La edición de la Historia de los indios de la Nueva España (en adelante, Historia) a cargo de Mercedes Serna Arnaiz y Bernat Castany Prado forma parte de los “Anejos de la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española”. Según puede leerse en la página web de la RAE (http://www.rae.es/obras-academicas/bcrae/anejos), esta serie - inaugurada con la publicación del Quijote de Avellaneda (ed., est. y notas de Luis Gómez Canseco)- pretende difundir textos que, a pesar de su importancia histórica, no alcanzan la talla estética de la Biblioteca Clásica: “la BCRAE [...] se reserva a un canon muy exigente de las letras hispánicas y en los Anejos aparecen otros textos relevantes pero de menor categoría”. El formato de los Anejos no es idéntico al de los tomos que conforman la Biblioteca Clásica. En éstos, el texto aparece ante el lector casi de inmediato (tras una presentación mínima), acompañado, a pie de página, sólo por las notas indispensables para la comprensión de la lectura (que suelen ser breves), ya sean de carácter lingüístico, histórico o literario; después vienen, en este orden, estudio, aparato crítico, notas complementarias -alojadas fuera del texto debido a su extensión-, bibliografía e índices. En los Anejos, en cambio, el estudio abre el libro; después vienen texto, notas complementarias, bibliografía e índices, en tanto que el aparato crítico (por lo menos en el caso de la obra de “Motolinía”) no se encuentra en el libro, en el que sólo se anuncia: “En la página web de la RAE se aloja el aparato completo; en esta edición sólo se ha incluido al pie un aparato selecto, o sea, unas cuantas variantes significativas” (p. 98*). Sin embargo, según me informó la oficina de comunicación de la RAE mediante un correo electrónico, “lamentablemente, de momento no tenemos materiales disponibles para ese Anejo de la BCRAE. En cuanto tengamos algo, lo pondremos en la página web, donde ya están otros archivos de consulta de la Biblioteca Clásica”. La falta de aparato crítico (dos años después de haberse publicado el libro) es una carencia de la edición que la aleja por completo del rigor que caracteriza a la Biblioteca Clásica y que, lógicamente, entorpece la aproximación de los lectores a ella.
Según Serna Arnaiz y Castany Prado, quienes en este punto siguen a Georges Baudot, lo que hoy conocemos como la Historia es en realidad el “resumen apresurado” (p. 87*; se marca con asterisco la edición reseñada) de una obra mayor de “Motolinía”, a la que los editores llaman, como Edmundo O’Gorman, Libro perdido, si bien Baudot propone en su edición (Castalia, Madrid, 1985; las páginas sin asterisco se refieren a esta edición) que su título debió ser Relación de las cosas, idolatrías, ritos y ceremonias de la Nueva España (p. 58). Si el franciscano dio a conocer en 1541 una versión fragmentaria -y descuidada estilísticamente- de esta obra (es decir la Historia), fue por una circunstancia apremiante: la amenaza de promulgación de las Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su Majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios -conocidas simplemente como Leyes nuevas-, las cuales eran consecuencia en buena medida de las denuncias hechas por fray Bartolomé de las Casas y buscaban proteger a los naturales de los abusos cometidos por los encomenderos. Las Leyes nuevas ponían en peligro la sumisión de los indios y, con ello, la evangelización franciscana. Por esta razón “Motolinía” escribió la Historia a don Antonio de Pimentel, conde sexto de Benavente, quien era señor de su villa nativa y consejero de Carlos V; el franciscano esperaba que Pimentel convenciera al emperador de la inconveniencia de las leyes, pero no sucedió así y éstas se promulgaron al año siguiente, el 20 de noviembre de 1542. Tras escribir la Historia, “Motolinía” dio fin a su obra mayor, que luego se perdió. Sin embargo, se tiene noticia de ella y se conoce incluso buena parte de su contenido gracias a que Alonso de Zorita, oidor de la Audiencia de México, la citó extensamente en su Relación de Nueva España (1585).
Los testimonios que tomaron en cuenta Serna Arnaiz y Castany Prado para fijar el texto de la Historia son los siguientes: el manuscrito de la Ciudad de México (M), el de la Biblioteca de El Escorial (E), el de la Hispanic Society of America (H) y el de la Biblioteca de Palacio Real de Madrid (P); los tres primeros datan de la segunda mitad del siglo XVI, en tanto que el último es del siglo XVIII. También consultaron el manuscrito al que fray Juan de Torquemada y Antonio de Herrera y Tordesillas dieron el nombre de Memoriales (Ms), que contiene apuntes y borradores de “Motolinía” y se encuentra “en la Latin American Collection de la Universidad de Texas, en Austin” (p. 90*), así como la ya mencionada Relación de la Nueva España, de Alonso de Zorita (Z), “manuscrito 59 de la Biblioteca del Palacio Real de Madrid” (p. 92*). Finalmente, tuvieron a la mano las dos primeras ediciones de la obra: Ritos antiguos, sacrificios e idolatrías de los indios de la Nueva España y de su conversión a la fe y quiénes fueron los que primero la predicaron, tomo 9 de la serie Antiquities of Mexico, editada por Edward King, vizconde de Kingsborough, e Historia de los indios de la Nueva España, tomo 1 de la Colección de documentos para la historia de México, editada por Joaquín García Icazbalceta. Sin embargo, Serna Arnaiz y Castany Prado no proponen un stemma codicum a partir de los testimonios consultados; simplemente señalan que “la relación entre X, Ms y M, E y H es uno de los principales enigmas de la crítica novohispana” (p. 93*) y reproducen “un resumen de las diferentes opiniones hoy vigentes al respecto” (p. 93*), tomado esencialmente de La incógnita de la llamada Historia de los indios de la Nueva España, atribuida a fray Toribio Motolinía, de Edmundo O’Gorman (FCE, México, 1982). Los editores no aclaran, además, cuál es el texto base de la edición, aunque todo parece indicar que es M, manuscrito del que parten casi todas las ediciones, desde García Icazbalceta. Baudot, en cambio, si bien tampoco propone en su edición stemma codicum, indica que M es “copia directa de un borrador probablemente ológrafo de Fray Toribio, con destino al uso interno de la Orden seráfica, y lleva firma y rúbrica copiadas de las autógrafas de Fray Toribio” (p. 78); que E “no parece ser copia del manuscrito de la Ciudad de México, sino copia directa de un borrador ológrafo de Fray Toribio, de fecha anterior al borrador que fuera modelo del manuscrito mexicano” (p. 78), y que H “puede ser copia del manuscrito de la Ciudad de México o copia directa y muy descuidada de un borrador ológrafo de Fray Toribio” (p. 79). Baudot señala, además, una peculiaridad de P que Serna Arnaiz y Castany Prado no atienden: “[P] sitúa el capítulo XX del Tratado III (último capítulo de los manuscritos del siglo XVI) como capítulo VIII del Tratado II, siguiendo en esto las indicaciones del autor expresadas en los manuscritos del siglo XVI al empezar el último capítulo de éstos (Cap. XX, Trat. III)” (pp. 79-80). Baudot concluye por esta razón que “[P] deriva [...] de la última y definitiva versión de la Historia de Fray Toribio y no de los habituales borradores del franciscano” (p. 80), y en este caso sigue su lección, aunque reconoce que “por lo general es copia descuidada, con frecuentes errores ortográficos, con inexacta toponimia, y con muchos de los defectos de los manuscritos anteriores” (p. 79). En una de las notas con “variantes significativas” Serna Arnaiz y Castany Prado dan cuenta de la lección de Baudot, pero no mencionan que ésta proviene de P:
“En el manuscrito de la Ciudad de México se añade, a continuación del epígrafe, una indicación que lo ubica en la “Segunda parte”: “Este capítulo, que es el postrero, se ha de poner en la segunda parte de este libro, adonde se trata esta materia”. Hemos optado, sin embargo, por dejarlo en este lugar, porque dicho añadido también indica que es “el postrero” y, sobre todo, porque no existe consenso sobre el lugar de la “Segunda parte” en que éste debe ser ubicado. En su edición de la Historia, Baudot [...] lo convierte en el capítulo II, 8 (p. 265, n. 1).”
Según la nota, parece que a Baudot simplemente se le ocurrió seguir el plan de “Motolinía” (como si a un editor de Rayuela se le ocurriera ordenar el texto según el “Tablero de dirección”); sin embargo, lo que realmente hizo Baudot fue respetar la lección de un testimonio.
Difícilmente puede encontrarse una hipótesis original que sostenga la edición de Serna Arnaiz y Castany Prado, quienes se limitan a resumir las propuestas de los editores anteriores (vale decir de Edmundo O’Gorman y de Georges Baudot) y apoyarlas o refutarlas según sea el caso. O’Gorman considera que los abundantes errores e imprecisiones que hay en la Historia se deben a que no la escribió “Motolinía”, sino que se trata de una copia parcial hecha por un monje que desconocía la cultura mexica. Baudot, en cambio, atribuye las características de la obra a las circunstancias históricas en que se escribió. Serna Arnaiz y Castany Prado rechazan la hipótesis de O’Gorman, apoyan tímidamente la de Baudot y agregan que “la sencillez de su estilo, rayano en el descuido, [...] no puede explicarse únicamente por la precipitación con la que fue redactada, sino que debe relacionarse también con el culto a la pobreza propio de los franciscanos” (p. 79), propuesta a todas luces subjetiva y sin fundamento textual. Al final de la sección de su estudio dedicada a la “Historia del texto”, a manera de conclusión, Serna Arnaiz y Castany Prado indican las correspondencias entre la Historia y los Memoriales:
“Del capítulo 1 al 35 de los Memoriales se desarrolla la “Primera parte” de la Historia, con la particularidad de que el capítulo 29 de la “Segunda parte”, que trata sobre la ruina del politeísmo indígena, se halla intercalado en los Memoriales entre una digresión sobre el teocalli de Cholula y otra sobre la introducción de la Eucaristía en Anáhuac. A la “Segunda parte” de la Historia corresponden los capítulos 36 al 51 de los Memoriales, exceptuando una omisión relativa a las narraciones sobre el bautismo de los convertidos que no aparece en los Memoriales. La “Tercera parte” de la Historia aparece, más desordenadamente que las anteriores, entre los capítulos 52 al 70 de los Memoriales, si bien las noticias sobre la vida de fray Martín de Valencia y la de los primeros misioneros no aparecen en los Memoriales (p. 98*).”
Sin embargo, el cotejo de los editores resulta inútil debido a que Baudot ya había establecido en su edición no sólo las correspondencias entre la Historia y los Memoriales, sino que había organizado en un esquema largo y detallado los capítulos de estas obras según el orden que pudo tener la Relación de las cosas, idolatrías, ritos y ceremonias de la Nueva España o Libro perdido (pp. 59-70).
Como ocurre en los tomos de la Biblioteca Clásica, Serna Arnaiz y Castany Prado regularizan el uso de grafías y modernizan puntuación y acentuación. En general sus criterios dan uniformidad al texto respetando las peculiaridades del español del siglo XVI. Mantienen, por ejemplo, “algunas variaciones léxicas, metátesis y oscilaciones vocálicas, conservando las alternancias en el timbre y la elisión de las vocales átonas: flaire, catredático, catredal, aplacalde, pedricar” (p. 101*), etcétera. No obstante, modifican los grupos consonánticos cultos, como “charidad => caridad; theología => teología” (p. 100*). El texto tiene pocas erratas, pero algunas de ellas aparecen en nombres indígenas, que, por su dificultad e importancia para la obra, debieron revisar con sumo cuidado. Así, los editores alternan Tenochtitlán con Tenochtitlan, y equivocan el apellido del cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, escribiendo “Ixiltxóchil” (p. 282, n. 17) e “Ixtilxóchitl” (p. 306, n. 14); como este nombre aparece muchas veces escrito correctamente no hay mayor problema, pero la única vez que se menciona al tlatoani Tízoc cometen también un error: “Tizco” (p. 284, n. 26). Hay también confusiones semánticas, como la siguiente, en que escribieron “causa” en vez de “consecuencia” (el subrayado es mío): “Sin embargo, Mendieta no verá dichas enfermedades como causa de la idolatría de los indígenas, sino, más bien, de los pecados de los españoles” (p. 300, n. 1.4). Es posible que también en la transcripción del texto motoliniano haya errores, pero la falta de aparato crítico impide asegurar esto. He aquí un ejemplo (el subrayado es mío): “Esta tierra es de Anáhuac -o Nueva España, llamada así primero por el Emperador nuestro señor- según los libros antiguos que estos naturales tenían de carateres y figuras, que ésta era su escritura a causa de no tener letras, sino carateres, y la memoria de sus hombres ser débil y flaca” (p. 4). A continuación, el mismo fragmento en la edición de Baudot: “Esta tierra de Anáhuac, o Nueva España, llamada (así) primero por el Emperador nuestro señor, según los libros antiguos que estos naturales tenían de caracteres y figuras, que ésta era su escritura a causa de no tener letras, sino caracteres, y la memoria de los hombres ser débil y flaca” (p. 99). En el texto de Baudot (que coincide con el de García Icazbalceta) no hay verbo principal; se trata, por lo tanto, de un anacoluto, muy comprensible en la escritura apresurada de “Motolonía”. Serna Arnaiz y Castany Prado introducen un verbo (“Esta tierra es de Anáhuac”), pero, al no haber aparato crítico ni nota que explique el pasaje, no se puede saber si se trata de una lección basada en algún testimonio (o incluso en su propio juicio) o si es un mero error de transcripción. En cuanto a la alternancia entre “los hombres” (Baudot) y “sus hombres” (Serna Arnaiz y Castany Prado), al final de la frase, bien puede tratarse de una variante, pero nuevamente no es posible tener certeza alguna.
Las notas complementarias son, sin duda, el mayor mérito de la edición, pues, al explicar tan detalladamente las condiciones históricas e ideológicas en que escribió “Motolinía”, resultan de gran utilidad para la comprensión cabal de la obra. La nota 8 de la “Epístola proemial” (pp. 274-276), por ejemplo, explica el sentido político que tuvo la admiración que “Motolinía” y los otros franciscanos manifestaron en sus textos por la figura de Hernán Cortés (muy semejante a la de Bartolomé de las Casas hacia Cristóbal Colón). La nota 43 de esta misma sección da cuenta del culto de Quetzalcóatl y del sustento histórico que pudo tener. La nota 1.2 (pp. 293-298) de la “Primera parte” da noticia de los once franciscanos que acompañaron a “Motolinía” en su viaje al Nuevo Mundo, así como de los fundamentos teológicos de la también llamada Orden Seráfica. La nota 1.4 (pp. 300-301) explica lo relativo a la epidemia de viruela que hubo en México a partir de 1520, en tanto que la 1.17 (pp. 309-311) da la información indispensable para comprender el funcionamiento de las encomiendas. La nota 2.4 (pp. 316-318) versa sobre el consumo de alcohol en México antes y después de la conquista.
La falta de aparato crítico impide decir mucho más sobre esta edición. Una vez que se tenga acceso a él, quizá sea necesario rectificar los juicios negativos emitidos en esta reseña, pero, en tanto esto no suceda, sólo puede reconocerse que la edición de Serna Arnaiz y Castany Prado no logra superar los trabajos previos de O’Gorman y Baudot. Por supuesto, me refiero a las aportaciones hechas en el terreno de la crítica textual, no a la erudición que rodea la obra, pues, en este aspecto, la presente edición es la más completa. Es de lamentar que la RAE haya elegido para este texto (“relevante pero de menor categoría”) un formato que entorpece su lectura entre el público especializado, sobre todo teniendo antecedentes tan notables como los tomos que se han publicado hasta el momento como parte de la Biblioteca Clásica.