San Elías es una escultura de 156.3 x 54 x 48 cm que representa al profeta; su vestimenta: túnica, cinturón y escapulario marrón, así como una esclavina blanca, son la característica de la orden de los carmelitas (Figura 1), como se marca en el Speculum Carmelitanum (1680) (Limón, 2021, p. 12). Sostiene en las manos los atributos que identifican al santo como profeta, que son el libro de profecías en la mano derecha, y una pluma de latón, a manera de espada flamígera, en la izquierda; en cuanto a la posición del cuerpo, se encuentra a contraposto, de pie sobre un orbe; a su vez, sostenido por una peana (Cañiza, 2018, pp. 9-14).
(Fotografía: Guillermo Vazquezpico, 2019; cortesía: STREP-ENRCYM-INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
Es difícil analizar una imagen ante la ausencia de un marco de referencia establecido para el estudio de la escultura novohispana y de la negación de su existencia de quienes investigaban sobre los artistas neoclásicos y, después de ellos, la crítica de la Academia, que defendía el punto de vista de que existía no como obra de arte; para la cual, este tipo de piezas eran simples bultos o imágenes que cumplían una función meramente iconográfica y de culto, aunado a los problemas derivados de que no se conocen las autorías de las obras (Manrique, 1995, pp. 101-111). Éstas son tan sólo algunas de las dificultades que Jorge Alberto Manrique planteó en su texto Problemas y enfoques en el estudio de la escultura novohispana.
Éste fue en parte el escenario al que se hizo frente cuando la pieza que representa a san Elías, perteneciente al templo de Nuestra Señora de la Asunción (ca. 1815),1 Tlapanaloya, Estado de México, fuera restaurada en el Seminario-Taller de Restauración de Escultura Policromada (STREP) de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía (ENCRyM) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). La situación, no obstante, también significó una oportunidad para identificar cualidades específicas para el estudio de la escultura novohispana de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, a partir del análisis de las características formales y decorativas compartidas por un grupo de obras esculpidas distinguidas por la historia del arte.
Con base en el análisis de la talla en San Elías así como en la iconografía del policromado, Pablo F. Amador Marrero atribuye su autoría al escultor español Pedro de Requena, quien fuera maestro ensamblador del retablo mayor del Convento de san Miguel Arcángel en Huejotzingo, Puebla, y a Francisco de Zumaya, policromador (Amador, 2021, 00:02:27). Amador encuentra eslabones que vinculan la talla de la escultura con el español Pedro de Requena: en el análisis comparativo con varias esculturas que ha identificado de la autoría de ambos, como la Inmaculada Concepción (Figura 2), del templo del mismo nombre, en la Ciudad de México, reconoce similitudes con la forma en que se tallan el rostro, los labios, la nariz y la barbilla; así como la cuenca de los ojos, que es muy característica del entallador (Amador, 2021, 00:27:32).
(Fotografía: Pablo F. Amador Marrero y Mercedes Murguía, 2020; cortesía: STREP-ENRCyM- INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
Otros de los indicios que explica Amador están en el detalle de la decoración de las túnicas, lo que también permite asociar a Requena con las esculturas de San Elías y, en el Museo de El Carmen de la Ciudad de México, de Santa Teresa, cuya talla se atribuye al escultor antes mencionado, y el policromado, a Francisco de Zumaya, ya que entre los detalles decorativos se hallan elementos circulares que componen los ejes simétricos con forma de piña, junto a flores de ocho pétalos separados, que se muestran en el modelo ornamental de Santa Teresa, así como se encuentra al interior de su capa el fragmento de un palo cortado con rama (Amador, 2021, 00:16:38) (Figura 3).
(Fotografía: Pablo F. Amador y Mercedes Murguía, 2022; cortesía: STREP-ENRCyM-INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
También se han identificado en otras tres esculturas trabajadas en el STREP, a saber: Santa Magdalena de Pazzi (Figura 4) y Santa Catalina de Siena (Figura 5), ambas de la parroquia de San Pedro Apóstol, Tláhuac, y el San Diego de Alcalá, de la Catedral de Corpus Christi, Tlalnepantla, Estado de México; aunque la policromía de este último caso podría ser más temprana, todas ellas dejan ver no sólo un mismo modelo que copia y repite los diseños, sino también que es similar la manera en que el pintor “policromador” resuelve las formas para dotar de volumen a las figuras (Figura 6).
(Fotografía: Jesús E. Estudillo Sánchez y Paris A. Santoyo Toledo, 2023; cortesía: STREP-ENRCyM-INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
(Fotografía: Mercedes Murguía, 2021; cortesía: STREP-ENRCyM-INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
(Fotografía: Mercedes Murguía, 2021; cortesía: STREP-ENRCyM-INAH y Templo de Nuestra Señora de la Asunción)
Como se puede ver, el análisis de una escultura para su restauración requiere trabajo multidisciplinario -en este caso, con la historia y la historia del arte así como con la química- que permite reconocer cualidades artísticas, históricas e iconográficas, así también de sentido, fuera de la propia pieza, que de algún modo nos llevan a un vocablo que goza de poca fortuna crítica: unidad.
Un término en desuso: unidad
Una de las consideraciones que la teoría crítica de la restauración puso en el foco de atención es el concepto de unidad. Siempre mal comprendida y relegada a segundos y terceros planos, la unidad, criticaba Paul Philippot, se vincula con la manera de comprender la intervención y la conciencia histórica desde dos posturas antagónicas:
[…] una reclama el respeto de las huellas sensibles del transcurrir del tiempo, de lo que se ha llamado recientemente el “espesor histórico” o la parte vivida de un objeto como inherente a la autenticidad de su sustancia histórica; la otra se esfuerza por abolir los efectos del tiempo transcurrido para restablecer la unidad de la obra primitiva [Philippot, 2015, p. 20].
Aunque Philippot recupera este concepto, y lo relaciona con la pugna entre las instancias histórica y estética, desde entonces se prefigura la importancia de pensar en una unidad, concepto que en la teoría ha tenido diversas acepciones y consideraciones, pero que en la práctica no siempre se aplica en la toma de decisiones.
Como se lee, en la transcripción, es irremediable pensar en las posturas de John Ruskin y E. E. Viollet-le-Duc, pero también en la mediación brandiana entre las mencionadas instancias histórica y artística. Además, en el caso de la posición de Viollet-le-Duc se comprende que la unidad está relacionada con el momento de creación de un objeto cultural, ése en el que autores, artífices, constructores, productores concluyen -ahí mismo, donde reside su autenticidad (si bien para la teoría crítica de la restauración no es sino en la suma de eventos a lo largo de su historia)- el bien cultural.
Por otro lado, en una intervención la unidad se reestructura a partir de la reconstitución de la unidad potencial,
[…] cuya conciencia estética reclama el restablecimiento, y cuando éste es posible mediante un trabajo de integración libre de toda falsificación. No se trata en estos casos de restituir una obra completa, sino de reducir la molestia ocasionada por las lagunas con el fin de conferir al original que subsiste el máximo de presencia y de unidad del que sea susceptible [Philippot, 2015, p. 26].
Aunque aquí se vincula específicamente con el proceso de reintegración, ¿cuántas veces reparamos en el concepto de unidad al proponer una limpieza o una reintegración? Sin duda debería de ser uno de los marcos de referencia para tomar decisiones en torno de la limpieza de un objeto cultural, puesto que reducir la afectación visual también tiene que ver con los problemas que producen las manchas, la mugre y algunos agregados pictóricos -valga el adjetivo- impregnados a lo largo de su historia, aunque aludan a su uso y reinserción en los sistemas culturales vigentes.
Hallamos la versión de la magnitud de la unidad más pertinente en el propio Philippot, cuando la considera elemento inicial y determinante de la metodología que un restaurador ha de aplicar en una intervención. Y remite, ya sea al ejemplo por excelencia, un retablo donde escultura, pintura y relieve suelen verse de manera independiente y no como partes de la unidad del bien cultural, o bien, a la arquitectura, en la que estructura y decoración, enlucido y color se analizan sin visualizar sus obvias interdependencias, donde todo coopera como un mismo sistema sin divisiones (Philippot, 1973, p. 6). Lo mismo vale decir, desde nuestro punto de vista, de las obras que se tallaron o adornaron con las mismas características decorativas, formales y materiales. Más allá del reconocimiento de las cualidades de determinadas esculturas y de definirlas como unidad, la posibilidad de cotejar similitudes entre ellas nos permite pensar y reconocer una unidad más amplia, lo que, a su vez, es indispensable para comprender tendencias estilísticas, artísticas, modas y, por ende, la circulación de ideas, ligamen con aspectos sociales y culturales inherentes a un espacio-tiempo.
Las intervenciones, sin embargo, suelen no apegarse a la unidad, como metaconcepto; o, peor aún, se alude a ello sin reparar en las implicaciones prácticas que esto debería traer en la toma de decisiones. Así, hemos visto cómo pinturas, esculturas y muebles de un mismo retablo se trabajan de manera aislada, acciones, en el mejor de los casos, sustentadas en un diálogo entre los equipos de trabajo para lograr los mismos objetivos y criterios de intervención, así como niveles de acción; o bien, restauraciones de una misma escultura que, como no se consideraron sus dos partes como una sola unidad, se reconstruyeron de manera independiente con criterios distintos, se resolvieron con reconstrucciones de una y otra de manera independiente. En el caso de San Elías, la unidad se reconoció más allá de la propia escultura. Con la ayuda de otras disciplinas fue posible saber que esa obra es uno de los eslabones de la cadena de esculturas manufacturadas por los mismos artífices o entalladores o policromadores o ambos, lo cual autoriza realizar de manera idéntica un tratamiento de lagunas en los ejemplares que hemos podido intervenir dentro del STREP (Figura 7). En todos los casos se ha buscado recuperar la unidad potencial mermada, trayendo con la reintegración los detalles perdidos que, hallados en las decoraciones de las demás, estaban perdidos. La posibilidad de hacer esto reside en la multidisciplina y en un trabajo metodológico para su estudio y su cotejo con otras piezas de la época, permitiendo generar resultados uniformes, sin falsificaciones estilísticas, aplicando la teoría a la práctica de la restauración.