¿Pero es que hubo alguna vez una forma de
dominio que no pareciera natural a quienes
la poseían?
John Stuart Mill
Fascinación en la era del crimen sexual
El 14 de febrero de 1991, las salas de cine norteamericanas estrenan El silencio de los inocentes (The silence of the Lambs), dirigida por Jonathan Demme y con un reparto espectacular. Los papeles protagónicos están a cargo de Jodie Foster y Anthony Hopkings, ambas estrellas ganan los premios de la Academia y la película merece cinco estatuillas en total.1 La última década del siglo XX inicia con este título que se convierte en un clásico de la cinematografía y puede ser considerada como la segunda2 obra que elabora y lleva a un público amplio la fascinación por el asesino serial, personaje que ha poblado la imaginación cinematográfica durante al menos dos décadas. La investigadora feminista norteamericana Jane Caputi (1987) identifica a dicha fascinación como un motivo de la cultura popular del siglo XX y, más aún, un paradigma de lo que ella denomina “la era del crimen sexual”.
A partir de la década de 1970, la criminología estadounidense observa un tipo de crimen con características emergentes difíciles de comprender. Una ola de asesinatos contra víctimas mayoritariamente mujeres llena las noticias y reta las capacidades investigativas del Buró Federal de Investigación (FBI), a través de la ahora Unidad de Análisis de Conducta.3 Llama la atención la singular crueldad de las ejecuciones, incluyen torturas como violación y mutilación, además de una presencia más o menos extendida de necrofilia. Estos crímenes se cometen repetidamente, los hallazgos de cuerpos de mujeres con los mismos signos de tortura pre y pos mortem revelan rasgos particularísimos que son entendidos como “firmas” de un mismo autor en serie que, además, ataca en territorios determinados y a grupos identificables de mujeres, tales como trabajadoras sexuales, estudiantes, meseras, jóvenes de cabello largo, etc. Otra constante es la aparente ausencia de móviles, es casi imposible vincular al perpetrador con las víctimas pues se trata de personas desconocidas entre sí. De esta manera, resulta poco eficiente la indagación en la vida de las asesinadas y, en su lugar, se cultiva el interés por la interioridad criminal. De lo anterior, se deriva que la criminología se centra en ellos, en sus historias, patrones de personalidad, gustos, ideas, fantasías, etc. “Sometimes, the only way to catch them is to learn how to think like they do” (Douglas, 2017: 19).4 Esta metodología propone aprender directamente de los criminales, de modo que acude con asesinos convictos y sentenciados para escuchar sus versiones de los hechos. La investigación, así, contempla un momento para establecer un vínculo comprensivo por medio de entrevistas en forma de conversación para descifrar perfiles de personalidad que funcionen como herramientas de identificación y posible captura de asesinos activos.
Este proceder criminológico despierta la atención de los medios ávidos de noticias sensacionalistas. Pero el interés no se centra en las mujeres ultrajadas sino en los asesinos, en sus palabras, historias de vida, fantasías y miedos. Se desata una vorágine de números especiales en revistas, periódicos y programas de televisión sobre la oscuridad del alma criminal. La demanda de estos contenidos revela una auténtica fascinación por la figura del asesino serial. En este momento y por razones profundas, la imagen de un hombre capaz de torturar, violar, mutilar, asesinar y después narrar a detalle se convierte en algo sumamente seductor. A los medios de comunicación le siguen expresiones cinematográficas, literarias y musicales que configuran una línea narrativa que se concentra en observar esta oscuridad e imaginar las hondonadas de la psique criminal.
Esta fascinación es profundamente llamativa y es el impulso que mueve al presente artículo. Se trata del primer momento de una investigación amplia sobre las ideas y afiliaciones que laten en el fondo de las expresiones cinematográficas que representan la violencia contra las mujeres. El foco de interés de la investigación se centra en los documentales sobre los feminicidios de Ciudad Juárez, tema que será abordado a detalle en textos posteriores. En las presentes páginas abordamos dos aspectos del análisis feminista que dan pie a la elaboración del concepto femicide: la violación y la culpa centrada en las víctimas. En este artículo no se hace uso del término feminicidio, dado que se trata de consideraciones propedéuticas al mismo.
La violación como política
El criminólogo, agente y cofundador de la Unidad de Análisis de Conducta del FBI, Robert K. Ressler, desarrolla, al lado de John Douglas, el término de “asesino en serie”. En su libro titulado Asesinos seriales explica sus hallazgos, entre los cuales se encuentra el reconocimiento de que la clave de esos asesinatos es el desarrollo de patrones de pensamiento violento en forma de fantasías. En las narraciones de todos los asesinos entrevistados, observa una incapacidad para resistir a los escenarios que pueblan la imaginación con violencia sexual.
Es justamente por las fantasías por lo que caracterizamos el asesinato en serie como homicidio sexual, incluso cuando no parece haberse producido penetración física y otros actos sexuales. La inadaptación sexual es el elemento clave de todas las fantasías, y las fantasías son el motor emocional de los asesinatos (Ressler, 2018: 130).
Dichas fantasías sexuales son siempre violentas, señalan que el deseo profundo es dominar, humillar y anular los cuerpos de las mujeres. Se trata, en realidad, de escenarios de violación. Llama la atención que la criminología no centre sus investigaciones en ella y dirija su mirada hacia otros territorios, específicamente a la infancia de los asesinos. La periodista, escritora y activista feminista, Susan Brownmiller (1975), en su imprescindible texto sobre la violación, expresa asombro ante la ausencia de un estudio especializado en investigaciones como la elaborada por Richard von Kraft-Ebbing5 y la tradición que lo sigue, como el psicoanálisis. El estudio de la violación no figura en el trabajo de Sigmund Freud y Carl Jung la refiere solo en relación con las interpretaciones mitológicas. La violación está presente en la historia de occidente, pero no así su estudio. Y dada su presencia protagónica en el crimen sexual, resulta necesario su análisis.
Los estudios feministas inaugurados durante las décadas de 1970 y 1980 se distinguen por abordar el problema desde la perspectiva de las víctimas. Esta mirada no pertenece al canon ni constituye la narrativa reinante, son ojos que observan desde la diferencia los puntos ciegos y revelan la hondura de raíces. Detectan con agudeza los comportamientos sociales que son tanto aceptados como aceptables. También realizan entrevistas, aunque sus objetivos no son directamente los agresores sino las víctimas y la manera como viven las violencias frente a sus atacantes y al conjunto de personas que conforman su entorno extendido e inmediato. Sitúan el problema para entender qué lugar ocupa en el entramado de relaciones sociales, políticas y simbólicas. El proceder metodológico del feminismo se distingue de la criminología desde el punto de partida pues no abordan lo extraño e inaccesible (como es el caso paradigmático de la mente del asesino a través de entrevistas) sino lo más cercano y familiar: los espacios domésticos, los contenidos mediáticos, los procesos judiciales sobre violencia familiar, las relaciones de pareja y el matrimonio. Desde este lugar, el panorama se dibuja con todos sus colores, los tonos propios de la violencia resaltan en el paisaje que delinea cierta naturalidad cotidiana; estos estudios descubren el padecimiento en lugares cercanos y silenciosos, siguen el hilo que teje leyes indiferentes o ciegas al abuso y que anuda historias de amores donde se estrechan sexo y violencia.
Ya Caputi señala que la fórmula “sexualidad y muerte” es una clave de la era del crimen sexual. Y si tomamos como referente la significación histórica de la violación como conquista del territorio a través del sometimiento de los cuerpos de las mujeres, encontramos que en la era del crimen sexual tiene lugar una resignificación en tanto que la violación termina en asesinato e incluso en algo más, las constantes vejaciones post mortem apuntan hacia un simbolismo urgente de descifrar. Pero para llegar a ello es preciso entender a la violación como un mensaje moralizante que se urde en terreno amigo, en los hogares, en las relaciones personales de amor, amistad y familia. En este sentido, el hallazgo feminista es invaluable pues descubre en lo más cercano el secreto que, como la carta robada del cuento de Edgar Allan Poe, está a la vista de todos y todas.
Diana E. H. Russell (2003) centra su estudio en la naturalización de la violación en contextos domésticos y realiza una serie de entrevistas a mujeres atacadas por personas cercanas. Durante estas conversaciones, llama la atención una pregunta que las interpela sobre las motivaciones de los violadores. Dicha interrogante abre todo un sentido de comprensión. Desestimar las impresiones de las mujeres atacadas ha sido una constante aún vigente porque la violación, cuando es atendida o puesta en la ley, es un asunto de hombres.6 Con esto, se niega que la persona más directamente involucrada pueda ofrecer elementos suficientes para hacerle frente al problema; las sobrevivientes de violación habían sido consideradas las menos adecuadas para dar pistas sobre lo que les sucedió: el sometimiento de sus cuerpos era seguido por el descrédito de la propia palabra y la reflexión en torno a sus vivencias. Preguntar, entonces, por qué creen que fueron violadas es más que una reivindicación, es la vía mediante la cual es posible teorizar al respecto y, con ello, politizar. A diferencia del proceder de la criminología, centrado en las mentes asesinas y violadoras a partir de las cuales sugieren casos excepcionales, la teoría feminista, al observar lo recurrente, descubre la despolitización de la violencia. Las narraciones intempestivas de las víctimas permiten conceptualizar y, tal como afirma la filósofa Celia Amorós, a propósito de las violencias contra las mujeres.
Conceptualizar significa pasar de la anécdota a la categoría y, precisamente, en esta cuestión de los malos tratos y asesinatos de mujeres ha sido enormemente difícil que se produjera este paso. No se producía a causa de un círculo vicioso: las anécdotas eran anécdotas porque no se sumaban, pero a su vez no se sumaban porque se consideraban anécdotas (Amorós, 2006: 3).
El problema de fondo ha sido considerar a estas violencias como propias del terreno doméstico, privadas y, por tanto, singulares. Ha sido preciso encontrar la clave de la estructura que las sostiene para sumarlas, es decir, distinguirlas de otras formas de violencia y hallar lo que tienen en común. Solo de este modo, tal como continúa Amorós, podemos albergar al terreno de la generalización y, con ello, se podrán contar como “entidades homogéneas” posibles de formar sumatorias. El trabajo consiste en descubrir la rúbrica unificadora que da cuenta de la relación entre las mujeres violentadas sistemáticamente en sus hogares, las mujeres acosadas en sus trabajos, las esposas, hermanas, hijas, amantes y amigas violadas y las mujeres asesinadas. Teorizar significa encontrar la pieza común en todas estas violencias. La investigación feminista inaugurada por Susan Brownmiller y continuada por Diana Russell aporta esa pieza fundamental en relación con las víctimas de violación.
Las respuestas a la pregunta sobre las razones de los violadores revelan, así, una coincidencia: todas ellas saben que la acción no tuvo que ver única ni prioritariamente con deseo sexual. Susan Cage recuerda el ataque de su amante Norman durante unas vacaciones. “He’d spent the whole day telling me I was disgusting, he hated the sight of me, I was ugly, I was really repulsive, he had no respect for me, he thought I was really awful -an then he wanted to fuck!” (Russell, 2003: 83).7 Susan había vivido con él durante más de un año y durante este tiempo él nunca había sido agresivo. Esas vacaciones tomaron drogas, el efecto fue muy fuerte para Susan, pidió ayuda a su amante y él no pudo responder. La siguiente jornada la humilló durante todo el día y por la noche sucedió la violación. Susan piensa respecto de las motivaciones del violador:
I think I really scared him when I was freaking out, because I asked him for help, and he knew that I was in desperate need, and it’s scary to have somebody be desperate when they want something from you. Maybe he knew he couldn’t help me, and it probably freaked him out to realize that I was asking for something human and he couldn’t give it. By raping me, I think that he was trying to prove himself that he was in control of the situation and that he was superior to the situation somehow (Russell, 2003: 84).8
El control se coloca como uno de los objetivos más extendidos en la propia percepción de las víctimas. Se trata de una lección que se dirige hacia ellas al advertirles quién es superior en esa relación, pero también es significativa para ellos al corroborar su fuerza. A diferencia de los contextos bélicos, donde las violaciones se cifran en relación con los rivales y pueblos enemigos, en la atmósfera familiar se configura como un mensaje que han de recibir y asumir las personas más cercanas. El efecto que eso tiene en relación con la empatía y sensibilidad hacia las mujeres más cercanas es una clave para comprender la naturalización y despolitización del problema.
Jean Michel, otra de las mujeres entrevistadas por Russell, sufrió una violación por parte de su esposo, el acto tuvo lugar frente a una cámara y rodeada de más personas. Su narración coincide con que la verdadera acción fue distinta del deseo sexual. Recuerda que por las fechas de la violación había disminuido drásticamente la intimidad en su matrimonio. Había sido él quien se negaba a relacionarse sexo afectivamente con ella y, en general, no era un hombre potente o con gran deseo sexual; la violación tuvo como centro otra cosa, fue una demostración palmaria de su inferioridad frente él. Le propuso grabar una escena sexual, ella accedió, pero en el momento él sobrepasó los límites del consentimiento, atacó su cuerpo mientras era validado por las miradas que lo protegían a él y permanecían indolentes frente a ella. El esposo había sido también golpeador, la atacaba de gravedad y repetidamente, pero cuando Russell pregunta sobre el impacto de la violación al lado de las golpizas, Jean responde:
There’s something worse about being raped than just being beaten. It’s the final humiliation, the final showing you that you’re worthless and that you’re there to be used by however wants you. In general, I think rape is a political act on the part of the man. He used to boast about it to his friends! (Russell, 2003: 77).9
Russell encuentra repetidamente dos efectos en las víctimas: la experiencia de sometimiento cifrada en la humillación de sus cuerpos y voluntades, y un mensaje que se comunica mediante el lenguaje de la violación. No es raro, entre los relatos que conforman el libro, que recuerden haber oído sus historias, en boca de sus violadores, en fiestas o reuniones familiares y amistosas. En todos los casos, la respuesta es la complicidad en forma de risa compartida o silencio; nadie frena la narración o se acerca a ellas para ofrecer acompañamiento. Y en los casos que logran ser escuchadas, el camino a la justicia y retribución se entorpece en los procesos legales.10 Tenemos, entonces, que cuando el caso es procedente, las víctimas se encuentran ante la amenaza de una nueva vulneración por parte de los cuerpos de justicia.
Por otro lado, es importante anotar que la violación conyugal como delito ha caminado un largo camino pues, tradicionalmente, las relaciones sexuales dentro del matrimonio han sido consideradas un derecho. La lucha feminista de las décadas de 1960 y 197011 ha defendido políticamente la autodeterminación y el derecho al deseo de las mujeres. El primer país en reconocer dicho derecho constitucionalmente fue la Unión Soviética, en 1922; diez años después lo hizo Polonia, pero los demás países se sumaron hasta la segunda mitad del siglo o ya durante el siglo XXI. Aún queda, sin embargo, una importante porción que niega este derecho a las mujeres.12 Es hasta 1981, con el caso Kirchberg vs. Feenstra, que Estados Unidos declara como inconstitucional que los maridos sean propietarios de los demás miembros de la familia, incluidas las esposas. Con este decreto se reconoce el derecho de las mujeres que forman parte de una familia a su propio goce sexual. Y en México, el reconocimiento legal de la autodeterminación femenina sucede hasta 2005.13 De esta manera, es posible observar un continuum que va desde el terreno familiar de las relaciones personales, amistosas y cercanas, hasta los códigos penales y sus diligencias. El desamparo en el que se encuentran personas como Jean es desolador pues el propio hogar se convierte en espacio donde de la tortura reiterada de la violación se lleva a cabo de manera legal.
De frente a este panorama, vale la pena resaltar que la violación es una acción colectiva pues su presencia extendida requiere de un acuerdo entre todo un conjunto de personas y ámbitos: relaciones personales, un marco legal, el terreno religioso, el abordaje psicológico, las narraciones sobre amor y sexualidad. En un orden social como este, no debería sorprender que la violación llegue y traspase las fronteras de la muerte. Ha sido el análisis feminista el que ha descubierto en la violación una rúbrica unificadora, la cual se cifra en una estrategia de dominación que se afianza a través de un mensaje moralizante que deja clara la jerarquía entre los sexos y expresa la sentencia: “tu cuerpo debe someterse a mi voluntad. A través de la anulación de tu voluntad, yo me afirmo como superior”. Y esta lección moral, desde luego, no es una imposición exclusivamente externa, se urde en los espacios más cercanos. Así se afianza en lo profundo y alcanza terrenos extendidos.14
Es importante insistir en esto. La naturaleza del mensaje moralizante cifrado en la violación es de largo alcance. Estamos frente a una tortura naturalizada, los efectos que causa son prolongados y se arraigan en lo más profundo del terreno individual, pero también en lo colectivo. Se precisa de un aparato amplio para soportar a la violación, portadora del mensaje. Así, la tenemos presente desde la más tierna edad de las mujeres, basta revisar no solo los índices de violación y acoso infantil, sino también la promoción de la pederastia mediante la hipersexualización de las niñas en la publicidad, el cine, la televisión, etc.; el mensaje, como se ha dicho, no solo está dirigido a las mujeres sino a la sociedad, se precisa de una amplia complicidad y seducción para que suceda frente al ojo desnudo de toda la comunidad. Por eso es tan importante teorizar, fabricar unos lentes teóricos capaces de observar lo que se esconde a plena luz del día.
La violación es, así, una política. Anotamos aquí la pregunta de Kate Millet en Política sexual sobre la posibilidad de pensar la relación entre los sexos desde un punto de vista político. Para definir el término, Millet explica que no se puede reducir a un conjunto de tácticas o métodos usado legalmente y dirigido por un estado o gobierno:
Cabe ampliar esta definición, entendiendo por política un conjunto de estratagemas destinadas a mantener un sistema. Si se considera el patriarcado una institución perpetuada mediante tales técnicas de gobierno, se llega al concepto de política sobre el que se basa este ensayo (Millet, 2021: 67).
Susan Brownmiller, Diana Russell y Jane Caputi, coinciden con Kate Millet al entender lo político como el conjunto de acciones reguladas por leyes constituidas en una tradición que abarca los ámbitos de la religión, las expresiones simbólicas, el relato de la historia, la cultura, lo legal, etc., leyes que están destinadas a mantener el statu quo. Dicho estatus consiste en que un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo. Y es de esa manera como debemos entender al patriarcado. La misma Kate Millet lo define como “el sistema bajo el cual un grupo de personas (los hombres) someten a otro grupo de personas (las mujeres)” (Millet, 2021: 67). Y Celia Amorós puntualiza: “Entiendo por patriarcado un modo de dominación de los varones sobre las mujeres que tiene efectos sistémicos” (Amorós, 2006: 4). La violación es, entonces, una estrategia, una política, que afianza el statu quo, y eso quizá explique por qué es tan difícil no solo legislar al respecto sino dar crédito a las narraciones de las víctimas.
De frente a tales hallazgos, salta a la vista la importancia de incorporar este sentido de la violación en el estudio del crimen sexual, más allá de desviaciones personales, patologizaciones o historias de infancias atormentadas, tal como hace la criminología oficial al centrarse prioritariamente en aspectos de la interioridad de la mente asesina. Y no es que el acercamiento a la interioridad de los asesinos y violadores sea ocioso, no cabe duda de que arroja una luz interesantísima sobre la comprensión del comportamiento humano. El problema es que la insistencia en lo íntimo desdibuja la importancia de las condiciones sociales y políticas que juegan un papel decisivo en el problema. Al colocar a la violación en el terreno de lo doméstico, como anécdota, se la despolitiza.
Cabe reparar en las narrativas y representaciones simbólicas sobre estos crímenes; el interés por tales historias suele cifrarse, al igual que la criminología, en los asesinos y sus tormentos interiores. La fascinación por la imagen del asesino serial y su monstruosidad borda en el sentido de la despolitización de la violación y los asesinatos de mujeres al entenderlos como anomalías, casos extraños que irrumpen en una normalidad ajena a sus motivaciones. La lectura feminista, sin embargo, encuentra que no son seres transgresores: se trata de moralistas que enuncian el modo de relacionarse entre los sexos. Y es esta la rúbrica unificadora de la que habla Amorós, estamos ante la sentencia secretamente aceptada en el derecho, el simbolismo religioso, la representación, las relaciones amorosas, familiares, amistosas y los asesinos de mujeres. Uno de estos asesinos necrófilos lo expresa con contundencia en una de sus confesiones. Al narrar el momento en que decide subir el cuerpo de su víctima a su recámara para pasar dos noches con él:
“My intention all along”, he said candidly, “was to get rid of any physical evidence that might make someone suspicious, and like I said to the officers today, when I discussed this, the whole series of things was very sick, I realize that better than anybody. The thing that hits me is that when I’m lucid and thinking normally and rationally, it’s very painful at that point. But I had set up certain rules. What these were, were fantasies come to life. I decided I was tired of hiding in my little fantasy world while the rest of the world was trampling upon my head with their just living their normal lives. So I decided on this rebellion… like conquests or something like this, physical sights, my fantasies were usually around women. Rather than like having an orgasm with a dead woman or something; that was my fantasy but it would be more along the lines of a not-so-forceful rape, or I would be in command and she would not be that unwilling; but I imagine everybody likes to have dreams like that. Mine did get a little bit more lucid than that (Cheney, 1976: 81-2).15
Parece más o menos claro que esta oscura narración se refiere a un deseo consistente en tener un cuerpo a disposición sin que este tenga posibilidad de negarse. La fantasía de un cuerpo dispuesto a cumplir todos los deseos está extendida en la pornografía, en una buena parte de la publicidad, el cine, la literatura, la poesía, etc., por lo que resulta natural que se constituya en la mente de manera generalizada al grado de que un asesino tan retorcido como el aquí citado la experimente como su punto de encuentro con “todo el mundo”. Se trata de una fantasía patriarcal, sistémica, que lleva a un extremo la consigna que dispone a la mitad de la humanidad al servicio de la otra mitad. El ámbito sexual no es diferente. En el caso aquí referido, el asesino “resuelve” en la forma de la necrofilia algo que considera como un deseo generalizado. Así, aberraciones como estas forman parte de un mismo sendero, recorrido desde ámbitos familiares y amigables. Por ello, el análisis feminista ve a estos asesinos como un paso natural en la era del crimen sexual. Para llegar a prácticas tan aberrantes y repetidas, se precisa de ayuda y compañía. Nadie llega en soledad y sin disculpas, justificaciones y estímulos a estos niveles. Por ello es tan importante teorizar, encontrar la base sistémica que soporta una política sexual.
Un terreno misterioso se abre en ese sendero pues no todos los hombres que asumen y se sirven del statu quo llegan a tal extremo. El enigma de los asesinos en serie quizá siga en pie, pero con menos oscuridades al tomar en cuenta las consideraciones feministas. Es importante seguir revisando las creencias profundas que laten en un orden social que siente y se expresa desde un mundo en el que estas cosas suceden con preocupante frecuencia. La teoría feminista descubre el carácter sistémico de estas violencias y muestra que no se trata de anomalías, casos aislados o excepciones pues existe un continuum, un punto de acuerdo que opera en niveles profundos.
Vemos, pues, que el análisis teórico de la violación constituye una vía que abre el camino para la comprensión de los sistemáticos asesinatos de mujeres que se representan, con mucho éxito, en las expresiones populares. Es posible rastrear otra vía, siguiendo la pista de la investigación criminológica en la interioridad de los asesinos. Las incontables entrevistas realizadas revelan otro punto común entre la gran mayoría de ellos: el odio a sus madres.
La gran culpable
La criminología elaborada a partir del acercamiento a los asesinos seriales, encontró patrones también en sus historias de vida. La recopilación y sistematización de dichos contenidos sirvieron para elaborar una teoría explicativa que rechazó algunos de los mitos más extendidos, como la creencia en el precario origen socioeconómico de estos individuos. En su lugar, encontró que muchos de los entrevistados provenían de un sector con ingresos estables, más de la mitad pertenecía a familias tradicionales y, en general, fueron niños inteligentes. Las anomalías se encontraron con una observación más fina, dirigida a la ascendencia. La mitad de ellos, por ejemplo, tenía algún pariente cercano con enfermedades mentales y/o sus padres contaban con antecedentes penales, en el 70% de los casos existía un historial de alcoholismo y consumo de drogas. Pero de entre estos datos, resaltaba la crianza:
Todos los asesinos -todos- habían padecido maltrato psicológico grave en la infancia, y todos acabaron siendo lo que los psiquiatras denominan adultos sexualmente anómalos, es decir, incapaces de mantener una relación madura y consentida con otra persona adulta.
Los estudios han demostrado que la figura adulta más importante para un niño entre el nacimiento y los seis o siete años es la madre; es durante este periodo cuando el niño también aprende lo que es el amor. Resulta que todos nuestros sujetos tuvieron una madre fría, negligente y nada cariñosa. Para ellos hubo poco contacto físico, calor afectivo o aprendizaje de las formas en que los seres humanos normales se miman y demuestran su afecto e interdependencia. Estos niños carecieron de algo mucho más importante que el dinero: el amor. Acabaron pagando por esa privación durante el resto de su vida, y no sólo ellos, sino también la sociedad, porque quitaron la vida a muchas personas y dejaron cicatrices permanentes en muchas otras (Ressler, 2018).
Es importante señalar, en este sentido, que las consideraciones sobre las infancias de los asesinos también tienen anotaciones relacionadas con los padres. Al lado de madres poco amorosas o descuidadas, señalan a esposos golpeadores, alcohólicos y ausentes. El trauma infantil se colocó provisionalmente en el centro y, sin embrago, quedó claro el corto alcance de su función explicativa pues no todos los hombres con madres negligentes, padres ausentes y antecedentes familiares de enfermedades, adicciones y delitos se convierten en asesinos seriales de mujeres. El enigma seguía casi intacto. Ressler consideró que se trataba de una combinación de factores, debía tenerse en cuenta también al sistema escolar poco atento a los primeros signos de violencia y la ineficacia del servicio de asistencia social. Tras esta enumeración, se caía en cuenta, una vez más, en la importancia de las fantasías sexuales consistentes en degradar y humillar, las cuales parecían dar la clave para la explicación del enigma. “Mis investigaciones me convencieron de que la clave no es tanto el trauma infantil, sino el desarrollo de patrones de pensamiento pervertidos. Lo que llevaba a estos hombres a matar eran sus fantasías”. Y más adelante concluye: “Allí reside la clave: en las fantasías desviadas, la pareja imaginaria es despersonalizada, se convierte en objeto” (Ressler, 2018: 130 y ss.).
Esta investigación criminológica tenía mucha claridad respecto del papel definitorio de las fantasías sexuales violentas. Ante esto, llaman la atención algunas cosas. Primero y siguiendo lo señalado por Jane Caputi, estas investigaciones pasaron por alto la especificidad de las fantasías: se trata de hombres despersonalizando, objetualizando y deshumanizando a mujeres; el uso de lenguaje neutro oscurece la cuestión de género involucrada en este tipo de violencia. En segundo lugar, cabe insistir en que se hable de imaginaciones sexuales y no violatorias, nombrarla “fantasía sexual” corre el riesgo de identificar sexualidad y violencia, de naturalizar esa relación que es más bien una política, como vimos en la sección anterior. Por último, importa detenernos en el hecho de que, a pesar de que el trauma infantil tiene poco peso explicativo para la investigación criminológica, tanto en la práctica de la investigación como en la representación de la violencia, se sobrepone a la presencia de las fantasías violatorias.
Si nos centramos en el tono de la cita al inicio de este apartado, encontramos un sentido de culpabilidad. A pesar del reconocimiento de la poca eficacia explicativa mediante trauma infantil, la madre adquiere una gran responsabilidad simbólica: su poco contacto maternal y la ausencia de calor afectivo constituyen una falta, la cual es responsable de llevar a los hijos asesinos a sufrir por el resto de sus días. Pero no solo eso, esa falta también es culpable de las violaciones, secuestros, mutilaciones, asesinatos y actos de necrofilia sufridos por las mujeres. Vale la pena anotar como este tono es asumido de manera generalizada en diferentes ámbitos.
La antipatía por la figura materna hunde sus raíces en una historia mucho más antigua que la enmarcada por estos asesinos. Ya Simone de Beauvoir, al revisar la figura femenina en los mitos, advierte que el culto a la madre en la tradición cristiana es un signo de misoginia y sometimiento de las mujeres.
Si se niega a María su carácter de esposa, es para exaltar con mayor pureza en ella a la Mujer-Madre, pero sólo si acepta el papel subordinado que se le asigna será glorificada. ‘He aquí la esclava del señor’. Por primera vez en la historia de la humanidad, la madre se arrodilla ante su hijo; reconoce libremente su inferioridad. En el culto a María se consuma la suprema victoria masculina: es la rehabilitación de la mujer mediante la culminación de su derrota (De Beauvoir, 2021: 242).
La maternidad es culturalmente aceptada como la realización del destino fisiológico de la mujer, su “vocación natural”. El pensamiento feminista ha observado que su ejercicio ha de cumplirse siguiendo las reglas del sometimiento pues su existencia está ligada a la perpetuación de la especie; de esta manera, cualquier acción que no tenga como centro el sometimiento de la madre frente al hijo será entendida como una acción deficiente o malvada. El juicio sobre la maternidad es implacable y está presente en todos los aspectos de la vida pública y privada. Cuando una mujer no cumple o cumple medianamente con las expectativas de la maternidad, se expone a la mayor de las culpas. Y las expectativas de la maternidad son, en el fondo, una negación de sí. El miedo, la aversión y la culpa de la madre abundan en los mitos antiguos y en las representaciones modernas. No debe sorprender que también sea la culpable de los crímenes sexuales.
Es importante observar que el protagonismo de la figura materna en términos de responsabilidad tiene un lugar importante en las narraciones de los asesinos. Son ellos quienes apuntan hacia allá cuando piensan en el origen de sus fantasías violentas. Frente al recuerdo de sus madres, los criminales más despiadados se comportan como niños indefensos. Edmund Kemper iii fue un confesor compulsivo. Con él, el método de entrevistas obtuvo grandes alcances pues sus narraciones parecían elocuentes, profundizaban en aspectos que prometían revelar hondonadas que se antojaban inalcanzables por misteriosas. Y las partes más intrigantes de su narración fueron las que dedicaba al recuerdo de su madre, Clarnell Stage, a quien también asesinó. John Douglas relata esas entrevistas y lo describe de la siguiente manera.
His attitude was neither cocky and arrogant nor remorseful and contrite. Rather, he was cool and soft-spoken, analytical and somewhat removed. In fact, as the interview went on, it was often difficult to break in and ask a question. The only times he got weepy was in recalling his treatment at the hands of his mother (Douglas, 2017: 109-110).16
Debió ser todo un suceso ver a un asesino de dos metros y 100 kilos llorar como niño pequeño mientras rememoraba a su madre maltratadora. La reportera, editora y escritora Margaret Cheney (2022) dedica uno de sus libros al estudio detallado del caso de Edmund Kemper III, el cual se centra en las confesiones del asesino y las acciones tanto de la policía como de los investigadores criminólogos. Tras el estudio del caso, Cheney llama la atención sobre la versión de su madre. No encontró ningún indicio que pudiera corroborar lo dicho por Edmund sobre el carácter de Clarnell. A pesar de ello, no solo los investigadores, todas las representaciones (ficcionales o no) del caso han asumido que se trataba de una madre terrible. Y esa creencia se sostiene sobre la palabra del hijo, a pesar de que los investigadores conocían el alcance que podía tener su habilidad para mentir. Llegó a engañar al cuerpo de psiquiatras de Atascadero, el hospital mental donde pasó su adolescencia tras asesinar a sus abuelos. Su libertad respondió a que al menos dos psiquiatras lo declararon una persona regenerada, normal, capaz de desarrollarse en la sociedad sin ser un peligro para sí ni para los demás. Con estas consideraciones, recomendaron borrar sus antecedentes penales.17
La presencia de una madre aterradora y responsable de los actos asesinos es una constante en el imaginario. Lo mismo que considerarla una víctima predilecta, pues su figura modela al resto de las mujeres atacadas y, en casos como el de Kemper, ella misma se cuenta entre las asesinadas, violadas y torturadas. Este imaginario es como una serpiente que se muerde la cola, un pensamiento circular en el que la gran culpable de las acciones de los asesinos de mujeres es una mujer, a veces ella misma asesinada. De aquí a culpar a las víctimas hay apenas un paso.
Culpar a una mujer por la muerte de las mujeres se ha convertido en una fórmula repetida hasta nuestros días, con implicaciones prácticas lamentables. Ellena Wood y Jesse Vile dirigen The Ripper (El destripador de Yorkshire, Reino Unido, 2020), serie documental sobre la investigación policiaca y la cobertura periodística de los asesinatos de mujeres hacia finales de los años setenta a manos de Peter William Sutcliffe. En la miniserie aparece el testimonio de Joan Smith, reportera de Piccadilly Radio Manchester en esos momentos. Joan observó con atención y curiosidad la línea de investigación a partir de la premisa del “asesino de prostitutas”. Tras revisar el expediente, encontró una serie de juicios relacionados con la culpabilidad materna.
La primera víctima, Wilma McCann, madre de cuatro hijos, divorciada y jefa de familia, fue encontrada cerca de la zona roja. No había indicios definitorios sobre prostitución, pero los investigadores lo infirieron a partir del estado de su casa: un lugar desordenado, sucio y con cuatro pequeños solos. Se declaró la presencia de un asesino que odiaba a las prostitutas, noticia replicada a discreción por la prensa amarillista. Smith encontró que la descripción de la casa más bien revelaba una situación difícil para una joven madre que se hacía cargo de cuatro hijos, ¿de dónde nació la sugerencia de que se trataba de una prostituta?
El mensaje correspondiente con el imaginario de culpabilizar a las mujeres se extendió. Christina Ackroyd, reportera para radio y televisión, observaba con preocupación la naturaleza de dicho discurso, se preguntó cómo estaban siendo descritas esas mujeres asesinadas y qué decían estos asesinatos a todas las demás: “si tú te portas bien, si no tienes muchos novios, estarás a salvo”. Juicio que contiene una clara jerarquización de la vida de las mujeres y coloca a aquellas que no cumplen con el rol del imaginario en el más hondo desprecio. Para ellas no hay justicia, tampoco empatía. Este mensaje quedó aún más claro cuando encontraron cadáveres de estudiantes. La policía escribió una carta al asesino que refleja dicha jerarquía.18 Con este episodio, que claramente contradecía la línea de investigación, el mensaje se afinó: “si no sales sola de noche, o si lo haces acompañada de un hombre, estarás a salvo”. Como en el caso de la violación, los asesinatos de mujeres cumplen una función moralizante. Expresión social de una política sexual, una forma de terror cuya función es mantener el statu quo. La mirada feminista de investigadoras y reporteras como Cheney, Smith y Ackroyd observa en estos asesinos de mujeres la continuidad de una política sexual, y no monstruos anómalos.
Likewise, serial sexual murder is not some inexplicable explosion epidemic of an extrinsic evil or the domain only of the mysterious psychopath. On the contrary, such murder is an eminently logical step in the procession of patriarchal roles, values, needs, and rule of force (Caputi, 1987: 3).19
Jane Caputi identifica a Jack el Destripador como un fenómeno paradigmático del periodo moderno, con él inicia la era del crimen sexual. Su aparición coincide con eventos como el aumento de la difusión de la prensa y los medios de comunicación, la invención del cinematógrafo, la producción y distribución masiva de pornografía, la tecnología del armamento, y también aumenta un poderoso movimiento del feminismo occidental. La imagen y el mito de Jack el destripador20 fue, en realidad, una invención colectiva, producto de la prensa y del público. Como la violación, el asesinato de mujeres es una acción colectiva y lo cierto es que no hace falta que ande suelto uno de ellos para que el mensaje sea emitido. Las expresiones populares se encargan de mantenerlo vigente, cada vez más sofisticado e interesante, al tiempo que las mujeres son reducidas a víctimas, culpables y anónimas.
La cultura popular del siglo XX acentúa la culpa de las mujeres. El ejemplo paradigmático de Caputi es el clásico del cine dirigido por Alfred Hitchcock, Psicosis, adaptación de la novela homónima escrita por Robert Bloch. Norman Bates, encargado del hotel familiar es atormentado por el maltrato materno. Asesina a su madre, su padrastro, un detective privado y tres mujeres que llegan al hotel, entre las que se encuentra Marion. Conocemos la historia de Marion, ella ha robado para escapar con su novio divorciado, con quien lleva una vida sexual fuera del matrimonio. Su asesinato gira alrededor de la connotación sexual que rodea al personaje, al llegar al hotel captura el deseo de Norman. El metraje elabora un complejo thriller que ahonda en la psique del asesino para descubrir a la verdadera asesina: su madre, la Sra. Bates que se apoderó de la voluntad de su hijo. Jane Caputi llama la atención sobre la secuencia final.
The enduring irony and characteristic mindbind of Psycho is that while at one level it exposes the actual man behind the drag facade of the indicted “mother”, it simultaneously buries that truth and heaps even more dirt on the time-honored tradition of scapegoating and mother-hating. For by the end of the film, again in the words of the psychiatrist, “Norman Bates no longer exists.” What he terms “the dominant personality” has won. “Mother” remains. It is “her” image (Norman’s face but with the grinning skull of the dead mother superimposed upon it) that closed the film -an image which is meant to trigger all the other implanted associations of evil, reaching-out-from-the-grave-to-devour-men mothers. We are supposed to forget all about the man in drag -the real killer. It is “she” whom we most remember, “she” who endures as the monster, finally “she” who is left to blame (Caputi, 1987: 71).21
Este imaginario ha desplegado toda una tradición que tiene al menos tres características: i) identificar violencia y sexualidad, borrando así la desagradable palabra “violación”; ii) culpar a las mujeres de los asesinatos, con una presencia protagónica de las madres, con lo cual disculpan no solo al asesino sino a la cultura patriarcal que lo enmarca; iii) enaltecer la figura del asesino de mujeres, alrededor del cual se levanta cierta fascinación. La relación entre las historias de asesinos reales y las representaciones de los mismos está puesta de inicio. Norman Bates está inspirado en Ed Gein, asesino oriundo de Wisconsin, quien a finales del siglo XIX dijo haber asesinado a dos mujeres. El caso fue escandaloso por tratarse de un profanador de tumbas, su casa estaba amueblada con revestimientos de piel humana, algunos utensilios hechos de cráneos o huesos, pendones de cadáveres, etc. Su madre también ha sido señalada como responsable, una señora estricta y conservadora que, según Gein, odiaba a las mujeres por considerarlas la fuente del pecado.
Existe, así, una tendencia a sofisticar a estos personajes inspirados en uno o varios asesinos. Esta sofisticación llega a su punto más alto con el personaje de Hannibal Lecter, famoso por el éxito cinematográfico de El silencio de los inocentes. Como Norman, Lecter está inspirado en un asesino real, se trata del mexicano Alfredo Ballí Treviño, médico cirujano que descuartizó a varios sujetos y después esparció sus restos por las afueras de Monterrey. El Dr. Ballí estuvo preso en la cárcel Topo Chico, donde lo conoció Tomas Harris, autor de la novela. Su amabilidad y el hecho de que Ballí haya salvado la vida de uno de los reos, sorprendieron al entonces reportero convertido en escritor. Más tarde creó al personaje de Hannibal Lecter, inspirado en la personalidad del Dr. Ballí.
Jame Gumb, el otro asesino de la novela e identificado en la película como Búfalo Bill también está inspirado en asesinos reales. Es una combinación de Ted Bundy y Ed Gein. Gump también es un atormentado por la falta de amor a su madre. El guionista del film, Ted Tally, omitió los tormentos de Gumb, en la película sabemos muy poco sobre él, lo que enfatiza su misterio. La novela sin embargo, delinea estampas inquietantes en donde ve repetitivamente una grabación vieja de los créditos de un video a una concursante de belleza en traje de baño bajando a una alberca. Se trata de su madre, quien participaba en el certamen “Miss Sacramento” en 1948 y fue eliminada por estar embarazada de Jame. Al ver su carrera de actriz frustrada, se volvió alcohólica y entregó a su hijo de dos años a una familia de Los Ángeles (Harris, 2022: 387). El pequeño Jamie intenta fundirse con su madre mediante las pieles de las mujeres que asesina.
El silencio de los inocentes elabora la estampa más sofisticada del asesino con la dupla Lecter-Gump, y aunque la figura de la madre está ausente de la película, se encuentra presente en la historia. La figura femenina que la sustituye es la de Clarise Starling, atractiva estudiante del FBI que se gradúa con la captura de Gump y la ayuda de Lecter. Su presencia en el relato hace detonar el erotismo de quienes la rodean, resultando casi imposible desligar la figura femenina de la sexualidad. Incluso el respetado agente especial Crawford, quien además cuida de su esposa moribunda, observa con deseo a la joven estudiante.
Jhon Crawford, por su parte, está inspirado en Robert Ressler, quien asesoró a Harris para la escritura de la novela y el detalle sobre la entonces joven Unidad de Análisis de la Conducta, encargada de estudiar la psique asesina mediante entrevistas con asesinos convictos. Vemos, así, que existe una relación manifiesta entre asesinos reales y cultura popular. La pregunta que ha inquietado a estas páginas versa sobre cómo sentimos un problema como la violación y el asesinato sistemáticos de mujeres en un mundo donde sucede con celeridad. Cómo representamos ese sentir y, con ello, compartimos con el resto de las personas. En estas páginas hemos visto dos formas: la canónica consistente en la fascinación por el monstruo y una más crítica que vuelve sobre sus pasos para hacer otras preguntas. ¿Por qué se culpa a las madres de los crímenes de los hijos? ¿Qué dice esa escena del crimen, de dónde ha nacido la idea de que ellas eran prostitutas? ¿A qué responde la jerarquía de las víctimas, de los sexos? ¿Por qué la palabra del asesino tiene más credibilidad? ¿Cómo conceptualizamos sobre lo que se ha considerado como anécdota? ¿Es la violación una política? ¿Qué piensan las sobrevivientes de violación sobre las razones de los violadores?
Conclusiones preliminares y un punto de partida
El análisis feminista ha dejado clara la profundidad de la relación jerárquica entre los sexos, en estas páginas hemos querido dar cuenta del fondo sobre el que se expresa simbólicamente la violencia contra las mujeres y la potencia crítica de aquellas expresiones que exploran otras veredas y se acercan a las víctimas o se preguntan por el orden que enmarca las violencias. Las interrogantes emitidas y analizadas en este artículo sucedieron antes de la elaboración conceptual del término femicide. La misma Jane Caputi, al lado de Jill Radford y Diana Russell, entre otras, elaboraron el libro colectivo Femicide. The Politics of Woman Killing (1992) en el que conceptualizan el sistemático proceder que atenta contra la vida de las mujeres. El concepto ha permitido estudiar y comprender el problema mundial del feminicidio en un nivel teórico y en su especificidad por regiones.
En el año de 1998, Robert Ressler visitó Ciudad Juárez para estudiar la serie de feminicidios ocurridos en la ciudad fronteriza desde 1993. El famoso perfilador del FBI ofreció su explicación: las mujeres, jóvenes y niñas habían sido víctimas de uno o más asesinos seriales que estaban cazando mujeres jóvenes en la frontera (Washington, 2006: 41). Tanto Diana Washington como Teresa Rodríguez (2007) recuerdan las limitaciones con las que trabajó Ressler en la ciudad: no pudo hablar con familiares de víctimas ni acudir a los lugares donde se encontraron los cuerpos. Con estas limitaciones, la explicación del perfilador se remitió a una explicación de corte individual. Nada pudo decir sobre el estado de las maquilas, la participación de los tres niveles de gobierno, el narcotráfico y la compleja estructura que abrazaba los feminicidios. El concepto feminicidio, adaptado a lo sucedido en la ciudad por Marcela Lagarde, permite estudiar el problema teniendo en cuenta el marco estructural que lo abraza. Este artículo apunta hacia el estudio y análisis de las representaciones que ignoran la fascinación ante la figura del asesino serial y se centran en un análisis profundo de la situación, teniendo como centro la vida y dignidad de las mujeres asesinadas. De Señorita extraviada (México, 2001) a Las tres muertes de Maricela Escobedo (México, 2020), el documental mexicano se ha expresado simbólicamente desde el dolor de vivir una realidad de la que es imposible escapar. Con estas expresiones ofrecen una ocasión para sentir aquello que no es fácil sentir desde la perspectiva de las víctimas.