1. Introducción
No hay duda de que los agentes tienen una aprehensión activa del
mundo; no hay duda de que construyen su propia visión del mundo.
Pero esta construcción se lleva a cabo bajo restricciones estructurales.
(Bourdieu, 1989, p. 18, traducción mía)
Desde su concepción, la noción de habitus de Pierre Bourdieu ha tenido una recepción controversial entre los teóricos de la agencia humana. Irónicamente, mientras que el concepto continúa inspirando a la investigación creativa en todo el mundo, sus críticos más radicales e implacables siguen siendo tan repetitivos y predecibles como siempre.1 A menudo, y en forma desafortunada, el concepto de habitus tiende a ser utilizado por sus detractores académicos como una cita negativa para sus propias proposiciones teóricas. De manera prominente, Margaret Archer -una de las representantes académicas del realismo crítico británico- acostumbra delinear su idea de diferentes tipos cognitivos de reflexividad humana en forma antagónica a la noción de habitus de Bourdieu (Archer, 2007, 2010, 2012).2
Vista desde la perspectiva Archeriana, la noción de habitus no constituye más que un residuo conceptual anacrónico y obsoleto. Sin embargo, este tipo de cuestionamiento radical del concepto de habitus -de su raison d’être, por así decirlo- se vuelve posible sólo desde una conceptualización problemática de la agencia humana que concibe falsamente al habitus y a la reflexividad como dimensiones esencialmente distintas y no relacionadas (Adams, 2006; Akram y Hogan, 2015; Decoteau, 2015; Elder-Vass, 2007; Farrugia, 2013; Farrugia y Woodman, 2015; Fleetwood, 2008; Sayer, 2010). Una dimensión particularmente trágica de la ironía de tales dicotomías antagónicas, y que está presente en la visión morfogenética de Archer, alude a las fantasías valorativas sobre el “mal habitus” y la “buena reflexividad”.
Este artículo parte de las caricaturas de tipo Archeriano de habitus y reflexividad como dos dimensiones irreconciliables y diferencialmente apreciadas de la agencia humana, ya que éstas oscurecen su interdependencia real y significación conjunta para las diversas (inter)relaciones entre personas y grupos. Con el fin de hacer explícito desde el principio y poder trabajar productivamente con una concepción de la agencia humana que reconcilie las capacidades reflexivas e intuitivas de la gente, la definición Bourdieusiana de habitus como “estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes” (Bourdieu, 1990, p. 53, traducción mía) requiere de algunas especificaciones adicionales.
Concretamente, para los propósitos de la presente contribución y como sugerencia para futuras investigaciones conceptuales y empíricas, el habitus se concibe por un lado como estructuras psicosomáticas estructuradas que emergen de las diversas experiencias más o menos conscientes de los respectivos individuos; y, por otro lado, como estructuras psicosomáticas estructurantes que forman la “base operacional” de sus (inter)acciones. Ambas estructuras psicosomáticas -siendo tanto producto como productoras de prácticas contextualmente situadas- median y “guían” la recepción, la memorización y la generación procesual de las impresiones y expresiones sensoriales de la gente.
Basado en un espíritu de apreciación crítica de acuerdo al cual “una invitación a pensar con Bourdieu es inevitablemente una invitación a pensar más allá de Bourdieu, y contra él cada vez que sea necesario” (Wacquant, 1992, p. xiv, traducción mía), la siguiente discusión se enfoca primero en una noción de la agencia humana que abarca el habitus, la reflexividad y el sentido práctico como sus componentes co-definidores e interrelacionados. A continuación, se ilustra la centralidad de ambos elementos reflexivos e intuitivos de la agencia humana en los procesos de realización de capital intercultural -dentro y más allá de las formas establecidas de educación formal-. La siguiente sección problematiza la contingencia sociocultural de los procesos de realización de capital intercultural, con un particular enfoque en el potencial (no aprovechado) de la educación intercultural en tiempos de hegemonía neoliberal. A modo de conclusión, la última sección recapitula las ideas más importantes.
2. Más allá del “mal habitus” y la “buena reflexividad”
Contrario a lo que sugieren algunas interpretaciones equivocadas, el habitus “no es un destino” (Bourdieu, 2005, p. 45, traducción mía) sino que, al combinar “constancia y variabilidad” (Bourdieu, 2000; p. 161, traducción mía), constituye “algo tan lejano de la creación de novedades impredecibles [...como...] de la simple reproducción mecánica del acondicionamiento original” (Bourdieu, 1990, p. 55, traducción mía). Siendo el habitus “un producto de la historia, es decir, de la experiencia social y de la educación, podría ser transformado a lo largo de la historia -por nuevas experiencias, educación o capacitación” (Bourdieu, 2005, p. 45, énfasis original, traducción mía)-. El habitus puede contener, y en la mayoría de los casos contendrá un complejo conjunto de disposiciones históricamente contingentes, plurales y (a menudo) contradictorias,3 lejos de constituir un sistema monolítico de mecanismos neuroconductuales eternamente repetitivos. Sin embargo, a pesar de que el habitus puede llegar a ser más o menos flexible -es per se no-reflexivo-.
Por mucho que no tenga sentido analítico concebir al habitus en sí mismo como reflexivo,4 es problemático extrapolar sus límites operacionales más allá de la esfera de la agencia individual. Distintos individuos pueden compartir ciertos “juicios de gustos” de acuerdo a sus particulares clases de habitus (Bourdieu, 1984), pero una clase social en sí misma no tiene habitus. De manera similar, los distintos sentimientos de apego nacional de los individuos pueden mostrar semejanzas intersubjetivas importantes (Pöllmann, 2008, 2009, 2012) que -mientras sean posiblemente indicativas de cierta cultura nacional o de la doxa nacional vigente- no forman el habitus de una nación. La misma lógica se puede aplicar a las nociones problemáticas de “habitus familiar” y “habitus institucional” que, de hecho, aluden a ideas de espíritu colectivo, ethos de grupo u otras doxas -como Atkinson (2011) lo demostró tan convincentemente-.
Es un punto clave entender que, si bien el habitus en sí mismo no es reflexivo, tampoco es opuesto a la reflexividad. Como receptor, memoria y matriz generadora, el habitus es producto y productor de prácticas intuitivas y reflexivas. Dependiendo de las condiciones de campo y de los diferentes momentos en tiempo y espacio, “un mismo individuo puede ser altamente reflexivo con respecto a algunos aspectos de su propia conducta, pero fuertemente guiado por el acondicionamiento social con respecto a otros [aspectos]” (Elder-Vass, 2007, p. 342, traducción mía). La complejidad resultante de las diferentes expresiones (contextualmente variables) de la agencia humana oscila entre dos polos ideal-típicos: el sentido práctico y la reflexividad.
Dentro de este modelo de agencia humana, la noción de sentido práctico incluye formas intuitivas de actuar, sentir, percibir y pensar que -mientras no sean exclusivas de reflexividades habituales y de reflejos reflexivos- se distinguen de las interrogaciones y deliberaciones más conscientes. Como una extensión “natural” del habitus, el sentido práctico implica una familiaridad intuitiva con las condiciones de campo en (y en relación a) las cuales opera -“una capacidad de anticipación práctica del futuro ‘próximo’ implícito en el presente” (Bourdieu, 1990, p. 66, traducción mía)-.
Por otro lado, la noción de reflexividad inherentemente implica cierto grado de atención consciente y cierta distancia crítica de los respectivos objetos de reflexión. Sin embargo, la agencia humana reflexiva nunca es puramente reflexiva -al menos en el sentido de que depende siempre y necesariamente de los procesos habituados de reconocimiento, memorización y articulación-. Claramente, no todo estímulo neurológico, memoria psico-social o función cerebral cognitiva que remarque y dé forma a las “deliberaciones reflexivas” de los individuos puede ser, por sí mismo, totalmente reflexivo; si así fuese, esto produciría un eterno retroceso auto-referencial y, como consecuencia, el final de la práctica socioculturalmente comprometida.
Así como sería imprudente equiparar de forma precipitada al sentido intercultural práctico con rutinas o hábitos socioculturales primordiales, parecería razonable cuestionar las celebraciones acríticas del potencial pedagógico emancipatorio de lo supuestamente reflexivo (Adams, 2003; Atkinson, 2010; Caetano, 2015). Si bien la...
... reflexividad es a menudo representada como una estrategia para fomentar la competencia intercultural y para abordar el etnocentrismo, no se debería asumir que ésta siempre tiene un impacto benigno o que conduzca a mantener una distancia crítica de los propios puntos de vista (Blasco, 2012, p. 485, traducción mía).
La relativa relevancia interpersonal y sociocultural de la reflexividad y del sentido práctico -lejos de constituir una esencia ontológica hermética- siempre emerge en (relación a) una situación y un contexto concretos en los cuales las (inter)acciones humanas tienen lugar. Por ejemplo, hacer una invitación para reflexionar abiertamente sobre las diferentes concepciones de raza y las distintas formas de racismo, podría ser más apropiado en un seminario a nivel universitario que en un encuentro casual de individuos con diferencias reales o percibidas de su origen racial.
Mientras que el trabajo de Bourdieu está repleto de referencias a la complejidad y a la situacionalidad de la agencia humana, es justo decir que tiende a desestimar el alcance, la pluralidad y la frecuencia de las prácticas reflexivas de la gente “ordinaria” (Lahire, 2011; Mouzelis, 2007; Noble y Watkins, 2003). Por el otro lado, y en agradable contraste con los enfoques conceptuales con poca sensibilidad contextual, el marco conceptual de Bourdieu nos recuerda que es de vital importancia considerar que el desarrollo de las capacidades reflexivas de la gente está cercanamente relacionado a sus posiciones dentro de los campos de lucha por el poder simbólico.
A pesar de la fuerza analítica de la teoría de campos de Bourdieu (Bourdieu, 1985a, 1993; Wacquant, 1989) y de la importancia de subrayar la íntima relación entre las condiciones de campo pertinentes y el habitus de la gente, una concepción más amplia de las condiciones contextuales correspondientes podría poner más énfasis en colocar a los respectivos individuos no sólo dentro de los respectivos campos de lucha por el poder (simbólico), sino también considerarlos como elementos claves de acción e interacción. Después de todo, un campo puede ser o volverse pertinente no sólo “como una red, o una configuración de relaciones objetivas entre posiciones” (Bourdieu y Wacquant, 1992, p. 97, traducción mía), sino también como un marco contextual para las relaciones sociales5 y los procesos de realización del capital intercultural.
3. Procesos de realización del capital intercultural6
“El capital intercultural se puede realizar en términos de (una combinación de) conciencia, adquisición y aplicación” (Pöllmann, 2013, p. 2, traducción mía). Los procesos de adquisición y de aplicación pueden ser más o menos intuitivos o reflexivos, directos (e.g., durante programas de intercambio internacional de estudiantes) o indirectos (e.g., a través de libros, televisión o internet), iterativos o continuos, inclusivos o exclusivos, habilitados o restringidos. Sin embargo, en toda su complejidad empírica, estos procesos siempre están íntimamente -aunque no necesariamente de forma explícita- vinculados a (diferentes) culturas, es decir, a “marcos permeables, evolutivos y ‘compartidos’ de percepción, pensamiento e (inter)acción que se aprenden más o menos conscientemente y que son, tanto formados por sus historias de objetivación e institucionalización, como formativos de las mismas” (Pöllmann, 2014, p. 55).
En una época de creciente interconexión global, el capital intercultural no sólo constituye un recurso interaccional y económico cada vez más importante, sino también un marcador clave de distinción sociocultural (Pöllmann y Sánchez Graillet, 2015). Aquellos individuos cuyo posicionamiento sociocultural no favorece la incorporación de un capital intercultural altamente valuado y ampliamente convertible (Pöllmann, 2013, 2014), dependen de una educación intercultural socialmente justa y culturalmente incluyente que permita y reconozca oficialmente a una variedad de diferentes formas intuitivas y reflexivas de aprendizaje intercultural. Después de todo, el grado de objetivación en y a través de las instituciones...
... garantiza la permanencia y la acumulación de adquisiciones materiales y simbólicas que pueden subsistir sin necesidad de recrearlos continuamente y en su totalidad mediante la agencia individual deliberada (Bourdieu, 1990, p. 130, traducción mía).
El valor de intercambio relativo de las reservas individuales de capital intercultural incorporado depende fundamentalmente de las realidades y potencialidades de su objetivación e institucionalización dentro de los campos educativos, socioculturales y políticos pertinentes. Aquellos individuos que ya están favorablemente posicionados dentro de tales campos de lucha por el poder (simbólico) -ya sea teniendo acceso a redes familiares bien posicionadas, por pertenecer a una clase social privilegiada, y/o por sus afiliaciones a grupos socioculturalmente dominantes- no encontrarán mayores obstáculos para aplicar sus respectivas adquisiciones de capital intercultural. Por el contrario, aquellos individuos menos favorablemente posicionados tendrán que retar al status quo y por implicación a la doxa dominante de las jerarquías establecidas de poder (simbólico) (Pöllmann, 2013, 2014).
Cuando se habla de los recursos de capital intercultural diferencialmente valuados, vale la pena considerar la advertencia de Yosso (2005) de que el concepto de capital cultural de Bourdieu frecuentemente ha sido utilizado para construir y justificar imaginarios de inferioridad y superioridad culturales. Aún así, aunque las acusaciones de este tipo sigan vigentes, han sido desenmascaradas desde hace mucho tiempo como interpretaciones equivocadas de las contribuciones académicas e intervenciones públicas del famoso sociólogo francés (Harker, 1984; Swartz, 1997; Wacquant, 2004). De hecho, en una época en la que domina la hegemonía neoliberal sobre las políticas y normas educativas (Hill y Kumar, 2009; Hursh, 2007; Klees, 2008; Plehwe, Walpen, y Neunhöffer, 2006; Torres, 2009), el marco conceptual de Bourdieu ofrece una visión alternativa que, más que contradecir, complementa a otros enfoques críticos sobre la (re)producción del conocimiento, del poder (simbólico) y de formas (simbólicas) de dominación.
Las contribuciones de la pedagogía crítica (Freire, 1970, 1973; McLaren y Kincheloe, 2007) y de la teoría crítica de la raza (Crenshaw, 2002; Delgado y Stefancic, 2012; Solorzano y Yosso, 2001) -así como las nociones de “fondos de conocimiento” y de “riqueza cultural de la comunidad” (Moll, 2005; Moll, Amanti, Neff, y Gonzalez, 1992; Rios-Aguilar, Kiyama, Gravitt, y Moll, 2011; VélezIbañez y Greenberg, 1992)- podrían reconciliarse de forma útil con las formas de capital de Bourdieu (1986). De hecho, la reconciliación constructiva de los respectivos enfoques críticos podría ser vital en el avance de las batallas simbólicas por el reconocimiento de un rango más amplio de conocimientos y habilidades interculturales en diferentes contextos de adquisición (e.g., en familias biculturales, en comunidades indígenas, en vecindarios multiculturales, en escuelas y universidades pluriculturales, o como resultado de la migración voluntaria o forzada).
Sobre todo, las experiencias interculturales directas o in situ pueden ofrecer oportunidades “contextualmente intensivas” de aprendizaje intercultural. Cuando están basadas en cambios físicos más que en cambios virtuales a través de las culturas, tales experiencias personales podrían llevar a percibir lo que se siente ser (visto como) el “Otro”, lo cual pudiera desafiar y gradualmente modificar las estructuras psicosomáticas receptivas, memoriales, procesuales y generativas existentes -particularmente en los casos en los que estas experiencias coinciden con cambios en el valor relativo de la moneda de los recursos de capital hasta ese momento incorporados-. Las respectivas alteraciones del habitus pueden “irrumpir” en los sentidos prácticos y en las maneras de ser reflexivo anteriormente adquiridos, posiblemente estimulando nuevas formas de conciencia e intuición interculturales.
Vale la pena señalar que el propio Bourdieu reconoce las situaciones de “crisis del habitus” a través de experiencias en campos nuevos o alterados significativamente (Bourdieu, 1990, 2000). No obstante, se tendría que hacer más explícito que esas crisis del habitus no solamente involucran confrontaciones directas con condiciones estructurales nuevas (e.g., instituciones y leyes), sino que en gran parte es también a través del contacto y de la interacción con otros individuos o grupos como se experimenta el poder de nuevas fuerzas estructurales -como, por ejemplo, en el caso de los migrantes internacionales que se encuentran a sí mismos inmersos en un mundo de nuevos ambientes lingüísticos, etno-raciales, religiosos o socioculturales de la sociedad mayoritaria-.
Existe una amplia evidencia empírica de que las interacciones interculturales directas juegan un papel clave en el desarrollo de un sentido intercultural práctico y de una reflexividad intercultural crítica. Después de todo, “entre mayor es la experiencia que un estudiante tiene de otras culturas, más fácilmente verá la relatividad de su propia cultura o culturas” (Byram, 2003, p. 65, traducción mía). Sin embargo, y paradójicamente, en los ámbitos de la educación y de la administración escolar, la importancia pedagógica de las formas extracurriculares de aprendizaje intercultural todavía tiende a ser subestimada y negativamente contrastada con la transmisión y el análisis (supuestamente) reflexivo de contenidos curriculares prediseñados. Es importante señalar que el punto aquí no es desacreditar a los currículos formales -cuya importancia pedagógica ha sido examinada y probada durante décadas y siglos- sino problematizar su predominio institucional como contraproducente para el desarrollo de entornos de aprendizaje intercultural más socioculturalmente justos e incluyentes.
4. La realización del capital intercultural a través de la educación intercultural: perspectivas y limitaciones
Las acciones pedagógicas pueden [...], debido a que y a pesar de la violencia simbólica que implican, abrir la posibilidad de una emancipación fundada en la conciencia y en el conocimiento de los condicionamientos padecidos [...] (Bourdieu, 1999, p. 340, traducción mía).
Las instituciones de educación formal tienen, sin duda alguna, el potencial para facilitar las formas reflexivas e intuitivas de aprendizaje intercultural -incluso para individuos y grupos marginados-. Sin embargo, así como las escuelas y universidades pueden informar y empoderar, también pueden alimentar la idea ingenua de que la provisión legal de igualdad formal sería suficiente en sí misma para garantizar “oportunidades educativas idénticas”, teniendo el efecto (no deseado) de cimentar las desigualdades socioculturales existentes bajo el velo de una “meritocracia imparcial” (Bourdieu, 1974; Bourdieu y De Saint Martin, 1974; Bourdieu y Passeron, 1977).
Lamentablemente, las tendencias globales hacia la mercantilización de la educación -y la respectiva lógica economicista y los intereses de negocios involucrados- tienden a privilegiar las iniciativas privadas y las formas cognitivas (económicamente viables) de reflexividad instrumental sobre las formas cooperativas de aprendizaje y la visión de un mundo más justo (Dewey, 1916; Freire, 1998; Giroux, 1988, 2012; Matthews y Sidhu, 2005; McLaren, 1999). Peor aún, la mercantilización de la educación contribuye a la marginalización de los grupos e individuos ya de por sí vulnerables (Apple, 2001; Connell, 2013; Giroux, 2004; McLaren, 2005). El creciente costo de colegiaturas y la falta de becas de manutención apropiadas, por ejemplo, agravan la situación de aquellos estudiantes que tienen, debido a su posición sociocultural desfavorable, menos probabilidades de obtener certificados educativos altamente valorados y convertibles.
De una u otra forma, las ideologías neoliberales de mercantilización educativa han creado la moda penetrante y duradera de atribuir casi toda la responsabilidad del éxito y fracaso personales a los propios individuos - de acuerdo a sus motivaciones, deliberaciones y esfuerzos intencionales. Sin embargo, así como es necesario estimular el poder creativo de la práctica reflexiva y resaltar el valor de motivar a las personas para maximizar su potencial, también es importante evitar las celebraciones acríticas de las iniciativas privadas. Para ello, no debe olvidarse que la realización y la realizabilidad de los recursos de capital personales dependen en gran parte de circunstancias que están más allá del control directo de los respectivos individuos (Pöllmann, 2013, 2014). Sin la consideración de las respectivas condiciones de campo, se corre el riesgo de que la celebración acrítica del potencial creativo de la agencia humana alimente expectativas poco realistas que puedan resultar en sentimientos más bien de culpabilidad que de empoderamiento por parte de los respectivos individuos.
Claramente, el punto no es acusar a todos los que están comprometidos con la bandera de la “reforma de educación neoliberal”, de tener motivaciones económicas inescrupulosas para favorecer sus propios intereses capitalistas. Muchas llamadas a la iniciativa individual, acción deliberada y espíritu empresarial -neoliberal o no- indudablemente tienen buenas intenciones pedagógicas. Pero estas, por sí solas, no son suficientes -al menos en el sentido de que sus efectos a nivel individual no pueden separarse de manera significativa de las injusticias estructurales en los ambientes educativos y socioculturales pertinentes (Banks, 2008; Cummins, 2000; Gorski, 2008; Olneck, 2000)-.7
Las décadas anteriores han sido testigo de la fascinación académica por la aparición de condiciones y fuerzas estructurales cada vez más volátiles y por la creciente significancia de la individualidad reflexiva (Archer, 2007, 2014; Beck, 1992; Beck, Giddens, y Lash, 1994; Castells, 1996; Giddens, 1991, 1992; Lash, 1999). En tiempos de la intensificación de los procesos de globalización económica, no hay duda de que es tentador proclamar una nueva era de reflexividad como lo ha hecho Margaret Archer en su reciente libro titulado The Reflexive Imperative in Late Modernity (Archer, 2012). Sin embargo, la lectura de ese libro nos lleva a la conclusión de que la narrativa Archeriana “se vuelve acríticamente optimista e incapaz de entender las desigualdades materiales que continúan estructurando las subjetividades tardomodernas” (Farrugia y Woodman, 2015, p. 2, traducción mía).
Es cierto que en muchas partes del mundo se ha visto un incremento de la demanda de una fuerza de trabajo flexible y adaptable, lo cual crea un clima en el que los trabajadores necesitan invertir mucho en la actualización de sus conocimientos. Pero si tal clima económico verdaderamente implica que los negocios busquen empleados reflexivos que críticamente cuestionen su situación más allá de las distintas reflexiones técnicas necesarias para trabajar eficientemente, es una pregunta abierta que a menudo se queda sin respuesta. Por lo menos, en lugar de que apresuradamente se dé prioridad a la reflexividad frente a la intuición, parecería más sano reconocer que “la acción reflexiva no siempre está asociada con la morfogénesis, ni la acción habitual está condenada a reproducir siempre el orden social” (Decoteau, 2015, p. 9, traducción mía).
Si bien, en general es recomendable pensar más allá de las nociones de “buena reflexividad” y de “mal habitus”, es vital hacerlo dentro de la educación intercultural. Considerando, por ejemplo, el aprendizaje de idiomas no-nativos, que podría definirse como una parte crucial en el desarrollo de cualquier alfabetismo intercultural más substancial (Burck, 2005; Byram y Risager, 1999; Fuss, Garcia-Albacete, y Rodriguez-Monter, 2004; Starkey y Osler, 2003), pero que -cuando se limita a deliberaciones en el aula sobre vocabulario, gramática y sintaxis- contribuye relativamente poco al desarrollo de una conciencia crítica intercultural, y mucho menos a la generación de un sentido intercultural práctico (Byram, 2008).
Son de vital importancia las experiencias y los conocimientos interculturales que las escuelas y universidades reconocen como legítimos y merecedores de certificaciones oficiales (i.e., de ser transformados en capital intercultural institucionalizado). Sólo se tendría que considerar la manera en que muchos sistemas educativos “ayudan directamente a devaluar las formas de expresión populares, clasificándolas de “argots” y “algarabías” [...] mientras imponen el reconocimiento del idioma legítimo” (Bourdieu, 1991, p. 49, traducción mía) -esto es, más precisamente, la legitimación (arbitraria) del idioma dominante. Para contrarrestar tales formas de violencia simbólica y crear ambientes de enseñanza y aprendizaje que empoderen a estudiantes con diversos antecedentes socioculturales y con diferentes recursos de capital, la educación intercultural necesita:
Permitir y valorar un amplio rango de procesos reflexivos e intuitivos de realización del capital intercultural.
Cuestionar las nociones dominantes de reflexividad y de sentido práctico.
Combinar el aprendizaje adquirido en las aulas con experiencias interculturales in situ y menos formalizadas.
Dislocar el habitus a través de la movilidad transcultural.
Aunque estas recomendaciones necesitan ser interpretadas en relación a las condiciones de los campos socioculturales y políticos que se tengan a mano, podrían servir como orientación en los debates académicos, institucionales y políticos sobre el reconocimiento oficial y la valoración real de las variedades empíricas de capital intercultural. A manera de conclusión, y con el fin de subrayar la relevancia del legado conceptual de Pierre Bourdieu para estos debates, a continuación se reconsiderarán algunos de los puntos centrales planteados a lo largo del presente artículo.
5. Conclusiones
Contrariamente a las percepciones erróneas persistentes, el habitus no es ni diametralmente opuesto a, ni irreconciliable con la reflexividad; como un receptor psicosomático, una memoria y una matriz generativa, evoluciona desde (y es mediador de) prácticas reflexivas e intuitivas. Aunque el habitus forma, sin lugar a dudas, una parte significativa de la agencia humana, no constituye de ninguna manera “el destino que algunas personas ven en él. Al ser un producto de la historia, es un sistema abierto de disposiciones constantemente sometidas a [nuevas] experiencias” (Bourdieu y Wacquant, 1992, p. 133; énfasis original, traducción mía). Dependiendo de la naturaleza de las experiencias personales dentro de las (diferentes) culturas y campos de lucha por el poder (simbólico), un individuo puede adquirir nuevos fondos de conocimiento intercultural que anteriormente podrían haber sido desconocidos, considerados como inconcebibles, o clasificados como no dignos de conocerse.
Sin duda, el desconocimiento puede incluir formas genuinas de “no saber” (Thrift, 1996) -en el sentido de ser incapaz de saber algo en cierto periodo de tiempo y en ciertos contextos culturales y geopolíticos-. Muchas veces, sin embargo, los distintos significados y conocimientos son accesibles a través de interrogaciones reflexivas conscientes o de descubrimientos intuitivos más “accidentales” -ambos mediados por los respectivos habitus de los individuos- y ambos pueden ser sustancialmente habilitados o restringidos por los campos de educación formal y por el ambiente sociocultural más amplio. Por ejemplo, escuelas y universidades pueden o no proveer la movilidad transcultural que favorezca el desarrollo de la reflexividad intercultural y del sentido intercultural práctico de los estudiantes.
La necesidad de apreciar diferentes experiencias interculturales parece obvia en el contexto de la educación intercultural. Pero en tiempos de políticas y normas educativas neoliberales hegemónicas, los fondos de conocimiento intercultural menos dominantes socioculturalmente, y (supuestamente) menos reflexivos, corren el riesgo de sufrir la marginación institucional y la obliteración curricular continuas. Es así como las preferencias pedagógicas por los conocimientos “reflexivos” necesitan ser críticamente escudriñados. Después de todo, tales preferencias pedagógicas no solamente se refieren a cuestiones didácticas o estético-curriculares abstractas, sino también a las oportunidades concretas de desarrollo intercultural de los estudiantes.
Si el objetivo es lograr entornos de aprendizaje intercultural más genuinamente facilitadores, el apoyo institucional necesita ir más allá de las garantías legales de igualdad formal y debe buscar medidas concretas que valoren una gran variedad de fondos interculturales de conocimiento intuitivo y reflexivo -incluyendo aquellos informalmente adquiridos en los “márgenes” de los grupos e instituciones socioculturales dominantes-. Es tiempo de superar las ideas de “mal habitus” y de “buena reflexividad”, ya que desacreditan prematuramente al valor del sentido práctico de las personas, mientras fracasan en problematizar la contingencia histórica y sociocultural de sus capacidades reflexivas.
Por muy deseable que sea concebir el potencial de la práctica reflexiva como una capacidad intrínseca de todo ser humano, es engañoso dar por hecho su realización y realizabilidad. Las celebraciones acríticas de la agencia reflexiva alimentan la ignorancia hacia las condiciones de campo particulares que pudieran mejorar o inhibir su desarrollo. Así mismo, distorsionan las formas sistemáticas de desigualdad sociocultural, marginalización, discriminación y desventaja, mientras exageran el peso explicativo de las (presuntas) diferencias en la iniciativa privada, las capacidades introspectivas y el llamado “talento individual”. El legado de Pierre Bourdieu continúa proveyendo inspiración invaluable para contrarrestar tal reduccionismo voluntarista y la violencia simbólica que éste implica.