Introducción
Tal como las aguas que inspiraron la noción de cambio de Heráclito, la ciencia, el método científico y el pensamiento también han vivido procesos históricos de reconstrucción conceptual que han ayudado a configurar el mundo que vivimos actualmente y nos han suministrado un bagaje metodológico para afrontar los problemas de la sociedad del siglo XXI.
En ese sentido, la modernidad clásica fue la catapulta filosófica que orientó a la humanidad hacia el camino incipiente de la reflexión epistemológica. Sin duda, René Descartes (1596-1650) fue uno de los personajes principales en favorecer dicho avance, ya que su racionalismo permitió sentar las bases teóricas del conocimiento. El filosófo francés nos heredó, mediante su “duda metódica”, un método para pensar que reconocía al cogito como esa sustancia finita y pensante que da origen a todo lo existente y que reconocía a la razón como el elemento fundamental que distingue al ser humano de cualquier otra raza existente.
Aunado a ello, René Descartes también nos invitó, en el plano metafísico, a desarrollar un subjetivismo racional en el que fuera posible pensar en el conocimiento del objeto a través del sujeto, es decir, olvidarnos totalmente de la imaginación y del mundo platónico de las ideas para aterrizar a lo palpable, a lo que se puede observar y hasta cierto punto “medir”. Con dicha aportación, René Descartes fundó una concepción del mundo basada en el mecanicismo como forma de racionalidad matemática que se concretizaba a partir de las cuatro reglas de su discurso del método: evidencia, análisis, deducción y comprobación. La primera regla indica que “solo lo que se percibe es verdadero”. El análisis es la reducción de lo complejo a lo más simple para revisarlo por partes. La deducción es la formación de hipótesis a partir de lo que se está investigando. Por último, la comprobación revisa si se cumplen cada una de las reglas anteriores.
René Descartes le dio a la filosofía la formalidad que necesitaba para erigirse como “un camino posible hacia la verdad”, como una ciencia en toda la extensión de la palabra, que separa a la doxa de la episteme, a la opinión de la razón; y así poder poder evolucionar de los postulados medievales que se preocupaban más del objeto estático que del sujeto pensante.
En suma, el mecanicismo (concebir al hombre como una máquina) fue uno de los eslabones más fuertes en la cadena de la evolución del pensamiento. Su valor y su fortaleza es innegable, pues sentó las bases del pensamiento moderno y sirvió como pretexto para el desarrollo de las primeras revoluciones científicas en los momentos de crisis civilizatoria.
Desarrollo
En el mismo orden de ideas de la introducción, podemos mencionar a Isaac Newton (1643-1727) y Emannuel Kant (1724-1804) como precursores de las primeras revoluciones científicas. El primero formuló algunos postulados mecanicistas que rigieron la filosofía de la Ilustración en la segunda mitad del siglo XVIII. El segundo, por su parte, desarrolló una teoría del conocimiento, alineada a sus propios postulados racionalistas y empiristas, que sentaba los fundamentos y marcaba los límites de lo que él concebía como razón humana, una paradoja filosófica, pues en su Crítica de la razón pura afirmaba que “el mundo no tiene un principio de el tiempo ni límite extremo en el espacio” (Carvajal, 1993, p. 3). Sin embargo, como heredero de Descartes y el método científico, Emmanuel Kant construyó también su ley de la causalidad, con la que pretendía poner orden a todo tipo de conocimiento construido desde lo natural y lo social. Esta ley, sin duda alguna, sigue siendo parte de los postulados más fuertes de la ciencia positivista clásica.
Aunado a los estallidos científicos antes mencionados, Charles Darwin (1809-1882), en el siglo XIX, hizo una de las aportaciones más grandes en la historia de la humanidad. Con base en el método hipotético-deductivo -previamente formulado por Newton-, dio a conocer investigaciones convincentes sobre los procesos de adaptación de los organismos vivos al medio ambiente y la selección natural. Así, fundó el evolucionismo como una disciplina científica que hasta nuestros tiempos nos otorga una visión estructurada del origen de las especies y la evolución humana. Dicho evolucionismo impactó tanto en la filosofía como en la psicología de aquella época, debido a que cambiaba rotundamente la concepción divina de la creación del mundo natural y social, además de que plantaba en el ser humano la posibilidad de ser el único responsable de su destino.
Poco después de Charles Darwin, teóricos como James Clerk Maxwell (1873), Heinrich Hertz (1887) y H. A. Lorentz (1892) irrumpieron al formular los principios del electromagnetismo en la segunda mitad del siglo XIX, aunque dichos principios no rompían del todo con los postulados newtonianos. Más tarde, Ernst March (1838-1916) y William Ostwald (1853-1932) publicaron apreciaciones en distintas vertientes acerca de la ciencia. Mientras uno trabajaba en la fenomenología de la ciencia a partir del positivismo, el otro intentaba liberarla de la exclusividad que en su momento poseía la física. Sin embargo, esta última tarea no se pudo lograr del todo, ya que aparecería en escena uno de los científicos más sobresalientes de todos los tiempos: Albert Einstein (1879-1955).
Einstein, conocido por su famosa teoría de la relatividad, logró reformular los conceptos de espacio y tiempo que anteriormente Isaac Newton había planteado en sus Principia. Einstein consideró que cada cuerpo tiene su propio tiempo espacial, es decir, que no existe lo que conocemos como tiempo absoluto. De esta manera hizo su entrada triunfal la mecánica cuántica, cuyo desarrollo en el siglo XX rompió una gran cantidad de paradigmas deterministas ya establecidos y provocó una de las mayores revoluciones científicas en la historia de la humanidad.
Bajo el esquema científico de la mecánica cuántica salieron a la luz -entre otras- las aportaciones de Ludwing Boltzmann (1899), Max Planck (1918), Niels Bohr (1922) y Werner Heinsenberg (1927), quienes, albergados en la noción de relatividad general, cambiaron el entramado conceptual del siglo determinista: se comenzaba a hablar de macrocosmos en vez de microcosmos, de incertidumbres en vez de certidumbres, de un universo dinámico y en expansión contrario a la idea newtoniana del universo finito y estático. Pero no solo eso, sino que además se integraban al lenguaje de la ciencia el concepto de azar como una necesidad de articular a la naturaleza con procesos complejos.
Aún más, siguiendo esta misma lógica, Tomas Kuhn (1922-1996) en 1962 trataba de desentrañar los postulados de la “ciencia madura” al publicar su libro La estructura de las revoluciones científicas, donde conceptualizó a la ciencia normal como una “investigación basada en una o más realizaciones científicas pasadas reconocidas por alguna comunidad científica durante cierto tiempo, como fundamento para su práctica posterior” (Kuhn, 1971, p. 33). De dicho concepto emerge también el de paradigma como un conjunto de reglas y normas comunes para llevar adelante la práctica científica (Kuhn, 1971). Es decir, un paradigma permite proporcionar modelos de prácticas de investigación científica y posee por sí mismo una visión del mundo, con los valores y la trama conceptual que aglutina; y son, según Tomas Kuhn, los grandes hallazgos los que originan las revoluciones científicas (el momento en que una teoría se impone a otra).
Pero lo que provoca que aparezcan los paradigmas y se produzcan este tipo de revoluciones del saber científico son las crisis de la ciencia, son esas etapas de profunda inseguridad profesional que requieren de una respuesta precisa desde la comunidad científica en turno, ya que el científico, como buen profesional de la ciencia, como un ente del saber, debe tener la competencia necesaria para reaccionar a las tensiones del mundo desordenado en el que vive. Las crisis permiten reconstruir profundamente los paradigmas establecidos o, en su caso, si así lo amerita la ocasión, darle la bienvenida a uno nuevo.
Así, al desentrañar la trama conceptual de la ciencia, el físico y filósofo estadounidense se enfocó en lo que debería ser la función del quehacer científico. En efecto, hizo hincapié en que la labor fundamental de la ciencia es desarrollar el uso de nuevos procedimientos para el estudio y la resolución de los “enigmas” científicos, enigmas solucionables y que pudieran poner a prueba la creatividad y el ingenio de quien hace la investigación, pues hacer ciencia invita a buscar diferentes formas de estudiar un mismo problema con el fin de obtener cada vez mejores resultados.
Con el paso del tiempo, las revoluciones científicas han transformado las visiones del mundo de las sociedades en turno. Por tal motivo, reconocerlas como elementos fundamentales para el desarrollo de la humanidad nos ayuda a vivir las incertidumbres con consciencia y, al mismo tiempo, favorece la evolución epistemológica de cada era planetaria. En ese sentido, las ideas y postulados de Edgar Morin (1984) encajan a la perfección para tratar de dar una explicación razonada acerca de la ciencia, el método científico y el surgimiento de los paradigmas.
Edgar Morin concuerda con Tomas Kuhn sobre la función elucidante de la ciencia. Para Morin, la razón principal de existencia de la ciencia es la resolución de enigmas y la disipación de misterios. Sin embargo, es cuidadoso al concebir a la ciencia como idea de progreso, ya que, a decir del propio pensador, una ciencia sin consciencia es ambivalente. Si bien el conocimiento nos otorga desarrollo, también puede convertirse en amenaza de autodestrucción (bomba atómica) si no se utiliza de manera adecuada.
Edgar Morin basa sus postulados en la idea pascaliana de una ciencia holística, en el sentido de tomar en cuenta las relaciones que guardan el todo y las partes de manera estrecha. Según este filósofo contemporáneo, hemos pasado mucho tiempo manejando un pensamiento disyuntivo que separa la naturaleza de la cultura y el objeto del sujeto; situación que no es nada sana, pues lo importante es respetar la autonomía de dichos agentes y establecer las relaciones necesarias para transformar nuestras estructuras cognitivas en pro de un conocimiento holístico y un desarrollo integral de la ciencia, donde nada esté de más y se abarquen cada una de las dimensiones existentes. Cabe señalar que esta concepción también fue influenciada por la teoría de sistemas de Bertalanffy.
En el mismo tenor, Edgar Morin redefine la idea del “progreso” acumulativo y lineal de la ciencia clásica para pensar en un progreso reflexivo, con autocrítica y en función de la incertidumbre, ya que consideraba que “demasiada información oscurece el conocimiento”, lo que significa -extrapolando la idea al mundo real- que no por el hecho de tener avances científicos y tecnológicos la calidad de vida mejora en automático . Por tal razón, el progreso real reconoce la ignorancia, el azar, el orden y el desorden, es decir, la complejidad como elemento fundamental para el análisis, la reflexión y la transformación de la realidad.
La complejidad, según Edgar Morin, es una forma de “pensar desde el orden y el desorden a pesar de lo irracionalizable y lo inconcebible” (2008, p.15) , es un mecanismo de procesos autogenerativos de conocimiento científico. Es lo embrollado, lo enmarañado, lo que no se puede simplificar dentro de la realidad, aquello que actúa bajo una lógica transdisciplinaria y totalizante. En términos concretos, lo complejo (Morin, 1988):
Asocia al objeto y al entorno.
Une el objeto a su observador.
Reconoce al objeto como un sistema.
Desintegra lo simple.
Confronta la contradicción.
En ese sentido, la complejidad se erige como un método que toma en cuenta lo que la ciencia clásica había dejado de lado, ignorado o discriminado, pues concibe al progreso a través del reconocimiento y la denuncia del error, de lo falso y del engaño. ¿Podríamos decir entonces que lo planteado por Edgar Morin es un paradigma? Sí, el paradigma de la complejidad.
Más adelante, Edgar Morin describe los principios generativos y estratégicos de su método. Cabe señalar que, en palabras de Morin, el método es precisamente aquella “herramienta generativa de estrategias” (Morin, 2002) y una estrategia es el arte mismo, con su dosis múltiple de reflexividad. A continuación, se describen brevemente los siete principios:
Principio sistémico u organizacional: hace referencia a las ideas de Blaise Pascal (1623-1662) y Ludwig von Bertalanffy (1901-1972): estudiar el todo a partir de las partes y las partes a partir del todo, sin olvidar que están relacionados estrechamente.
Principio hologramático: se refiere a entender al individuo como un holograma de la sociedad, como una pequeña muestra de la misma.
Principio de retroactividad: alude a la idealización de un bucle que rompe con la causalidad lineal de la ciencia clásica y que se reconstruye a sí mismo de manera constante.
Principio de recursividad: este es uno de los principios fundamentales y hace hincapié en una dinámica de autoproducción entre el sujeto y el objeto, en donde ambos son dependientes el uno del otro.
Principio de autonomía/dependencia: es un principio que busca una autoorganización para desarrollar la autonomía a partir del entorno donde el sujeto se desarrolla.
Principio dialógico: las diferentes lógicas o formas de pensar pueden complementarse y asociarse de forma compleja.
Principio de reintroducción del cognoscente en todo conocimiento: en este último principio se busca revivir el papel del sujeto dentro de la investigación, ya que es él mismo quien construye la realidad que se estudia.
En conjunto, todos estos principios representan algunos elementos de la mayéutica social: siempre existe la tarea de crear conocimientos nuevos en beneficio de la sociedad.
Ahora bien, el socratismo psicosociológico nos remite a la constante interrogación de los problemas. Eso significa que el sujeto investigador dentro del paradigma de la complejidad no se cierra a eventos unicausales, sino que indaga en lo multidimensional bajo la premisa de que “pensar es construir una arquitectura de las ideas, y no tener una idea fija” (Morin, 2002, p. 33).
Al respecto, uno de los elementos más destacados dentro del paradigma de la complejidad, y que lo hace diferente a los demás paradigmas científicos, es la recursividad, debido a que permite la interrelación de diferentes discursos y sistemas desde la ciencia, la técnica y la sociedad. Esto es: el paradigma de la complejidad no solo es dialógico, sino también recursivo, y no solo se conforma con la interpretación del hombre, la naturaleza y la sociedad, sino que busca en todos los sentidos la transformación de estos, viéndolos en su totalidad y a partir de múltiples dimensiones.
Aunado a lo anterior, podemos mencionar también que la recursividad es al mismo tiempo producto y productora de causas y efectos, ya que es un proceso que se produce a sí mismo a partir de la unión de lo único y lo múltiple. Con esta idea el paradigma de la complejidad se contrapone a la simplicidad de la ciencia común determinista, se aleja del positivismo reduccionista y enfoca el conocimiento hacia la transdisciplinariedad como una nueva forma de pensar la realidad. Esta lucha entre lo simple y lo complejo es lo que muchos han malinterpretado como dicotomía científica, sin embargo, como sucede en un cambio de paradigma, lo nuevo se basa en lo antiguo, se construye a partir de él y jamás lo ignora del todo.
Sin embargo, para adentrarse al mundo de la investigación desde la complejidad no solo es necesario entender la necesidad de una ciencia políglota ni basta con concebir a la sociedad como una comunidad compleja, sino que es de gran vitalidad poseer herramientas de investigación que favorezcan datos concretos sobre la problemática estudiada. Algunas de las que Edgar Morin (1984a, 1984b) nos sugiere son:
Observación fenomenográfica: es una variante de la observación sistemática; es un diario personal con tintes panorámicos, que no se enfoca solo en ciertos patrones emergentes, sino que abarca la totalidad posible a registrar. Para ello, no se descartan datos que se podrían considerar insignificantes, ya que la complejidad toma en cuenta el universo en su totalidad, sin discriminaciones de ningún tipo.
Entrevista: es una técnica y, al mismo tiempo, un instrumento de investigación que pretende profundizar en las necesidades esenciales de los entrevistados para revisar la totalidad de los sujetos desde múltiples ópticas. Dichas entrevistas buscan que “la palabra del entrevistado se libere de las inhibiciones y de la incomodidad y se convierta en comunicación” (Morin, 1984b, p.5)
Grupo y praxis: es la actuación desde el marxismo en la realidad y la acción de los grupos sociales para provocar una situación de mejora; en diversas ocasiones, requiere de un sentido de espontaneidad racional, es decir, actuar ante un hecho imprevisto con el bagaje experiencial y la teoría que hemos aprendido durante los años.
Si bien las herramientas de investigación mencionadas pueden ser identificadas dentro del campo de la investigación acción, es necesario reconocer que lo importante es el cambio de enfoque, pues dentro del paradigma de la complejidad lo que se investiga es dinámico, totalizante y eminentemente multidimensional. Por lo tanto, no se busca detectar solo unos cuantos patrones emergentes para el estudio, sino que se analiza y se reflexiona sobre los agentes de forma compleja, con las relaciones que guardan entre sí. Además, para distinguir la naturaleza racional de dichos instrumentos, es de gran importancia aclarar lo que se entiende por razón, racionalidad y racionalización, porque aunque tengan cierta relación semántica no significan lo mismo dentro de la complejidad que plantea Edgar Morin. La razón es la “voluntad de tener una visión coherente de los fenómenos, de las cosas y del universo, con un aspecto indiscutiblemente lógico” (Morin, 1988, p.7). La racionalidad, por su parte, “es el juego, el diálogo incesante entre nuestro espíritu, que crea las estructuras lógicas, que las aplica al mundo y que dialoga con el mundo real” (Morin, 1988, p.7). Finalmente, la racionalización “consiste en querer encerrar la realidad dentro de un sistema coherente, y que todo aquello que contradice a ese sistema coherente sea descartado, olvidado, puesto al margen como ilusión o apariencia” (Morin, 1988, p.7). Por tal motivo, el trabajo de la complejidad oscila entre el primer y el segundo término.
Entonces, una vez conocido el universo holístico del paradigma de la complejidad y las pequeñas o grandes diferencias con el método científico clásico, podemos cuestionarnos: ¿es el método científico un procedimiento obsoleto? Nos atrevemos a decir que no. Pues existen aún disciplinas que se basan en él y obtienen resultados satisfactorios. Sin embargo, la particularidad y el contexto temporal-espacial que vivimos actualmente nos demanda alternativas distintas para afrontar los retos científicos del presente y el futuro. Para ser más específicos, se puede afirmar que para el caso de las llamadas “ciencias exactas” -exceptuando quizás a la física- no ha existido la necesidad de buscar nuevos métodos de investigación, ya que la naturaleza de estas concuerda con el carácter positivista del método científico clásico. Algo distinto a lo que sucede con las ciencias sociales, donde el carácter multicausal en que se desarrollan estas disciplinas no concuerda con los procedimientos reduccionistas del positivismo y requieren, por lo mismo, formas distintas para analizar la realidad, lejos del método científico clásico.
La complejidad, entonces, no es la parte dicotómica del método científico, pero sí es un contrapeso importante para dicho enfoque debido a que la incorporación o discriminación de la aleatoriedad en ambos sentidos es en sí su mayor punto de discrepancia. El método científico clásico se orienta más a lo medible, cuantificable, perceptible y concreto; la complejidad prefiere ese punto de duda, de subjetividad y de incertidumbre en los procesos naturales y sociales.
La ciencia positivista no concibe puntos de fuga ni variables sin control. La complejidad, por su parte, contempla todo aquello que pueda influir en el curso de una investigación o problema científico, sujetos, objetos y la relación entre estos (lo dialógico); pero sobre todo toma en cuenta al azar como una noción de gran importancia en los procesos naturales y sociales de la actualidad, ya que actualmente es impredecible en la vida cotidiana la ocurrencia de algún fenómeno natural fuera de temporada (lluvias en invierno, frío en verano, por ejemplo), lo mismo ocurre con los seres humanos (coches bomba, atentados terroristas, etc.). Es decir, nos ha tocado vivir en una época donde el orden puede ser desorden y viceversa. Por tal razón, nos toca también ser parte de esa generación que puede intervenir desde la concienciación freiriana y buscar respuestas al cuestionamiento de qué podemos hacer hoy para que mañana podamos hacer lo que hoy no podemos hacer.
Ahora bien, si concebimos la existencia de un pensamiento complejo a partir del paradigma de la complejidad, conviene también mencionar que la simplificación se basa en un tipo de pensamiento simple. Por lo tanto, es importante establecer las diferencias más relevantes entre ambos.
En primer lugar, el pensamiento simple utiliza un principio de universalidad con el que se busca estandarizar los resultados de una investigación en diferentes contextos. Mientras que el pensamiento complejo toma en cuenta las condiciones de cada contexto para la explicación de su realidad, sin interés alguno de estandarización.
Otro aspecto importante que diferencia estos tipos de pensamiento tiene que ver con la causalidad y temporalidad. El pensamiento complejo contempla la evolución histórica del pensamiento, su injerencia en el futuro y el eterno diálogo con el pasado, es decir, que si es necesario retomar alguna idea o técnica del pasado para solucionar un problema del presente, el pensamiento complejo lo acepta y lo respalda, he ahí la causalidad compleja. Sin embargo, en el pensamiento simple resulta inconcebible volver a las ideas del pasado, pues atentaría contra la causalidad lineal que defiende.
También provoca ruptura entre ambos pensamientos el tema del orden y el desorden, pues mientras el pensamiento simple siga padeciendo de cierto tipo de trastorno obsesivo compulsivo en referencia a los elementos del universo, seguirá desaprovechando la oportunidad de aprender de la riqueza epistemológica que existe dentro del desorden. Por el contrario, un pensamiento complejo contempla a la aleatoriedad como una oportunidad de encuentro entre el orden y el desorden, donde nada puede ser tan perfecto e impecable, ya que el universo mismo y el ser humano en su totalidad son nociones complejas que se reconstruyen entre sí día con día.
Por último, la disyunción entre el objeto y el sujeto también implica la distinción del pensamiento simple del complejo. La naturaleza positivista del primero se basa en un pensamiento objetivo, que indica que solo las acciones del sujeto pueden repercutir en el objeto, pues este último es un componente estático. Por su parte, el pensamiento complejo promueve tener en cuenta al objeto y al sujeto como elementos que se complementan en la interacción, es decir, tanto el sujeto puede transformar al objeto como el objeto al sujeto. Algo muy se suscita en la concepción de Freire (1965) de educador-educando y educando-educador, lo cual para la ciencia tradicional resultaría por el momento inconcebible.
Por tal razón, se puede pensar que la complejidad ha sido el paradigma en respuesta a la crisis civilizatoria actual. Así pues, la revolución científica de la que ya formamos parte nos invita a tener la mente abierta y comprender que los nuevos tiempos requieren también de nuevos métodos, técnicas y estrategias para el estudio, análisis y reflexión sobre los problemas planetarios. La complejidad debería convertirse, entonces, en ese armazón teórico-práctico que nos permita navegar con equilibrio entre las aguas calmadas del método científico y los riesgosos vendavales de la ignorancia. La complejidad es azar, incertidumbre, recursividad y retroactividad; es uno de los eslabones epistemológicos más fuertes dentro de la evolución del pensamiento contemporáneo.
Es decir, entendemos que los principios de incertidumbre y la influencia del azar en la configuración de las sociedades actuales demanda enfoques teóricos que las tomen en cuenta. Para tal caso, el paradigma de complejidad es una de las mejores opciones desde donde se puede intervenir.
Pensar y actuar desde la complejidad nos demandará, eso sí, una serie de tareas acordes a la naturaleza holística del enfoque. Sin embargo, en función del mejoramiento de las condiciones de vida de los agentes que se involucren dentro de las sociedades en las que actuemos, sin duda que valdrá la pena afrontar este reto complejo.
Conclusiones
A raíz de los temas revisados en el presente ensayo podemos concluir que existen otras formas de ver la realidad distintas a la que nuestra formación inicial nos ha mostrado. En efecto, tanto en la educación básica como en la media superior y superior la ciencia clásica ha sido el sustento teórico de los planes y programas de estudio. Aunque eso no significa que uno no pueda reflexionar sobre su propia formación, sobre todo tomando en cuenta que el conocimiento está en constante cambio y que como sujetos debemos adecuarnos a dichos cambios. Por tal motivo, en los tiempos de incertidumbre de este siglo XXI conviene replantearse las metodologías, técnicas y enfoques de investigación, debido a que la ciencia clásica no es la única forma posible para la explicación de los fenómenos naturales y sociales.
Aunado a lo anterior, es necesario aventurarse desde los enfoques transdisciplinares, donde se busca la reconciliación de la ciencia y la filosofía, donde se promueve la emancipación real y se contemplan procesos complejos de reflexión y acción. Es necesario, entonces, empezar a vivir en la complejidad, pues complejo es el mundo y complejos somos todos.