentido sólo en caso de que las dos ocurrencias de existir expresen el mismo significado, pero si se distingue, digamos, existencia1 y existencia2, entonces, aunque fuera cierto que «la existencia1 existe1» es un sinsentido, no lo sería necesariamente «la existencia1 existe2».
El eje del pluralismo aristotélico es la distinción categorial entre existir en acto y existir en potencia, la cual podría representarse de manera perspicua de la siguiente manera: existirε en acto y existirδ en potencia. El pluralismo aristotélico es una postura meta-ontológica que se expresa diciendo que existe una distinción ontológica fundamental. ¿De qué existencia se está hablando? ¿Potencial? ¿Actual? Consideremos la existencia del Monte Athos. La suya, estipulamos, es la existencia1. Está claro que el Monte Athos no es una posibilidad, de modo que existencia1 = existenciaε. ¿Es también la de existirε en acto una existenciaε? Es difícil discernirlo. ¿Qué hay de la de existirδ en potencia? Creo que es claramente absurdo pensar que el existirδ en potencia existeδ, pues parece conducir a una regresión infinita, que haría de la distinción entre acto y potencia en realidad sólo una posibilidad. Pero hay algo de paradójico en admitir que el existirδ existeε. Por lo demás, tanto el existirε como el existirδ parecen ser aplicables con sentido claro sólo a cosas concretas, de modo que el existir de existirε y de existirδ es probablemente distinto a ellos mismos. Bien podría ser el que más arriba llamé «existir2», lo cual parece muy razonable. Hay algo de peculiar en esa categoría de existencia, algo muy abstracto, por lo cual conviene llamarle ya no «existencia1» , sino «existenciaα».
¿Qué hay con la existencia que constituye la esencia de Dios? «Dios existeδ» es un galimatías. Consideremos existirε. Para una criatura, su existir, puesto que dicho existir es existir1, implicaría participar de la esencia divina, lo cual es imposible o, por lo menos, heterodoxo. Si consistiera en existirα, entonces Dios sería una entidad abstracta, lo cual no le conviene para nada. Existiríaα, pues, un existir propio de Dios: existirΘ.
¿Qué tan sospechoso es este expediente? Lorenzo Peña (1992) reclama que se trata de un artilugio oscurantista, cuya consecuencia es que cualquier disputa sobre la existencia de algún supuesto ente será vana o trivial, tal que podría ser resuelta mediante la estipulación de algún peculiar modo de existir: “Supongamos un hechicero que diga cosas como que existe su capacidad de volar por los aires […] pero con un modo de existencia sui generis. Si se le pregunta de qué modo, dirá que del del que es propio de esa acción suya” (1992: 31).
No obstante, considero que hay maneras de discernir si postular ciertos modos de existir es una maniobra ad hoc o si más bien se trata de postulados cuya justificación es independiente del hecho de que por medio de ellos es posible eludir algunas dificultades. Postular que existe un peculiar modo de existir propio de la capacidad de volar por los aires no parece tener más justificación que las ganas del hechicero de no admitir que es falso que pueda volar. Empero, el postulado de un modo de existir propio de los entes posibles tiene justificaciones independientes del hecho de que alguien quiera incluir entes posibles en su ontología. En el caso de «existirΘ», no se trata para nada de un artilugio para inmunizar la tesis teísta frente a posibles críticas, sino para esclarecer la naturaleza del discurso sobre la divinidad. Tomás en ningún momento recurre al pluralismo ontológico para intentar demostrar que Dios existe.
Tomás encuentra que la manera adecuada para caracterizar la distinción categorial es afirmar que el acto de existir no es capturable por medio de conceptos. De esto último, de que el existir no sea conceptualizable, infiere el Aquinate que, al concebir cualquier ente, a éste se lo habrá de concebir, por así decirlo, necesariamente desexistencializado. Pero no exactamente porque el existir no sea nada de nada, pues aunque no sea conceptualizable, la existencia sí es algo que puede ser juzgable. Es decir, si bien la primera operación del entendimiento, el concepto, es incapaz de capturar los aspectos existenciales de la realidad, esto no es el caso en relación con la segunda operación. Esta es la tesis tomista que subraya Gilson: “el juicio no se refiere […] a la esencia del objeto concebido, sino a su existencia, y en esta existencia descansa la verdad del juicio” (1951: 259). Así, lo peculiar de «existirΘ», a diferencia de otros modos de existir, es que no se distingue de la esencia del ente del cual es su existencia. Es decir, en tanto que de la existencia de los entes finitos se cae en cuenta mediante un juicio acerca de la esencia de la cual es su existencia, en el caso de «existirΘ» en realidad no hay juicio: la proposición «Dios existe», en realidad sólo expresa un juicio por analogía. “Dios es superior a cualquier proposición nuestra y a todo lo que conocemos” (In Div. Nom., I, III, 77); “Dios no está determinado por ninguna especie o género, sino que tiene de manera incircunscrita toda la virtud de la esencia, dado que es su propio acto de existir, tal como dice Dionisio” (De Malo, q. 16, a. 9, ad 6).
Objeto y concepto
Dios es inefable. Esta tesis reposa sobre otra: la existencia misma es inefable. Si esto es el caso, y Dios consiste en existir, entonces Dios es inefable. Empero, aunque existir sea inefable, es posible comunicar algunas cosas acerca de la existencia. Después de todo, la existencia no es ajena a la inteligencia humana, en la medida en que ésta, al juzgar, expresa en efecto la existencia. Por lo mismo, aunque parece no ser posible decir nada acerca del existir, pues para ello se requiere nombrarlo, lo que a su vez exige un concepto por medio del cual se le pueda nombrar, empero, en algún sentido algo puede comunicarse acerca del existir. Ya en la oración anterior algo hemos comunicado acerca del existir, por lo menos que es tal que no puede ser conceptualizado. Pero al comunicar lo anterior, ¿no hemos acaso ya nombrado y, por ende, conceptualizado al existir?
Geach usa la expresión «el auto-jaque-mate de Ludwig», la cual —dice— “se encuentra en la doctrina neo-escolástica de que la existencia no puede ser conceptualizada y puede figurar en nuestro pensamiento sólo por medio de un juicio que afirme la existencia” (1976: 54) Se trata, aparentemente, de un auto-jaque-mate porque al afirmar que la existencia no puede ser conceptualizada, como vimos, estamos nombrando la existencia, lo cual presupone que «existencia» expresa un concepto, un concepto por medio del cual se identifica el objeto nombrado. Es de «Ludwig», porque en el Tractatus, Wittgenstein habría dicho una buena cantidad de cosas que, según el mismo Tractatus, no pueden ser dichas; inclusive el mismo decir que algo no se puede decir es algo que no se puede decir: “Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como sin sentido” (6.54). Geach afirma que una proposición como esta última bien podría ser considerada como pura charlatanería. En efecto, parece una tesis ininteligible. No obstante, aunque Geach afirma que en definitiva no le parece convincente la postura tractariana, hay consideraciones que la vuelven irresistible o, por lo menos, inteligible.
La tesis de Tomás-Gilson es algo confusa. En los apartados previos he querido exponerla de la manera más clara posible, pero entiendo que hay zonas neblinosas imposibles de alumbrar. No obstante, considero que el espíritu de la propuesta de Tomás está capturado con algo más de nitidez en las reflexiones de Wittgenstein. Después de todo, tanto en la tesis tractariana como en la tesis de Tomás-Gilson aparece el auto-jaque-mate de Ludwig.
Siguiendo con Geach, una manera de mostrar que la tesis tractariana es aceptable consiste en reflexionar sobre el pensamiento de Frege. Tener en cuenta a Frege ayuda también a dibujar con un perfil más razonable la tesis de Tomás-Gilson, en buena medida porque puede contribuir a desarticular una interpretación frustrantemente superficial, pero, aun así, muy extendida en algunos círculos tomistas.
William Vallicella afirma que “la existencia no puede ser un concepto” (2002: 8). Al revisar el argumento de Vallicella, se cae en la cuenta de que el sentido de la tal afirmación es que sería un error confundir un concepto con aquello de lo cual es concepto. De modo que, “aunque hay un concepto de existencia, la existencia en sí misma no es un concepto” (2002: 11). Es decir, así como un elefante no es un concepto, a pesar de que haya un concepto de elefante, la existencia no es un concepto, aunque hubiera un concepto de existencia. Es verdad que hay algunos filósofos (como Kant) que defienden que el concepto de existencia no corresponde a ningún atributo objetivo, sino a cómo el sujeto intelige el mundo. A esta tesis es a la que se opone Vallicella. Sin embargo, sería injusto reprocharle a Kant estar confundido o haber confundido un concepto con aquello de lo cual es concepto. No se trata de alguna confusión categorial entre la representación y lo representado, sino una tesis consciente y explícitamente asumida: el concepto de existencia, según Kant, es un concepto que representa a una entidad de índole conceptual en sí misma. A decir verdad, no encuentro absolutamente a ningún filósofo cuya postura dependa de la confusión categorial señalada por Vallicella, por lo cual termina siendo la suya una posición poco interesante. Si se interpreta la tesis de Tomás-Gilson como si se tratara de un pronunciamiento anti-idealista, carecería de profundidad y de interés.
A diferencia de Vallicella, pues, según Tomás-Gilson, no es que la existencia no sea un concepto, aunque sí haya un concepto de existencia, sino que no hay un concepto de existencia. Sí, es verdad que no es lo mismo un elefante que el concepto de elefante: ni un elefante es un concepto ni un concepto es un elefante. En este sentido, es verdad que hay más realidad, por así decirlo, en un elefante que en el concepto de elefante. Pero es que nadie ha defendido lo opuesto. Lo interesante de Tomás-Gilson no es defender que una cosa es concebir y otra existir, sino más bien que existir no es conceptualizable. Lo cual significa que existir no es algo que pueda ser capturable por medio de la primera operación del entendimiento, pero sí por medio del juicio. Esto es filosóficamente más interesante, aunque también mayúsculamente problemático: parece un auto-jaque-mate de Ludwig.
Frege sostiene que los conceptos no pueden ser objetos y que, por ende, es imposible que un concepto pueda ser nombrado “debido a su naturaleza predicativa” (2016: 282). Es necesario aclarar. Frege no usa la expresión «concepto» en el sentido en que la hemos usado hasta ahora. Frege usa la expresión «concepto» para referirse al significado o referencia de un predicado o función. Un objeto, según Frege, es un ente que tiene entidad por sí mismo, en cambio, una función es un ente incompleto, que carece de entidad por sí mismo. Los conceptos son cierta clase de funciones, a saber, aquellas que toman como argumentos objetos, a los cuales les asignan valores veritativos. A los objetos se les puede nombrar, no así a los conceptos. De un objeto, digamos «este árbol», tiene sentido decir que es frondoso, bello, etc. De modo que al decir «este árbol es frondoso», nombramos a un objeto, el árbol, y además decimos de él que es frondoso. En cambio, no parece tener sentido decir que «es frondoso» es tal o cual. Al decir «es frondoso» no estamos nombrando ningún objeto, y por ende no se da la posibilidad de decir con sentido algo acerca de aquello a lo cual hace referencia «es frondoso». Entonces, aunque a los conceptos no se los puede nombrar, en cambio sí se los puede expresar, justo por medio de un predicado.
La diferencia entre objetos y conceptos es categorial: no tiene sentido ni afirmar ni negar de un concepto lo que sí cabe afirmar y negar de un objeto. Los objetos caen bajo conceptos, es decir, hay objetos a los cuales un determinado concepto les asigna como valor lo verdadero. Pero los conceptos no caen bajo conceptos. En cambio, sí es posible reconocer que un concepto está subordinado a otro. La diferencia entre subcadencia y subordinación es categorial. Cuando un objeto cae bajo un concepto, Frege afirma que dicho concepto es una propiedad del objeto. Los conceptos no caen bajo otros conceptos, de modo que los conceptos no tienen propiedades; sin embargo, si un concepto está subordinado a otro, entonces el último constituye una «nota» de aquél. A partir de estas consideraciones se puede definir una jerarquía de niveles categoriales: objetos, conceptos de primer orden (que son los conceptos bajo los cuales caen los objetos), conceptos de segundo orden (que son los conceptos a los cuales están subordinados los de primer orden), etc.
La distinción entre objetos y conceptos es reconocida por Tomás, aunque no use el mismo léxico que Frege para expresarla. El léxico tomista consiste en las expresiones «suppositum» (o «supuesto») y «forma»: “el intelecto considera lo que pone como sujeto como si tratase de un supuesto, y lo que pone como predicado como si tratase de la forma que existe en el supuesto” (S.Th., I, q. 13, a. 12). Es decir:
De acuerdo con este punto de vista, un término general como «caballo» significa de maneras radicalmente diferentes cuando aparece como sujeto lógico, por ejemplo, en «un caballo está enla jardinera» y cuando aparece como predicado lógico en «Bucéfaloes un caballo»; tal término general en la posición de sujeto se refiere a una cosa concreta (suppositum), mientras que en la posición de predicado se refiere a una forma (Anscombe and Geach, 1961: 76).
Consideremos «Bucéfalo es un caballo». «Bucéfalo» es un nombre, por lo tanto, se refiere a un objeto, es decir, a un ente que tiene entidad por sí mismo. En cambio, «es un caballo» no es un nombre, sino un predicado, y por lo tanto, no se refiere a ningún objeto o a ningún ente que tenga entidad por sí mismo, sino a una función que le asigna a Bucéfalo o a otros objetos más como Babieca, Othar o Strategos, etc., el valor verdadero, mientras que a otros objetos como Alejandro Magno, El Cid Campeador, Atila o Anibal, el valor falso. Es necesario distinguir categorialmente el nombre de la expresión predicativa o concepto porque, de otra manera, si fuera el caso que el predicado «es un caballo» se refiriera a un objeto, entonces al afirmar «Bucéfalo es un caballo» se estaría afirmando que «Bucéfalo es un concepto», lo cual es falso.
Si no hubiera distinción categorial entre objetos y conceptos, entonces un concepto sería sólo un tipo particular de objeto. Considérese que «Bucéfalo es un caballo» es equivalente a «la entidad a la que hace referencia la expresión “Bucéfalo” es un caballo», lo cual indica que «Bucéfalo» y «la entidad a la que hace referencia la expresión “Bucéfalo”» ser refieren a lo mismo, a un mismo objeto. Si los conceptos fueran un tipo particular de objeto, entonces «Bucéfalo es un caballo» sería equivalente a «Bucéfalo es la entidad a la cual hace referencia la expresión “es un caballo”», lo cual es falso. Si el objeto a que hace referencia «es un caballo» es el mismo objeto a que hace referencia «el concepto a que hace referencia “es un caballo”», entonces de «Bucéfalo es un caballo» se sigue que «Bucéfalo es el concepto a que hace referencia “es un caballo”», de lo cual, a su vez, también se sigue que «Bucéfalo es un concepto», lo cual ya comentamos que es falso: los caballos no son conceptos.
Más vale, pues, admitir diferencias categoriales, aunque sea entre objetos y conceptos, o entre supposita y formas. Es decir, admitir, que existen supposita y formas, aunque los modos de existir de uno y otro sean irreductibles entre sí. Pero esto tiene algunas consecuencias sorprendentes, a saber, que en la oración «el concepto de caballo es un concepto», «el concepto de caballo» no pueda referirse a ningún concepto, por lo cual la oración sería falsa. Si «el concepto de caballo» es un nombre, entonces tendría que referirse a un objeto, pero un objeto no puede ser un concepto. En conclusión, los conceptos son innombrables. Pero de eso no se sigue que no tengamos cierta familiaridad lingüística con los conceptos. Aunque los conceptos sean innombrables, son perfectamente utilizables e inteligibles en el lenguaje coloquial y científico.
De la postura de Tomás-Gilson se sigue que existir es innombrable, pues desde su perspectiva es imposible nombrar nada si el nombre no está asociado a un concepto. La expresión «existir» dice Gilson, carece de contenido conceptual propio (1951: 102). Pero de ello no se sigue que no se la pueda utilizar con sentido. «Existir» no expresa un concepto, pero sí expresa algo con lo cual estamos familiarizados intelectualmente.
Wittgenstein reconoce con Frege que es imposible decir de nada que es un concepto, pues eso presupone la posibilidad de nombrarlo, pero lo conceptos no se pueden nombrar. Pero no es sólo que no se pueda decir de nada que es un concepto, tampoco es posible decir de nada que es un objeto. Wittgenstein rechaza la tesis fregeana según la cual las oraciones son nombres de valores de verdad. En vez de ello, concibe que las oraciones son retratos lógicos de hechos, es decir, cierto arreglo estructural entre signos cuya forma lógica es la misma que la de la realidad. La forma lógica “es aquello a través de lo cual una estructura tiene polos verdadero y falso” (Anscombe, 2015: 59). Es decir, la naturaleza pictórica de la proposición implica para ella la posibilidad de ser verdadera o falsa. Pero no existe la posibilidad de que una oración bien formada, en que se afirma de algo que es un objeto, sea falsa. «X es un objeto» es un esquema tal que cualquier sustitución de x por una expresión sintácticamente adecuada genera una oración verdadera. De esto infiere Wittgenstein que expresiones como «es un objeto», «es un concepto», etc., en realidad no expresan verdaderos conceptos. A estos pseudo conceptos Wittgenstein los llama «conceptos formales»: “los conceptos formales no pueden ser representados como los conceptos propiamente dichos por medio de una función” (4.126). Para identificar cierta entidad como un objeto, o un concepto, o una proposición, o un hecho, es imposible decir de tal entidad que es un objeto, o un concepto, o una proposición, o un hecho; en vez de eso, debiera de ser mostrado por el hecho de que la entidad de marras es expresada por un tipo particular de símbolo. Que una entidad sea un objeto no es algo que se puede decir, pero sí es algo que se puede mostrar por el hecho de que es expresada por medio de un nombre. Que una entidad sea un concepto no es algo que se puede decir, pero sí es algo que se puede mostrar por el hecho de que es expresada por medio de un predicado. “El orden lógico de nuestro sistema para representar estados de cosas por medio de proposiciones es un asunto acerca de cómo los símbolos simbolizan” (McGuinn, 2006: 177).
Hemos comentado que, según Tomás-Gilson, no hay concepto de existir, por lo cual es imposible decir de nada que eso es el existir, pero de ello no se sigue que no haya para algún ente ningún existir suyo, además de su esencia. La doctrina tomista es que la esencia y la existencia se distinguen realmente, pero no por eso admite que haya algo de lo cual pueda decirse que es la existencia. Es más, desde la perspectiva tomista tampoco podría decirse de nada que eso es una esencia. No es sólo que no haya concepto de existencia, es que tampoco hay concepto de esencia. Los conceptos, sí, expresan las esencias de los entes. Pero no hay concepto de la esencia en cuanto tal, pues de haberlo debiera capturar la esencia de la esencia, lo cual es un sin sentido. Que sea un sin sentido se advierte mejor si se considera que de haber un concepto de existencia, entonces debería capturar la esencia de la existencia, lo cual es evidentemente paradójico. Por eso los filósofos tomistas aclaran que, si bien es verdad que en los entes finitos se distinguen realmente la esencia y la existencia, sin embargo, no se distinguen como cosa y cosa independientes, pues de hacerlo, entonces para cada uno de los entes distinguidos habría su respectiva esencia y existencia, y así ad infinitum.
Debiera reconocerse, entonces, dos clases de distinciones reales: la distinción física y la distinción formal (Beuchot, 1992: 48). Empero, las distinciones formales son inconceptualizables, de ahí las dificultades que han tenido algunos filósofos como Suárez para reconocerlas. No es sólo la existencia la que se logra advertir por medio de la segunda operación del entendimiento, es la misma distinción entre esencia y la existencia la que sólo se puede advertir en el juicio. En el juicio de existencia, la esencia y la existencia se distinguen como se distinguen el sujeto y el predicado «existe». Sin embargo, esta distinción no es equivalente a la que nos referimos más arriba entre suppositum y forma. En realidad, «existe» no es un predicado, pues el existir no es una forma (Gilson, 1951: 95). El existir no se advierte por medio del predicado «existir», sino en la forma misma del juicio en general. El existir no se puede decir, pero sí se puede mostrar en el juicio.
¿Y qué hay con el auto-jaque-mate de Ludwig? De acuerdo con Lorenzo Peña (1985) la raíz de las dificultades del Tractatus yace en una concepción dicotómica o maximalista, de acuerdo con la cual “un evento ocurre o no ocurre, no hay un término medio” (5.153), la cual, al atravesar toda la obra, se manifiesta en particular en la rígida dicotomía decir-mostrar: “No hay grados de mostrar, ni grados de decir: no puede en modo alguno suceder que algo que sea en alguna medida mostrado sea, también en alguna medida —aunque sea mayor o menor— dicho, ni viceversa” (1985: 313-314).
En el caso de Tomás-Gilson, aunque puede advertirse que su postura de cierta manera apunta a la distinción wittgensteniana entre mostrar y decir, lo cierto es que, en general, el espíritu del pensamiento tomista no es tan rígido y maximalista como el del Tractatus.
Beuchot defiende que a Wittgenstein le hubiera resultado provechoso haber estado familiarizado con las tradiciones «analogicistas»; incluso afirma que en el desarrollo de su obra, a partir de 1929, se puede advertir cierto anhelo de analogicidad: “Por eso creí ver un carácter analógico en la filosofía de Wittgenstein, al menos en la aspiración” (2015: 146). En Tomás se advierte que se interpone un obstáculo en el camino de la metafísica. La estructura del lenguaje y del pensamiento está moldeada sobre la estructura del ente real, la distinción entre sujeto y predicado reposa sobre la distinción entre suppositum y forma, la segunda operación del entendimiento, el juicio, reposa sobre la distinción entre esencia y existencia, en la medida en que en el juicio no sólo se expresa la posesión por parte de un suppositum de cierta forma, lo cual es lo que constituye a una sustancia, sino, además, que esa sustancia, ese suppositum informado, existe (Gilson, 1951: 94-95). “Por la forma hácese la sustancia recipiente propio de aquello que es el existir” (SCG, II, 50). Pero esa estructura propia del ente real no es la misma que la de los elementos que la integran. El ente concreto tiene una estructura determinada, a saber, materia y forma, esencia y existencia, etc., que es reflejada por el lenguaje. Pero ni la materia, ni la forma, ni la esencia, ni la existencia, cada una por su cuenta, ninguna de ellas es dueña de la misma estructura. Por lo mismo, parecen escaparse de la posibilidad de ser retratadas por el lenguaje. Si de Búcefalo puedo decir que es un caballo, eso se debe a que Bucéfalo tiene la forma expresada por medio del predicado «es un caballo». Si además puedo juzgar que Bucéfalo es un caballo, es porque el ente cuyos elementos son una porción de materia y su propia forma de caballo, es un ente que existe. Pero de la materia no puedo decir que tenga una forma propia. ¿Cómo, entonces, podría decir que la materia es tal o cual si ese «tal o cual» es un símbolo para referirme a una forma? ¿Cómo podría juzgar que la existencia es así o asá si eso presupone que la existencia tiene una esencia propia, la esencia del existir, que además existe?
Pero no hace falta que la existencia sea una forma para comunicar algo acerca de ella. No es sólo que la existencia se muestra en la forma del juicio, es que además puedo reconocer que, aunque la existencia no es una forma, sin embargo, en algún sentido se comporta análogamente a las formas. El existir no es una forma, pero el existir es a la esencia lo que la forma es a la materia. Los conceptos formales que, como vimos, no son conceptos, se comportan sin embargo análogamente a como se comportan los conceptos. Al decir de x que es un objeto, no estoy haciendo un juicio acerca de x, pero sí algo análogo a un juicio. Aunque el existir no sea conceptualizable, sí es empero comunicable, no sólo mediante una escritura conceptual o sistema de notación determinado, sino mediante analogías inteligibles.
Un profesor de lógica explica que «alguien» no es el nombre de nadie. De acuerdo con Wittgenstein, eso es algo que no se puede decir: además de que figura el pseudopredicado «nombre», no es una oración que tenga un polo negativo y uno falso, pues no hay ningún hecho que pudiera hacer falsa la oración “«alguien» no es el nombre de nadie” (Anscombe, 2015: 68-69). Entonces, aunque «“alguien” no es el nombre de nadie» no sea una oración, es algo análogo a una oración, además inteligible. Incluso hay maneras de discernir si en verdad un estudiante está entendiendo a su profesor de lógica cuando dice que «alguien» no es el nombre de nadie. Basta con fijarnos en cómo traduce al lenguaje formal de primer orden la oración «alguien está cansado». ¿Cómo es, pues, que una pseudo oración y, por ende, una oración sin sentido, puede resultar inteligible? Quizá sea que no todas las pseudo oraciones carezcan de sentido. Quizá sea posible entender una pseudo oración porque advertimos la semejanza y la relación de analogía que guarda con una auténtica oración.