Introducción
El tema de la intervención norteamericana en asuntos internos del país durante la primera mitad del siglo XX ha sido ampliamente tratado por todo tipo de estudios,1 al igual que algunas acciones concretas como la participación del embajador norteamericano en el derrocamiento de Madero,2 las invasiones temporales a los puertos de Tampico y Veracruz3 o la expedición punitiva de 1916-1917;4 sin embargo, poco se ha tratado de una intervención militar que estuvo latente desde el año 1914 hasta 1919,5 una invasión que no fue, pero que no dejaba de entreverse en el horizonte.
La política del presidente Woodrow Wilson tendiente, al menos en apariencia, a propiciar la pacificación del país, parecía descartar cualquier tipo de intromisión armada a gran escala; no obstante, la presión de los medios de comunicación, así como la de algunos legisladores y hombres de negocios estadounidenses con intereses en México, permitía sospechar que una intervención de ese tipo constituía un peligro siempre presente. Por otro lado, la correspondencia privada de algunos actores secundarios, como eran los jerarcas católicos exiliados, también deja ver cómo el gobierno norteamericano nunca descartó por completo una acción militar de gran calado.
La entrada de Estados Unidos a la Gran Guerra tampoco disipó la sombra de una maniobra bélica en tierras nacionales, aunque sí la difirió por razones tácticas.
En este breve estudio se busca profundizar en el tema que se ha elegido como título: una invasión que no fue, pero que permaneció vigente no solo como un espejismo, sino con planes concretos en momentos concretos y con agentes que se movían en ese sentido e iban preparando a los probables actores. Para sustentar la hipótesis, se ha hecho un breve recorrido por los hechos, las declaraciones y la información disponible en diferentes archivos, sin omitir una fuente documental muy accesible y poco demandada: los archivos eclesiásticos.
El gobierno de Huerta y la intervención en México por razones éticas
El 19 de febrero de 1913, después de diez días de combate en las calles de la Ciudad de México, habiendo sido forzados a renunciar el presidente Madero y su vicepresidente, Pino Suárez, asumió el Poder Ejecutivo el general Victoriano Huerta en medio de una farsa legalista en la que asumió momentáneamente la presidencia el ministro de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin, solo para designarlo Secretario de Gobernación y renunciar después de haberle tomado protesta, con lo que, automáticamente, pasaba a ser el presidente interino. Así, Huerta comenzaba su mandato con la anuencia total del embajador norteamericano, Henry Lane Wilson, quien además había sido parte activa para que Madero renunciara y Huerta llegara al poder.6 Sin embargo, incluso con el respaldo del diplomático acreditado en México y sus informes, el gobierno saliente del presidente Taft no quiso dar su reconocimiento al gobierno recién iniciado entre una nube de sospechas, incluida la del asesinato del presidente legítimo.7
El nuevo mandatario de Estados Unidos, Woodrow Wilson, tomó posesión el 4 de marzo de 1913, apenas unos días después de la llegada de Huerta a la presidencia y, desde sus primeras declaraciones a la prensa, dejó ver que no estaba dispuesto a reconocer gobiernos que hubieran surgido del uso de la fuerza:
Uno de los principales objetivos de mi administración será cultivar la amistad y merecer la confianza de nuestras repúblicas hermanas de América Central y del Sur, y promover en toda forma adecuada y honorable los intereses comunes a los pueblos de los dos continentes. Deseo fervientemente la más cordial comprensión y cooperación entre esos pueblos y los líderes de Estados Unidos, y por lo tanto considero mi deber hacer esta breve declaración:
La cooperación es posible solo si se respalda a cada paso por los procesos ordenados de un gobierno justo basado en la ley, no en una fuerza arbitraria o irregular.8
Su formación calvinista le daba una visión providencialista de la historia y él mismo se sentía llamado a poner orden en aquellos lugares, especialmente de América, donde privara la anarquía o la injusticia: “Fue impulsado a obrar mediante la ciega creencia de que actuaba en favor de la causa de la humanidad; deber que le había sido otorgado a él por la Providencia divina como representante del pueblo norteamericano”.9
Con suspicacia absoluta de los informes que le llegaban, Woodrow Wilson comenzó a delegar en agentes de su confianza el proporcionarle a él y a su Secretaría de Estado información fidedigna. Por eso, en los años de su mandato será frecuente toparnos con personajes como John Lind, Duval West, George C. Carothers, John R. Silliman y otros, investidos de una cierta representatividad ante las partes en conflicto.10
Como la presencia de éstos, y no de un embajador, permitía ver la antipatía y desconfianza que existía en el país del Norte hacia su gobierno, el propio Huerta declaró que, si Lind no mostraba las credenciales debidas, sería declarado persona no grata al país. La noticia causó cierto revuelo en la prensa nacional e internacional y la agencia Prensa Asociada incluso se atrevió a exigir de Huerta una aclaración:
Alarmantes informes publicados acerca de la actitud de usted respecto Enviado Especial Lind. Algunos despachos dicen no será admitido en suelo mexicano; otros que a menos lleve formal reconocimiento Gobierno usted, será inevitable motín contra americanos. ¿Tiene usted la bondad de informar al pueblo americano por medio de Prensa Asociada si peligran americanos en México y si considerará usted proposición mediación Lind? Si usted no puede telegrafiar personalmente ¿tendrá usted la bondad de designar para el efecto algún funcionario?11
A pesar de la desaprobación gubernamental, Lind pudo desempeñar su misión oportunamente; si bien los informes que envió al gobierno norteamericano muchas veces carecieron de apreciaciones correctas por el desconocimiento de Lind sobre la realidad mexicana.12
Por su parte, el presidente norteamericano, en una primera instancia orientó sus esfuerzos a presionar de mil formas al general Huerta a que dejara el poder y a que convocara elecciones en las que él mismo no se postulara. Ninguno de sus esfuerzos dio resultado, pues, en un simulacro de elecciones realizado en octubre de 1913, el ganador resultó ser Huerta.
A partir de aquí, el mandatario norteamericano comenzaría a valorar la oportunidad de una intervención armada. Efectivamente, asienta Mayer,
llegó un momento en que el deseo de derrocar a Victoriano Huerta se convirtió en la meta de Wilson y se le volvió un asunto personal. El presidente mexicano desagradaba profundamente al norteamericano, pues representaba la antítesis de su moralidad puritana: ‘Ningún hombre puede decir qué pasará mientras tratemos con un bruto desesperado como ese traidor, Huerta. ¡Dios nos salve de lo peor!’.13
La postura intransigente de Huerta a las pretensiones norteamericanas, indujo al mandatario norteamericano a pensar en otros caminos: “Será un deber de los Estados Unidos usar medios no tan pacíficos para quitar a Huerta si éste no se retira forzado por las circunstancias”.14
Ante esa coyuntura, Wilson comenzó a buscar fuerzas dentro del país con las cuales pudiera establecer algún tipo de alianza estratégica de cara a una intervención con medios no tan pacíficos, lo que le llevó a establecer contacto y averiguar cuál sería la posición que tomarían los diferentes grupos revolucionarios, especialmente los que encabezaban Carranza y Villa, aunque también se acercó a la Iglesia católica para conocer su sentir respecto a una invasión militar.
Para acercarse a Carranza, Wilson se valió de los oficios de John Lind, quien no tuvo mayor éxito:
Ni el presidente Wilson ni su secretario de Estado contaron con que su enviado especial se toparía con un testarudo, un hombre intratable, como lo fue para ellos Carranza. Se debe resaltar que si el jefe constitucionalista aceptó la ayuda de armamento por parte de los Estados Unidos, nunca se subordinó a ellos, sino por el contrario, repudió abiertamente la política agresiva e intervencionista de su vecino. Siempre se opuso a una invasión extranjera, así como a una intervención por parte de esa potencia en los asuntos internos de México.15
En cuanto a la Iglesia católica, los agentes de Wilson entraron en contacto con los prelados mexicanos en el extranjero, pues la mayor parte de los obispos se encontraban desterrados.16
Operación para captar el apoyo de la Iglesia católica
A finales de 1914, agentes del presidente Wilson se acercaron al arzobispo de México, José Mora y del Río, máximo jerarca de los católicos, para sondear si se podía contar con la colaboración de la Iglesia y hasta qué punto, en el eventual caso de una invasión norteamericana. Al parecer esta gestión estuvo encabezada por Duval West,17 quien durante el periodo revolucionario se encargó oficiosamente de poner en contacto con el gobierno de Washington a algunas de las facciones en pugna, especialmente a los zapatistas y villistas, y quien sostuvo entrevistas con el arzobispo Mora en marzo de 1915.18
La certeza de que fue contactado para conocer la posición de la Iglesia en caso de una intervención militar se desprende de la correspondencia particular del prelado José Mora y del Río, exiliado en ese momento en La Habana, con el obispo de Linares, Francisco Plancarte, refugiado en San Antonio, Texas.19
En su carta el arzobispo Mora no menciona el personaje con quien se entrevistó, únicamente señala que estaba en contacto directo con Wilson, Bryan20 y algunas personas de la administración. Lo primero que solicitaba de la Iglesia católica era no atacar públicamente a Wilson “como se ha venido haciendo, sino hablando directamente con él y tratando de que repare los daños que su política ha causado a México”.21 En cuanto a esa reparación, el presidente norteamericano ofrecía una intervención más decidida a fin de que se lograse, pues reconocía “haber cometido un error en su política, que tiene verdaderos deseos de repararlo, ofreciendo hacer cuanto se le indique, aun intervenir militarmente, dando seguridades de respetar la independencia de México”.22
A cambio de un apoyo únicamente moral, que consistiría en no condenar la intervención y, eventualmente, servir de mediadora entre las partes, la Iglesia conseguiría su libertad mediante la derogación de las Leyes de Reforma.
La respuesta del arzobispo de México fue tajante:
Naturalmente le respondimos nosotros que de ningún modo queríamos, ni indicaríamos, ni haríamos nosotros la cosa más insignificante que trajera por consecuencia la intervención armada, que de ningún modo queríamos, porque somos mexicanos amantes de la Patria, más aún, que tendríamos que ponernos en nuestro puesto y haríamos lo que en tales circunstancias puede y debe hacer un Obispo católico.23
En un segundo momento, el agente de Wilson probó si apoyaría la Iglesia católica una intervención únicamente diplomática, apoyando a Villa en contra de Carranza. La respuesta fue que
lo mejor habría sido dejarnos en paz, pero, puesto que tal cosa no ha sido, que Wilson debe en justicia reparar los males causados, que puede dirigirse a Villa, que le atiende, darle facilidades, sin comprometer la independencia e integridad del territorio nacional, para que adquiera municiones, armas, etc.24
En caso de que apoyaran a Villa, habría que pedírsele que diera “amplia libertad para que los Obispos vuelvan a sus Diócesis y el Clero a sus parroquias con plenas garantías y que la Iglesia, como debe ser, sea gobernada con plena independencia de toda ingerencia [sic] del poder civil”.25 Como se ve, las intenciones del agente norteamericano se podrían resumir en tres puntos: 1) pedir que cesaran los ataques de católicos al gobierno de Wilson; 2) sondear la actitud de la jerarquía católica ante una intervención armada, y 3) investigar la opinión de los obispos sobre un posible respaldo a Villa en vez de a Carranza. De parte del obispo se alcanza a ver el rechazo total a la intervención, la recriminación por haber intervenido en asuntos internos, así como la apertura a una intervención solamente diplomática que garantizara mejores condiciones para que los jerarcas ejercieran su ministerio. En resumen, si bien en el planteamiento hecho a Mora y del Río no había una advertencia de una invasión inminente, sí se alcanzaba a ver que no se descartaba en lo absoluto dicha intervención.
Esta postura del episcopado, absolutamente contraria a una intervención armada, tenía antecedentes cercanos. En efecto, en las elecciones presidenciales de 1913 en Estados Unidos, se dio el caso de que la competencia no era entre dos, sino entre tres candidatos fuertes: el presidente republicano William Howard Taft, que buscaba reelegirse, su rival demócrata Woodrow Wilson y el expresidente Theodore Roosevelt, quien había gobernado el vecino país del norte entre 1901 y 1908 y, no habiendo conseguido la nominación republicana para las elecciones de 1913, había fundado el Partido Progresista y competía apoyado en su gran popularidad.
Una de las armas del discurso de Roosevelt, se basaba en la promesa de una intervención armada en México, que pusiera fin a los desórdenes de este país y salvaguardara los intereses norteamericanos.
El episcopado mexicano, a título personal, buscó al candidato para disuadirlo de esta postura. El hecho, casi inédito, fue conocido años después en una Instrucción Pastoral del arzobispo de Linares, Juan J. Herrera y Piña, que narra lo acontecido y que vivió en primera persona:
¡Lejos de nos el baldón de traidores a nuestra Patria y a nuestro Gobierno! No podrá tildarse de traidor a quien, en nombre y representación de la mayor parte de los Prelados mexicanos que comíamos el amargo pan del destierro, se trasladó de La Habana a Nueva York con el fin de conferenciar con D. Teodoro Roosevelt, ex presidente de los Estados Unidos del Norte, candidato entonces al cargo que ya había ocupado. En efecto, logró entrevistarlo en Eastern Bay, donde entonces residía, con el fin de persuadirlo que renunciara voluntariamente a seguir esgrimiendo en su campaña electoral el tema de la intervención armada en nuestra Patria. Plugo a Dios que esa entrevista alcanzara el éxito más completo; pues aquel hombre de fisonomía colosal que podría estar ensoberbecido por sus triunfos y reputación mundiales, generosamente accedió a lo que se le pedía y no volvió a proferir una palabra sobre ese tema. Y esa generosidad es tanto más digna de alabanza, cuanto que no se ocultaba a su aguda previsión que el desistir de ese tema le costaría la derrota en su campaña política. Sin jactancia y sólo para manifestar la verdad que hoy es necesario conocer, os digo que el comisionado para esas gestiones fue vuestro actual Prelado.26
Enseguida, añade el prelado que, al poco tiempo, consiguieron también los obispos mexicanos que la jerarquía católica estadounidense se sumara en rechazar cualquier intervención armada en México. Si bien la narración, aunque verosímil, adolece de algunas imprecisiones, pues sitúa la entrevista con Roosevelt en una fecha en que ya habían ocurrido las elecciones, sin embargo, se pueden atribuir esos errores a la distancia de los hechos con la ocasión de narrarlos y, en cualquier caso, permiten descubrir de un lado la simpatía no oculta de muchos norteamericanos hacia una intervención militar y la actitud de rechazo del episcopado mexicano, incluso en el destierro.
Intervencionismo moderado: la invasión a Veracruz y el ABC
Como el general Huerta no diera muestras de querer dejar el poder ni de plegarse en nada a las pretensiones americanas y, al mismo tiempo, por parte de Carranza tampoco habían encontrado eco las demandas norteamericanas, esto despertó “en Wilson el deseo cada vez mayor de intervenir directamente en México para asegurarle así, a los Estados Unidos, una posición clave en el país que les permitiera ejercer mayor control sobre el futuro desarrollo del mismo”.27 Y la ocasión para justificar una intervención armada se le presentó cuando el 8 de abril de 1914, en un incidente sin mayor relevancia, fueron detenidos en Tampico diez marines norteamericanos cuando se hallaban comprando gasolina. Después de aclarar los hechos, fueron dejados en libertad y el general huertista Morelos Zaragoza pidió inclusive una disculpa por el incidente. Sin embargo, el hecho se desfiguró rápidamente porque el contraalmirante Henry T. Mayo adujo que los soldados mexicanos habían violado territorio norteamericano ya que dos de los marines arrestados estaban en un bote con la bandera de aquel país desplegada, y exigió una reparación que fue considerada desproporcionada y humillante para México y para el propio general Morelos Zaragoza, de quien se exigía que, como jefe de la guarnición de Tampico, izara la bandera de Estados Unidos en alguna parte prominente de la playa y que se le saludara con 21 cañonazos, además de que se le diera un castigo severo al oficial responsable del arresto de los americanos.28
El general Morelos Zaragoza respondió a Mayo que turnara su petición a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Al poco tiempo, incluso el general Huerta, que se ostentaba como presidente de la República, entró a dar explicaciones buscando se retirara la petición degradante de izar y saludar a la bandera norteamericana; sin embargo, lo que en otro momento habría sido sencillamente un incidente sin mayor importancia, en éste constituía el pretexto suficiente para que el presidente Wilson recurriera al uso de las fuerzas armadas y, así, el 14 de abril ordenó que 4 transportes de tropa, 7 barcos de guerra y una flotilla de destroyers partiera de la base naval de Hampton Roads hacia aguas mexicanas.
Al día siguiente, para caldear los ánimos, él mismo manifestó a la prensa que el incidente de Tampico era solamente una de las ofensas que el gobierno de Huerta había hecho a Estados Unidos y que, apenas al día siguiente del atentado de Tampico, un oficial americano, debidamente uniformado, había sido detenido en Veracruz mientras llevaba correspondencia a los buques anclados en el puerto, además de que en la Ciudad de México había sido retenido un telegrama dirigido al ministro O’Shaughnessy.29
Días después, cuando ya todo estaba listo para la invasión, Wilson solicitó al congreso autorización para llevarla a cabo porque:
Tratamos de mantener la dignidad y la autoridad de los Estados Unidos, porque deseamos solamente mantener incólume nuestra gran influencia por la libertad, tanto en Estados Unidos como en cualquier otra parte donde pueda ponerse en juego para bien de la humanidad.30
Las dos cámaras aprobaron la petición del presidente de
usar la fuerza armada de los Estados Unidos en la forma y en la manera que sea necesaria a fin de obtener del General Huerta y sus adherentes el reconocimiento más amplio de los derechos y dignidad de los Estados Unidos.31
El cónsul americano en Veracruz, William W. Canada, había telegrafiado el 18 de abril informando que el 21 arribaría al puerto el vapor alemán Ypiranga con doscientas ametralladoras y quince millones de cartuchos para el gobierno de Huerta. Este dato precipitó los acontecimientos y, así, el 21 de abril por la mañana, las tropas norteamericanas comenzaron el desembarco tomando completamente desprevenidos a los mexicanos.32
Aun así, la defensa del puerto por civiles y marinos fue heroica: desde ventanas y azoteas se disparaba a los invasores; los cadetes, los regimientos 18 y 19 e, incluso, los reclusos de San Juan de Ulúa resistieron al invasor. Los barcos norteamericanos anclados en el muelle bombardearon la Escuela Naval y otros edificios públicos y privados desde donde se mantenía la defensa y, ya por la mañana del día 22, habiendo llegado en apoyo a los invasores los barcos que tenían atracados en Tampico, el contraalmirante Frank F. Fletcher ordenó a sus tropas avanzar a discreción y ocupar la ciudad casa por casa. Él mismo, el 22 por la tarde, proclamó la ocupación temporal de Veracruz.33
El número de muertos se contaba por cientos, las fuentes difieren un poco. García Cantú señala que fueron más de 300, entre civiles y marinos, sin contar las bajas de los invasores.34
El cónsul americano acreditado en Chihuahua se apresuró a dar parte de los acontecimientos al Primer Jefe del ejército constitucionalista, haciéndole ver
que las enérgicas medidas que se están estudiando como consecuencia de la autorización pedida al Congreso por el Presidente Wilson y que se limitan puramente al uso de la fuerza en contra del General Huerta, en ningún modo acarrearán perjuicios directos a los derechos presentes o futuros de los constitucionalistas.35
La respuesta de Carranza fue de reclamo profundo, pues
la invasión de nuestro territorio, la permanencia de vuestras fuerzas en el puerto de Veracruz, y la violación de los derechos que informan nuestra existencia como Estado soberano, nos arrastraría a una guerra desigual, pero digna, que hasta hoy queremos evitar.
Asimismo, “los actos de hostilidad ya cumplidos exceden a los que la equidad exige para el fin perseguido”, por lo que “os invito solemnemente a suspender los actos de hostilidad ya iniciados, ordenando a vuestras fuerzas la desocupación de los lugares que se encuentran en su poder en el puerto de Veracruz”.36
Como la respuesta de Carranza fue considerada una especie de ultimátum y la represalia automática fue la suspensión de venta de armas a los constitucionalistas, el Primer Jefe se vio en la necesidad de aclarar que no se trataba de un ultimátum, aunque sin bajar el tono a la exigencia de que se retiraran cuanto antes las fuerzas americanas:
Alguna parte del pueblo americano estima como un ultimátum mi nota a su Excelencia el Presidente Wilson; esto es un error: como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, hice invitación a su Excelencia el Presidente para que diera sus órdenes con el fin de que las fuerzas americanas desocuparan el puerto de Veracruz. Esta invitación está corroborada por palabras del propio Señor Wilson: ‘El pueblo de México tiene el derecho de arreglar sus problemas domésticos del modo que más le cuadre, y nosotros abrigamos los mejores deseos de respetar ese derecho’.37
En ese comunicado además explicaba que de ninguna manera pretendía el constitucionalismo apoyarse en alguna intervención armada de parte de Estados Unidos, pues “debe tenerse en cuenta que, si un partido político para llegar al triunfo de su causa, se apoya en una invasión extranjera, aunque ésta sea parcial, falta al cumplimiento de sus deberes para con su Patria”.38
Berta Ulloa subraya que, aunque “Wilson llevó a cabo un acto bélico en Veracruz, no logró ninguno de los objetivos que se había propuesto”;39 pues ni el gobierno de Huerta se humilló ante la bandera estadounidense, ni los constitucionalistas apoyaron la invasión, ni las armas destinadas a Huerta dejaron de ser recibidas. De ahí que el afán intervencionista norteamericano tuvo que, hábilmente, enderezarse a través de un procedimiento de mediación internacional, en el que fueron involucrados los cuerpos diplomáticos de Argentina, Brasil y Chile acreditados en Estados Unidos. Por las siglas de los países participantes se conocería a este grupo mediador como el ABC.40
A las conferencias para buscar una salida diplomática al problema de México aceptó ir una representación del gobierno de Huerta, quien esperaba sin duda que de esa forma recibiría el reconocimiento diplomático de Estados Unidos; en cambio, a pesar de múltiples presiones, primero, y ofrecimientos ventajosos, después, Carranza optó por no enviar representantes, ya que se trataría sobre asuntos internos del país, con lo que estaba en desacuerdo. Huerta, en medio del avance de los constitucionalistas, renunció por fin a la presidencia de la República el 15 de julio de 1914 y dejó como presidente interino a Francisco S. Carvajal, quien renunció también a la presidencia semanas después. Carranza asumió el mando del Poder Ejecutivo apoyado por los constitucionalistas y persistió en la inmediata desocupación de Veracruz por parte de los americanos hasta conseguirlo en noviembre de 1914. Entre el 23 y el 24 de ese mes, las tropas americanas se retiraron del puerto y entraron las fuerzas constitucionalistas al mando del general Cándido Aguilar. Apenas dos días después de la retirada de los invasores, Carranza se presentó en el puerto junto con sus más altos mandos, Obregón entre ellos. Además de la victoria de los constitucionalistas sobre el régimen de Huerta, Carranza y su partido acababan de obtener una victoria igualmente emblemática sobre el imperialismo norteamericano, por eso es que “una gran multitud lo acompañó en su recorrido a pie hasta la alameda bajo una lluvia de flores y confeti arrojados desde balcones y azoteas”.41
Huerta había caído, pero la diversidad de aspiraciones en las diferentes facciones revolucionarias y, más aún, de sus jefes, afloraron con intensidad y dieron lugar a que la lucha prosiguiera, ahora entre los distintos bandos que habían combatido a Huerta, a pesar de diferentes esfuerzos encaminados a encontrar un camino común, como lo fue, en un principio, la Convención de Aguascalientes.
De ella derivó la petición a Carranza de cesar como Primer Jefe encargado del Poder Ejecutivo; no obstante, nunca dejó el cargo, por lo que la Convención designó sucesivamente a Eulalio Gutiérrez, Roque González Garza y Francisco Lagos Cházaro. Con todo, el bando revolucionario que siguió fortaleciéndose y ocupando cada vez más territorio fue precisamente el carrancista, de modo que, no sin continuos diferendos con el gobierno de Wilson, el de Carranza terminaría siendo reconocido como gobierno de facto en octubre de 1915.42
Justo en este periodo, la relación de Estados Unidos con las distintas facciones de la Gran Guerra había ocasionado la sustitución del Secretario de Estado Bryan por Robert Lansing, quien revivió la idea de darle un empaque de legalidad a la injerencia norteamericana a través de una serie de Conferencias Panamericanas a las que se invitó, además de a los diplomáticos sudamericanos que habían integrado el ABC, a representantes de Bolivia, Uruguay y Guatemala, quienes, bajo la guía de Estados Unidos, elaboraron un proyecto de “solución para México” que contemplaba, entre otros puntos, la declinación de Carranza, Villa y Zapata a sus respectivos liderazgos por considerarlos incapaces de lograr entre ellos la paz y la reconciliación nacional. Para lo cual se proponía un gobierno provisional de coalición al que se le ofrecía, de antemano, el reconocimiento de Estados Unidos y demás países del ABC. Mas, así como se ofrecía todo el respaldo a ese gobierno de coalición, también se amenazaba a las tres principales facciones (carrancistas, villistas y zapatistas) con apoyar a la que ellos consideraran más fuerte en caso de que no se pusieran de acuerdo entre sí. Cabe decir que la información conseguida por sus distintos agentes especiales, así como los hechos mismos, permitían ver a Wilson y a Lansing la supremacía cada vez mayor del ala constitucionalista.
Esta ventaja era conocida por Carranza, mas su postura intransigente ante cualquier tentativa de injerencia en asuntos internos por parte una potencia extranjera, lo llevó a rechazar contundentemente la propuesta.43 Al mismo tiempo, un viraje importante se dio en la postura de Lansing quien, el 18 de septiembre, planteó a los otros miembros del ABC la posibilidad de otorgar el reconocimiento como gobierno de facto al encabezado por Carranza y el 9 de octubre terminó por imponer esa moción. Así, el 19 de octubre, habiéndose añadido los gobiernos de Colombia y Nicaragua, nueve países del continente, incluido Estados Unidos, extendieron su reconocimiento como gobierno de facto a la administración carrancista.
Por su parte Villa, hombre en el que en primera instancia Estados Unidos había depositado su confianza para una pronta pacificación de México y que, a diferencia de Carranza, varias veces había accedido a sus pretensiones intervencionistas, luego del reconocimiento extendido a Carranza quedó virtualmente desamparado y, consecuentemente, indignado por la resolución de Wilson y su gente. Además, apenas unos días después, Estados Unidos permitió que cruzaran por su territorio varios contingentes militares carrancistas para reforzar Agua Prieta, asediada por los villistas y defendida por Plutarco Elías Calles. A partir de ese momento crecería la animadversión hacia los estadounidenses de parte del caudillo del norte.
La expedición punitiva y el redimensionamiento de una acción de gran calado
El descontento de Villa por el reconocimiento de Carranza, aunado a la autorización a tropas carrancistas de cruzar por suelo americano para combatir a la División del Norte, se cristalizó rápidamente en represalias contra los americanos.
De esa manera, apenas iniciado el año 1916, fuerzas villistas se apoderaron de un tren en el estado de Chihuahua el 10 de enero, en las inmediaciones de Santa Isabel. Entre los ocupantes del tren, viajaba una quincena de norteamericanos. En aquella ocasión las tropas de Villa masacraron a los estadounidenses, pero respetaron al resto del pasaje, incluido un italiano que viajaba con los ajusticiados.44
La indignación del pueblo estadounidense al conocer los hechos fue mayúscula. El ala republicana del senado propuso una invasión en toda forma a sus vecinos del sur para imponer el orden, hacer justicia y salvaguardar en adelante la vida y las posesiones de los norteamericanos. Sin embargo, el 15 de enero la prensa americana publicaba con grandes encabezados el rechazo de Wilson a las presiones en el congreso para invadir a México. Se mencionaba también que era una manera de darle tiempo a Carranza para poner las cosas en orden y castigar la afrenta.45
Un par de meses después, un poco consecuencia de su afán de revancha, pero quizá más bien para provocar una intervención norteamericana que ocasionara una reacción nacionalista contra Carranza y así fortalecerse,46 los villistas atacaron por sorpresa el poblado norteamericano de Columbus. El 9 de marzo de 1916, de madrugada, unos 500 hombres armados incursionaron desde varios puntos en dicha población del estado de Nuevo México y, habiendo causado diferentes estragos, después de seis horas de combate fueron rechazados por tropas norteamericanas del 13º regimiento de caballería asentado en Columbus, que habían conseguido reponerse a la sorpresa y contraatacar rápidamente.47 Las expectativas de hacerse de armas, caballos y dinero como consecuencia del ataque, fueron fallidas. Es más, el ataque a Columbus en términos militares fue un fracaso,48 más aún si consideramos el abultado número de bajas sufridas por la fuerzas villistas; sin embargo, si era lo que Villa pretendía, la indignación general contra México creció en grado extremo y fueron muchas las voces que exigían desde una reparación proporcionada, un castigo ejemplar o, incluso, una invasión que pusiera fin a la anarquía existente en México a causa de su guerra civil.49 No obstante, la posibilidad inminente de que Estados Unidos entrara a la Gran Guerra difería, al menos mientras no ocurrieran ataques más significativos, la posibilidad de que Wilson recurriera a una intervención militar de gran calado, lo que no quería decir que no estuviera suficientemente estudiada esta posibilidad, pues se conoce que, por estas fechas, al menos existía un plan que contemplaba ocupar la parte norte del país.50
Las consecuencias del ataque a Columbus no se hicieron esperar en la opinión pública norteamericana. Si ya el ataque a pasajeros estadounidenses en el tren de Chihuahua a principios de año había desatado un cierto clamor de invadir México, ahora la demanda era unánime. Los voceros de los partidos republicano y demócrata anticiparon su apoyo al presidente en caso de que solicitara autorización para tal invasión. El presidente Wilson, después de una reunión de emergencia con su gabinete, declaró a la prensa el 10 de marzo:
Inmediatamente se enviará una fuerza adecuada en persecución de Villa, con el único objeto de capturarlos y poner fin a sus fechorías. Esto puede hacerse como una ayuda amistosa a las autoridades constituidas en México y con escrupuloso respeto a la soberanía de esa República.51
El encargo de organizar la expedición con sentido de urgencia, pues se consideraba la posibilidad de que Villa estuviera todavía cercano a la frontera, se le dio al general de brigada John J. Pershing, quien llevaba algún tiempo destacado en El Paso y conocía un poco más que otros la situación del país y su geografía. El Congreso americano aprobó rápidamente el envío de tropas en número de hasta veinte mil; sin embargo, Pershing no consideró necesario comenzar con tal contingente y, con una fuerza de aproximadamente cinco mil hombres, avituallados con el más moderno armamento y apoyados por un escuadrón aéreo que les ayudaría en la búsqueda, las tropas norteamericanas se internaron en dos columnas en territorio mexicano el 15 de marzo de 1916. Carranza protestó de inmediato, dio instrucciones a sus tropas de vigilar a distancia la trayectoria que siguieran los norteamericanos y exigió que se retiraran las tropas invasoras.
En los meses de abril y mayo se llevaron a cabo varias conferencias en las que participaron los generales norteamericanos Scott y Funston y, en representación de Carranza, el general Álvaro Obregón. Como Carranza no cedía en sus exigencias de que se retiraran los invasores, no pudo llegarse a acuerdo alguno.
La tensión creció cuando, a través del general Jacinto B. Treviño, se previno a las tropas invasoras de que serían atacadas por el ejército carrancista de proseguir su marcha hacia el sur. Como respuesta, el 18 de junio, Wilson hizo concentrarse 125,000 efectivos de la Guardia Nacional en la frontera, preparados para cualquier eventualidad. Carranza, previendo una inminente invasión a gran escala, se comunicó con los gobiernos latinoamericanos con que se mantenían relaciones diplomáticas y les informó que el gobierno de Estados Unidos había “ordenado una violenta concentración de su ejército en nuestra frontera […] queriendo arrastrarnos a una guerra que ni el Gobierno ni el pueblo mexicano provocan”.52
Después de esto, continuaron las tensiones, las amenazas y las negociaciones infructuosas. Además de algunos zafarranchos entre las tropas carrancistas y las norteamericanas, como el encuentro de El Carrizal, en el que los norteamericanos se llevaron la peor parte.53 Distintos planes de cooperación mutua fueron rechazados por Carranza, quien se mantuvo firme en la exigencia de la retirada norteamericana, la cual se inició, por coincidencia, el día en que era promulgada en Querétaro la nueva carta magna, el 5 de febrero de 1917.
Poco más de dos años después, Carranza le confiaría al coronel Bernardino Mena Brito, cónsul entonces en San Antonio Texas:
En realidad lo que querían era meter en México un ejército de enemigos mandados por norteamericanos que implantaran un protectorado que, cuando menos, hubiera durado todo el tiempo de la guerra. Me indigna hablar de todo esto, pues no sé cómo ha habido mexicanos que se atreven a creerme capaz de aceptar esas proposiciones tan ofensivas.54
Si el objetivo de la expedición punitiva había sido el de desarticular el ejército de Villa, capturar a éste y hacerlo responder por los crímenes de Santa Isabel y, más específicamente, de Columbus, se tiene que admitir que la expedición punitiva fue un gigantesco fracaso. Ahora bien, si junto con eso los norteamericanos quisieron probar algunas de sus armas y vehículos militares de cara a su inminente ingreso en la Gran Guerra, así como sondear el terreno para, llegado el caso, realizar una invasión en forma a México, los resultados de la expedición punitiva no fueron despreciables.
En efecto, el posterior fracaso de la expedición punitiva de John J. Pershing mostró a los gobernantes estadounidenses que serían necesarias por lo menos veinte divisiones (500 000 hombres) para ocupar México. Decididamente, la intervención militar abierta se estaba convirtiendo en una opción cada vez menos viable.55
Es interesante también conocer cuál fue el saldo de la expedición de Pershing según la consideración del secretario de guerra norteamericano, Newton Baker:56
La expedición no fue en ningún sentido punitiva, sino más bien defensiva. Su objetivo, por supuesto, era la captura de Villa si se podía lograr, pero su verdadero propósito era la extensión del poder de los Estados Unidos dentro de un país con disturbios más allá del control de las autoridades constituidas de la República de México, como un medio de controlar las incursiones ilegales de bandidos y la prevención de ataques a través de la frontera internacional. Este propósito lo logró completa y finalmente.57
Henry P. Fletcher y su misión de hacer tiempo
El ataque a Columbus se había dado en unas circunstancias especiales para el presidente Wilson: de un lado, la posibilidad cada vez más cercana (si no es que ya una decisión tomada) de que Estados Unidos entrara en la Gran Guerra al lado de Inglaterra y Francia y, de otro, las elecciones de 1916 en la Unión Americana, en las que Wilson aspiraba a reelegirse y ampliar su ventaja en el Congreso. Una vez que había ganado las elecciones, su principal preocupación pasó a ser su entrada en la guerra, para lo cual había que dejar muy en segundo término cualquier posibilidad de distraer fuerzas o pertrechos militares en su vecino del sur. Todas sus energías debían ahora encaminarse a convencer a la opinión pública de su país de la necesidad de luchar junto con los aliados para impedir un predominio absoluto en Europa del imperio alemán que pondría en riesgo también los intereses norteamericanos.58
Para evitar que la compleja situación que todavía se debería vivir en México lo distrajera de su objetivo inmediato, envió como embajador a Henry P. Fletcher con una instrucción clara: evitar a toda costa un rompimiento con Carranza, esto es, hacer tiempo mientras durara la Gran Guerra.59
Fletcher era un diplomático de carrera, había comenzado sus incursiones en ese terreno bajo el auspicio de Theodore Roosevelt, a cuyas órdenes había peleado en la guerra contra Cuba. Había tenido ya experiencias exitosas en el campo de la diplomacia primeramente en China y posteriormente en Chile, donde fue por primera vez embajador. Wilson había pensado en él para México desde mediados de 1916, pero no fue sino hasta febrero de 1917 que, tomando en cuenta las circunstancias especiales que se venían con la nueva Constitución, lo nombró embajador en México, comenzando además una nueva era de las relaciones entre los dos países, pues, a partir de agosto de 1917, se pasó del reconocimiento de facto al reconocimiento de iure hacia el gobierno de Carranza.60
Comenzó su labor con gran tacto y paciencia e, incluso, acompañó a Carranza en un viaje por Jalisco y fue ahí donde presentó oficialmente sus cartas credenciales.61 En varios momentos, intervino ante su gobierno para suavizar posturas hacia México, sobre todo una vez que superó sus prejuicios de una posible alianza entre México y Alemania. En diciembre de 1917 incluso intervino para favorecer que la banca estadounidense se abriera a las necesidades del gobierno carrancista. Sin embargo, su postura se fue radicalizando hasta ponerse totalmente del lado de los capitalistas norteamericanos que comenzaban a ver afectados sus intereses en México, especialmente de los petroleros y, junto con ellos, presionó al gobierno de Wilson para “que el gobierno mexicano ‘cumpliera sus deberes’ o aceptara la asistencia de una comisión norteamericana o internacional para restaurar el ‘orden y el crédito’”.62
La hostilidad de Fletcher hacia Carranza se fue agudizando y comenzó a buscar aliados a su postura por todas partes. A través de un funcionario de la embajada británica en Washington, se quejaba en enero de 1918 ante el delegado apostólico para Estados Unidos y México de no haber encontrado eco en la jerarquía católica mexicana con el fin de establecer una alianza entre un partido de Law and Order que estaba auspiciando y lo que había sido el Partido Católico Nacional. Incluso acusaba a la jerarquía católica mexicana de “germanófila”, igual que, según él, la mayoría de los generales de Carranza.63
En 1919, por caminos diversos, concurre un deterioro del Poder Ejecutivo en ambos países: en Estados Unidos, un derrame cerebral mantiene alejado al presidente Wilson de los asuntos que antes vigilaba; en México, la decisión de Carranza de apoyar para la sucesión presidencial a un hombre débil y sin partido, como lo era el ingeniero Ignacio Bonillas, hace que los caudillos militares, principalmente Obregón y sus aliados, tomen distancia del presidente. En ambos casos se genera una especie de vacío de poder que, como suele ocurrir, inmediatamente tiende a ser llenado por otros. En el caso de Estados Unidos, los grupos que se había visto afectados en sus intereses por las leyes derivadas de la Constitución de 1917 en México, presionaban nuevamente con toda sus fuerzas y habían encontrado eco en el ala republicana del senado, especialmente en el senador Albert B. Fall, quien se había dado a la tarea de presentar constantes informes al Departamento de Estado para exigir protección o indemnizaciones para los inversionistas norteamericanos que tenían negocios en México.64 Incluso, se había servido de otro tipo de agravios, como el secuestro del cónsul americano en Puebla, William Jenkins, para intentar que se declarara ya la guerra a México “a fin de que ella aliviara las crisis internas provocadas por la posguerra”.65 Para convencer a Wilson, Fall argumentaba que México era un propagador de la doctrina bolchevique a través de su embajador y de algunos de sus cónsules, que la Industrial Workers of the World (IWW) tenía relación con el gobierno de México y que desde ahí se daban directrices propagandísticas y que, por otro lado, tan solo los atropellos recibidos por los ciudadanos norteamericanos, como Jenkins, eran ya motivo suficiente para declarar la guerra.66 Sin embargo, justo cuando estaba el senador Fall en su perorata, interrumpió la reunión el médico de Wilson para darle la noticia de que Jenkins había sido liberado, con lo que Fall tuvo que terminar precipitadamente su discurso sin volver sobre el tema de la intervención armada. Wilson mismo describió su molestia con las siguientes palabras: “Si hubiera podido salir de la cama, lo habría golpeado”.67
Cabe hacer notar que
a este bloque de intereses económicos, políticos e informativos que postula una política más agresiva e incluso de intervención militar, se opone la intensa campaña de intelectuales, académicos y periodistas que denuncian la sujeción de la diplomacia norteamericana al complot de los petroleros contra México.68
También algunos diarios como el New York Times y el New York World llevaron a cabo una campaña en pro de soluciones distintas a una intervención militar.69 Esto, en buena parte, se debió a la red de agentes que operaban en Estados Unidos a favor del gobierno carrancista, que entre otras cosas consiguió que “los enemigos de Carranza en los Estados Unidos fracasaran por completo en su intento por derrocarlo desde fuera”.70
El mismo Henry Fletcher terminó oponiéndose a una intervención militar en vista de que esta agravaría la situación de los diplomáticos y ciudadanos norteamericanos radicados en México. Se limitaba, por eso, a recomendar el rompimiento de relaciones diplomáticas si Carranza seguía sin aceptar las condiciones que aseguraban el respeto a los derechos adquiridos por los inversionistas extranjeros. Al no ser atendida su propuesta, Fletcher renunció como embajador en México apenas iniciado el año 1920.71
Lleva a pensar que la intervención armada durante todo este tiempo fue mucho más que una intimidación o un chantaje el hecho de que se han encontrado diseños bien acabados de cómo podría ser ésta, ya sea únicamente para la parte norte,72 ya para el país entero, como lo demuestra la existencia de un plan impreso en Fort Leavenworth, Kansas, que se encuentra en el archivo del general Amaro. De hecho, algunos militares mexicanos, como el general Felipe Ángeles, temían que Wilson, luego del regreso de su ejército tras el triunfo sobre Alemania, cediera a las presiones internas para invadir México.73 Incluso algunos jerarcas católicos vieron oportuno anticiparse y condenar una intervención de esa naturaleza.74
Sobre el plan que se estudiaba en la escuela militar de Leavenworth, Kansas, concretamente en las escuelas de infantería y caballería, hay todo un expediente que contiene una copia mecanografiada con la traducción de un manual, fechado en 1918, que llevaba por título “Plan de guerra norteamericano para invadir militarmente a México”.
Es un documento interesante con un estudio de la topografía, condiciones de escasez de agua y combustibles, situación de puertos y ríos (“ninguno es navegable”), lagos, clima, distribución de la población, comunicaciones (“carece de buenos caminos”), poblaciones principales, poder militar, fuerza naval mexicana (“un cañonero, dos transportes -no acorazados-, un remolcador de acero, cinco botes torpederos de primera clase, un vapor para servicios de policía”).
Describía también el carácter de los militares mexicanos y subrayaba que estaban mal equipados y que, generalmente, eran muy ignorantes. Sugería posibles líneas de operaciones señalando las distancias entre ciudad y ciudad y proponía dos vías para la invasión: desde Veracruz para llegar pronto a la capital y “una línea de operaciones entre los ferrocarriles que desde el Río Grande se dirigen a México”.75 No mencionaba, sin embargo, las experiencias recientes habidas en Veracruz y durante la expedición de Pershing.
Si bien el expediente no menciona la forma en que se allegó dicho manual, tanto por el modo de estar redactado, como por no contener descripciones estridentes, sino adecuadas a la época y a la forma habitual de percibir la realidad mexicana por los norteamericanos y, quizá todavía más, por encontrarse donde se encuentra: entre los papeles del archivo personal de quien más tarde sería el organizador del ejército mexicano y durante años Secretario de guerra y marina, el general Joaquín Amaro, es creíble que, como se asienta, haya sido parte del estudio de quienes se preparaban para ser oficiales del ejército estadounidense y, para los fines de este trabajo, una evidencia más de que la invasión norteamericana a México se mantuvo siempre entre las perspectivas reales de la inteligencia militar y de un cierto número de funcionarios del gobierno norteamericano, sin excluir al mismo presidente.
Conclusión
Los intereses norteamericanos que se afectaron durante el periodo revolucionario y el temor de que la situación se prolongara indefinidamente, creó en Estados Unidos un fuerte grupo de opinión favorable a una intervención más directa que llevara a México a la pacificación. A esto se sumó la postura intransigente primero de Huerta y después de Carranza, que se opusieron decididamente a las pretensiones estadounidenses que les parecieron irrazonables, con lo que quedaba descartada la posibilidad de tener un gobierno a modo que pudiera ser fácilmente moldeado de acuerdo a los deseos y, en algunos casos, buenas intenciones, del gobierno de Wilson. Con ello, no quedaba más que una intervención militar de gran calado, cuya amenaza estuvo latente a lo largo de todo el periodo de Carranza e, independientemente de si el presidente Wilson era partidario de ésta, la labor de acercamiento que tuvieron sus agentes con algunas partes en conflicto para sondear cuál sería su postura ante una eventual medida en ese sentido permite asegurar que estuvo largo tiempo contemplada y esbozada en planes concretos, como el que se estudiaba en Fort Leavenworth. La entrada de Estados Unidos a la Gran Guerra y, ya desde antes, la posibilidad inminente de que se diera esta situación, ciertamente difirió de manera indefinida la oportunidad de una intervención armada. Igualmente, el enfrentamiento con dificultades reales e insalvables durante la fallida expedición para capturar a Villa, ayudó a redimensionar el esfuerzo que se tendría que hacer en caso de optar por la invasión a México, lo que no quitó las expectativas a ciertos grupos de presión, como el encabezado por el senador Albert Fall, de orillar al gobierno de Wilson a replantearse esta posibilidad.
Todavía en 1927, con circunstancias diferentes, el entonces Secretario de Gobernación y más tarde presidente de México, Emilio Portes Gil, denunciaba la existencia de cartas cruzadas entre el embajador Sheffield y el secretario de Estado Kellog, en las que se visualizaba la posibilidad de una intervención armada en contra del régimen de Calles por las medidas que habían afectado a ciudadanos norteamericanos, tanto con la incipiente reforma agraria como por el control del petróleo de parte del gobierno.76
Con todo, a pesar de las amenazas, el hecho es que la invasión no se dio, incluso, ni siquiera se dieron los pasos preliminares de una manera fehaciente, lo que lleva a subrayar que tanto en el gobierno de Woodrow Wilson, como en los gobiernos sucesivos, prevaleció la postura de la negociación sobre las posiciones extremas o las que se inclinaban por lo que consideraban una solución rápida a las convulsiones internas que se vivieron en México durante el periodo revolucionario. No hay que despreciar la posibilidad de que también haya contribuido a disuadir al gobierno norteamericano tanto la firmeza de Carranza en la defensa del principio de no intervención, como la negativa de la jerarquía católica a cooperar en cualquier acto que implicara la intervención militar de un gobierno extranjero.