Tú no eres el esposo de la vainilla -le
dice-. Nadie me puede proteger; nadie
puede velar mi sueño. Yo sola hallaré la
forma de escapar, Joaquín. Nadie me
salvará.
Cristina Rivera Garza,
NadIe me verá llorar.
El presente artículo está dividido en cuatro apartados. El primero se centra en la exposición del tema y el marco teórico, trata sobre los estudios de la violencia, de la violencia simbólica en la cultura y el arte, establece los objetivos del acercamiento y comienza con un ejemplo. El segundo apartado se centra en la guerra como fenómeno paradigmático de la violencia y aborda el trabajo literario de Nellie Campobello en Cartucho, así como el de Sara Uribe en Antígona González para entender la diferencia que posibilitan al darle vida a personajes que salen de la condición determinante de víctima. En tercer lugar, se profundiza sobre las estrategias sensibles del devenir otras a partir de los recursos de la representación literaria, acudiendo al concepto de desapropiación en de Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza. Finalmente, el cuarto apartado es una apuesta y un horizonte, pues en él se delinean las posibilidades del enfoque que se presenta en el presente trabajo.
1. No sus víctimas perfectas. Crítica a la violencia simbólica contra las mujeres
El tema de la violencia se ha convertido en una de las constantes en la reflexión filosófica y estética contemporáneas. Desde los estudios fundamentales de Hannah Arendt (2010) que nos permiten entender el funcionamiento capilar de la violencia cuando ésta se ejerce como un asunto burocrático, lo que distingue como su banalidad, hasta el trabajo de Adriana Cavarero (2009) quién propone una alternativa conceptual para comprender y glosar la violencia contemporánea al distinguir sus formas y características horroristas, podemos ver que el trabajo filosófico sobre la violencia se ha enfocado en su análisis y comprensión. A estos importantes esfuerzos se pueden sumar los estudios especializados que tratan la cuestión de la violencia desde el ámbito del arte, su historia, enfoque, representación, crítica o espectacularización, dentro de los que podemos citar el trabajo de Valeriano Bozal que se centra en el arte contemporáneo (2005) o el más reciente de Elena Rosauro situado en América Latina (2017). Encontramos en ejemplos como éstos el desarrollo de conceptos y planteamientos discursivos que nos ayudan a pensar en la especificidad del fenómeno de la violencia tal como la experimentamos en las sociedades contemporáneas y cómo lo aborda el arte.
El trabajo filosófico del último siglo y particularmente de las últimas décadas se ha ido perfilando en la tarea de tratar de comprender y ofrecer pistas que ayuden a desentrañar la violencia como fenómeno cada vez más generalizado. Dichos esfuerzos se decantan por abordar la cuestión evitando maniqueísmos o enfoques reduccionistas que lejos de aportar claridad para la comprensión o solución del fenómeno, perpetúan las ideas y/o estereotipos que delinean el campo discursivo sobre el tema. Se trata, en todo caso, de que podamos reconocer las diferentes formas en que opera la violencia en nuestras vidas, el nivel de participación o implicación social que tenemos y ejercemos dentro del marco de éstas.
La historia del arte ofrece ejemplos en los que el tema de la violencia ha sido tratado,1 ya sea sumando a las ideas y estereotipos que profundizan en la reproducción y generalización de ésta, ya sea llevando a cabo acercamientos que nos permiten cuestionar sus causas y sus efectos, como ya también ha señalado John Berger en Modos de ver (2016), en el tercer apartado donde se aborda la construcción subordinada de la imagen femenina. En este artículo nos centraremos en la violencia abordada desde la experiencia y la voz de las mujeres, en el marco de una investigación más amplia sobre formas de violencias y violencia de Estado, que busca desarrollar una perspectiva situada en torno a las violencias simbólicas (y que no lo son nunca de forma exclusiva) que atravesamos las mujeres y en la que se busca distinguir las estrategias sensibles que desde el campo de las artes y la literatura producidas por mujeres se han desarrollado para visibilizar, denunciar, resistir, transgredir, combatir o rechazar dichas violencias.
En ese tenor, el enfoque que aquí se propone parte del cuestionamiento de la violencia como si ésta fuera una condición inherente o trascendental, puesto que dicha posición discursiva, además de esencialista, supone un determinismo del que quienes padecen los efectos de la violencia son, doblemente, las víctimas. Por ello es necesario entender la urdimbre estructural de la violencia y la forma en la que va configurando procesos de socialización muy difundidos. Particularmente, busca mostrar cómo la representación de estereotipos de lo femenino afectados por la violencia, han sido frecuentemente presentados en clave de víctimas naturales de la circunstancia, con lo que se alimentan las violencias que padecen las subjetividades que son leídas bajo dichos estereotipos, pues como indica Christian Gerlach en el estudio que le permite comprender cómo los individuos se convierten en agentes de una sociedad extremadamente violenta:
Describir más específicamente los procesos que implica una crisis de la sociedad, cómo se alimenta de la violencia y cómo la violencia en masa se relaciona con condiciones y cambios sociales a largo plazo. Las sociedades no son intrínsecas ni inevitablemente violentas: se vuelven extremadamente violentas en un proceso temporal (Gerlach 28).
Para evitar hacer generalizaciones y reiterar estereotipos, lo que se requiere abordar son los hechos violentos, lo que permite particularizar para comprender cada caso, el papel de las personas involucradas y su condición. De esa manera evita pasar por alto a las víctimas que padecen la violencia, invisibilización frecuente que resulta de una pretendida objetividad que las revictimiza. Tal es el caso que se observa en la forma de hacer referencia o de representar a las mujeres en su condición de víctimas, ya que suele reiterar la desgracia que padecen, en el mismo tratamiento de su condición. Consideramos que es pertinente reconocer y pensar en formas diferentes con las que se trabaja el tema de la violencia contra las mujeres en las prácticas artísticas en busca de alternativas que nos permitan no sólo comprender las estructuras de la violencia, sino para distinguir formas discursivas que se le opongan. Se trata de acudir a obra que trate el tema, porque es una realidad y porque es vital hablar de ello, pero que no reiteren en lo simbólico lo que denuncian en los hechos.
Como distingue Piedad Solans, cuando se lleva a cabo una crítica feminista de la violencia y de la cultura, el objetivo es acabar con la primera, al distinguir y romper con lo que la justifica y posibilita desde las mismas pautas culturales:
Puesto de que lo que se trata no es de encontrar nuestra identidad esencial de “mujer” sino el lenguaje que determina nuestra identidad como mujeres, necesitamos no tanto describir e interpretar los textos como desplegarlos en asociaciones que rompan el orden simbólico y los dispositivos conceptuales ideológicos del discurso que nos ha subordinado y excluido (Solans 6).
La distinción de ese orden simbólico nos permite enfocar, tanto en la historia de la representación, la cultura y el arte, a una rama de la violencia que se abre paso y que se afirma en formas de contar, en las narraciones vistas siempre desde el sino de lo patriarcal, de lo masculino, como parte de las prácticas discursivas del poder que incorporan en la idea misma de la mujer, una identidad que nos relega a la condición de víctimas.
Al “desplegar las asociaciones que rompen el orden simbólico”, podemos ver e imaginar alternativas para abordar lo femenino que no sólo salgan del marco de la representación tradicional con lo que surgirían nuevas interpretaciones de las mujeres, sino también desarrollar estrategias de análisis acerca de nuestra posición en el mundo y de los efectos que la violencia tiene en nosotras. Se puede así resignificar y activar el potencial disruptivo de la lógica de sentido que nos impide incluso reconocernos a nosotras mismas en el dolor que se imprime a nuestros cuerpos. Así podremos ver, por ejemplo, en personajes como Lucrecia (a la que violaron como se violan a tantas mujeres todos los segundos, de todos los minutos, de todas las horas, de todos los días) a la mujer y no sólo a la esposa, a la subjetividad con agencia y no sólo a la posesión; en suma, a Lucrecia, no a la representación de intereses otros y de otros que se impusieron sobre ella, tanto con el crimen de violación, como con la reducción de su voluntad al entenderla sólo como respeto al marido. Pero hay alternativas que nos permiten encontrarnos nuevamente con ella en tanto que mujer: ver no a través de, sino a su voluntad, como afirmación de una vida cuyas condiciones ella decide hasta en su muerte, despojándola de la narrativa a la que parece reducirse toda su existencia en la tradición que hace de ella un símbolo a modo, de aquello que nos han dicho que es lo más importante para una mujer y que evidentemente no puede ser ella misma. No es el monumento a la fidelidad al que vemos emerger de la reescritura a cinco manos de esta/s otra/s Lucrecias, que a su vez tampoco se pretenden lecturas definitivas. Lucrecias de Alejandra Arévalo, Gabriela Damián, Diana Del Ángel, Alejandra Eme Vázquez y Brenda Navarro, desmitifica a la figura femenina y nos presenta a una mujer distinta:
Hace unas décadas, hace milenios, hace siglos violaron a una mujer. En el último instante ella decidió qué hacer con su cuerpo, con su vida y con su muerte. Ella lo entendió todo. Tú lo entendiste todo, Lucrecia. Hace tiempo, te robaron algo tuyo y lo usaron como pretexto para sus libertades y deseos. ¿A dónde fuiste? Me gusta creer que te quedaste en el polvo que se mete a nuestras casas, se impregna en la ropa, se suspende en el aire que respiramos cuando el sol cae y la ventana es una lámpara microscópica en la que se ven las partículas suspendidas entre nosotras. Pienso tu presencia en todos lados, acumulándose entre los rincones que limpiamos con trapos mojados que dejan la casa oliendo a flores. Ha pasado tanto desde que ya no estás que no sabría ni por dónde empezar a contarte (Arévalo et al. 9).
Partiendo del ejemplo anterior, se abordarán prácticas artísticas desde la literatura y la reflexión escritural que se han propuesto hacer algo diferente con el impacto de las violencias que afectan de forma constante nuestras comunidades, y que permiten que las veamos desde la vida de quienes la padecen directa o indirectamente. Nos centramos en el trabajo literario e intelectual de escritoras mexicanas que, desde posiciones, momentos y experiencias diversas, procuran no obviar ni evitar el efecto que la violencia tiene en la vida de las mujeres, sino narrar, situarse, pensar, posicionarse de tal forma que esas mujeres que presentan en sus obras ya sean reales, desapropiadas, ficticias o ellas mismas, den pautas para pensarlas y pensarnos fuera del marco normativo la violencia.
Sus trabajos generan posibles intersticios y estrategias sensibles de lo que llamamos aquí devenir otras. Entendemos por “devenir otras” a la transformación mediante estrategias sensibles logradas a través de la escritura que permite que las mujeres y las víctimas de la violencia dejen de ser etiquetadas, leídas, determinadas como sólo eso, víctimas, para posibilitar que sus vidas, afectos, experiencias y subjetividades devengan, existan fuera de la lógica de sentido que las condena en los hechos y el marco perenne del universo simbólico patriarcal.
Al romper con ese eje de significación impuesto tanto a las mujeres particulares, como a los personajes históricos o ficticios, se posibilita que sean leídas como sujetos con agencia, no como objetos de violencia ni irremediablemente atados a una condición de extrema vulnerabilidad, sino que en estas otras formas de escritura devienen seres en construcción, que permiten ser conscientes de la importancia de los procesos de subjetivación que nos atraviesan como comunidad y de los que participamos, sensibles a los deseos, necesidades y corporalidades propios, así como a las de otras personas.
Las imágenes y formas simbólicas que dichas obras posibilitan permiten imaginar en conjunto las condiciones en las que las vidas, nuestras vidas, no sólo sean algo que se necesite defender, ni se las relegue a priori a la categoría de lo inerme.
2. (Probablemente), sí. Devenir otra en un marco de guerra
Casi al cierre de Ante el dolor de los demás, Susan Sontag plantea la siguiente pregunta: “¿Hay un antídoto a la perenne seducción de la guerra? ¿Y es más posible que esta pregunta se la formulé una mujer que un hombre? (Probablemente sí.)” (Sontag 80). Respecto al antídoto no aventura siquiera una respuesta. Pero en lo relativo al asunto de quiénes se formulan la pregunta tiene al menos una idea, lo que permite asumir que son las mujeres quienes están más empeñadas en que la guerra deje de ser un deseo en la vida; la historia de los hombres, que están más empeñados en administrarla que en acabar con ella, encuentran un espacio legitimador de la violencia que ejercen.
La historia le da la razón a Sontag. No porque las mujeres “por naturaleza” seamos menos violentas o “esencialmente” buenas. No se trata de un juicio moral ni de uno ontológico en el sentido metafísico. Se trata de observar la realidad concreta y material de lo que motiva al conflicto bélico, de identificar a sus principales promotores y beneficiarios a lo largo de los siglos. Se trata de reconocer que las primeras víctimas y más directamente afectadas por la guerra son las mujeres que generalmente no participan en ella de manera activa, aunque cueste trabajo verlo porque el discurso simbólico alrededor de la guerra borra de su narrativa a las mujeres al volverlas un accesorio o un botín.
Sin embargo, donde hay guerras, hay mujeres. Mujeres que son directa o indirectamente sus víctimas y que, en un gran porcentaje, son niñas. ¿Pero cómo es que obviamos la existencia y con ello la vulnerabilidad de una niña en medio de la guerra? ¿Cómo es que no aparece ante nosotras y nosotros su vida amenazada? ¿Qué es lo que impide que las reconozcamos como víctimas directas y a la vez como más que eso, sin reducirlas a esa condición determinante?
Una de las razones se encuentra en que sus voces y sus vidas no forman parte de las narrativas hegemónicas, que su condición de mujeres y de infantes es silenciada en la perspectiva de la historia, lo mismo que de las narrativas que surgen de la guerra como tema y que, si aparecen, siempre se las representan de manera indeterminada, como una otredad suficientemente deshumanizada como para que nunca queden al centro.2
Pero existen casos de la literatura mexicana que han cambiado el enfoque no sólo acerca de lo que sabemos de los conflictos armados, sino que desarrollan una mirada que enfoca otros personajes y las problemáticas que desembocan en la construcción de una subjetividad particular, en la que por fin vemos a través de los ojos de una niña que elude quedar atrapada como daño colateral. En Cartucho (2000), Nellie Campobello relata el conflicto armado de la guerra de Revolución desde Parral, Chihuahua; lo hace mediando a través de los ojos de la niña que fue cuando la División del Norte se encontraba acuartelada en territorio civil, donde Campobello y su madre (simpatizante villista) vivían.
Entre varios aspectos de interés que tiene la obra de Campobello, para el presente argumento es importante destacar que si bien la autora no busca obviar la violencia de la guerra, que de hecho describe de forma explícita, tampoco se centra enteramente en ella, pues no pierde de foco a las subjetividades a las que atraviesa, tengan o no tengan siquiera un nombre en los breves pero contundentes relatos que integran Cartucho. Tampoco relata desde la posición del caudillo, ni del oficialismo, ni de la supuesta distancia de un narrador omnisciente, o del patetismo, enfoques simbólicos tan útiles a la romantización de la guerra. En cambio, organiza la narrativa desde un enfoque más a ras de suelo, más cercano al punto de vista del cuerpo de una niña, en un plano de concreción tan radical que no permite distinguir temporalidades claras o un sentido original que serviría a propósitos edificantes o a la construcción de un sentido teleológico, pero sí, en cambio, a establecer con ello diferencias significativas.
Campobello narra desde la perspectiva de la niña, la adolescente que fue. Que no llegó, vio y venció, sino que estaba allí, sobrevivió y relató. Que pudo devenir otra tras la guerra, seguramente a diferencia de muchas niñas, muchas y muchos jóvenes como ella, que seguramente tuvieron otros destinos. Sin embargo, aunque esa Nellie no pereció como miles de otras personas, tampoco quedó incólume. Devino otra en la escritura, a través de la que afirmó su vida, su memoria, su mirada y su palabra, introdujo a nuestra vista una diferencia que es tan de ella como de otras. No se trata sólo de una sobreviviente, sino que, a través de su narrativa escrita, deviene una viviente que se afirma como tal, como una niña que se subjetiva en tiempos de guerra.
A través del fragmentario panorama que nos presenta la mirilla de Cartucho, Campobello nos permite reconocer el ritmo cotidiano de la vida en medio del conflicto, en un aparente ojo de huracán en el que la tensión y el conflicto es constante y en el que, si percibimos cierta calma, es por el profundo proceso de normalización de la violencia que produce la guerra y por el recurso de familiaridad al que recurre la autora lo que hace de su obra una lectura literalmente inquietante.
No me saltó el corazón, ni me asusté, ni me dio curiosidad; por eso corrí. Los encontré uno al lado del otro. Zequiel boca abajo y su hermano mirando al cielo. Tenían los ojos abiertos, muy azules, empañados, parecía como si hubieran llorado. No les pude preguntar nada, les conté los balazos, volteé la cabeza de Zequiel, le limpié la tierra del lado derecho de su cara, me conmoví un poquito y me dije dentro de mi corazón tres y muchas veces: “Pobrecitos, pobrecitos”. La sangre se había helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de borlón. Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de sangre (Campobello 67).
Lo inquietante de las circunstancias que relata Campobello no se remiten únicamente a la condición de estado de excepción vinculadas al conflicto armado, sino a la forma en que la autora hace aparecer su mirada de niña, para mostrar no sólo lo cruel y el sinsentido del conflicto bélico, que hace de dos jóvenes que ayer eran sus amigos un par de cadáveres helados al día siguiente, sino cómo a través de ello se filtran otras formas de violencia muy difundidas y aceptadas fuera de los marcos de guerra. Además, a pesar de la crudeza propia del relato, se muestra la subjetividad de una niña, no representada a través de una idea que la anula o la vulnera de facto, sino que se presenta a sí misma a partir de un ejercicio desprovisto de la afectación que se le da a la niñez cuando se la usa como pretexto para el patetismo o el heroísmo de cualquier tipo, con lo que se rompe con los modelos identitarios que faculta que las pasemos por alto en la narrativa y en la vida, aunque ello nos resulte de hecho complejo de asimilar. Pero, tal como señala Rita Segato:
Sólo cuando el tema es considerado de esta forma entendemos por qué es tan difícil retirar a la mujer de la posición de vulnerabilidad creciente en que se encuentra el mundo de hoy, a pesar del aumento de leyes y medidas institucionales para su protección y promoción: pues la trama que amarra su posición subordinada excede en mucho cualquier análisis que justifique y especialice la estructura patriarcal (Segato 174).
Tanto en las guerras legitimadas, útiles a la ideología del Estado y capitalizadas por la historia oficialista, como en aquellas que a pesar de su condición de gerundio niegan doblemente reconocimiento a sus víctimas, surgen voces que introducen diferencia para sacudirse el peso del imperio de lo inerme. Campobello permite que se presenten quienes normalmente no son reconocidas en la narrativa y con ello contribuye a desentrañar a esas subjetividades de lo que Segato denomina la “trama que amarra su posición subordinada”.
Para llevar a cabo esa tarea se requiere retomar el hilo de Ariadna en nuestras manos, no para orientar a Teseo, sino para tejer redes entre nosotras. Es decir, no para dar ventaja a los actores principales de las guerras para los que las mujeres son útiles desechables, sino para trazar caminos en los que nos sea posible reconocernos, no sólo en calidad de víctimas o figuras apropiadas a la construcción de un sentido que nos niega fuera de él, sino como agentes activas que se preguntan no sólo por un antídoto para la guerra, sino que se rebelan y revelan en contra de los efectos más horroristas de la violencia.
Asistimos a ese acto demostrativo de rebeldía en Antígona González, de Sara Uribe (2019), ejercicio de desapropiación radical en la escritura, que hace de la re/con/figuración de Antígona un prisma que la vuelve motivo para el encuentro con muchas otras mujeres que, como a ella, no sólo le han arrebatado la vida de un ser muy amado y familiar, sino a quienes, además, les es negada la dignidad del duelo. La Antígona de Uribe es una en un puñado de Antígonas versionadas en la literatura y el arte; es también otra en un grupo demasiado grande de mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos en este país lleno de fosas clandestinas, a la vez que una especie de bálsamo. Antígona González es la madre de Tadeo, desaparecido en Tamaulipas, pero es también quien lo busca. Deviene así en el reconocimiento de su propia condición que deriva de la condición indeterminada de su hijo, en el antídoto, no para la guerra, sino para la lógica de sentido que la alimenta.
No, Tadeo, yo no he nacido para compartir el odio. Yo lo que deseo es lo imposible: que pare ya la guerra; que construyamos juntos, cada quien desde su sitio, formas dignas de vivir; y que los corruptos, los que nos venden, los que nos han vendido siempre al mejor postor, pudieran estar en mis zapatos, en los zapatos de todas sus víctimas aunque fuera unos segundos. Tal vez así entenderían. Tal vez así harían lo que estuviera en sus manos para que no hubiera más víctimas. Tal vez así sabrían por qué no descansaré hasta recuperar tu cuerpo (Uribe, Antígona 59).
A través de la recuperación de testimonios de mujeres buscadoras, de la reescritura del personaje mítico, del reconocimiento del sentido trágico de la figura, de la referencia y la representación siempre injusta, siempre inexacta, del dolor de los demás, de revelar a esa(s) otra(s) Antígona(s), Sara Uribe hace de su escritura algo impropio: que devenga, ella también, otra, pues es tan de ella como es de otras y de otros, porque sólo en el ejercicio de esa desapropiación podrá acercarse un poco más no a una objetividad que neutraliza, sino a un territorio en donde se escape de la indolencia.
3. Con la representación de por miedo. La desapropiación como estrategia sensible
Frecuentemente encontramos en el análisis que busca abonar a esclarecer las causas y las condiciones de la violencia, necesarios e interesantes planteamientos acerca de las subjetividades que identificamos como aquellas que ejercen los actos violentos, así como de las estructuras que las coordinan, lo mismo que de las instancias que más se benefician de ellas.
Una de esas miradas la propone Sayak Valencia en Capitalismo Gore, donde lleva a cabo la caracterización de las subjetividades endriagas, figura simbólica a la que recurre para tratar de comprender la transformación discursiva que sufren los sujetos que son identificados y/o se identifican como los agentes de las formas más sangrientas dentro de los marcos de las dinámicas hiper violentas que la autora identifica con las sociedades necrocapitalistas. A través de su análisis muestra cómo los sujetos endriagos son ellos mismos víctimas de otras violencias estructurales, puesto que “el monopolio económico y epistémico que ha fundado la ideología ultraliberal ha desplazado a todas aquellas ideologías de resistencia representativa y agente” (99) con lo que se orilla a las subjetividades a hacerse de un lugar del que pudieran beneficiarse al interior en las dinámicas de poder, lo que logran a través del ejercicio de la violencia con todo el entramado simbólico que se le asocia.
Por su parte Oswaldo Zavala suma al estudio sobre la violencia de Estado en México asociada a lo que distingue como la invención política del narcotraficante, la figura ficticia del narco y los cárteles, acudiendo (entre otras estrategias) a la obra literaria de algunos autores en Los cárteles no existen (2018). Zavala se interesa en conocer cómo los productos culturales, desde el periodismo hasta las series de streaming, han sumado a la construcción de un discurso que abona a la idea generalizada y arraigada de que existe una estructura criminal opuesta e independiente al Estado al que éste último no sólo está obligado a combatir, sino que le da legitimidad para intervenir en cualquier asunto de la vida social en la que las actividades ilícitas del narcotráfico (que convenientemente son capilares) pudieran estar involucradas.
El trabajo de Zavala está orientado a hacer la crítica de esas formas simbólicas hegemónicas del narco, tan convenientes al Estado, que no sólo revictimizan a subjetividades que han pasado ellas mismas por la exclusión y otras formas de violencia, sino que además desvían la atención de los mecanismos de las formas de poder que se nutren de la construcción de estas figuras monstruosas. El autor reconoce el poder simbólico del discurso, por lo que considera que es también a través de ejercicios que desarticulen desde lo simbólico la figura construida alrededor del llamado “crimen organizado” donde veremos surgir representaciones diferentes que nos permitan cuestionar esa farsa, pues la “aguda función política de la literatura en la sociedad contemporánea está también activa en el trabajo de autores que han representado el narco por fuera de la inercia mitológica con que nombramos su violencia” (Zavala 196).
Independientemente de dónde se ponga el acento: en el recurso simbólico que nos permita repensar las condiciones en las que se gesta la violencia que a su vez reproducen las subjetividades endriagas, o bien sea en formas literarias que cuestionen la representación tradicional de los grupos criminales, sin reiterar los estereotipos y equívocos que han sido cuidadosamente calculados para construir y sostener el estado de excepción que quita trabas a la violencia; en ambos planteamientos podemos distinguir cómo se borra la línea que permite hacer de su ejercicio un asunto de individualidades, pues como señala Gerlach:
La participación de las masas en la violencia es un rasgo clave de las sociedades extremadamente violentas. De allí se origina un interés especial en la participación de la gente local en la violencia, y también en las oportunidades de participación política que se crean durante las guerras contra las guerrillas y, en sentido más amplio, un interés en el surgimiento de élites nuevas (Gerlach 275).
Sin embargo, el trabajo para pensar en las víctimas de la violencia, al menos un tipo de análisis que salga de la tradicional forma de representación discursiva, para tenerlas en consideración más allá del papel de subordinación en el que se las coloca y al que por lo tanto se las fija también conceptual y ontológicamente, es todavía relativamente escaso, sobre todo si sopesamos la magnitud del impacto que han tenido en las vidas de las subjetividades que sobreviven en el marco de sociedades extremadamente violentas, en el que las élites, de cualquier tipo, son las protagonistas del discurso.
En trabajos de investigación anteriores, busqué caracterizar cuáles son las formas de resistencia a la violencia que podemos encontrar en la producción artística contemporánea, particularmente en el territorio heterogéneo que gestiona el Estado mexicano. Sin embargo, una pregunta que en su momento quedó por resolverse y que en su calidad de cuestionamiento se ha ido reconfigurando entre más se profundiza en los estudios sobre la comprensión y la representación de la violencia, es la que intenta reconocer qué tipo de actitud, de acciones, podemos tomar y llevar a cabo las subjetividades para no reiterar, reproducir, difundir, multiplicar, ni padecer la violencia. Además, qué tipo de estrategias se construyen particularmente al interior de las prácticas artísticas para resistir (a falta de un concepto que mejor dé cuenta de la intuición sensible que motiva a la pregunta) la violencia.
En función de lo anterior, el ejercicio de la investigación, el enfoque y la escritura derivada de la misma han ido cambiando, pues ese concepto -que desde el planteamiento inicial se ha mostrado inexacto o más propiamente esquivo- ha ido trazando paradójicamente en su pesquisa un mapa en el que se logran distinguir territorialidades fundamentales que no sólo cambian el aspecto de la cuestión, sino el tipo de acercamiento que parece más sensato llevar a cabo y que, para ser más justa, no es un sólo un acercamiento, sino una especie de incorporación.
Para llevar a cabo el estudio acerca de cómo podemos devenir otras y cuáles son algunas de las estrategias sensibles que ayudan a arrebatar a las mujeres de la voracidad de la violencia, es que acudimos a autoras que a través de sus escritos reconstruyen miradas y generan dinámicas de acercamiento, tocan ideas y construyen formas que nos permiten pensar, desde el ejercicio mismo de la sensibilidad vinculada a sus letras, pensarnos y ser otras, más allá y a pesar de la violencia. Así, una estrategia más sensible para “resistir” a la violencia sería descentrar la atención de la violencia y sus formas de representación y concentrarnos ahora en los espacios intersticiales, esos puntos de fuga que no son huidas, pero que se presentan como “agujeros luminosos” (Rivera Garza, Nadie me verá llorar 18) a través de los que se nos revelan otras posibilidades más allá de las no tan tersas pero sí muy tensas superficies en las que se nos han dibujado las formas de ser de lo femenino, tan poco favorecedoras para las mujeres.
A través de esos agujeros que ciertamente no permiten miradas tan abarcadoras, pero tampoco colonizadoras, se alcanzan a iluminar las formas en las que las figuraciones femeninas devienen otras, al no dejarse asir por la violencia.
La deriva que orientó las reflexiones que perfilan este ejercicio de investigación se asomó en el prólogo a la edición de Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza en el que la escritora da cuenta de la estrategia sensible que apuesta para sacar a “Matilde” del Manicomio General de La Castañeda y de las circunstancias que ahí la llevaron:
Vuelvo a las fotografías y los expedientes de La Castañeda, a esas imágenes y esos textos que he visto una y otra vez con la clase de “intensidad subjetiva” que produce el extraño reino del como si. No soy nada de ellos, en efecto, pero cada mirada me ha convertido con el paso de los años en la hija o nieta o, en todo caso, la cómplice de una experiencia que, en sentido literal no me pertenece, pero que en el sentido político de todo lo que acontece, debería. [...] La experiencia no es nuestra, pero la elección, la intensa elección subjetiva que es, y Sarlo tiene razón en esto, profundamente política, nos produce a nosotros como la post memoria de La Castañeda. Intrigante inversión de términos (17).
Así, el devenir incorporado del sentido político al que se deriva la investigación es un acontecimiento que tuvo a la representación de la violencia de por medio, es cierto. Pero habría que reconocer que sobre todo la tuvo de por miedo, porque el simple cuestionamiento de la racionalidad que conlleva la intensa elección subjetiva que tiene ir más allá de ella no sólo implica una variación metodológica que puede ser un riesgo disciplinar, sino que salir del plano más seguro de la representación requiere además entrar al territorio de un devenir constante, en el que la respuesta, el límite al alcance de la violencia se lee y se ve en la afirmación radical de que nos implica, en un devenir con y por las otras, dejando atrás el dominio de lo distante. El miedo, además, es una constante cuando se trabaja con temas relacionados con la violencia, la falsedad de la distancia que le interponemos no se refiere sólo al ámbito discursivo, sino a que su inmediatez es innegable.
Buscamos profundizar y resolver poco a poco cuestiones que incardina el planteamiento de la investigación. Sabemos que existe una justa crítica que se centra en lo espectacular de la violencia en el arte, o en un supuesto oportunismo de las artistas al tratar en sus obras los temas de las violencias cuando éstas no las atraviesan directamente. En función de lo ya planteado, nos preguntamos, ¿de verdad esas violencias no las atraviesan, no nos atraviesan? ¿Conocemos realmente las violencias que experimentan quienes escriben, crean, piensan sobre el tema? El enfoque de este trabajo no es cuantitativo, pero cualitativamente aquí esbozamos respuestas de magnitud imprecisa pero expresiva: casi siempre sí las atraviesan y muy difícilmente podemos saber qué violencias forman parte de los procesos de subjetivación de alguien que trata de comprenderlas.
Podemos decir aún algo más al respecto. Al afirmar la pretendida distancia entre la artista y la cuestión sobre la que se trata en la obra, hacemos a eso “lo que se trata” (sea lo que sea) un objeto. Asistimos así a una dicotomía esencialista de lo uno y lo otro cuando (por prejuicio cuando no es por perjuicio) dividimos a ese “otro” (que frecuentemente es una otra) y la separamos de una misma, de ese “uno mismo” abstracto que pretende ser centro y garante de objetividad.
Por lo anterior se requiere reforzar el sentido político de ser, de devenir otra, porque la subjetividad es una construcción colectiva, porque la individualidad es una fantasía (ver Hernando), una farsa y no precisamente una de las mejores. De ahí que verse a una misma en los cuerpos de las otras, de las otras ausentes y hacerlas presentes en los propios, es una forma de desmontar la ficción de la otredad a través de una política estética del reconocimiento, pero no de ese discurso violento del poder que busca hacer de los cuerpos de otras, de otros, un mensaje para amenazar al propio o al cuerpo social, como se ha hecho en ese experimento de los límites de la violencia que tuvo lugar en Ciudad Juárez tal como lo plantea Rita Segato (La escritura en el cuerpo de las mujeres).
Aunque el miedo es innegable y muy doloroso, puede tener una función que podemos convertir en algo más que parálisis o negación, en un medio para romper con la violencia, si no dejamos que uno u otra nos insensibilicen, podemos devenir otras.
Sara Uribe nos proporciona una pauta para comprender cómo se lleva a cabo ese desplazamiento cuando lleva a cabo el análisis de su proceso creativo y escritural, al narrar una anécdota que definió su trabajo, su enfoque, su experiencia de vida:
Recuerdo particularmente el cuerpo de una mujer que fue encontrado en una banqueta, junto a un árbol, boca abajo, en una desnudez absoluta, con un cartel y una rosa en la espalda. Recuerdo su cuerpo, fraccionado de manera impecable en cada una de sus articulaciones: cuello, hombros, codos, muñecas, caderas, ingles, rodillas, tobillos. Un montaje de pulcritud espeluznante.
Las fotografías mostraban el cuerpo en el sitio donde fue localizado y luego, en la morgue, sobre la plancha, la reproducción exacta de la forma en que fue seccionado y colocado para su descubrimiento. Sin saber su nombre pensé entonces, y sigo pensando ahora, con obsesión en esa mujer desconocida. Puedo ver aún la imagen de su cuerpo desarmado y rearmado. Me acompañará para siempre. Lo imagino con vida, insuflado de tibieza, abrigado por cuerpos que alguna vez amó y la amaron (Uribe, “Aquí sigue pasando la guerra” 133)
No nos buscamos en esos otros cuerpos, no buscamos a esos otros cuerpos en el propio por terror (aunque haya miedo de por medio, de por miedo) sino como parte de una decisión sensible, afirmativa y fatua a la vez, que nos coloca en el intersticio, siempre un poco afuera y un poco adentro, en la presencia decidida de una ausencia que llevamos en nosotras, con nosotras, a través de escritura como la que, al preguntar por el abrigo de cuerpos amados, posibilita cobijarnos.
4. Ser la otra en una misma. Reescritura de horizontes para el devenir otras
En su estudio sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt explica que “Contrariamente, sea cual fuere el castigo, tan pronto un delito ha hecho su primera aparición en la historia, su repetición se convierte en una posibilidad mucho más probable que su primera aparición” (398). Si bien es difícil no coincidir con lo señalado por la autora, idea que no por lamentable deja de ser cierta, lo que motiva a seguir su hilo de pensamiento y la imagen que genera es la alternativa de aplicar parte de las estrategias sensibles para pensar en el impacto de la violencia en las subjetividades que las padecen, para devenir en algo más que víctimas. Si la repetición es una posibilidad del crimen una vez que se comete por vez primera, pensemos en la diferencia que se podría afirmar a partir de esa sentencia y que nos hablaría ya no del crimen y de quien lo comete, sino de aquellas personas a las que afecta y del efecto que tiene en sus vidas. Una vez que se reniega de la violencia, tan pronto el malestar ha hecho su primera aparición en el cuerpo propio o el de otras, otros, la resistencia a dejarse definir por ella abre la puerta de la reiteración ya no del crimen, sino de la diferencia en la subjetividad que la experimenta, que la hace devenir otra, otra que quizá se aleje de la violencia y reitere otras formas de estar en el mundo.
Por ejemplo, si imaginamos la vida de la loca no sólo como una desgraciada como lo hace Cristina Rivera Garza con Matilde, quizá podamos no sólo entender que la desgracia de la loca no es una condición ontológica de la misma porque que hay relaciones de poder que la colocan en situación de víctima y la vulneran, sino que, quizá, sobre todo podamos abrirnos a la posibilidad de que a esa que llamamos loca es otra: una otra que también es suya, es para sí, no para nuestra lógica. Loca, quizá, o quizá no. Pero una mujer, de carne y hueso, con deseos afirmativos, con dolor, con ansia, con una vida más allá de las clasificaciones que impiden el reconocimiento de su dignidad o respeto de la diferencia que puede y tiene derecho a ser, sin detrimento de lo primero. Quizá loca o no, no más al menos que la que busca fuera de donde le dijeron que hay certezas. Si somos la otra en una misma, posibilidad facilitada por esas escrituras que permiten siquiera que la otra aparezca, podríamos quizá desplazarnos y trascender lo que tenemos de por miedo y re-conocernos más allá de la violencia.
En todo caso, habría que estar atentas al momento, al resquicio, a la palabra o el silencio a través del que se nos invite al flujo de ese devenir, aunque duela, quizá justo porque duele. A partir de ello, calar en la “fisura del lenguaje” como hace Uribe:
Pero fue justo ese leve ademán, ese imperceptible movimiento, la fisura en mi lenguaje. La pequeña grieta que se revela años después como originadora del derrumbe. Un resquicio por donde se coló, sí, la violencia, sí el horror, sí, el miedo, sí, la desesperanza, la angustia, la desazón, pero también el otro, el cuerpo del otro, la palabra sobre el cuerpo del otro, la escritura con el otro, el cuidado y el dolor acerca de la ausencia del otro; y a través de esa mirada hacia afuera, la refracción hacia lo propio: saber que el cuerpo ausente del otro me concierne, saber que los cuerpos que desaparecen y aparecen son también mi cuerpo, que mi cuerpo está atravesado ya, de manera irreversible, por esta guerra que -a más de 10 años y a pesar de la declaratoria del presidente Andrés Manuel López Obrador de enero de 2019 acerca de que “no hay guerra”, de que “oficialmente no hay guerra”- aún nos asola (Uribe, “Aquí sigue pasando la guerra” 131).
Para salir de los efectos calculados y premeditados de las formas del sentimiento domesticado, habrá que arrebatarlos a las formas fácticas de poder y de sentido. La rabia y el dolor son, en efecto, consecuencia de la violencia, pero no su causa. Si nos dolemos, si la indignación nos redefine, no es en negativo, no es porque nos arrebataron algo: es porque algo teníamos, en primer lugar, que amamos. Devenir otras no es resultado de la resiliencia, no es producto del esfuerzo de hacer lo mejor que podamos con lo peor que nos ha tocado lidiar. Devenir otras, como nos lo muestran las palabras de las autoras aquí emplazadas, es posibilidad y potencia que no depende sólo de lo que nos lastima, sino de lo que nos motiva; no es lo que fija, sino lo que se resiste a la posición definitiva. Es consecuencia de un estado inicial que probablemente ya no se mantiene, de lo que ya no somos, en efecto, pero que permite apreciar la ruptura, el cambio, la mutación. No de lo que nos identifica, sino de lo que nos hace cambiar.
Para devenir otras podemos sensibilizarnos para entender los signos de la diferencia, no dejar dirigir ni digerir nuestra mirada, nuestra atención, únicamente por la construcción de sentido ya trazada y que de manera tan frecuente nos indica de antemano qué sentir, qué decir, qué pensar, qué sentir, pero principalmente, qué no hacer.
Esta tarea no es sencilla porque las prácticas de subjetivación asociadas a las formas de poder contemporáneas son muy eficientes, se alimentan lo mismo de nuestros miedos que de nuestros deseos, y los reorientan, modifican, los atizan o los domestican hasta que los vuelven dóciles, manejables, o útiles, cuando no simplemente los desaparecen.
Encontramos que en la obra de autoras como Cristina Rivera Garza, Sara Uribe o Nellie Campobello y otras escritoras una clave para acabar con el efecto anestésico del discurso en torno a la violencia que deriva en el problema de que ésta nos arrebate hasta las formas de ponerle un alto, al generar el error conceptual de colocarla como el motor de nuestras acciones. Habría que entender que cuando hablamos de aquellas mujeres, que como parte de la ficción o desde la ficción de la realidad dan cuenta de su dolor, hay un ejercicio que no busca “dejarlas ahí”, sino posibilitar desplazamientos, como en los casos abordados, pues:
Cargadas de argumentos y razones frente a la injusticia de su condición, sus palabras no son, aunque se las asesine, viole, encierre o doblegue, las de una víctima, una ignorante ni una esclava, por mucho que se la someta al victimismo, la ignorancia y la esclavitud, por mucho que en ellas existe el miedo, la impotencia, una forzada sumisión y se les haya conferido un estatus de víctima. Callar no implica asentir (Solans 7).
Entonces, ante el dolor, la ausencia de las demás, ¿qué se hace? A veces se las escribe. Se les da más vida. Otra y otras vidas. Vida en una escritura que no niega ni pretende ocultar la desgracia, pues más que introducir diferencia sería una variante de la misma violencia por la que las vidas se pierden, se lastiman, se menosprecian, se anulan. Se trata, en todo caso, de una forma de escritura que no niega el dolor, pero que decididamente se resiste, mediante diferentes estrategias, a la indolencia.
Posibilitar este devenir no es fácil ni tiene una sola forma de lograrse. Dice Cristina Rivera Garza que “El cuerpo dolorido habla, pero habla a su manera. Habla entrecortadamente. Titubea. Tropieza. Pausa. Hay que encontrar una manera de escribir (una manera de representar) que emule y encarne esa manera de hablar” (Dolerse 43). Si ponemos atención, en esas otras formas de escritura encontraremos esos gestos que van desapropiando, introduciendo, diferencia a través de miradas que no esperábamos encontrar pero que ahí están y han estado siempre multiplicando voces, haciendo preguntas diferentes, imaginando otras posibilidades a través de agujeros luminosos. A través de los momentos siguientes de la investigación, tropezaremos probablemente con otras ideas y devenires que vayan posibilitando trazar un mapa que permita lecturas diferentes de las vidas de las mujeres que no sean las preferidas por la violencia.
Devenir otra, otras, es rebelarse a los significados impuestos. Es no obedecer el supuesto destino cuyo mandato no se limita al terreno de la narrativa. Es revelarnos también en esas otras vidas y a esas otras vidas en la que vivimos. Es no querer ser más dóciles que los muertos, pues quien no se duele, no está viva.
Es romper constantemente con los supuestos que no nos permiten transformarnos, subvertirlos, cuestionarlos.
Si sostenemos que las formas de violencia simbólica de las que está plagado el arte y la cultura se traducen en formas fácticas de violencia contra las mujeres particulares, así también la reflexión a la inversa sería posible (aunque, definitivamente, no suficiente) si nos pensamos otras.