Introducción
Casi una semana después de que el primer grupo de desplazadas y desplazados centroamericanos de las llamadas “caravanas” entrara a México, en octubre de 2018, la Caravana de Madres Centroamericanas también pisó suelo mexicano. No era la primera vez que esta Caravana de Madres caminaba por México buscando algún indicio de sus hijas e hijos en albergues, cárceles, hospitales, burdeles o en las mismas vías del tren. La novedad estaba en que, en esa catorceava ocasión1, la Caravana de Madres entró al territorio mexicano pisando los talones de los migrantes, que, al ser un grupo históricamente vulnerable a múltiples violencias, entre ellas la desaparición forzada, la masacre o la muerte violenta, en esta ocasión habían optado por hacer frente a la clandestinidad y vulnerabilidad que las políticas migratorias les han impuesto al desplazarse en conjunto y de manera visible. Sin saber que sus caminos se cruzarían, las madres habían entrado detrás de quienes conformaban el éxodo... como cuidándoles en el territorio que les había arrebatado a sus propios hijos.
Este cruce de caravanas en territorio mexicano puso de manifiesto la existencia de dos procesos organizativos que han hecho frente a la gubernamentalidad migratoria: el de los familiares de las y los migrantes hondureños víctimas de desaparición, proceso que tiene al menos veinte años de vida2; y el más reciente, el de las personas que por diversas razones decidieron emigrar de Honduras, haciéndolo en conjunto y de manera visible con múltiples personas de diversas nacionalidades. Este cruce simbólico en nuestro país sirve como excusa para analizar cómo se identifican estos dos procesos en demandas y acciones que exigen una forma digna de migrar y cómo, desde las voces y andares de las víctimas -ya sea de los migrantes como víctimas de múltiples violencias en el camino o de las familias de migrantes desaparecidos y asesinados como víctimas ellas mismas3, se hace frente a los distintos dispositivos que buscan controlar las migraciones de Centroamérica a Estados Unidos.
Para ello, en las siguientes páginas rescataré los sentires y las acciones que los familiares de migrantes hondureños desaparecidos o asesinados en la ruta migratoria hacia Estados Unidos han construido en torno a lo que se conoció como las “caravanas de migrantes” desde octubre de 2018. Iré analizando cómo, desde estas perspectivas, se han vivido las transformaciones en las políticas migratorias del estado mexicano, que se hicieron evidentes después de enero de 2019 y que agudizaron la criminalización y persecución de migrantes hacia marzo de este año.
Hemos conocido diversas lecturas de lo que se denominó “caravanas” o “éxodo” y que movilizó a miles de centroamericanos en conjunto. Sin embargo, las experiencias que han marcado a las familias en búsqueda de sus desaparecidos, o que han perdido a sus seres queridos en la ruta migratoria, ofrecen una lectura de este proceso que es necesario conocer. En primera instancia, porque son las familias en búsqueda quienes conocen de primera mano las consecuencias directas de la criminalización de las personas migrantes derivada de las políticas migratorias. En segundo lugar, porque estas familias forman parte de un sujeto colectivo más amplio, que podría denominarse “comunidad migrante”; y en ese sentido, su accionar político en la búsqueda de los desaparecidos y de justicia para los asesinados no es ajeno al accionar político de quienes decidieron caminar en caravanas. Poniendo en el centro que este análisis nace de colectivos de familiares en búsqueda, iré reflexionando sobre cómo se ha comprendido el “migrar en caravanas” y cómo es que la movilización en las caravanas del éxodo centroamericano se cruza con sus sentires y demandas por sus propios seres queridos para formar unacomunidadmás amplia, que les aglutine en la demanda por el derecho humano de migrar.
El análisis que aquí ofrezco nace de la estancia de campo que realicé en Honduras, de noviembre de 2018 a septiembre de 2019, como parte de mi investigación doctoral sobre los procesos de organización de familiares de migrantes hondureños desaparecidos en la ruta migratoria que pasa por México. Mi estancia en Honduras coincidió tanto con los masivos desplazamientos conjuntos que salieron en forma de caravanas desde el 13 de octubre de 2018 de San Pedro Sula, como con las transformaciones en la forma de gestionar las migraciones que trajo consigo el nuevo gobierno en México. A partir de esta comprensión del contexto, a la luz del trabajo conjunto con los Comités de familiares de migrantes desaparecidos que existen en Honduras, analizo en las siguientes páginas la relación entre la gubernamentalidad migratoria, las violencias hacia los migrantes, las caravanas del éxodo, y los familiares en búsqueda. Propongo que estas violencias, nacidas de la gubernamentalidad migratoria y la forma de hacerles frente, pueden aglutinar a los que caminan y a los que buscan en una comunidad política.
Imaginar la ruta hacia el norte desde las ausencias
La hija de doña Pilar, Fanny4, salió en la caravana de mediados de abril de 2019 junto a su esposo y sus tres hijos, todos menores de 8 años. Trece días después de haber salido del norte de Honduras, la familia estaba de vuelta en casa, sin nada. Habían sido objeto de una redada policial en Tabasco, en donde les golpearon, jalonearon, amenazaron y robaron el poco dinero que les restaba, además del celular... el único medio que llevaban para comunicarse a casa, una actividad que Fanny sabía de vital importancia para su madre. Cuando les detuvieron no iban sólo ellos cinco, caminaban con una “caravana” de aproximadamente treinta personas que habían conocido en la ruta de éxodo. Esta redada no alcanzó a los medios oficiales, ni siquiera llegó a los perfiles solidarios en Facebook y Twitter, que tan amplia cobertura han dado. Y es que la ruta que ellos siguieron salía del alcance de medios, pues la persecución a migrantes desatada desde marzo de 2019 había obligado a que las personas migrantes optaran nuevamente por rutas menos visibles. En la semana en que les detuvieron, la recién creada Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración ya habían realizado varias detenciones, por lo que Fanny fue rápidamente deportada con su familia y varias personas más en un bus hasta la frontera sur de México. Una vez llegando al lado guatemalteco tuvieron que ver cómo costear el camino de vuelta, caminaron, pidieron ayuda, recibieron asilo en casas albergues y llegaron con los pies reventados a casa.
Verla volver, como volvía, era desolador, pero doña Pilar no podía ocultar el gusto de tener nuevamente a su hija en casa. Nadie mejor que ella conoce la angustia de ver que una hija se va con posibilidad de jamás volver a abrazarle.
Olga, su hija mayor, salió en 2009 y hasta la fecha no han podido reencontrarse. Desde entonces, doña Pilar la ha buscado.
En agosto de 2010 una noticia heló su corazón: 72 cuerpos, migrantes en su mayoría, fueron encontrados en San Fernando, Tamaulipas, y ella sabía que existía la posibilidad de que su hija estuviera ahí. Ese pesar fue el que la acercó al Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de El Progreso (COFAMIPRO), que eventualmente la llevó a un indicio claro de que su hija está viva. Sin embargo, antes de saberlo, el terror la carcomía cada vez que se acercaba una notificación de identificación positiva de la masacre de San Fernando: “Yo andaba triste por esa masacre y me decían ‘faltan bastantes cuerpos’, pero luego, las compañeras mismas me decían: No, no se trata de vos, no te pongás mal. No es tu hija.’” (Entrevista a Pilar, abril de 2019, El Progreso, Honduras).
Doña Pilar, como el resto de familiares de migrantes desaparecidos en México, no es ajena al horror que atraviesan las y los migrantes centroamericanos al cruzar el territorio mexicano, específicamente ese que se mostró para Honduras con el hallazgo en San Fernando, Tamaulipas, en 2010. Aunque después de este suceso hubo (como mínimo) tres masacres más, reconocidas por el estado mexicano y organismos internacionales5, y si bien las labores de los Comités en Honduras priorizan la búsqueda en vida, es innegable que la masacre de San Fernando no sólo se instaló en el imaginario colectivo en Honduras, sino que mostró una nueva etapa en la gubernamentalidad migratoria en México.
Siguiendo a Amarela Varela (2017) y Ariadna Estévez (2015) , la gubernamentalidad migratoria responde a los dispositivos generados por órdenes transnacionales para gestionar y ordenar los movimientos poblacionales en el sur global. Esta propuesta, que recupera el binomio biopolíticanecropolítica, destacando sobre todo la función soberana de la muerte (Mbembe, 2011) , ayuda a pensar la manera en que las políticas migratorias se traducen en acciones específicas que se inscriben en los cuerpos de las personas migrantes al contenerles, invisibilizarles, criminalizarles, e incluso desaparecerles o asesinarles. Esta relación entre políticas migratorias y violencias extremas (NahoumGrappe, 2002:147) no es mecánica ni inmediata y responde a las reconfiguraciones globales del capitalismo, que adquiere formas específicas en las fronteras, y al papel que van ocupando grupos armados privados en la forma de gobernar a los migrantes y su movilidad (Varela, 2017: 141). Es decir, no es que la masacre, la desaparición, el secuestro y la tortura sean por sí mismas vías de control de la movilidad, sino que debemos pensar estos procesos en conjunto con las políticas en materia migratoria y “seguridad nacional”, que podrían llevar a la clandestinidad y vulnerabilidad de las personas migrantes.
Por ejemplo, la “Ley de Migración”, aprobada en México en 2011, a sólo un año de la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, presumía “salvaguardar la ley de los migrantes”; sin embargo, esta legislación no sólo no ofreció permisos de tránsito viables a los migrantes centroamericanos, sino que continuó destacando el principio de “salvaguarda de la seguridad y la soberanía nacional” sobre cualquier otro proceso (Ley de Migración 2011 en Villafuerte y García Aguilar, 2014: 207). Tres años después, en el marco del Programa Integral de la Frontera Sur de 2014, un informe deLa 72 (albergue para migrantes de tránsito en Tenosique, Tabasco) señalaba que las políticas migratorias impulsadas por el gobierno mexicano “[en] este clima generalizado de persecución contra las personas en tránsito aumentó aún más su invisibilidad, su clandestinidad y su vulnerabilidad, poniendo aún más, si cabe, su vida e integridad en peligro. Legitimó la masiva violación de derechos humanos, los delitos, los abusos, la extorsión, además de todo tipo de violencia” (La 72, 2016: 18). Así, es posible pensar que las extorsiones, secuestros, desapariciones forzadas e incluso la masacre, forman parte de los dispositivos y tecnologías de control migratorio.
Amarela Varela (2017) ha propuesto la posibilidad de hacer inteligibles actos de violencia extrema, como las masacres de San Fernando (2010) y Cadereyta (2012), a partir de comprender que los cuerpos de las personas migrantes fueron utilizados para dejar inscrito un mensaje de terror que diera cuenta de la capacidad de infringir dolor que tienen los grupos armados privados. Más allá de desentrañar a quién va dirigido este mensaje - si a otros grupos vinculados al tráfico de drogas y control de rutas, a polleros o a otros migrantesy si efectivamente es leído como se supuso, en este momento me interesa resaltar lo que dejaron ver estos sucesos. Específicamente, y por ser el primer hallazgo de estas masacres, lo sucedido en San Fernando dejó ver que las políticas migratorias tienen que comprenderse de manera paralela a las estrategias ilegales o paralegales, y es que, en conjunto, estos dispositivos detienen, contienen y controlan la movilidad humana.
Ahora bien, este despliegue de dispositivos para gobernar las migraciones debe también comprenderse en relación con los dispositivos de control poblacional general que se desplegaron en México en la guerra inaugurada en 2006 por Felipe Calderón. La llamada “guerra contra el narco” marcó el noreste de México de forma específica (Sandoval Hernández, 2018: 19 y ss.) y en función de una conformación histórica particular que ha tenido la constante presencia de tráfico de diversas mercancías (Flores Pérez, 2013), incluyendo la más preciada de ellas: la mano de obra. Así, entre 2010 y 2015 -considerando los hallazgos de migrantes asesinados en masacres y de fosas clandestinas en el noreste de Méxicose consolidó esta forma específica de violencia hacia las personas migrantes.
A partir de las experiencias de búsqueda y del imaginario específico que las familias de migrantes desaparecidos o asesinados en la ruta migratoria tienen del norte de México, es que se fueron construyendo lecturas sobre las posibilidades y alcances de la migración en caravanas, sobre lo que desde Honduras imaginan como un “norte” lleno de violencias y dificultades, pero que, también desde Honduras, se imagina como posibilidad. En el contexto de las primeras caravanas, las de 2018 e inicios de 2019, bastaba una plática con cualquier persona para comprender, primero, que la gente estaba lista para salir desde hacía muchos años, especialmente después del golpe de estado en Honduras de 2009, y con más urgencia después de la reelección de Juan Orlando Hernández, en 2017; y que vieron en el caminar en caravana una oportunidad de hacerlo. Segundo, que caminar en conjunto era más seguro frente a las posibles complicaciones en el camino.
Si bien las familias en búsqueda con las que trabajé en Honduras compartían esta percepción, sus experiencias como víctimas que conocen el lado más extremo del camino por México matizaban y complejizaban el análisis de las violencias generadas por las legislaciones migratorias restrictivas, imprimiendo un carácter particular a la perspectiva general que había en Honduras de que las caravanas podían facilitar el tránsito en un país como México.
“¿Cuánto es caravana?” Visibilización en tiempos de invisibilización forzada
Por principio, vale la pena reflexionar sobre dos aspectos que líneas arriba he marcado como características importantes de las caravanas del éxodo de finales del año pasado: lo multitudinarias y lo visibles.
Cuando en una ocasión pregunté a familiares de una víctima de los hechos de violencia sucedidos en Cadereyta, Nuevo León, en 2012, si consideraban que viajar en grupos tan amplios podría de alguna forma hacer frente a los grupos delincuenciales que atacaban a los migrantes en la ruta, la respuesta fue inmediatamente positiva. Sin embargo, después de un silencio no muy largo, la sobrina de aquel migrante hondureño preguntó: “¿qué tan grande es un grupo grande?, ¿49 no es caravana?, ¿no eran suficientes para que les ayudaran?” (entrevista personal, marzo de 2019. La Paz, Honduras). Su referencia al número de personas asesinadas en Cadereyta, en 2012, entre las que se incluía su tío, es digna de recuperarse porque llama la atención sobre los números y estadísticas que desde medios de comunicación y academias reproducimos sin reflexionar; cifras que repetimos para tratar de asir el fenómeno que se nos vino a plantar de frente a finales de año pasado: “entre 5 mil y 8 mil”, destacaron medios de comunicación sobre la primera caravana (BBC, 2018); “5,400 migrantes, en su mayoría hondureños” los que ingresaron a Guatemala en el primer grupo (El País, 2018); “300 personas de la Caravana Migrante en el puente fronterizo entre México y Guatemala” las que lograron pasar el 23 de octubre de 2018; “1,500 en una segunda caravana” (Criterio.hn, 2018).
Queda claro que el andar relativamente exitoso de las primeras caravanas, las de 2018, es multifactorial. El que hayan podido avanzar como grupo, al menos hasta ciertos puntos fronterizos al norte de México, no se debe sólo al número de personas que avanzaban juntas ¿300, 1,500, 5,000?sino también a la cobertura mediática que demandaron, a la organización que tuvieron a lo largo de la ruta y al momento de transición presidencial que se vivía en México. Sin embargo, el reclamo que se asoma al pensar que 49 personas ya son un grupo numeroso, “una caravana”, como la familiar misma les dijo, invita a pensar en la cantidad de personas que, no sólo desde el crimen organizado, sino como sociedad, hemos construido como “suficiente” para ser “visible” o digno de nuestra atención y condolencia. Efectivamente, las víctimas de las masacres que he resaltado caminaban en aquella invisibilidad obligada que, he destacado, se despliega no sólo como consecuencia, sino como dispositivo en sí mismo de aquella gubernamentalidad migratoria, y sin duda una de las consecuencias más extremas de esta invisibilidad forzada es el silencio e impunidad que se instala en torno al hecho de violencia en sí mismo.
Así, ese señalamiento que apunta a que 49 personas ya son un grupo suficientemente grande, una caravana en sí misma, invita a pensar no tanto si 49 personas pudieron hacer frente a grupos armados y salvar sus vidas, sino también el por qué solo determinadas cifras nos conmueven como sociedad.
Cuando a finales de marzo de 2019 la secretaria de gobernación de Andrés Manuel López Obrador, Olga Sánchez Cordero, anunció con alarma la formación de una “Caravana Madre” que juntaría a 20,000 centroamericanos -noticia misma que se difundió ampliamente por medios de comunicaciónse volvió completamente necesario preguntar ¿por qué se difundió con alarma esta cifra y no la ya significativamente incierta de 30 o 70 mil desaparecidos en la ruta migratoria?6 Pero sobre todo, se hizo urgente reflexionar sobre ¿por qué 20 mil personas vivas -o 12 mil, como las que cruzaron México en forma de caravanas en 2018impactan mucho más que las 72 personas migrantes asesinados en San Fernando; o los 49 cuerpos encontrados en Cadereyta, en 2012; o los 193 restos hallados en las fosas de Tamaulipas; o los 9 guatemaltecos identificados en las fosas de Güémez, Tamaulipas en 2015?
Por tanto, no es que para las familias de víctimas de asesinato o desaparición el andar en conjunto y de manera visible de la personas migrantes no fuera una estrategia vital, sino que la importancia del andar colectivo recaía en lo que alcanzó a mostrar. En reuniones con familias de migrantes asesinados y desaparecidos, algunos familiares destacaban la importancia de las caravanas -del “éxodo” como ellas y ellos les llamabanprecisamente por la labor de visibilización que hacían, sobre todo, de las condiciones de vida insostenibles en Honduras. El discutir sobre las caravanas antes de iniciar cada taller para pensar en las estrategias de búsqueda, refería indiscutible -y quizá obviamente desde estos sujetos y desde Hondurasal por qué la gente estaba saliendo por miles del país, y por qué aunque se frenara el paso en conjunto, como efectivamente sucedió en 2019, las personas no dejarían de irse por miles, ni de ejercer su derecho “a vivir una vida vivible” (Varela: 2019: 119 y ss.), aunque quizá de vuelta en la clandestinidad7.
En cuanto a que las caravanas mismas pudieran hacer frente a los varios peligros existentes en la ruta migratoria, parecían más escépticos. Desde la experiencia concreta de la pérdida o la ausencia que la ruta migratoria hacia el norte les ha dejado, algunas (os) de estas familiares -aun cuando no desdeñaban la seguridad, y sobre todo la solidaridad que se establecía en el caminar colectivo del éxodono alcanzaban a ver cómo el caminar en grupos haría posible enfrentar la maquinaria de la desaparición, extorsión, secuestro o asesinato.
De esta forma, retomando lo señalado por familiares, es posible comenzar a apuntar que las caravanas del éxodo lograron encarar esas violencias extremas no a partir de una confrontación con los grupos armados privados, sino más bien a través de la demanda de atención y visibilidad que las caravanas, como sujeto colectivo, hicieron, reclamando[nos] así la posibilidad de existencia que el carácter de indocumentado les había arrebatado.
Así, con su andar colectivo y voluntariamente visible, las caravanas del éxodo no sólo hicieron frente a esa dinámica de invisibilización forzada, sino que también mostraron las violencias que les han ido construyendo comosujetos vulnerables(Butler: 2016, 24) desde sus lugares de origen, que comúnmente conocemos como factores de expulsión, y que terminan por construirlos comosujetos desechables(Hernández Castillo, 2017:27) en su paso por México. Para algunas de las que esperamos la llegada del éxodo a finales del año pasado, el caminar conjunto de las personas migrantes se leyó como “una estrategia política para preservar sus vidas y las de sus hijos que traen en brazos o en carriolas por las mortíferas carreteras de México” (Varela, 2018). Con esa forma de caminar conjunta y visible encaraban de manera indirecta pero certera a los grupos armados -vinculados directa o indirectamente al estado mexicanoque habían participado en la desaparición, asesinato o extorsión de sus compatriotas.
Es también ese tipo de violencia extrema el que encaran las familias que buscan a sus hijos e hijas desaparecidos en la ruta migratoria, o las que exigen justicia al estado mexicano por sus muertos aun encontrándose a varias fronteras de distancia. Si bien la acción de buscar a un migrante desaparecido en otro país imprime importantes especificidades, es posible entender que el sólo hecho de buscar información sobre el paradero de sus seres queridos a través de todos los medios posibles, o incluso el llegar a exhumar a sus seres queridos, como en el caso Cadereyta, desestabiliza y desactiva la intención de ocultamiento y el mensaje de terror instalado en la desaparición misma (Robben, 2015: 56).
Por tanto, es posible pensar que el caminar conjunto y voluntariamente visible en caravanas sí se fue conformando como un actuar político, más que solo como una estrategia de defensa, porque más que lograr enfrentar físicamente una de las tecnologías de la gubernamentalidad -que podríamos ubicar en los grupos armados privadoshizo manifiesto el problema que generan las políticas migratorias restrictivas al obligarles a la clandestinidad e invisibilidad. Y es que quizá más de 49 personas no sean suficientes para enfrentar a un grupo armado, pero sí son suficientes para hacer visible el derecho al tránsito seguro y digno. También, siguiendo las reflexiones de los familiares de las víctimas, las personas de las caravanas lograron gritar que esas violencias en la ruta tienen que rastrearse hasta los lugares de origen, una tía de las víctimas de la masacre de Cadereyta expresaba:
vea usted, aquí es un lugar tranquilo, el departamento más tranquilo [de Honduras], mi sobrino no tenía que encontrar una muerte así. Aquí lo que nos saca es la falta de empleo, las deudas... viera cuánta gente se ha ido ahora. [...] y claro que supieron lo que pasó en Cadereyta, todo mundo supo, pero igual nada va a frenar la migración ¿de qué se va vivir? (Entrevista personal a L., marzo de 2019, Comayagua, Honduras).
Comunidades de víctimas en tiempos de transformaciones de la gubernamentalidad migratoria
Doña Pilar no fue la única familiar de un migrante víctima de violencias extremas que vio a otro ser querido irse en las caravanas del éxodo, inauguradas en octubre de 2018. Las familias en búsqueda hacían un recuento rápido en cada taller o encuentro de cuánta gente emigraba de sus comunidades, y varias personas reconocieron con angustia y pesar que otro hijo (a), hermano (a) o sobrino (a) emprendía el camino. Pero, incluso desde su experiencia de sufrimiento frente a la pérdida o ausencia de un ser querido, las familias de las víctimas estaban lejos de posicionarse para frenar la migración, por el contrario (y también haciendo frente a las políticas de terror implantadas en las migraciones) demandaban en cualquier ocasión el derecho al tránsito libre y digno.
Al ser sujetos que han vivido las consecuencias más directas, no sólo de la desaparición o los asesinatos, sino de la impunidad alrededor de estos actos cometidos hacia migrantes, reivindican el derecho humano de migrar. Lo anterior no anula que, a la par de esta reivindicación, exista también un deseo explícito de que sus seres queridos no tuvieran que salir del país, es más bien desde esa angustia y sufrimiento conocidos que reclaman tanto condiciones dignas de vida en Honduras, como el tránsito libre y seguro en México. Una integrante de COFAMIPRO, hermana de una desaparecida, vio irse en estos últimos meses a sobrinos, sobrinas y vecinas, casi todos jóvenes de menos de 20 años, y a familias con menores de edad. Con la experiencia no sólo de la búsqueda de 11, sino también del acompañamiento que realiza desde hace casi una década a otras familias de víctimas, señalaba: “no podemos frenarles. Nadie sabe por lo que estén pasando, la necesidad que tienen para salir. Sabemos que es peligroso el camino, lo hemos sentido,pero ¿a qué se quedan acá?” (Entrevista pesonal, 7 de marzo de 2019, El Progreso, Honduras).
Estas palabras permiten ver una postura crítica a la gubernamentalidad migratoria, que nace, por un lado, de la experiencia misma del sufrimiento, que al enunciarse en plural como un “lo hemos sentido” permite pensar en una comunidad que articula sus demandas desde experiencias emocionales (Jimeno, 2007: 180). Una comunidad de familiares que se articula y amplía en la búsqueda de sus seres queridos, de verdad y de justicia. Así, desde este accionar político, las familias agrupadas en comités de búsqueda en Honduras escucharon, analizaron y actuaron en torno a la gubernamentalidad migratoria, presente en el discurso y actuar político del gobierno de López Obrador respecto a las personas migrantes centroamericanas.
Si seguimos con el argumento que se ha venido desarrollando acerca de que las caravanas del éxodo de finales del año pasado afianzaron su marcha como una apuesta política al mostrar el vínculo entre las políticas migratorias restrictivas y el actuar de grupos armados privados, entonces es necesario poner atención en cómo se fue reconfigurando la respuesta de los gobiernos de los Estados nacionales de la ruta migratoria, específicamente el de López Obrador, frente a ese movimiento que con su andar hacía política de enfrentamiento a la contención migratoria y sus políticas de muerte.
Hay que plantear una ruptura temporal obvia. Si bien las caravanas fueron un proceso que siguió sucediendo en 2019, porque al menos en Honduras se continuó con la organización en caravanas para dejar el país, estas fueron desconfigurándose en sus componentes centrales: visibilidad voluntaria y caminar colectivo. Los detonantes de esta desconfiguración fueron las políticas migratorias del gobierno actual en México, vinculadas estrechamente a las de Estados Unidos, Guatemala y El Salvador. Es muy clara la diferencia en la gestión migratoria a la que se enfrentaron las cinco grandes caravanas que cruzaron el territorio nacional en 2018 y las que lo intentaron ya en 2019. El parteaguas quizá podamos ubicarlo en la política de expedición de tarjetas de visitante por razones humanitarias que con bombo y platillo anunció Olga Sánchez Cordero, proceso que en sí mismo no fue novedoso, que duró apenas dos semanas y que desarticuló el movimiento masivo. Como denunciaron varios albergues del sur de México, la expedición [tan limitada] de estas tarjetas ocasionó que la estrategia de moverse en conjunto, esa que, con todo y sus bemoles, había funcionado para cruzar el territorio nacional en los meses anteriores, fuera reventada (Voces Mesoamericanas, 2019). Si consideramos que la movilización masiva en caravanas había sido unstatemento proclama político, en tanto que reclamaba el derecho humano de migrar, la contención con la promesa de tarjetas puede entonces leerse como una estrategia para reventar ese movimiento.
Y luego... la avalancha que ya conocemos. Para finales de marzo, en el marco de las reuniones entre Olga Sánchez Cordero y Kristin Kiejslen -entonces secretaria de seguridad de Estados Unidosy a la par del rumor de la “Caravana Madre”, el gobierno mexicano anunciaba su “Plan de Contención”, que implicaba el despliegue policiaco en el Istmo de Tehuantepec y la suspensión de la emisión masiva de tarjetas humanitarias desde México para pasar el trámite burocrático de contención más allá de sus propias fronteras, al declarar que a partir de la segunda quincena de mayo, México emitiría las visas humanitarias en El Salvador, Guatemala y Honduras (Gerardo Pérez, 2019). Luego llegó junio y las negociaciones de los aranceles, los tuits de Trump y el destape de la verdad incómoda en México: el gobierno de la Cuarta Transformación no tenía estrategia en política migratoria, ni de relaciones exteriores.
Este recrudecimiento de las tecnologías de control migratorio se hizo evidente el 5 de junio, cuando, al mismo tiempo que dos defensores de derechos de los migrantes eran aprehendidos en dos distintas ciudades de México acusados de tráfico de personas, un despliegue militar frenaba otra numerosa caravana en Metapa, Chiapas (Heras, 2018). El pacto en el que el gobierno mexicano intercambiaba seguridad arancelaria por control migratorio, y que se venía gestando desde meses y sexenios anteriores, se consolidaba con la criminalización de defensores, el despliegue militar y policiaco para la contención y el colapso del sistema administrativo. Desde entonces, las redadas militares en lugares públicos en diferentes puntos vitales (sí, vitales) para las y los migrantes: casas albergue, hoteles y parques en Chiapas, Tabasco, Veracruz, Coahuila y Tijuana; y las deportaciones masivas sin protocolos, han propiciado la separación de familias en México y Estados Unidos, la deportación hacia Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez de solicitantes de asilo en Estados Unidos y la firma de los acuerdos de tercer país seguro... ¡en Guatemala!
Efectivamente, el paso del éxodo en los últimos tres meses de 2018 no estuvo exento de violencias gestadas al interior de las caravanas mismas, ni de actos que parecía que las caravanas podrían desarticular: desaparición y muerte. El caso de la desaparición de los camiones con 80 o 100 personas migrantes -otra vez la imprecisión de números que no son solo números, sino vidasen Veracruz, en octubre de 2018 (El Universal, 2018), y el asesinato de dos menores de edad hondureños en Tijuana, el 15 de diciembre de 2018 (Pradilla, 2019b), son muestras de ello. Sin embargo, en un país donde sólo la masacre de los 72 en San Fernando, Tamaulipas, obtuvo una cobertura mediática medianamente amplia, y en donde es probable que haya más de 30,000 migrantes desaparecidos en los últimos veinte años, es de destacarse que siquiera estas vidas llegaran a ser noticia8.
Atendiendo las advertencias sobre las estadísticas y números hechos en el primer apartado, efectivamente, los episodios de violencia extrema como secuestros y masacres a migrantes han sucedido con mayor frecuencia una vez ancladas las políticas migratorias del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. A partir de febrero de 2019 fue más cotidiano escuchar de migrantes asesinados por “asaltantes” o por miembros de la recién creada Guardia Nacional, de camiones con migrantes desaparecidos, de muertes -sobre todo de niños y niñasen los centros de detención en México y Estados Unidos y de personas ahogadas en los ríos fronterizos o mutiladas por el tren. Bastará recordar que entre el 21 de febrero y el 7 de marzo de este año la cifra de migrantes secuestrados y luego “rescatados” fue variando hasta asentarse en 44 (Hernández Castillo, 2019), o el asesinato del hondureño Marco Perdomo, presuntamente a manos de agentes de la Guardia Nacional en Saltillo y frente a los ojos de su hija de 8 años (Pradilla, 2019a).
Con este recuento, me interesa no sólo destacar la transformación en las políticas migratorias desde México, sino también la manera en que sus consecuencias fueron percibidas en Honduras por los familiares en búsqueda. Lo que desde el país de las 2 mil fosas y 40,000 desaparecidos, o incluso desde un país como Honduras, que del 1 de enero al 4 de mayo de 2019 registró 31 masacres tan sólo en cifras oficiales (El Libertador, 2019), puede ser leído como “otra noticia más”, no sucedió así para las familias en búsqueda. La mañana del 24 de abril, cuando se difundió en Honduras la noticia de las tres personas asesinadas en Tenosique, Tabasco, pertenecientes al departamento de Colón, Honduras (La Prensa, 2019), se instaló un silencio sepulcral en la casa de la familia que entonces me recibía. Tenían a un hijo migrante desaparecido y a otro en la ruta.
Para Butler (2010: 83) existe la construcción de un “nosotros” que se forma a partir del llanto al que nos convocan ciertas muertes; la construcción de determinadas muertes como más dignas de ser lloradas está necesariamente ligada a la idea de que existen vidas que son más dignas de vivir, por ello, el llanto y las emociones a las que convocan las vidas y el fin de éstas construyen una comunidad doliente. La visibilización que lograron las primeras caravanas que lograron cruzar la frontera de México en 2018 quedó instalada para que siquiera se hiciera alguna cobertura de las personas migrantes fallecidas o asesinadas en la ruta migratoria en 2019, lo que convocó a que las comunidades de búsqueda ya formadas en Honduras incluyeran a estas nuevas víctimas en sus construcciones cotidianas de sufrimiento que eventualmente traducen en acciones y demandas políticas9.
De la misma forma que a las autoridades, o a las organizaciones solidarias, académicas y periodistas, el éxodo centroamericano y las transformaciones en política migratoria implementadas en México y Estados Unidos desafiaron las capacidades instaladas en los Comités de búsqueda. No es que les haya tomado por sorpresa, pero sí han tenido que hacerse cargo de los procesos que demanda la urgencia del contexto de gubernamentalidad migratoria actual. Por ejemplo, en el caso de las repatriaciones de las primeras víctimas mortales en el contexto del éxodo, fue COFAMIPRO quien se encargó de dar el acompañamiento psicosocial a la familia de Jorge Alexander, ahí donde ni el estado mexicano, ni el hondureño se responsabilizaron de proceso algúno (Pradilla, 2019b).
Otras acciones concretas, realizadas por los integrantes de comités de búsqueda en Honduras, pasan por la difusión de información del panorama actual en materia migratoria en diferentes espacios del país de expulsión. Dos ejemplos: desde octubre del año pasado, varias de las emisiones del programa radial dominical “Abriendo Fronteras” de COFAMIPRO han estado dedicados a tratar no sólo casos específicos de desaparición y muertes en la ruta migratoria en los últimos meses, sino que se han discutido al aire los impactos de las políticas migratorias actuales en los migrantes y sus familias, así como las posibilidades y peligros que se despliegan en la migración en caravanas. Igualmente, cada programa destina tiempo para reflexionar en torno a los motivos del éxodo. Por otro lado, integrantes del Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos La Guadalupe (COFAMIGUA) de Cedros, Francisco Morazán, Honduras, realizaron en marzo de 2019, y con ayuda de la iglesia católica, jornadas informativas en escuelas de la zona. Más que buscar “frenar” la migración, estas acciones tuvieron la intención de informar a niños, niñas y jóvenes sobre el panorama actual de la migración, los peligros de la ruta y sus derechos como migrantes.
También las familias agrupadas en los comités de búsqueda se han encargado del registro de la gente que ha decidido emprender el camino en estos últimos meses. Algunas integrantes, familiares de víctimas de la masacre de Cadereyta e integrantes de COFAMICENH, han emprendido, nuevamente de la mano de la iglesia católica, un registro de familias enteras que se han ido de un municipio con altos índices de expulsión del departamento de Comayagua. Por su parte, integrantes del recién conformado Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de Pespire (COFAMIDEPES) también llevaron un registro autónomo de la gente que salía de su comunidad, conociendo las posibilidades de desaparecer en la ruta se hizo necesario “tener un registro por si se llegara a ocupar” (Entrevista personal a M., 21 de marzo de 2019, Tegucigalpa, Honduras). Además de ello, los representantes de los cinco comités de búsqueda en Honduras: COFAMIPRO, COFAMICENH, COFAMIGUA, COFAMIDEPE y el Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos, Amor y Fe (COFAMIDEAF) han asistido a reuniones con asesores legales de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD), no sólo para tratar cuestiones relacionadas con los casos de desaparición o asesinatos en masacres que acompañan, sino también para discutir y retroalimentar las posibilidades de acción de cara al panorama actual que revive los temores conocidos de la desaparición y la muerte.
El derecho humano a migrar como exigencia desde las familias en búsqueda de sus desaparecidos
Estas acciones, si bien impulsadas por las exigencias del contexto inmediato de transformaciones en políticas migratorias y en la era de las caravanas, no son espontáneas ni nacen inmediatamente de este contexto, sino que se realizan a partir del cúmulo de agravios y las emociones que han ido construyendo una comunidad política entre las familias de víctimas de estas violencias extremas. Con estas acciones, esta comunidad que agrupa a las familias desde sus agravios, emociones y acciones políticas, ha ido caminando de alguna manera y de forma cercana a las y los migrantes que van en la ruta, ya sea en caravanas que buscan ser visibles o en grupos o individuos que decidieron volver a la clandestinidad debido al recrudecimiento de la criminalización. De esta forma es posible pensar que se confirma un sujeto colectivo más amplio, una comunidad migrante que agrupa a las familias de las víctimas de desaparición o asesinato con las personas de la caravana a través de estas acciones que van buscando cuidar el camino de aquellas otras personas que podrían convertirse en víctimas. Esta relación entre víctimas y aquéllos que podrían serlo hace manifiesta desde diferentes territorios -en ruta o desde la búsqueda en Hondurasla exigencia de condiciones dignas para migrar.
La articulación de estos procesos -caravanas y movilización de migrantes y demandas de verdad y justicia desde las familias se vuelve completamente comprensible cuando se entiende que, para los familiares de los comités de búsqueda de migrantes desaparecidos de Honduras, la lucha por encontrar a sus seres queridos y sus demandas por justicia son inherentes a la lucha por los derechos de los migrantes vivos. La exigencia de justicia de familiares de migrantes desaparecidos y migrantes asesinados en el camino pasa no sólo por sus seres queridos o su familia inmediata, sino que abarca a una comunidad más amplia que agrupa a vivos, desaparecidos y muertos; y es que en las acciones que contemplan a los suyos está siempre la necesidad de reclamar que, de seguir las condiciones de persecución y criminalización a las personas migrantes, sucesos como los que ellos y sus seres queridos vivieron, seguirán sucediendo.
En esta comunidad ampliada de migrantes muertos, desaparecidos o en tránsito y sus familias se articulan las demandas de la salvaguarda de los derechos de quienes transitan en caravanas o por su cuenta. Para las familias organizadas para la búsqueda, la demanda del tránsito digno y libre busca, en primera instancia, evitar que los números, que para ellos están lejos de ser sólo eso, aumenten en sus expedientes (Entrevista personal a Y, La Paz, Honduras, 11 de marzo de 2019), evitar lo que han dicho las familias de migrantes masacrados en México: que alguien más pase lo que nosotros pasamos10.
Por tanto, se vuelve urgente que en todos los espacios posibles -academias, individuos, organizaciones solidarias y gobiernos - se abra la escucha a las familias, porque son ellas quienes han vivido en carne propia las consecuencias del dispositivo más extremo de la gubernamentalidad migratoria, ese que intentaron enfrentar las caravanas del éxodo: el de la desaparición, la muerte y la crueldad que se ha impreso en un número incalculable de personas migrantes. Así, tal vez sea preciso escuchar junto con ellas y ellos que, en un contexto neoliberal, políticas migratorias, desaparición y muerte no pueden pensarse por separado. El Manifiesto de la Cumbre Mundial de Madres de Migrantes Desaparecidos, que escribieron las madres centroamericanas de México junto con madres en búsqueda de varias latitudes del mundo, lo dejó claro (Pindado, 2018). En él plasmaron sus demandas como madres de desaparecidos en las rutas migratorias a nivel mundial y exigieron a gobiernos nacionales e internacionales garantías de tránsito libre y digno para las personas migrantes que en ese momento estaban cruzando diferentes fronteras en todo el mundo. Sin embargo, el alcance del manifiesto no terminaba ahí, ya que a la vez que demandaban el cese de las políticas migratorias criminalizadoras que vulneraban a las y los migrantes al obligarles a la clandestinidad, parecían ir advirtiendo el panorama que se desataría apenas cuatro meses después con la administración de Andrés Manuel López Obrador: el de la agudización de la persecución a las y los migrantes, la separación de familias, el abarrotamiento de los centros de detención y la militarización de las fronteras.
Así, estas demandas enunciadas para los vivos se mezclan con una de las condiciones para que efectivamente se cumpliera uno de los pilares de la justicia transicional: el de la no repetición. El hermano de una de las víctimas de la masacre de Cadereyta expresaba:
Están obligando a los migrantes a pasar por el mismo camino que pasaron los nuestros. No queremos que haya otro Cadereyta [...] nosotros no podemos guardar odio en nuestros corazones, no podríamos vivir, podría yo incluso pensar en perdonar, pero cuando haya justicia y para eso tendrían que respetarse los derechos de los migrantes (Entrevista personal, diciembre de 2018, Tegucigalpa, Honduras).
Con estas demandas, los familiares de víctimas de graves violaciones a los derechos humanos reconfiguran el tiempo, hilando hechos sucedidos en un pasado que no ha finalizado -la desaparición o los asesinatos, con vivencias actuales e incertidumbres a futuro11. Pero también se configuran junto con quienes van en tránsito como un sujeto colectivo que les incluye como parte de una comunidad migrante que abarca, propiamente, al migrante, pero también a sus familias y a quienes se han quedado en la ruta.
Así, si volvemos a la pregunta que guía esta publicación: ¿las caravanas del éxodo pueden ser comprendidas como un sujeto político? La respuesta es sí, desde la óptica de las familias de las familias hondureñas en búsqueda, sí, y cuando se les contempla en su andar junto con el sentir de las familias en búsqueda... sí. Un sujeto político que conforma una comunidad ampliada, que coincide en una demanda de tránsito libre y digno. Una comunidad que se conforma tanto en el sufrimiento, como en el actuar y enfrentar las políticas de muerte de esta era de gubernamentalidad migratoria. Una comunidad que toma su potencia no sólo con el andar voluntariamente visible, sino con la fuerza que les imprimen quienes, de alguna manera, les van cuidando a partir de la demanda por sus desaparecidos y sus muertos. Una comunidad ampliada que nos invita a ocuparnos y dolernos, a permitirnos dejar de ser la sociedad indolente que se había negado a ver a los migrantes. Las familias en búsqueda y las caravanas construyen una comunidad política al obligarnos como sociedad y humanidad a ver las vidas que se niegan a seguir caminando en clandestinidad y en solitario, que se niegan a seguir siendo nadies.