Introducción
Los Nnee ("seres humanos" o "gente"), conocidos como apaches por españoles y mexicanos, eran diversos grupos nómadas unidos por elementos culturales comunes, como la lengua, hoy denominados atapascanos según criterios lingüísticos.1 Hacia el siglo XIX, incursionaban en lo que hoy es Sonora y otros estados del norte mexicano, principalmente con el fin de obtener ganado y cautivos.2 También influyeron en sus incursiones el mercado estadounidense para el ganado depredado, el intercambio y asimilación de cautivos, la venganza y la iniciación de nuevos guerreros.
Si bien, la diferencia entre redada o incursión y ataque o guerra fue consistente entre los pueblos nativos, el pueblo que tenía la separación más tenue entre ambas fue el de los apaches. Las incursiones en forma de redadas se empleaban para cazar o recolectar, hasta que la superioridad tecnológica -por el uso de armas de pólvora- y demográfica de los comanches obligó a los apaches a retirarse de la caza del bisonte, dejándolos sin qué intercambiar con los pueblos nativos y dio a la redada un carácter de incursión bélica o ataque. Mientras hubo suficiente territorio, las redadas de los apaches no incluyeron bienes de otros pueblos nativos, excepto en el caso de la guerra sostenida con los comanches durante los siglos XVIII y XIX.3
Cuando asentamientos de población blanca, mestiza y de indios asimilados en el norte de la Nueva España y de México se acercaron al territorio por el que los apaches ambulaban, sus redadas para cazar y recolectar incluyeron caballos y cautivos. Las incursiones para cazar y recolectar se mezclaron con las campañas de represalias, o guerras, que los apaches llevaron a cabo por venganza debido a la muerte de familiares y guerreros apaches a manos de soldados o vecinos novohispanos y posteriormente mexicanos. Así la incursión con fines bélicos, especialmente de ataque, depredación y captura de cautivos, caballos y después ganado vacuno, se tornó en la forma usual de apropiación de esos bienes, al tomarlos por la fuerza como despojos de guerra.4
La existencia cercana de diversos grupos étnicos en la región fronteriza del norte de la Nueva España y luego de México, registró relaciones pacíficas y choques violentos. Un espacio dinámico, en cambio constante, provocaba que pactos, conflictos y negociaciones se dieran entre los distintos grupos, de forma simultánea; por tanto, no se puede hablar de un estado de guerra permanente entre los grupos. Pese a esto, ni españoles ni mexicanos controlaron a los apaches y sus ataques afectaron la vida cotidiana y las actividades económicas en los estados del norte mexicano.
Durante la época colonial, las autoridades españolas buscaron detener los ataques de los atapascanos en la provincia de Sonora. Sin embargo, sus intentos, que comprendieron pactos con diversas bandas apaches, alianzas con ópatas y pimas para combatirlos, expediciones punitivas a territorio apache, deportaciones y la erección de una línea de presidios, no ofrecieron una solución estable y las incursiones continuaron.5
Con el tiempo, los españoles reconocieron las desventajas de la guerra ofensiva ya que "los numerosos indios bárbaros tenían la ventaja". Una guerra abierta era imposible que tuviera éxito debido a características de los grupos atapascanos, como su fraccionamiento en pequeñas unidades, una movilidad acelerada, el conocimiento de la geografía y la ecología regionales y su tradición guerrera.6
La guerra defensiva se convirtió en la pauta a seguir, era menos difícil contener a los nómadas independientes que subyugarlos por la fuerza, "ya que la experiencia había demostrado que las campañas ofensivas devoraban hombres, animales, recursos y capital, y raramente traían una paz duradera".7 Por lo anterior, las autoridades novohispanas buscaron atraer a los nómadas independientes hacia las ventajas de la "vida civilizada", lo cual pensaban aseguraría una victoria lenta. Como el Comandante General de las Provincias Internas Jacobo de Ugarte señaló hacia 1786, "una mala paz con las naciones indias que lo solicitaran sería más beneficiosa que los esfuerzos de una buena guerra".8 Al final del siglo XVIII, la política implementada por Bernardo de Gálvez de congregar alrededor de los presidios a los atapascanos que se asentaran en los establecimientos de paz, dotándolos con raciones, funcionó parcialmente.
Tras la guerra de Independencia (1810-1821) mientras la nueva nación se organizaba, los ataques de comanches y apaches se intensificaron. La falta de control sobre la frontera, las luchas entre facciones políticas, el avance del expansionismo norteamericano, la conformación de circuitos de intercambio para lo depredado en México y la carencia de recursos para la defensa, dejaron a las poblaciones fronterizas vulnerables ante las incursiones. El deterioro de la línea de presidios y el colapso de los establecimientos de paz contribuyeron a incrementar la violencia y las tensiones en la región.
Los actuales estados de Sonora y Chihuahua, principales objetivos de las incursiones de los atapascanos durante gran parte del siglo XIX, enfrentaban luchas entre facciones políticas por el poder y conflictos con grupos indígenas ex misionales, carecían de armas, municiones, hombres y caballos para su defensa.9
Buscando acabar con las depredaciones de los nómadas, el gobierno del estado de Sonora tomó medidas drásticas. El exterminio de los atapascanos se perfiló como la solución, y en aras de lograr este objetivo las autoridades ofrecieron premios en efectivo por apache muerto. Otros estados norteños siguieron su ejemplo y esta táctica de recompensas, que inició en la década de 1830, estuvo vigente medio siglo.
La costumbre de escalpar entre los nativo americanos
Entre los grupos nativo americanos escalpar a los enemigos vencidos era una práctica que tenía significados relacionados con el poder y la guerra. La antropología ha prestado atención a esta costumbre, entendida como "la acción de arrancar el cuero de la cabeza con el cabello adherido, generalmente como acción violenta en una lucha armada".10
La práctica de escalpar fue una evolución del acto de cortar cabezas, inserta en el contexto de mutilar el cuerpo del enemigo vencido en combate y tomar trofeos que lo representaran. Esta fue una costumbre precolombina, que los europeos estimularon y propagaron, debido a tres elementos: la difusión de las armas de fuego que causaban mayor número de bajas, los cuchillos de acero que facilitaban desprender los cueros cabelludos, y las recompensas ofrecidas que alentaron esta práctica entre los grupos nativos y más allá de éstos.11
Originalmente los atapascanos no tenían la costumbre de escalpar, la desarrollaron al interactuar con otros grupos que sí la llevaban a cabo y lo hicieron de manera parcial.12 Goodwin señala que las cabelleras enemigas nunca eran llevadas a casa por los apaches, eran tomadas en territorio enemigo, la danza correspondiente se realizaba en ese lugar y ahí mismo eran desechadas. Los apaches chiricahuas escalpaban en pequeña proporción, pues las cabelleras eran temidas al ser consideradas porciones de los muertos.13 Ninguna otra forma de mutilación parece haberse practicado en los cuerpos del enemigo y no hay evidencia que sugiera que los cautivos eran escalpados.14
El jefe chiricahua, Gerónimo, refiere episodios en los que tuvo lugar esta práctica en territorio sonorense, "cuando estábamos casi en Arizpe, acampamos y ocho hombres vinieron a parlamentar con nosotros. Los capturamos, matamos y escalpamos". Al día siguiente se enfrentaron con tropas provenientes de Sonora a las que derrotaron, cobrando venganza por la masacre de Kaskiyeh,15 Gerónimo, en su calidad de jefe de guerra, ordenó escalpar a los enemigos muertos.16 Según la narración del jefe apache, estos episodios tuvieron lugar en el verano de 1859. El testimonio del jefe apache es consistente con la tradición oral de los atapascanos al indicar que la toma de cabelleras sólo tenía lugar en territorio enemigo, así como al señalar que tenía como finalidad mostrar el grado en que se odiaba al adversario.17
En subsecuentes enfrentamientos con mexicanos narrados por Gerónimo, no se hace mención de sonorenses escalpados, por lo cual se puede pensar que esta práctica era ejecutada por apaches cuando la venganza era el motivo principal del ataque. En otras circunstancias Gerónimo refiere el asesinato de sonorenses, pero señala que "no los escalpamos porque no eran guerreros", probablemente se refiere a que no eran miembros de la Guardia Nacional que enfrentara a los apaches, sino vecinos que realizaban actividades comunes.18
En resumen, entre los nativo americanos, la práctica de escalpar tuvo profundo significado y un trasfondo cultural. Las cabelleras se tomaban como trofeos y existían una serie de ritos y danzas diseñados para obtener beneficios de ellas y debilitar al grupo enemigo. Éstas eran un símbolo que representaba valor, superioridad guerrera, dominio sobre otros hombres. La cabellera del enemigo mostraba que en el campo de batalla se había sido más fuerte y astuto que él.
La práctica de escalpar, al igual que otros aspectos de la vida de los nativo americanos, fue modificada a partir del contacto con la población no nativa. En ocasiones algunos grupos fueron atraídos por las recompensas ofrecidas por las autoridades.19 Tal fue el caso de indios delawares y shawnees que engrosaron la banda de Santiago Kirker, afamado cazador de cabelleras, habitualmente contratado por el gobierno del estado de Chihuahua en las décadas de 1830 y 1840.20
A diferencia de los rituales y el simbolismo alrededor del acto de tomar cabelleras que originalmente rodeaban esta práctica entre los nativo americanos, la promoción del acto de escalpar por el gobierno sonorense estuvo influida por razones prácticas como la dificultad de transportar un cadáver o una cabeza, como prueba para cobrar la recompensa ofrecida por las autoridades. Lo anterior no significa que el odio, la imagen de los apaches como salvajes y el deseo de exterminarlos no entraron en juego cuando el congreso y el gobierno sonorenses establecieron decretos y leyes que recompensaron esta práctica.
Las gratificaciones por cabelleras como táctica del gobierno sonorense
Al inicio de las gratificaciones por cabelleras apaches en el estado de Sonora, 1832-1837, los apaches reanudaron sus ataques luego de obtenida la independencia de España por México en 1821: comerciantes estadounidenses entraron en contacto con los apaches para hacerse de ganado y otros artículos depredados en las poblaciones mexicanas, a cambio de armas, municiones y alcohol; de esta manera "los americanos precipitaron, frente a los ojos de los sonorenses, un aumento en la frecuencia y letalidad de los ataques apaches".21 Ya fuese para mitigar los ataques norteamericanos contra los nativos o para beneficiarse del botín obtenido en suelo mexicano, la complicidad de estadounidenses y la indiferencia de sus autoridades alentaban las incursiones.
Los pobladores de Sonora y Chihuahua clamaban a los distintos niveles de gobierno sin resultados positivos. Las incursiones de los apaches se multiplicaron y por consiguiente
sus depredaciones, robos y asesinatos, segando numerosas vidas y fuentes de trabajo, pues la mayoría de haciendas y ranchos en la región septentrional quedaron abandonados; los habitantes sólo podían vivir agrupados y armados para la defensa común y la de sus familias y para viajar necesitaban agruparse en convoyes igualmente armados.22
Los nómadas tomaban no sólo bienes, sino mujeres y niños; constantemente asesinaban a los hombres, causaban desintegración de familias y migración a sitios más seguros, por lo que provocaban descensos poblacionales, que impedían que una barrera de asentamientos frenara su paso hacia el interior del estado.
Debido a la difícil situación que reinaba en el país, cada estado actuaba según su conveniencia para enfrentar la amenaza de los atapascanos y lo depredado en un lugar se vendía abiertamente en otro. Los habitantes de Sonora quedaban más expuestos a las depredaciones de los apaches, ya que las autoridades de Chihuahua celebraban regularmente tratados de paz con distintas bandas, de los cuales el estado de Sonora quedaba excluido con consecuencias negativas.23
A lo largo del siglo XIX, la política del gobierno de Sonora hacia los apaches fue distinta a la que les ofreció el gobierno de Chihuahua, donde la relación con los atapascanos parece haber sido más flexible y casuística. Del lado del gobierno sonorense la situación parece haber sido más consistente, aunque sí se dieron pactos de treguas con bandas apaches, la política principal parece haber sido la de subyugarlos, buscando su exterminio. Al margen de la política oficial, las respuestas de la población de vecinos fueron variadas, comprendieron un arco que fue de la guerra abierta a la paz concertada, al pasar por el intercambio de cautivos o el pago de su rescate y por prácticas como realizar "cortadas" para interceptar a los apaches, disputarles el botín y, en caso de tener éxito, ser retribuidos por "la saca".24
Para algunos sonorenses de la elite gobernante como Ignacio de Bustamante, vicegobernador en el periodo 1832-1836 y gobernador en funciones en varios lapsos, la única política hacia los grupos apaches debía ser la guerra. Ante las intenciones del comandante general de Sonora y Sinaloa, coronel Ignacio de Mora, de enviar emisarios de paz a la apachería en 1834, Bustamante señaló que
implorar la paz a los bárbaros seria humillante, no produciría otros resultados que alentar más la audacia de este feroz enemigo, convencerlo de nuestra impotencia para refrenar su criminal osadía, perder en el interior un tiempo precioso de lograr el mismo objeto después de un severo escarmiento.25
El vicegobernador Bustamante respondió así al planteamiento del comandante general de buscar una tregua con los grupos apaches, basado en que el objeto de su nombramiento era consolidar la paz en Sonora y Sinaloa y que para lograr dicho fin era menester "hacer la guerra a los barbaros o consolidar con ellos la paz".26 Bustamante alzó la voz en contra "exponiendo en su nota de inconformidad que no se trataba de un pueblo organizado para discutir de igual a igual, sino de un pueblo salvaje que no tenía ningunos principios".27
Bustamante reprochó a Mora "que si conociera el escenario estatal de la guerra contra los apaches, habría obtenido los conocimientos prácti-cos y medios eficaces para alcanzar una paz duradera". Por el contrario, subrayó "sin experiencia alguna en el modo en que deben ser tratados estos bárbaros que tanto difieren de los demás enemigos, quiere dictar órdenes a trescientas leguas de distancia". El vicegobernador concluía con énfasis que "en Sonora no hay tropas, no hay armamento, no hay recursos pecuniarios, no hay caballos, no hay monturas, no existe uno solo de los elementos necesarios para una regular defensa".28
Las autoridades sonorenses clamaban al gobierno central por recursos que ellos pudiesen utilizar a su libre arbitrio en el combate a los apaches, apoyados en su experiencia y con libertad de acción. La falta de armas y hombres para empuñarlas dejaba a las poblaciones sonorenses indefensas.
Ante la gravedad de la situación y cuando los pactos fallaron, se buscó exterminar a los atapascanos, por lo que se incitó a la población a "cazarlos" y contratando a bandas de particulares para acabar con los apaches. Se revivió una política novohispana, se pagaban recompensas por indios vivos o muertos presentados, así como por sus cabezas, cabelleras y orejas.29 Como no se disponía de tropas profesionales y en número suficiente, se buscó el apoyo de mercenarios, locales o extranjeros, atrayéndolos con recompensas.
El exterminio de los apaches fue una estrategia puesta en práctica por el gobierno sonorense y, posteriormente, por otros estados norteños. Ofrecer recompensas por sus cabelleras fue una táctica para alcanzar ese fin, pagar por apache muerto para arrancar el problema de raíz, ya que los convenios de paz resultaron parciales y precarios, según la percepción de las autoridades sonorenses.
Pese a que la población sonorense de la época parece haberse decantado por la guerra en relación a los apaches, también se buscaron alternativas pacíficas. Por ejemplo, el 10 de julio de 1835 el gobierno del estado concedió "a los apaches del Establecimiento de Tucson el terreno necesario para la fundación de un pueblo para su residencia", el decreto señalaba el rancho de Sonoyta como el lugar designado para este propósito.30 Probablemente, la concesión no trajo los resultados esperados pues dos meses después, un decreto les declaraba la guerra, al designarlos "enemigos comunes del estado" y se establecieron castigos y premios para los vecinos, en materia de combate a los apaches.31
La saca fue una práctica informal, consistente en distribuir como recompensa entre los perseguidores, una parte del ganado represado a los apaches. "Regulada por el congreso local desde 1834, tuvo una duración prolongada como práctica retributiva, en especie o en dinero, en un espacio caracterizado por la carencia endémica de metálico".32 Al buscar incentivarlos, se concedió a los vecindarios de los pueblos el derecho de cobrar la saca por las bestias que quitaran a los apaches que las condujeran robadas de los ranchos del interior, se estipulaba también que, para evitar cualquier fraude sobre los bienes represados, las recompensas no se entregarían sino después de bien justificada y probada la realidad del hecho.33
El gobierno sonorense, encabezado, en el periodo 1832-1836, por su primer gobernador constitucional Manuel Escalante y Arvizu, y el vicegobernador Bustamante, fue más lejos en materia de incentivos. En septiembre de 1835, al buscar frenar las incursiones, se estableció por decreto recompensas por cabelleras apaches ofreciendo cien pesos por aquella perteneciente a un guerrero mayor de catorce años, y que las mujeres y niños serían tomados presos para ser deportados o colocados como sirvientes con familias mexicanas.34 También se ofrecía a los cazacabelleras conservar el botín que represaran.35 Asimismo, se estipulaba que "siendo los apaches enemigos comunes del Estado, todos los pueblos quedaban facultados para perseguirlos como a fieras sanguinarias que cruelmente lo devoran", se asentaba que "deseando el Ejecutivo el exterminio del enemigo apache" se le declaraba la guerra y lo señalaba como enemigo de la sociedad sonorense, castigaba la deserción de miembros de las tropas en su persecución y la apatía e indiferencia de los vecinos en la materia, estipulaba que el ganado represado se subastaría para comprar parque y que cualquier sonorense que favoreciera directa o indirectamente las incursiones sería considerado como enemigo y castigado. Esta serie de medidas anunciadas sugieren la percepción de los daños que los atapascanos causaban en la población y en la economía de la entidad, de acuerdo a sus autoridades.36
Al ofrecer gratificaciones por cabelleras apaches, se alteró una práctica cultural de grupos nativo americanos, transformándola en un mercado de sangre que propiciaría masacres impulsadas por la codicia, el odio interracial y el gusto por la violencia. Ante la situación desesperada, los sonorenses adoptaron y reglamentaron una práctica de aquellos a quienes llamaban "bárbaros", una práctica contraria a la civilización que los sonorenses decían representar y defender.
El estadounidense James Johnson respondió al llamado del gobierno del estado de Sonora, seguido por notables cazadores de cabelleras, como James "Don Santiago" Kirker, Michael H. Chevallié, John Joel Glanton, Michael James Box, John Dusenberry, entre otros, quienes se volvieron famosos en Chihuahua, Durango y Coahuila. Estos personajes eran mercenarios fronterizos que conocían a los apaches porque anteriormente habían tratado con ellos y ahora se volvían sus enemigos, seducidos por las recompensas ofrecidas en los estados norteños. Chihuahua llevaría la delantera en materia de gratificaciones por cabelleras y la ciudad de Chihuahua se convirtió en la capital de los "cueros cabelludos" en América.37
El gobierno y el Congreso del estado de Sonora inauguraban así lo que críticos nacionales contemporáneos llamaron "la vil industria de vender cabelleras" y una nueva etapa en las relaciones apaches-mexicanos, caracterizada por masacres y odio mutuos;38 por carnicerías de las que fueron víctimas hombres, mujeres y niños, no sólo apaches sino de otros grupos nativos e incluso mexicanos, motivadas por la codicia de los mercenarios extranjeros y sus bandas multirraciales. Estas bandas de profesionales de la muerte desarrollaron sus propias tácticas para masacrar a los apaches, evitaban las confrontaciones de frente, de las que difícilmente saldrían victoriosos. Por ejemplo, sorprender a un campamento o aldea mientras sus integrantes dormían, emboscarlos o atraer con engaños a un grupo de atapascanos a un lugar preparado de antemano para atacarlos cuando se encontraran desprevenidos. Según los cazadores de cabelleras, sorprender un campamento apache antes del amanecer era como encontrar una mina de oro.39
En abril de 1837 el mercenario James Johnson, quien según la historiografía y testimonios de la época había realizado un contrato con el gobierno de Sonora, invitó a un festín al jefe mimbreño Juan José Compá y su gente en un lugar de la Sierra de las Ánimas, amparándose en la amistad que les unía, quizás por haber tenido tratos comerciales o de otro tipo con anterioridad. Ya que los atapascanos difícilmente confiaban en los extraños, debe haber existido una familiaridad con Johnson. Cuando los mimbreños se encontraban desprevenidos, Johnson y sus hombres masacraron a hombres, mujeres y niños ahí reunidos.40 Este mismo hecho es referido por autores como Ralph A. Smith y Karl Jacoby, que al igual que Worcester lo ubican en la Sierra de las Ánimas, en el actual Condado Hidalgo, en Nuevo México.
En las distintas versiones de este hecho, la ubicación y el propósito de la reunión cambian, no así el funesto resultado y su impacto en las relaciones entre apaches y sonorenses. Cabe apuntar que la ubicación corresponde a la demarcación del estado de Chihuahua.41 Lo que subraya el atrevimiento de Johnson, que no reparó en las demarcaciones políticas internas de México al realizar sus actividades tras las gratificaciones.
Alentado por el relativo éxito de las gratificaciones por cabelleras en Sonora, el gobierno del estado de Chihuahua adoptó un plan de guerra similar, pero más drástico, basado en la idea de que "por las liendres se reproducen los piojos", incluía recompensas por cabelleras de mujeres y niños apaches.42 Posteriormente en Durango y Coahuila entraron en vigor leyes parecidas. El gobierno central ni apoyaba ni sancionaba estas medidas que se registraban en los estados fronterizos.
Sin amedrentarse por estos sangrientos hechos, más aún enardecidos por ellos, bandas de atapascanos incursionaban en Sonora. Las autoridades lamentaban el drama cotidiano que vivían los pobladores y señalaban que había pocas esperanzas de solución para las agresiones que los apaches perpetraban en las vidas e intereses de los vecinos, si estos no llevaban a cabo un heroico esfuerzo que los sacara del estado de abatimiento que les impedía hacer frente a los atacantes. Se señalaba, reiteradamente, en que era la falta de armas la principal causa del fracaso de las labores de defensa, advertían que "la guerra que los bárbaros hacen en las poblaciones fronterizas, una vez acabados los pocos animales que hoy sirven de pábulo a la desmesurada ambición de los salvajes, se extenderán al interior y lado opuesto del Estado".43
A raíz de implementarse las gratificaciones por cabelleras, el clima de violencia en las poblaciones fronterizas se intensificó, así como el odio entre los apaches y los sonorenses, debido a las masacres perpetradas por las bandas de mercenarios, a la alta estima en que los apaches tenían a las vidas de sus guerreros y a la afrenta que para los atapascanos representaba la mutilación de sus cuerpos.
A partir de la oferta, alrededor de 1835, de gratificaciones por cabelleras de atapascanos sin distingos de quienes lo perpetraran, y la incorporación de bandas multirraciales encabezadas por cazadores "profesionales" de origen anglosajón, las medidas defensivas y ofensivas de los mexicanos no tuvieron gran éxito, en su desesperación las autoridades de los estados norteños visualizaron una guerra de exterminio contra los atapascanos promovida por el pago de gratificaciones por apache muerto. Pese a las intenciones del gobierno sonorense, durante estos años parecen no haberse registrado mayores victorias para los sonorenses que las vidas cobradas por Johnson en la Sierra de las Ánimas y la captura y posterior ejecución pública del jefe apache Tutijé en Arizpe en 1834, hechos que los sonorenses pagarían con creces en los años siguientes.
1850-1851: Una espiral de violencia como resultado de promover el exterminio de los apaches
Al iniciar la década de 1840, la población del estado de Sonora se encontraba tan abatida que numerosos pueblos de la región septentrional fueron abandonados. La osadía de los apaches los llevó hasta las goteras de la ciudad de Arizpe, ocuparon el presidio de Fronteras, destruyeron el pueblo de Chinapa después de haber dado muerte a la mayoría de sus habitantes y buena parte de los vecinos de los municipios norteños se vio obligada a emigrar en dirección a California.44
Según Worcester, debido en parte a las actividades de los cazadores de cabelleras, la destrucción en las vidas y propiedades de los estados del norte de México fue mayor en estos años, 1831-1837, que en ningún otro periodo. El diario oficial, El Sonorense, comparaba el departamento con "una casa sin puertas, muros o por lo menos una cerca",45 para ilustrar la fragilidad de las poblaciones frente a la amenaza apache. Al igual que lo habían hecho en el pasado, las autoridades del estado de Chihuahua pactaron la paz con bandas que concentraron sus correrías en territorio sonorense, lo que provocó las protestas de sus autoridades, entre ellas la del coronel Antonio Narbona, quien desde Sonora repudiaba "la política de alimentar a los salvajes en un departamento, mientras asesinan en otro", haciendo referencia a las depredaciones cometidas en Sonora por bandas asentadas en Chihuahua.46
Antonio García Cubas. Atlas geográfico, estadístico e histórico de la República Mexicana. México: Imprenta de Mariano José de Larra, 1858.
En 1844, apaches de paz en Chihuahua atacaron el presidio de Fronteras en Sonora, mataron a veintiocho soldados, robaron los caballos y depredaron en los alrededores. En represalia, el coronel Antonio Narbona mandó a José María Elías González al frente de trescientos hombres, quienes el 23 de agosto sorprendieron tres rancherías apaches cerca de Janos y mataron a más de ochenta adultos y niños.47
Los cambios en la región fronteriza durante el periodo de los años cuarenta impactaron las relaciones entre atapascanos y sonorenses. El Tratado de Guadalupe Hidalgo puso fin a las hostilidades entre México y Estados Unidos, pero tuvo el efecto contrario en las relaciones con los apaches, quienes utilizaron a su favor los cambios en la geografía fronteriza. En el lado mexicano las incursiones continuaron, los apaches quemaban haciendas, robaban ganado, atacaban caravanas, tomaban cautivos a mujeres y niños, sabiendo que podían escapar cruzando la asequible frontera.48
El gobierno sonorense el 24 de febrero de 1848 impuso una contribución anual de 7 500 pesos a los distritos de Hermosillo, Ures y Álamos para sostener una fuerza de 500 soldados en pie de guerra para combatirlos y se constituyó una junta de guerra que debía encargarse de manejar los fondos y dirigir las operaciones.49 La guerra a los atapascanos aparecía como la "más urgente necesidad pública de Sonora" y personajes como el exgobernador Manuel Escalante y Arvizu se preguntaban si serían suficientes 500 hombres en campaña sobre los apaches para lograr su total exterminio, que consideraban "la única manera de asegurar las vidas e intereses de los habitantes de la frontera".50
En 1848, ciudadanos del distrito de Sahuaripa se dirigieron al gobierno del estado pidiendo no se les cobrara determinado impuesto, ya que estaban en imposibilidad de cumplir con el mismo debido a las continuas incursiones de bandas apaches que tenían sus campamentos en la Sierra de Guaynopa, cercana a la villa de Sahuaripa y a otras poblaciones, de donde se desprendían para atacar. Así, poblaciones como la villa de Sahuaripa estaban "sumidas en la miseria y a punto de desaparecer", las poblaciones se quedaban solas por migración o muerte de los habitantes, las actividades económicas se encontraban casi paralizadas y mujeres y niños eran tomados como cautivos y llevados a vivir al lado de los apaches.51
Pese a los esfuerzos de vecinos y autoridades, para mediados del siglo XIX, las incursiones habían provocado una marcada reducción de la población del norte de Sonora: los vecinos abandonaron minas, ranchos e incluso pueblos enteros. Este proceso de despoblación era estimulado por un conjunto de factores como la migración a California por la fiebre del oro, la migración "hormiga" pero incesante al Territorio de Arizona, fallidas empresas de colonización. No se trataba de un proceso unicausal ni homogéneo.52 No por ello cesaban las incursiones, entre mayo de 1850 y enero de 1851, el jefe chiricahua Mangas Coloradas encabezó tres partidas de guerra, cada una formada por doscientos a trescientos guerreros, que golpearon los poblados sonorenses; en parte, estos ataques vengaban las campañas de los sonorenses contra su gente.53
No eran sólo intereses materiales los que atraían las incursiones apaches a suelo sonorense, la venganza también era un poderoso motivo. Los atapascanos sentían profundo odio hacia los mexicanos, especialmente por los sonorenses, traiciones y represalias habían formado una espiral de violencia de la que participaban estos grupos, y el deseo de venganza estaba siempre presente. Estos sentimientos fluían en ambas direcciones, jefes chiricahuas, como Mangas Coloradas, Cochise y Gerónimo, odiaban profundamente a los sonorenses, pues en la memoria de estos clanes y bandas sobrevivía el recuerdo de episodios como la captura y ejecución pública del jefe apache Tutijé en Arizpe en 1834, la masacre de Johnson en la Sierra de las Ánimas en 1837, donde Mangas Coloradas perdió a dos esposas; el ataque a Janos y Corralitos por Elías González en 1844, y el asalto a asentamientos de apaches de paz en las inmediaciones de Janos y luego a éste, perpetrados por tropas nacionales y sonorenses al mando del general José María Carrasco en 1851, donde perdieron la vida una esposa, la madre y tres hijos de Gerónimo y otros incidentes donde, de acuerdo con los agraviados, la traición de los sonorenses había sido la constante y donde las víctimas más numerosas habían sido ancianos, mujeres y niños apaches.54 Por su parte, los vecinos no podían olvidar las depredaciones de los apaches, los familiares asesinados así como a sus hijos y mujeres arrebatados y llevados a vivir como cautivos.
A sangre y fuego: el jefe Mangas Coloradas y el coronel Carrasco moldean la pauta, 1850-1851
En 1850, el gobierno de Sonora respondió a las incursiones apaches al aumentar las recompensas por cuero cabelludo y se ofrecía nuevos incentivos. El 7 de febrero de 1850 el congreso de Sonora autorizó la organización de guerrillas formadas por nacionales y extranjeros con el fin de perseguir a los apaches. Este decreto señalaba: 1) Se autoriza la organización de guerrillas de nacionales o extranjeros, en persecución de los apaches que invaden el estado; 2) Se concede a los jefes de guerrillas o "empresarios" un premio de 150 pesos por cada indio de armas muerto o prisionero y 100 por cada mujer prisionera, los menores de catorce años se entregarían a los "empresarios" para que los educaran en los principios sociales; 3) Los dueños del ganado robado que se recuperara pagarán una cuota, según el animal en cuestión, a los represadores para poder recuperarlo; 4) Se estableció un fondo "de guerra" para pagar las recompensas por indio muerto o prisionero; 5) Una junta "de guerra", formada por cuatro individuos de probidad, nombrados por el gobernador, quien sería el jefe de ella, vigilaría la recaudación y uso de los fondos, haría las calificaciones necesarias para obtener los premios y publicaría en el periódico oficial los ingresos y egresos; 6) Esos premios también se harían extensivos a las partidas de guardia nacional destacadas a la persecución de los apaches, con la condición de deducir de sus premios lo que el gobierno del estado les hubiese ministrado para provisiones.55
El gobierno del estado reglamentaría dicho decreto, establecería los requisitos necesarios para obtener la patente de guerrillero, los medios para hacer las justificaciones necesarias para conseguir los premios y las penas a las que se harían acreedores quienes pudieran cometer abusos en prejuicio de la seguridad, libertad y propiedades de los habitantes del estado o la integridad e independencia del mismo.56 El gobierno estatal reconocía necesitar apoyo externo para combatir a los apaches, pero a la vez buscaba evitar los abusos que estas bandas armadas pudiesen ocasionar en las vidas y bienes de los ciudadanos, así como actos que atentaran contra la soberanía del estado, pues los objetivos expansionistas estadunidenses habían quedado claros luego de la guerra de 1846-1848.
Simultáneamente se buscaron otras alternativas. En abril de 1850 José María Elías González, quien gestionaba una tregua con varios jefes apaches, escribió al gobernador acerca de un plan para pactar la paz con algunas bandas a cambio de otorgarles raciones para su subsistencia. Basado en sus 25 años de experiencia combatiendo a los chiricahuas, consideraba que la paz podía materializarse. Se mostraba dispuesto a cambiar su postura de que la completa subyugación o exterminio del enemigo eran las únicas alternativas de solución. El pacto se basaba en un acuerdo de paz a cambio de raciones, al modo de los antiguos establecimientos de paz.57
Los propósitos de Elías González tropezaron con dos obstáculos: la incapacidad del gobierno estatal de proveer con raciones a los apaches de forma inmediata y el odio del jefe Mangas Coloradas hacia los sonorenses y su influencia sobre el resto de los jefes chiricahuas. Incluso si los jefes con quienes Elías González buscaba la paz hubiesen aceptado la tregua, ellos no podrían impedir que el resto de los chiricahuas depredaran en Sonora y, menos aún, auxiliarían a los sonorenses en campaña enfrentando a sus hermanos de sangre.58
Las esperanzas de soluciones pacíficas se esfumaron, conforme los atapascanos, bajo la influencia de Mangas Coloradas, libraban una guerra abierta contra Sonora, "una guerra a muerte" en sus propias palabras. Elías González inició una "venganza personal" contra el jefe apache, acusándolo de sabotear la tregua. Mientras bandas apaches depredaban en el estado, algunas se dirigieron a Chihuahua para solicitar la paz. Las autoridades establecieron la condición de que para asentarse pacíficamente en la entidad debían cesar sus incursiones en Sonora, algunos jefes aceptaron y se establecieron en las inmediaciones de Janos, entre ellos Yrigollen, quien meses antes había intentado establecerse con su gente en Sonora.59
Las autoridades de Chihuahua buscaban evitar las invasiones a su jurisdicción de tropas sonorenses en persecución de apaches y dieron muestras de estar dispuestos a no pactar la paz con quienes siguieran depredando en Sonora, se impuso esta condición incluso al jefe Mangas Coloradas. Pese a esto, el problema continuaba y el gobernador José de Aguilar había solicitado la ayuda del gobierno federal que respondió al reemplazar a José María Elías González por el Coronel José María Carrasco, quien arribó ostentando el título de comandante general e inspector de las colonias militares, pero sólo con una fuerza federal formada por 40 individuos. El coronel deseaba realizar una guerra sin cuartel que culminara en el sometimiento o exterminio de los atapascanos.60
Antes de que el coronel Carrasco llegara a la entidad tuvo lugar un suceso clave en la historia del conflicto apache en el estado: la batalla de Pozo Hediondo. Su importancia radica en dos elementos, marcó el clímax del dominio chiricahua sobre el norte de Sonora61 y lanzó a la fama al experimentado combatiente de los apaches y futuro gobernador, Ignacio Pesqueira. En enero de 1851 dos partidas apaches ingresaron a Sonora, cada una compuesta por 150 guerreros. Una de ellas concentró sus ataques en el distrito de Sahuaripa y la otra golpeó el centro del estado; cuando se encontraban en su camino de salida, llevando más de mil cabezas de ganado, vecinos sonorenses adscritos a la Guardia Nacional, encabezados por el capitán Ignacio Pesqueira, los enfrentaron en un sitio conocido como Pozo Hediondo; fueron derrotados los nacionales y su capitán casi muere en esta "desgraciada jornada",62 como Pesqueira se refirió al enfrentamiento que duró casi todo el día.63
Generalmente, las bandas eran pequeñas para alcanzar mayor celeridad, ya que el éxito o fracaso de una incursión dependía de que los atapascanos pudieran desplazarse sin ser vistos.64 Las dos grandes partidas chiricahuas que participaron en este encuentro, bajo la dirección de Mangas Coloradas, deben haber sido una provocación directa, una muestra de la seguridad que sentían los apaches al recorrer el suelo sonorense. Esto podría sugerir que los atapascanos que incursionaban en Sonora no disminuían en número ni en la voluntad de hacerlo, a pesar del precio que sobre sus cabezas había puesto el gobierno estatal.
Compartiendo las ideas de aquellos que buscaban la subyugación o exterminio del apache a toda costa, el coronel Carrasco tuvo una breve pero activa presencia en tierras sonorenses combatiendo a los apaches en campañas dentro y fuera del estado. Enterado de que Janos, Chihuahua, era un santuario comercial para intercambiar lo robado en Sonora, organizó una campaña y el cinco de marzo de 1851 sus tropas tomaron el lugar y una ranchería apache contigua, mataron a los jefes Arvizo e Irigollen,65 más otros catorce hombres y cinco mujeres, permanecieron ahí cinco días y señalaron haber confirmado que el botín extraído en Sonora se intercambiaba en el lugar. Tras esta victoria, regresaron al estado arreando más de trescientas cabezas de caballada y ganado.66 Días después, tropas formadas mayormente por vecinos sonorenses se internaron en la vecina entidad, el rastro de caballada y ganado robado en Sonora los condujo más allá de Janos donde localizaron tres rancherías, dieron muerte a 21 mujeres y niños, a los jefes Coleto Amarillo y El Chinito, y a siete hombres más. A su regreso conducían más de sesenta cabezas de ganado y caballada, así como cuatro mujeres y doce niños apaches en calidad de cautivos.67
En febrero de 1851, con el propósito de evitar los intercambios y arreglos que con pretextos de paz y liberación de cautivos realizaban algunas personas con los apaches, y como muestra de su postura ante ellos y su desconocimiento o rechazo a la tradición de relaciones no violentas entre apaches y sonorenses,68 el coronel Carrasco expidió un bando y estableció: 1) Guerra a muerte y sin cuartel a todos los pueblos apaches, exceptuando a mujeres, menores de 15 años y apaches de paz; 2) Todo soldado, colono o paisano que bajo cualquier pretexto tuviese trato o hablara con estos indígenas sería juzgado como traidor y pasado por las armas; 3) Cuando en el campo antes o después del combate (los apaches) pidieran la paz no se les oiría y serian juzgados como traidores y pasados por las armas.69
Por estas mismas fechas, el gobernador de Sonora, José de Aguilar, señalaba las incursiones apaches como la causa principal de la miseria y caída poblacional no sólo en Sonora sino en otros estados norteños y proponía la toma de acciones conjuntas por los gobiernos de los estados de Chihuahua, Sonora, Durango y Nuevo México en esta materia.70 Proponía también al gobierno de Chihuahua la formación de un plan conjunto ofensivo y defensivo contra los apaches, para cuyo efecto manifestaba contar con la cooperación del comandante general, coronel Carrasco, y algunos fondos.71 El gobierno de Nuevo León hacía propuestas similares y pedía a los estados fronterizos, que sufrían las incursiones de los nómadas independientes, unir voces para solicitar al gobierno nacional que hiciera "una guerra efectiva y eficaz a los bárbaros hasta acabar con el problema de raíz", para lo cual proponían llegar a un acuerdo con el gobierno de los Estados Unidos; al mismo tiempo, solicitaban que se "auxiliara con numerario a los estados invadidos". El Congreso del Estado de Sonora apoyó esta propuesta y extendió la solicitud al gobierno central.72
Pese a los esfuerzos del gobierno sonorense las incursiones continuaron durante esta década, se acrecentaron las muertes, robos y daños causados por ellas en el estado debido a la ubicación más próxima de los grupos apaches en territorio norteamericano, nuevos problemas políticos que sacudieron a la entidad, así como otros conflictos domésticos que distraían hombres y recursos.
Incursiones constantes, recompensas fluctuantes
A pesar de que las incursiones se incrementaban en intensidad y frecuencia, en parte como consecuencia de la política del gobierno de Estados Unidos hacia los indígenas, en las décadas de 1860 y 1870 los gobiernos de los estados norteños restringieron las recompensas por cabelleras a los pobladores locales, con el fin de evitar los abusos y los asesinatos perpetrados por los mercenarios extranjeros. Así mismo, después de las experiencias con las partidas de filibusteros dirigidas por el marqués Charles de Pindray y el conde Gaston Raousset de Boulbon, muerto de un balazo en 1852 en Rayón y fusilado en 1854 en Guaymas respectivamente,73 debe haber sido remota la aceptación de grupos extranjeros armados que operaban en territorio mexicano.
Pese a que no reportaron el resultado esperado, las gratificaciones por cabelleras se mantuvieron durante dos décadas más y las recompensas de 100 pesos que iniciaron en 1835 se elevaron a 150 en 1850, quince años después. Para la década de 1860, al parecer las gratificaciones disminuyeron a cien pesos por cabellera o indio apache presentado prisionero. Como registra el diario oficial La Estrella de Occidente en su número del 6 de diciembre de 1867, que comunicó la presentación ante autoridades del distrito de Ures, de un varón apache tomado prisionero por el vecino Jesus Martinez0 [sic]. Se informaba que al tiempo de su presentación, se había librado una orden a la Jefatura de Hacienda, para el pago de la gratificación correspondiente de cien pesos.74 En relación al número de cabelleras obtenidas durante este año, en las notas del diario sólo se registró una, presentada a las autoridades durante el mes de octubre por miembros de la guardia nacional, que tras perseguir a una partida de apaches en el distrito de Moctezuma, lograron dar muerte a uno de ellos y represar el ganado robado.75
A finales de 1867 el diario El Pueblo señalaba que las gratificaciones por cabelleras no daban resultado debido a la desconfianza de los ciudadanos sobre su pago oportuno, por la escasez de recursos del erario estatal; proponía que dejase de gastarse el escaso presupuesto en el mantenimiento de las compañías presidiales, que a su parecer no rendían frutos en el combate a los apaches, y se aumentaran las gratificaciones por cabelleras, lo cual estimularía la participación de la población. El diario oficial respondió que no se podía tener certeza de que los apaches serían aniquilados si se aumentaba el precio por sus cueros cabelludos; no se podía culpar a la falta de presupuesto del gobierno para pagar las gratificaciones del bajo número de cabelleras obtenidas, más bien se le debería atribuir a la poca perseverancia mostrada por los vecinos al perseguir apaches o al poco espíritu de asociación que tenía la población del estado.76
Para 1870 las incursiones apaches en Sonora no habían cesado; por el contrario, en esta década se registró un aumento del número de muertes de vecinos atribuidas a los apaches.77 Lo anterior sugiere que las incursiones estaban incrementando en número o intensidad; por tanto, no resulta extraño que las recompensas aumentaran pagándose doscientos y posteriormente trescientos pesos por cuero cabelludo. Los fondos para el pago de estas recompensas se obtuvieron de diversas fuentes, que incluyeron descuentos a los empleados gubernamentales, contribuciones de particulares, y un subsidio otorgado al estado de Sonora por el gobierno federal para el combate a los apaches, entre otras.
Con el apoyo del gobierno de la república, el 23 de septiembre de 1870 el diario oficial La Estrella de Occidente anunció el aumento a 300 pesos de las gratificaciones por cabellera apache presentada.78 En su Memoria del Estado de la Administración Pública del año 1870, el gobernador Pesqueira señaló que la "devastadora cuanto permanente guerra de los salvajes" y el poco éxito de las partidas, sobre quienes recaían las labores defensivas, había hecho necesario mantener la compensación de doscientos pesos por cabellera apache presentada a la autoridad,79 a fin de estimular el levantamiento de fuerzas voluntarias. Se había advertido que esta gratificación no era "bastante estímulo para esta empresa", por lo que se dispuso que éstas aumentaran a trescientos pesos. Los fondos para cubrir estos gastos provenían de las mismas fuentes antes enumeradas.80
Estos estímulos económicos no surtieron el efecto esperado, pues en el año de 1870, aproximadamente 105 personas fueron muertas por los apaches en el estado, 29 heridas y cinco tomadas cautivas; en contraparte sólo diez apaches fueron muertos por fuerzas sonorenses y nueve cabelleras canjeadas por gratificaciones a lo largo del año, según los reportes reproducidos en el diario oficial.81
Cómo lo habían hecho en el pasado, los pápagos tuvieron una activa participación auxiliando al gobierno de la entidad en el combate a los apaches a cambio de recompensas por cabelleras, conservar parte del botín represado y residir en paz en Sonora. En mayo de 1871, acompañados por algunos integrantes de la Guardia Nacional, cerca de Arivaipa en territorio estadounidense, los pápagos se enfrentaron a los apaches a quienes derrotaron, tomaron 21 prisioneros y mataron a más de cien.82 Ramón Corral señaló que los pápagos presentaron las cabelleras de sus víctimas para el cobro de las gratificaciones; pero resulta difícil creer que el gobierno estatal contara con los recursos suficientes para hacer un gasto de esta magnitud. El mismo autor menciona que en 1883 aún se presentaron cabelleras a las autoridades sonorenses, con el fin de cobrar la gratificación correspondiente.83
La devastación causada por los atapascanos en las vidas y bienes de los sonorenses durante más de medio siglo fue enorme, en comparación con el bajo número de cabelleras obtenidas por los sonorenses, en un lapso de más de cincuenta años. Pese a algunos resultados sobresalientes al hacer frente a los apaches, definitivamente éstos llevaron la ventaja en el conflicto con los sonorenses, y el deseo de estos últimos de exterminar a su enemigo, al poner precio a sus cabezas, estuvo lejos de materializarse.
Consideraciones finales
Las incursiones de los atapascanos en el estado de Sonora afectaron la demografía y entorpecieron el desarrollo de las actividades económicas: con-tribuyeron a la baja de población por migración, rapto o muerte de los vecinos y ocasionaron el abandono total o parcial de algunos asentamientos a lo largo de la región fronteriza con los Estados Unidos; dañaron la ganadería por los constantes robos; la inseguridad provocada por sus ataques afectó la actividad minera, agrícola y comercial; y propiciaron un clima de zozobra en el que se desarrolló la vida cotidiana de los pobladores de la entidad, sobre todo en la región del norte y centro de la entidad. Por lo que intentar resolver el conflicto apache fue, durante el siglo XIX, una de las principales preocupaciones del gobierno sonorense.
La inestabilidad política, social y económica de las primeras décadas luego de obtenida la independencia nacional en 1821 y la falta de recursos materiales para la defensa influyeron para que los apaches realizaran incursiones a gran escala en territorio sonorense. Los ataques de los atapascanos pusieron en evidencia la falta de recursos para hacerles frente, así como la insuficiencia del ejército regular y la incapacidad de las autoridades para brindar seguridad a los habitantes. Sin menospreciar la tradición de ciudadanos armados y la experiencia de los vecinos en el combate a los indios hostiles, no constituían un ejército profesional, ya que combinaban las actividades de defensa con sus tareas laborales cotidianas y en ocasiones dejaban a sus familias desprotegidas para salir a campaña. La falta de armas fue un factor primordial que impidió hacer frente con éxito a los apaches que eran surtidos por comerciantes estadounidenses en armas modernas y parque.
Los ataques de los atapascanos afectaron, pero no paralizaron la vida cotidiana ni las actividades económicas en la entidad, pues esto hubiera supuesto acabar con una fuente de suministros y cautivos para las bandas apaches, de las que algunos integrantes señalaron que no acababan con los mexicanos para que siguieran criando ganado para ellos.
Ante las continuas incursiones, autoridades y vecinos sonorenses desplegaron, a lo largo del siglo XIX, una gama de prácticas y políticas para hacer frente al conflicto con los apaches. Los vecinos participaron organizados en las unidades locales de la Guardia Nacional. Los propietarios grandes y medianos financiaban las acciones de guerra mediante contribuciones o préstamos forzosos. El gobierno estatal tomó medidas para buscar solución al conflicto con los apaches: deportarlos, establecer alianzas con los pápagos y los ópatas para combatirlos, ofrecer gratificaciones por apache muerto, retribuir con la saca a quienes represaran botín a los atapas-canos, permitir a los perseguidores conservar a mujeres y niños apaches capturados, realizar campañas ofensivas en sus refugios, como Arivaipa en Arizona y Janos en Chihuahua, por mencionar algunas. Diversas medidas se sucedieron, reportando éxitos parciales, pero las incursiones permanecieron intermitentes a lo largo de prácticamente todo el siglo XIX.
La toma de cabelleras fue una práctica difusa, ningún grupo tuvo su monopolio, y estuvo directamente relacionada con la actividad guerrera y la venganza del lado de los atapascanos y otros grupos nativo americanos. Algunos integrantes de estos grupos nativos acudieron al llamado de los gobiernos fronterizos para combatir a los apaches, atraídos por las recompensas ofrecidas. En el caso del estado de Sonora, el odio y el deseo manifiesto del gobierno de exterminar al apache entraron en juego al aplicar esta medida, pero escalpar no revistió el simbolismo ni los significados que la acompañaban del lado de los atapascanos, obedeció sobre todo a razones prácticas, pues era más sencillo presentar una cabellera que transportar un cuerpo o una cabeza como prueba de haber dado muerte a un apache. Las gratificaciones por cabelleras abrieron una nueva etapa en las relaciones entre apaches y sonorenses, caracterizada por un aumento en los niveles de odio y violencia, sobre todo del lado atapascano, no sólo por la alta estima en que tenían la vida de su gente, sino porque la mutilación de un apache era infinitamente peor que la muerte, ya que el apache transcurría la eternidad en esta condición.
Se podría entender la política de ofrecer recompensas a particulares nacionales, pero sobre todo extranjeros, como un intento por combatir fuego con fuego. Los apaches estaban bien armados y municionados y las bandas de mercenarios foráneos también, mientras los pobladores de Sonora carecían de recursos para su defensa. Pese a que inicialmente sus actividades reportaron algunos éxitos en materia de caza de cabelleras, la región fronteriza era un entorno que cambiaba constantemente, al grado que algunos cazadores extranjeros de cabelleras, como Kirker y Glanton, terminaron con precio sobre sus propias cabezas fijado por las autoridades locales.
La política del gobierno sonorense de pagar recompensas por cabelleras apaches encontró en el discurso de guerra y el imaginario social, anclados ambos en la experiencia del conflicto apache y la idea de la frontera de guerra, justificación que llevó a los pobladores a aceptar esta práctica, lejos de repudiarla. Esta medida se inserta dentro de una política de mano dura adoptada por las autoridades sonorenses, que buscaban la subyugación o exterminio de los apaches. Esta táctica para acabar con el apache no tuvo éxito, aun así permaneció en vigor medio siglo, tanto como el discurso del gobierno sonorense mantuvo la postura de que el exterminio era la solución al conflicto apache.
La confluencia de los ejércitos regulares de México y de los Estados Unidos en la frontera de Sonora con Arizona puso fin a la práctica de escalpar. No volvió a ocurrir que alguna autoridad local ofreciera gratificaciones por cabelleras. Los convenios anuales para el paso recíproco de tropas que perseguían a indios hostiles, fueron algunas de las medidas que contribuyeron a que cesaran las incursiones de nómadas independientes a Sonora. El incidente Crawford, registrado en enero de 1886, tornó más estrecha la vigilancia sobre el cruce de la frontera. En este contexto, el jefe chiricahua Gerónimo se entregó al ejército estadounidense en septiembre de 1886, poniendo fin a la época de las incursiones apaches a Sonora.84