Introducción. Entre la fascinación y el olvido del istmo
El antropólogo y pintor mexicano, Miguel Covarrubias, en su libro El sur de México,1 al describir el istmo de Tehuantepec, lo presenta como una región fascinante y olvidada, una tierra marcada por el aislamiento debido a las serranías que la atravesaban, selvas inexploradas, un ferrocarril desvencijado y, últimamente, por aviones que llegaban a Minatitlán, Veracruz, tres veces a la semana. La contradicción entre fascinación y olvido que Covarrubias resaltó ha marcado los discursos de quienes en diferentes épocas han mirado este espacio como una vía para el establecimiento de la comunicación interoceánica en la franja de tierra más estrecha de México, con un extremo en el océano Atlántico y otro en el Pacífico, y la ha convertido en espacio de disputas, anhelos, utopías y planes desde tiempos de Hernán Cortés. De ahí que en la construcción del Estado nación mexicano deba analizarse también el papel que tuvieron las infraestructuras de transporte en la conformación de una nación imaginada2 donde hay una constante disputa del control territorial y de las rutas de comercio.
El istmo de Tehuantepec ha estado permeado por una geografía imaginaria3 y un discurso en torno al desarrollo que categoriza al sur de México como atrasado y olvidado. La región pasó de ser descrita como una zona de gran auge comercial y centro económico del sureste en los siglos XVIII y XIX a un sitio “atrasado” en las próximas centurias. La integridad del istmo como región homogénea, su fascinación y encanto fueron construidos en diferentes periodos históricos a partir de las infraestructuras de transporte para propiciar la comunicación interoceánica y el aprovechamiento de los recursos naturales de uno de los espacios más biodiversos del país. Así, en nombre del progreso, fueron justificados planes de modernización y desarrollo aunados a proyectos civilizatorios y de integración de los pueblos indígenas al Estado nación mexicano para regular y controlar territorios geoestratégicos.
En este proceso de planes para el progreso y la modernización -que en el siglo XX empezarían a ser nombrados también como proyectos de desarrollo- los caminos e infraestructuras de transporte en general emergieron como interfases y negociaciones que crearon fronteras y márgenes, conectaron y aislaron al mismo tiempo.4 Además, han servido de base para imaginar y concretar aspiraciones de conectividad local y global con el fin de llevar modernidad y progreso. Los caminos, en múltiples ocasiones, han sido el punto de partida de proyectos de desarrollo. Situar la mirada en infraestructuras como carreteras y vías del ferrocarril revela cómo la política no está constreñida a lo jurídico y a las prácticas políticas, sino que también toma forma en arenas tecnopolíticas5 donde redes de energía, gasoductos, represas, etcétera nos muestran las múltiples conexiones transnacionales del Estado y el poder en localidades particulares. Desde esta perspectiva, el modo en que es visto y representado el istmo de Tehuantepec como una zona estratégica marca los modos de habitar el territorio, atravesado hoy por la violencia y las consecuencias de ser una ruta de paso.
El istmo de Tehuantepec ha estado de manera casi constante en los planes de desarrollo de diferentes periodos presidenciales desde la década del setenta de la pasada centuria,6 donde el eje ha ido cambiando de propuestas centradas fundamentalmente en las infraestructuras de transporte a proyectos que buscan el aprovechamiento de la riqueza en recursos naturales de la zona. De ahí que el petróleo sea una de las claves para entender lo atractivo del istmo, y del sureste de México en general, para los megaproyectos.7
A partir de estas ideas es que propongo en el siguiente artículo reflexionar sobre el papel que han tenido las infraestructuras de comunicación y transporte en la construcción del istmo como ruta de paso, desde el siglo XVI, con un énfasis en la representación de la vía interoceánica como espacio geoestratégico. Para hacerlo partí de una revisión bibliográfica, análisis de documentos históricos y del trabajo de campo desde una aproximación etnográfica y de la antropología histórica para entender las transformaciones que generaron las infraestructuras de transporte en el espacio, las formas de habitar y las relaciones políticas. Esta perspectiva resulta propicia para entender en la actualidad la reiteración de proyectos de desarrollo del Estado que ponen en el centro las infraestructuras, como el Programa para el Desarrollo del Istmo de Tehuantepec (PDIT), y para analizar cómo mediante carreteras y vías del ferrocarril puede verse una articulación material de imaginarios, expectativas, ideologías y de la vida social.8
En las siguientes páginas hablaré sobre el papel que han tenido las infraestructuras de transporte en la construcción del Estado-nación en el istmo de Tehuantepec, los anhelos y conflictos para establecer una ruta interoceánica y las formas en que diversos proyectos han moldeado las comunidades indígenas en el municipio de San Juan Guichicovi. Problematizo la idea de que la imagen del istmo como una región homogénea se ha configurado a partir de las disputas por el establecimiento de una vía interoceánica, el aprovechamiento de los recursos naturales y los planes de desarrollo. Abordo también la representación de la franja más estrecha de México como espacio geoestratégico y ruta de paso desde la llegada de Hernán Cortés, con la construcción de un discurso que da miras de que el istmo se ve atrasado, lo cual ha justificado un proyecto civilizatorio y de incorporación de los pueblos indígenas al Estado nación, donde las vías de comunicación han tenido un papel clave. Las utopías, proyectos fallidos y fantasías sobre un camino interoceánico eficiente contribuyen todavía a imaginar la región como inasequible y resultan clave para entender la reiteración de programas de desarrollo, que tienen su referente más actual en el Programa para el Desarrollo del Istmo de Tehuantepec perteneciente al gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Para exponer estos temas he dividido el texto en cuatro acápites. El primero aborda la presencia del istmo como lugar esencial para el comercio y la centralidad de las infraestructuras de transporte para entender la configuración regional a partir de los caminos, tema que también continúo en el segundo apartado, pero con mayor énfasis en la relación entre diferentes proyectos para establecer la comunicación interoceánica y el discurso de civilización que traía consigo. Por último, en los epígrafes tres y cuatro analizo los diferentes intentos para la construcción de una ruta interoceánica -hasta finalmente lograr el ferrocarril transístmico-, la transformación de las formas de habitar y reflexiono sobre los vínculos entre la construcción del Estado nación mexicano y las infraestructuras de comunicación y transporte, donde la integración de los pueblos indígenas a la nación ha tenido un papel clave.
“Todo lo bueno y todo lo malo pasa por acá”9
El istmo de Tehuantepec carga sobre sí el peso de la geografía, los anhelos de acortar las rutas entre el océano Atlántico y el Pacífico por uno de los estrechos latinoamericanos y la representación de este espacio regional como un sitio de paso. Sin embargo, tal pareciera que durante siglos el istmo mexicano ha llevado sobre sí proyectos interoceánicos y de desarrollo inconclusos que han convertido a la zona en una región inasequible,10 aunque no del todo. Esta representación llevó a la economista Roxana Arce Ybarra a pensar que “[…] sobre el istmo de Tehuantepec se extiende un ambiente de intriga perniciosa desde hace mucho tiempo”.11 Dicha intriga muestra el velo de misticismo que ha acompañado la representación inalcanzable del istmo. Aun cuando han sido disímiles las obras de infraestructura que durante los siglos XX y XXI han transformado la región para lograr una comunicación interoceánica, tan explotable y útil para el comercio como el Canal de Panamá, que los planes no hayan tenido conclusión ni los resultados esperados conlleva a que esta franja de tierra se convierta de manera recursiva en un espacio de disputa para el desarrollo.
La posición geográfica y la riqueza natural12 convirtieron a la región en una tierra propicia para la implementación de proyectos de desarrollo. A veces lo más llamativo en el paisaje istmeño son las carreteras -que atraviesan los espacios donde una vez hubo cerros-, las vías del ferrocarril y los parques eólicos, visibles por sus hélices en movimiento a partir del tramo carretero de La Mata.13 Sin embargo, como una vez me hizo reflexionar Dora Ávila, fundadora de la organización de mujeres Nääxwiin y educadora popular, el istmo está atravesado por un gran número de infraestructuras que tienen el propósito de transportar diferentes productos de costa a costa:
[…] Pero bueno, están los ductos, que esa es otra cosa también para preocuparse. No hablamos de eso […]. Yo recuerdo que una vez en Boca del Monte decía un señor que era autoridad: ‘Bueno pues es que aquí estamos. De un lado tenemos la carretera, del otro lado tenemos los ductos’. En realidad en esta franja estamos cruzados por un montón de cosas, pero pocas veces pensamos en eso. Pero bueno, tenemos el ferrocarril, la carretera y los ductos, ya de lo que hay, más lo que se ponga. Un territorio como muy cruzado por todos esos intereses […]. Es un territorio donde pasa de todo y en disputa.14
Esta idea del istmo como un lugar donde pasa de todo está marcada por una configuración regional que desde el siglo XVI puso en el centro las infraestructuras de comunicación y transporte para aprovechar los beneficios de la estrechez territorial para el comercio, idea que años después, en el siglo XX, vino acompañada de otras infraestructuras (como los gasoductos y parques eólicos) que permitieran aprovechar también los recursos naturales.
Desde una definición básica de las infraestructuras, Susan Leigh Star15 habla de un sistema de sustratos, no visibles siempre, que constituyen la base de otros tipos de trabajos (ferrocarriles, líneas eléctricas, gasoductos, etcétera). Sin embargo, las tecnologías no constituyen una herramienta neutral;16 tienen una capacidad relacional y se convierten en arenas de lo político. En este sentido es que coincido con Brian Larking17 cuando argumenta que la materialidad es solo una de las múltiples cualidades que conforman las infraestructuras, lo que nos recuerda que las tecnologías son siempre tanto metáforas como objetos técnicos. Las infraestructuras, como caminos, carreteras y ferrocarriles, son formaciones sociales, materiales, estéticas y políticamente densas con una implicación crítica, tanto por las maneras diferenciadas en que son experimentadas en la vida cotidiana como por las expectativas que generan.18 A partir de un sentido relacional, las infraestructuras se convierten en instantes concretos de visiones y promesas sobre el futuro,19 y son, además, un terreno de poder y contestación. El istmo de Tehuantepec puede verse, entonces, desde una geografía imaginaria que ha puesto el centro en proyectos de conexión interoceánica -con énfasis en la extracción de recursos naturales y el desarrollo- y que ha contribuido a representar una región diversa como homogénea.
Leticia Reina20 dividió el istmo en dos regiones: la de Veracruz, también conocida como Sotavento, y la de Oaxaca. El espacio que ocupa el segundo es el más conocido como istmo de Tehuantepec por la importancia de la ciudad homónima. Ambas regiones se integraron económicamente como macrorregión a finales del siglo XIX con la construcción del ferrocarril transístmico.
De ahí que sea posible afirmar que los caminos fueron delineando las configuraciones regionales en el istmo de Tehuantepec, incluso desde la construcción y uso que les dieron los pueblos originarios que habitaban la zona siglos antes de la llegada de Hernán Cortés. Esta era una vía de paso obligado hacia Chiapas y Centroamérica, y desde épocas prehispánicas, las rutas por el istmo tenían la función de conectar el altiplano y el sur de Mesoamérica, aunque al parecer no existía, o no ha sido documentado, una vía para comunicar los dos océanos.21
Oro, ríos y tamemes: el istmo como espacio geoestratégico
Antes de la colonización española, en esta zona diferentes pueblos originarios se disputaron el control del territorio por los recursos naturales y la posición geoestratégica, al ser una franja estrecha que, en poco más de 200 kilómetros, unía el océano Atlántico con el Pacífico. De esta forma, dominar la región implicaba tener el poder sobre las rutas comerciales. Desde que los binnizá llegaron al istmo en el siglo XIV, desplazaron a los ayuuk hacia las partes altas de la sierra, a los zoques hacia la selva de los Chimalapas y a los ikoots hacia las zonas litorales.22
Con el arribo de Cortés, el énfasis en una vía de conexión entre los mares se volvió una preocupación constante. El istmo no puede deslindarse de su configuración como ruta de paso y comercial que desde la Colonia existía a través de redes terrestres y fluviales: los caminos reales de Chiapas y Antequera estaban enlazados a partir de un sistema de mulas y por diferentes vías fluviales se llegaba a Campeche, Yucatán y a la Capitanía de Guatemala.23 Para el siglo XVII, el comercio por esta franja llegó a ser tan clave que fue un punto crucial en el conflicto entre binnizá y españoles que derivó en la rebelión de Tehuantepec en 1660.24
Durante la época del 1500, la mejor forma de ir de Perú a México era a través del trayecto Veracruz-Coatzacoalcos-Tehuantepec-Huatulco.25 Por esos años, las autoridades españolas anhelaban encontrar una ruta por tierra para poder emplear carretas para transportar los equipajes -dejando de lado el uso explotador de los tamemes como cargadores en la vía transístmica26- y, además, ahorrar los costos de carga, lo que se concretó a finales del siglo XVI.
El interés por el istmo de Tehuantepec en esta época y el afán de Hernán Cortés por hallar una vía que uniera el océano Atlántico y el Pacífico estuvo marcado por otro istmo, el de Panamá, y el descubrimiento del Mar del Sur por Vasco Núñez de Balboa. Aun así, la pretensión era encontrar una ruta más accesible para recorrer el mar rumbo a Perú, donde Cortés creía que existían “islas ricas de oro y piedras preciosas”.27 Cortés estuvo empeñado varios años en buscar un camino hacia el Mar del Sur por Tehuantepec, lo que implicó recorrer el río Coatzacoalcos (véase Figura 1):
Fuente: Elaboración propia a partir del mapa de Odile Hoffmann en Machuca, “Proyectos oficiales…”, 69.
La distancia entre Coatzacoalcos y Tehuantepec era de 65 leguas. Por el río se recorrían 40 leguas (222.90 km) en ocho días “según los tiempos, donde hay montes y sierras” (Acuña, 1984: l, 118), las siguientes 25 leguas (139 km) se transitaban a pie. A falta de un camino para carretas desde Utlatepec (punto de embarque y desembarque del río Coatzacoalcos) hasta la Villa de Tehuantepec, las mercancías debían ser cargadas por tamemes [...].28
El énfasis de Cortés por el control de las rutas marítimas a partir de un canal interoceánico en el istmo de Tehuantepec le valió el marquesado del Valle.29 A pesar del auge y las esperanzas construidas desde el siglo XVI en la búsqueda de la conexión ideal entre los océanos Atlántico y Pacífico, no fue hasta la época decimonónica que tomaron fuerza y énfasis los proyectos, aunque un poco antes, en el siglo XVIII, el ingeniero Bucareli realizó la medición del estrecho mexicano, pero solo quedó en esa etapa por la inestabilidad política de Europa.
Con el empleo de algunos de los istmos americanos -Nicaragua, Panamá y México-, Estados Unidos se ahorraría 11,174 km para comunicar los puertos de la costa este con los del oeste, lo que equivalía a un aproximado de 40 días de viaje.30 Por su parte, Francia e Inglaterra también anhelaban una ruta más corta y directa con los puertos de China, Japón y Australia. De ahí el énfasis de viajeros, exploradores e ingenieros durante el siglo XIX en encontrar un paso comercial por el istmo de Tehuantepec.
A principios de 1800, Alexander Von Humboldt, geógrafo y viajero del “nuevo” continente, recomendó la apertura de una vía interoceánica por Tehuantepec. Sus estudios científicos y reportes sobre este espacio geográfico -además de los informes sucesivos de ingenieros, viajeros y militares (sobre todo estadounidenses)- convirtieron al istmo en “la vitrina del liberalismo mexicano” que se encontraba inserto en medio del proceso de la “revolución de los transportes”.31
Así, 1842 marcó al istmo con conflictos políticos-territoriales mexicanos por la concesión que otorgó, durante 50 años, el presidente Santa Ana a José de Garay, contratista privado. Este acuerdo dio el derecho exclusivo para abrir una ruta transístmica, lo que incluía los beneficios de la transportación e ingresos derivados de su explotación, además de la propiedad de los terrenos baldíos en una franja de 55.7 km a lo largo de la vía de comunicación y la autoridad para colonizar esa zona de costa a costa.32 El privilegio otorgado a José de Garay pasó de mano en mano durante varios años (de españoles a ingleses y luego a estadounidenses) “[…] hasta llegar a constituirse mucho más allá de un mecanismo de presión del gobierno norteamericano, que para entonces -1847- había invadido el país”.33
La pérdida de lo que hoy es Texas llevó al Congreso mexicano a cancelar definitivamente en 1852 la concesión de Garay y declaró que la venta de las adjudicaciones “era clandestina y fraudulenta”,34 hecha sin el consentimiento del gobierno mexicano. En medio de la proclama de Estados Unidos del destino manifiesto, el gobierno mexicano lanzó la convocatoria para dar una nueva concesión, con otras condiciones, a nacionales y extranjeros en el istmo de Tehuantepec: la ruta interoceánica debía servir a todos los países del mundo, debía mantener una postura neutral en caso de guerra y las obras debían realizarse por una compañía mixta (nacional y extranjera) para continuar con la soberanía de la región.
En 1853 se firmó el tratado de La Mesilla que modificaba la frontera norte de México, con lo que Estados Unidos ganaba nuevamente más territorio y otorgaba a los estadounidenses el derecho de tránsito por el istmo de Tehuantepec. Sin embargo, la época de los acuerdos territoriales no terminó aquí: seis años después, en el puerto de Veracruz, Robert McLane, enviado del presidente estadounidense, y Melchor Ocampo, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno que presidía Benito Juárez, sellaron un tratado conocido por el apellido de los firmantes: MacLane-Ocampo. Por medio de este documento México le otorgaba a Estados Unidos el derecho de tránsito a través de la frontera norte y del istmo de Tehuantepec y el de emplear fuerzas militares para la seguridad y protección de las personas y propiedades. Al final, el tratado no entró en vigor porque Estados Unidos no lo ratificó.
Durante varios años, Estados Unidos continuó con la solicitud de estudios, recorridos y mediciones en los diferentes istmos americanos para determinar el mejor punto para concretar el proyecto interoceánico. El capitán de la Marina de Estados Unidos, Robert Schufeldt, hizo un reporte oficial en 1871 donde llamó la atención sobre las ventajas que tenía el istmo de Tehuantepec para la construcción de una vía interoceánica. Schufeldt argumentó que por Tehuantepec estaba la distancia más corta para unir las costas del Pacífico y el Atlántico: por ahí el paso de armas y tropas sería más rápido, y la construcción de un canal para buques equivaldría a tener una extensión del río Mississippi en el océano Pacífico, pues el de Coatzacoalcos solo quedaba a poco más de 1,300 kilómetros de la desembocadura del Mississippi.
El istmo de Tehuantepec se convirtió en una de las rutas más utilizadas en tiempos de la “fiebre del oro” en Estados Unidos. Wendy Call, en su artículo El istmo de Tehuantepec, visto por ojos norteamericanos: cien años de la historia istmeña en The New York Times, narró que justo unos días antes de la firma del Tratado Guadalupe-Hidalgo (1848), los estadounidenses habían descubierto los depósitos de oro más grandes del mundo: “lo mantuvieron en secreto para asegurar la firma del pacto”.35
Los diferentes informes que durante los siglos XIX y XX generaron ingenieros, viajeros y científicos contribuyeron a ofrecer una imagen de conveniencia y viabilidad del paso interoceánico por Tehuantepec en relación con las opciones que ofrecían Nicaragua y Panamá. El ferrocarril del Pacífico en Estados Unidos, que iba de Nueva York a San Francisco, se terminó en 1869, pero no satisfacía la necesidad de comercio, por lo que se siguió en la búsqueda constante de una vía interoceánica.36
Lo atractiva de la ruta transístmica ferroviaria por Tehuantepec consistía en que no solo era una vía de comunicación entre ambos mares, sino también una fuente valiosa de tierras productivas de las que se podía sacar provecho. En el reporte que envió Simon Stevens37 al Presidente de la Compañía Ferroviaria de Tehuantepec en 1871 apuntaba que personas originarias del istmo le habían informado que en la costa del Pacífico se producían anualmente 5 mil fardos de tabaco, índigo, cacao, así como 50 mil arrobas de azúcar y 6 mil sacos de café.
Aparte de la mencionada situación geográfica que permitía el cruce de un océano a otro en un menor tiempo, otra recurrente mención en los informes del siglo XIX -que también formó parte de los programas de desarrollo en las posteriores centurias-, eran los recursos naturales, en especial los bosques. Según un documento informativo de José de Garay,38 ninguno de los países abastecedores de madera en aquellos tiempos podía competir con el istmo, donde en la misma orilla de los ríos había valiosos árboles, lo que facilitaba su transportación.
Tadeo Ortiz, diplomático mexicano y quien veía la necesidad de poblar el istmo de Tehuantepec como una oportunidad geoestratégica, argumentaba en uno de sus textos que los patriotas mexicanos lamentarían el “miserable estado y abandono” del istmo:
[…] Y quién no será sensible a la ruina del proyecto que pudo comenzar a labrar su felicidad, y que a la hora de este habría levantado algunas poblaciones, que si bien no proporcionarían todavía a la nación todas las ventajas de que es susceptible el país, a lo menos se tendrían ya fundadas esperanzas de su desarrollo, el primero y más interesante puerto de la república empezaría a florecer, los fértiles terrenos estarían descuajados, muchos hombres industriosos especularían y los vagos y mal entretenidos trabajarían, el Goazacoalcos abastecería de maderas a los países que lo necesitan […] Más tanta dicha todavía no es dado a disfrutar a la nación mexicana a pesar de su independencia por el influjo de ciertos hombres.39
El énfasis en encontrar o construir rutas comerciales en los diferentes istmos americanos y su relación con infraestructuras de transporte, desde la época de Hernán Cortés hasta el siglo XIX, mostró una necesidad de un mercado en expansión que necesitaba generar un comercio que abaratara costos y tiempos. A su vez, la búsqueda de un camino que uniera los océanos funcionó como herramienta de procesos colonizadores, civilizatorios y produjo competencias entre naciones como Francia, Estados Unidos e Inglaterra que pretendían ganar mercados y continuar su expansión política y económica.
Poner la mirada en cómo desde el siglo XIX los informes sobre el istmo de Tehuantepec representaban a la población indígena permite también acercarnos a la idea que ha estado latente en los proyectos de apertura de vías de comunicación y de desarrollo: progreso y civilización como parte de la construcción de un Estado-nación moderno. Ayuuk, binnizá, ikoots y zoques son representados desde esta época -y hasta ahora también- como necesitados de un desarrollo con el que no cuentan y que les permitirá salir de la situación de atraso en la que viven. El informe del capitán Robert W. Shufeldt40 enfatizaba, por ejemplo, que la población indígena del istmo no podría ser usada en las labores de la construcción de una vía interoceánica porque ellos no tenían idea del valor del tiempo y del dinero.
Los recursos visuales, como la fotografía y los diarios de viajeros, a finales del siglo XIX tuvieron un papel importante en la recreación del conocimiento sobre la región, lo que está relacionado con la emergencia de un proyecto nacional. Gabriela Zamorano41 en su tesis de maestría hizo referencia a la forma en que la población indígena del istmo de Tehuantepec fue tratada por diferentes funcionarios gubernamentales como Tadeo Ortiz de Ayala, Robert Schufeldt y José de Garay, donde prevalecían las clasificaciones duales y el énfasis en una tierra virgen que necesitaba ser apropiada y conquistada: románticas/peligrosas; salvajes/domesticables; misteriosas/conocibles; obedientes/rebeldes; ignorantes/seductores. Sobre San Juan Guichicovi Tadeo Ortiz, dijo que era el pueblo más inculto de la república, gentil e idólatra, que despreciaba los sacramentos de la iglesia católica, desconocía las leyes y todo sistema de gobierno: “Se entregan a la embriaguez y se sublevan continuamente cuando se les quiere corregir”.42
Por su parte, en el informe que hizo Herr M. G. Hermesdorf43 había una constante alusión a los indios laboriosos. De San Juan Guichicovi mencionó que estaba constituido por meras chozas y una iglesia de un ambicioso estilo que se empezó a erigir hace mucho tiempo y no se había concluido. También resaltó que el orgullo de los mixes era poseer tantas mulas como fuera posible y que todo el dinero que pudieran tener lo utilizaban para tener más de sus animales favoritos. Lo que para Hermesdorf no era más que un gusto y capricho, constituía un servicio de transporte que ofrecían los mixes para diferentes partes de la región.44
En estos y otros relatos los habitantes del istmo mexicano aparecían como un accesorio, donde los autores resaltaban su vestimenta (o carencia de esta), falta de inteligencia y formas de trabajo. Detrás de estas descripciones racistas aparecen clasificaciones de superioridad-inferioridad en comparación siempre con lo “civilizado”. Los europeos que en el siglo XIX habitaban el istmo solo eran mencionados y con poco interés -como en el informe de José de Garay-,45 sin ser descritos del mismo modo que aquellos “otros” ikoots, ayuuk, zoques y binnizá. El nivel de cuestionamiento llegaba hasta preguntarse por qué los ayuuk acumulaban tantas mulas sin darles una mayor explotación y uso, lo que mostraba a los ayuuk de San Juan Guichicovi como carentes de inteligencia porque preferían cargar a sus espaldas sus bienes que transportarlos en mulas.46 Además, según José de Garay, era más la fertilidad de la tierra en San Juan Guichicovi que “la inteligencia o el arte de los cultivadores”.47
La alusión constante a la población indígena en los informes también tenía la intención de mostrar que no eran una amenaza para la construcción de una vía interoceánica, lo que generaba seguridad para quienes tenían el propósito de invertir en el proyecto. Binnizá, ayuuk, zoques, chontales e ikoots eran representados como un decorado de las tierras que solo llamaban la atención para ser civilizados e integrados al proyecto de nación.
Este énfasis en la representación de los habitantes del istmo como salvajes que podían ser domesticados ha estado presente de una forma u otra en los planes para llevar progreso a la región desde el siglo XIX. El interés ha estado marcado por mostrar la franja geográfica más estrecha de México como una oportunidad para la inversión nacional y extranjera, donde sus habitantes no representan un peligro. En este sentido, las políticas de desarrollo han perseguido también un modelo civilizatorio que justifica la planeación de megaproyectos en el sur “atrasado”.
En el siglo XX los proyectos desarrollistas vinieron acompañados de políticas indigenistas que a la vez que pretendían la integración de los pueblos al Estado nación mediante programas educativos, asistenciales y la construcción de caminos aseguraban el acceso sin conflictos a los territorios que ya habían sido beneficiados por el Estado. Así, la visión estigmatizada y racista del otro indígena de la centuria decimonónica fue cambiada por una representación de participación en el progreso que no deja de ser un esquema civilizatorio que intenta imponer un modelo de vida bajo el discurso de una construcción del desarrollo desde los pueblos.
En el ombligo del mundo: vías férreas y proyectos colonizadores
El establecimiento de vías de comunicación interoceánicas por el istmo de Tehuantepec tuvo que ver con varios aspectos que marcaron la construcción del Estado nación mexicano: el interés internacional (particularmente de Estados Unidos) en establecer una ruta que acortara la distancia y los costos de transportación entre las costas del Atlántico y el Pacífico; el auge que tuvo en el siglo XIX el ferrocarril como transporte que impulsaba la modernidad y el progreso; así como la idea de integrar las zonas alejadas de México con los demás estados y, particularmente, con la capital del país. La conectividad por caminos implicaba la incorporación de los pueblos indígenas al Estado nación con el afán de “civilizarlos” y sumarlos a una nación homogénea.
Esta última idea quedó plasmada de manera clara en el informe de Mr. Simon Stevens, presidente de la Tehuantepec Railway Company, en el que expuso que con la interrupción de las líneas de comunicación, el comercio de las ciudades -y la nación en sí misma- serían arrastradas hacia la pobreza. Para Stevens,48 la historia de las líneas de comercio era la historia del mundo: los caminos del comercio (que irradiaban desde su centro prosperidad y civilización) siempre habían sido los canales a través de los cuales se difundía la riqueza mental y moral de las naciones.
A partir de estos argumentos es posible entender también cómo la implementación de rutas transístmicas vino acompañada de programas de colonización. Los primeros gobiernos liberales de México crearon planes para colonizar las grandes regiones del país que consideraban deshabitadas, entre las que se encontraba el istmo de Tehuantepec. El objetivo era explotar las tierras “improductivas” y volver a México un país altamente moderno y poblado. De ahí que los funcionarios en turno idearan diferentes políticas de colonización que durante el siglo XIX tendieron a estimular el asentamiento de extranjeros y evitar el latifundismo.49 Estos proyectos fracasaron, y se desconoce con certeza el motivo de la frustración, aunque es posible que fuera por el malogro de las cosechas y las epidemias que aquejaban la zona.
Una de las colonias se propuso en la colina de Boca del Monte, San Juan Guichicovi, por la cercanía a la futura vía del ferrocarril (véase Figura 2), lo que era un complemento para el desarrollo de la región al tener en un mismo sitio producción y comercio. Estos terrenos eran propiedad de Tomás Woolrich, y al parecer, la mayoría estaban sin cultivar. El proyecto colonizador estaba unido al fomento de industrias para procesar madera, por ejemplo, pues se promovía la idea de transformar los recursos naturales. Ya desde finales del siglo XIX Estados Unidos importaba madera del istmo de Tehuantepec.50
Fuente: elaboración propia a partir del informe de Alejandro Prieto, Proyectos sobre la colonización del Istmo de Tehuantepec (México: Imprenta de I. Cumplido, 1884).
Alejandro Prieto, ingeniero en jefe del Ferrocarril Nacional Interoceánico del Istmo, propuso también estos terrenos para instalar las colonias debido a que, según él, eran zonas no azotadas de manera periódica por las fiebres intermitentes y por contar con suelos aptos para la agricultura, que podrían ser regados con facilidad por las aguas de los ríos cercanos, como el Tehuantepec.51 Aunque la colonización extranjera no tuvo mucho éxito, sí se dieron los primeros pasos para lograr la ruta interoceánica por Tehuantepec.
Antes de que llegara el camino de hierro al istmo y antes de que el asfalto cubriera las terracerías, existía una ruta de transporte a través del istmo de Tehuantepec. Un viajero demoraba catorce días en atravesar la zona y llegar hasta San Francisco, en Estados Unidos. La fiebre del oro en California animaba a soportar mosquitos, lluvia y calor a lo largo del trayecto. Así fue como Minatitlán, Veracruz, pasó de ser una “aldea insignificante” a una villa construida con numerosas edificaciones de madera y ladrillo debido al auge comercial que trajo el tránsito por la localidad.52
En 1858 quedó inaugurado el servicio de transporte Lousiana Tehuantepec Company (LTC). Quienes emprendían la ruta por Tehuantepec salían desde Nueva Orleans a bordo de un barco de vapor y llegaban hasta Minatitlán. Ahí subían al Suchil para navegar por el río Coatzacoalcos y desembarcar en una localidad que se encontraba en las confluencias de las aguas del Coatzacoalcos y el Jaltepec. Si el río tenía un bajo nivel, por la sequía, los viajeros debían desembarcar antes y terminar esa parte del recorrido en canoas.
Una vez en tierra, partían en mulas hacia Almoloya, Oaxaca, y arribaban cinco días después, donde existían las condiciones para continuar el viaje en un cómodo carruaje. Cada 25 kilómetros había un campamento de la compañía LTC para que los viajeros pudieran descansar. Una de estas paradas era en la villa de Tehuantepec, donde recuperaban fuerzas para continuar en mulas hacia La Ventosa. Ya ahí, subían a botes y lanchas que los transportaba hasta donde estaba anclado el Oregon (8 kilómetros mar adentro). El Oregon zarpaba hacia el puerto de Acapulco, donde los viajeros trasbordaban a un barco de vapor que, procedente de Panamá, los llevaba hasta California.53
El entusiasmo para realizar tan largo y tortuoso trayecto estuvo marcado por la publicidad que recibió la ruta transístmica en periódicos estadounidenses. Los viajeros, guiados por su “mala o buena estrella”,54 a veces quedaban abandonados en medio del istmo por lo ineficiente del sistema de transporte, según la descripción -por experiencia propia- que hizo en su diario el sacerdote francés Charles Brasseur.
Después de numerosos planes, informes, mediciones y recorridos por el istmo, en 1894 se terminó, con esperanzas y decepciones, la construcción de la vía férrea. Su ineficiencia era de tal magnitud que casi cualquier tren de carga que pasaba tenía un accidente. Aun así, el 11 de septiembre partió el primer tren desde Coatzacoalcos y llegó a Salina Cruz en diez horas:
Para concluir la construcción del Ferrocarril Nacional de Tehuantepec fueron necesarias 4 concesiones a estadounidenses y una a un mexicano, todas con relativos fracasos y con un costo de 32 millones de pesos para el gobierno mexicano, pues fue indispensable en su momento pagar indemnización por cada una de ellas […].55
El ferrocarril se inauguró 13 años después de aquel primer viaje entre Coatzacoalcos y Salina Cruz. Ahí fue cuando la administración ferroviaria se dio cuenta de que la vía no tenía las condiciones para soportar el tráfico interoceánico y que los puertos de Salina Cruz y Coatzacoalcos no poseían calado ni instalaciones suficientes para recibir barcos de un gran tonelaje. Varios tramos de la vía fueron construidos en periodos distintos y por compañías diferentes, por eso su grado de deterioro e inestabilidad. Dos oaxaqueños, Porfirio Díaz y Matías Romero, pusieron gran interés en el ferrocarril transístmico, lo que contribuyó al reinicio de su construcción. Matías Romero, quien fue embajador de México en Washington, defendió el proyecto con el argumento de que el istmo de Tehuantepec podía convertirse en la “línea del comercio del mundo”.56
La construcción del ferrocarril del istmo pasó por cuatro etapas, donde hubo negociaciones, intentos de construcciones y reparaciones de una vía férrea en muy malas condiciones (1893-1899), que no soportaba un intenso tráfico, hasta que finalmente llegó a las manos de S. Pearson and Son Limited de 1899 a 1913. Casi al finalizar el siglo XIX, en noviembre de 1899, dicha firma, perteneciente a Weetman D. Pearson, recibió la concesión para la construcción de los puertos, renovación de las vías férreas, tendido del telégrafo, así como su mantenimiento y administración, pero con la intervención y participación del gobierno mexicano. Pearson ya era un personaje reconocido y con cierta reputación, al pertenecer a la misma compañía inglesa que construyó el drenaje de la Ciudad de México.
El 23 de enero de 1907 se inauguró, finalmente, el Ferrocarril de Tehuantepec, que abarcaba 310 kilómetros. El tren que circuló ese día cargaba azúcar procedente de Hawái, y fue el primero que usó petróleo en vez de carbón, como era usual en Estados Unidos y Europa.57 Tanto Pearson como diferentes economistas de la época calcularon que aunque se inaugurara el Canal de Panamá, no representaría competencia para el istmo mexicano y continuaría con el título de centro comercial del mundo.58
La esperanza y confianza en la prosperidad de la ruta ferroviaria transístmica era tanta que en 1909 el periódico francés Gazette publicó que los negocios por la ruta de Tehuantepec se estaban incrementando. El flete se entregaba en buenas condiciones y resaltaba la opinión de los comerciantes de California, quienes se quejaban de que esta ruta férrea fuera más veloz que la transcontinental norteamericana. Para 1912 prácticamente toda la producción de azúcar de Hawái era exportada hacia Estados Unidos a través del ferrocarril del istmo de Tehuantepec.59 Según Eric Léonard, la efímera prosperidad de la vía transístmica fue revelada por el descubrimiento de los pozos petroleros en el sureste mexicano: “En 1902, los primeros pozos petroleros fueron perforados y en 1907 una refinería fue construida en Minatitlán […].60
El ferrocarril transístmico tuvo siete años de éxito, hasta que en 1914 un primer barco cruzó el Canal de Panamá. Cuando fue inaugurado el Ferrocarril de Tehuantepec, Pearson tenía planeado que por las vías se transportaran anualmente 600 mil toneladas de carga. Esta idea cambió con la apertura del Canal de Panamá, lo que llevó a priorizar entonces el servicio de pasajeros y mercancías interregionales. Con el transcurso de los años, la compañía suspendió el servicio diario de carga y de pasajeros entre Coatzacoalcos y Salina Cruz para dejarlo a solo cada tercer día. El depauperado servicio ferroviario llevó a una intensa desocupación y al incremento de los flujos migratorios hacia el norte de Veracruz, donde el crecimiento de la industria petrolera generaba grandes expectativas.61
Cuando Miguel Covarrubias hizo su viaje por el sureste de México en 1940 describió el ferrocarril como
[…] una pintoresca serie de furgones, carros-tanques y vagones de primera y segunda clase que son reliquias de los días de auge del ferrocarril, pero que ya están desvencijados y ruedan repletos de pasajeros […]. El tren se detiene constantemente para recoger carga e indígenas. Hay personas agitadas que, a la carrera, van y vienen de los camiones que traen pasajeros y recogen a otros para transportarlos a las aldeas alejadas de la región.62
La imagen que Covarrubias ofreció de la decadencia del ferrocarril en el istmo de Tehuantepec para él era difícil relacionarla con “los interminables proyectos e intentos ambiciosos que se hicieron durante cuatrocientos años con el propósito de establecer comunicación entre los dos océanos”.63 La ruta transístmica mexicana ha continuado como un anhelo de una nación imaginada donde las infraestructuras de transporte han tenido un papel clave en la construcción del Estado nación. Sobre cómo los caminos en el istmo de Tehuantepec fueron moldeando las formas de habitar y su relación con la violencia y la securitización64 hablaré en el próximo acápite.
Los caminos de Tehuantepec
Aquellos caminos que posibilitaban el transporte y el comercio mediante mulas vivieron una serie de transformaciones hasta caer en desuso y ser sustituidos por vías férreas y carreteras de asfalto. En la construcción de la nación las infraestructuras de transporte han funcionado como integradoras de un proyecto de Estado que asociaba aislamiento con un mundo incivilizado. Los caminos, junto al indigenismo desde el siglo XX, propiciaron la incorporación de los pueblos indígenas a la nación mexicana y el aprovechamiento de los recursos naturales antes inasequibles por falta de rutas de acceso.
Desde la época colonial, San Juan Guichicovi destacó como un poblado importante en la región por la siembra de maíz en los suelos de buena calidad que poseía.65 Además, articulaba el comercio de mulas con los mixes de la región alta, en la sierra y los zoques de la selva de los Chimalapas. Los ayuuk de Guichicovi “eran los arrieros por excelencia de la región”,66 y formaban parte de un circuito comercial que incluía a Alvarado, Tlalixcoyan y Acayucan, en el sotavento veracruzano.
Desde el siglo XIX, cuando ya el ideal ferroviario transístmico estaba en pleno auge, algunos extranjeros compraron tierras en San Juan Guichicovi,67 y tres compañías estadounidenses se asentaron en distintos poblados como Sarabia y Boca del Monte, a poca distancia de las vías férreas, a saber: The Real Estate Company of Mexico, The Mexican Land Securities Co. y The Rock Island Tropical Plantation Co.
La vía interoceánica ferroviaria -que abarató el costo de la comercialización de productos agrícolas, ganaderos y forestales- llevó a que empresarios mexicanos y compañías extranjeras pusieran la mirada en las tierras fértiles de San Juan Guichicovi. Las líneas del tren estaban en terrenos catalogados como de primera por su productividad a lo largo de todas las estaciones del año, algo que llamó la atención de quienes estaban interesados en el negocio agropecuario.68
Con el ferrocarril surgieron nuevos pueblos alrededor de las estaciones en municipios como San Juan Guichicovi y Matías Romero: Mogoñé Estación, Sarabia y la ciudad de Matías Romero. Otras localidades, como Mogoñé Viejo, tuvieron que moverse de lugar por el paso de los trenes. En el proceso de construcción y funcionamiento del ferrocarril (y demás infraestructuras de transporte) ocurre un doble proceso de asimilación y marginalización. Lo que una vez estuvo en el centro, después puede pasar a la orilla.69 Miguel Covarrubias, en su viaje por el sur de México, describió cómo las vías del tren generaron otras formas de conectividad:
[…] A pesar de que hoy en día es insignificante, este ferrocarril, más que cualquier otro factor, ha convertido al Istmo en un punto geográfico de interés comercial y estratégico en el mundo; a la vez, ha vinculado entre sí grandes extensiones selváticas, diversos ríos, montañas inexploradas y llanuras, formando una unidad coherente de lo que es una población diversa y disímil, pero con intereses y problemas comunes.70
Los ayuuk transportaban distintas mercancías y café mediante el ferrocarril desde la estación de Mogoñé hacia la ciudad de Matías Romero. Quienes llegaban desde San Juan Guichicovi con sus productos ofrecían sus mercancías de casa en casa o los vendían en la estación. Sin embargo, no todos tenían el dinero para viajar en tren, por lo que el transporte mular se mantuvo por varios años desde diferentes pueblos hasta estación Mogoñé y otros puntos. De ahí también que muchas personas continuaran moviendo sus mercancías, a pie o en mulas, por la ruta tradicional de San Juan Guichicovi hacia Matías Romero, que incluía el paso por la entonces ranchería de Chocolate y los pueblos de Santa María y Santo Domingo Petapa.71
Cuando el tren transístmico ya estaba desvencijado y andaba en un “chisporreteante viaje”,72 en palabras de Miguel Covarrubias, comenzó la construcción de la carretera transístmica para unir Salina Cruz y Coatzacoalcos, pues resultaba más rentable el establecimiento de este camino que invertir en mejorar el sistema ferroviario, además de que conectaría a Tapachula, en Chiapas, con la ciudad de Oaxaca a través de la llamada vía Panamericana. Esta vía se concluyó a mediados de los años cincuenta del siglo XX y fue impulsada por el auge petrolero de la década del cuarenta en el sur del país.73
La conexión de San Juan Guichicovi, por carretera, con otros pueblos de la región empezó a construirse en 1948, pero cuando la obra iba por su tercer kilómetro, asesinaron al presidente municipal Amaranto Severo y quedó detenida. En 1960 fue retomada la obra y logró abarcar otros dos kilómetros rumbo a El Chocolate, San Juan Guichicovi, porque este era el trayecto que se usaba antes (caminando o en mula) para llegar a Matías Romero. Como para ese tiempo ya había sido terminada la carretera transístmica, decidieron mejor conectar la cabecera municipal de San Juan Guichicovi con Matías Romero y Coatzacoalcos a través de la vía transístmica. El camino de asfalto continúo entonces, en 1961, por los poblados de Río Pachiñé, Mogoñé Estación y Mogoñé Viejo; sin embargo, su avance quedó detenido unos años por falta de presupuesto.74
En tiempos del cacique Maclovio de León,75 en 1964, se reinició la construcción de la vialidad. Sin embargo, no fue hasta casi los años ochenta cuando finalmente quedó conectado San Juan Guichicovi con la carretera transístmica. La inestabilidad política de la región, marcada por la violencia impuesta por el cacique, impidió que el proyecto concluyera en el tiempo planeado:
[…] algunos particulares adquirieron camiones de redilas que usaron tanto como transportes colectivos como de carga, con lo que se agilizó el comercio de los productos de la región como son el café, el maíz y el frijol. Pocos años después, el cacique Maclovio de León Sánchez monopolizó el sistema de transporte introduciendo autobuses de su propiedad, quitándose así la posibilidad a otros miembros de la comunidad a acceder a este nuevo negocio y obtener un ingreso económico […].76
En 1978, el mismo año en que se instaló un Centro Coordinador del Instituto Nacional Indigenista (ini) en San Juan Guichicovi, se estableció en las afueras de Matías Romero el Noveno Batallón de Infantería. Huemac Escalona,77 en su tesis de licenciatura, mencionó que también por esa fecha comenzó el auge del narcotráfico en el istmo de Tehuantepec. Desde esta época, los proyectos de desarrollo para el istmo vinieron acompañados de militarización, integración e inseguridad.
Con el paso de los años, la carretera transístmica tuvo algunos cambios de curso con el fin de hacerla más recta. Además, contó con algunas ampliaciones, como la de la década del noventa, en que el propósito fue ensancharla para permitir la transportación de los aerogeneradores que serían instalados en La Ventosa para la construcción de los parques eólicos.
Los caminos, como las infraestructuras de transporte, forman parte de mundos de vida y experiencias que exceden la materialidad de una obra.78 Ir más allá de lo material de una carretera ofrece una forma de hurgar en los intereses políticos y económicos que despiertan estos espacios, las apropiaciones, frustraciones, los conflictos y las esperanzas que genera el asfalto.
Las mismas carreteras, vías del ferrocarril y los gasoductos -que sirven para mover productos o personas- son significados y son vividos de diferentes maneras por traficantes, militares, agentes federales de migración, traileros y quienes habitan los espacios cercanos a las infraestructuras. Algo tan material y fijo como el asfalto de la carretera o el hierro de las vías marca procesos de dominación, control, vigilancia y marginalidad.
Estas infraestructuras modificaron la configuración espacio-territorial del istmo, cambiaron las formas de movilidad y situaron la región en el centro de programas de modernización y desarrollo que han repetido de diferentes maneras la construcción de un corredor interoceánico. Sin embargo, en la década del setenta del siglo XX ocurrió un viraje en la proyección desarrollista para el istmo de Tehuantepec que había estado presente en la mirada de viajeros, ingenieros y cronistas en el siglo XIX y principios del XX: los programas ya no estaban enfocados en la infraestructura de comunicación y transporte, sino también en el aprovechamiento de los recursos naturales.
Los sucesivos programas de desarrollo estuvieron signados por el giro neoliberal que tomó el país, pero también por el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo en Campeche, Chiapas y Tabasco.79 De ahí el énfasis en establecer polos industriales por todo el istmo donde gasoductos, refinerías y medios de transporte para mover los hidrocarburos han sido temas recurrentes. En 2001, 80 % de la petroquímica nacional se producía en el istmo.80
Desde el Estado mexicano, el desarrollo y la modernidad para el istmo de Tehuantepec siempre han venido acompañado de proyectos para fomentar las vías de comunicación y convertir esta zona del país en la línea del comercio del mundo. Trenes eléctricos, trenes balas, barcos ferroviarios y supercarreteras estuvieron dentro de los planes infraestructurales durante el siglo XX para competir con el saturado Canal de Panamá sin que llegara a concretarse la eficiencia y competitividad propuesta. La narrativa de salvación del desarrollo para esta región se ha delineado entonces a partir de infraestructuras de transporte que aceleren el tránsito entre el océano Atlántico y el Pacífico con el valor agregado de aprovechar la posición geoestratégica para el control migratorio y explotación de la riqueza natural del sureste.
Conclusiones
Desde el siglo XVI, el istmo de Tehuantepec ha estado de manera latente en los anhelos civilizatorios y de modernidad. De ahí que podría entenderse el istmo como región disputada a partir de su representación como paso interoceánico y espacio a desarrollar, una región, además, representada como homogénea a partir de los múltiples planes y proyectos para llevar “progreso” a esta zona del sureste, donde las infraestructuras de comunicación y transporte han estado en el centro de los anhelos para crear un cruce interoceánico “eficiente”. Comprender la representación del istmo como una zona geoestratégica, cuya historia va ligada a infraestructuras de comunicación y transporte, posibilita reflexionar sobre los patrones y conflictos que se reiteran en la implementación desde el Estado de proyectos de desarrollo, que tienen una continuidad en el Programa para el Desarrollo del Istmo de Tehuantepec de Andrés Manuel López Obrador.
En la mirada de viajeros, científicos, diplomáticos e ingenieros, a partir de la época decimonónica, el istmo casi siempre encierra una relación irreconciliable que lleva a dicotomías y contradicciones para el mundo moderno. Por eso, para Miguel Covarrubias, por ejemplo, era una región fascinante y olvidada, idea que ha marcado los planes de desarrollo desde la década del setenta del siglo XX.
La historia contemporánea del istmo de Tehuantepec estuvo acompañada por la construcción de un Estado nación homogéneo, donde el ferrocarril fue un punto clave para lograr la avidez de conectividad nacional y transnacional del país. Partir de un análisis situado política y socialmente desde las infraestructuras de comunicación y transporte permitió ver que los caminos han sido parte de la construcción del nacionalismo mexicano y conforman una historia material que no está exenta de violencias, relaciones de poder y anhelos de desarrollo.
Los caminos y la representación del istmo como vía de la comunicación interoceánica conformaron una región pensada desde el Estado casi siempre en términos de modernidad, progreso y desarrollo. La representación desde la visión de informes de cronistas y viajeros de los habitantes del istmo como atrasados, salvajes y fácilmente domesticables visibilizó que junto a la creación de una ruta interoceánica, venían también planes de civilización. De cierta forma, esta idea de civilización es reiterada en los programas de desarrollo que desde el siglo XX han sido planificados durante diferentes periodos presidenciales, al justificar la necesidad del progreso como una vía para salir del “atraso”. El Estado, los discursos de desarrollo como una narrativa de salvación, las políticas neoliberales y el indigenismo han propiciado en diferentes épocas que los pueblos indígenas sean visualizados como necesitados del progreso para crear una nación homogénea y megaproyectos en sus territorios.
Una aproximación desde la antropología histórica al análisis de las infraestructuras de comunicación y transporte en el istmo de Tehuantepec, como la que hecho a lo largo del artículo, permite rastrear y entender las disputas, conflictos y negociaciones actuales que existen en torno a la implementación de un corredor interoceánico que trasciende las fronteras del Estado nación. Las infraestructuras de transporte no solo son construidas a partir de una necesidad de movilidad, sino también porque ofrecen a los Estados una visión de modernidad y funcionalidad para el comercio. Carreteras y ferrocarriles se convierten en una inversión en el futuro que, por una parte, legitima un discurso de progreso y nacionalismo, mientras que, por otro, se prepara el terreno para la inversión en una zona geoestratégica.