Sumario: | I. ¿La democracia es un evergreen? II. La disolución acelerada del “sin embargo”. III. Las amenazas presentes. IV. ¿Democracia sin responsabilidad? V. La solución imposible: la infantilización del ciudadano. VI. Bibliografía. |
I. ¿La democracia es un evergreen?
Una dificultad con la que a menudo tropieza la filosofía analítica aplicada al universo de las ciencias políticas y sociales es la de dar por hecho que, por un lado, tenemos un universo de los conceptos y modelos descriptivos y normativos supuestamente rigurosos, y, por otro, un conjunto de los fenómenos políticos, con toda su enrevesada historicidad, que escapa a los modelos y los conceptos. Incluso en la obra de Bobbio, maestro en conjugar reflexión analítica e histórica, no dejan de estar presentes los dos mundos, sin que uno llegue a sacrificarse al otro, con una tensión que aflora casi a cada página. Uno de los lugares en los que la tensión se advierte con más claridad es en la teoría de la democracia, donde está, precisamente, el núcleo de la reflexión política bobbiana. Por un lado, como es sabido, Bobbio considera que la democracia debe ser entendida como mera forma de gobierno, caracterizada como cualquier otra forma de gobierno por las dos preguntas fundamentales sobre “quién decide” y “cómo se decide”; por otro lado, la democracia requiere condiciones o precondiciones políticas y sociales en ausencia de las cuales se convierte en letra muerta, mera apariencia que se desmiente a sí misma, forma exterior o falsa conciencia de un sistema de poder que de hecho emplea otras vías —las de la heteronomía, las del poder descendente, en lugar de ascendente— para producir las normas que regulan la sociedad. En suma, para que exista “verdadera” democracia procedimental es necesario garantizar cierto grado de igualdad en derechos entre los ciudadanos, pues estos son los instrumentos que necesitarían tener para formarse un juicio, siquiera aproximado, sobre las formaciones políticas que mejor representarán sus intereses e ideales.
El propio Bobbio, al exponer las razones por las que la democracia es, a pesar de todos sus defectos, la mejor forma de gobierno, afirma que ella es la alternativa a la lucha política violenta: una forma que construye la tolerancia y promueve esas pacíficas “revoluciones silenciosas” que han cambiado radicalmente el rostro de la sociedad. Y sin embargo: ¿es este el producto de la forma de gobierno democrática, o son, en cambio, el humus, el contexto cultural de dicha forma de gobierno? ¿Puede haber democracia sin cierta predisposición liberal y tolerante en la sociedad? ¿Puede haber democracia sin la renuncia a transformar el conflicto político en conflicto armado, en guerra civil? No quiero decir que el razonamiento bobbiano sea circular, pero sin duda es un razonamiento dialéctico. La forma de gobierno democrática valora y fortalece —devuelve con intereses, por así decir— las predisposiciones al conflicto regulado, al equilibrio entre intereses y a la deliberación ponderada que intervienen en su génesis. Podríamos llamarlo el círculo virtuoso de la democracia, siquiera en la forma imperfecta que la “tosca materia” de la historia nos ofrece.
Tengo, sin embargo, la impresión de que de este modo, se tiende a creer que este proceso, este círculo virtuoso, sea irreversible. Por supuesto, quienes asumen el círculo virtuoso pueden también aceptar sin dificultad cierta proporción de errores y desviaciones en el recorrido previsto, el cual, sin embargo, queda marcado. La democracia no es la mejor forma de gobierno bajo determinadas condiciones, que pueden darse o no darse, sino que es la mejor forma de gobierno en absoluto, en una dimensión que tiende a situarse más allá de la historia, o a situarse en una filosofía de la historia, que presupone, más o menos explícitamente, que la democracia, porque existe, no puede más que continuar a generar, a medio o largo plazo, el perfeccionamiento de las condiciones político-sociales, que a su vez la alimentan y la perfeccionan. Como decíamos, el círculo virtuoso. Un círculo que se inauguraba en Estados Unidos a finales del siglo XVIII, y que ha ido consolidándose a lo largo del pasado siglo, en extensas áreas de Europa occidental, especialmente después de la así llamada “era de las tiranías”. Una perspectiva que a partir de la segunda posguerra tiende a darse por definitivamente asentada. Y, más aún, de la que tiende a darse por descontada su difusión planetaria. Es sólo cuestión de tiempo.
Antes de pasar revista a las cuestiones de fondo, latu sensu, de carácter social, que a mi juicio están minando los fundamentos y las razones tradicionalmente esgrimidas a favor de la preferibilidad de la forma de gobierno democrática, quisiera detenerme todavía en el terreno más específicamente institucional e insistir en el hecho de que no estamos hablando aquí de la democracia imaginada en los siglos XVIII-XIX, y nunca realizada, sino de la democracia mínima1 (Bobbio) o realista2 (Schumpeter). Hablamos, en otros términos, quede claro, de esa forma de democracia dibujada en las Constituciones de la segunda posguerra, y que marca explícitamente su distancia frente a promesas y premisas demasiado exigentes e ilusorias, refugiándose en la realidad efectiva (la verità effettuale de Maquiavelo) y conformándose con suministrar modestas indicaciones normativas. Modestas, pero irrenunciables, ya que de lo contrario se caería en la completa falta de correspondencia entre el nombre y la cosa. Como antes decíamos, para lograr una democracia procedimental (o mínima) no basta con atribuir a muchos los derechos políticos y decidir mediante la regla de las mayorías, por más que a las estrechas oligarquías que hoy más que nunca tienen, en la práctica, el gobierno en sus manos les interese hacernos creer a todos que en eso consiste. Es necesario: 1) que exista la posibilidad de escoger al menos entre dos listas o dos candidatos que presenten programas efectivamente diferentes; 2) que a las listas o a los candidatos se les hayan ofrecido las mismas posibilidades para dar a conocer a los ciudadanos tales programas; 3) que todos los ciudadanos dispongan de las precondiciones económicas y culturales mínimas para comprender y evaluar, al menos a grandes rasgos, la calidad y la fiabilidad de los programas y las propuestas, así como de los candidatos que las avalan.
Sólo cuando, grosso modo, se cumplen tales condiciones tiene sentido el procedimentalismo democrático, y, con él, el célebre “sin embargo” de Bobbio, la expresión con la que él buscaba (corría el año 1984)3 la que hoy considero una desesperada defensa de esos elementos mínimos, debilitados día tras día en estos últimos treinta años de historia occidental [¿global?]. Renovación pacífica, sin derramamiento de sangre, de la elite en el poder, una sociedad civil que merezca ese nombre, que se configure como una esfera pública que reconoce y valora el disenso, de la que posee la capacidad para producir profundas “revoluciones” en las costumbres, por medio de conflictos, a veces enconados, pero regulados, que no degeneran en luchas entre facciones.
He indicado a Bobbio como referencia pertinente, pero si en su lugar pusiéramos a Popper, Dahl o Sartori las conclusiones no serían sustancialmente distintas. Para todos los grandes teóricos contemporáneos de la democracia, en el fondo, y a pesar de las famosas promesas no mantenidas y que no podían llegar a serlo, estos tres elementos, tan estrechamente unidos entre sí, tanto como para afirmar que simul stabunt vel simul cadent, permitían establecer la superioridad de la forma de gobierno democrática sobre sus rivales del siglo XX, la dictadura y el totalitarismo.
II. La disolución acelerada del “sin embargo”
Así pues, ¿podemos seriamente sostener que estos tres elementos diferenciales de una concepción mínima de la democracia respecto de las distintas formas de autocracia están todavía suficientemente presentes en la realidad y, me atrevería a decir, en el día a día de los regímenes democráticos contemporáneos? Tomemos, por comodidad, el caso italiano, quizá más llamativo, pero creo que no excepcional. Podría relatar por extenso los golpes cotidianos que ha ido recibiendo la Constitución desde hace ya muchos años, el abuso de la legislación de urgencia y las mociones de confianza, los efectos perversos de una ley electoral conocida como “Porcellum” (es decir, una “cochinada”) y los intentos actuales para empeorarla para cortar de raíz el sentido de la representación política democrática, y, en definitiva, el vaciamiento del papel de un Legislativo fantasmal y enteramente anulado por el Ejecutivo (una de las razones por las que, según Locke, los ciudadanos podían ejercer legítimamente el derecho de resistencia).
Todo esto ofrecería el cuadro de una democracia frágil, quizá gravemente dañada, pero no definitivamente perdida, si pudieran encontrarse todavía huellas de una real y eficaz oposición tanto en las sedes institucionales como en la llamada “esfera pública”. Pero desde que, por una parte, se coquetea con la idea de un partido de la nación, antesala del partido (de hecho) único, y, por otra, la única oposición numéricamente consistente está formada por una amalgama de posiciones sin una mínima visión alternativa de la sociedad y sin capacidad alguna para hacer política, esto significa que la posibilidad de sustituir a la elite en el poder sin derramamiento de sangre se vuelve meramente teórica, abstracta, o, si se prefiere decir así, políticamente impracticable. Y ello por el mero hecho de que el presupuesto de base está ausente: el pluralismo de las elites, cuyo espacio ha sido ocupado por una oligarquía que mantiene una permanente lucha interna, pero compacta a la hora de proponer y defender los mismos programas y una misma visión de la sociedad, más allá de las marcas políticas acuñadas, en cada ocasión, para fingir la existencia de una realidad plural. Sin pluralismo de las elites no hay, evidentemente, posibilidad de elección, no hay alternativa real.
Respecto de la tolerancia, se habrá observado que los grandes medios de comunicación emplean ya de forma generalizada, y en apariencia sin ninguna memoria histórica, la palabra “disidente” para definir a quienes, siquiera tímidamente, expresan el disenso frente a las posiciones del leader de turno. Por más que los dos términos puedan parecer sinónimos, la etimología de “disidente” remite a dissedere, es decir, a una forma de disenso o discordia, que implica el tomar asiento por separado; esto es, a la exclusión formal o sustancial de la comunidad. No en vano, con la expresión “Iglesias disidentes” suelen indicarse las Iglesias cristianas no católicas. Pero, sin entrar en filología, incluso el más mediocre periodista debería recordar que no hace mucho en Occidente, el término “disidente” se reservaba para quienes se oponían con valor, incluso con heroísmo (acabando incluso en Siberia) al partido transformado en gobierno y Estado, propio de regímenes autoritarios o totalitarios concebidos como el exacto contrario de la democracia. Emplearlo para calificar a los miembros de una u otra minoría interna resulta bastante siniestro. No obstante, se usa alegremente como el más apropiado para definir a los disidentes, señalándolos a los consumidores de información —con una estigmatización evidente— como derrotistas o pájaros de mal agüero.
Con respecto a las revoluciones profundas, silenciosas y pacíficas, consustanciales a los regímenes democráticos, en otros términos, al progreso civil que reduce paulatinamente las discriminaciones y realiza la igualdad en derechos, la situación no es menos inquietante. Volviendo al ejemplo propuesto por Bobbio —la “revolución” de las mujeres—, el impulso a la eliminación de las discriminaciones de género no parece haber quedado bloqueado, sino haber cambiado incluso de orientación, con evidentes repercusiones sobre un modelo claramente más tradicional de relaciones entre los géneros. En general, hay formas de discriminación, racismo y xenofobia que están volviendo a ganar terreno en las sociedades “democráticas”, dando la impresión de que en la forma de gobierno que definimos como democrática pueden tener cabida, con el mismo mérito, tanto las revoluciones como las contrarrevoluciones de las costumbres, de la ética pública.
Aquí vendrán en nuestro auxilio las huestes de los optimistas, con sus interpretaciones de la historia, entendida como desenvolvimiento del progreso material y moral de un pueblo o de la humanidad entera, por más que puedan darse, de tanto en tanto, paréntesis regresivas, provisionales y destinados a cerrarse rápidamente, aflojando un poco, pero sin desviar el curso de la historia.
El ejemplo paradigmático es la interpretación crociana del fascismo, contraria a la de Gobetti, que veía al fascismo como autobiografía de la nación. Siguiendo las indicaciones de Croce, podría pensarse que igual que la democracia reemprendió su marcha e, incluso, se estructuró mejor tras el fascismo, lo mismo volverá a suceder también en esta ocasión: la tempestad neoliberal del “finanzcapitalismo” que está sacudiendo los pilares de los estados de derecho será superada por una democracia mejor, a la altura de los tiempos que vendrán. Siguiendo, al contrario, las indicaciones gobettianas, la aparición de un nuevo régimen, de un nuevo orden político —especialmente, si entendido bajo la forma de una solución de continuidad histórica, de una ruptura terminante con el pasado— habría de ser estudiado y explicado como resultado de una mutación antropológica y social de largo alcance, en la que se encuentran sus causas remotas. Aun reconociendo que la preferencia por una u otra filosofía de la historia pueda tener un componente idiosincrático, considero que las interpretaciones “parentéticas” de la historia no son satisfactorias. Ocultan, o minimizan, la gestación y la configuración profunda, precisamente a nivel económico y socioeconómico, de los procesos de transformación de los regímenes y las instituciones políticas.
III. Las amenazas presentes
Pero quizá estén en juego cuestiones que van más allá de la degeneración de la democracia procedimental hacia formas de oligarquía electiva. Queda por preguntarse —y esto es lo que tengo intención de hacer en la continuación de este ensayo— si será suficiente restituir a la democracia procedimental su integridad para poderla definir como la mejor forma de gobierno, a pesar de sus promesas no mantenidas, y que no podrán serlo. Como decíamos, la necesidad de cuestionar o, si se prefiere, de relativizar la convicción de que, a pesar de todo, la democracia sigue siendo todavía el mejor régimen político practicable, proviene de una serie de razones ulteriores, no inmediatamente político-institucionales, sino ecológicas y socioeconómicas (insisto, en el sentido más amplio del término). Las principales son, en el fondo, sobradamente conocidas por todos aquellos que no esconden la cabeza bajo la arena, como los avestruces, y no se cierran a una ciega defensa de lo existente. Están sintetizadas —es solamente una más de las muchas referencias que podrían tomarse— en un pequeño volumen recientemente publicado, en evidente homenaje al pensamiento de Illich,4 bajo el título Manifesto convivialista. Dichiarazione d’interdipendenza. Las principales “amenazas presentes” son estas:
a) el calentamiento global, las tragedias y las gigantescas migraciones que provocará: b) el debilitamiento, en ocasiones irreversible, de los ecosistemas, y la contaminación que hace irrespirable el aire de muchas grandes ciudades; c) el riesgo de una catástrofe nuclear de dimensiones aún mayores que las de Chernobyl o Fukushima; d) la reducción de los recursos energéticos, minerales o alimentarios, que han hecho posible el crecimiento, y la guerra por el acceso a estos recursos; e) el mantenimiento, la aparición, el desarrollo o el retorno del desempleo, de la exclusión o de la miseria, distribuida en todos los lugares del mundo y, en particular, en la vieja Europa, cuya prosperidad parecía asegurada; f) las diferencias de riqueza entre los más pobres y quienes disfrutan de los más altos niveles de vida se han vuelto desmedidas en todos los lugares, alimentando la lucha de todos contra todos desde una lógica de codicia generalizada y contribuyendo a la formación de oligarquías que se desentienden, menos de palabra, del respeto a las normas democráticas; g) el colapso de las estructuras políticas heredadas, o la incapacidad de formar otras nuevas: dos hechos que conllevan la difusión de las guerras civiles, tribales o interétnicas; h) la perspectiva del posible retorno de las grandes guerras interestatales, que con seguridad resultarían inmensamente más mortíferas que las anteriores; i) el desarrollo, a escala planetaria, de un terrorismo ciego; l) la creciente inseguridad, social, ecológica, civil, a la que corresponden los excesos de las ideologías securitarias; m) la proliferación de redes criminales u ocultas, y de mafias cada vez más violentas; n) su vinculación difusa e inquietante con los paraísos fiscales y las altas finanzas; o) el peso creciente sobre todas las decisiones políticas de las imposiciones financieras, basadas en la renta y la especulación.5
Si nos paramos a pensar un instante sobre este listado de catástrofes actuales y potenciales, hay dos consideraciones que se imponen a nuestra atención. La primera es que las democracias reales no parecen estructuralmente adecuadas para impedir el triunfo del economicismo y la financiarización del mundo. Por más que esto parezca paradójico, ya que las democracias deberían tender a una politización de las decisiones por medio de la participación difusa, en la práctica han ido progresivamente convirtiendo la política en ancilla oeconomiae. La segunda consideración consiste en preguntarse si existen y cuáles son los recursos individuales y colectivos que podrían generar un “movimiento contrario”, o si, por el contrario, debemos dar por perdida la partida que, en la segunda mitad del siglo XX, parecía que habríamos acabado ganando, la de la progresiva afirmación de los derechos fundamentales y el estado democrático de derecho.6 Intentaré esbozar a continuación una respuesta a la primera cuestión, dejando la segunda para el siguiente apartado.
En primer lugar, para intentar entender por qué las llamadas democracias avanzadas que, de hecho, coincidían con los Estados más prósperos del planeta, han quedado progresivamente relegadas a mero instrumento funcional a las exigencias de la economía de mercado, entendido el mercado como la sociedad tout court, es necesario preguntarse si los líderes políticos y los ciudadanos de esas democracias tenían conciencia de las catástrofes que por esta vía (esto es, dejando cada vez más libres los espíritus animales del capitalismo) se estaban preparando. Es obviamente difícil, y muy discutible, indicar con certeza cuáles de las amenazas incluidas en el listado del Manifesto convivialista eran conocidas por la clase dirigente y los ciudadanos de a pie de las grandes democracias occidentales en el momento en que, junto con el muro de Berlín, caían también las últimas resistencias que se oponían a la liberación de la totalidad de las fuerzas mercado de los vínculos derivados de las políticas ecológicas y redistributivas, y de la preocupación por la cohesión social interna y la paz entre las naciones. Con seguridad, podemos en cambio afirmar que los instrumentos cognitivos necesarios para poner en práctica un sano principio de precaución eran más que suficientes, pero fueron ignorados o, en la mejor de las hipótesis, relegados a los márgenes de la esfera de discusión pública.
Considérese, por ejemplo, el informe de los científicos del System Dynamics Group del MIT, encargado por el Club de Roma y publicado en 1972; en ese informe quedaban claramente expuestos y ponderados los riesgos del crecimiento exponencial de la población mundial y el desarrollo industrial, de la consiguiente contaminación y la degradación irreversible de los recursos del planeta, así como de la ampliación de los diferenciales de desigualdad —riesgos que están ya anticipando, por sí mismos y en su retroalimentación recíproca, el fracaso del “desarrollismo” inventado por las democracias occidentales, como continuación del colonialismo por otros medios—.
Para comprender, siquiera como profanos, en qué consiste el crecimiento exponencial, basta plantearse, como explica el informe del MIT, “un acertijo francés para niños”. Imaginad un estanque en el que habita un nenúfar, que a cada día que pasa dobla sus dimensiones. Si pudiera desarrollarse libremente, el nenúfar llegaría a cubrir por completo el estanque en treinta días, acabando con las demás formas de vida presentes en el agua. Si decidimos detenerla antes de que llegue a cubrir la mitad de la superficie del estanque, ¿qué día habremos de cortarla? (La respuesta correcta es el vigésimo noveno día, de manera que no hay más que un día para salvar el estanque).7 El colapso sistémico se produce en un solo día. A esta característica del crecimiento exponencial, que aconsejaría ponerle límites al desarrollo antes de que sea demasiado tarde, los llamados “países avanzados”, sus líderes y gran parte de sus opiniones públicas, han contrapuesto siempre la convicción de que la ciencia y la tecnología serán capaces de salvar en el último momento el estanque, con soluciones por el momento desconocidas, pero que sin duda llegarán el último día:
la civilización occidental hasta la fecha ha dado respuesta a los impulsos naturales que el ambiente opone a los procesos de desarrollo, poniéndose en manos de la tecnología; esta respuesta ha funcionado siempre, hasta el punto que ha llegado a formarse una tradición cultural que exalta la pugna por la superación de los límites naturales, en lugar de la búsqueda de la posibilidad de vivir dentro de ellos. La misma extensión del planeta, con sus aparentemente inagotables reservas de materias primas, parecía alentar este tipo de planteamientos, especialmente en comparación con la relativa insignificancia del ser humano y sus actividades.8 Por el contrario, lo que deberíamos asumir es que “la Tierra tiene dimensiones finitas”,9 y, por consiguiente, lo único que la tecnología puede hacer es retrasar el momento en que el crecimiento ilimitado hará colapsar el sistema.10
IV. ¿Democracia sin responsabilidad?
Así pues, no es cierto que haya sido la democracia procedimental la que ha generado esta mentalidad, tanto porque el origen de esta visión del mundo precede su establecimiento como porque el “desarrollismo” ha sido admitido y practicado también por otros regímenes políticos y por doctrinas económicas diferentes y contrapuestas al liberalismo. El marxismo no es menos productivista que el liberalismo, y entre los objetivos de Lenin se encontraba la rápida modernización de Rusia. Creo en cambio plausible sostener que a los regímenes democráticos sería imputable, por así decir, una actitud omisiva: no pueden o no quieren hacer nada, o casi nada, para desactivar las “amenazas presentes”. Queda por aclarar si es que no pueden o que no quieren intervenir eficazmente; en definitiva, cuáles son las razones por las que se abstienen de hacerlo, descontada la retórica del desarrollo sostenible.
De entrada podría observarse, como tantas veces se ha dicho, que la democracia es una forma de gobierno demasiado estrechamente anclada en el presente y en el futuro próximo para responder eficazmente a los desafíos de medio y largo plazo. La lucha por el poder, las elecciones y los equilibrios internacionales planean en el horizonte, y difícilmente un político puede obtener la elección o la reelección proponiendo límites o incluso sacrificios inmediatos ciertos en vista de beneficios futuros considerados inciertos por el sentido común. No es casualidad que el Prólogo de Aurelio Peccei, promotor del informe del MIT, estuviera centrado en la discrepancia entre la urgencia de introducir realmente en la agenda de los poderosos de la Tierra los problemas demográficos, ecológicos y socioeconómicos, por un lado, y sus intereses políticos inmediatos, que tienden inexorablemente a resultar predominantes, por otro.
Puede afirmarse, sin embargo, que esta enfática denuncia, éticamente admirable, subestima el problema; no se trata solamente de interpelar con la máxima fuerza a los políticos profesionales para que adopten una perspectiva de más largo alcance, desde la que pueda darse prioridad a la sustancia de los problemas, frente al posicionamiento estratégico, antes de que el fatal desenlace del trigésimo día llegue a producirse y no haya nada que pueda hacerse ya por el estanque. ¿No será que la democracia, en la forma en que se ha realizado en la modernidad, forma parte precisamente de esa misma visión del mundo que da por descontado el crecimiento ilimitado, el progreso y la difusión constante de la riqueza, del bienestar? En el fondo, una vez que los derechos sociales han sido incluidos entre las precondiciones que dan sentido a la democracia procedimental, ello implica no solamente la demanda de una cierta medida de democracia social, sino también la creencia en que la reducción de la desigualdad tiene que producirse no mediante la redistribución de la pobreza, sino del bienestar. En otros términos, implica, además de la adopción de medidas redistributivas, el crecimiento económico, el aumento constante del tan traído y llevado PIB. Una duda, esta última, que afecta también a la democracia procedimental “sana”, “auténtica”, la que no ha sido desplazada por la oligarquía electiva, por decirlo con la eficaz expresión acuñada por Michelangelo Bovero.11 La corrupción de la democracia procedimental en oligarquía electiva podrá quizá corregirse, podrá quizá invocarse un “retorno a los principios” que devuelva el significado a la representación política. Pero no hay motivos para pensar que un parlamento electo de forma inmaculada —en el límite, con la pura regla de la proporcionalidad— no vaya a hacer políticas medioambientales desastrosas.
Me pregunto, en definitiva, si la democracia no será, a todos los efectos, la dimensión político-institucional más funcional al mercado y a la ideología del desarrollo, precisamente porque es capaz de identificarse con su modelo y sus exigencias; por ejemplo, produciendo la engañosa ecuación entre libre elección del consumidor y del elector. Tan funcional como para poder, cuando hace falta, dilatarse o restringirse hasta desaparecer, recudirse a mero simulacro, o adoptar nuevamente los ropajes gastados de una democracia procedimental digna de ese nombre.
Un indicio en esta dirección —quizá incluso una prueba— puede hallarse en un libro de Gilbert Rist de hace casi veinte años, Lo sviluppo. Storia di una credenza occidentale. Un libro probablemente olvidado, pero a mi juicio todavía bastante relevante para perfilar el nexo entre democracia y desarrollo. Tras haber trazado una rápida historia de esa corriente, a todas luces mayoritaria en la modernidad, que comparte y defiende una filosofía progresiva y lineal de la historia, premonitoria de la idea de desarrollo formulada en el siglo XX —de Locke a Smith, de Fontanelle a Condorcet, de Leibniz a Kant, con la única exclusión significativa de Rousseau—12 Rist se detiene a comentar la que él considera como el acta fundacional de la ideología del desarrollo, el “punto IV” del discurso sobre el estado de la Unión pronunciado por el presidente Truman el 20 de enero de 1949. Junto a los compromisos reiterados (y previsibles) de apoyar a la ONU, constituir la OTAN y mantener el plan Marshall, en él se introduce un cuarto aspecto, no previsto con anterioridad, y, por tanto, mediáticamente más seductor, por el que se pretende extender las ayudas destinadas a ciertos países latinoamericanos a todos aquellos países que por vez primera serán calificados como “subdesarrollados”:
debemos lanzar un programa nuevo, que sea arriesgado y ponga los beneficios de nuestro progreso científico e industrial al servicio de la mejora y el crecimiento de las regiones subdesarrolladas. Más de la mitad de la población del planeta vive en condiciones cercanas a la miseria. Su alimentación es deficitaria. Padecen enfermedades. Su vida económica es primitiva y estacionaria... Con la colaboración de los ambientes empresariales, del capital privado, de la agricultura y el mundo del trabajo de nuestro país, este programa podrá ampliar enormemente la actividad industrial de las demás naciones y elevar significativamente su tenor de vida.13
Poco más adelante, pasando del aspecto estrictamente económico al aspecto político, Truman afirma que “solo la democracia genera la fuerza propulsiva que movilizará a los pueblos del mundo en la perspectiva de una acción que les permita triunfar no solamente sobre sus opresores, sino también sobre sus enemigos permanentes: el hambre, la miseria y la desesperanza”.14 La propuesta de extender a todos los lugares, como una copia, el modelo occidental, con su poderoso nexo entre economía de mercado y sistema político democrático, como única vía para el desarrollo de todo el planeta, no podía haber sido formulada con más claridad.
En la segunda parte del volumen, Rist hace un recorrido sobre los fracasos del desarrollismo, y sobre los diversos intentos de renovación —al menos aparente, cambiándole el nombre de las cosas: por ejemplo, haciendo que los países subdesarrollados se conviertan en “países en vías de desarrollo”— contenidos y perspectivas a través de conferencias y cumbres internacionales. Pero este es otro tema. Lo que me interesa subrayar aquí es el nexo, que una vez más podemos resumir en el brocardo simul stabunt vel simul cadent, entre ideología democrática y creencia en el desarrollo económico ilimitado que caracteriza a occidente al menos desde finales del siglo XIX. Si esta es la situación, es decir, si la sociedad de mercado y la democracia tienen un origen común en la filosofía del progreso de matriz ilustrada —y pese a que, desde el punto de vista analítico, la democracia pueda correctamente definirse como una forma de gobierno en la que muchos toman decisiones siguiendo la regla de las mayorías, independientemente de cuál sea la “cosa” que se decida— es legítimo preguntar si al menos desde el punto de vista histórico fenomenológico es plausible afirmar que las democracias occidentales están en condiciones de poner radicalmente en discusión, en la práctica, ese modelo de desarrollo que nos está llevando a serrar la rama sobre la que estamos sentados.
Se podría pensar que la tesis no tiene nada de nuevo, que en el fondo se trata de una manera para reciclar la vulgata marxiana de la relación entre estructura e infraestructura. Pero el peso y la urgencia de las “amenazas presentes” mencionadas en el Manifesto convivialista recaen, si bien en formas distintas para cada persona, sobre los hombros de todo el género humano. No hay lugar, en este nivel de discusión, para un debate sobre la relación entre las clases y la justicia social planetaria. Hay un cuestionamiento mucho más sencillo y pragmático sobre la capacidad de los regímenes democráticos para afrontar las amenazas presentes, por el hecho de que tales regímenes tienen su fundamento en el mismo planteamiento teórico, en la visión del mundo que está en la base de la producción de dichas amenazas.
El proyecto de las Luces —afirma Latouche— encerraba una terrible ambivalencia: si, de un lado, aspiraba a liberar al hombre del sometimiento a lo trascendente, a la tradición y a la revelación, ideas rectoras del Antiguo Régimen, de otro lado, uno de los medios para realizar ese proyecto era el control racional de la naturaleza por medio de la economía y la técnica. De este modo, la sociedad moderna se ha convertido en la sociedad más heterónoma de la historia de la humanidad, sometida a la dictadura de los mercados financieros y a la mano invisible de la economía, además de a las leyes de la tecnociencia.15
La sociedad más heterónoma, y, por consiguiente, podríamos añadir, la menos responsable. Kant afirmaba que las repúblicas y, por extensión, las democracias, ante el problema de la guerra, tienen por su propia constitución una actitud más responsable que los gobiernos despóticos (por extensión, los regímenes autoritarios). El argumento de La paz perpetua es sobradamente conocido: cuando los ciudadanos tienen en sus manos la suerte de la colectividad a la que pertenecen, se lo pensarán dos veces antes de poner en marcha un juego tan arriesgado. Por tanto, cuando todos los Estados hayan llegado a convertirse en repúblicas, la guerra dejará definitivamente paso al “dulce comercio”.16 Eso es lo que Kant pensaba. Lamentablemente, la guerra no ha desaparecido en absoluto de la faz de la Tierra. Más aún, el dulce comercio ha resultado ser algo bien distinto, hasta el punto que es lícito describirlo, sin exageraciones, como la continuación de la guerra por otros medios (no menos destructivos para las vidas individuales y colectivas).
Pero no divaguemos. El punto está en saber si las repúblicas —las democracias— son regímenes estructuralmente más responsables que las distintas formas de autocracia, de poder que se ejerce desde lo alto. Cuando decía “ciudadano”, Kant estaba pensando idealmente en un individuo responsable, dotado de razón crítica, capaz de juzgar y deliberar mediante la evaluación de los argumentos expuestos en público. Bajo estas condiciones, podía fácilmente derrotar, en el plano dialéctico, el tradicionalismo, el clericalismo y el absolutismo del antiguo régimen. Pero sólo bajo estas condiciones.
Casi dos siglos más tarde, una vez que ha quedado patente hasta dónde puede llegar la aterradora ausencia de límites en el uso de la ciencia y la técnica, así como en el mercado global, Hans Jonas recupera la idea del “principio responsabilidad”, pero la separa de la forma de gobierno republicana o democrática, o como queramos denominarla.17 Es más, para Jonas, la perspectiva debe quedar invertida, con una especie de retorno de altos vuelos del imperium paternale. La auténtica responsabilidad política es análoga a la responsabilidad de los padres frente a los hijos: una responsabilidad a largo plazo, que mira al futuro y no desaparece hasta la mayoría de edad del hijo, pero que ni siquiera entonces se extingue definitivamente. Sólo este modelo de responsabilidad del hombre político —total, continua, orientada al bien presente, sin dejar de preservar las condiciones para la existencia futura de la comunidad, lo que implica conocimiento y, sobre todo, prudencia, teoría y práctica de la “heurística del miedo”— haría posible, según Jonas, el establecimiento de límites a una “civilización tecnológica” que corre el riesgo de alcanzar el resultado opuesto al que se propone: en lugar de emancipar al hombre, lo hace esclavo del poder de destrucción y sometimiento que la tecnología pone en sus manos.
Ahora bien, es hasta demasiado fácil objetarle a Jonas que este perfil de hombre político como “sujeto excelente” puede ser formulado “en nuestras discusiones”, pero es altamente improbable que lo encontremos en la dimensión histórica, en el terreno de lo que es, y no sólo en el del debe ser. En la vida política real los “sujetos excelentes” de carne y hueso han acabado siendo charlatanes y criminales. Pero el hecho es que la debilidad, cuando no la complicidad, estructural de los regímenes democráticos ante la fe en el progreso ilimitado y el “desarrollismo”, queda perfectamente retratada en el análisis de Jonas.18 El producto del agregado existente de tecnología y economía de mercado a escala global es la muerte anticipada del ciudadano responsable imaginado por Kant.
V. La solución imposible: la infantilización del ciudadano
Si éstas son las condiciones actuales, las posibilidades de imaginar un amplio y concreto movimiento de respuesta, en los próximos años, tienden a cero. Estaríamos ante una gigantesca mutación antropológica, que hace prácticamente inviable la posibilidad de imaginar un amplio y concreto movimiento que se extienda más allá de la heroica minoría de quienes se resisten a dicha mutación. En 2007, Benjamin R. Barber publica un interesante libro sobre la mutación antropológica, que estaría minando los fundamentos del lugar común occidental según el cual la democracia real (en el sentido de los regímenes históricamente existentes) sería un régimen político preferible, pese a todo, frente a las demás formas de gobierno. En Consumati. Da cittadini a clienti (título original: Consumed. How Markets corrupt Children, Infantilize Adults, and Swallow Citizen Whole)19 reconstruye minuciosamente la manera en que un capitalismo depredador e irresponsible, sirviéndose de las técnicas del marketing y el branding, ha derrotado a la democracia, transformándola en mera apariencia, con una operación cultural cínica, sencilla y eficaz: despojando al ciudadano, el sujeto que da sentido al procedimentalismo democrático, no de la titularidad, sino de la capacidad de ejercer la ciudadanía. El capitalismo ha acortado los tiempos, ha jugado a contrapié: a los largos ciclos para la toma de conciencia que perseguían los defensores de la democracia moderna (el ejercicio de los derechos políticos es por sí mismo pedagogía de la democracia) ha contrapuesto una labor de sistemática infantilización de los ciudadanos (actuales y futuros).
Puede que su intención inicial fuera solamente la de construir un mercado de bienes inútiles para que la “megamáquina” encontrara una salida a la crisis de sobreproducción de bienes útiles, pero el resultado ha ido más allá de lo esperado. Nada que ver ya con el ingenuo Schumpeter, que marcaba la distinción entre una esfera privada, en la que el individuo es capaz de actuar racionalmente, y la esfera política, en la que el individuo actúa siguiendo sus emociones. Según Barber, en ambas esferas el individuo infantilizado se comporta de la misma manera, con una especie de homogeneización a la baja. Ni siquiera podemos seguir confiando en el modelo de la racionalidad privada —el de quien elige cuidadosamente la póliza de seguros que más le conviene— como contrapeso a las preferencias “afectivas” que dominan el comportamiento político de masa de los individuos. De este modo, las oligarquías que indudablemente “persisten”, han tenido, por así decir, un surplus de beneficio, y con la creación de un consumidor compulsivo ha tenido lugar, en consecuencia, el asesinato en la misma cuna de una idea tan molesta como es la del ciudadano responsable. Ser infantiles significa vivir confinados en el presente, ser desmemoriados y ser incapaces de renunciar a algo cercano con vistas a un mayor bien o a una ventaja futura, significa ver el mundo en la perspectiva del placer inmediato, significa no saber ponderar y compartir, significa ausencia de disciplina moral e intelectual. El ciudadano educado debería situarse en las antípodas del individuo infantilizado: un ciudadano que presumiblemente se negaría a aceptar la degeneración consumista del cogito ergo sum que preside la portada de la edición italiana de Consumed (I shop therefore I am). Una síntesis brutalmente eficaz, pero también muy triste, de la atrofia economicista de la diversidad de los talentos y las inclinaciones que los seres humanos poseen.
Para diferenciar la psicología del adulto respecto a la del niño, Barber remite a la tabla de opuestos propuesta por el sociólogo Neil Postman. La infancia, en contraposición a la edad adulta, prefiere:
el impulso a la deliberación;
el sentimiento a la razón;
la certeza a la incertidumbre;
el dogmatismo a la duda;
el juego al trabajo;
las imágenes a las palabras;
el placer a la felicidad;
la gratificación inmediata a la gratificación postergada;
el egoísmo al altruismo;
lo privado a lo público;
el narcisismo a la sociabilidad;
el título (el derecho) a la obligación (la responsabilidad);
el presente sin tiempo a la temporalidad (el hoy al ayer y el mañana);
lo cercano a lo remoto (lo instantáneo a lo duradero);
la sexualidad física al amor erótico;
el individualismo a la colectividad;
la ignorancia al saber.
Puede que algunas de estas oposiciones sean simplistas o redundantes, pero me parece que, a grandes rasgos, el cuadro es convincente. En otros términos, la regresión infantil, o el anclarse en una infancia/adolescencia de la que uno llega nunca a abandonar, produce un individuo-consumidor conformista, que rehúye el esfuerzo del pensamiento crítico, y que ha sido instruido para preferir instintivamente lo simple a lo complejo, lo fácil a lo difícil y, sobre todo, lo rápido a lo lento. La lentitud de la deliberación democrática, su complejidad procedimental y sus dificultades para llegar a una síntesis (un compromiso, habría dicho Kelsen), son literalmente incomprensibles para quienes son titulares de los derechos de ciudadanía, pero carecen de la formación elemental para ejercitarla. Estamos ante dos dimensiones inconmensurables. No en vano, los políticos que encarnan la versión actual del populismo evitan toda mediación institucional y se dirigen a los ciudadanos como si le estuvieran hablando, como mucho, a estudiantes de bachillerato, y ni siquiera a los más brillantes de ellos. Y, en la lógica maquiaveliana del adquirir y mantener el poder, tienen razón en hacerlo, porque saben que se enfrentan a muchos “ciudadanos” tan escasamente capacitados para el análisis crítico como para no ver —por mencionar nada más que un ejemplo— nada mínimamente implausible en palabras como las del primer ministro [italiano], en febrero de este año, cuando declaraba su propósito de cambiar las instituciones fundamentales de la república antes del verano, al ritmo de una “reforma” al mes. Explicar a “ciudadanos” como esos la adivinanza infantil francesa (pero se trata de otro tipo de infancia, evidentemente) sobre el estanque y el nenúfar, es una labor cuando menos ardua.
Alguien podrá objetar que nos encontramos ante el más clásico de los argumentos realistas contra la democracia, que se remonta al menos a la discusión sobre las formas de gobierno recogida en las Historias de Heródoto, cuando Megabicio, pronunciándose a favor de la aristocracia, ofrece una descripción del pueblo como una masa de ineptos, incapaz de ponderación y juicio, casi siempre violenta. Y quizá sea realmente cierto que es así, y que no hay más opción que rendirse, desencantadamente, al realismo político. Pero lo más preocupante es que en el crepúsculo de la democracia no surjan alternativas que parezcan mejores. De este modo, paradójicamente, sigue siendo cierta la afirmación de Churchill cuando afirmaba que la democracia es el régimen peor, a excepción de todos los demás; pero, al mismo tiempo, resulta difícilmente creíble que los regímenes democráticos —más o menos alejados de la idea pura de la democracia procedimental, aquí no importa ya— estén mejor dotados para hacer frente a las “amenazas presentes” en las que estamos hipotecando nuestro futuro próximo. La duda es que la humanidad, y Occidente en particular, haya acabado cayendo en un dramático, o trágico, callejón sin salida.20
Una última consideración sobre la infantilización de Occidente. Podría decirse que los adultos infantilizados, liberados de la responsabilidad que conlleva el ser ciudadanos, puedan al menos disfrutar de mucho tiempo libre y de la ausencia de preocupaciones que es típica de los niños. Que el tocquevilliano despotismo moderado (doux), dispensador de pequeños y vulgares placeres, sea una cómoda solución para los adultos que nunca han dejado de ser niños. De la democracia, que nos hace perder demasiado tiempo en tediosas discusiones, podríamos incluso prescindir, para tener más tiempo que emplear en actividades lúdicas. Por lo demás, el pensamiento liberal siempre ha advertido el peligro de confundir la posibilidad de participar en la vida pública con la obligación de hacerlo.
Pero el punto es otro, y tiene que ver precisamente con otra manera —inscrita por completo en el mercado— de vaciar de sentido no sólo la “libertad de los antiguos”, sino también la “libertad de los modernos”. La vida del consumidor compulsivo, o aspirante a ello, es una vida infernal, que sustrae a la persona todo tiempo libre, que comprime el tiempo de la afectividad y la socialidad transformándolo en tiempo dedicado a satisfacer la función social del consumo, al deber de consumir, redoblando y ampliando el tiempo de la alienación hasta abarcarlo todo. Quisiera cerrar esta intervención con una amplia cita de Barber, en la que en el fondo se plantea la cuestión de si, además de la democracia, con la totemización de la lex mercatoria no se estará perdiendo también la autonomía moral de la persona:
En la economía capitalista postmoderna es difícil asegurarse una existencia tranquila. Una sociedad del ‘shopping full-service’ necesita consumidores que dispongan de mucho tiempo libre; en la práctica, sin embargo, les deja realmente poco tiempo que no esté dedicado al consumo o al trabajo necesario para sostenerlo. Por tanto, sólo muy de vez en cuando el consumidor se siente realmente libre y relajado. Los lugares de descanso y los viajes para llegar a ellos están lejos de ser un periodo en el que librarse del shopping. Se hace shopping en los grandes centros comerciales de los aeropuertos y las estaciones de tren, en los parques temáticos y las casas de juego, en las áreas de servicio de las autopistas que recorremos para alcanzar los lugares de veraneo y también cuando llegamos a ellos, en los salones de los grandes hoteles e incluso en las habitaciones, en la televisión y en internet… Para mantener este ritmo, el individuo se ve obligado a hacer un trabajo duro y disciplinado. Y si no lo hace, la economía de mercado se tambalea. No debe sorprender que el tiempo libre, cada vez más comprimido en el interior de una larga jornada de trabajo, sea percibido cada vez como un trabajo a tiempo completo.21
Si ésta es la situación, nos encontramos probablemente ante la forma de totalitarismo más invasiva que la humanidad haya conocido nunca. Ésta es la pesada herencia cultural y política que la desdichada apuesta por la posibilidad de conjugar para siempre —en un matrimonio entre iguales— el capitalismo con la democracia, como en parte sucedió, aunque sólo coyunturalmente, en las tres décadas llamadas “gloriosas”, ha dejado a quienes hoy tienen veinte años y a las generaciones futuras.