No hay otro camino para aquel que busca recobrar el pasado que atender las diferentes manifestaciones de la memoria, lugar de convergencia de recuerdos, historias, anécdotas y silencios que reconfiguran la experiencia vivida y crean, en la medida que estos elementos se combinan, la verdad imaginaria con la que se rige la vida. No es de extrañar que Luis Mateo Díez, un escritor con un fuerte apego a la tradición oral y la memoria colectiva, haga de la reflexión sobre la memoria un eje temático en su novelística.
Por eso es significativo el primer contacto con lo rural durante la niñez del escritor español, ya que se presenta como el espacio ideal para rescatar aquello que lo citadino ha deslavado. Sobre esto, María Payeras Grau escribe que “fue una infancia colindante en más de un sentido con el espacio donde la imaginación se pierde […] lo que preparó la sensibilidad del escritor para la inmersión en un imaginario personal vecino siempre de su comarca natal”, es decir: “los usos y costumbres de la zona, algunos de marcado perfil literario, contribuyeron a crear un horizonte narrativo, una sensibilidad hacía la percepción de lo real, cuya huella es visible en toda la obra” (2003: 9). Del mismo modo, José María Pozuelo Yvancos, apunta que todo aquel que se ha sumergido en la obra del leonés debe haber percibido el significativo rol que tiene la infancia, pues “la infancia es un ámbito concreto, de carácter histórico personal, rememorado muchas veces por él en los espacios autobiográficos” que nutren sus relatos (2017: 71).
El ambiente rural impregna toda la poética del leonés, que en muchos aspectos tiene puntos de contacto con otros compañeros suyos como José María Merino y Juan Pedro Aparicio; tanto así que Moreno-Caballud señala que en ellos tres “la apropiación de las formas tradicionales nunca es armónica, justamente porque esas tensiones y contradicciones entre lenguajes (sobre todo entre lenguajes a épocas distintas) son las que aparecen en sus ficciones” (2015: 391). Es decir, este trío está unido, en primer lugar, por la amistad, en segundo lugar, por una visión similar de la literatura-pues su formación es en “torno al filandón con una fuerte fascinación por los relatos de tradición oral y el compromiso con la reivindicación de la narratividad” (Brizuela, 2003: 147)- y, en tercer lugar, por un personaje apócrifo en común llamado Sabino Ordás, “patriarca de las letras leonesas”.
Este grupo forma parte de la llamada Generación del 68, tercera generación de posguerra, formada por escritores nacidos entre 1937 y 1950, cuyas primeras incursiones en la literatura se dan entre los años de 1968 y 1975 y, aunque más lejanos en el tiempo, o tal vez por ello, se decantaron por el compromiso social sin olvidar el compromiso con la calidad literaria (Cf. Andres-Suárez, 2007, 155). Este grupo de escritores leoneses se distingue porque durante el periodo de experimentación en la década de los setentas, en los que muchos de sus contemporáneos incurrieron, se separan “de las modas transitorias y buscan las renovaciones a partir de la recuperación de las formas tradicionales de la narrativa hispánica” (Brizuela, 2003: 148). Seguros de lo que se distancian, los miembros de la “mafia leonesa” son propensos a hablar de su poética.
Por lo mismo, no es de extrañar que haya material abundante disperso en entrevistas, comentarios y notas en las que reflexionan al vuelo sobre el tema, muchas de las cuales se pueden encontrar en la red. Sin embargo, también existe un crecido interés en su obra por parte de la crítica, por ejemplo con la edición de El arte de contar, que contiene varios capítulos sobre la obra de Díez y Merino y las relaciones entre ambos, pues “en la actualidad, hay una notable bibliografía […] que confirma el interés creciente de sus obras, también lo demuestran las numerosas traducciones a otras lenguas. […] el presente volumen [desea] contribuir a un estudio intenso, riguroso y original sobre sus universos literarios” (2017: 17). Ahora, solamente sobre Díez y su obra los estudios críticos son suficientemente prolíficos, basta mencionar, para dar cuenta de ello, el libro Inventario de Luis Mateo Díez, un trabajo monográfico que hace un recuento minucioso de artículos periodísticos, reportajes, reseñas, críticas, entrevistas, noticias e incluso tesis doctorales en torno al leonés (Cf. Val/Toledo, 2010).
Por otro lado, Mabel Brizuela comenta que del abanico de propuestas lanzado continuamente por los integrantes de este grupo de escritores leoneses, hay cuatro principales puntos en los que convergen sus reflexiones (Cf. 2003: 50-51):
La escritura, que se concibe a partir de la incorporación de la tradición oral en la narrativa, es entendida como una manera de desvelar la realidad.
Los territorios literarios, entendidos como espacios en donde la realidad y la imaginación se entrecruzan, siempre encuentran un punto de referencia en la experiencia y, por lo tanto, están anclados, sujetos, a la realidad. La experiencia, en este sentido, es el elemento esencial para construir un texto, puesto que está en íntima relación con la memoria y la imaginación.
La memoria como el lugar donde imaginación y experiencia confluyen. La única vía de acceso a la composición es por medio de la memoria, que no se entiende solamente como una recuperación del pasado, sino en necesaria combinación de la experiencia y la imaginación.
Los personajes son erigidos con una mezcla de misterio y suficiente realismo para ser verosímiles a pesar de sus contradicciones y desdoblamientos.
Este breve atisbo de hechos muestra una conciencia por la escritura que Luis Mateo Díez ha cultivado desde la infancia y que ahora se refleja característicamente en su poética. Estos indicios sirven también como un primer acercamiento a la novela que aquí se analiza: El reino de Celama, de la que Natalia Álvarez Méndez apunta que sobresale por ser “obra localizada en un territorio mítico y simbólico, un fiel reflejo de la desaparición de la cultura rural y un canto a la épica de la supervivencia frente al negativo destino de esa tierra y de sus habitantes” (2003: 225).
Conocido como el ciclo del Páramo, este libro integra tres novelas: El espíritu del Páramo, La ruina del cielo y El oscurecer (Un encuentro), que se desarrollan en un espacio geográfico perfectamente delimitado: Celama. Esta trilogía, siguiendo a Asunción Castro Díez, “compone una unidad con identidad diferenciada en el conjunto de la obra narrativa de Luis Mateo Díez”, pues no lo reconoce con las otras ciudades provincianas (Armenta, Balma, Ordial, Doza) por lo que deambulan los personajes de sus otras novelas, no, “sin duda […] Celama está más cercano a este tiempo y espacio de la memoria de los valles montañeses de la infancia del escritor, en que lo que se supone recreación de un mundo rural de costumbres ancestrales ya desaparecido, y cuyo rastro parece corresponder más a la imaginación fabulada que a la historia y la indagación antropológica” (2017: 107-108).
Ahora bien, en Vista de Celama (Un apéndice), Díez ofrece detalles de este lugar y agrega, para reforzar la verosimilitud, un mapa que permite ubicar los distintos puntos que conforman el Páramo y establecer con claridad dónde se desarrollan las acciones. En El Reino… este lugar se construye a partir de elementos que se interrelacionan armónicamente como la multitud de voces o las perspectivas, la presencia constante de la literatura oral en la escritura, la fragmentación del relato, el recuerdo y la memoria. Esta última, punto central de este trabajo, encuentra sentido en la interacción de estas formas de configuración que permiten que Celama se erija con un aire de tintes místicos.
El espíritu del Páramo, novela inicial de este ciclo, traza la geografía de la llanura y su decadencia. Así, lo que se presenta como un vergel, rebosante de vida, se convierte en un erial con un potencial olvidado, para luego renacer con la construcción de un pantano. Este último estado de la tierra, que ya muestra signos de putrefacción, es el que antecede al páramo, terreno yermo, raso y desabrigado, motivo de inspiración de los relatos y lugar de reflexión de los personajes. Sobre ello, apunta Castro Díez:
Esta doble condición de territorio yermo, asociado a connotaciones de orden más subjetivo (desamparo, desolación), constituyó el germen de un espacio literario que fue cobrando a lo largo de las tres novelas una sólida entidad imaginaria apoyada en un fuerte simbolismo. Porque en la construcción de este universo ficcional, Luis Mateo ha sido muy ambicioso. No se ha limitado a elaborar una trama novelesca más o menos compleja y protagonizada por un grupo mayor o menor de personajes. Ha dado forma a un mundo completo, una geografía, una atmósfera, con unos habitantes fuertemente vinculados con el espacio en que el viven, con una historia pasada y presente, con unas vivencias, unas historias que contar, con un sentido colectivo de la existencia, confiriéndole una identidad inconfundible en el espacio infinito de la fabulación literaria (2017: 108; para el tema geográfico también ver Álvarez Méndez, 2017: 133-156).
A pesar de ello, El espíritu… está construido fragmentariamente; no obstante, un personaje, Rapano, sirve como hilo conductor entre los diferentes relatos y pensamientos. Rapano es un pastor, “La Vega era lo único que conocía […] y en su conciencia infantil no había otra idea del mundo que la que delimitaban las hectáreas del Caserío de Valma” (Díez, 2005: 19),que reflexiona y cuestiona su entorno y situación: la incapacidad de las personas por buscar la individualidad, la tediosa monotonía de las vidas y, sobre todo, la frustración por la falta de agua, que incrementa exponencialmente al lograr acceso al vital líquido y darse cuenta que ello no implica cambio alguno para el territorio.
En “Los lugares del relato”, la parte final de esta primera novela, Díez resume toda la historia por medio de cuarenta y tres fragmentos que ubican una acción y el espacio en que ocurren; no obstante la fragmentación del relato, se vaticina desde las primeras líneas de El espíritu… al constatar que es un historia basada en el recuerdo, con la inestabilidad misma del sueño:
Lo que pudiera contar es casi lo mismo que lo que pudiera recordar de un sueño, o de un mal sueño para ser más exacto. A veces pienso que un memorial sería lo más adecuado: poner sencillamente las palabras al servicio de los recuerdos, ordenadas con el único fin de que el olvido no se haga dueño y señor de ese reino de la nada en que se convertirá Celama (Díez, 2005: 15).
Los quince capítulos que conforman El espíritu... combinan la referencia de la literatura tradicional con la oralidad que se desprende del diálogo para entablar una conversación con un pasado remoto que, al ser recobrado, permea la obra con un aire de nostalgia. Como claro ejemplo está el capítulo que versa sobre Midas, el cual, al contraponerse a ese otro personaje legendario, devela un discurso irónico que reafirma el ambiente de pobreza y esterilidad:
En la Hemina de Midas había una casa abandonada, que reconstruyeron como buenamente pudieron, y a ella llevaron los cuatro enseres rescatados y el único baúl de sus pertenencias, un viejo trasto que olía a alcanfor y lana. Llegó primero el coche de Avidio y cruzó la Heminia por el camino polvoriento que conducía a la casa, pero antes de alcanzarla se detuvo un momento.
-Ésta es la piel de la miseria... -musitó escupiendo el palillo que sujetaba entre los dientes, mientras observaba el pedregal-. Cincuenta céntimos el metro cuadrado para un incauto que no sepa lo que son las rañas...(Díez, 2005: 39).
Más adelante hay una referencia más clara hacia la leyenda, y con ello vuelve a sobresalir la conciencia de Díez sobre la tradición que pasa de generación en generación por medio de la oralidad y pervive en la memoria del pueblo y renace en las historias por medio del recuerdo:
-El patrimonio hay que sacarlo a flote porque, como usted bien sabe, es muy frecuente dar largas cambiadas y disimular lo que se tiene y lo que no se tiene... -opinó su acompañante-. Esta Hemina no lleva precisamente el nombre de un pobre.
-Jamás conocí a nadie que se llamara Midas.
-Es el nombre de quien convierte en oro todo lo que toca.
-En la miseria de los créditos lo convierte Roco... (Díez, 2005: 41).
La tradición oral es una manera de aferrarse a lo que la memoria colectiva considera valioso y digno de recordar. La leyenda vive en la voz del pueblo, en la palabra, en la oralidad, y por sí misma tiene la capacidad de invocar el pasado con el único fin del no olvido de la historia. Es por eso que, aunque hay una conciencia del escritor leonés de que la literatura está en una fase de “fetichismo” por la palabra impresa y que ésta se encuentra por ser desplazada por una nueva fijación en la imagen que se desprende del cine y la televisión, su formación le permite concebir la palabra oral como uno de los vehículos de trasmisión más efectivos y que pervive en algunos lugares remotos ajenos al avance tecnológico.
La cercanía de este escritor con la oralidad se puede explicar porque su tierra natal “es una tierra de coplas, cantares, leyendas, cuentos y romances. En todas las comarcas leonesas, en la montaña, en los campos y páramos, en El Bierzo, se ha mantenido un rico patrimonio literario, trasmitido por la vía oral, que ha despertado una y otra vez en las frías y largas noches invernales junto al fuego acogedor de los ‘calechos’ o ‘filandones’” (Domínguez Rodríguez/Díez/Merino, 1980: 43). La palabra, como él la concibe, aunada a la memoria, son mecanismos que fomentan la conservación de la cultura literaria a pesar del transcurso del tiempo (Cf. Domínguez Rodríguez/Díez/Merino, 1980: 39). La oralidad también sirve para borrar la noción de autor, la multiplicidad de voces que intervienen hacen que la obra tenga un carácter de literatura colectiva, sin propietario, y con la capacidad de mutación en el tiempo, lo que contribuye en gran manera a que El espíritu... tenga un aire de inestabilidad.
La segunda novela, La ruina del cielo, es la más reconocida ante la crítica y la más elaborada en su configuración, a pesar de que se construye a partir de la técnica cervantina del “manuscrito encontrado”. Ismael Cuende, doctor designado a ejercer en Celama, rescata del antiguo consultorio un ropero donde encuentra un estudio topográfico y una memoria médica de Celama, redactada por Ponce de Lesco y Villafañe, uno de sus predecesores. Estos documentos “son un catálogo del sufrimiento padecido en la Comarca, debido al balance que se realiza de sus muertos y el estudio de sus Necrópolis” (Álvarez Méndez, 2003: 227).
Cuende, del mismo modo que Rapano en la novela anterior, es el hilo conductor en este intricado ir y venir de historias y pensamientos, ya que por medio de la lectura de estos papeles trata de reconstruir y comprender la vida de los habitantes de Celama. La consecuencia es una historia fragmentada en sesenta y ocho capítulos, donde permean la brevedad y el humor, que describen personajes extravagantes que sucumben al fracaso. Cuende, después de un recorrido por las notas de su predecesor, trata de reconstruir y, en cierto sentido, homenajear a estos personajes con la composición de una serie de obituarios que reflejan su vida y, al mismo tiempo, el entorno del Páramo donde la presencia de la muerte es palpable. Esta forma de componer la historia remite al norteamericano Edgar Lee Masters, que en 1915 publica Antología de Spoon River, donde la fragmentación que se desprende de una serie de obituarios plasma la esencia de cada personaje y permite reconstruir las relaciones entre ellos y con su entorno:
un cementerio poblado de espíritus que viven su muerte intensamente: espíritus rencorosos, vengativos, a veces iluminados, y otras veces ciegos como lo fueron en vida; seres que desde la tumba enjuician a su pueblo, a su gente, a sí mismos y [...] que visto como una totalidad, resume -a través de sus pobladores- la historia de los Estados Unidos; su expansión territorial, sus guerras, su destino manifiesto y la muerte lenta de sus valores (Cohen, 2010: 3).
En La ruina... sucede algo similar, puesto que el territorio se dibuja en el último apartado, “Los nombres del obituario”, que a su vez completa y dialoga con los sesenta y nueve capítulos previos plagados con los pensamientos de los vivos y los muertos. Esta manera de fragmentar el relato muestra una escritura que se erige en torno a la brevedad, recurso al que se recurre frecuentemente en la tradición oral:
La brevedad es otra característica. Sabemos muy bien que el origen de muchos romances populares derivados de los antiguos cantares de gesta castellanos es una reducción y concentración del episodio más importante y de las fórmulas verbales más expresivas. A veces esta reducción popular con rompimiento de la historia, consigue sorprendentes efectos estéticos.
El pueblo prefiere las composiciones breves que se pueden captar de un solo golpe. Las palabras se ajustan, se elimina lo superfluo, y, a veces, se llega a una extrema condensación (Domínguez Rodríguez, 1980: 40).
La brevedad, en este sentido, no es sinónimo de incompletitud sino de un equilibrio perfecto entre silencio y palabra en cada oración que se construye; es, pues, un mecanismo que por medio de la condensación de sentido busca la armonía e interpela lúdicamente al lector por medio de las referencias, la tradición y el silencio. Las historias fragmentadas que presenta el leonés se erigen con este motivo final, por eso muchos de los personajes se rescatan tanto de la tradición oral como culta. La palabra se comprime y, sin embargo, se abre en un diálogo de referencias pues “el patrimonio imaginario de la humanidad es, en muy buena medida, el patrimonio de su memoria”(Díez, 2001: 12).
El oscurecer, la novela que cierra este ciclo, retoma el aire mortuorio de las entregas previas por medio de las reflexiones sobre la vida y la muerte de un viejo decrépito:
[Díez] ahonda en el significado de ese territorio mítico y, a su vez, en el de la propia vida humana. Se sirve nuevamente de la oralidad, intercalando en su prosa lírica y emotiva pequeños cuentos que ofrecen sentidos complementarios al relato. Indaga también en la naturaleza y el destino humano, en el deterioro y en la destrucción de la memoria. Y, por supuesto, en la pérdida de las antiguas culturas rurales, con la consiguiente variación de la manera de entender el mundo y de situarse en él (Álvarez Méndez, 2003: 235).
Los sentimientos de angustia e impotencia asaltan a este protagonista en el intento de regresar a la tierra de su juventud. Aunque la historia de esta novela se narra de manera más lineal, en comparación de las dos anteriores, el recuerdo y la inestabilidad de la memoria del anciano hacen que este relato sea fragmentario, puesto que se mezclan elementos reales (en la ficción que Luis Mateo construye) con otros que emanan de la imaginación del anciano. No obstante, la visión que se ofrece de Celama en este último acercamiento linda con lo mítico, debido a que el recuerdo, la memoria y la imaginación convergen en la voz, pensamiento y reflexión de este personaje caótico. A diferencia de las novelas anteriores, esto se refleja también en la omisión de las descripciones geográficas detalladas de los lugares que se mencionan, Celama se describe sólo como un territorio, como un páramo, como una llanura. Hay, por ende, un desdibujamiento del espacio que incrementa su fuerza mística.
Por un lado, El oscurecer... concentra en un solo personaje lo que en las novelas anteriores apenas se perfila como un esbozo: el viaje de los personajes abyectos en búsqueda del sentido o aclaración de la existencia de los protagonistas (Cf. Serrano Asenjo et al., 2003: 369).Por otro lado, el caso del viejo también se presta para introducir constantemente reflexiones acerca del recuerdo, el olvido y la memoria:
El sueño iría acotando lo que ya ni la imaginación libraba, la memoria se conformaba con el resplandor de alguna lejanía, un rostro, una palabra, un sabor, un sentimiento, también un perro o un pájaro decapitado... (Díez, 2005: 530).
Tampoco le ayudaría la memoria, contaminada del sueño y, sin embargo, los restos de lucidez que marcaban los espejismos de aquellos oasis alineados como estaciones, irían paliando esa especie de oscuridad que es el espejo de la conciencia en trance de liquidación... (540).
... ese residuo del sueño que contaminaba la imaginación y la memoria y hacía que la mala conciencia siguiera supurando su amargura (557).
Había logrado serenarse pero no eliminar la inquietud de aquel desentendimiento que de pronto había aflorado como si en la confusión de su ánimo el ramalazo de la memoria hiciera alguna contraseña ajena a la imaginación y al sueño, un resplandor que se encendía y se apagaba, un brillo dorado que dañaba sus ojos y ahora, tras darle fuego al muchacho, el temblor de los dedos, las manos que pesaban contribuyendo a hundirle (614-615).
Si bien cada una de las novelas que conforman El reino… tiene un personaje de suma importancia porque sirve casi siempre como un hilo conductor en el relato, la fragmentación, la oralidad, el recuerdo y la memoria están presentes en todas, proporcionando una tonalidad de incertidumbre y oscuridad que permite configurar Celama como territorio que oscila entre realidad y misticismo, convirtiéndose así en el elemento unificador de las novelas.
Ahora bien, María Ángel Pardo Gracia considera que la configuración por medio de los despojos o indicios es crucial en la visión del mundo ficcional del leonés, pues a través de ellos “los personajes principales […] buscan comprender el mundo y comprenderse a sí mismos. La búsqueda es un procedimiento muy eficaz para organizar el relato y para dar sentido a las acciones de los personajes. […] En Luis Mateo Díez, la búsqueda tiene, además, el significado de recrear la existencia” (2012: 53). La búsqueda también implica un viaje, una travesía, ya sea física o espiritual, en la que vemos desarrollarse a los personajes (Cf. Morilla Trujillo, S/f). No obstante, la memoria es la que permite esta configuración, ya que los elementos encuentran relación entre sí gracias a ella, sobre todo, porque es la facultad que “da contexto y por lo tanto sentido y coherencia, a nuestros pensamientos y nuestras acciones. Sin ella no sabemos quiénes somos ni a dónde vamos ni por qué” (Zamora, 1995: 135-148).
La memoria, hay que decir, está presente en las reflexiones metaliterarias de Díez, pero también en su literatura. Por un lado, María del Carmen Castañeda Hernández anota que “la reivindicación de la memoria como sustrato del proceso creativo ha sido frecuentemente utilizada por escritores españoles. Estos autores comparten la convicción de la vigencia del pasado para el presente e intentan, de algún modo, influir en la memoria colectiva” (2011: 152). Por otro lado, se encuentra la reflexión del escritor sobre el tema en su discurso de entrada a la Academia:
Me gusta esa idea de la memoria como maceración de la experiencia y una de las frases más plástica y significativa que he oído en los últimos tiempos es la que afirma que la imaginación no es otra cosa que le memoria fermentada.
Para los escritores que a la hora de definirnos, de tener que decir algo de nosotros mismos, siempre algo de más y algo de menos, nos declaramos escritores de la memoria, esa idea y esa frase resultan francamente elocuentes. Se escribe desde la memoria, donde se macera la experiencia de vivir y, al fin, lo más imprescindible que es la imaginación, esa facultad del alma, no es otra cosa que la memoria fermentada. [...] siempre me interesó mucho esa idea de que el patrimonio imaginario de la humanidad es, en muy buena medida, el patrimonio de la memoria (Díez, 2001: 11).
La memoria en El reino... también tiene un sentido crítico, como lo propone Paul Ricoeur, que permite cuestionar o reflexionar sobre la memoria colectiva, los recuerdos y los relatos de tradición oral (Ricoeur, 1999:1).
Con todo, la identidad tanto de Celama como de los personajes cobra sentido por medio de la memoria. Los recuerdos, retazos que se desprenden de ésta, configuran el espacio mítico que es el Páramo y en los recovecos de este espacio se escucha el eco de otros arquitectos de las palabras que erigieron sus construcciones en un ambiente similar como, Aldous Huxley y William Faulkner. No obstante, más cercana está la presencia de la novela Volverás a Región, de Juan Benet, donde se erige un espacio con características muy similares a las de Díez. Hay que mencionar que Benet nace en 1927 y publica esta novela en 1967, casi treinta años antes que El espíritu... de Díez. Javier Marías, contemporáneo del leonés, admite que Benet es una de las figuras más influyentes de la literatura española del siglo XX. Para ellos, la generación de transición, se ostenta como la figura del maestro. Por eso no es extraño que Díez encuentre en Región un modelo para Celama e imite el lugar casi hermético, delimitado por dos ríos, el Torce y el Formigoso (Urgo y Cela en Celama), que construye Benet.
Benet siempre estuvo en contra de que la literatura tuviera otras finalidades fuera de sí misma, por lo que no encaja del todo con sus contemporáneos que practicaban el realismo social. Volverás a Región hace honor a esta postura, pues emplea recursos de la tradición oral para crear un espacio mítico que es vigilado y protegido por Numa, un personaje que se construye utilizando como modelo los personajes de leyenda. La configuración de este espacio denota la carrera de Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos del escritor, pues cuenta con una detallada descripción del territorio y su fauna:
Casi todos los exploradores de cincuenta años atrás, empujados más por la curiosidad que por la afición a la cuerda, eligieron el camino del Formigoso. Más arriba de la vega de Ferrellan el río, en un valle de artesa, se divide en una serie de pequeños brazos y venas de agua que corren en todas direcciones sobre terrenos pantanosos y yermos en los que, hasta ahora, no ha sido posible construir una calzada. El camino abandona el valle y, apoyándose en una ladera desnuda, va trepando hacia el desierto cruzando colinas rojas, cubiertas de carquesas y urces; a la altura de la venta de El Quintán la vegetación se hace rala y raquítica, montes bajos de roble y albares de formas atormentadas por los fuertes ventones de marzo, hasta el punto que en más de cinco kilómetros no existe otro lugar de sombra que un viejo pontón de sillería por donde -excepto los días torrenciales que pasa una tumultuosa, ensordecedora y roja riada- corre un hilo de agua que casi todo el año se puede detener con la mano (Benet, 2004: 8).
Díez emplea un recurso similar en sus novelasy, con ello, hace que el territorio de Celama cumpla con todas las características de la región de León, arraigándolo así a la realidad. Sin embargo,
Celama es un territorio autónomo y diferenciado […] en primer lugar, porque su origen está en la recreación literaria del páramo y no en otros espacios provinciales o rurales. […] La segunda y definitiva argumentación se encuentra en las connotaciones ligadas a este espacio en su recreación literaria, a su sentido metafórico y simbólico. Porque, aunque puede relacionarse con otros espacios de deterioro de novelas, el mundo de Celama adquiere un sentido mucho más cohesionado y con unas marcas inconfundibles. Celama es un mundo polifónico, coral, que va nutriéndose de las voces y las historias contadas y vividas por sus habitantes, pero, sobre todo, Celama es una atmósfera (Castro Díez, 2017: 111).
La verosimilitud, que está lejos de la realidad, en ambos casos se logra por estos indicios bien ordenados que permiten que el lector se identifique e identifique el espacio como suyo. También se puede encontrar esa mirada a la tradición y la preocupación por la memoria en la novela de Benet, aunque esta preocupación sea más tangible en el temor al olvido:
La gente de Región ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolecente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono [...] la decadencia no es más que eso, la memoria y la polvadera de aquella cabalgata por el camino de Torce, el frenesí de una sociedad agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una barranca de la sierra...(Benet, 2004: 10).
El olvido se ha considerado como el enemigo de la memoria, como ese abismo en el que todo recuerdo tiene probabilidades de caer. No obstante, el olvido, tanto en Benet como en Díez, es complemento de la memoria. La memoria recupera los recuerdos, pero es por la dinámica olvido-recuerdo-memoria que los espacios cobran su aura mítica. Como apunta Benet:
Considerar el olvido lo contrario de la memoria, su enemigo. El deber de la memoria parece consistir en luchar contra el olvido. Éste se presenta como una amenaza cuando trata de recuperarse el pasado. Y, sin embargo, hacemos un uso apropiado del olvido e incluso lo elogiamos. Hay que distinguir dos niveles de profundidad respecto al olvido. En el nivel más profundo, éste se refiere a la memoria como inscripción, retención o conservación del recuerdo. En el nivel manifiesto, se refiere a la memoria como función de la evocación o de la rememoración (Benet, 2004: 8).
Por medio de la configuración del espacio mítico se puede establecer un vínculo con otra novela espacialmente no tan cercana al leonés, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Conexión que críticos como Pozuelo Yvancos han señalado, porque “es sabido que el íncipit de las novelas es muy importante. Luis Mateo Díez, como Clarín, como Tolstoi, como Rulfo o García Márquez, los cuida mucho, sabedor de que la entrada en un territorio imaginario ha de conducirse con atención” (2017: 75-76).
En 1954, el mexicano publica Pedro Paramo, donde desarrolla un espacio al que bautiza Comala, el cual, desde ese entonces y hasta ahora, ha sido referencia obligada en la literatura como sinónimo de la austeridad y la muerte. Las líneas introductorias de la novela, “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” (Rulfo, 1987: 149), han trascendido, y su eco es constante y definitorio en articulaciones literarias posteriores, por eso tampoco no es absurdo conjeturar sobre las relaciones entre la obra del mexicano y la del leonés. Sobre ello, Oscar Bazán Rodríguez, apunta:
La ambiciosa trilogía de Luis Mateo Díez […] ha creado uno de esos mundos que nos remiten por su propia naturaleza inventada al Macondo de Gabriel García Márquez, al Yoknapatawpha de William Faulkner, o, sobre todo, a la Comala de Juan Rulfo, cuyo mismo topónimo recuerda a la tierra creada por el leonés. La trilogía supone la recreación de un modo de ver el mundo, una filosofía de vida, una lucha de supervivencia, un territorio hipnótico a la par que inhóspito que infecta a sus habitantes con la pobreza y la paradójica dependencia de su aridez (2015: 72).
Los puntos de contacto entre estas novelas son notables, como la indiscutible similitud entre las nombres que designan el espacio que erigen: Celama y Comala. No obstante, la cercanía entre novelas no se limita sólo a elementos evidentes, que bien podrían ser una coincidencia, también se pueden establecer vínculos más estrechos e íntimos por medio del acercamiento al entramado que tejen ambos escritores. Comala como Celama fue en un principio una tierra fértil, rebosante de vida, que se enfrenta a un inevitable proceso de degradación con la muerte de Pedro Páramo. Las digresiones del relato muestran, por medio del recuerdo y la memoria de algunos personajes, fragmentos que remiten a ese espacio incorrupto y todavía lleno de vida:
Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores (Rulfo, 1987: 158).
... Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada... (162).
...Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, de yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele el pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los ‘derrepentes’, mi hijo (186).
En contrapunto, hay otros pasajes que reflejan la decadencia y la monotonía del ambiente que erige Rulfo, porque la historia de Comala se puede resumir en la pérdida del paraíso y la permanencia en el lugar de los habitantes envueltos de culpa. Comala es su cárcel, pero también, por medio del recuerdo y los susurros, su hogar. Es un relato que emite una sensación de degradación que proviene del ambiente pervertido y putrefacto, “Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenado por el olor podrido de las saponarias” y “En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelva su oscuridad” (147 y 240).
Más allá de los puntos de convergencia que resultan de la decadencia del espacio entre estas dos novelas, también se encuentra la presencia de la oralidad y los personajes abyectos que utilizan la memoria para reconstruir dicho espacio y a sí mismos. En el caso de Rulfo, Comala da identidad a estos seres y ellos configuran a Comala desde la memoria, un círculo que también se puede apreciar con los habitantes de Celama y las diferentes formas en que reconstruyen (reinterpretan, reviven) su entorno con evocaciones obligadamente fragmentarias.
Hay que mencionar que, si bien ambas novelas coinciden en algunos elementos y recursos, hay una diferencia tangible en la parte crítica de éstas, la cual se encuentra muy presente en Pedro Páramo, pues tiene como trasfondo la caótica guerra que acosa a todo México y pone en evidencia el sistema en torno a la figura del cacique; en cambio, en el caso del leonés la crítica es menos directa:
Una visión crítica del mundo transmitida mediante jugosos relatos es el doble eje, indisoluble, del arte narrativo de L. M. D. Otros efectos, otros recursos utiliza para conseguir esa interpretación iluminadora de la vida, en la que, como él mismo ha escrito, lo imaginario se imposta en lo cotidiano. La hipérbole en las situaciones, las deformaciones de personajes o anécdotas o el esperpentismo están entre ellos [...] la denuncia de algunos personajes extremada. Pero siempre hay algún elemento que sirve de contrapeso, que actúa como compensador de excesos (Sanz Villanueva, 2003: 340).
Ahora bien, de las tres novelas de Díez, el relato de La ruina... se acerca más a la obra rulfiana debido a que el eco, como recordatorio del pasado, y las voces de los muertos, hacen que el espacio obtenga tintes míticos. Sobre ello apunta Natalia Álvarez Méndez que “Celama cumple una función narrativa similar a la de la Comala de Pedro Páramo, donde el espacio deja de ser sinónimo de escenario de los hechos para mostrarse como un ámbito mítico que revela algo que va más allá de lo inmediatamente concreto”, y continua: “El halo de la desgracia y la muerte la envuelve continuamente acercando a los hombres a la ruina del cielo y a la desolación de la tierra. Se muestra con ella la implacable imagen del destino de sufrimiento que acecha al género humano. Y se confirma que ese espacio opresor de la nada se acerca irremediablemente a la imagen de una cultura rural próxima a ser aniquilada” (2003: 226-227).
Hay que tener en cuenta que la memoria está en juego con la imaginación, pues los huecos del olvido se saturan con esta última, reconfigurando el pasado desde el presente, lo que se refleja en los relatos en ese aire de indecisión y de incertidumbre, porque la
memoria no puede restringirse a una recolección automática e indeterminada de propagación y transmisión de vivencias individuales y colectivas, sino a una adquisición reflexiva, selectiva, ponderada y jerarquizada de la herencia cultural, es decir, una evaluación crítica, analítica y dinámica del pasado, que sobrelleve ineludiblemente, en determinado momento, el alejamiento de ciertos recuerdos lamentables, angustiosos, inhibitorios y, finalmente, destructores. El olvido se torna, entonces, en la otra cara de la memoria, de la perseverancia, de la tenacidad, del sentido de la vida (Castañeda Hernández, 2011: 153).
No obstante, la memoria en el caso de Díez no siempre alcanza esta rectitud, más bien, como un ente incontrolable, muchas veces entra en conflicto, como en el caso del viejo en El oscurecer..., que revela las carencias de una mente decrépita. La memoria nunca reproduce lo que fue tal y como fue, porque la distancia del hecho hace que éste se distorsione, para bien, cuando se olvida aquello que da pena o causa desgracia o cuando la imaginación “decora” esos hechos con nuevos detalles que lo hacen más atractivo, para mal, cuando sucede lo contrario. En ambos casos, la memoria es algo inestable que, sin embargo, se postula como la única forma de acercarse al pasado por medio del ejercicio del recuerdo. El olvido, por su lado, se puede definir como la pérdida del recuerdo; no obstante,
es necesario para la sociedad y para el individuo. Hay que saber olvidar para saborear el gusto del presente, del instante y de la espera, pero la propia memoria necesita también el olvido: hay que olvidar el pasado reciente para recobrar el pasado remoto” (Augé, 1998: 9).
Recordar y olvidar son tareas selectivas que permiten recrear idealmente el pasado. También juegan un rol preponderante en la búsqueda incesante de la identidad personal, pues el pasado define el presente. Su papel en torno a la memoria es similar y paralelo, pues el “El olvido, en suma, es la fuerza viva de la memoria y el recuerdo es el producto de ésta” (Augé, 1998: 23).
El olvido se encuentra en íntima relación con el secreto, el cual María Ángel Pardo Gracia considera una técnica de construcción del personaje en las novelas de Díez. El secreto, para esta investigadora, “es el hilo argumental que sostiene las tramas y justifica la actuación de los personajes. Es también un método eficaz para mantener la atención del lector, invitado a desvelar, junto con los personajes, los misterios que rodean la acción” (Pardo Gracia, 2012: 61). El secreto está relacionado también con la búsqueda de identidad, ya sea de los personajes o del entorno. Lo que no se dice, lo que se omite es, pues, parte de la configuración verosímil de los personajes que apela a una identificación con el lector. No obstante, la memoria es rectora de estos “secretos” pues es por medio de ésta que el recuerdo y el olvido hacen su tarea selectiva de descripciones, personajes y sucesos.
Fernando Aínsa apunta que “las relaciones con el pasado no son nunca neutras y se inscriben inevitablemente en la más compleja dialéctica que hacen de su reconstrucción una forma de la memoria, cuando no de la nostalgia y de la fuga desencantada del presente hacia el pasado” (Aínsa, 2005: 23). Esto es algo que permea las novelas del leonés, una fuga desencantada que busca por medio de los recursos de la memoria, como la tradición oral, regresar a ese pasado anhelado. Sobre todo porque es en ese pasado donde se encuentra parte de la identidad, tanto de los personajes como de Celama, porque “‘uno es lo que ha sido’. Son las experiencias, los recuerdos, incluso los acontecimientos traumáticos lo que nutren una memoria que configura la historia personal” (Aínsa, 2005: 23). Sobre ello, Pozuelo Yvancos reflexiona:
El sustantivo reino elegido por Luis Mateo Díez, frente a pueblo, condado o región (este último fue el designado por Juan Benet), junto al consiguiente de fábula, dice mucho de su vínculo necesario con la fantasía. Los reinos son privilegio de la convocatoria narrativa a un espacio directamente ficticio, como les ocurre a los cuentos, pero también delimitan una especial forma de coherencia. […] Celama no es solamente un “más allá” de la realidad, sino un trasunto metafísico que sostiene un universos de referencias plenamente cohesionado, tanto en sus delimitaciones espaciales como, sobre todo, en sus rasgos constitutivos. Celama es lo que los lógicos, desde Leibniz llamaron “un mundo posible”, cuya existencia, suerte y destino coinciden con los de la propia literatura. El reino de Celama tiene límites autóctonos en cuanto geografía imaginada, y sus límites verdaderos son los propios del imaginario literario. Ahí radica la honda significación de la apuesta literaria de Luis Mateo Díez: crear un territorio trasunto del propiamente literario, capaz de vivir únicamente en su fábula de la memoria (2011: 107).
Ahora bien, en El reino…la memoria se postula así como el lugar de constitución de sentido y, por lo tanto, permite estructurar el relato (Alí, 2006: 525). No obstante, como se ha visto, también la memoria está en diálogo con otros recursos como la oralidad y la fragmentación. María Alejandra Alí menciona que “para que no se pierda la experiencia colectiva, entonces es necesario subvertir el género novelístico, poder escribir otra cosa, lo que pueda asimilarse a la concepción walshiana de una novela hecha de cuentos (en este caso, de microhistorias)” (Alí, 2006: 552).Por ejemplo, en el caso de La ruina..., una polifonía es el resultado de la fragmentación del discurso y de la intervención de una multitud de personajes que
da lugar a un protagonista colectivo y a una gran variedad de perspectivas discursivas. En ese Páramo mítico y simbólico se mezclan voces de finales del siglo XIX y de comienzos del XX, voces de vivos y de muertos, que relatan su propia historia o cuentos de origen folclórico y leyendas (Álvarez Méndez, 2003: 227-228).
No obstante, este protagonista colectivo también está presente en otras novelas que componen el ciclo, sólo que con una configuración diferente en El oscurecer... donde la fragmentación ocurre por las diferentes voces producto de la mente del viejo confundido.
Cabe mencionar que la fragmentación, las constantes visitas a la tradición oral -tanto temática como estructuralmente-, el recuerdo y el olvido, están como se ha visto en íntima relación con la memoria. Esta última es la que permite configurar y dar sentido a El reino... puesto que a partir de ella se logra dibujar ese espacio que es Celama, donde se
muestra un ámbito que, a pesar de su pequeñez, es inmenso en significación. Su protagonismo no se reduce a esos datos toponímicos y topográficos, sino también a un segundo nivel funcional con valores semánticos. […] su densidad semántica procede de la relación del espacio en el conjunto narrativo con otros códigos y unidades como los acontecimientos o el discurrir temporal, no se puede obviar que su vinculación con los personajes que lo habitan es probablemente la que más significado literario suele aportar a la obra (Álvarez Méndez, 2003: 230).
Como se ha visto, estos códigos están en íntima relación, creando un diálogo circular entre memoria y configuración de mundo. La memoria, en El reino de Celama, propicia un desbordamiento de significaciones que permiten crear el espacio mítico por medio del recuerdo y el olvido. Al mismo tiempo, la fragmentación propicia una fugacidad del pensamiento donde la incertidumbre predomina; es el “Se dice que” o “Recuerdo que”, tan apegado a la tradición oral y a la historias de la infancia, lo que hace de este mundo ficcional algo tan ajeno y tan cercano a su lector. Esta configuración es la que permite que la obra de Luis Mateo Díez entable vínculos con otras novelas cuyo eco todavía suena fuerte en el mundo literario. Pero, sobre todo, es la combinación de estos códigos y recursos estilísticos funcionando en armonía lo que hace que El reino de Celamasea una obra destinada al no olvido y cuyo eco resonará a la par de otras grandes novelas.