Introducción
Después sobreviene la dolorosa vejez, la cual vuelve al hombre no solo desagradable, sino también feo. Siempre terribles preocupaciones lo rodean alrededor de la muerte y no goza mirando los rayos del sol, sino que (vive) odiado por los niños, deshonrado por las mujeres… de este modo una divinidad impuso la paralizante vejez
Mimnermo de Colofón
En 1969 Butler publica un trabajo llamado a hacer historia: “Age-ism: Another form of bigotry”1, con lo que introduce en el debate gerontológico la preocupación por detectar los prejuicios y estereotipos dirigidos a la tercera edad, a los cuales Butler coloca al mismo nivel que el racismo, el sexismo, entre otros.
En ese trabajo pionero Butler reflexiona sobre como el edadismo se relaciona al disgusto por la vejez, la enfermedad y el miedo a la muerte. En otras palabras, para Butler el rechazo a los viejos implicaba el rechazo a nuestra propia vejez, probablemente en una sociedad donde los valores en boga se ubican en torno a lo juvenil y la juventud.
Hoy en día, el edadismo se define más ampliamente como cualquier prejuicio o discriminación contra o a favor de cualquier grupo de adultos mayores, lo que señala así, que es importante examinar el impacto de los estereotipos que exageran y homogeneizan los rasgos que se consideran característicos de determinadas categorías y que sirven para cubrir las generalizaciones de género de todos los individuos asignados a esas categorías.
Se indica de esta manera que la presencia del edadismo nos afecta a todos y exige respuestas correctivas de múltiple tono y que conciernen al conjunto social2.
Edadismo: antecedentes
El edadismo es milenario en la sociedad occidental. Sin poder desarrollarlo ampliamente se observan rasgos de este a lo largo de la sociedad griega, romana y medieval. Platón, en su obra la República3 muestra una concepción idealizada (edadismo positivo) sobre la ancianidad. Destaca la idea que es la etapa en que se alcanzan las óptimas virtudes morales, tales como la sagacidad, la discreción y el buen juicio. Todo lo cual, habilita al anciano para desempeñar con autoridad los más altos cargos públicos, administrativos, directivos, jurisdiccionales y gubernamentales. Una idea que luego recogerá Cicerón4 y que obtendrá una nueva versión cúlmine en la obra de un psicoanalista: Erikson5 veinte siglos más tarde, aggiornando la idea platónica de que la vejez es pródiga en sabiduría y prudencias.
Por el contrario, Aristóteles discrepa de las opiniones de su maestro e indica (en la mejor tradición edadista negativa) que la vejez es una etapa de debilidad, inutilidad, facilitadora de la mezquindad, la cobardía, el egoísmo, la desconfianza y el mal carácter. El anciano es así un ser injusto y malvado6. Aristóteles tiene el mérito además de ser probablemente el primero en opinar que la vejez es una enfermedad, de tal forma que la juventud o la madurez pasan a ser consideradas el bien o la virtud por excelencia7.
Asimismo, diversas fuentes nos indican actitudes edadistas, de desprecio y rechazo, protagonizadas en algunos casos por mujeres jóvenes contra sus maridos, que atraviesan la historia medieval y renacentista europea:
[…] la actitud de la familia ante el anciano es más ambigua, y el respeto, en ciertos momentos, hace agua por todas partes. Su mujer, que a veces se ha casado en segundas nupcias y es aún joven, puede estar ya cansada de un hombre no muy fogoso, tal vez repugnante y naturalmente celoso, si hemos de fiarnos del éxito entre los cuentistas (Boccaccio, Sacchetti) de este papel de repertorio. El cambista Lippo del Sega, entonces de sesenta y cuatro años, registra con despecho en su memorial las injurias con que lo abruma su joven esposa que le llama vecchio rimbambito (viejo chocho) y le echa en cara, dice él, que “il cesso dove ella cacava era più bello […] que la mia bocca”. En cuanto a los hijos, la tutela inacabable de este fósil se convierte con frecuencia en un peso sobre ellos, y los documentos abundan en las desavenencias que semejante situación trae consigo en las familias… Envejecer, para una mujer, significa afrontar la viudez (un 48% de las florentinas son viudas a los sesenta años, un 53% a los sesenta y cinco, un 75% a los setenta), la soledad y la pobreza, salvo si se encuentra un mezquino albergue en el hogar de un hijo. Escuchemos a una anciana confiándose a una joven: “Cuando somos viejas, ¿para qué servimos, si no es para remover las cenizas del hogar? Cuando somos viejas, nosotras las mujeres, nadie quiere vernos, ni el marido siquiera. Se nos larga a la cocina, a pasar revista a las ollas y a las cacerolas y a contarle nuestras tonterías al gato. Y esto no es todo. Hay letrillas que se burlan de nosotras: los buenos bocados para Juanona, las cortezas viejas para las viejas cortezonas, ¡y si todo se redujera a esto!”. Envejecer, para una mujer, equivale a contemplar cómo se desintegra a su alrededor la vida privada doméstica. En el mejor de los casos, equivale a sentirse importuna en el hogar que te acoge, dejada a un lado, como un trasto entre otros, sin que una ternura intacta aún consiga despertar eco alguno8.
Así pues, ya existía el edadismo siglos antes de su “descubrimiento” científico y su nominación como tal. Cabe indicar, asimismo, que desde el ya tradicional trabajo de Butler (1969), la bibliografía sobre el edadismo no ha parado de crecer9.
En general se está de acuerdo en señalar que el edadismo puede manifestarse en forma de actos individuales de discriminación, tanto como tiene repercusiones familiares, comunitarias y sociales, influyendo en las investigaciones científicas, las políticas sociales, los programas y la legislación que afectan a las personas de edad.
Algunos de estos trabajos profundizan la reflexión de Butler indicando la permanencia de actitudes estereotipadas, relacionadas a patrones de valores profundamente arraigados en la sociedad occidental, caracterizados por una fuerte orientación al rendimiento de tipo adulto y/o juvenil que celebra la productividad económica y la independencia. No admite otros tipos de participación social ni otros tipos de rendimiento que no estén sesgados por el exitismo.
El mito del “declive” y la decrepitud, marcado por sucesivos déficits, es un mito que rodea el edadismo sustentando imágenes y creencias falsas que estereotipan a las personas mayores. Estos mitos se relacionan comúnmente con el progresivo declive físico y mental, el aislamiento social, el comportamiento asexual, la falta de creatividad y la carga económica y familiar. Las personas mayores son frecuentemente etiquetadas como un “problema” social, dejando de lado las contribuciones y aportes que aún desde el envejecimiento se pueda hacer a la sociedad.
Cabe indicar que, en efecto, que los adultos mayores no son un “problema” social, pero así se sugiere de forma solapada a través de medios de comunicación o por gobiernos, cuando los mismo enfocan el tema de las jubilaciones como gasto excesivo y que genera déficit fiscal crónico10.
El estereotipo del desvalimiento o edadismo de la decrepitud, por ende, impacta en la vida de las personas mayores, pero en todos los grupos etarios, en general, al oscurecer la comprensión del proceso de envejecimiento, reforzando las desigualdades estructurales y dando forma a patrones de comportamiento en las personas mayores que son contrarios a sus intereses11.
Los gerontólogos han llegado a sostener con firmeza que las actitudes negativas y a menudo discriminatorias contra el envejecimiento pueden ser en realidad, la causa de los peores problemas que pueden afectar a las personas de edad. Por lo tanto, es importante abrir el debate y reflexionar sobre la cuestión de las actitudes y los estereotipos discriminatorios por motivos de edad y su persistencia en este siglo XXI. El edadismo ha sido llamado, de esta manera, el último prejuicio, la última discriminación y el más cruel e injusto rechazo12.
La sociedad de envejecimiento es un hecho
Por otro lado, asistimos a un proceso psicosocial sin precedentes. Año a año, década a década, se consolida una tendencia irreversible y sin precedentes en la historia demográfica, poblacional y cultural del mundo: se aumenta la expectativa de vida, tanto como desciende la tasa de reemplazo poblacional. En otras palabras: cada vez más viejos, cada vez menos niños. El fenómeno es global, general y mundial: desborda fronteras, grupos sociales y culturas locales13.
Aparentemente la gente vive más por los llamados “adelantos” de la ciencia, pero probablemente también por una formidable experimentación identitaria que resitúa a los adultos mayores como nuevos herederos de un porvenir en el que encuentran nuevas oportunidades de vida14.
Se va consolidando una figura de “vejez” también sin precedentes: el grupo de la tercera edad de 80, 90 y 100 años aumenta, lenta, pero progresivamente. ¿Cómo será ser viejo matusalénicamente? ¿Asistiremos a una resurrección del Patriarca Abraham y la Matriarca Sara que a los 99 y 90 años respectivamente, procrean a su hijo Isaac? Más aún: ¿acaso el Pacto que a partir de allí realiza Abraham con la Deidad prefigura pactos renovados de una sociedad que pasa de ser o acepta pasar de “adulto-céntrica” a “geronto-céntrica”? ¿Asistimos acaso al surgimiento de una cuarta edad etaria?15
Esta sociedad “geronto-céntrica” genera debates inacabables. Uno de ellos radica en quién debe hacerse cargo de las atenciones, cuidados y salud del adulto mayor. Las familias preconizan que el Estado. El Estado que las familias16.
Otro debate afirma que a un universo mayor de adultos mayores las economías estatales sucumbirán inevitablemente. Lo cual no es necesariamente así. Un motivo es que hay una enorme población de adultos mayores que no se puede jubilar ni pensionar por no haber podido acceder a un empleo formal17. Otro, se refiere a que en un mundo cada vez más precarizado en torno al trabajo, las transferencias intergeneracionales, compensan (al menos en parte), situaciones de pobreza y pauperización del mundo adulto y juvenil18.
Pero el debate prosigue. Es un indicador de edadismo, de suspicacias hacia una nueva sociedad que va emergiendo, pero que poco o nada es comprendida y menos aún, esperada19.
La vitalidad del paradigma del envejecimiento saludable
Asimismo, como novedad, parece constatarse que, junto al edadismo negativo de cuño aristotélico, va surgiendo una nueva versión de edadismo positivo platónico. Se va imponiendo la idea de que el adulto mayor puede y debe pasar por experiencias de envejecimiento saludable, exitoso y productivo. Paradigma de plenitud y vitalidad, que es entre otras cosas, un negocio fabuloso para las industrias estéticas que se cimentan a partir del mismo20.
¿Pero, qué puede signarse como “exitoso” en la vejez? ¿No estamos acaso en la trampa de una gerontología que preconiza una especie de psicologismo absurdo donde el éxito de un sujeto pasa a ser responsabilidad del propio sujeto, ignorando las situaciones de pauperización, estigma y marginación social que sufren los adultos mayores?21
El edadismo, es momento de puntualizarlo, no es solo ideológico o motivo de opinión prejuiciosa, sino que se traduce también en la escasez de oportunidades de vivienda y trabajo, atención de la salud, oportunidades de recreación e interacción social. Además de jubilaciones y pensiones, que cuando existen, no son sino paupérrimas e indignantes. Los factores sociales y materiales -no solo la edad cronológica- pueden apoyar o disminuir la capacidad de las personas mayores para contribuir a la sociedad y ser miembros valorados y reconocidos de la comunidad. El paradigma del “envejecimiento saludable” debería ser pues revisado cuidadosamente, antes de adherirse acríticamente al mismo22.
Butler en algo tenía razón al situar al edadismo como problema social al mismo nivel que el racismo, la xenofobia o el antisemitismo, habría que agregar que los mismos terminan siempre presentados perversamente bajo el prisma de reducciones psicologistas: si los viejos quieren resolver sus problemas de marginación pues deben hacer una apuesta sincera y amplia a favor de actividades saludables, donde se haga responsable de su propia salud y bienestar, desresponsabilizando en definitiva al Estado de un pacto social que día a día a ya casi nadie le preocupa ni le atañe23.
En realidad, y aún desde el envejecimiento saludable, la vejez no ha cambiado un ápice en términos de marginación y estereotipo. A lo máximo, lo que ha hecho es crear una subdivisión social dentro del grupo etario de la vejez, diferenciado una tercera edad apta, privilegiada, a la que se mira con orgullo y una tercera edad “débil”, “zángana”, “parasitaria”, a la que se visualiza con desdén y vergüenza24.
Por ende, es necesario revisar las ideas esbozadas respecto a la gerontología moderna y a la idea en particular de la que quizás parte: la supuesta superación del edadismo/viejismo, pues en todos los estudios de la gerontología de los últimos 20 años no hay elementos de peso para sustentar tal idea y, como veremos a continuación, la realidad social y cultural generada desde la covid-19, plantea una continuidad del edadismo/viejismo.
La experiencia desastrosa de la pandemia de covid-19: exacerbación y justificación del edadismo
Efectivamente, todo parece indicar que desde la aparición del coronavirus asistimos a una nueva imposición de un edadismo a ultranza, en términos de un “edadismo sanitario”, por el cual, a nombre del “cuidado” se ha confinado y encerrado a los adultos mayores, bajo pretexto de medidas sanitarias que no se percibe que tengan impacto en la detención de la propagación del coronavirus. El coronavirus ha implicado así un nuevo retroceso de la imagen del adulto mayor a lo vetusto, lo decrépito y a la antesala de la agonía y la muerte, en una fantástica resurrección del paradigma del desvalimiento extremo25.
Se ha indicado adecuadamente además que esta nueva ola de edadismo ha profundizado la división entre jóvenes y viejos, incrementado rencores, desconfianzas y paranoias varias, así como ha, en definitiva, consolidado situaciones de aislamiento social que impactan severamente en la salud física, mental y familiar. Muchos adultos mayores que dependen del contacto social de los centros y lugares de la comunidad de culto también están experimentando importantes perturbaciones en sus redes sociales y relaciones26.
Este aislamiento se completa con estudios que indican la falta de acceso de los adultos mayores a las tecnologías actuales, lo que los expone más aún a situaciones de vulnerabilidad laboral en comparación con los grupos de edad más jóvenes y a situaciones de jubilación anticipada. Cabe indicar, de cualquier manera, que no queda claro aún si los adultos mayores se están jubilando anticipadamente debido a la coacción, la falta de oportunidades o la incapacidad al trabajo virtual o a las crecientes expectativas de discriminación por edad en el futuro27.
Se ha denunciado además la existencia de directivas que indican que los adultos mayores son relegados frente a otros grupos etarios en los dispositivos de atención de salud, en emergencias, operaciones e internaciones. Asimismo, se indica que se acentúa el que los adultos mayores de las minorías raciales tienen menos probabilidades de recibir cuidados de salud y están desproporcionadamente vulnerabilizados en comparación con los adultos blancos mayores. No es para nada exagerado señalar que este edadismo resurrecto explica gran parte de la lentitud, errores e inadecuaciones de las respuestas que se han ensayado frente al coronavirus28.
De esta manera casi hay unanimidad entre los autores que la pandemia del coronavirus ha significado un brote paralelo de edadismo, verificable en primer lugar en relación a una notable uniformización de la presentación de los adultos mayores, en tanto seres indefensos y frágiles, indicando un retorno a paradigmas decrépitos y vulnerables de la vejez por los cuales rápida y casi repentinamente los adultos mayores han sido confinados y desciudadanizados en su capacidad de elección y de estrategia de vida29.
Otros estudios indican asimismo que, con el paso del tiempo con relación al coronavirus, no ha disminuido la atención discriminatoria y postergatoria que ha existido (y probablemente aún existe) a nivel hospitalario hacia los adultos mayores, ante la necesidad de priorizar recursos y procedimientos desbordados o exiguos. En materia de salvar vidas los adultos mayores siguen constituyendo el grupo con menores opciones30.
Es una situación que ha tomado desprevenida a la gerontología y a los gerontólogos, los que no parecen poder explicar cabalmente esta situación que poco tiene de científica y que actúa como extensión de coartadas y recursos ideológicos que imponen una visión empobrecedora y unidireccional del adulto mayor31.
Los autores, al principio con cautela y luego con mayor claridad ya hablan de situaciones de “confinamiento” y “discriminación” y hasta se comienza a propagar un juego de palabras, por cierto, siniestro: “genocide” por “gerocide”32. Sin llegar al uso extremo de este juego de palabras otros autores se preguntan por qué se ha suscitado tal falta de empatía, sin que se encuentren respuestas razonable33.
Pero no son la mayoría. La mayoría de las publicaciones revisadas siguen apostado a un recrudecimiento de la gerontología en su mejor estirpe pedagógica, tratando de generar conciencia de las consecuencias de decisiones sanitarias que se estiman erróneas y apresuradas. Fieles a esta perspectiva estos estudios resaltan aquellos datos empíricos e investigaciones experimentales, longitudinales y transculturales que indican cómo las creencias negativas sobre la edad afectan negativamente a una amplia gama de resultados de salud, así como las respuestas emocionales al estrés pueden afectar a las personas mayores34.
Asimismo, se reitera, desde una óptica que tal vez sea algo ingenua, que no se debe aislar a los adultos mayores, ya que esto puede tener efectos perjudiciales a nivel social, familiar y mental35. Otros gerontólogos hacen hincapié en aspectos generacionales: mantener a los adultos mayores confinados enfrenta a las generaciones, con los que las posibilidades de intercambio y solidaridad generacionales se echarían a perder36.
Se indica de esta manera como a largo plazo el aislamiento puede encarecer aún más los servicios de salud, lo que podría agravar la situación económica de la pandemia. Finalmente hay autores que creen necesario volver a enfatizar que si los adultos mayores son grupo de riesgo no es por su edad en sí, sino por la comorbilidad asociada37.
Podría pues plantearse una actitud al menos dual en el campo de la gerontología. Por un lado, se observa una gerontología que indica la enorme dificultad en superar el edadismo, el que por otra parte se recrudece en las circunstancias actuales. Pero, por otro lado, es posible verificar publicaciones gerontológicas, que sin desatender lo anterior, plantean que el edadismo es posible de cualquier manera de ser superado por estrategias basadas en la educación y la sensibilización38.
Probablemente todos los puntos reseñados son argumentos de peso y, sin embargo, ni uno solo ni la prolongación de la pandemia ni las dificultades en el acceso en la vacuna modificaron en mucho la situación de aislamiento y confinamiento de los adultos mayores. El poder de los estereotipos persiste a pesar de un creciente conjunto de pruebas que refutan sus supuestos básicos39.
La situación del coronavirus ha condenado pues a los adultos mayores a políticas restrictivas, confinantes y desciudadanizantes que deberían hacer preguntarse a los gerontólogos sobre cuál es el lugar social real que tienen los adultos mayores y no el que, según la gerontología, deberían tener. Esta postura implicaría, sin embargo, un trabajo de duelo profundo que atravesaría también a la misma gerontología y su lugar de legitimidad (que no se quiere ver dañado tal vez) entre las ciencias sociales40.
Lo que se puede afirmar es que una larga (y aparentemente sólida) literatura, basada en bibliografía especializada y en diversas historias de vida, que parecía dar cuenta de un nuevo modelo de vejez, desde la cual se armaban renovadas identidades, originales formas de vida y con la capacidad de volver a contribuir a la comunidad de forma activa, con aceptación, reconocimiento y estímulo social, probablemente debería ser revisada críticamente41.
Desde esta literatura los adultos mayores aparecían, a todas luces, como un grupo rupturista con sus precedentes generacionales, deseando y aparentemente logrando alcanzar logros de empoderamiento, vitalidad y experimentación renovada, augurando una inédita versión etaria del “cuidado de sí” foucaultiano42.
Sin embargo, todo ha cambiado. De forma rápida desde y dentro de la pandemia del coronavirus, los adultos mayores nuevamente han sido recluidos en sus hogares, pensiones, casas de salud. Esta reclusión generó un consenso tan amplio e incuestionable que ya no se duda en hablar de confinamiento arbitrarios43. En el espacio de unos pocos meses se ha impuesto en el imaginario social y de forma ominosa, la imagen del viejo como débil, vulnerable, decrépito y a la espera de la muerte. Se podría decir que súbitamente los adultos mayores han envejecido, pero también que súbitamente el paradigma del envejecimiento exitoso se ha deshilachado profundamente44.
De este adulto mayor se espera ahora complicidad en su confinamiento. Que no se queje, que no denuncia, que sea parte de un silencio que lo coloca como un viejo-agonizante que acepta y espera con sabiduría la muerte45.
Explicar esta situación no es fácil y, sin embargo, es algo que no se puede postergar. El recurso tradicional de la gerontología pedagógica se ha vuelto insostenible en tanto que el paradigma de vejez decrépita que se creía superado y erradicado ha retornado con más fuerza y legitimidad que nunca. Y hasta se podría agregar: que quizás en realidad nunca realmente se fue.
Muchas iniciativas gerontológicas destinadas a combatir la discriminación por motivos de edad se basan en la aceptación de la opinión de que los estereotipos son el resultado de la ignorancia de los hechos y emplean estrategias para informar a las personas de las pruebas que refutan la suposición particular de la discriminación por motivos de edad. Es decir, que se supone que la sociedad y el imaginario social se manejan desde criterios racionales y desde el sentido común46.
Sin embargo, estimamos que estas estrategias no contribuyen mucho a cambiar las creencias, las actitudes y las prácticas porque ignoran los intereses, las cargas emocionales y los pactos invisibilizados que sostienen la incuestionable legitimidad del llamado sentido común en general y de la gerontología en particular47. Sentido común que en tanto construcción social y psicosocial tiende a ser reproducido compulsivamente en tanto calma, apacigua y permiten negar escenas de miedo, pánico o paranoia. El sentido común, por ende, no habilita pensamientos, sino que revela pactos inconscientes sociales que permiten negar, rechazar, concluir aspectos de la realidad que generan ansiedad, miedo, pánico o desamparo48.
Desde esta perspectiva, sugerimos que la explosión exponencial de edadismo producida a partir del coronavirus no indica la necesidad de mejores estudios, investigaciones y esfuerzos sostenidos de divulgación. Muy por el contrario: los mismos están y son más que abundantes. Habría que por el contrario elegir otra vía de reflexión que nos permita entender el fracaso del conocimiento, la ciencia y lo académico para erradicar prejuicios, clarificar odios y alentar tolerancia y empatía en la sociedad.
En este sentido llama la atención cómo los adultos mayores fueron señalados rápidamente como el grupo de riesgo por excelencia, y obligados a ser confinados para proteger a la estructura social, sin que hubiera voces discrepantes. De esta manera el adulto mayor cambió el sentido de su “protagonismo”, que pasó de la renovación social e identitaria a ser casi en algún momento el grupo que podía decidir el curso de la pandemia en base a su confinamiento. A esto se une además el hecho de que no existe evidencia científica que ampare tal decisión, por lo que su explicación ha de residir en procesos sociales y culturales invisibilizados49. Habría que agregar que estos procesos probablemente ya estaban presentes de forma latente y soterrada mucho antes de la pandemia en sí.
No es entonces desatinado indicar que el coronavirus no es solo un acontecimiento sanitario o biológico, sino que las decisiones, procrastinaciones y ambigüedades que surgen a partir del mismo, permiten comenzar a armar un diagnóstico de lo social y de sus vertientes políticas, económicas y culturales50.
Entiéndase en este sentido que el edadismo nuevamente no puede ser de ninguna manera enfocado como un mal “extirpable” pedagógicamente, sino que, por el contrario, opera estructuralmente como un emergente de la necesidad que la sociedad tiene de los viejos en términos de depositación en los mismos de miedos, ansiedades y paranoias51.
Desde este ángulo sugerimos que el lugar de los viejos en la estructura social actual es primordialmente de chivos expiatorios, es decir que operan menos como un grupo etario y más como un grupo (estigmatizado) en el que se deposita aquello que entra en la categoría de lo impensable, lo indecible, lo innombrable socialmente, en torno a lo amenazante del desvalimiento, el pánico, la ansiedad que el conjunto social ya no sabe contener ni procesar52.
Podemos suponer que, en tanto chivos expiatorios, a los adultos mayores en primer lugar, se los hace cargo y depositarios de lo terrorífico, lo incontrolable, lo virósico terrorífico. Pero esta depositación solo es posible desde la (re)instauración del paradigma de la decrepitud, por el cual la vejez no puede evocar sino y solamente a la muerte.
De esta manera el aislamiento confinante es el lugar ambiguo en el que el viejo queda a resguardo, tanto como a cargo, del ominoso trabajo de la muerte de acuerdo con prácticas y lógicas que quieren aparecer como sanitarias y científicas, invisibilizando su contenido ideológico y político. Quizás lo latente sea dejar a un grupo seleccionado indemne y a “solas” con la muerte, con el propósito mágico de se encargue de la misma, aunque el precio sea su propia aniquilación. De esta manera, el viejo pasa a ser el depositario de un ritual de expiación53.
Reiteramos que solo si los adultos mayores son transformados de vuelta en viejos decrépitos a merced de la muerte, es posible colocarlos en esta “situación de sometimiento”, a manera de ofrenda54. Ritual mágico o cuasimágico que “desvanece” (aunque sea momentáneamente) el terror del contagio y el desamparo y el desconcierto ante lo inexplicable. En Levítico 16,355, se señala el mecanismo de expiación a través de un toro joven y el de holocausto a través de un carnero, indicándose que el objetivo de la expiación es inseparable de un objeto destinado a desaparecer, luego de ser adecuadamente aislado y confinado ritualmente56, tal como describimos precedentemente.
Es necesario indicar que este ritual implica también la posibilidad de hacer desaparecer culpas y responsabilidades y capacidad de pensamiento crítico57. Todo se explica por la fatalidad de la presencia de un virus mortal, responsable de decisiones a las que se presenta como inevitables y por ende impostergables, evitando cuestionar situaciones políticas y económicas que señalan desigualdades e inequidades sociales tan mortales y preocupantes como el coronavirus, pero que se acallan y disciplinan en un momento social donde predominan actitudes totalitarias y discursos fundamentalistas58.
De esta manera se podría suponer que el aislamiento confinante dirigido a los adultos mayores no puede dejar de ser relacionado a una sociedad donde los sistemas de seguridad y protección han sido sustituidos por el predominio de lo escaso, lo precario y lo inestable59. Ya no hay salud para todos, ya no hay camas para todos, ya no hay asistencia para todos, ya no hay respiradores para todos, ya no hay trabajo ni bienestar para todos. Desde la escasez alguien sobra o molesta. Los viejos son, desde esta lógica, un estorbo que debe dejar de ser estorbo y desde los cuales se intenta economizar lo precario60.
El trabajo de “encapsular” la muerte en torno al anciano, se transforma pues en un ritual que solo es comprensible desde una época, que más allá del coronavirus, se caracteriza por la marcha, la aceleración y el empuje de sucesos que, como crisis permanente, se vuelven incomprensibles, generadores de angustia y de desesperación. Implica la cronificación de un desamparo estructural en el que se quiebran los sostenes imaginarios y simbólicos61. Es necesario indicar que la violencia simbólica que desde allí surge, sobrepasa la capacidad contenedora del tejido social, con incremento de fantasía paranoicas y persecutorias (“¿cuándo me pasará?”; “¿qué viene a continuación?”; “¿quién se beneficia con todo esto?; “¿quién está conspirando?”) que se vuelven traumáticas, es decir, no elaborables62.
Esta conjunción de sucesos desgraciados y crisis irreversible hace que lo impensable encuentre un tope, a partir de lo cual se hace urgente encontrar una explicación a lo que está sucediendo. Con lo que se vuelve al punto inicial: una forma de explicación posible, ciertamente no racional pero sí efectiva mágicamente, es la de encontrar un depositario. Un grupo receptor de los desamparos y ansiedades colectivas. Este depositario encarna formas de “expiación” y apaciguamiento de una ansiedad que es neutralizada hasta cierto punto de esta manera63.
Probablemente al tejido social le urge, para tener aún consistencia (y legitimidad) de “tejido”, mantener como tolerables la carga de desvalimiento, la vulnerabilidad y lo impensable aún al costo (el que aparece como ya vimos, legitimado desde lógicas sanitarias) de mantener a los adultos mayores como depositarios-responsables de los mismos. Pero, ¿qué resonancias puede tener en los miembros adultos y jóvenes de un grupo social, este “sacrificio expiatorio” que ofrecen de sus propios padres y abuelos para mantener una supuesta homeostasis social que se siente urgente e imprescindible? Más allá de que hablamos de procesos inconscientes y pobremente advertidos, ¿qué repercusiones en términos de culpa, responsabilidad y transmisión generacional, unido además a fantasías de parricidio y gerocidio, se pueden desencadenar y gestar desde aquí…? La pregunta está abierta.
Cabe asimismo preguntarnos, finalmente, si el retorno triunfante de este edadismo (que aparentemente en realidad nunca se fue), no alude también a otras negaciones y postergaciones que se quieren aún mantener en los límites de lo impensable, con relación a todos los cambios y permutaciones que se suscitan y suscitarán alrededor de una inminente sociedad de envejecimiento, que en realidad “ya está”, de una u otra manera, inserta en nuestra realidad64.
Conclusiones
Desde lo anterior, parece poder afirmarse que más allá de sus matices, el edadismo ha mostrado una sorprendente fuerza de pregnancia. Nutrido de elementos míticos, empíricos, ideológicos y sanitarios ha tenido enorme éxito en imponer una imagen de vulnerabilidad, decrepitud y enfermedad en torno a los adultos mayores. Desde el año 1969, comienzo del primer artículo académico sobre el tema y hasta la fecha, mucho se ha escrito sobre el tema, pero poco se ha avanzado en términos de políticas sociales, estatales y concientización comunitaria.
Cuando se ha intentado plantear una alternativa al edadismo decrépito (aristotélico, según sugerimos en este trabajo), no ha surgido sino un edadismo maníaco (platónico) que ha impuesto la supuesta necesidad de que el adulto mayor “debe” ser “productivo”, “joven”, “vigoroso”, planteando la imposibilidad, en definitiva, una vez más de que el adulto mayor viva espontáneamente como adulto mayor. Retomando el concepto envejecimiento saludable, y con relación a la realidad que señala la covid-19, cabe reflexionar sobre si el mismo abre efectivamente y en qué medida, nuevas fronteras de investigación en torno al envejecimiento. No se trata de descartarlo, pero sí de profundizarlo y revisarlo, evitando presentarlo como un concepto antinómico al del edadismo decrépito.
Sugerimos que el camino a la resolución del edadismo no pasa por medidas de buena fe basadas en la divulgación del conocimiento técnico sobre lo que es la vejez y el envejecimiento. No es un problema de “ensanchar” el conocimiento, sino por el contrario de “develar” como se arman los pactos y las escenas de temor, paranoia y recelo en la sociedad.
Planteamos la hipótesis de que el edadismo es un emergente, no de la ignorancia de lo social frente al envejecimiento, sino más bien de la extrema necesidad que se tiene de los adultos mayores en términos de una economía imaginaria inconsciente centrada en torno a la figura del chivo expiatorio y las prácticas expiatorias.
Las ambigüedades a los que está sometido el viejo por las cuales es tanto protegido, como desamparado, revelan que, en este momento de pánico social, pasa a transformarse en una especie de intermediario imaginario entre un orden perdido y un orden a restaurar. Es el punto en el que, para preservarse, la sociedad necesita ya no (solamente) de la vida, sino también de la muerte de sus viejos. Muerte simbólica o real que opera como emergente de aquello que se ha vuelto imposible de duelar y que se expresa a través de la temática de la escasez.
Cabe enfatizar además otro punto profundamente desacertado: desde las gestiones neoliberales se ha insistido hasta el cansancio que las jubilaciones y pensiones de los adultos mayores son motivo de déficit presupuestal y desfinanciamiento estatal. Las cosas no son necesariamente así, pero esta prédica opera como excusa para imponer reajustes injustos, tanto como para perpetuar un resentimiento edadista, con lo que aún desde un panorama poscovid-19, el adulto mayor difícilmente podrá recuperar un lugar de dignidad social.
De esta manera -y a partir de una urgencia sanitaria- la mayor novedad del siglo XXI: la sociedad del envejecimiento, se vuelve inefablemente parte de un malestar profundo, por el cual una vez más la sociedad fomenta aquellas encrucijadas e injusticias, que es absolutamente incapaz de resolver…