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Intersticios sociales

versión On-line ISSN 2007-4964

Intersticios sociales  no.26 Zapopan sep. 2023  Epub 23-Oct-2023

 

Reflexión teórica

La dimensión emocional en el ejercicio del poder: una discusión teórica

The emotional dimension in the exercise of power: a theoretical discussion

*Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, México. Doctora en Sociología, Universidad Nacional Autónoma de México, México. kurichi1@hotmail.com


Resumen

En este artículo, se desarrolla una problematización teórica sobre la dimensión emocional del poder, específicamente, qué papel desempeñan los sentimientos en las relaciones sociales de poder y de dominación. A partir de la revisión de autores provenientes de la sociología de las emociones, la sociología política y de la filosofía política, se afirma cómo las emociones no solo cuentan con un carácter expresivo, sino también normativo e instrumental en la constitución y reproducción de las relaciones de poder a diversas escalas, así como en la estratificación social. Con base en la propuesta teórica de Arlie Hochschild, se expone cómo lo que he definido como reglas del sentir de la dominación y la obediencia ocupan un lugar relevante en los lazos sociales de mando-obediencia. Asimismo, se postulará cómo los sectores subalternos realizan un trabajo de elaboración emocional ante la imposibilidad de quebrantar las relaciones de poder. Finalmente, se plantea cómo sentimientos como el asco y el desprecio pueden servir para legitimar la desigualdad y el poder ejercido, y, en algunos casos, invisibilizarlos.

Palabras clave: emociones; poder; estratificación social; reglas sociales

Abstract

In this paper, a theoretical problematization is developed about the emotional dimension of power, specifically, what role do feelings play in the social relations of power and domination. Based on the review of authors from the sociology of emotions, political sociology, and political philosophy, I will affirm how emotions not only have an expressive character, but also a normative and instrumental character in the constitution and reproduction of power relationships at various scales, as well as in social stratification. Based on the theoretical proposal of Arlie Hochschild, I will exposed how what I have defined as feeling rules of domination and obedience occupy a relevant place in the social ties of command-obedience. Likewise, I will postulate how the subordinate carry out a work of emotional elaboration in the face of the impossibility of breaking power relations. Finally, it considers how feelings such as disgust and contempt can serve to legitimize inequality and the power exercised, and, in some cases, make them invisible.

Keywords: emotions; power; social stratification; social rules

Introducción

En las últimas décadas, las emociones y los afectos han sido objeto de reflexión teórica y exploración empírica en las ciencias sociales. Desde diversas perspectivas teóricas y metodológicas, se ha subrayado la dimensión cultural, histórica y política que las conforma. El objetivo de este artículo es efectuar una reflexión teórica sobre el papel desempeñado por las emociones en las relaciones de poder y en la estratificación social. Las preguntas que orientan este trabajo son: ¿Qué tipo de sentimientos experimentan los actores sociales involucrados en una relación de mando-obediencia? ¿Cómo las reglas sociales se vinculan con el poder? ¿Qué sentimientos ayudan a reproducir y a legitimar la estratificación social y a invisibilizarla? Para tal efecto, se recuperan planteamientos de autores seminales en la sociología y la filosofía de las emociones ―Arlie Hochschild, Sara Ahmed, Randall Collins, Theodor Kemper, Jonathan Heaney, Martha Nussbaum― y de la sociología política ―Henrich Popitz y James Scott― con el objetivo de entablar un diálogo conceptual encaminado a engarzar al poder con las emociones desde una perspectiva relacional y procesal. Los criterios que orientaron la elección de dichos autores estriban en que sus propuestas son puntos de partida para explorar la dimensión expresiva, instrumental y normativa del nexo poder-sentimientos. Particularmente, el trabajo de Hochschild, representa una mirada pionera en la sociología sobre el peso que tienen las normas en la experiencia emocional de los agentes. Su concepto de reglas del sentir tiene un potencial heurístico notable que posibilita amplificarlo para estudiar cómo el ejercicio de la dominación y el poder requieren para su constitución y reproducción, entre otros factores, de reglas del sentir, tal como se desarrollará en este trabajo.

El artículo está estructurado en tres apartados: en el primero, hago una sucinta exposición sobre el nexo sociedad-emociones; en el segundo, problematizo cómo los sentimientos y los afectos tienen un carácter relacional, y cómo mantienen un lazo estrecho con el poder, donde la interiorización de lo que denominaré reglas del sentir de la dominación y la obediencia ocupa también un lugar importante; en el tercero, se establece cómo lo sentimental mantiene un vínculo con la estratificación social y de qué modo puede ser un instrumento de naturalización del poder y la dominación, amén de que puede ser un mecanismo de legitimación del orden social desigual.

La configuración cultural e histórica de las emociones

El universo simbólico del quehacer humano es un plano ineludible para comprender y explicar la edificación, reproducción y transformación de las sociedades. Los afectos y las emociones forman parte de dicho ámbito, junto con razones, creencias y valores, al ser referentes de sentido que orientan a la acción social y política. Si bien los sentimientos fueron de algún modo estudiados por los padres del pensamiento sociológico ―con conceptos como alienación, anomia, solidaridad orgánica, solidaridad mecánica, efervescencia colectiva y ascetismo puritano; nociones facturadas por Marx, Durkheim y Weber, respectivamente, así como con las seminales reflexiones Simmel― es hasta la década de los setenta que lo emocional se tornó en materia de reflexión explícita. Autores como Hochschild, Kemper y Scheff fueron de los pioneros en esta tarea erigiéndose el denominado giro emocional, como señala Bericat1. Junto con la irrupción del giro afectivo en la década de 1990, emociones, corporalidad y afectos fueron objeto de discernimiento de modo tal que para algunos autores lo emotivo corresponde a la esfera de lo histórico-cultural, mientras lo afectivo al terreno de lo sensorial, a una dimensión precultural2. Para Elias, resulta fundamental pensar a las emociones en el espacio de entrelazamiento de lo no aprendido ―lo biológico― y lo aprendido ―lo sociocultural― aserción que quebranta la dicotomía naturaleza-cultura.3

Hochschild define a las emociones como la conciencia corporal con una idea, un recuerdo, un pensamiento o una actitud y a la etiqueta adosada a esa conciencia.4 Es necesario resaltar que lo sensorial y lo sentimental son construcciones sociales, culturales e históricas interconectadas en el plano empírico. Ahmed afirma que hay que cuestionar la idea de la inexistencia de una racionalidad en la esfera emocional, al establecer que el pensamiento racional es también sentimental y subrayando que el contacto con los objetos ―humanos y no humanos― es lo que detona la experiencia afectiva y emocional,5 de ahí que opte, siguiendo a Hume, por hablar de impresiones, noción también conformada por rasgos cognitivos:

Lo que nos mueve son las emociones y la manera en que nos mueven implica interpretaciones de las sensaciones y los sentimientos, no solo en el sentido de que interpretamos lo que sentimos, sino también porque lo que sentimos puede depender de interpretaciones pasadas no necesariamente realizadas por nosotras, puesto que nos preceden […] el conocimiento no puede separarse del mundo corporal de los sentimientos y las sensaciones; el conocimiento está ligado a lo que nos hace sudar, estremecernos, temblar, todos esos sentimientos que se sienten, de manera crucial, en la superficie del cuerpo, la superficie de la piel con la que tocamos y nos toca el mundo.6

En sintonía, Heaney establece que la racionalidad en sí misma se basa en las emociones, consecuentemente, no deben ser vistas como manifestaciones antagónicas7. Por su parte, Nussbaum recalca cómo lo sentimental encierra un trabajo de evaluación de la realidad y con ello cuenta con una dimensión cognitiva.8

Si se parte de la premisa que somos seres afectados por los otros, al tiempo en que también los afectamos, entonces hay que subrayar cómo las emociones no solo son producto del mundo social, sino que este es también resultado de prácticas afectivo-emocionales junto con creencias, valores e ideas que, en conjunción, orientan la acción social. En suma, entre la sociedad y la dimensión emotivo-sensorial existe una relación recursiva e inquebrantable.

Hochschild habla del yo sensible y de la existencia de un vocabulario emocional que puede variar de una sociedad a otra, lo cual revela la plasticidad cultural de lo afectivo-sentimental.9 Hablar de la constitución social e histórica de las emociones exige precisar cómo cada sociedad habilita, moldea y constriñe qué sentir, cómo codificarlo y cómo expresarlo. Se trata del peso de los mandatos sociales, políticos y culturales, es decir, del rol desempeñado por las reglas sociales. En el siguiente apartado, se expondrá la dimensión normativa y expresiva de las emociones en el marco de las relaciones de poder y dominación.

El revestimiento emocional del poder: reglas del sentir de la dominación y la obediencia

Las emociones atraviesan un sinnúmero de fenómenos sociales a diversas escalas, desde las relaciones cara a cara hasta los grandes mecanismos de reproducción del orden social y político. Los sentimientos― como el poder― son una forma de vínculo social que conectan a los sujetos y que posibilitan la comunicación entre ellos. El conflicto, la hostilidad, las disputas políticas, económicas y culturales tienen una implicación emocional, al igual que la cohesión y la cooperación. Ya Simmel afirmaba que las emociones desempeñan un papel relevante en el conflicto social y político:10

Es probable que la pulsión antagonista, debido a su carácter formal, solo venga a ser un complemento, una palanca de los conflictos originados por causas materiales. […] es normal que el conflicto se vaya cargando de odio y rabia contra el adversario, al que personalizará, como también identificará el premio de la victoria, por cuanto la delimitación de estas pasiones alimentará y aumentará la energía anímica en la lucha. Conviene odiar al adversario contra el que, por el motivo que sea, se lucha, al igual que conviene amar a aquellos con los que se está vinculado y debemos convivir.11

Según Simmel, las emociones constituyen un instrumento que aviva, intensifica a esa forma de socialización que es el conflicto. La perspectiva simmeliana revela que no son los sentimientos los que determinan el desarrollo de la confrontación, sino que son las relaciones sociales las que lo hacen, las cuales perfilan a lo emocional, elemento participante de la interpretación de la realidad.

Heaney sostiene cómo el vínculo poder-emociones no ha sido suficientemente explorado por el pensamiento sociológico,12 nexo compuesto por: “conceptos gemelos, esenciales para cualquier ejercicio de comprensión de la vida social y política. Pese a que son gemelos, han sido separados al nacer y han sido criados por familias diferentes”.13 En este sentido, señala que el afecto es un efecto de las relaciones de poder. Si bien la reflexión teórica sobre el nexo poder-emociones fue en cierta manera explorado por algunos clásicos de la sociología ―como Simmel― la escasez de un esfuerzo interpretativo encaminado a tender explícitamente puentes entre ambos conceptos ha sido relativamente subsanado en los últimos años. De esta forma, Scribano habla de la política de los cuerpos y las emociones configurados socialmente y en su lectura sobre Marx, plantea cómo en este autor se encuentran las simientes para el desarrollo de una sociología de las emociones y de la corporalidad en un marco de antagonismo social.14 Por su parte, Robayo recupera la noción facturada por Fals del sentirpensar para referirse a cómo existe un proceso unitario entre la razón y los sentimientos15 y, siguiendo a Scribano, destaca la corporalidad inherente a dicha dinámica, además de señalar cómo el nexo entre el poder y las emociones se da a partir del peso que el primero tiene en la vida afectiva de los actores, en su forma de expresar lo sentido, amén de señalar la transformación de los sentimientos en el contexto de la resistencia colectiva. Una de las propuestas más sugerentes desarrolladas recientemente sobre la díada sentimientos-poder es la de Heaney quien abrevando de la sociología de las emociones, la sociología disposicional y la sociología política, recoge el concepto de capital emocional de Bourdieu para afirmar cómo el campo político en las actuales democracias liberales se caracteriza por un vaciamiento de propuestas, en el que la banalización y la mediatización de la opinión pública se acompañan de una notable crisis de representatividad político-partidista.16 Ante dichas condiciones, Heaney sostiene cómo el capital emocional se transfigura en capital político como una vía de compensar el vaciamiento de la política entre actores que se disputan el poder estatal. Los trabajos citados revelan de qué modo el plano afectivo ha sido reconocido como un elemento analítico de gran relevancia presente en múltiples escalas de la vida social y política. En este artículo, me daré a la tarea de problematizar cómo se relacionan el poder con lo sentimental rescatando la dimensión normativa, expresiva y funcional de este nexo.

Los niveles micro, meso y macro están sellados por el vínculo poder-emociones. Explorar cómo se articula lo sentimental con el poder supone partir de una concepción procesal y relacional, donde las emociones fungen como elementos de cohesión social y de construcción de la legitimidad del mando a partir de sentimientos como la confianza y la lealtad, además de ser instrumentos simbólicos que pueden justificar la segregación social y espacial y avivar los conflictos, como el odio y el asco.

Las relaciones de poder se caracterizan por la asimetría material y/o simbólica entre varios agentes. Weber señalaba que el poder supone la probabilidad de imponer la propia voluntad en una relación social, pese a la resistencia que pueda emerger.17 La afirmación weberiana permite colegir cómo ejercerlo es afectar a los otros, incidencia de amplio espectro que puede involucrar el pensar, el sentir y el actuar. Popitz sostiene que “la historia del poder humano es la historia de la acción humana”,18 aseveración que encierra un componente clave en la dinámica del poder: la agencia. Para él, este es un constructo omnipresente en la vida social, cuya práctica encierra un juego de tensión con la libertad, es decir, ejercer el poder implica acotar la libertad del otro.

Heaney sostiene que, si A tiene poder sobre B, de modo tal que consigue que este realice algo que de cualquier otra forma no lo hubiese hecho, entonces el vínculo existente no solo es de poder, sino que seguramente hay una implicación emocional.19 Kemper establece que los sentimientos están condicionados por dos modalidades de relacionalidad, las de poder y las de estatus.20 Las primeras se refieren a la capacidad de los sujetos para influir en otros, pese a la resistencia que pueda haber, en tanto los vínculos de estatus remiten al acuerdo y apoyo que un actor le brinda a otro, sin que medie alguna amenaza o violencia y sin que haya una “cosa por otra”, como sucede en el intercambio económico. Un ejemplo de un vínculo de estatus es el amor. Kemper asevera que todas las relaciones humanas están insertas en un gradiente de estatus y de poder, de modo tal que ambos pueden menguar o aumentar.21 En otros términos, las estructuras sociales, entendidas como distribución desigual de posiciones sociales de poder y de estatus, condicionan la experiencia emocional de los sujetos. Así, un actor que ve ampliado su poder sentirá seguridad y satisfacción, en tanto quien lo vea decrecido, puede experimentar miedo o ansiedad al sentirse amenazado y, en dado caso que dicho margen de poder no disminuya más, un estado de ánimo de esperanza y de optimismo puede emerger. Por otra parte, cuando el estatus de un actor se incrementa, los sujetos experimentan placer, satisfacción y orgullo, al suceder lo contrario, se genera decepción, enojo y depresión.

La mirada relacional de Kemper ha resultado seminal para otros modelos interpretativos como el de Collins quien afirma que las emociones son producidas a partir de un sinnúmero de rituales de interacción desplegados por los agentes a partir de relaciones cara a cara en donde se generan distintos grados de energía emocional ―entendida como un alto espectro que va desde un sentimiento de banalidad, de naturalidad en la vida cotidiana, hasta la ira, la felicidad y la depresión―.22 Collins define a dichos rituales por la convergencia de la copresencia corporal, un foco de atención común, la consonancia emocional y la delimitación frente a los otros. Para él, un ritual de interacción exitoso será aquel que, pese al carácter efímero del encuentro y de los sentimientos experimentados, coadyuve a la articulación de un sentimiento de pertenencia y solidaridad en el grupo. Siguiendo a Kemper, Collins sostiene la existencia de dos tipos de rituales de interacción, los de poder y los de estatus ―vinculados a la pertenencia a un grupo social―. Si bien las afirmaciones sociológicas de este autor tienen un claro potencial heurístico, al ser el concepto de rituales de interacción un punto neurálgico de su modelo, la dinámica poder-emotividad queda constreñida a la dimensión micro. No obstante, la contribución de Collins, al igual que la de Kemper, reside en tejer lo macrosocial con lo microsocial enfatizando el rol que desempeña la posición ocupada por los sujetos en los procesos sentimentales.

Por otro lado, un análisis sociológico del poder supone puntualizar las modalidades que cobra, Popitz establece cuatro formas:

  1. Violencia pura: es la capacidad de dañar a humanos y a animales.

  2. Poder instrumental: implica la obediencia de ciertos agentes a otros en virtud de un juego de recompensas y castigos, promesas y amenazas. Esta modalidad del poder se dicotomiza entre la obediencia y la desobediencia.

  3. Poder autoritativo: se sustenta en la necesidad que tienen los sujetos en contar con pautas del comportamiento y en la aspiración de ser reconocido por otros. La autoestima de aquellos que acatan el mando depende de ser reconocido por la autoridad, en tanto que la seguridad y autoestima de quien ejerce este tipo de poder están condicionadas por la obediencia y reconocimiento de los subordinados. Según Popitz, el poder autoritativo opera gracias a la interiorización de mecanismos simbólicos.

  4. Poder sobre animales y sobre la naturaleza: implica que la modificación al entorno natural incide también en los sujetos sociales. Lo dicho por Popitz sobre esta forma de poder, posibilita deducir cómo a través de la construcción social, cultural y política del espacio las sociedades se articulan, fraguándose una relación recursiva entre sociedad y dinámica espacial.23

Con base en la taxonomía de Popitz, planteó cómo estas formas de poder tienen una resonancia emocional. Así, la violencia detona miedo, dolor, indignación, vergüenza e ira en quien la padece y puede estar motivada en quien la detenta por el asco, la rabia, el odio y el desprecio ―y generar satisfacción al practicarla―. Un ejemplo de ello, son los ataques homofóbicos y transfóbicos que pueden ser gatillados por sentimientos, como el desprecio, el asco y el odio y que quienes lo comenten pueden experimentar orgullo de acuerdo con un modelo cultural heteropatriarcal.

En el caso del poder instrumental, resulta claro cómo ante las amenazas y promesas subyacentes, el miedo, la inseguridad y la esperanza atraviesan la experiencia sentimental de quien acata el mando, mientras que quien lo practica puede sentir orgullo, seguridad y satisfacción. Ejemplificando, en el marco de las relaciones laborales, la obediencia de los trabajadores de las reglas y mandatos específicos de una empresa puede provocar la esperanza y la construcción de expectativas sobre mejoras salariales o ascensos; en contraste, el desobedecerlos, puede significar el temor de recibir una sanción o bien de perder el empleo.

En relaciones autoritativas, donde el reconocimiento resulta central tanto en quien ejerce el poder como en el subordinado, la seguridad, la alta autoestima y el orgullo, pueden ser expresiones afectivas en ambas partes. La culpa y la vergüenza, no obstante, puede vivirse entre los subalternos al interpretar que el no obedecer o adherirse a la autoridad legítima es una falta; del otro lado, quien detenta el poder autoritativo, al ver su mando coartado puede sentirse agraviado, desconfiado y temeroso. Verbigracia, al interior de un partido político el respeto al liderazgo de ciertos individuos por parte de las bases sociales gatillará emociones de satisfacción y seguridad en estos, sentimientos que también pueden ser vividos por las bases al ser reconocidos por parte de dichos líderes. La pérdida de legitimidad del liderazgo, evidentemente, representará miedo, preocupación, inseguridad y hasta desesperación.

En el caso del poder sobre la naturaleza, expresiones como la topofilia ―amor o apego al lugar―24 y la topofobia ―rechazo y desagrado al lugar―25 pueden ser manifestaciones sensoriales y sentimentales que los sujetos en interacción edifican en función del vínculo entablado con el espacio y en virtud de los lazos sociales fraguados en relación con el mismo. De este modo, los movimientos sociales de carácter ambiental en contra de megaproyectos que ponen en riesgo al territorio constituyen un ejemplo de cómo la topofilia es resultado de la apropiación material y simbólica del espacio a lo largo del tiempo y de la construcción de un sentimiento de pertenencia al lugar fruto de relaciones y prácticas sociales. Cabe puntualizar que el espacio, en maridaje indisociable con el tiempo, estructura a las sociedades y dada su fijeza y relativa estabilidad es una fuente de confianza y seguridad ontológica,26 expresiones que resultan fundamentales en la construcción y reproducción del orden social.

Los lazos de poder encierran lo que denominaré horizonte de expectativas, esperanzas y temores que los sectores dominantes y los subalternos desarrollan en virtud de la posición que ocupan en este tipo de relaciones asimétricas. Así, quien ejerce el poder puede sentir orgullo, satisfacción y seguridad, además de generar expectativas y esperanza de conservar el poder. En tanto, quien acata el mando puede experimentar miedo, vergüenza, inseguridad y frustración. La esperanza en los sectores subalternos puede sustentarse en la negociación efectuada para obtener cierto margen de reconocimiento de derechos o mejoras y puede llegar al punto de, eventualmente, romper con las condiciones de sujeción. El miedo, emoción fundamental en la dinámica de poder y dominación, suele ser experimentado por los involucrados en este tipo de relaciones sociales: quien detenta el mando puede experimentar temor de ser cuestionado, caricaturizado, así como de perder su estatus de privilegio ―así como de ser blanco de venganza― mientras los subalternos temen por los abusos y medidas represivas de diverso calibre dadas las circunstancias de vulnerabilidad en las que se encuentran.

Evidentemente, el horizonte de expectativas, esperanzas y temores es relacional y dinámico no solo por la posición ocupada por los agentes involucrados, sino también por la especificidad de los vínculos de poder modelados cultural e históricamente. Así, por ejemplo, las expectativas y la esperanza de conseguir derechos laborales y mejoras salariales en una empresa donde los trabajadores cuentan con un sindicato, y donde el entorno político, legal e institucional reconoce los derechos de dicho sector, serán diferentes a otro escenario en el que los trabajadores carecen de representación gremial, y en el que la postura institucional es la coerción a cualquier tipo de demanda sociopolítica. El horizonte de expectativas, esperanzas y temores engloba un trabajo de interpretación de la realidad que los actores en interacción efectúan en el que la experiencia pasada y significada condiciona la vivencia emocional del presente y del futuro. En otras palabras, es la memoria la savia que alimenta la esperanza, los miedos y las expectativas de los agentes. Este horizonte, junto con otras emociones que los miembros de una relación de mando-obediencia puedan vivir, tiene un carácter asimétrico, dimensión que puede apreciarse en los niveles micro, meso y macro. Como señala Collins:

En las relaciones sociales el miedo, es por lo general, una respuesta a la ira del otro; es una emoción anticipativa: la expectativa de sufrir algún daño -y por ende, está relacionada directamente con la energía emocional derivada de la subordinación en la dimensión de poder […] el miedo es una anticipación negativa de sucesos futuros, pero que todavía conserva energía emocional suficiente como para poder adoptar alguna iniciativa o, por lo menos, para permanecer alerta ante situaciones que comportan peligros sociales. De ahí que se pueda experimentar al mismo tiempo miedo a la pérdida de estatus (exclusión de un grupo del que se es miembro) y miedo al poder coercitivo.27

Las aseveraciones de Collins ilustran cómo la vivencia emocional en un escenario de relaciones de poder está situada estructuralmente donde la energía emocional varía dependiendo de la posición de los agentes: quien ejerce el poder al sentir desprecio o ira hacia su contraparte, experimenta altos niveles de energía emocional, en tanto quien está en condiciones de subalternidad vive miedo o tristeza, sentimientos de baja energía emocional. Por tanto, en sociedades estratificadas no solo hay una distribución desigual de privilegios, derechos, y recursos materiales, sino también de recursos simbólicos― entre ellos componentes emocionales―.

Por otro lado, las emociones cuentan con una dimensión expresiva-indiciaria que posibilita al propio sujeto identificar su postura axiológica frente a ciertos acontecimientos y pueden ayudar a tomar decisiones frente a la indecisión.28 Al ser objetivadas por diversos cauces ―lenguaje oral, escrito y corporal― son puentes intersubjetivos. Además de estos rasgos expresivos y comunicacionales, las emociones tienen un carácter normativo. Hochschild desarrolló el concepto de reglas del sentir refiriéndose a cómo las normas sociales no solo regulan el pensar y el actuar, sino también el sentir:29

Una regla del sentir delinea una zona dentro de la cual tenemos paso para sentirnos libres de preocupaciones, culpa o vergüenza en relación con los sentimientos situados; las reglas del sentir pueden obedecerse a medias o violarse […] y reflejan modelos de pertenencia social. Algunas pueden ser casi universales, otras pertenecen exclusivamente a grupos sociales particulares.30

Según Hochschild, los agentes advierten la existencia de dichas reglas al haber un choque entre lo que se siente y lo que se debe sentir, así como por la respuesta de los otros ante el despliegue emocional efectuado. Así, llorar por la muerte de un familiar cercano, alegrarse ante un logro profesional y regocijarse frente al ritual de mi propia boda, son dictados normativos confeccionados a partir de situaciones sociales específicas. Si bien muchas de las reglas del sentir están marcadas por la cultura dominante, otras normas responden a concepciones axiológicas que desafían lo hegemónico ―como las reglas del sentir erigidas por grupos que rompen con la monogamia donde los celos deben quedar fuera de las prácticas sexoafectivas―. El desalineamiento emocional con las reglas del sentir puede significar realizar un trabajo de elaboración emocional donde los actores intentarán un cambio en el grado o la calidad de un sentimiento, para adecuarse a los mandatos emocionales que cada grupo social en una esfera cultural, política e histórica define.31

Con base en el modelo heurístico de Hochschild, se puede aseverar que los vínculos de poder engloban la existencia de reglas del sentir de la dominación y la obediencia, me refiero al conjunto de normas cultural e históricamente articuladas en el marco de relaciones sociales asimétricas, que pueden variar de un grupo social a otro ―si bien pueden existir reglas del sentir de la dominación y la obediencia trasversales, como las de género―. Hay reglas del sentir de la dominación y la obediencia selladas por diversos factores estructurales como la clase social, la etnia, el género, la heteronormatividad y la identidad de género. Estas reglas orientan, habilitan y constriñen qué emociones experimentar, en qué situaciones y pueden reducir la incertidumbre. Estas normas, como todo tipo de reglas, tienen un carácter afectivo en la medida en que moldean marcos cognitivos, relaciones sociales, prácticas, acciones y corporalidades. Con esta noción, se pretende explicitar el carácter relacional de las normas sentimentales que envuelven a los lazos de poder y de dominación, y con ello se busca ampliar el concepto de Hochschild hacia el terreno de la sociología política y, por lo tanto, tender puentes entre esta y la sociología de las emociones.

Las reglas del sentir de la dominación y la obediencia encierran expectativas sobre qué sentir y cómo comportarse con base en roles sociales, y en muchas ocasiones se fincan en códigos morales, en una noción socialmente erigida sobre lo bueno, lo malo, lo legítimo e ilegítimo. El potencial de efectividad de este tipo de normas reside en, como señala Ahmed, su repetición a lo largo del tiempo.32 Un ejemplo de estas reglas es cómo, bajo una concepción moderna de Estado-Nación, un buen ciudadano es aquel que experimenta amor a la patria ante la amenaza de un enemigo externo; mientras que un buen gobernante debe sentir compromiso y lealtad hacia sus gobernados en aras de proporcionar seguridad y paz. Bajo esta lógica, quien ejerce el poder debe sentir orgullo y satisfacción ante el privilegio ostentado, en donde, en ocasiones, el desprecio al oprimido es un sentimiento que puede legitimar y justificar el orden social de dominación y desigualdad. En tanto, quien obedece, debe experimentar gratitud, humildad, respeto hacia quien manda, y resignación ante sus condiciones de subordinación.

En este tenor, las reglas del sentir de la dominación y la obediencia, junto con la propia especificidad de los lazos de poder― prefiguran el horizonte de expectativas, esperanzas y temores: cumplir con dichas normas puede detonar satisfacción y expectativas de perpetuar privilegios ―para los dominantes― y tranquilidad y esperanza de mejorar las condiciones de vida ―en los subalternos―.

Las reglas del sentir de la dominación y la obediencia tienen un revestimiento político con varias aristas:

  1. pueden fungir como un mecanismo de control social;

  2. pueden ser un instrumento de reificación y de fetichización de la dominación. Por ejemplo, en una sociedad patriarcal, una buena esposa y madre debe ser fiel, leal, amorosa, abnegada y sumisa porque así lo quiso Dios o porque la naturaleza así lo quiso, de modo tal que quedan obnubiladas las relaciones de dominación susceptibles de ser transformadas;

  3. son objeto de disputa por diversos actores;

  4. al ser objeto de disputa, las reglas del sentir de la dominación y la obediencia son cuestionadas a partir de una labor de reelaboración cognitiva y como tal pueden ser modificadas;

  5. encierran sanciones y recompensas, verbigracia: un hombre homosexual en una sociedad heteropatriarcal, al no acatar los respectivos mandatos afectivos y conductuales puede ser sujeto de sanciones ―que oscilan desde la descalificación y estigma axiológico, hasta llegar a la violencia física― generando miedo, culpa, vergüenza e inseguridad. En contraste, el militante de un movimiento social que expresa su indignación y agravio ante la represión ―además de desplegar acciones sociopolíticas de reclamo― al acatar emociones y prácticas acorde con las normas dominantes del movimiento, obtendrá como recompensa el apoyo y respeto de sus compañeros, situación que, a su vez, puede provocar el que se sienta orgulloso y satisfecho.

Así pues, este tipo de normas se vinculan con ideales investidos de nociones axiológicas cultural e históricamente fraguadas, lo cual puede ser un detonante de varias emociones. Nussbaum señala que cualquier ideal y aspiración socialmente construidos, tiene el potencial de gatillar vergüenza.33 La heteronormatividad, bajo esta lógica, comprende una serie de reglas en las que, en ocasiones, cohabitan otros ingredientes estructurales:

La ‘norma’ es reguladora y se apoya en un ‘ideal’ que asocia la conducta sexual con otras formas de conducta. Por ejemplo, podemos considerar cómo la restricción del objeto de amor no se trata simplemente de la conveniencia de cualquier unión heterosexual. La pareja debe ‘hacer buena pareja’ (un juicio que con frecuencia parte de supuestos de clase y raza sobre la importancia de ‘empatar’ los antecedentes de quienes integran la pareja) y debería excluir a otros del terreno de la intimidad sexual una idealización de la monogamia que a menudo equipara intimidad con derechos de propiedad o los derechos al otro íntimo como propiedad). Además, una unión heterosexual solo puede acercarse a un ideal si es sancionada por el matrimonio, por la participación en el ritual de la reproducción y de la buena crianza, por ser buenos vecinos, así como amantes, madres y padres buenos y hasta por ser mejores ciudadanos.34

Ahmed sostiene que la heteronormatividad moldea cuerpos y mundos sociales lo que permite deducir cómo las normas sentimentales fungen como instrumentos cognitivos con los cuales se interpreta la realidad. Además de normar qué emociones experimentar y en qué situaciones, las reglas del sentir de la dominación y la obediencia perfilan cómo expresar las emociones, dependiendo de la posición que ocupan los actores en el mundo social y de los significados y exigencias atribuidos a cada rol. Por ejemplo, en el patriarcado, las mujeres pueden manifestar su dolor mediante el llanto, mientras que los hombres no. Asimismo, en este tipo de sociedades los hombres pueden expresar su ira, dolor e indignación a través de gritos y golpes, en tanto que las mujeres no; la ternura, que históricamente ha sido asignada a estas como un rasgo definitorio, legítimo y deseable, es significada como debilidad en los varones.

Si las reglas del sentir de la dominación y la obediencia fungen como referentes cognitivos, entonces resulta necesario destacar la relación estrecha que mantienen con los esquemas de percepción e interpretación de la realidad que cada sociedad a lo largo del tiempo va construyendo, dispositivos sellados por el poder. Bajo este esquema, se puede ejemplificar cómo en el capitalismo ―concebido como un sistema social, cultural, político y económico, fincado en un conjunto de relaciones sociales asimétricas― se han construido reglas del sentir de la dominación y la obediencia relativas a la opresión de clase ―que cohabitan con otras normas del sentir, como las de género y las racializadas―. Dichas reglas que atañen tanto a la clase dominante como a las subalternas dictan que los trabajadores deben experimentar un sentido de responsabilidad, compromiso, puntualidad y lealtad a su empleo, mientras que los capitalistas deben sentirse orgullosos y satisfechos al ser “emprendedores” y generadores de empleos y de riqueza, amén de estar regidos por la ambición. Ya en su seminal análisis, Weber destacaba cómo el ethos capitalista ―sellado por la impronta calvinista― estaba marcado por valores y prácticas, y se puede agregar por sentimientos, donde la avaricia, el ahorro, la contención y la disciplina al trabajo son definitorios.35 Si bien estas reglas del sentir representan mandatos emocionales, axiológicos y conductuales, es importante destacar cómo en la vida real la vivencia sentimental de los actores es distinta: el trabajador inserto en lazos de dominación y explotación suele experimentar un desgaste corporal, cansancio, dolor, rabia, tristeza, desesperanza, aburrimiento y hasta resignación; en tanto, el capitalista siente satisfacción ante el margen de ganancias obtenidas y orgullo de su estatus. Aquellos viejos mandatos exigidos a la clase burguesa analizados por Weber entran en tensión con lo que realmente se siente, como sostiene Marx: “en el noble pecho del capitalista individual se va amasando un conflicto demoníaco entre el instinto de acumulación y el instinto de goce”.36 Tal como lo afirma este pensador, los imperativos de ahorro y contención entran en tensión con el deseo del derroche, el lujo y el goce. Los trabajos seminales de Marx y Weber muestran de forma aguda cómo el capitalismo está articulado no solo por estructuras económicas, sino también culturales, donde los valores, los significados y las emociones juegan un papel relevante. Tanto las reglas del sentir de la dominación y la obediencia, como la experiencia sentimental de los agentes en el plano real, tienen un carácter relacional, de ahí que se pueda sintetizar la dinámica emocional de la dominación capitalista como dolor-goce.

Por otra parte, el incumplimiento de las reglas de la dominación y la obediencia tiene un costo emocional y social. Como se señaló, Hochschild plantea cómo los actores realizan un trabajo de elaboración emocional encaminado a compensar los desajustes afectivos.37 Sostengo que los sujetos subalternos que sienten rabia e indignación ―emociones que pueden catapultar la rebelión― al no contar con condiciones sociales y materiales para la resistencia en contra de la opresión, efectúan un trabajo de elaboración emocional para contener o modificar dichos sentimientos:

Resulta claro que el subordinado prudente tratará normalmente de conformar su lenguaje y sus gestos a lo que sabe que se espera de él […] lo que tal vez no sean tan claro es que, en cualquier sistema bien establecido de dominación, no basta con ocultar los sentimientos propios y suplirlos con frases y gestos adecuados. […] se trata de controlar lo que sería el impulso natural para encolerizarse, insultar, indignarse y de contener la violencia inspirada por aquellos sentimientos. Ningún sistema de dominación deja de producir su cotidiana cosecha de insultos y de ofensas a la dignidad humana: la apropiación del trabajo, las humillaciones públicas, los latigazos, las violaciones, los actos y miradas de desprecio […] Así pues para conformarse ante la presencia de la dominación a menudo hay que acordarse de suprimir la violenta cólera en beneficio propio y de los seres queridos.38

Recuperando los conceptos de Scott de discurso público ―aquel desplegado por los sectores dominantes y por los subordinados de forma explícita en presencia del oponente― y de discurso oculto ―el erigido en ausencia del adversario y que, en el caso de los dominados constituye una esfera material y simbólica vital para la construcción de la resistencia―, se puede afirmar que las reglas del sentir de la dominación y la obediencia, con sus implicaciones conductuales, deben ser acatadas en el discurso público. Hochschild ha desarrollado la noción de trabajo emocional que, a diferencia del concepto de elaboración emocional, representa la actuación superficial que los sujetos efectúan para cumplir con ciertas normas en ámbitos laborales.39 A partir de la investigación que esta socióloga hizo sobre el trabajo emocional desplegado por azafatas en empresas aeronáuticas, Hochschild analiza cómo los mandatos de sonreír, sentirse alegres y mostrarse afables y comprensivas con los clientes, genera un desgaste emocional para las trabajadoras al obedecer las normas sentimentales y conductuales durante su labor profesional. Por lo tanto, ante la imposibilidad de desafiar abiertamente las relaciones de opresión y las reglas del sentir que conllevan, los agentes realizan una labor de elaboración emocional, y en otros casos, como sucede con los empleados de servicios, se lleva a cabo un ejercicio de trabajo emocional.

La díada conceptual reglas del sentir-elaboración emocional facturada por Hochschild tiene dos supuestos sociológicos dignos de destacar: primero, cómo el poder en sus diversas escalas puede delinear qué sentir, cómo hacerlo, en dónde y cómo expresarlo mediante diversas reglas, sin que ello signifique un determinismo normativo;40 en segundo, la noción de elaboración emocional implica el reconocimiento de la agencia de los sujetos, quienes despliegan un rol activo en las prácticas sentimentales, de forma tal que pueden acatar, cambiar o desafiar las reglas del sentir, así como las propias dinámicas de dominación y obediencia. En suma, los planteamientos de esta pensadora implícitamente llevan la huella de la constante preocupación sociológica sobre estructura-acción social.

La dimensión instrumental y expresiva de las emociones en las relaciones de poder y en la estratificación

Como se mencionó, el poder y las emociones son una forma de vínculo social en donde la experiencia sentimental está sellada por reglas sociales y por elementos estructurales, sin que ello demerite la capacidad reflexiva y crítica de los agentes. Así, los actores sociales en condiciones de subalternidad pueden realizar una labor de elaboración emocional en aras de contener su ira e indignación ―ante la imposibilidad de rebelarse al poder―. Asimismo, pueden llevar a cabo un proceso de elaboración emocional, en conjunto con un trabajo de reelaboración cognitiva, en aras de cuestionar las reglas del sentir de la dominación y la obediencia, y la dinámica de opresión en general. En este sentido, ¿qué papel desempeñan los sentimientos en la reproducción del poder y en los mecanismos de estratificación social? Nussbaum afirma que hay emociones que evitan la compasión ―la envidia, el miedo y la vergüenza― aserción que permite señalar cómo junto con dichos sentimientos, el asco, el desprecio y el odio no solo imposibilitan la compasión, sino también otras emociones, como la empatía y la solidaridad ―las cuales resultan clave para la construcción sociopolítica de la organización en contra de la dominación y la injusticia―.41 El desprecio y el asco ocupan un papel relevante en la estratificación social, al respecto afirma Miller:

Bajo la etiqueta de desprecio se encuentra una combinación de estrategias, expresiones y emociones […], sea cual sea el estilo concreto que adopte el desprecio en cuestión, ya sea la indiferencia hobbesiana o la aversión y el asco viscerales, lo que se establece o confirma en cada caso es el valor social y moral relativo. El desprecio constituye el complejo emocional que articula y mantiene la jerarquía, el estatus, la categoría y la respetabilidad. Y el estatus y la categoría diferenciada son las condiciones que dan lugar al desprecio. De modo que estamos ante una especie de efecto de retroalimentación en el que el desprecio ayuda a crear y sustentar las estructuras que generan la capacidad de mostrarlo. Y existen buenas razones para creer que el estilo que adopte el desprecio irá íntimamente unido a las disposiciones sociales y políticas concretas en las que tiene lugar.42

Además de destacar la relación recursiva entre desprecio y estratificación social, Miller señala cómo este sentimiento tiene dos direcciones: de los sectores subordinados hacia los dominantes ―condicionado por la desigualdad estructural, la insuficiencia y amoralidad que los subordinados le atribuyen a quien detenta el poder― y de los que ocupan una posición privilegiada hacia los subalternos. En el primer caso, Miller afirma que esa modalidad de desprecio es propia de un régimen democrático en el que los sectores más vulnerables cuentan con la legitimidad y libertad de expresar esta emoción, sin que ello signifique la desaparición de este sentimiento de los dominantes hacia los subalternos. Al no eliminar esta forma de gobierno las fuentes estructurales de la desigualdad ―lo que sucede en las democracias liberales bajo un modelo capitalista― el desprecio sigue detonándose y circulando como producto de las diferencias de clase. En la segunda situación, donde quien manda manifiesta de forma abierta el desprecio hacia quien obedece, existe un clima político y social de permisividad, propio de un sistema político autoritario o dictatorial, en el que los subordinados, si bien pueden despreciar a quien ostenta el mando, no lo ventilan en el espacio público. Vinculando los planteamientos de Miller con los de Scott,43 se advierte cómo, ante la imposibilidad de expresar en el discurso público el desprecio hacia quien manda, es en el discurso oculto donde los subalternos inscriben su rechazo axiológico, emocional y sociopolítico a quien detenta el poder mediante chistes, rumores y pequeños actos de resistencia.

Las afirmaciones de Miller revelan de qué manera las emociones están condicionadas no solo por la estratificación social, sino también por formas de gobierno, mostrando cómo la dimensión sentimental rebasa el plano de la interacción social, remitiéndo a los planos macro y meso.

Emoción emparentada con el desprecio, el asco se constituye de componentes cognitivos, morales y sensoriales y se sustenta en el miedo a la contaminación con base en una noción cultural sobre lo puro e impuro, lo bueno y lo malo. A diferencia de Nussbaum quien sostiene que el asco se finca en el miedo a la muerte, la enfermedad y la vejez44 ―es decir en el temor a la vulnerabilidad y a la finitud humana―. Miller plantea que el asco es un sentimiento que también contribuye a reproducir la estratificación social, enfatizando cómo los subalternos son los más susceptibles de generar asco. Ahmed menciona cómo este afecto es un sentimiento pegajoso que se adhiere a ciertos cuerpos, más que a otros.45 Así, los más vulnerables, material y/o simbólicamente, pueden ser objeto de asco al ser vistos como una amenaza contaminante, en donde el olor, el aspecto físico y los modales juegan un papel central. Como señala Miller “el asco suele moralizar aquello que toca”,46 con lo cual se puede afirmar cómo este afecto encierra un ejercicio de clasificación social, sensorial, política y axiológica. De forma semejante a Nussbaum,47 Miller asevera cómo el asco es un obstáculo para el desarrollo de sentimientos como la lástima, la preocupación por el otro y el amor ―y se puede añadir, la solidaridad y la empatía―.

Sostengo que el asco y el desprecio pueden ser emociones que funjan como mecanismos de justificación y legitimación del orden social y de la dominación, ejemplificando: A es una persona en situación de calle, bajo la lógica de B resulta asqueroso y despreciable dado su aspecto sucio y desaliñado y su mal olor, de modo tal que considera que no tiene valía como ser humano; en consecuencia, es natural y son justas las condiciones de precariedad material y simbólica en las que se encuentra al ser responsable de dichas circunstancias o bien al ser merecedor de las mismas. En este caso, el olor constituye un marcador sensorial de descalificación social y axiológica que posibilita fetichizar y naturalizar las estructuras sociales de desigualdad, la opresión, así como la ineficacia de políticas públicas. Así pues, la repugnancia y el desprecio, junto con las reglas del sentir de la dominación y la obediencia representan instrumentos de reificación y de reproducción de la estratificación y la dominación.

Una interpretación sociológica sobre el nexo poder-emociones remite a la díada proximidad-distancia como un factor de análisis. Ahmed puntualiza que el asco es un sentimiento mediado culturalmente y condicionado por el contacto de proximidad con los objetos, frente a lo cual es necesario alejarse.48 Quien es concebido como repugnante, apestoso, feo, sucio, amoral, despreciable ―y hasta amenazante― debe mantenerse lejos. Por el contrario, quienes tienen un alto nivel de estatus social, político y económico y que, por ende, resultan confiables y deseables desde la óptica dominante, la cercanía resulta relevante. Este juego de proximidad-lejanía que atraviesa a la vida social y política a diferentes escalas, muestra cómo el espacio, junto con el tiempo, es una estructura que articula y reproduce a la sociedad y que puede contribuir a invisibilizar y a naturalizar la dominación. Así, las políticas de urbanización de segregación social y espacial en sociedades capitalistas altamente jerarquizadas donde componentes estructurales se imbrican ―como la clase y la etnia― reflejan no solo formas de crecimiento urbano, ordenamiento territorial y la dinámica del mercado del suelo, sino además representaciones sociales con aristas sensoriales y emocionales. En suma, las emociones son recursos que, en consonancia con otros significados socialmente confeccionados, trazan fronteras entre el nosotros y el ellos, así como movimientos de proximidad y lejanía en el espacio y entre los cuerpos.

En sintonía, Ahmed ha desarrollado el concepto de economías afectivas refiriéndose a cómo las emociones se articulan y circulan por diferentes grupos sociales e instituciones.49 Analizar a las economías afectivas remite a considerar la temporalidad, los efectos de circulación y la performatividad. Esto significa que la densidad histórica del contacto con los objetos condiciona la edificación y circulación de emociones de diverso calibre que tienen efectos de realidad, dado su carácter performativo. Las economías afectivas permean no solo la interacción social, sino también pueden incidir en la configuración de leyes y políticas públicas, es decir, atraviesan diversas escalas del mundo social. Si, por ejemplo, una mujer indígena y pobre interactúa con un hombre blanco de clase privilegiada ―cuyas representaciones sociales están moldeadas por la densidad histórica del racismo, la misoginia y el clasismo― el asco vivido no solo afectará al hombre, sino también a la mujer quien al percibir cómo detona repugnancia puede sentir vergüenza, pero también indignación y rabia, fraguándose una situación de tensión social. En otro nivel, las economías afectivas del odio en Estados Unidos hacia la población afroamericana han cobrado forma en leyes y políticas de segregación social y espacial provocando que la desigualdad de clase racializada se agudice y hasta se invisibilice la dominación. Estos ejemplos ilustran cómo las economías afectivas no solo tienen una dimensión simbólica, sino también material.

Si, como establece Ahmed, el racismo es una economía del odio,50 entonces otras expresiones y prácticas sociales, como la misoginia, el clasismo, la homofobia y la transfobia también pueden catalogarse como economías del odio, del desprecio, y en ocasiones, de la vergüenza, del miedo y del asco. Como se ha enfatizado, estos sentimientos no emergen espontáneamente, sino que son fruto de la historicidad de relaciones de poder y dominación. Su potencial performativo yace en que circulan de forma multiescalar y espiral a través de discursos mediáticos, publicitarios, religiosos, pseudocientíficos, políticos y estatales, encontrando tanto en el espacio público, como en el privado, un terreno de resonancia. Bajo este argumento se puede aseverar cómo al decir, al interpelar, las emociones hacen.

Como se estableció, las emociones mantienen un nexo íntimo con las reglas y las relaciones sociales, el poder y con la espacialidad. Sobre esto último, los sentimientos no solo se edifican y circulan en determinados espacios ―y en relación con los mismos― sino que los procesos de poder y de dominación, así como las expresiones de resistencia sociopolítica, encuentran en lo espacial, dados sus rasgos materiales y simbólicos, un soporte para instrumentalizar su racionalidad. Es de esta forma que se puede hablar de políticas emocionales del miedo que diversos actores despliegan espacialmente ―como las políticas estatales de seguridad o el terrorismo―. En este sentido, el miedo puede ser concebido como un instrumento del poder al separar a ciertos actores y permitir la cercanía de otros. Esto supone la restricción de la movilidad espacial de determinados sujetos y la permisividad para otros. Bajo un régimen autoritario o dictatorial el constreñimiento de la movilidad en el espacio público se articula no solo mediante mecanismos coercitivos ―toques de queda; uso de la fuerza pública contra quien desafíe las medidas; encarcelamientos― sino también a través del temor detonado resultado de dichas políticas. En contraste, un régimen democrático liberal en el que prevalezca el respeto a las garantías individuales, el miedo puede experimentarse de modo más acotado. La dimensión política del miedo al restringir la movilidad de los cuerpos en el espacio incide en la construcción social y política de fronteras entre los agentes, y con ello, es uno de los muchos factores que coadyuva a edificar identidades, es decir, un sentido de pertenencia confeccionado socialmente en la vida cotidiana, a partir de vectores espaciotemporales que involucra un significado sobre el nosotros y el ellos.

El miedo es una emoción que, como otras, se acompaña de indicios sensoriales ―palpitaciones, sudor, temblor corporal― lo que supone que cuenta con un nítido carácter expresivo, además de instrumental. Para Nussbaum este sentimiento funge como matriz para el desarrollo de otros como la ira, el desprecio, el asco y la vergüenza, todas ellas involucradas en la dinámica del poder y, particularmente las tres últimas, ligadas a la estratificación social.51

Por otro lado, la vergüenza representa un sentimiento de gran importancia sociológica. Siguiendo una lógica relacional, Elster sostiene cómo las reglas moldean la acción social mediante mecanismos emocionales gemelos: asco y desprecio en quien observa cómo la norma ha sido conculcada, y vergüenza en quien no se ajusta a la misma.52 Elster concluye señalando cómo las normas son articuladas por las emociones, a la vez que estas inciden en la construcción de reglas. En este sentido, en sociedades altamente estratificadas en donde el estatus emanado de la pertenencia a una clase social privilegiada, junto con los mandatos estéticos sobre la apariencia física ―blanquitud, delgadez, juventud― y la heteronormatividad, conforman normas conductuales y reglas del sentir que, al no ser obedecidas, o bien al no adecuarse a dichos mandatos, el resultado es la experimentación no solo de la vergüenza, sino también de frustración y tristeza. La vergüenza implica la interiorización del mundo social, donde la mirada del otro ya sea real o imaginaria, reverbera en la propia evaluación que los sujetos hacen de sí mismos. Bajo este argumento, la vergüenza no solo es un sentimiento con un carácter normativo y expresivo, sino que también sostiene una cercanía con la posición que ocupan los agentes en un mundo jerarquizado.

Uno de los mecanismos que quien detenta el poder realiza con el propósito de detonar vergüenza y un sentimiento de minusvalía en sectores subalternos, es la humillación. Como afirma Nussbaum:

[…] la humillación es la cara activa pública de la vergüenza. Humillar a alguien es exponerlo a la vergüenza y avergonzar a alguien, en la mayoría de los casos, es humillarlo ―por supuesto que la humillación no siempre conduce a una vergüenza efectiva, pero esa es su intención―.53

Así, la humillación lleva una intencionalidad, una direccionalidad de quien se ostenta como superior con el fin de reafirmar su poder: “menospreciando a los otros, nos sentimos poderosos”.54 Lo sostenido por Nussbaum, permite deducir cómo la humillación es una acción social que funge como un medio para refrendar y subrayar no solo una posición social superior ―que puede ser de clase, de género, étnica― sino también es un instrumento que posibilita mantener la distancia entre actores insertos en relaciones asimétricas. En suma, para quien ejerce el poder y la dominación el humillar representa un vehículo que hace posible que, en una sociedad estratificada, cada uno ocupe “su lugar”, tanto en el terreno material, como en el simbólico.

Tal como se ha planteado, las emociones son ingredientes presentes en los niveles micro, meso y macro del mundo político y social. Ahmed expone cómo la vergüenza puede ser un instrumento de legitimidad política para un Estado-Nación55 ―como el australiano, donde el racismo y clasismo aterrizados en prácticas genocidas y de segregación― mediante discursos en los que el reconocimiento de la violencia histórica ejercida posibilita detonar un orgullo nacionalista. La interpretación de esta pensadora constituye una lectura sugerente si se contempla cómo parte de la sociología de las emociones ha concebido a la vergüenza y al orgullo como manifestaciones antagónicas. Ambos sentimientos están condicionados por las relaciones sociales y por un ejercicio evaluativo realizado por los agentes sobre su estatus, desempeño y acciones, así como por la propia mirada del otro interiorizada.

La dimensión política del miedo y la vergüenza representa una veta analítica sugerente en las relaciones de poder y dominación en la medida en que obstruyen la resistencia y movilización social. Nussbaum ha planteado cómo la vergüenza obstaculiza la compasión inclusiva al dividir grupos sociales que mantienen un vínculo hostil.56 Para Jasper, estos sentimientos pueden ser paralizantes.57 Esta paralización puede conducir al aislamiento de los individuos, situación antagónica a lo que le es imprescindible para la acción colectiva: las relaciones sociales. Por lo tanto, la construcción social de la resistencia implica transformar emociones como el miedo y la vergüenza a través de un proceso de (re)elaboración cognitiva en donde las reglas del sentir de la dominación y la obediencia, junto con la misma dinámica de dominación, son cuestionadas. Así, lo subyacente a esta dinámica es un trabajo de elaboración emocional, una labor colectiva que involucra no solo emociones y significados, sino también valores. Miedo y vergüenza pueden transfigurarse en agravio, rabia, indignación, esperanza ―y, eventualmente, orgullo― sentimientos todos fundamentales en la articulación y conservación de la movilización sociopolítica en aras de quebrar lo que a juicio de los agentes resulta opresivo y denigrante.

Conclusiones

En el transcurso de este artículo, se ha planteado cómo las emociones son construcciones culturales e históricas esculpidas por relaciones sociales de diverso cuño que atraviesan la vida social y política a diversas escalas. Lo anterior implica que no son simples expresiones psicológicas que los individuos experimentan aislados de su entorno social, sino que por lo contrario entre este y la dimensión emocional existe una relación de mutua influencia. Aquella vieja mirada que dicotomizaba razón-sentimientos ha sido sólidamente cuestionada en las últimas décadas por diversas disciplinas científicas. Así, las emociones en conjunción con valores, creencias, sensaciones y razones conforman la racionalidad de la acción social y política.

Como se ha señalado, el vínculo poder-emociones si bien ha sido parcialmente soslayado por el pensamiento sociológico, en los recientes años ha cobrado interés teórico y se ha convertido en tema de exploración empírica. Bajo esta lógica, he recuperado la propuesta conceptual de Popitz para establecer las implicaciones emocionales que hay en la dinámica de poder y cómo, subyacente a su ejercicio, los agentes erigen lo que he llamado como un horizonte de expectativas, esperanzas y temores que cada actor edifica en función de la posición social que ocupa en una relación asimétrica, resaltando cómo las emociones tienen un carácter procesal, relacional y cambiante.58

Asimismo, se ha sostenido que las emociones no solo cuentan con una dimensión expresiva sino también normativa e instrumental en donde el poder encuentra un terreno para reafirmarse, legitimarse, sacralizarse y, en ocasiones, naturalizarse. Con base en el concepto de reglas del sentir elaborado por Hochschild, se ha expuesto cómo los lazos de poder y opresión engloban lo que se ha definido como reglas del sentir de la dominación y la obediencia, configuradas por la cultura, las relaciones sociales y por elementos estructurales ―como la clase social, la etnia y el género― y en el que una concepción axiológica también está presente y que tienen un carácter relacional y procesal.59 Si bien esta noción abreva del concepto de reglas del sentir facturado por Hochschild, como se expuso, el propósito ha sido usar dicho término en la esfera sociopolítica y de esa manera tender un puente entre la sociología de las emociones y la sociología política.

Las reglas del sentir de la dominación y la obediencia moldean el horizonte de expectativas, esperanzas y temores y también la acción social. No obstante, es necesario no incurrir en una lectura reduccionista: si bien las normas sociales son referentes de interpretación que pueden orientar las prácticas y las acciones, no las determinan. Bajo este argumento, el concepto de elaboración emocional facturado por Hochschild resulta útil en la medida en que los agentes al advertir que lo que sienten no se adecua a los mandatos sentimentales realizan una labor de elaboración emocional.60 Así, considero que, en una relación de poder, los subalternos pueden efectuar dicho trabajo al no contar con herramientas organizativas, sociopolíticas y simbólicas que le posibilite cuestionar y romper con la asimetría imperante. En contraste, también he propuesto que la construcción social de la resistencia y la rebeldía encierra un proceso de elaboración emocional a través de una dinámica de (re)elaboración cognitiva donde lo que antes resultaba inadvertido o soportable, ahora es interpretado como injusto, inadmisible y susceptible de ser modificado. Sentimientos como la vergüenza y el temor deberán transfigurarse entonces, en rabia, agravio y en un cierto margen de esperanza para modificar la opresión a través de la acción sociopolítica.

También se ha planteado cómo la estratificación social tiene un impacto emocional en los actores sociales dependiendo de la posición que ocupan. Sentimientos como el asco, el desprecio, el miedo y la vergüenza están ubicados socialmente y pueden fungir como mecanismos que legitimen, justifiquen ―y hasta invisibilicen― la distancia social y espacial entre agentes con posiciones asimétricas. En este sentido, Heaney asevera cómo la pertenencia a una clase social subordinada puede influir en el desarrollo de una baja autoestima y desconfianza que, ante un posible escenario de movilidad social61 ―como estudiar en una institución de alto nivel al que solo asisten estudiantes de extracción privilegiada― dichos sentimientos pueden coartar la seguridad necesaria para continuar en dicha senda. De esta forma, las estructuras sociales al ser objeto de significación son refrendadas por emociones como la inseguridad y la vergüenza, de ahí su funcionalidad para la reproducción de las jerarquías sociales. En suma, no solo las relaciones desiguales perfilan la experiencia afectiva, sino que esta puede refuncionalizar y refrendar la inequidad.

Si la dimensión emocional puede fungir como un instrumento útil para reproducir el poder, ¿qué papel desempeña en la construcción social de la resistencia y la rebeldía en aras de articular otro orden social? ¿Qué rol juega la esperanza, el agravio, la rabia y el orgullo en dicho menester? ¿Qué tipo de sentimientos contribuyen a mantener la acción colectiva, cuáles a desmantelarla? ¿Qué lugar ocupan las emociones en los procesos de reclutamiento en un movimiento social y en la edificación social de los liderazgos? ¿Qué peso tiene lo sensorial, además de los sentimientos, en la constitución del adversario sociopolítico y en la articulación de las identidades en el marco de una confrontación sociopolítica? Este tipo de interrogantes, requieren tender puentes no solo entre la sociología de las emociones y de los afectos con la sociología política, sino entablar un diálogo entre diversas corrientes teóricas y entre diversas disciplinas de las ciencias sociales en donde el desafío reside en analizar otros componentes cognitivos que inciden en la interpretación y construcción de la realidad social.

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1 Eduardo Bericat, “La sociología de la emoción y la emoción en la sociología”, Papers 62 (2000): 145-176.

2 Priscila Cedillo, Adriana García y Olga Sabido, “Afectividad y emociones”. En Conceptos clave en los estudios de género, coordinado por Hortensia Moreno y Eva Alcántara (Ciudad de México: UNAM, 2016): 15-33.

3 Norbert Elias, La civilización de los padres (Bogotá: Norma, 1998).

4 Arile Hochschild, La mercantilización de la vida íntima (Buenos Aires: Katz, 2008).

5 Sara Ahmed, La política cultural de las emociones (Ciudad de México: UNAM, 2015).

6 Ahmed, La política cultural, 256-260.

7 Jonathan Heaney, “Emotions and power: reconciling conceptual twins”, Journal of political power 2 (agosto de 2011): 259-277.

8 Martha Nussbaum, Upheveals of thought (Londres: Cambridge University Press, 2012).

9 Hochschild, La mercantilización.

10 Georg Simmel, El conflicto (Madrid: Sequitur, 2010).

11 Simmel, El conflicto, 32.

12 Heaney, “Emotions and power…”.

13 Heaney, “Emotions and power…”, 59.

14 Adrián Scribano, “Cuerpos y emociones en el Capital”, Nómadas 39 (octubre de 2013): 29-45.

15 Alejandro Robayo Corredor, “Emociones y poder desde una perspectiva sentipensante”, Ciencia Política (enero de 2021): 41-71.

16 Jonathan Heaney, “Emotional as power: capital and strategy in the field of power”, Journal of Political Power (2019): 224-244.

17 Max Weber, Economía y sociedad (Ciudad de México: FCE, 2004).

18 Heinrich Popitz, Fenómenos del poder (Ciudad de México: FCE, 2020).

19 Heaney, “Emotional as power…”.

20 Theodore Kemper, “A structural approach to social movements”. En Passionate politics, coordinado por Jeff Goodwin, James Jasper y Francesca Polleta (Chicago: The Chicago Univesity Press, 2001), 58-73.

21 Kemper, “A structural approach…”.

22 Randall Collins, Cadenas rituales de interacción (Barcelona: Anthropos, 2009).

23 Popitz, Fenómenos del poder.

24 Yi Fu Tuan, Topofilia (Colombia: Melusina, 2007).

25 Edward Relph, Place and placelesness (Londres: Pion, 1976).

26Este concepto elaborado por Giddens se refiere a la “certeza o confianza donde el mundo natural y el social son tales como parecen ser, incluidos los parámetros existenciales básicos del propio-ser y la de la identidad social”. Anthony Giddens, La constitución de la sociedad (Buenos Aires: Amorrortu, 1998), 399.

27 Collins, Cadenas rituales, 178.

28 Jon Elster, Alquimias de la mente (Ciudad de México: Planeta, 2002).

29 Arile Hochschild, The managed heart. Commercialization of human feeling (California: University of California Press, 1983).

30 Hochschild, La mercantilización, 247.

31 Hochschild, La mercantilización.

32 Ahmed, La política cultural.

33 Martha Nussbaum, Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia? (Ciudad de México: Paidós, 2014).

34 Ahmed, La política cultural, 229-230.

35 Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Ciudad de México: FCE, 2012).

36 Karl Marx, El Capital, tomo I (Ciudad de México: FCE, 2001): 500.

37 Hochschild, The managed heart.

38 James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia (Ciudad de México: Era) 63.

39 Hochschild, The managed heart.

40 Hochschild, La mercantilización.

41 Nussbaum, Emociones política.

42 Ian William Miller, Anatomía del asco (Madrid: Taurus, 1983), 304.

43Scott, Los dominados.

44 Martha Nussbaum, El ocultamiento de lo humano: repugnancia, vergüenza y ley (Buenos Aires: Katz, 2006).

45 Ahmed, La política cultural.

46 Miller, Anatomía del asco.

47 Nussbaum, Emociones política.

48 Ahmed, La política cultural.

49 Ahmed, La política cultural.

50 Ahmed, La política cultural.

51 Martha Nussbaum, La monarquía del miedo (Ciudad de México: Paidós, 2019).

52 Elster, Alquimias de la mente.

53 Nussbaum, La monarquía del miedo, 240.

54 Nussbaum, La monarquía del miedo, 90.

55 Ahmed, La política cultural.

56 Nussbaum, El ocultamiento de lo humano.

57 James Jasper, The emotions of protest (Chicago: The Chicago University Press, 2018).

58 Popitz, Fenómenos del poder.

59 Hochschild, La mercantilización.

60 Hochschild, The managed heart.

61 Heaney, “Emotions and power…”.

Recibido: 28 de Septiembre de 2021; Aprobado: 21 de Marzo de 2022

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