Introducción
El tipo de coerción social que se ejerce sobre los individuos con base en la asignación de género tiene las formas de un constreñimiento de tipo policial, en todos los sentidos de la palabra. La policía del género tiene la función de vigilar y resguardar el orden social observando las conductas de los individuos y sancionando a quienes infrinjan las normas de género vigentes.
En este artículo, nos inspiramos en la clasificación que hace Bourdieu del capital cultural1 y la aplicamos a la construcción y mantenimiento del entramado de género para mostrar que la coerción -policía del género- que mediante este se ejerce sobre los individuos tiene tres formas o estados: incorporado o interiorizado, objetivado e institucionalizado.
En efecto, con la dimensión incorporada del capital cultural Bourdieu se refiere a aquello de la cultura que, a fuerza de inculcación por la educación escolar y familiar, termina inscribiéndose en lo más hondo del individuo, se vuelve cuerpo y parte de lo que se es. Es su historia, en sus propiedades culturales, inscripta en el cuerpo, lex insita.2 Es la dimensión cultural del habitus o, si se prefiere, son las disposiciones lentamente adquiridas que establecen las pautas de apropiación, apreciación y asignación en materia cultural.
El capital cultural objetivado comprende los objetos o bienes con valor cultural y simbólico que poseen los individuos. Lo constituye todo aquello que integra algo así como el patrimonio cultural de un individuo o una familia. En cuanto al capital institucionalizado, se refiere al conjunto de dispositivos institucionalizados sancionadores y legitimadores del capital cultural. Funcionan como instancias de reconocimiento y como espacios de adquisición de dicho capital.
La necesidad del análisis fuerza a exponer estas tres formas de presentación del capital cultural como si fueran tres realidades que funcionan de manera separada. En verdad, la existencia de un estado es inseparable de la de los otros dos. Esto es, la existencia de bienes culturales (capital cultural objetivado) depende profundamente de la presencia de personas con el habitus (el capital cultural incorporado) idóneo para apreciar y consumirlos. Y uno y otro dependen, para existir, de ser sancionados y legitimados, de la existencia de un entramado institucional encargado de tales funciones y cuya legitimidad, a su vez, es función de la adhesión o del acuerdo de ese habitus con su actividad sancionadora.3 En pocas palabras, las tres dimensiones forman un bucle. Una implica inamisiblemente las otras dos; la operación de cualquiera entraña la fuerza estructurante de las otras dos. En lo que sigue exponemos una caracterización de la policía del género y acto seguido, a base de ejemplos diversos, procedemos a ilustrar su modo de funcionamiento en la vida individual y social. Exponemos un par de casos de resistencia a dicha coerción y concluimos haciendo hincapié en la pertinencia de integrar en el análisis esas tres dimensiones de la norma de género toda vez que se pretende alcanzar una visión comprehensiva de su poder instituyente e instituido.
Los tres estados de la policía de género
En Reflexiones sobre la cuestión gay,4 Eribon habla de un extraño matrimonio histórico entre la sexualidad y la policía de costumbres. Su intención es poner de manifiesto la manera como, mediante las costumbres, las sociedades occidentales ejercen una vigilancia, un riguroso control de tipo policial sobre la sexualidad. Nos inspiramos en su obra, especialmente en su idea de que “El orden social y sexual […] produce al mismo tiempo el sujeto como subjetividad y como sujeción, es decir, como una persona adaptada a las reglas y a las jerarquías socialmente instituidas”,5 misma que recorre sus escritos de principio a fin. Retomamos la noción de “policía de las costumbres” y la concepción del orden social como uno de sujeción para pensar el género como una forma de policía, de ahí que hablamos de “policía del género”. Esta noción ya la había usado Maillé en su recensión del libro Ni d’Ève ni d’Adam. Défaire la différence des sexes, de Marie-Joseph Bertini.6 Atribuye a la autora de esta obra la idea que “el género está bajo vigilancia (policial) por una policía del género”.7 Aquí proponemos un desarrollo de esta noción. Para ello, nos apoyamos en la obra de Eribon quien hace énfasis en el poder coercitivo que se ejerce tanto de manera suave y tácita como de forma directa y explícita mediante los ordenamientos de género para orientar la conducta de los individuos. Al mismo tiempo se forjan “subjetividades” y se ejerce “subjeción”. El género tiene cierta “fuerza de ley” cuya transgresión suele ser simbólica o materialmente punible. En esto radica su índole policial que se materializa en tres estados:
en primer lugar, tiene la forma de habitus sexuado y opera como una “segunda naturaleza” que es producto del proceso de socialización o de apropiación de los códigos culturales, costumbres, pautas de conducta, disposiciones generizados en vigor en el entramado social. Actuando desde el interior, consciente o inconscientemente, lleva a los individuos a querer, desear, hacer las cosas que hacen los de la misma pertenencia sexual o de la misma asignación genérica; las disidencias o las salidas del orden son susceptibles de un costo social y simbólico; tal es la policía de género en estado interiorizado;
en segundo lugar, muchos de los objetos con que hacemos nuestra vida cotidiana tienen la marca del género y llevan implícitamente inscrito el tipo de individuos que, debido a su sexo, son legítimamente autorizados a usufructuar, a poseer y a manipularlos. Su asignación a tal o cual individuo, según que se sea mujer u hombre, da cuenta de su lugar en la jerarquía social de los objetos, mismos que, para el argumento y propósito de este artículo, obran a la perpetuación del sistema de clasificación en virtud del cual su asignación a tal o cual categoría de individuos está en estrecha relación con la ubicación de estos en el entramado social de los sexos; así opera la policía del género en estado objetivado.
finalmente, la policía del género opera mediante miles de instituciones, formales e informales, que regulan el comportamiento de los individuos, les establecen los límites de lo posible y lo imposible, y les recuerdan “su lugar”, sus deberes y obligaciones en la sociedad con base en su sexo. Así es como opera la policía del género en estado institucionalizado.
En lo que sigue ofrecemos una exposición detallada de estos tres puntos, reforzando nuestro argumento con ejemplos tomados de la vida cotidiana y de diversos textos.
La policía del género incorporada
Una parte fundamental de la socialización de los individuos en la mayoría de las sociedades consiste en la inculcación del género, en la formación de seres generizados. Este proceso es constitutivo de una especie de habitus de género que empieza a formarse ya en la primera infancia y se prolonga a lo largo de años. En realidad, siguiendo una idea de la historiadora Michelle Perrot según la cual se nace mujer u hombre u otra de Eribon según la cual en cuanto homosexual, “Uno está precedido por una identidad estigmatizada que viene a su vez, a habitar y encarnar y con la que hay que apañárselas de una u otra manera”,8 sostenemos que el género antecede nuestro nacimiento por cuanto nacemos cargando con su veredicto. El resultado es un hombre o una mujer forjados para actuar como hombre o como mujer conforme a disposiciones ajustadas a las expectativas socialmente vinculadas a las personas etiquetadas como hombres o mujeres.
La inculcación del género opera mediante diversos procesos bien conocidos, algunos explícitos y otros tácitos. Entre los primeros, figuran los juguetes que se da a los infantes, los colores con que se los asocia, el tipo de ropa con que se los viste, etcétera. Muchos de estos dispositivos de género tienden a formar un cuerpo de mujer o un cuerpo de hombre y procuran que cada cual lo lleve como tal. Muchos de los objetos mencionados (juguetes, vestimenta, etcétera) trabajan en la modelación del cuerpo correspondiente a cada sexo. Por ejemplo, a propósito de la falda Bourdieu afirma:9
La falda es un corsé invisible que impone en los modales una atención y una retención, una manera de sentarse, de caminar. Tiene finalmente la misma función que la sotana. Llevar una sotana es algo que realmente transforma la vida, y no sólo porque uno se vuelve cura a los ojos de los demás. Se te recuerda constantemente tu estatus con ese trozo de tela que interfiere entre tus piernas […] La falda es una suerte de recordatorio. La mayoría de los dictados culturales sirven para recordar el sistema de oposición (masculino/femenino, derecha/izquierda, alto/bajo, duro/blando…) en que se funda el orden social. Oposiciones arbitrarias que terminan por prescindir de justificativos y que se registran como diferencias de naturaleza.
Hay toda una pedagogía vinculada con el porte de tal o cual prenda. Llevar falda, por ejemplo, trae aparejada, para las mujeres, todo un conjunto de pautas, directrices, exigencias de buena conducta que son tanto más eficaces cuanto son tácitas, soterradas. Así, de nuevo Bourdieu:
Las conminaciones en materia de buena conducta son particularmente poderosas porque se dirigen en primer lugar al cuerpo sin pasar necesariamente por el lenguaje o por la conciencia. Las mujeres saben sin saberlo que al adoptar tal o cual comportamiento, tal o cual vestimenta, se exponen a ser percibidas de tal o cual manera.10
Las mujeres lo saben porque se les ha dicho de mil formas y, más aún, porque han aprendido a comportarse “correctamente” observando a otras mujeres, especialmente, las mujeres mayores más cercanas. Y lo han interiorizado mediante un paciente y prolongado trabajo de inculcación que moviliza a la familia, a la escuela y a todos los espacios de socialización. En otro texto, Bourdieu afirma:
Lo esencial del aprendizaje de la masculinidad y la feminidad tiende a inscribir la diferencia de los sexos en los cuerpos (sobre todo a través de la vestimenta), en forma de maneras de caminar, de hablar, de comportarse, de llevar la mirada, de sentarse, etc.11
Así como la falta, también los muñecos (sexistas) son, más que simples objetos, portadores de mensajes que contribuyen poderosamente a la inculcación de habitus generizado. Los dirigidos a las niñas conllevan la incorporación de una idea de feminidad fuertemente vinculada con la idea de ser madres y con “la ideología de la maternidad intensiva”,12 entendida como la creencia que una adecuada crianza implica que ellas estén siempre solícitas en satisfacer las necesidades y deseos de los hijos y que esto sea la única prioridad en su vida. De lo contrario, como veremos en algunos testimonios, cargará con la culpa de no dedicarse de tiempo completo a los hijos y de no hacer de estos el principio y fundamento de su vida.
Esa incorporación o interiorización es tanto más lograda cuanto se ha vuelto una segunda naturaleza y, desde el interior, ejerce una especie de vigilancia o de control de la conducta que conlleva autocastigos simbólicos o psicológicos a quienes juzgan su comportamiento contrario a la “norma”. En este sentido, nuestro acuerdo con Lamas es pleno cuando afirma que “Los procesos culturales de género mediante los cuales las personas nos convertimos en mujeres y hombres también conllevan altas dosis de sufrimiento y opresión”.13
En entrevistas realizadas para una investigación sobre condiciones de vida social y material en hogares de jefatura femenina (mujeres de clase media, divorciadas o separadas)14 en la Zona Metropolitana de Guadalajara, México, muchas de ellas confesaron sentir culpa por dejar a sus hijos en guardería o al cuidado de algún pariente para ir a trabajar.
Yo a ella desde chiquita la tuve en guardería, por el asunto de estar trabajando. Entonces, esa parte yo creo que ha sido la más complicada. Siempre hay un sentimiento de culpa de dejar a tus hijos en la guardería y de ‘ay’, [se ríe]. Sé que tendría que estar conmigo, sin embargo, de verdad, ahorita no hay opción. La mayor, mayor, mayor [complicación] es finalmente lo que te comentaba al principio, ese sentimiento de culpa, de querer estar ahí y, sin embargo, no tener la opción de estar aquí. Cuando trabajaba en la escuela no ganaba mucho, ganaba dos mil pesos, pero no gastaba mucho y no tenía necesidad de que alguien me cuidara a la niña en esos años y estaba más presente, me sentía menos culpable, menos.
¿Genera culpabilidad trabajar fuera de casa?
Sí, sí. Me genera culpabilidad perderme los festivales de mis hijos… sí me genera culpabilidad. Como de ‘lo más importante son tus hijos y no estás’.15
La paradoja -¿cuándo no la hay en estas cuestiones?- es que estas mujeres disfrutan su trabajo, se sienten valoradas haciendo un trabajo remunerado, pero, a la vez, cargan con la culpa de hacerlo encargando a sus hijos a una tercera persona.
Y claro que sí [da culpa], y más ahorita que está chiquita. Yo dejé a Paulina cuando tenía dos meses con mi mamá y eso yo creo que me da menos culpa, pero sí, […] Sí digo que yo debería estar ahí con ella, pero disfruto mucho mi trabajo y eso yo creo que compensa mucho, no sé si, si podría estar 24 horas con ella y entonces para qué estudié una profesión y una maestría, y una especialidad y tengo todas mis líneas de investigación ¿no? Pero, sí, hay días que digo ¡chin!16
Ocuparse fuera de casa en una actividad que si se disfruta resta un poco de peso a la culpa de dejar a los hijos al cuidado de otras pero no la elimina del todo. A juzgar por la siguiente consideración, la culpa parece ser una cuestión muy expandida entre este tipo de madres muy escolarizadas y laboralmente estables.
Creo que el asunto de la culpa que las mamás trabajadoras en promedio vivimos […], que lo vivo y que lo comparto, te digo lo vivimos porque al menos entre algunas de las amigas que lo hacemos es como… pues nos suele suceder, ¿no?, este asunto de la culpa de decir: ‘pues sí, o sea trabajo pero eso, ¿le estaré o no le estaré quitando tiempo?, ¿será o no lo correcto?’ Como todos esos rollos; yo estoy convencida de que eso es lo que quiero [trabajar], pero aun así de repente sí pesa. O de repente a lo mejor tiene que ver más con eventos también puntuales de decir: ‘tiene tal cosa y ahora sí es imposible porque yo coordino un seminario, ¿no? Y la escuela me acaba de avisar que tengo que estar y no hay forma de moverlo’. O sea, yo no puedo mover a veinte gentes por equis cosa.17
Culpa por tener un trabajo extradoméstico que imposibilita la dedicación de tiempo completo a la atención a los hijos, y también por darse tiempo y gastar algo de dinero propio para cuidar de sí, para el entretenimiento personal:
¿Tienes tiempo para ti?
¿Lloro? ¿Puedo llorar para contestarte? [se ríe a carcajadas].
Puedes contestar como mejor te parezca, como te nazca [risas].
No, no, no. No, regularmente, así para mí, para hacer lo que yo quiera, no.
Sí, para hacer lo que tú quieras.
Sí. Regularmente no, sí lo hago a veces, pero son muy pocas las veces. O sea, te diré, una vez cada seis meses, algo así.
¿Es porque no te lo das o porque de plano no hay manera?
Porque yo me hago creer, yo quiero creer que no hay modo, porque yo creo que sí habría modo. Pero sí me da un poco de… de culpa. Digo, los ratos que tengo libres, pues, mejor se los doy a mis hijos o a mi esposo, ¿no? Entonces, sí dejo un poco de lado mi persona, pues. Así es.18
La sumisión interiorizada a la policía del género no se hace sin conflicto y desazón, máxime en una época como la actual donde hay muestras objetivas -de parte de muchos individuos- de algunas prácticas de distanciamiento y de cuestionamiento de esa estructura de dominación. Para Bourdieu, la explicación de la permanencia de la dominación masculina radica en la inscripción de las “expectativas colectivas” en “los cuerpos bajo forma de disposiciones permanentes”. Al respecto, es contundente el sociólogo:
[…] según la ley universal de la adecuación de las esperanzas a las probabilidades, de las aspiraciones a las posibilidades, la experiencia prolongada e invisiblemente amputada de un mundo completamente sexuado tiende a borrar, desalentándola, la inclinación misma a realizar actos que no corresponden a las mujeres, sin que sea necesario prohibírselos.19
En esta lógica, aun las transformaciones más espectaculares conllevan algunas permanencias ancladas en el habitus o la policía del género interiorizada.
Hace poco, una colega (clasemediera, con maestría, profesora universitaria) contó una historia personal que funciona como ilustración casi perfecta de lo que intentamos sostener. Ella está muy interesada en cuestiones de educación no escolarizada; de hecho, es parte de un proyecto de este tipo dirigido a adolescentes. Se enteró de la realización de un coloquio o seminario en torno a esta cuestión en una ciudad del norte de México. Le atrajo mucho la posibilidad de ir, tanto por el tema del congreso como por la posibilidad de conocer, por primera vez, una de las regiones con el paisaje más atractivo del país. Sin embargo, le preocupaba ir y dejar a su marido solo con sus dos hijos porque este llevaba dos semanas sin cruzar palabra con el hijo mayor (de 20 años). Al final, “optó” por no ir. Y ¡cuál no fue su coraje consigo misma cuando dos días después de iniciar el coloquio el marido decidió irse a la playa por cuatro días para una despedida de soltero! En el momento de contárnoslo, se lamentaba y hervía del enojo, pero en su momento decidió quedarse con su familia, a pesar de la insistencia de varios amigos a que fuera al congreso.
Esta misma colega nos contó esta otra situación que vivió con su marido en el contexto de una fiesta de bodas. Estaban en una mesa con varios amigos del marido y sus respectivas esposas. Nótese que los amigos son hombres adinerados cuyas esposas, en palabras de ella, “no hacen nada; si acaso, participan como voluntarias en obras de beneficencia” A continuación, un extracto de la conversación que se dio entre el marido y sus amigos, tal como ella la refirió:
Amigo del marido, dirigiéndose a la colega: -¿Tú trabajas?
Ella: -Sí…
Marido de ella: -Estudió una pinche maestría en una madre que no sirve para nada [su maestría es en lingüística aplicada].
La reacción de ella fue reírse y no dar importancia a esa clarísima manifestación de violenta descalificación de su persona, de lo que la apasiona, de su trabajo, de su formación académica. ¿Por qué esa reacción de él? Como dijimos, sus amigos tienen relaciones de pareja acorde con la más estricta división sexual del trabajo; él también siempre ha deseado configurar su propia relación según este modelo, pero sus circunstancias laborales y económicas no le han permitido materializarlo; hace algunos años, ella contó que el marido le “permitía” trabajar porque sus ingresos no eran suficientes para mantener a la familia. Salvo por breves periodos -como en los meses inmediatos al nacimiento de sus hijos-, en sus poco más de 20 años de vida matrimonial, ella siempre ha tenido actividades remuneradas.
Así las cosas, la reacción del marido, otra muestra de la policía del género incorporada en acción -también lo es de la institucional, como veremos más adelante-, es una forma típicamente apegada al guion de la masculinidad hegemónica de significar a los amigos que él está a la par de ellos, que él también es capaz de mantener a su familia y lo que ella hace fuera de casa es un símil casi infantil de trabajo remunerado, un divertimento o un pasamiento improductivo. La reacción de ella -reírse- tiene la misma explicación. Una y otra actuación se ajustan al guion de un habitus generizado que dicta un asenso casi entusiasta a la dominación masculina.
En un libro en el que ofrece un socioanálisis de sí mismo, de sus orígenes, de su trayectoria como tránsfuga de clase y disidente de la sexualidad normativa, Didier Eribon describe a su abuela materna ofreciendo lo que para nosotros constituye otro buen ejemplo de lo implacable que a veces llega a ser la policía del género interiorizada. Aquí sus palabras:
Lo tenía todo de una mujer sometida al orden social. Y defendía la evidencia de este último como si hubiera sido ella quien lo había querido e instaurado: no era sólo una ley de necesidad lo que se le imponía y ella sufría sin pensarlo, la del mundo tal como es, donde el papel de las mujeres y el de los hombres se reparten de manera diferencial y complementaria. ¡No! Afirmaba y reafirmaba con frecuencia el carácter lógico y el carácter moral, o simplemente normal, natural de esa ley […]: ‘los hombres son esto… las mujeres son aquello’. Y sobre todo: ‘eso no es cosa del hombre [lavar los platos u ocuparse de los hijos, por ejemplo], ‘ese no es el lugar de la mujer’ [ir a un café, salir sola de noche].20
Y líneas más adelante, agrega: “Adhería a su papel y parecía orgullosa de su abnegación, orgullosa de ‘no tomarse jamás un segundo de descanso’, como repetía con frecuencia. En eso radicaban su dignidad y su razón de ser”.21 Por ello, contravenir esa “ley”, ese orden “natural” de las cosas (divorciarse, ser una madre no convencional, un padre que se encarga de la crianza, etcétera) conlleva, a menudo, para quien se atreva, un sentimiento profundo de vergüenza, de falta moral indeleble.
Si nos hemos detenido en exponer y ejemplificar un poco al detalle la dimensión incorporada de la policía del género, desde luego, es por su carácter determinante, fundante en el éxito del veredicto o de las prescripciones de género. Sin la fuerza estructurada y estructurante, para hablar como Bourdieu, de dicha dimensión las otras dos carecen de eficacia práctica. El arbitrario del género se impone a los individuos con toda la fuerza de lo evidente porque funciona como lex insita, norma hecha cuerpo.
La policía del género objetivada
La sociedad existe en los cuerpos, en las mentes así como en los objetos. El género como fenómeno social -uno de los más profundamente inscriptos en los cuerpos y en las mentes de los individuos- existe objetivamente en los objetos con los que los individuos interactúan y hacen su vida cotidianamente. Los objetos, así como los espacios, no son neutros, antes bien están sexuados, generizados; llevan impresas marcas que los asignan a los individuos en función de su sexo. Y sabemos que la policía del género -entendida como gobierno de las conductas y de las prácticas- funciona a base de permisos y prohibiciones, de insinuaciones y de llamamientos categóricos a apegarse al orden, a apegarse a lo normativo. Así, en estado objetivado, la policía del género vuelve permitida o prohibida la apropiación o la relación con ciertos objetos y espacios según que se sea mujer u hombre.
Las marcas de género en ellos impresas entrañan, para unos, cierta invitación a apropiarse de ellos en toda legitimidad y, para otros, la prohibición de hacerlos suyos, so pena de castigo. Ejemplos como los colores, los llamados “productos de belleza”, etcétera, son bastante triviales, mas no lo son tanto objetos como los cigarrillos, las bebidas alcohólicas, los instrumentos musicales, el dinero, algunos alimentos (grasos contra magros, abundante contra frugales), entre otros. Hay cierto tipo de cigarrillos que se espera que una mujer no fume -pensamos en los que no tienen filtro o son considerados como ‘fuertes’-, y a la inversa, hay otros que se supone no corresponden a los varones -como los mentolados o ‘suaves’-. Cualquier transgresión en uno u otro sentido entraña probablemente la condena de la burla exterior o la vergüenza, especie de castigo autoinfligido. A continuación, un par de ejemplos que a menudo pasan inadvertidos.
Hay objetos cuya asociación con uno y otro sexo depende del contexto de su uso. Un caso paradigmático es el dinero. Todos sabemos que las mujeres tienen dinero o, en una pareja sexista, generalmente son las que administran el dinero correspondiente a los gastos domésticos. Si un varón, por muy androcéntrico que sea, está en el espacio doméstico de una mujer, no tiene empacho alguno en que ella le ofrezca una bebida o cualquier otra cosa en señal de cortesía y hospitalidad, ya que la transacción comercial para adquirir el alimento ocurrió cuando él no estaba presente. Pero en el espacio público, antes “morir” que aceptar este mismo varón que una mujer le pague un café. ¿Por qué esta aparente contradicción?
El género implica performance, en el sentido de actuación, de modo especial tratándose de la “masculinidad hegemónica”.22 La ambivalencia del comportamiento masculino hacia el dinero en manos de las mujeres es parte de la actuación de género. Usado en el espacio doméstico, el dinero parece ser parte de los objetos de dicho espacio que en su mayoría están asociados a las mujeres. En el espacio privado, ese objeto tiene un significado particular, y sirve para comprar cosas para alimentar a otros, papel típicamente femenino. Ahí el dinero se “feminiza” y simboliza asuntos diferentes a los del espacio público. Al contrario, en el espacio público, el dinero es signo de poder, de estatus, de dignidad y sirve de instrumento de afirmación de la masculinidad de un hombre capaz de pagar la cuenta de una mujer o, menos comúnmente, la de otro hombre. Por esas propiedades, se asocia el dinero con los hombres, con el poder de estos, con su virilidad y su propensión (necesidad) a mostrarse como tales en público.
Así, para muchos hombres, aceptar que una mujer les pague (compre) algo en público significa una derogación a su masculinidad (hegemónica) y su intrínseca vinculación con el poder. Generalmente, las mujeres no se atreven a proponerlo porque “dan por hecho”, por obra de la policía interiorizada, que no deben; y si llegan a hacerlo y el hombre se lo permite, sienten extrañeza o se enojan porque lo experimentan como si las posiciones y las funciones se hubieran invertido. Cuando esto ocurre, no faltan las que consideran al hombre en cuestión como “poco viril”, un “mal partido”, una especie de hombre “emasculado” que se deja invitar públicamente una copa o un plato por una mujer.23 A la inversa -es lo más común- la simple insinuación de pagar por parte de una mujer puede provocar una protesta airada de muchos varones, quienes la asumen como un acto de desdoro de su virilidad, una especie de castración simbólica. La articulación de las disposiciones de género de hombres y mujeres, a la vez opuestas y complementarias, provoca que, en una situación como la descrita, la conducta (y las emociones) de unos y otras se ajusten a la manera como socialmente se espera que se comporten (y reaccionen).
El dinero usado en casa y para las cosas de la casa es trivial, femenino, y sirve para compras y actos típicamente femeninos de alimentar, de atender a otros/as (comprar las tortillas, el pan, la leche); en el espacio público es noble, masculino y sirve para la expresión de sí del hombre; el fin no es atender una necesidad ajena o mostrar generosidad para con otro, sino expresar poder económico de un hombre. Esto, los/as meseros/as lo tienen tan bien asimilado -es parte del sentido común de género- que a la hora de entregar la cuenta de consumo, aunque la haya solicitado una mujer, si hay un hombre presente en la mesa, no se les ocurre no entregársela a él.
La relación de hombres y mujeres con el dinero está correlacionada con su posición en la división sexual de las responsabilidades y con sus atributos sociales. Este objeto, como todos los del mismo estilo, vehicula tácitamente cierto imperativo de conducta acorde con las normas de género; con esto contribuye a la reproducción y la permanencia de este ordenamiento.
Otro objeto profundamente generizado es el automóvil. Este es un objeto esencialmente masculino, es un instrumento agresivo, peligroso, invasivo que implica una ocupación del espacio público, una forma de afirmación de sí -frente a los otros- más vinculada con la masculinidad. La generalizada creencia de que las mujeres manejan mal está vinculada con el hecho que se les asocia poco con dicho objeto. El que lo usen las mujeres y existan algunas submarcas dirigidas casi exclusivamente hacia ellas no invalida esta idea, toda vez que el uso que de estos hacen las mujeres suele estar vinculado con sus tareas de madre-esposa. Por eso, cuando una familia usa el “auto de la mujer” para ir a algún lugar -sobre todo para salir a carretera- casi siempre será el varón quien lo maneje (a menos que esté físicamente imposibilitado). Es socialmente “penado” que un hombre permita que su pareja (mujer) conduzca su propio auto, sobre todo en un viaje largo, si él también va en el mismo. Y ningún hombre orgulloso de serlo soportaría la humillación de “ser conducido” por una mujer, y las mujeres entienden que no les toca. Por eso, en los casos excepcionales en que tienen interés en manejar su propio auto en una salida familiar, evitan manifestarlo. Generalmente, dan por hecho que el hombre es quien maneja. Así las cosas, el auto sirve para recordar a cada uno su lugar, lo que es permitido “querer hacer y, de hecho, hacer” y lo que no, y la relación objetiva que es permisible tener con él según que se sea hombre o mujer.
La policía del género institucionalizada
Las instituciones, parte fundamental de la configuración de nuestras complejas sociedades contemporáneas, a menudo funcionan como espejo de la configuración de nuestras sociedades en torno a la dominación masculina y la sumisión femenina. Lo determinante, y más ad hoc a mi argumento, es que así articuladas, muchas instituciones nodales de nuestras sociedades contribuyen tácitamente en mantener y reproducir el statu quo o el orden simbólico y material de género.
Lucía Melgar tituló “Invisibles” un artículo en el que intentó mostrar la poca presencia de las mujeres en las más importantes instituciones culturales y académicas de México.24 El título es bastante revelador de lo que hacen dichas instituciones respecto de la reproducción del género. Mucho se ha dicho sobre la manera como las mujeres y sus experiencias, privadas y públicas, son invisibilizadas en el dominio público. Como si ser mujer significara vivir en la invisibilidad, no tener o tener poca presencia en los espacios que cuentan socialmente y que son los reconocidos y visibilizados. Melgar muestra como las instituciones contribuyen ampliamente en esta invisibilización; y al hacerlo, velis nolis, contribuyen a inculcar o reforzar en las mujeres la creencia de que naturalmente dichos espacios no son para ellas; por eso cuando llegan a ser parte de ellas, pueden sentirse como ilegítimas, fuera de lugar y tener que hacer un esfuerzo especial para creérselo y asumir que son tan capaces que un varón para ocupar esas posiciones. Escribe Melgar:
Cómo explicarle a una adolescente con ambiciones por qué no encuentra suficientes modelos femeninos a seguir en los programas de televisión, en los ámbitos políticos o en las instituciones culturales? Idealista, ella no aspira sólo a su desarrollo y beneficio, sino a mejorar el país y la sociedad. Por más que busca, ve tan pocas mujeres en los foros públicos que le parecen bichos raros, y cuando compara a las escasas reconocidas con los hombres públicos se pregunta si valdrá la pena esforzarse al doble para lograr lo que éstos obtienen con menor esfuerzo.25
Después de recorrer algunas de las instituciones culturales, académicas y científicas más emblemáticas del país y documentar la muy exigua presencia de las mujeres en todas ellas, Melgar concluye:
La misoginia institucional que muestra este breve recorrido por el pasado y el presente de las instituciones de la alta cultura nacional es tan obvia y tan indignante que apenas si vale la pena añadir a esta crónica de agravios lo que se ha perdido desde 2012 en el ámbito oficial: hay menos ministras, hay menos altas funcionarias en áreas de Conaculta o FCE, menos mujeres con poder. Como en los spots y en el discurso político, en el discurso social, o para ser más precisa, en el discurso de la alta cultura institucionalizada, las mujeres o son invisibles, o están en el margen o son tan pocas que siguen pareciendo la excepción que confirma la regla: ‘el mundo es de los hombres’.26
Es posible que una de las experiencias primeras que tienen niñas y niños sea precisamente esta: “el mundo es de los hombres”; la misma institución familiar se lo enseña -al salir papá al mundo a trabajar todos los días y mamá quedarse en casa- y muchas de sus experiencias ulteriores de socialización lo confirman y refuerzan. Asumir que esas instituciones son espacios casi exclusivamente masculinos, por ende vetados a la presencia de las mujeres, entraña, como una variante de la profecía que se cumple a sí misma,27 la prohibición de anhelar como mujer siguiera la posibilidad de llegar ahí y el mensaje implícito es limitarse a lo que, como mujer, es viable desear. Las instituciones en su integración confinan a cada cual, según su ubicación en el entramado configurado por las oposiciones entre lo femenino y lo masculino y que llamamos género, a la posición que le corresponde y a las expectativas socialmente vinculadas con ellas.28 Derogar a esta asignación suele dar lugar a sospechas, inseguridades, condenas simbólicas de parte de quienes se consideran mandatados para cuidar el orden instituido.
Otro ejemplo para apoyar esta idea. En una investigación realizada con madres y padres mexicanos que enfrentaban la sustracción familiar de los hijos,29 se encontró que a los padres se les cuestionaba en las instituciones judiciales el interés por convivir con los hijos y obtener su custodia, así como su capacidad y disponibilidad para cuidarlos. Incluso en los casos en que los padres demostraban que tenían un vínculo íntimo con sus hijos y que participaban en igual o mayor medida que las madres en el cuidado y crianza de estos, era imposible que fueran asumidos por los funcionarios como los cuidadores principales. Los padres señalaron que el vínculo entre padres e hijos estaba institucionalmente desprotegido y subvalorado; se les señalaba claramente que los derechos de una madre y de un padre son diferentes, ya que, desde la visión de los funcionarios, “naturalmente” les corresponde a estas el cuidado y la crianza de los infantes. Así un padre entrevistado:
Para acabar pronto, la señora agarró y me dijo ‘¿Tú para qué quieres un niño si tú eres hombre?’ ‘¿Cuál es la diferencia?, es mi hijo como quiera’. ‘Es que ella lo puede hacer, está en su derecho, es su mamá’. Sentí mucha impotencia y coraje, yo le contesté: ‘Yo lo puedo hacer igual, soy su papá’. ‘No compares, tú eres hombre’. ‘¿Cuál es la diferencia?’ ‘No, ella tiene todo el derecho, ella es mujer, ella lleva todas las de ganar, siempre esto es a favor de la mujer’.30
La narración de otro padre es coincidente:
Por el simple hecho de ella ser la mamá ya tiene la prioridad, y entonces ya queda uno descartado. A los papás es bien común que les digan los licenciados: ‘Pues señor, tenga otro’. ¡Qué poca madre!, cuando te contestan así. Dices: ¡ay!, ¡ojalá y nunca te suceda!31
Según los progenitores, el discurso de los funcionarios hace patente la existencia de un derecho superior o “natural” de las madres con respecto a los hijos, sustentado en la idea de que la gestación y el parto generan un lazo más profundo entre madres e hijos y en que biológicamente las madres se suponen más dotadas y calificadas para el cuidado y la crianza. Al naturalizar una realidad socioculturalmente originada y mantenida, esos funcionarios vuelven ilegítima toda conducta contraria y toda exigencia porque el Estado restituya un derecho del que los quejosos se creían acreedores. La evocación de la ficción del “derecho natural” de las madres lleva implícita la condena del reclamo de los padres a la restitución del derecho de ver a sus hijos por considerarla los funcionarios judiciales ominosa y contraria a la “ley natural” y al orden social.
Al proceder así, la institución y los individuos que actúan en su nombre hacen una tarea de perpetuación del statu quo de género y de recordatorio de lo permitido y prohibido, de los derechos socialmente reconocidos a cada uno y del papel que debe asumir sobre la base de la diferenciación sexual. Se erigen en guardianes y garantes del orden social de género, asumido como natural, y de todas las violencias (materiales y simbólicas) que lo constituyen. Así, la policía del género se ejerce desde las instituciones.
Actos de resistencia a la policía del género
Es posible que las reflexiones expuestas páginas arriba den la impresión de que el género, desde esta concepción tripartita, es una máquina subyugante y anuladora de toda capacidad de resistir de los individuos y, hasta cierto punto, de subvertir el orden coercitivo así instaurado. Es cierto, no somos en absoluto partidarios de las filosofías del sujeto que hacen de cada individuo el único principio causal de sus deseos y acciones. Contra esta suerte de ideología subjetivista, defendemos nuestra adhesión a una ciencia social más bien determinista o, en todo caso, una que asume con seriedad el principio que los seres humanos, de su nacimiento a su muerte, están insertos en estructuras constringentes gracias a las cuales tienen posibilidades de ser “arquitectos” de su propia vida. Uno de los mejores portadores de esa concepción del conocimiento sobre los individuos y lo social es Norbert Elias, quien la expresa en estos términos:
Desde el momento mismo de su nacimiento, la persona queda inmersa en un contexto funcional con estructuras bastante precisas; debe someterse a este determinado contexto funcional, desarrollarse de acuerdo con él y, en su caso, contribuir en su elaboración. Incluso la posibilidad que tiene una persona de elegir entre las funciones existentes está relativamente limitada; depende, en gran medida, de la posición, dentro de este tejido humano, en la que ha nacido y ha crecido.32
Líneas más adelante, como en un esfuerzo por dejar en claro su posición respecto del carácter ineludible de los “encadenamientos” en que cada individuo se halla respecto de otros individuos, Elías agrega:
Cada uno de los seres humanos que caminan por las calles aparentemente ajenos e independientes de los demás está ligado a otras personas por un cúmulo de cadenas invisibles […] El ser humano individual vive, y ha vivido desde pequeño, dentro de una red de interdependencias que él no puede modificar ni romper a voluntad sino en tanto lo permite la propia estructura de esa red; vive dentro de un tejido de relaciones móviles que, al menos en parte, se han depositado sobre él dando forma a su carácter.33
Los individuos están “encadenados” de mil maneras a una y otra realidad exterior a ellos, y es a través de esas mutuas interdependencias y codeterminaciones que fluyen las posibilidades de hacer su vida, hasta cierto punto, “según sus propias elecciones”. Así las cosas, el tipo de coerción que el orden de género ejerce sobre los individuos, en verdad, los constriñe sin que anule sus posibilidades de plantarle cara y de idear vetas de fabricación de sí mismos. Veamos dos ejemplos de resistencia a la policía del género.
En su referido autosocioanálisis, Didier Eribon34 describe las reservas y limitaciones a las que fue sometido en su familia, escuela y el entorno social más amplio de su ciudad natal para hacer su vida como homosexual. En un espacio social donde casi todo rezumaba homofobia, las posibilidades de construir una vida lograda eran mínimas. Tuvo que huir hacia la gran ciudad que le ofreció espacios para vivir “libremente” su homosexualidad y, sobre todo, forjarse una vida de universitario e intelectual internacionalmente reconocido. Eribon es el único en su familia que realizó estudios universitarios y construyó una carrera intelectual. Sus hermanos apenas lograron concluir el ciclo de estudios secundarios para después tener el mismo destino laboral que sus padres: obreros o empleados de baja cualificación en los servicios. Él logró escapar de este orden de las cosas gracias a su amor por la literatura y la filosofía, en las que encontró un camino para escapar de la atmósfera de asfixiante homofobia y, en menor grado, de la pobreza de su familia y medio social.
En lo que hace a la homosexualidad, la policía del género se manifiesta, en forma interiorizada, mediante la homofobia autoinfligida o en contra de otros homosexuales; en forma objetivada por la evidencia de lo heterosexual presente en la publicidad o la desaprobación de mostrar gusto por la cultura y el estudio si se es hombre;35 en forma institucionalizada por la misma existencia de la familia heteroparental como única pensable. Eribon vivió la coerción de género en sus tres estados, su “rebelión” contra ella lo condujo a convertirse en el individuo que es hoy. Aunque, como él mismo reconoce, nunca logra uno deshacerse del todo del veredicto social que se vehicula a través de la policía del género. Las mil formas de condena de ciertas identidades dejan sus marcas permanentes en las disposiciones de quienes fueron su objeto. Es lo que, a nuestro parecer, expresa Eribon de manera cifrada al escribir de sí mismo -y de los homosexuales-, por un lado: “Soy un producto de la injuria. Un hijo de la vergüenza”,36 y por el otro: “El ser-en-el-mundo se actualiza en un ser-insultado, es decir inferiorizado por la mirada social y la palabra social”.37
Esto es cierto también en el caso de algunas de las mujeres divorciadas referidas páginas atrás. El divorcio constituyó un acto de resistencia de esas mujeres contra la policía del género en sus tres estados. Han interiorizado que la vida matrimonial es el destino de una “buena” mujer; sabían que la sociedad “castiga” o discrimina a las mujeres divorciadas y el entorno está saturado de mensajes, objetos, discursos que implícita o explícitamente presentan como una evidencia la ecuación entre mujer adulta y condición de casada. Al abandonar esa condición la pusieron en cuestión sin lograr del todo que dejara de condicionar su existencia actual. Evidencia de ello es la vergüenza que les generó su condición de divorciada y su temor de que en algunos entornos se supiera.
Su rebelión contra el orden de género y la coerción que le es concomitante les abrió el camino para forjar su vida de manera diferente, en términos de gratificación, bienestar y libertad, diferente a como lo habían hecho en su particular condición de casadas. Salvo excepción, todas consideraron que, visto en retrospectiva, lo que pudieron haber “perdido” al divorciarse, si de pérdida ha lugar a hablar, es mucho menor a lo que ganaron tanto en lo personal como en lo profesional y en la relación con sus hijos. Esa decisión les dio ocasión de cuestionar mucho de lo aprendido e interiorizado como de lo objetivado e institucionalizado en relación con el género. Al hacerlo, se dieron la oportunidad de asumirse de otro modo, sin que esto significara zafarse del todo de las diferentes formas de coerción de género.
Presentamos estos dos ejemplos a fin de mostrar que la coerción ejercida mediante la policía del género no es absoluta; presenta grietas por las que, aun so pena de castigo, los individuos tienen cierta posibilidad de operar prácticas de resistencia. Desde luego, mientras sean actos individuales, son de limitado alcance. Y como tales, pueden contribuir, paradójicamente, a la perpetuación de las estructuras contra las que se rebelan.
Conclusión
El orden social existe y se perpetúa a través de las instituciones, de los objetos y de las mentes o los cuerpos. La coordinación entre estas formas de existencia de la sociedad es garantizada por el hecho que los individuos que forman dichas instituciones y hacen su vida con estos objetos son portadores de disposiciones socialmente adquiridas y que están en la base de la concepción de las instituciones y de los objetos de marras; lo que les facilita habérselas con ellos con cierta inercia. Una de estas disposiciones es justamente el género entendido como historia social incorporada o “sentido práctico … que permite actuar como se debe”,38 con base en la diferenciación sexual.
En su notable ensayo sobre la evolución histórica del (cambiante) equilibrio de poder entre los sexos, Norbert Elías muestra como esas relaciones se han articulado en torno a la desigualdad entre los sexos y, sobre todo, como el orden social fincado sobre el principio de dominación masculina tuvo que contar, para su imposición y perpetuación, con una tácita adhesión y aquiescencia de los individuos que cargan con él. Esta idea del sociólogo encierra la cifra de todo cuanto hemos intentado argumentar en torno a la fuerza estructurante del género, y del costo y la dificultad de sustraerse a ella. Las palabras de Elías:
[…] nos enfrentamos a un tipo de desigualdad codificado por la sociedad en cuestión en tal forma que se ha convertido no sólo en costumbre sino también en hábito, en parte de los hábitos sociales de los individuos. La coerción ejercida por la costumbre social se ha convertido en una segunda naturaleza y, por tanto, en autocoerción. Un hombre y una mujer educados en esa tradición no pueden romper fácilmente con ella sin perder el respeto a sí mismos así como el respeto de su grupo.39
He aquí a lo que nos referimos cuando hablamos del aspecto de mutuo reforzamiento de los tres estados de la policía del género. La coerción del género opera a través de objetos e instituciones; gracias a su interiorización en los individuos, las prescripciones que le son constitutivas ganan en “evidencia de su necesidad”, cobran fuerza de “ley” que confirma y refuerza la marca activa del género en objetos e instituciones.
Nuestra propuesta intenta defender la necesidad de articular en el análisis -y en las prácticas de deconstrucción- estas tres dimensiones del entramado de género que suelen pasar desapercibidas en los estudios a ello relativos. La costumbre es que se pone énfasis en una o dos, pero no en las tres de manera conjunta. A veces se hace hincapié en la dimensión interiorizada o el orden de género hecho cuerpo, dejando en la sombra “el trabajo del género” a través de los objetos o su dimensión objetivada, o viceversa. Otras veces, el análisis toma las prácticas institucionales de reproducción y mantenimiento del orden de marras menospreciando el peso del género en estado interiorizado y objetivado. Insistimos en que la dominación masculina necesita para su perpetuación y “eternización” la existencia tanto de individuos cuyo habitus corresponde con -y es producto de- el mandato de género en que se sustenta dicha dominación como de objetos y de arreglos institucionales que llevan su marca, lo legitiman y parecen dar evidencia de su necesidad.
Al mostrar el engarzamiento, el funcionamiento entreverado de las tres dimensiones de la “policía del género”, quisimos subrayar la pertinencia de articularlas en el análisis toda vez que no se quiera quedar en simples aproximaciones sobre las dinámicas de género. Dicha pertinencia deriva del hecho que a nivel empírico los tres estados de la policía del género se implican y refuerzan mutuamente. Es esta la razón por la que es compleja toda labor tendiente a dilucidar su funcionamiento, es difícil de desarticular en la vida social o que los más notables cambios tienden a coincidir con importantes permanencias. Estamos convencidos de que esa mirada articuladora es condición sine qua non de un análisis no simplista y de una acción, en verdad desestructurante, de las estructuras de género.