Para comenzar, es importante mencionar que el museo es un complejo arquitectónico semiótico-político (Preciado, 2019, pp. 19-23) en el que se genera poder y conocimiento, lo cual se observa claramente en la distribución de los recursos, por ejemplo: a las áreas de investigación, curaduría y museografía se les asignan en mayor cantidad1 que a las de comunicación social y mediación educativa. Dicho complejo también se advierte, por otro lado, en la ubicación de cada departamento:2 los de la curaduría y la museografía cuentan con espacios privilegiados, mientras que el departamento de mediación suele estar relegado a espacios pequeños y en ubicaciones desfavorables. Un ejemplo podría ser el Museo de la Ciudad de México, donde del lado izquierdo de la escalera principal hay una oficina para la curaduría, y del derecho, una oficina con un tapanco en la que conviven mediadores, trabajadores de comunicación social y prestadores de servicio social.
Preguntarnos, si cuesta lo mismo producir una exposición que un programa educativo, y si esto es reforzar las dinámicas de poder-saber; al respecto, Foucault menciona que “las relaciones de poder están imbricadas en otros tipos de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad), donde juegan un papel a la vez condicionante y condicionado” (Foucault, 1980, p. 170); sirven, agrego, para un interés específico, que es la construcción de la llamada verdad y de relatos legitimadores (discursos), que en un museo adquieren forma en la distribución desigual de recursos y espacios; así como en las tareas de cada área, por ejemplo, la ubicación del curador en relación con el museógrafo, y de éstos, con el mediador educativo. El ejemplo podría ser el de quienes cumplen con el servicio social: personas egresadas de educación superior que retribuyen con horas de trabajo sin goce de sueldo, y que la mayoría de las veces, si bien pueden desempeñarse en casi cualquier área del museo, es más común encontrarlas en los departamentos educativos, guiando visitas o impartiendo talleres artísticos, quehaceres poco profesionalizantes que tienden a mudar las artes en manualidades.
En ese sentido, para Paul Preciado la arquitectura semiótica-política del museo “es un aparato performativo que produce tanto al objeto como al sujeto que dice representar” (Preciado, 2019, p. 21). El museo, por un lado, constituye autoridades, como el director y el curador en jefe, quienes emiten los discursos de verdad; también los museógrafos entran en ese ejercicio, en relación subordinada al curador, con la función de materializar las ideas de éste;3 por otro lado, recibe un objeto para dotarlo de una historia/relato o ubicarlo en un espacio histórico, sin importar si es un recinto de historia, antropología, arte o ciencia: la función es la misma, de modo que le corresponderá al investigador, al museólogo y al curador enmarcar el objeto en un discurso que sea entendido y sostener “la verdad” que se le adjudica. El museo también interpela a los sujetos para determinarlos como sus usuarios, audiencias o públicos. Y aquí me pregunto desde dónde y quién puede validar dichas construcciones identitarias y a quién se representa en ese espacio.
Ahora bien, me gustaría recuperar la noción de la exposición como máquina de guerra que plantea Didi-Huberman (2011, p. 25), y la del museo como un dispositivo capaz de seguir, o bien contradecir, los lineamientos del Estado, lo que nos permite reconsiderar las dos facultades del poder: una, potestas, con la que lo ejerce sobre los cuerpos, cosificándolos y administrándolos, y otra, poiética, con la que puede diseñar sus propios discursos (Foucault, 1980, pp. 103-110). Un ejemplo de la primera sería un museo nacional de historia o de arte como el Museo Nacional de Arte (Munal), de México, en el que el discurso va de lo virreinal al arte de la primera mitad del siglo XX, y se exponen imágenes que nos han introyectado desde el sistema educativo para sentirnos mexicanos; mientras que el Museo Travesti del Perú (MTP) sería un ejemplo de la segunda. Aquél aborda la historia oficial y, éste, la de lesbianas, gais, bisexuales y trans (LGBTIQ+) que ha sido borrada de las narrativas históricas oficiales del Perú. Regresaré a este caso más adelante.
Por la segunda facultad va este ensayo: un acto político, una intervención y una postura ante los discursos oficiales es lo que me interesa ver en la exposición; aquí es donde ésta, como máquina de guerra, en diálogo para crear un espacio no dogmático en el que el pensamiento es inagotable; por lo que, para que lo sea -efectivamente, una máquina de guerra-, debemos pensar el museo como una utopía; la utopía que ahora me importa es la queer, donde lo queer
[…] es un modo estructurante e inteligente de desear que nos permite ver y sentir más allá del atolladero del presente. El aquí y ahora es una cárcel. Frente a la representación totalizadora de la realidad del aquí y ahora, tenemos que esforzarnos por imaginar y sentir un entonces y un allí [Muñoz, 2020, p. 29].
La utopía queer, que nos permite cuestionar el presente y sus narrativas, en el museo es para repensar las relaciones de poder en el organigrama, las formas de adquisición de colecciones, los procesos curatoriales, la museografía, las dinámicas de mediación y socialización del recinto en función de procesos y recursos interseccionales que incorporen la raza, el cuerpo, el género, la sexualidad y la clase en los procesos y proyectos expositivos en él.
El problema de la utopía queer va hacia dentro y hacia fuera del museo; primero, porque nos permite comprenderlo como relación de poder y como ortopedia social que moldea discursos oficiales en función de regímenes políticos, y hacia fuera, por razón de que nos ayuda a interpelar a más audiencias y generar públicos, es decir, no sólo importa si se llena o no el museo, sino para quién se hacen exposiciones y para qué queremos que asistan a él. Al respecto, podríamos visitar a Sara Ahmed, quien plantea que “los cuerpos adoptan justo la forma del contacto que tienen con los objetos y con los otros” (Ahmed, 2015, p. 19), y que hay un sentimiento queer ante la incapacidad de habitar la heterosexualidad (Ahmed, 2015, p. 224); un ejemplo dentro del museo podría ser el malestar que genera ver en el Munal una pintura de Abraham Ángel frente a otra de Manuel Rodríguez Lozano -malestar para las “locas” que conocemos su trágica historia de amor4-. Para el afuera del museo remitiré a la exposición Imaginaciones radicales. Una lectura disidente de la colección del MAM (Museo de Arte Moderno), que albergó el mismo MAM hasta agosto de 2023, la cual reúne a una serie de artistas visuales que forman parte de la colección del museo, así como a artistas emergentes actuales; la muestra como el afuera del museo es lo que Ahmed refiere como placeres queer, aquello que “pone en contacto cuerpos que los guiones de la heterosexualidad obligatoria han mantenido alejados” (Ahmed, 2015, p. 254). Ese guion (-) es la esperanza queer5 para el museo, pues pone en contacto nuevas formas que pueden producir cambios en el espacio social, al diseñar específicamente una exposición para la comunidad LGBTIQ+.
¿Queerizar el museo?
Entonces, si el museo modela identidades y genera discursos oficiales, ¿qué significa queerizarlo? Primero, hay que mencionar que la palabra queer tiene su origen en la degradación y repudio a subjetividades no hegemónicas,6 pero la contemporaneidad del término comprende la reapropiación significativa del insulto y la reivindicación por medio y en contra de los discursos de los que fueron expulsados (Butler, 2010, p. 315). En ese sentido, lo queer como política tiene una facultad de acción: queering (queerizar/cuirizar), la cual implica el estudio de la formación histórica de las alteridades y la capacidad de torcer y deformar los discursos históricos. Por ello, retomando lo que menciona Héctor Domínguez-Ruvalcaba, cuirizar puede leerse como “amariconar, enjotecer, desviar, pervertir, torcer […] significa entender lo desviado como sujeto de cambio histórico en el ámbito cultural y el político […] consiste en abrir un espacio antihegemónico para los individuos excluidos, oprimidos y marginados” (Domínguez-Ruvalcaba, 2019, pp. 17-18, 76). Así pues, es necesario preguntarnos qué significa queerizar, torcer y amariconar un museo.
En ese sentido, y para reforzar la idea la utopía queer, queerizar el museo “es un proceso sin fin y quizá, más importante, sin objetivo definitivo [...]. Queering the Museum, entonces, debe verse no como un modelo, sino más bien como una caja de herramientas (necesariamente incompleta) que puede usarse, expandirse y adaptarse a formas que tal vez son inimaginables” (Sullivan y Midd leton, 2020, p. 6). Las herramientas de esa caja para queerizar el museo serán para hacerle una crítica dura desde sus orígenes, por ejemplo, todas aquellas acciones vinculadas con saqueos y derechos de guerra por los que se constituyeron colecciones privadas, hoy alojadas en museos nacionales, hasta un análisis del porqué del museo que heterosexualiza las vidas de los artistas LGBTIQ+, o a qué se debe que los carteles de las marchas se neutralizen sobre las paredes del museo. Valdría la pena mencionar la nula sensibilidad que existe para el visitante LGBTIQ+, los escasos programas públicos que lo consideran o bien la invisibilización de dichas subjetividades en los grupos de trabajo.
Queerizar el museo: implica entender cómo la sexualidad clasifica y vigila la cultura; de acuerdo con Nikki Sullivan y Craig Middleton (2020), va más allá de etiquetarlo como gay. Es una promesa, “un compromiso crítico que ofrece nuevos significados, nuevas formas de pensar y actuar políticamente” (Duggan, 1992, p. 11, citado por Sullivan y Middleton 2020, p. 31) -al respecto, Isabel Hufschmidt sugiere borrar la idea de que lo queer se trata de minorías, ya que se las representa como objetos subalternos de grupos marginados, en lugar de sujetos de historia y cultura (Hufschmidt, 2018, p. 30)-; va más allá de invitar a tres drag queens a ofrecer el recorrido escenificado de una exposición, de dar una charla online sobre arte LGBTIQ+ el Día del Orgullo, de colocar en Instagram el filtro de la bandera arcoíris en el mes de junio; lo anterior sólo evidencia que los museos siguen viendo como estadística y agenda a la población de lesbianas, gais, bisexuales, transgénero y queer (LGBTIQ+). También es estudiar, asumir y cuestionar el museo como dispositivo patriarcal, elitista y colonizador, algo que las artistas feministas, negras y tercermundistas se han esforzado por visibilizar.
Si dejamos de pensar lo queer como minoría, debemos ver la interseccionalidad, los cruces entre cuerpo-género-raza-clase-ubicación geográfica como metodología para criticar la heteronormatividad del museo como institución, ya sea para hacer ver los contenidos establecidos desde el pensamiento heterosexual, la erótica de la blanquitud en las curadurías de pintura histórica, los discursos sanitarios alrededor de la esbeltez, la belleza y la condición física, e incluso el privilegio de clase, al preguntarnos quién y cómo se comisionan obras. Esto, en cuanto a lo que vemos del museo, pero también es necesario hacerlo en lo que no vemos: el contrato colectivo de trabajo, el influyentismo y el amiguismo en los puestos directivos y coordinaciones, el reparto y la distribución de recursos entre los proyectos que se consideran importantes y los que no, y un largo etcétera.
El museo queer como utopía
Como se ha mencionado ampliamente en este ensayo, es el propio espacio el que produce su público y sus representaciones; esto es importante porque es ahí donde se modelan tanto el gusto como las narrativas museísticas; pero la pregunta ahora es a quién construye y a quién controla el museo como institución. Responderla nos obliga a observar cómo constantemente se gestionan los límites. Si buscamos una cuestión participativa, de inclusión o de hacer museos y comunidades, es importante observar y transgredir los límites del museo, desde los semiótico-arquitectónicos, hasta las metodologías que utiliza para ordenar el cuerpo, disciplinar el gusto y modelar la imaginación.
Es en este punto donde aparece, ya no como metodología (queerizar), sino como utopía o posibilidad, lo queer. Al respecto, José Esteban Muñoz dice que “Lo queer es una idealidad. Dicho de otro modo, aún no somos queer. Quizá jamás toquemos lo queer, pero podemos sentirlo como la cálida iluminación de un horizonte teñido de potencialidad” (Muñoz, 2020, p. 29). Queer es imaginar el futuro ante el presente fulminante, es soñarnos en un entonces y en un allí, mientras encontramos nuevas formas más gozosas de habitar el mundo.
Ahora bien, si volvemos a la esfera semiótica-política del museo tanto en lo arquitectónico como en lo expositivo, habrá que repensar, desde la estética queer que propone José Esteban Muñoz, los bordes entre el museo como espacio arquitectónico y como espacio expositivo son performativos, pues “no es simplemente un ser, sino un hacer, por y para el futuro. Lo queer es, esencialmente, el rechazo de un aquí y un ahora, y una insistencia en la potencialidad o la posibilidad concreta de otro mundo” (Muñoz, 2020, p. 30). Luego sería valioso ver en lo queer la posibilidad de transgredir los límites del museo, ya no para construir alteridades, como ocurre habitualmente, sino para imaginar un espacio que nos represente e interpele dignamente.
La posibilidad queer del museo demanda buscar respuesta a la pregunta cuál es el museo que nos merecemos. He ajustado un poco la pregunta: Douglas Crimp (2005) la planteó primero alrededor de por qué la historia del arte excluye a las subculturas sexuales, ya que “lo que está en juego no es la historia per se, que en todo caso es una ficción, sino qué historia, de quién es esa historia y qué intención tiene” (Crimp, 2005, p. 170). Con lo anterior se busca interrogar al objeto y al sujeto al mismo tiempo, y ver en lo queer una riqueza histórica para contrarrestar el pensamiento heterosexista; así como la cosificación de las corporalidades a través del arte.
Pensar el museo queer es una utopía concreta, relacionada “con batallas históricamente situadas, con una colectividad [puede] ser como una ensoñación, pero son las esperanzas de un colectivo, de un grupo emergente, o incluso de un bicho raro y solitario que sueña por muchas otras personas” (Muñoz, 2020, p. 32). El museo queer buscará la reestructuración de las colecciones, hará de todo documento cultural una posibilidad patrimonial y, en pos de un habitar común, cancelará todo tipo de alteridad.
El museo travesti del Perú como ejemplo
El Museo Travesti del Perú (MTP) nació en 2004 como iniciativa del filósofo y artista drag Giuseppe Campuzano (1969-2013), y tiene el objeto de invitar “a la relectura de una historia sexual colonizada mediante la conjugación de diversas disciplinas artísticas […] para construir un sólido proyecto estético y político representado en performance, baile, muestrario, conferencia y libro” (Campuzano, Lorenzo y Rodríguez, 2015, p. 46). Lo que hace es reaccionar al museo como espacio hegemónico, primero, porque no tiene un sitio específico: es un museo itinerante; segundo, puesto que en él no hay obras de arte, sino producciones culturales, y tercero, no tiene curadores, sino comunidades travestis reconstruyendo sus historias de vida.
El MTP es una práctica artística relacional, concebida como “un arte que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado” (Bourriaud, 2008, p. 13). Así pues, cabe decir que el MTP como práctica artística relacional puede ayudarnos a denominarlo como un museo performativo; sobre éste, Carla Pinochet Cobos dice que tiene capacidad de autoenunciación, regula su propia ficción discursiva y modela su propio dispositivo. Los museos performativos “son productos y productores de sus propios proyectos, que, justamente desde su hacer, imaginan modos peculiares de pensarlo y practicarlo” (Pinochet, 2016, p. 46); los museos performativos nos invitan a pensar en las realidades que están fuera del museo, formas diferentes de gestionar el patrimonio y el diseño arquitectónico sin muros.
Con base en lo anterior, el MTP es una máquina de guerra, al ser
[…] un diálogo con el espacio -intervenir y ser intervenido- alejándose de la abstracción del cubo blanco como continuidad de la sociedad fragmentada. Cada muestra significa ocupación y ensamblaje, pero ante todo un diálogo entre proyecto de investigación y proyecto de curaduría, investigación siempre en curso cuya curaduría es su plasmación en el espacio concreto, y la experiencia de aquella curaduría como retroalimentación [Campuzano, 2013 p. 67],.
A partir de la museología del MTP, la voz y la memoria del travesti atraviesan todos los discursos hegemónicos para recuperar la historia que le fue arrebatada y con la que fue estigmatizada, y, al tenerla en sus manos, la reapropia para reconstruirse y validarse en el “reordenamiento de la narración histórica desde el punto de vista del travesti a la vez que denuncia la injusticia a la que ha sido sometida. El travesti se erige así en la única voz autorizada para articular su Historia” (Campuzano, Lorenzo y Rodríguez, 2015, p. 47). Así pues, el MTP es un ejemplo de un sueño realizado, un no-espacio que simboliza el entonces y el allí de la utopía queer.
Conclusiones
A lo largo de este ensayo el museo se presentó como un espacio totalizador, es decir, que construye discursos oficiales y objetualiza en alteridad todo aquel documento cultural y toda subjetividad que no van de acuerdo con su discurso. Asimismo, la arquitectura museística se estudió desde su esfera semiótico-política, para comprender que en su parte privada también es una relación de poder, tanto en el lugar que se ocupa en el organigrama, como en la ubicación y espacialidad del sitio y el departamento en el que se trabaja; el ejemplo que se usó fue el contraste económico entre el departamento de curaduría y, si alcanza ese nombre, el de mediación educativa, donde el primero cuenta con un espacio fijo y el segundo, no siempre.
Por otro lado, se expuso que el museo se mueve en lógicas heteronormativas; esto es, que todo lo modela desde el pensamiento patriarcal,7 y de ahí es como se busca llegar a un museo queer, donde queer funciona como estrategia para cuestionar y desarticular las relaciones de poder (patriarcales y heteronormativas), en pos del reconocimiento y la inclusión de la diversidad sexual, tanto en el organigrama como en el discurso expositivo. Queerizar el museo es buscar nuevos significados en la interseccionalidad del cuerpo-género-raza-clase-sexualidad con el museo, como utopía concreta para un futuro mejor de todos esos cuerpos excluidos de los discursos oficiales del museo.
Por lo que un museo queer es un territorio por venir, una forma de insistir en, para y desde la institución para su transformación. Un claro ejemplo de esto es el Museo Travesti del Perú, donde las propias dragas, travestis, maricas, lenchas y transexuales son las que recopilan sus archivos, investigan su historia y resguardan su patrimonio. Lo que debemos evitar es la inclusión forzada: no somos cuotas.