Introducción
Desde que Martin Heidegger anuncia, en su carta abierta de 1946 a Jean Beaufret, que existe la posibilidad de un diálogo de su filosofía con la de Marx (2004a: 340), muchos autores tratan de llevar a cabo una unificación del pensamiento de ambos. La mayoría de estos autores persiguen esta convergencia a partir de la crítica a la técnica y al espectro alienante que sobrevuela la contemporaneidad desde la modernidad tecnocientífica. Tal es el caso, por ejemplo, de Herbert Marcuse (1991), quien recoge la crítica al mundo capitalista de la sociedad industrial que lleva a cabo Heidegger, para profetizar el advenimiento de la sociedad sin clases marxista debido al estancamiento de la dinámica histórica en que se cae conjuntamente al nihilismo. Caso similar es el de Gianni Vattimo (Vattimo & Zabala, 2011: 5), quien traza dos caminos paralelos, la hermenéutica y el comunismo, cuyo nexo puede concluir en una ética edificante para los tecnificados tiempos postmodernos, al cumplir Heidegger la premisa de Marx de no describir el mundo, sino transformarlo, que, para Vattimo, es igual que interpretarlo.
Los autores que tratan de aunar el pensamiento de Heidegger y el de Marx elaboran una crítica a la cultura del capitalismo, pero sobre ellos, o sobre la lectura que de ellos se hace, prevalece el prejuicio de la adhesión de Heidegger al nazismo, aun tratando, con mayor o menor fortuna, de librarlo del espectro filofascista que rodea su filosofía (Lacoue-Labarthé, 1987; Xolocotzi, 2013), la cual está guiada por la pregunta por el sentido del ser y por la crítica implícita al mundo moderno. Aun cuando sea la intención de este trabajo elaborar a partir de lo señalado por Heidegger un examen propio al espíritu del capitalismo, no puede dejarse de reconocer la deuda con aquellos autores al proporcionar un precedente para unas investigaciones críticas sobre lo que Heidegger plantea acerca de la Modernidad.
Porque las críticas que Heidegger hace a la Modernidad pueden ser extrapoladas a una crítica del capitalismo. No obstante, el capitalismo es uno de los heraldos del modelo moderno, por lo que los análisis de términos como das Man o Ge-Stell,1 que Heidegger labra a lo largo de su camino de pensamiento, inciden en una revisión del paradigma capitalista que prevalece en los sistemas democráticos occidentales, si bien con matices que lo diferencian de los postulados de la teoría económica pura formulada por Adam Smith en 1776 (1981). Siendo esto el asiento de la propuesta aquí presentada es pertinente actualizar el juicio de Heidegger sobre el capitalismo más de cuatro décadas después de la muerte del filósofo, pues, aunque el capital ahora parece que sólo puede ser comprendido desde una perspectiva global y no local, remite a los mismos fundamentos de hace un siglo, de la época de Heidegger. Es una nueva escena tras la que están los mismos principios, aunque representados de una manera distinta.
Detrás de las escena contemporánea
La escena actual es distinta a la que vive Heidegger. El contexto central en que desarrolla sus planteamientos filosóficos es en el sudoeste de Alemania entre las dos Guerras Mundiales, lo que en la historia germana se conoce como la República de Weimar, un sistema político que la mayoría de alemanes de la época, independientemente del lugar al que se adhieren en el espectro político, consideran una imposición de los vencedores en el Tratado de Versalles (el armisticio que puso fin a la Gran Guerra), junto a las exigencias de desarme, el asumir toda la responsabilidad y el pago de las indemnizaciones de la guerra (Fulbrook, 2009). Pero esta época severa en lo económico y lo social, donde aún colean los horrores de la guerra, propicia una reflexión sobre el ser humano y su papel en el mundo, coincidiendo con la zozobra de la razón moderna. En los años de Weimar se impone en el pensamiento, el arte y la cultura un discurso metafísico-poético sobre el caos, y surge la expectativa de un posible renacimiento desde la decadencia en que está sumergido el pueblo alemán (Steiner, 1991: 8). Los teóricos del renacer llevan consigo un especial énfasis político frente a la disolución del Estado por parte de partidos políticos y sindicatos, a partir de la idea de una aristocracia espiritual que debe guiar a la nación pedagógicamente (Rossi, 2017: 149), lo que supone ser el caldo de cultivo para el Völkische Bewegung, un movimiento político-cultural con carácter a la vez revolucionario y conservador, que aboga por una nueva cosmovisión nacional y que, a pesar de no tener éxito político, allana el camino para el postrero auge del nazismo (Bourdieu, 1988: 15-50).
La Alemania de entreguerras está marcada por la demanda de la reflexión acerca de la situación de crisis tras el trauma de la I Guerra Mundial. Ello se refleja en los discursos de toda una generación de intelectuales völkisch sobre la era de masas y la técnica, la fascinación por la guerra y la muerte y la rebelión contra el poder y la burguesía (Bourdieu, 1988: 15). Este grupo lo compone en su mayoría un proletariado universitario que toma en algunos casos posiciones conservadoras, nacionalistas y xenófobas, pero en otros casos deriva en una izquierda radical. El nexo entre ambos bandos es que los dos presentan una matriz ideológica común que engendra una visión del mundo basada en oposiciones (Bourdieu, 1988: 32) y consideran la crisis como un símbolo de la decadencia de la civilización occidental (Spengler, 1980). Frente a esta decadencia se indaga un nuevo modelo que sólo toma forma tras la II Guerra Mundial en la figura del emboscado de Jünger, quien busca en el bosque una concepción auténticamente alemana de la libertad más allá de la burguesía ilustrada (1980).
Heidegger tiene acuerdos y desacuerdos con algunos de estos autores, como Carl Schmitt (Safranski, 1994: 201) o Ernst Jünger (Safranski, 1994: 256). Porque, pese a su originalidad, sus propuestas no pueden entenderse separadas de su contexto histórico (Steiner, 1991: 12). El porqué de esta influencia en Heidegger está en la misma concepción que de la filosofía tiene el pensador: su planteamiento formal en torno al ser y al ente parte de la pregunta por lo fáctico en la vida cotidiana (Xolocotzi, 2004: 14). Esa facticidad cotidiana implica asumir el espíritu de la época. Heidegger es un pensador de su tiempo y su época y los hechos vividos en Alemania en la primera mitad del siglo XX condicionan su pensamiento. Heidegger también participa de ese espíritu fascinado por la posibilidad de un renacer (Bourdieu, 1988).
Ahora bien, la escena hoy es distinta de la de Heidegger, a pesar de formar parte de la misma época moderna. Es un paso más, una fase superior al espíritu de esa Alemania de entreguerras. Pero el ser un paso más implica que el camino recorrido es en gran parte el mismo, salvo este último paso de casi un siglo, por lo que aún hay muchos puntos de encuentro entre la época de Heidegger y la contemporaneidad. La historia avanza y no deja nunca a ninguno de sus elementos al borde del camino, sino que se reinventa y seculariza, toma otras formas, pero lo que subyace es lo mismo. La época presente tiene el mismo espíritu de la República de Weimar en la que Heidegger redacta Sein und Zeit. La crítica heideggeriana vale para hoy y con las herramientas filosóficas de su legado es posible elaborar un pensar acorde al mundo contemporáneo.
En el contexto histórico de la Europa de entreguerras se esboza el mundo de hoy, abriendo el terreno para las nuevas formas que toma el capitalismo (Villacañas & Maiso, 2020). Ello es consecuencia de un clima social en el que impera la inestabilidad, siendo un paso más en la decadencia. Hoy se produce un retorno a Weimar porque la contemporaneidad allí esboza su modelo, asentándose sobre las mismas bases de insatisfacción para la mayoría de la ciudadanía. La diferencia central es que en Weimar el malestar se reduce al pueblo alemán, pero ahora Weimar es global, al erigirse como modelo mundial, siguiendo a Heidegger, al haberse extrapolado a todas las áreas el abandono del ser en favor del ente, lo cual es una consecuencia que hay que afrontar, puesto que es intrínseco a la singladura humana en el mundo (Heidegger 2006: 4; 2004a: 345). Así, cada vez, surgen al hilo de la Modernidad pequeñas adiciones y cambios, pero con consecuencias desmesuradas, siendo las más evidentes las relacionadas con la economía a partir de la doctrina imperante del neoliberalismo.
La sociedad tardomoderna
El mundo contemporáneo es el de la sociedad tardomoderna. Aunque ya casi pasa la cuarta parte de este siglo XXI, seguimos en el comienzo de un nuevo milenio, y, por ende, se sigue escuchando la tónica de estar en los albores de una nueva época: Se escucha hablar de una vida en tiempos convulsos, fruto de una crisis de valores e instituciones que se ha agudizado por la situación pandémica, por lo que se apela a la necesidad de cambio, bien como una regeneración, bien como dar un paso más hacia adelante. Toda transformación de la sociedad moderna es acompañada de algún tipo de crisis en los que se reclama un cambio (Bilbeny, 1997). Pero es que la contemporaneidad está en permanente cambio y cada vez es más “cambiante” y menos estable, más “ávida de novedades” (Heidegger, 2006: 170), y, por ello, no es posible tener una concepción unívoca y unidireccional del mundo y de la sociedad como trata de establecer la tradición.
La época de Heidegger es distinta a la presente pero comparte el guion: no es un salto temporal tan grande, apenas un siglo, pero hay tantos cambios que puede decirse que es totalmente diferente. Muchas de las preocupaciones heideggerianas se acentúan y evolucionan a lo largo de este siglo, pero sus apreciaciones siguen valiendo: la crítica a la técnica como dominio de la naturaleza (Heidegger, 2000a: 9-40), el no pensar de la ciencia (Heidegger, 2017: 11) o la caída inevitable en el nihilismo como movimiento fundamental de la historia de Occidente (Heidegger, 2007: 194), son ejemplos de los que tomar nota para apuntalar la contemporaneidad. Pero a diferencia de la época de Heidegger, una Alemania provinciana de entreguerras, la actualidad engloba una multiplicidad, porque remite no a un τόπος único, sino a la múltiple escena global, a la que se acude, no por la ambición de abarcarlo todo, sino por la necesidad que supone el saber que el despliegue técnico ha propiciado que el mundo, antaño vasto e inabarcable, sea ahora más pequeño, dando la imagen de que todo está más a la mano y permitiendo situarse en múltiples lugares a la vez, pero en un mismo mundo en la medida en que hay una dinámica que las interrelaciona, de modo que lo que ocurre en cada uno de esos lugares repercute en los otros, haciéndolos interdependientes, tanto económica, como social y culturalmente.
Es evidente que cada escena tiene una serie de particularidades que pueden contrastar con la interrelación atribuida al mundo global, pero esas singularidades son fagocitadas por una maquinaria que exporta la cosmovisión de cada una a las otras, originando un entramado sistemático que anula el aislamiento de las distinciones y las incluye en la globalidad, identificado a la postre con una hegemonía occidental donde se impone un orden técnico y liberal, un imperio del bien al que se opone todo aquello que no está sometido a la reconciliación total (Baudrillard, 2015). La máquina global responde y actúa conforme a un sistema ulterior a todo: la Ge-Stell, que en este estudio se trata de poner en conexión con el capitalismo, la teoría económica que predomina en el mundo globalizado. Pero hay que entender cómo se imbrican ambos en el mundo moderno.
La sociedad moderna lleva consigo implícito que nada hay más moderno que la propia modernidad, al hacer referencia a un periodo histórico vinculado al hoy, al ahora, a la vez que a una corriente de pensamiento y una actitud. De ahí la dificultad de conceptualizar a la modernidad con exactitud y señalar su origen (Löwith, 1984: 103). Pero sí puede señalarse que como característica general tiene la conciencia de ser diferente respecto de lo antiguo, suprimiendo los límites impuestos por los valores de la voluntad humana, lo cual desemboca en un nihilismo que impide a las masas orientarse, cayendo finalmente en la banalización (Wolin, 2001:73-74). Se libera el deseo reprimido de la masa, pero la tan ansiada libertad, que al fin parece estar a la mano, se escapa a su control.
La crítica de Heidegger a la sociedad moderna sobrepasa la mera crítica desde el punto de la filosofía de la cultura, que analiza los fenómenos y los reduce a meras expresiones de secularización y alienación, o lo que es lo mismo, apostando por una trascendencia de índole negativa que está más allá de los fenómenos mismos (Adorno, 2003). Heidegger, más bien, tiene como foco el análisis del fenómeno mismo de la sociedad moderna y la deriva histórica en que surge. Ese fenómeno presenta una serie de elementos clave: la democracia, la Ge-Stell y el liberalismo económico.
La democracia contemporánea
La forma política por excelencia que rige la mayoría de las sociedades hoy es la democracia. Con ella se designa un sistema político electoralista y de partidos. Aquí se va a denominar en lo siguiente a esa estructura política con el nombre de tardoparlamentarismo, a fin de contraponer el sentido político de esta democracia contemporánea al albergado por la democracia ateniense: la democracia de la ciudad consagrada a la diosa de la sabiduría parte de una reflexión filosófica de la política, a diferencia de un periodo pre-racional aún más primigenio, donde los héroes míticos fundan la ciudad y su estirpe continúa gobernándola.2 En la antigua Atenas comienza a cuestionarse la política, que, como se sabe comúnmente, proviene etimológicamente de πόλις, la ciudad-estado, el lugar donde se convive.3 Este cuestionamiento parte, por un lado, de Sócrates, quien busca compatibilizar verdad y justicia (Badillo-O’Farrell, 1998: 17-18), y, por otro, de los sofistas, maestros de retórica que enseñan a los gobernantes a desenvolverse en asuntos públicos (Copleston, 2003: 103). Pero el sentido con que se dota a las democracias modernas no parte de un cuestionamiento, sino de una tradición.
La tradición parte, sin embargo, de un ideal de gobierno totalmente antidemocrático: la aristocracia defendida por Platón pero radicalizada con posterioridad. Mientras que para Platón el gobernante ideal es el filósofo, que rige la comunidad al ser quien comprende las ideas transcendentes y su reflejo en el mundo inmanente, de modo que media entre dos mundos (Rep. 473d), al surgir el Imperio Romano, es la voluntad misma del gobernante quien va pareja con las ideas (Dion Casio, Rom. XLIII, 28). Esta concepción aristocrática radicalizada la hereda el Medievo al hacer del rey el representante de lo divino, que luego deriva en el ente político moderno por antonomasia: el Estado (Krabbe, 1969: 75).
El Estado es aquello que da legitimidad al soberano en las comunidades modernas (Schmitt, 2004: 39). El Estado no es la πόλις, ni algo homólogo y/o comparable. A partir de la función legitimadora del Estado, la monarquía absoluta de origen divino da paso a un sistema donde ya no es uno solo quien impone su voluntad, sino que el Estado es regido por el conjunto de miembros de una sociedad que pueden ejercer su voluntad política a través de un sistema establecido polémicamente como parlamentario (Schmitt, 1996: 32). El logro político de la modernidad que se reconoce es el sistema democrático, que aquí se denomina parlamentarismo para diferenciarlo etimológicamente, como se señala, de la democracia griega.
“Democracia” suele traducirse, a partir de sus raíces, de palabras griegas como “gobierno del pueblo” (DRAE, 2014). Pero el sistema parlamentario contemporáneo no está forjado en el pueblo, sino en la sociedad. El parlamentarismo moderno comienza en la Edad Media, pero se engrandece en el Barroco, con la rebelión de Cromwell en Inglaterra (Macinnes, 2005). En el parlamentarismo, el poder emana de un parlamento o unas cortes que establecen la legislación de un Estado y cuyos miembros son elegidos por los integrantes de dicho Estado que están capacitados para ejercer su voluntad política. Sin embargo, existe en los parlamentarismos modernos la figura del jefe de Estado, que, aunque está supeditado al parlamento, no deja de ser una figura monárquica. Mediante los éxitos y fracasos de las revoluciones del siglo XIX, el sistema parlamentario se asienta prácticamente en todo Occidente, perviviendo hasta hoy, con la imagen de una separación de poderes que limita la actuación política para evitar que el poder se concentre en el poder ejecutivo y dando plenas garantías democráticas (Montesquieu, 1979: 112).
Pero el sistema asentado, que denominamos tardoparlamentarismo conforme a la evolución que ha presentado desde el origen que se cita, encierra una trampa. Podemos definir el proceso por el que se llega a él como un empoderamiento político de la ciudadanía, pareciendo que es el pueblo quien, mediante revoluciones y luchas sociales, adquiere poder paulatinamente y asienta las bases para una democratización de la sociedad (Velasco-Mesa, 2015: 70). Sin embargo, el sistema democrático actual parte de un electoralismo basado en partidos, los cuales presentan una entidad propia y una serie de tendencias políticas determinadas, y que son respaldados por otros elementos de la sociedad que no son políticos, como la economía o la moral, con lo que la soberanía democrática del Estado queda en entredicho, al no haber una elección de los representantes de entre la ciudadanía, sino de entre los partidos. Por ello, ese sistema político denominado tardoparlamentarismo no tiene el sentido de una democracia real, a pesar de ser el gran logro de la modernidad política.
En la contemporaneidad rige esa forma política denominada tardoparlamentarismo, el sucedáneo democrático imperante. En el fondo, es un movimiento político de masas, como el totalitarismo al que Heidegger se adhiere. El totalitarismo cae, se produce la vuelta a una democracia siguiendo el modelo de Weimar, que se hace fuerte, pero que alberga siempre el peligro de caer de nuevo en un sistema totalitario. El tardoparlamentarismo es una máquina fagocitadora que no tiene escrúpulos en devorarse a sí misma, corriendo incluso el riesgo de estar en permanente disolución, a fin de abarcar todos los estratos de la vida y regularlos mediante la ley.
Lo terrible del tardoparlamentarismo se oculta tras la máscara de la sociedad de derechos civiles, no teniéndose en cuenta a los individuos que generan la comunidad, sino que el Estado, como entidad jurídica regidora y organizativa, está en un plano muy distinto a ellos. La legitimidad del Estado radica en la ley, la cual no es algo natural, sino que radica en la soberanía, que en el caso del tardoparlamentarismo es aparentemente ejercida por el conjunto de los individuos que integran la sociedad. El sistema legislativo del tardoparlamentarismo, sin embargo, es una maquinaria perfecta en la que todo funciona bajo la legislación, constituyendo la jurisprudencia sus engranajes (Kelsen, 1966). Pero en esa maquinaria perfecta no hay vía de escape para la soberanía ni el empoderamiento ciudadano, con lo cual no hay una posibilidad real de constituir un sistema de derechos civiles. Ese estado-máquina tiene un reflejo en los planteamientos de Heidegger bajo la forma de das Man (Adrián Escudero, 2009: 127). Éste es uno de los conceptos más inquietantes del léxico heideggeriano y hace referencia a los otros en el modo en que se encuentran en la cotidianidad media, y cómo esos otros dominan la existencia en el convivir cotidiano. No es un sujeto universal ni nada parecido, ni algo que mueve los hilos por encima de los individuos, sino que es un existenciario que supone la mismidad que debe llegar a encontrarse.
El segundo de los existenciarios desplegados en Sein und Zeit alude a la convivencia con los demás, al ser-con-otros (Mit-einander-sein) (Heidegger, 2006: 118). Siempre se comparte la existencia con otros semejantes en un mundo común, porque el mero hecho de existir ya implica una referencia a los otros, incluso cuando no hay nadie (Heidegger, 1993: 163-164). Esos otros configuran la existencia propia porque nadie es él mismo en la cotidianidad (Heidegger, 1993: 164), sino que, más bien, se asume inmediata y regularmente el modo de comportarse de los otros (Adrián Escudero, 2016: 239). A estos otros no se les elige, sino que son consecuencia de estar-en-el-mundo (In-der-Welt-sein) (Heidegger, 2006: 52), porque el mundo está poblado por una pluralidad de existencias individuales. Pero al tomar esa forma plural, también toma la forma de la impersonalidad. Por das Man no se entiende ni éste ni aquél, no es uno mismo, ni alguno, ni la suma de todos, sino es nadie y todos a la vez, una inmersión en los otros de forma impersonal, es el modo de ser de los otros (Heidegger, 2006: 126). A esos otros se les contempla, no desde una teorización acerca de la intersubjetividad, sino desde la propia facticidad de la existencia. La facticidad del mundo y la sociedad es vivenciada en la coexistencia y esa trama común constituye el tema central de la vida comunitaria. La comunidad marca la pauta del ser-arrojado al mundo, al dotar de reglas para la convivencia, costumbres, valores, cosmovisiones e idioma, dotando de identidad, bien de modo individual, al designar el rol de cada uno en el grupo, bien de modo colectivo, al señalar a cada cual en función de los intereses comunes con otros.
Esto significa que unos están sujetos a otros en el convivir cotidiano (Heidegger, 2006: 126-127). La cotidianidad sumerge a cada individuo de la comunidad en la vida con los otros, formando cada uno también parte de esos otros y reforzando su poder. La existencia propia se disuelve en el modo de ser de los otros hasta el punto de que éstos desaparecen en cuanto distinguibles y explícitos: por eso es todos y nadie en concreto a la vez, lo que, en cierto modo, alivia la existencia cotidiana al no tener que interrogar todo de continuo. Pero ese alivio alimenta el dominio y la impersonalidad del “nadie”, a quien toda existencia se ha entregado ya siempre en su coexistir con los demás (Heidegger, 2006: 128). Ese dominio inadvertido de los otros sobre uno mismo es el modo de ser impropio de la existencia respecto de los demás tal y como es presentada en la vida cotidiana.
En Sein und Zeit se superponen los planos modales del ser impropio y del ser propio. La primera sección de la primera parte está dedicada a la impropiedad y se expone el contenido óntico de la existencia. La segunda sección, dedicada al modo de ser propio, es una elucidación ontológica de la primera. La exposición que Heidegger hace del ser-con (Mit-sein) pareciera indicar una inclinación de la balanza existencial hacia el modo de ser impropio de la existencia, debiendo haber un correlato para el das Man en la segunda sección, pero no lo hay, siendo ésta una de las aporías fundamentales de esta obra. Heidegger insiste en el carácter ontológico del das Man: lo hace al señalar que es un existenciario (Heidegger, 2004b: 113), y al hacerlo superpone los planos óntico y ontológico. Si la política, como modo de regir la comunidad, se vincula al ser-con, alberga su fundamento último en una ontología fundamental, algo a todas luces obvio, porque toda ontología regional (como lo sería la política), se asienta en dicha ontología fundamental, pero el problema radica en que al hacer esto, Heidegger supone que la fenomenología del ser-con cotidiano no es derivada, sino un capítulo de pleno derecho que reposa sobre la dimensión existenciaria (Lythgoe & Rossi, 2016: 122).
En la vida cotidiana se está de modo impropio y esta impropiedad define el carácter primario de la existencia. Esta impropiedad encubre realmente a las sociedades modernas, cuya vida política se hace pública mediante una charlatanería sobre los demás (Heidegger, 1993: 164). Si la existencia es siempre una coexistencia impropia, desde su mismo origen, la política posee un componente que lleva a un dejarse arrastrar que guía de antemano el destino existencial (Heidegger, 2006: 384). La política siempre se interpreta como la esfera de lo público, como una publicidad que regula primeramente toda interpretación de la existencia (Heidegger, 2006: 127) y del trato con los otros en la comunidad. Este carácter público es el predominio de la vida cotidiana, mientras que la esfera de la intimidad, de lo privado, tiene el matiz singularizador que, a todas luces, presenta el modo de ser propio. Pero la cotidianidad se presenta como una huida del sí mismo que revela la propiedad, al buscar refugio en una vida pública donde no hay que tomar decisiones acerca de sí mismo, sólo en asuntos respecto a los otros, a todos y nadie a la vez.
La coexistencia con esos otros que son todos y nadie a la vez es regida por la política, en el caso de las sociedades contemporáneas, bajo la forma del tardoparlamentarismo. La democracia tardoparlamentaria presenta la paradoja de que el poder reside en la ciudadanía mediante la representación, pero a la vez rompe con el concepto mismo de democracia, donde el propio colectivo se da a sí mismo una legislación. Darse a sí mismo una legislación implica reconocerse uno mismo desde la propia singularidad: implica una toma de decisiones sobre los asuntos públicos que trascienden la esfera de la intimidad y que se hace precisamente sobre aquello hacia donde se huye, para evitar tomar decisiones íntimas o, al menos, evitar pensar mucho en ellas. Si las decisiones de la comunidad están mediatizadas por la impropiedad reinante como das Man y los individuos que han de actuar democráticamente están en esa situación dispersa en lugar de ejercer su derecho al poder conforme a la toma de decisiones, la democracia fracasa, pues no es el ciudadano quien se sirve de ella, sino un ente impersonal vinculado al “se” reflexivo: se vota, se elige a tal o cual candidato.
Que Heidegger no es muy amigo de la democracia es un lugar común: en las pocas veces que alude a ella se indica que no la considera un medio fiable para alcanzar una relación satisfactoria con la técnica (Heidegger, 2000b: 652-683). Estas apreciaciones sobre la democracia tienen cierto sabor platónico y aristotélico,4 al considerarla también un modelo de gobierno desvirtuado, reflejo de la impropiedad que domina las vidas ciudadanas, de modo que terminan irrumpiendo las masas en el gobierno y, con ello, el nihilismo, porque el ciudadano medio cae en el anonimato, no es nadie, y se convierte así la democracia tardoparlamentaria en una consumación del nihilismo en política.
Para que una democracia supere el estado de impropiedad tendría que pasar el filtro de una comunidad “propia”, pero la vida en común siempre se halla como das Man. Esa subordinación política al anonimato cotidiano surge de la forma misma del tardoparlamentarismo: sigue imperando una lógica totalitaria que antes se encarnaba en un príncipe nombrado por derecho divino, pero ahora, en lugar de ese princeps, hay un espacio vacío, perdiéndose la unidad sustancial de la sociedad, al escindirse las instancias del poder, del saber y de la ley sin la garantía de fundamentos, aunque ilusorios, que daba el derecho divino. De este modo es más fácil que la democracia derive en un totalitarismo que intente restablecer la unidad que la democracia divide a partir de reimponer un centro absoluto. Pero también está el peligro de encontrar la falta de un referente para restaurar la unidad, una referencia común (Laclau & Mouffe, 1985: 171).
Ge-Stell
El sistema denominado tardoparlamentarismo implica un indicador que va marcando el guion de lo que ocurre: el neoliberalismo, como doctrina económica imperante, es ese guion, y la Ge-Stell, como estructura en la que se sustenta la modernidad, es aquello que marca el guion.5 Ambas cosas no son lo mismo, pero se dan conjuntamente, no se dan el uno sin el otro. Es necesario indagar hasta qué punto uno forma parte del otro o si son dos entidades independientes que se dan conjuntamente como un fenómeno unitario. A primera vista, siguiendo el modo en que son tratados en la investigación y en que son formulados, parecen no tener nada que ver, por lo que son examinados como dos fenómenos aislados entre tantos otros.
Ge-Stell es un término al que Heidegger alude por vez primera de forma pública en 1953, en Die Frage nach der Technik (Heidegger, 2000a: 20). Del neoliberalismo, como doctrina económica, Heidegger no se ocupa, puesto que irrumpe en la economía a finales de los años setenta del siglo pasado, con las tesis de Friedman y Hayek, quienes, aunque contemporáneos a Heidegger,6 sus ideas no tienen calado hasta su aplicación por los gobiernos británico y estadounidense de Thatcher y Reagan respectivamente (Gerard & Duménil, 2004). Hay una brecha temporal de un cuarto de siglo, pero ambos conceptos, sobre los que aquí se indaga, Ge-Stell y neoliberalismo, hacen referencia al momento actual del fenómeno de la industrialización y del capital.
Para una explicación de Ge-Stell, para exponer qué es y por qué es un elemento central de la configuración de la época, la mirada se ha de poner en lo que señala el texto de Heidegger de 1953: Ge-Stell es la interpelación que provoca al hombre a solicitar lo que sale de lo oculto como existencia, es el modo de salir de lo oculto que prevalece en la esencia de la técnica moderna, pero que en sí mismo no es nada técnico (Heidegger, 2000a: 23-24). Las palabras de Heidegger aluden a una sociedad hipertecnologizada, hipercientifizada e hiperindustrializada como la de hoy, pero sin ser técnica, ni ciencia, ni industria. Ge-Stell alude al armazón, a la estructura, al engranaje y ello parece indicar un entramado técnico e industrial, pero que, sin embargo, nada tiene que ver con la técnica. Es el marco contextual y conceptual en que se da la técnica, tiene que ver con el entramado que subyace a la técnica. Etimológicamente se vincula a Stellung-Aufstellung: posición, montaje, entramado, dispositivo, aparato, pero también hace referencia a Geschick: destino, habilidad (Grimm & Grimm, 2018).
En la famosa entrevista que concede a Der Spiegel con la condición de que sólo se publique tras su muerte, Heidegger alude al vínculo de la técnica con el nazismo (Heidegger, 2000b). Años antes, en el curso de 1935, Einführung in die Metaphysik, afirma que la grandeza del movimiento nacionalsocialista radica en el encuentro entre la técnica planetariamente determinada y el hombre contemporáneo (Heidegger, 1987: 208). Pero en la entrevista señala que la concepción que tiene de la técnica en los años del nazismo es muy distinta a la posterior a la II Guerra Mundial, donde vincula técnica y Ge-Stell. Heidegger, en los años treinta, considera que el nacionalsocialismo puede analizar el auge y predominio de la técnica, una posibilidad que el movimiento no culmina, al derivar en un pensamiento acerca de los valores y la totalidad del mismo modo que el resto de los movimientos surgidos en la modernidad calculante, y que nada tiene que ver con lo que cree en un primer momento que es una revolución en marcha (Heidegger, 2000b: 668), sino que se torna en un paso más hacia predominio del nihilismo. Sin embargo, es una cuestión decisiva el cómo es posible coordinar un sistema político con la época técnica actual. Heidegger rechaza que la democracia, señalada en este trabajo como tardoparlamentarismo, sea ese sistema, pero también advierte que desconoce cuál sería el más adecuado (Heidegger, 2000b: 668).
Si existen vínculos entre Ge-Stell, democracia tardoparlamentaria y neoliberalismo, es necesario una definición completa: Ge-Stell no es algo que el hombre tenga en sus manos, no posee su dominio, se le escapa (Heidegger, 2000a: 25). La tecnología en la que actualmente se vive inmerso desarraiga a la humanidad de la tierra sin que ésta se percate. Y no se percata porque a todas luces hay una relación de instrumentalidad, que, sin embargo, es equívoca: el ser humano cree que empleando la técnica al modo de un instrumento puede someter al mundo, pero realmente es ese entramado denominado Ge-Stell quien extiende sus relaciones de dominio sobre el mundo y sobre el ser humano, quien a la postre es quien sustenta al mundo.7 Lo importante en este panorama es que todo funciona; la técnica origina el funcionamiento, pero el cómo de este funcionamiento es algo que se escapa al ser humano en su cotidianidad. Eso es lo que produce desasosiego (Heidegger, 2000b: 669-670). La tecnología produce una topografía universal donde se navega sin resuello y, aunque hay islas de intimidad, éstas carecen de mundo. El tiempo actual es una normalización sucesiva de situaciones estabilizadas por la falta de acontecimientos. Así entendida, la tecnología produce ese desarraigo frente al que la filosofía nada puede hacer (Heidegger, 2000b: 671), porque el pensamiento por sí mismo no puede ser causa de un cambio de estados de cosas del mundo (Heidegger, 2000b: 673), esto es, no basta con el mero pensar, sino que es necesario un actuar. El pensamiento puede despertar cierta disposición a ese cambio (Heidegger, 2000b: 676), o al menos el pensamiento dentro de una línea similar a la de Heidegger.
Neoliberalismo: la nueva versión del capitalismo contemporáneo
Siguiendo la estela heideggeriana es posible despertar cierta disposición al cambio. No es que la reflexión en sí no predisponga a un cambio de esas características, sino que, al adherirse a las corrientes filosóficas de la tradición, está mediatizada de algún modo por la historia del olvido del ser. Una reflexión sobre el modo en que se habita el mundo tiene detrás un esquema de pensamiento que fomenta que tal modo de habitarlo sea de la misma línea que toma la reflexión, entrando de algún modo en un círculo vicioso. El ejemplo más notable de esa tradición es el racionalismo, que despoja a la vida humana de la espontaneidad y lo sustituye por la mera razón (Ortega y Gasset, 1987: 115). El ejemplo del racionalismo, que abarca desde la irrupción de Sócrates en la escena filosófica al cientificismo contemporáneo, pasando por los grandes momentos de las hipótesis cartesianas y la Ilustración, tiene en la sociedad contemporánea uno de sus caballos de batalla: los Estados modernos democráticos, cuyas Constituciones se consideran herederas de un espíritu racional (Rivera-Rosales, 2019: 172-173). La sociedad contemporánea puede atribuirse el ubicarse en un tiempo hiperracionalista en tanto que hipermoderno y legitimando un sistema económico, a la par que político, considerado vástago de esta hiperracionalidad: el neoliberalismo, que se torna en una nueva versión del capitalismo para la sociedad contemporánea (Lipovetsky & Charles, 2004).
De algún modo hay una conexión entre neoliberalismo y Ge-Stell. Los principios liberales pretenden establecer una doctrina científica sobre la economía que se ampare en una lógica racional (Smith, 1981), y la versión de la sociedad contemporánea para esta racionalización de la economía es el neoliberalismo. Pero este sistema va más allá de una simple teoría económica que regule la normatividad del mercado o una doctrina política ambigua con la intervención de la propiedad privada: su pretensión final es cambiar todos los estratos de la existencia en la sociedad.
Hay que aclarar, a fin de no mostrar ingenuidad, que el neoliberalismo en el presente trabajo no es considerado como un complot producto de una serie de teóricos, empresarios y gobernantes que programan el mundo global de modo que resulte beneficioso para ellos. Es obvio que hay quienes se aprovechan de este sistema, que dominan las reglas y obtienen pingües beneficios, e incluso pueden tener cierta influencia sobre la legislación a fin de que la balanza se incline aún más a su favor. Pero no por ello hay que dar pábulo a teorías de la conspiración como si hubiera un poder oculto que maneje el destino de los individuos y los pueblos. Más bien es algo que late al compás mismo de la sociedad contemporánea: no es sólo una teoría económica que perdure al favorecer a ciertas capas sociales, aplicándose como una religión oficial de la economía. Como ocurre en el caso de esa estructura denominada Ge-Stell, el neoliberalismo está imbricado en la sociedad misma, no es un accesorio cultural, una moda pasajera o un monumento significativo al que ya nadie hace caso.
Desde finales de los setenta y durante prácticamente toda la década de los ochenta del siglo XX, se produce un punto de ruptura en la sociedad, originando la imposición del neoliberalismo en los sistemas democráticos. Gran Bretaña y los Estados Unidos, con la asesoría de economistas como Laffer,8 plantean la posibilidad de una política económica favorable, en forma de desgravaciones fiscales, a las capas más ricas de la población, cuyos beneficios acabarían descendiendo, por goteo, hacia los más desfavorecidos, produciendo ganancias a todo el mundo. Esa política rompe con el valor social predominante instaurado por el capitalismo moderado keynesiano: la igualdad, porque el exceso de igualdad perjudica, para este neoliberalismo, a la economía (Revelli, 2014: 51). Pero el neoliberalismo va más allá de una economía o de una política que legisla en favor de una economía desigualitaria, busca organizar, como la Ge-Stell, la vida entera. Margaret Thatcher, Premier del Reino Unido entre 1979 y 1990 y promotora de la economía neoliberal en la Europa de aquellos años, señala en 1981 que la economía es el método y la finalidad es cambiar el corazón y el alma de la gente (Butt, 1981). Con ello, expone la idea de que el neoliberalismo organiza todos los estratos de la existencia, incluso los que nada tienen que ver con lo económico ni con lo legislativo, como por ejemplo la afectividad.
El modelo neoliberal busca organizar la existencia en las sociedades en función de preceptos como la gestión y la competencia, como si cada individuo fuera una empresa. Que este modelo dé la pauta de la sociedad contemporánea implica que se da, además de un cambio de paradigma económico, un cambio de paradigma existencial: una suerte de neoliberalismo existencial, donde un modelo económico rige la vida entera. Esto se clarifica aún más al profundizar en las palabras de Thatcher, donde este neoliberalismo existencial toma mayor relevancia. Dice Thatcher: “La economía es el método”. Dos palabras, “economía” y “método”. La primera deriva etimológicamente de οῖκος, “casa”, y νὸμος, “ley”. La segunda lo hace de μετα, “hacia allá”, y ὸδὸς, “camino”.9 Haciendo una traducción directa desde ese significado etimológico, señalar que la economía es el método implica que “la ley de la casa es la que propicia el camino hacia allá”. La cuestión del método es la de un camino que lleva hacia algo. En los términos que emplea Thatcher, ese algo es el cambio, un camino que lleva a una revolución del paradigma, en este caso una revolución conservadora, pero el cambio de paradigma que se fomenta no es del tipo que pretenden las doctrinas religiosas o políticas, ya que el liberalismo no aspira a un cambio en lo establecido por la Historia, sino que procura el cambio de la existencia individual, pretende cambiar el corazón y el alma. Y para ello el camino es la economía, que dentro del discurso del capital pierde su significado etimológico, al no regir ya la casa, sino la sociedad, todas las casas en su conjunto.
Y aunque Ge-Stell y neoliberalismo tienen pautas comunes que dan lugar a una conexión, no son lo mismo. Ge-Stell hace referencia a un entramado no técnico y el neoliberalismo es una doctrina económica con repercusiones políticas. Pero ambos tocan del mismo modo la fibra sensible de la existencia, dándose además conjuntamente en las sociedades democráticas contemporáneas, vale decir, las sociedades tardoparlamentarias. Si Ge-Stell es una interpretación que provoca que el ser humano salga de lo oculto como existencia y si la finalidad del neoliberalismo es cambiar el corazón y el alma, en ambos casos se atañe a la existencia y a sus características circunstanciales. No son lo mismo, pero dándose en conjunto configuran primariamente el escenario contemporáneo.
Conclusiones
Para finalizar, unas breves consideraciones que, más que producir un cierre a la investigación que aquí se ha llevado a cabo, se espera que constituyan una apertura a la profundización en las cuestiones que han movido a la realización de este trabajo. Al igual que sucede en el teatro, cuando el telón se cierra, el espectador puede imaginar qué sucede con los personajes de la obra, qué destino es el que les aguarda en función de lo que el trágico deja entrever en los momentos finales. Las conclusiones aquí propuestas pretenden servir de orientación para ulteriores reflexiones, que indiquen una senda, si bien no es posible saber qué hay en ese camino.
La primera de esas consideraciones tiene que ver con una puesta en relación con el presunto nazismo de Martin Heidegger y lo que se trata de ver en sus críticas a la democracia. Evidentemente, Heidegger se adhiere al nazismo entusiasmado por lo revolucionario del movimiento. Esa adhesión no se debe a prejuicios racistas por su parte, ya que finalmente se decepciona por las derivas que toman las políticas nacionalsocialistas, sino que más bien, lo considera una alternativa a una democracia que desemboca en el nihilismo de la tecnificación y el capital, lo que se ha denominado aquí tardoparlamentarismo, y que tiene como ejemplo embrionario a la República de Weimar. Es evidente, que la crítica a la cultura que Heidegger lleva a cabo es la crítica a la cultura del capital, más allá del sesgo ideológico con que este pensador pueda dotarle y si esta cultura del capital se identifica con una verdadera democracia.
La segunda es que la sociedad contemporánea, al estar respaldado por los intereses que llevan al nihilismo, implica un sistema que deriva en la metrópolis global, donde la masa imposibilita el viejo modelo ilustrado de la convivencia conforme a un contrato racional, puesto que se sostiene en un armazón tecnocientífico y económico que somete a toda forma de administrar la sociedad a sus propias miras, afectando incluso al modo de vivir, pensar y sentir de los ciudadanos (cambiar el corazón y el alma de la gente). Pero a pesar de todo, el fundamento es el mismo que en Weimar. La crítica que hace Heidegger es válida, pero hay que tener en cuenta las características desarrolladas a lo largo de este siglo transcurrido. Es una nueva versión, más grandilocuente, pero que parte de los mismos preceptos.
Desde las herramientas que el pensamiento de Heidegger deja de legado, se establece el análisis crítico de la sociedad. La propuesta es que también, desde esas mismas herramientas, sea posible establecer una solución, aun cuando sea de mínimos, que parta de la existencia nuda y la crítica a la impersonalización que lleva el capitalismo.
Establecer una sociedad sostenible de corte heideggeriano implicaría partir desde el existenciario del ser-con (Mit-sein), pero siempre se corre el riesgo de que esto derive a una caída en la inautenticidad del impersonalismo que rige la vida cotidiana, que es precisamente el peligro que puede sufrir la democracia. Y Heidegger no dice nada de un ser-con desde el modo de ser propio, puesto que la relación con los otros siempre se da en el estado caído de la impropiedad, pasando desapercibido en la vida cotidiana. No queda entonces otra que asumir la relación con los demás desde la singularidad de cada uno, comprometiendo su ser propio desde una exégesis personal, aun a sabiendas de que encierra la aporía de caer continuamente en la impropiedad. El modo de ser propio siempre es temporal y no es posible de extrapolar de una a otra existencia, no siendo posible que toda una comunidad al unísono asuma su destino en una forma no caída. Porque a la resolución precursora que posibilita el modo de ser propio sólo se llega desde la singularización más absoluta que da la angustia de la comprensión de la muerte, que siempre es muerte de cada uno.
Por ello, toda solución colectiva parece estar condenada al fracaso. Sólo quedaría entonces una solución mínima por parte de cada uno, de manera singular y autogestionaria: cada existencia sólo puede saber de sí misma y conforme a ello actúa. Desde la consciencia de la extrema singularidad que implica la finitud propia es desde donde está la posibilidad de expresar la propia metáfora del pensar de Heidegger, retirado en la cabaña, alejado de una sociedad devorada por el capital, das Man y Ge-stell.