Siempre fue evidente que la creencia en los seres sobrenaturales propuestos por la Iglesia era a la vez acompañada, cuando no contestada, por una no menos relevante diversidad de creencias en muchos otros seres espirituales no reconocidos por ella o por maneras muy diferentes de relacionarse con los que ella postulaba. La visión casi universalmente aceptada de un monopolio católico como condición “natural” de las sociedades de la región, quebrado tan sólo en las últimas décadas -principalmente por el avance pentecostal- brinda una visión estereotipada y simplificada de la religión en nuestras sociedades que, al crear una situación exagerada de un “antes” (monopólico) y un “después” (plural), impide ver la continua existencia de diversidad religiosa. Una diversidad cuya relevancia social también ha sido poco apreciada por su tenue visibilidad social, ya que siempre fue fuertemente regulada -pero no suprimida- por las distintas instituciones del Estado y combatida por actores sociales de prestigio -no sólo religiosos, sino también seculares como los médicos, sicólogos y periodistas-. Estos prolongados y denodados esfuerzos sociales por controlar prácticas y voces religiosas disidentes (no católicas) han sido poco considerados y estudiados ya que los académicos hemos naturalizado la hegemonía del catolicismo, ayudando a invisibilizar la diversidad desplazándola a categorías residuales como “religiosidad popular”, “curanderismo” o “esoterismo”.
De manera más general, propongo también que una visión menos cognitiva y sistematizada de (lo que sería) la “religión” permitiría focalizar en la rica creación y circulación de contenidos religiosos por fuera de las instituciones tradicionalmente consideradas como “religiosas”, en grupos y contextos muy diversos y en articulación con aspectos modernos y seculares de la vida social como la industria cultural, los medios de comunicación e Internet y las redes sociales. Reuniré y resumiré, en este trabajo, ideas previamente desarrolladas, con mayor extensión, en otros artículos de mi autoría y enfatizaré más aquí el argumento relativo a nuestras visiones excesivamente institucionalizadas de la religión.2
Utilizando autores y perspectivas teóricas diferentes a las habitualmente utilizadas en la región, intentaré presentar lecturas alternativas de: el monopolio religioso; las identidades religiosas; el pluralismo y la regulación religiosa y, principalmente, de las características necesarias de la “religión”. Los análisis derivados de estas relecturas conceptuales harían más significativa y más relevante la presencia (pasada y actual) de la diversidad religiosa; más visibles las distintas maneras de regulación religiosa y más evidentes los prejuicios académicos que la ocultan.
1. El paradigma dominante en el análisis sociológico del campo religioso en Latinoamérica
Con la expresión “paradigma dominante” designaré una serie de presupuestos básicos que suelen guiar la mayor parte de los análisis, basados en la hegemonía de determinadas perspectivas teóricas y definiciones conceptuales de determinados autores, ampliamente aceptados de manera implícita, que sedimentan en un sentido común académico, en “lo que todos sabemos” sobre la situación de la religión en la modernidad latinoamericana -con algunas diferencias según los distintos países-.
La formulación más resumida -y estereotipada, admito- de lo que podrían ser los presupuestos básicos del paradigma dominante sería la siguiente:
Ha existido un monopolio católico que se ha quebrado en las últimas tres o cuatro décadas -según el país-. Esta quiebra del “monopolio católico” llevaría a una situación de pluralismo religioso y a un mercado de bienes simbólicos de salvación, en el que cada individuo ya no sería “cautivo” de la oferta eclesial y buscaría nuevas creencias e identidades entre las crecientes ofertas religiosas -o armaría su propia síntesis, en un proceso creciente de individualización de las creencias -.3
Lejos de ser una visión meramente local (argentina), esta perspectiva es compartida por buena parte de los estudiosos latinoamericanos, ya que se deriva de una visión mayor sobre las relaciones entre religión y modernidad propuesta por autores de gran predicamento en la región -especialmente Peter Berger y Danièle Hervieu-Léger-, citas prácticamente obligadas al brindar un panorama del campo religioso actual.4 Para comprobarlo, basta comparar los marcos teóricos de tres importantes estudios cuantitativos sobre las creencias contemporáneas realizados en la ciudad de Montevideo, Uruguay (Da Costa, 2003: 5-37); en la de Guadalajara, México (Fortuny 1999: 17-29) y en el partido de Quilmes, en el Gran Buenos Aires en Argentina (Esquivel et al., 2001: 33-38 ; Mallimaci, 2001: 17-24).
En estos estudios, luego de las críticas a la visión sociológica clásica sobre la secularización que acompañaría a la vida moderna, con la consiguiente pérdida de importancia o desaparición de la religión, son reiteradas las citas a los trabajos de Hervieu-Léger, según los cuales la secularización sería “no la pérdida de la religión en una sociedad globalmente racionalizada, sino una reorganización general de las formas de religiosidad” (1998: 20). La diversificación religiosa, la individuación de la creencia y la quiebra de la memoria colectiva serían rasgos principales de esta reorganización de la religión. Esta perspectiva resalta la continuada importancia de la religión, pero (al menos en la manera en que se ha popularizado regionalmente) acentúa una situación de “antes” y “después” que, brindando una versión algo estereotípica del pasado monopolizado por el catolicismo, singulariza en demasía lo novedoso de la dinámica religiosa actual. Ante la ausencia, al menos para varios países latinoamericanos, de datos cuantitativos acerca de la situación de las creencias religiosas en el pasado, la mayor parte de las investigaciones cuantitativas cotejan la situación actual con el pasado supuesto brindado por esta perspectiva teórica. Por lo tanto, los datos empíricos actuales son leídos comparándolos, explícita o implícitamente, con un pasado determinado no por la empiria sino por la teoría, y lo novedoso de la situación actual lo es respecto de un pasado hipotético en el cual el catolicismo parecería fungir de dosel sagrado de nuestra sociedades.
Renée de la Torre (1999), en uno de los trabajos que examinan los datos de la encuesta sobre creencias y religiosidad en Guadalajara, México, reconoce francamente este problema:
¿Cómo precisar el cambio religioso sin tener claro el antes y el después? ¿lo que hoy en día se aprecia como impacto de la secularización, podría ser una derivación de procesos de larga duración, como, por ejemplo, la religiosidad popular? … […] … no contamos con estudios similares que nos permitan comparar el antes y el después en el contexto espacial de Guadalajara, por lo que tan sólo podemos recrear un antes a través de un imaginario del estado de las cosas poco preciso… (1999: 130).
Esta limitación, inherente a casi todos los trabajos de investigación actuales sobre religión, no es suficientemente reconocida.5 Y el “imaginario poco preciso” que utilizamos para recrear el pasado, menos todavía. En la versión más usual, en este pasado el monopolio religioso católico habría determinado tanto a las identidades religiosas como a las creencias de los individuos y comprendería todas sus prácticas religiosas. Esta visión dominante funde dimensiones cuya correlación no debería darse por sentada, sino que debería ser objeto de examen. En un trabajo anterior (Frigerio, 2007) he propuesto que el catolicismo más bien sólo tendría la incidencia que se le asigna principalmente sobre las creencias y prácticas religiosas socialmente legítimas. La fuerte legitimidad social impondría una identificación social correspondiente (la de “católico”), pero este predominio sería mucho menos efectivo sobre las creencias y prácticas religiosas reales (y no ya socialmente legítimas o establecidas).
Resumiendo, entonces, la perspectiva dominante sobre el monopolio católico: el catolicismo era la religión monopólica que brindaba sentido, creencias e identidad a la población. Por una serie de cambios sociales (ocurridos tanto en Argentina, como en otras sociedades latinoamericanas y a nivel global con el advenimiento de la modernidad) se quiebra este monopolio y se crea un mercado religioso. En él, cada individuo elige a qué grupo pertenecer (o realiza su propia síntesis de creencias, en una suerte de “religión a la carta” o “cuentapropismo religioso”).6
Embutida en esta formulación a la vez resumida y muy genérica, hay otros presupuestos que conforman parte de nuestro bagaje analítico usual y que criticaré más en detalle a seguir: la (exagerada) importancia brindada a las identidades religiosas como forma de medir el monopolio y el subsiguiente quiebre de éste (la transición de un estado a otro es usualmente medida y especificada por la cantidad decreciente de personas que se identifican como “católicas”); la (con)fusión entre identidades y creencias; la poca atención hacia las distintas maneras de regulación religiosa que aún persisten -sobreenfatizando, de esta forma, el “pluralismo” o la situación de (libre)mercado religioso actual-. También seré crítico de la idea más implícita que efectivamente enunciada (tendemos a usar el concepto sin definiciones explícitas) de que la “religión” es principalmente un sistema de símbolos -que aluden a realidades últimas de significado o a planos sagrados de la existencia- y que ésta se transmite principalmente a través de grupos religiosos, que para serlo (y por serlo) poseen determinadas características -tampoco explicitadas y poco contestadas; siendo los más habituales los modelos cristianos de iglesia o secta
2. Una visión alternativa sobre el monopolio, el pluralismo, la regulación y las identidades religiosas
En lo que sigue brindaré visiones alternativas respecto del “monopolio” y el pluralismo religioso, las identidades (identificaciones) religiosas y de la manera en que podemos visualizar y definir la “religión”. No pretendo que estas sean las maneras “objetivas” ni “más adecuadas” de pensar estos temas y definir estos conceptos, pero sí que hacen visibles aspectos de la realidad que de lo contrario pasan inadvertidos -especialmente los relacionados con la visibilización y la regulación de la diversidad religiosa-.
a) Sobre el monopolio religioso católico
Es preciso reconocer que el “monopolio católico” siempre fue principalmente sobre las “creencias (socialmente) legítimas” y no sobre las creencias (efectivas) de las personas.7 Las personas siempre creyeron de manera muy diferente a la indicada por la Iglesia Católica, algo que queda claro por la continuada y popular presencia de creencias y prácticas “mágicas”, “esotéricas” y espiritualidades alternativas -siempre combatidas desde el Estado y por los médicos, además de por los sacerdotes católicos-.8
En la Argentina, desde al menos principios del siglo XX, estas presencias son advertidas en los principales diarios y combatidas por campañas periodísticas que aplauden -e incentivan- la acción policíaca contra “curanderas” y “adivinas” que frecuentemente terminan detenidas en las comisarías. Pese a la seguidilla de antecedentes históricos innegables, cada década o dos, los medios vuelven a retomar este “problema” señalándolo con extrañeza, como una anomalía que no debería estar allí. Brujas, curanderas, adivinas, espiritistas y practicantes de espiritualidades mágico-religiosas diferentes al cristianismo son ignorados o, cuando son percibidos, resultan estigmatizados, debido a nuestra imagen ideal del país como “europeo”, “blanco”, “moderno” y “católico”, sin lugar para religiones alternativas y mucho menos para la “magia” o para visiones encantadas del mundo (Frigerio, 2002).9
La abundante evidencia empírica local sobre estos agentes mágico-religiosos también ha sido mayormente invisibilizada por la academia local, y cuando tratada ha sido desplazada hacia el campo del “esoterismo” o del “curanderismo”, más que el propiamente “religioso” -mediante definiciones de estas categorías por lo menos cuestionables y efectuando un recorte muy parcial de la amplia gama de actividades que muchos de estos curanderos o adivinos realizan, ya que usualmente ofrecen tanto bienes mágicos como religiosos para sus clientes/devotos-.10
Similarmente, la enorme cantidad de “santos populares” y seres espirituales de todo tipo a los que se rinde culto -por más heterodoxos y alejados del santoral católico que sean- son normalizados, invisibilizados, menospreciados o contenidos por los académicos colocándolos dentro del “catolicismo popular”, desenfatizando conceptualmente su alteridad religiosa radical. La presencia cada vez mayor de todo tipo de religiones de origen afro y la prolongada vigencia del espiritismo (desigual en los diferentes países) también es subestimada, ya que no producen identificaciones sociales fuertes (ver más abajo) o las ocultan.11
De manera más general, para realizar una crítica a las visiones que exageran la fortaleza del monopolio católico en el pasado argentino también parto de apoyaturas teóricas diferentes: no ya de la idea de Peter Berger de un “dosel sagrado” -compartida por buena parte de los académicos del área- sino de las de James Beckford y de Rodney Stark y asociados que consideran la pluralidad de visiones religiosas no una excepción reciente sino una situación natural en sociedades complejas -que la instauración de monopolios religiosos suprimió o controló con gran esfuerzo y, generalmente, complicidad Estatal-.
Beckford señala que la concepción tradicional del término “monopolio” ha sido influenciada, en gran medida, por los “escritos casi canónicos” de Peter Berger y Thomas Luckmann. Concentrándose principalmente en los trabajos del primer autor, sostiene que...
... el punto de partida de Berger, la afirmación según la cual “a través de la mayor parte de la historia humana los establishment religiosos han existido como monopolios en la sociedad (1971: 134)” es, como mucho, una afirmación debatible, y probablemente, equivocada (2003: 82).
Según el sociólogo británico:
Parece difícil afirmar que el monopolio religioso alguna vez significó la total ausencia de diversidad religiosa (…) Así, el contraste de Berger entre “tradición” y “modernidad” es exagerado. (…) (Esta visión) ignora el hecho de que los sentimientos y las creencias religiosas casi siempre han sido diversas y menosprecia la fuerza y el esfuerzo que ha debido hacerse para mantener la ficción de un mundo unitario de verdad religiosa (Beckford, 2003: 83).
Desde su perspectiva, los conflictos entre visiones del mundo que se ven al comienzo de la modernidad...
... reflejan más una disminución en la capacidad de los que tenían poder para suprimir disidencia, que una pérdida de fe en una única fuente de verdad. Las preguntas sociológicas interesantes no versan sobre la credibilidad de algún tipo de aserción religiosa de verdad, sino sobre las condiciones sociales que permitieron que una variedad de creencias, prácticas y organizaciones adquirieran aceptación, permiso o legitimidad. El acento debería estar sobre el poder y la violencia más que en la supuesta pérdida o disminución del monopolio sobre la verdad y el surgimiento del relativismo filosófico. (Beckford, 2003: 83-84, mi énfasis).
Rodney Stark, Roger Finke y Lawrence Iannaccone han argumentado -en diversos trabajos, en coautoría o no- que el pluralismo -y no el monopolio- es la situación natural de las economías religiosas -al menos en sociedades complejas-, ya que la segmentación inevitable de las preferencias de los actores sociales (por clase social, sexo, edad, etcétera) imposibilita que una sola oferta religiosa pueda satisfacer todas sus necesidades:
Como una única firma religiosa no puede moldear su atractivo para atender las necesidades de un segmento del mercado sin sacrificar su atractivo para otro, la oferta y la diversidad de la religión aumentan en la medida en que las regulaciones son levantadas (....) Debido a la diferenciación subyacente a las preferencias de los consumidores, la competencia religiosa y el pluralismo crecerán, salvo que exista una regulación del Estado. (Finke, 1997: 51).
Una única firma religiosa puede monopolizar la economía religiosa sólo en la medida en que puede emplear la fuerza coercitiva del Estado para regular y restringir a sus competidores. (Stark y Iannaccone, 1993: 252).
Estos autores desconfían, incluso, de que alguna vez haya existido un monopolio católico efectivo:
Porque estas preferencias de los consumidores son fuertes, las economías religiosas nunca pueden ser plenamente monopolizadas, ni siquiera cuando están respaldadas por el poder coercitivo total del Estado. De esta manera, aun cuando se hallaba en la cúspide de su poder temporal, la iglesia medieval estaba rodeada de herejías y afectada por divergencias internas. (Stark y McCann, 1993:113)
Sin negar la relevancia que el catolicismo obviamente tuvo y tiene en nuestras sociedades, una apoyatura teórica más atenta a la dimensión del poder, y que no naturalice la necesidad de un monopolio religioso, haría más evidente la inevitabilidad de la presencia de la diversidad religiosa (para satisfacer a distintos segmentos y grupos de la población con demandas y gustos religiosos muy diferentes) y, sobre todo, la fuerte regulación social que ocultó esta diversidad en la época del supuesto “monopolio”. Además, valoraría más adecuadamente la relevancia de las posibilidades de visibilidad que brinda la creciente desregularización religiosa. Para el caso argentino, es muy claro que la vuelta a la democracia a partir de 1982 rompió, de a poco y no sin mucho y progresivo esfuerzo, con la identificación nación = catolicismo = fuerzas armadas y permitió que pentecostales, afroumbandistas, espiritistas y la multiplicidad de propuestas englobables bajo el siempre impreciso rótulo de “Nueva Era” ganaran visibilidad. Muchas de estas creencias y prácticas ya estaban presentes en el país, pero dada la represión estatal que varias sufrían (bajo la acusación de “ejercicio ilegal de la medicina” o por otros motivos) mantenían un perfil muy bajo. Con la llegada de la democracia su presencia en el espacio público se hizo mucho más evidente, pero esta creciente visibilidad de la diversidad religiosa pronto dio lugar a una fuerte reacción social: la construcción de “la invasión de las sectas” que, junto con la complicidad mediática y la activa labor de un movimiento contra-cultos local, llevó a pánicos morales a comienzos de la década de 1990 (Frigerio, 1993; Frigerio y Oro, 1998; y Frigerio y Wynarczyk, 2003).
Resumiendo el argumento: la diversidad religiosa siempre fue más importante en el pasado de lo que pensamos; ha sido invisibilizada tanto por las prolongadas e intensas maneras de regulación social implementadas en su contra, como por los presupuestos académicos que la desplazaban hacia los difusos casilleros conceptuales de “catolicismo popular”, “esoterismo” o “curanderismo”.
b) Sobre la relevancia de las identificaciones religiosas (“identidades”)
El paradigma dominante suele menospreciar el carácter situado, contingente y relacional de las identidades (a las que preferimos denominar identificaciones para resaltar su carácter de productos de la interacción social permanente y no concebirlas como esencias internas a las personas) y presenta una versión inflada de este concepto -asignándole una importancia muy superior a la que tiene-.12
Que un censo brinde la información de que un 90% de la población es católica significa que ese porcentaje ha optado, ante una pregunta puntual sobre afiliación religiosa, por la identidad social de católico. Este acto puntual de identificación ante una pregunta concreta -y no muy frecuente en la vida de una persona- no nos dice nada sobre qué lugar ocupa el ser “católico” en su estructura de compromisos identitarios y si esta identificación tiene alguna relevancia para su identidad personal (su self).13 Que una persona haya optado por la identidad social de católico tampoco indica si se siente parte de un “nosotros” católico con la suficiente intensidad como para actuar colectivamente en beneficio de este grupo (“católico” como identidad colectiva).14
Es necesario admitir, por lo tanto, que la identidad social de católico no nos dice nada sobre la identidad personal del individuo ni sobre su identidad colectiva y mucho menos nos dice sobre sus creencias. Las identificaciones dicen poco sobre las creencias de quienes las adoptan: unas son respuestas a la pregunta “quién soy yo” (y/o cómo me clasifican los otros) y otras a la pregunta “en qué creo yo”.
Las cambiantes y muy variables relaciones entre identificaciones y creencias se hacen evidentes si comparamos las que realizan los integrantes de distintos grupos religiosos. Buena parte de los grupos y agentes productores de diversidad religiosa (o sea, que postulan determinados seres espirituales y maneras de relacionarse con ellos) no necesariamente proponen identificaciones religiosas específicas. El caso más claro es el de los cultores y practicantes de la Nueva Era, que difícilmente se identifican como tales -por su marcado énfasis en la autonomía espiritual y la circulación por, más que la permanencia en, diferentes grupos. La identificación de “practicante de disciplinas de la Nueva Era” tiene escasa relevancia a nivel de las identificaciones personales, sociales o colectivas. Sin embargo, la naturaleza supra humana que postulan sobre determinados seres o energías espirituales (ya sea de manera trascendente o inmanente) y las maneras de relacionarse con ellas o de desarrollarlas que proponen, afectan la vida cotidiana de miles y miles de argentinos -sin importar cuál sea su “identidad” religiosa. Para muchos, probablemente sea la de “católicos”, por más que su cosmovisión poco se corresponda con la postulada por la institución religiosa a la que declaran pertenecer.
Similarmente, la fuerte estigmatización social de los devotos de religiones de origen afro hace que rara vez reivindiquen su identidad social de practicantes de estas religiones, por más que su práctica constituya un pilar principal de la elaboración de sus identidades personales (ser “hijo” de un determinado orixá afecta fuertemente la vida de una persona). También para los devotos del Gauchito Gil o de San La Muerte, la identificación como “promeseros” de estos santos constituye un elemento crucial de su identidad personal, y de sus creencias y prácticas religiosas, por más que su identidad social siga siendo la de “católicos”. En el caso de los evangélicos, la correspondencia entre identidad personal, social y colectiva suele ser mayor, lo que ayuda a explicar su creciente visibilidad en el continente.
c) Sobre el “pluralismo”
La transición de un “monopolio” (de las creencias legítimas) a un “mercado” no deja de implicar controles o regulaciones sobre las prácticas y creencias religiosas. Todavía hay un costo social innegable asociado a la práctica de determinadas religiones. Muchas de ellas carecen de legitimidad social y no son consideradas “verdaderas religiones” -sino creencias de una calidad inferior: “sectas”, “cultos”, “brujerías”, “satanismo”, “supersticiones” o “folklore”- inevitablemente estigmatizadas, lo que lleva a que sus practicantes sean menospreciados o temidos.
Como propone James Beckford, que exista un grado creciente de diversidad religiosa en las sociedades no necesariamente implica pluralismo, si por pluralismo entendemos una valoración positiva de esta diversidad (2003: 74).
Muy por el contrario, la valoración frecuentemente desfavorable de la diversidad religiosa revela la persistencia de grados de regulación del “mercado religioso” particularmente significativos, dado que, en una época como la nuestra, de reivindicaciones de minorías identitarias de todo tipo (étnicas, de género, etcétera), es prácticamente la única “diversidad” para la que difícilmente se reivindiquen derechos.15
Por otro lado, el paradigma dominante visualiza sólo una parte de la “regulación” de los comportamientos religiosos, focalizándose (cuando lo hace) principalmente en la regulación religiosa Estatal. Siguiendo las ideas de Grim y Finke (2006), es necesario remarcar que la regulación religiosa puede ser de dos tipos: 1) Estatal , a través de leyes que pautan sus actividades, o favoreciendo a alguna/s en detrimento de otras (favoritismo Estatal); pero también puede ser 2) social, a través de críticas y estigmatizaciones que provengan de distintos actores sociales. Estos no sólo pueden ser religiosos (de la/s Iglesia/s tradicional/es), como usualmente parece creerse, sino también y de manera aún más relevante, a través de agentes seculares (médicos, sicólogos, periodistas, etcétera) (Frigerio, 1993; Fidanza y Galera, 2014). Siempre insuficientemente considerados en los estudios sobre religión, los medios también cumplen una importante función en esta regulación social.
Resumiendo, entonces: de la misma manera en que el paradigma dominante sobre-estima la hegemonía del “monopolio católico” en el pasado y presta poca atención a los esfuerzos regulatorios desde el Estado y diversos sectores sociales para sostenerlo (de manera siempre más o menos precaria), también subestima la continuada existencia de esta regulación, en una época de supuesto “mercado religoso” (libre) en la cual todavía determinadas prácticas son invisibilizadas (ver Frigerio y Wynarczcyk, 2008 para el caso de los evangélicos), o en su defecto, estigmatizadas o aun, criminalizadas -como sucede cada vez más en Argentina para el caso de las religiones de origen afro y para la devoción a San La Muerte (Fidanza, 2014).
Un problema más general, que obviamente incumbe a los estudios latinoamericanos pero que afecta a casi toda la producción académica sobre el tema, es la visión excesivamente institucionalizada que se tiene de la “religión”. Buena parte de los estudios se realizan en grupos (más o menos) socialmente o académicamente legitimados como “religiosos”, cuando nuestra tipología de los mismos se encuentra excesivamente restringida e influenciada por nuestro entorno cultural cristiano. La cada vez más frecuente utilización del conceptoespiritualidad intenta llamar la atención hacia la búsqueda de una experiencia religiosa no institucionalizada, enfatizando la creciente relevancia de los bricolages y sincretismos personales. Sin embargo, el problema es que el concepto parece dispensar de la necesidad detodogrupo religioso, como si su protagonista fuera un sujeto hiper o sobre-individualizado, que pudiera prescindir de las actividades de agrupaciones con algún grado de organización (Carozzi, 1999; Frigerio, 2016). Prevalecen, por tanto, visiones sobre-socializadas como infra-socializadas de la religión (o, en su visión individualizada, de la espiritualidad), como intentaré demostrar en lo que sigue. Propondré, asimismo, que la idea de “religión vivida” -y una definición bastante específica de la misma- puede ayudarnos a salir de la excesiva dicotomización grupo-individuo dentro de la que parecen situarse la mayoría de los análisis, (porque no implica, de manera explícita ni tácita) ningún tipo de organización específica ni tampoco un individualismo extremo).
3. Sobre la (definición de) “religión”
a) La religión como sistema y como institución
Las definiciones de religión usuales utilizadas en ciencias sociales sobre-enfatizan, ya sea explícitamente o implícitamente, su grado necesario de sistematicidad y de institucionalidad.
Algunos ejemplos:
La religión es un sistema de creencias y prácticas por medio de los cuales un grupo se enfrenta con los problemas últimos de la vida humana (Yinger, 1970: 7);
Una institución que consiste en la interacción culturalmente pautada con seres suprahumanos culturalmente postulados (Spiro, 1966);
Un sistema de símbolos que obra para establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres formulando concepciones de un orden general de existencia, revistiendo estas concepciones con una aureola de afectividad tal que los estados anímicos y motivaciones parezcan de un realismo único (Geertz, 1973);
Un sistema unificado de creencias y prácticas relativo a una realidad supraempírica, trascendente, que une a todos aquellos que se adhieren a él con miras a formar una sola comunidad moral. (Dobbelaere, 1981).
El énfasis en que es un sistema de creencias conlleva o trae aparejados otros similares respecto de su coherencia y elocuencia. Los aspectos o dimensiones discursivos (y cognitivos) de las religiones se vuelven particularmente relevantes: se produce una sobre-dependencia respecto de lo que los informantes o los nativos pueden explicar acerca de lo que hacen, principalmente con un cierto nivel de complejidad y coherencia. Por otro lado, la frecuente insistencia en que la religión se refiere a los “problemas últimos de la vida” también plantea requisitos de cierto desarrollo y consistencia teológica, más presentes en las preocupaciones de especialistas religiosos que en buena parte de los fieles, que quizás más que develar las claves últimas de la existencia (¿para qué?) utilizan a la religión y a los poderes o seres suprahumanos como medios para aliviar los problemas de su vida cotidiana (¿cómo?) Con estas definiciones de religión no resulta rara la necesaria relevancia y dependencia, en las investigaciones, de determinados “informantes clave” -generalmente los líderes de grupos religiosos, o para el caso de sociedades simples, los shamanes o especialistas que son quienes pueden articular las creencias con este nivel requerido de desarrollo, complejidad y sistematicidad-.
Aún cuando es necesario reconocer que las dimensiones de la práctica, la emoción y la corporalidad se han vuelto más importantes en los últimos años (de la mano de la influencia de Bourdieu y de las perspectivas contemporáneos de la performance y del embodiment), los estudios de estos aspectos continúan siendo realizados en contextos claramente “religiosos” -que siempre son definidos como tales por determinados grupos sociales o por los prejuicios de los académicos de lo que sería “religioso”.
Las instituciones religiosas siguen teniendo un rol demasiado preponderante en nuestros estudios. Son mayormente los grupos considerados (social y académicamente) como legítimamente religiosos y sus representantes o líderes los que facilitan los contextos principales de observación. Es difícil esperar lo contrario, dada nuestra formación occidental y cristiana (y sociológica) que nos predispone a buscar, encontrar y examinar mayormente o principalmente iglesias, sectas o denominaciones -grupos obviamente estructurados y fácilmente reconocibles que perduran en el tiempo-. De esta manera nuestro estudio de la “religión” se halla excesivamente focalizado en los grupos, contextos y sistemas de creencias legítimamente (social y académicamente) consagrados como “religiosos” y deja fuera del análisis a una buena parte de la producción “religiosa” que frecuentemente no suele pasar por estos grupos o contextos ni cuenta con el grado de sistematicidad (teóricamente) requerido, pero que sin embargo cumple un rol muy importante en la vida de las personas -especialmente en la producción de diversidad religiosa (Besecke, 2005).
Últimamente, el conceptoespiritualidadllama la atención hacia la búsqueda de una experiencia religiosa no institucionalizada, enfatizando el análisis de los bricolages y sincretismos personales. Sin embargo, como argumentaré a continuación, el concepto tampoco es adecuado para examinar la actividad religiosa por fuera de los grupos legitimados, ya que parece prescindir de la necesidad de todaagrupación religiosa.
b) La religión institucionalizada vs. la religión individual
Es posible rastrear la encerrona conceptual que hace depender el quehacer religioso tan sólo (o, al menos principalmente) de determinados grupos con características muy específicas o, por el contrario, a la casi absoluta autonomía del individuo que elige entre diferentes ofertas o hace su propia combinación de ellas hasta la obra de Troeltsch y su influyente tipología de grupos religiosos.
En 1975, la revista norteamericana Sociological Analysis (ahora Sociology of Religion) convocó a un simposio sobre la obra de Troeltsch y su relación con la de Weber. Allí, los tres artículos dedicados al teólogo alemán hacen hincapié en su concepto de “misticismo”, que sería el “olvidado” tercer integrante de su tipología iglesia-secta-misticismo. Una complicada relación con Weber, y luego la selectiva introducción de su obra en el mundo anglo-parlante por Niehbur (1929) llevaron a que la sociología de la religión posterior se basara prácticamente en la dicotomía secta-iglesia, dejando de lado el misticismo, el “desventurado tercer tipo de Troeltsch” (Garrett, 1975).
Colin Campbell (1978: 146) rescata más explícitamente los tempranos aportes de Troeltsch para el análisis y la adecuada comprensión de la “nueva religiosidad” que, a partir de los 1960s, había puesto en jaque a la teoría de la secularización (“la expansión de la religión oriental, el renacimiento del ocultismo, la locura por la astrología y el nuevo Pentecostalismo”). Una religiosidad que -en el momento en que escribe el artículo-, resultaba difícil de ubicar tanto dentro de las nociones establecidas de “lo religioso” como de “lo secular”. Las dificultades de muchos de sus colegas para encuadrarla dentro de “lo religioso” -argumenta Campbell- se debían a que las nuevas prácticas no estaban desarrolladas por, ni se daban dentro de, iglesias, sectas o denominaciones, las formas de agrupaciones religiosas típicas que estudiaba la sociología de la religión -y que por ende determinaban, académicamente, el paradigma de “lo religioso”-.
Para Campbell, sin embargo, esta nueva religiosidad bien podía encajarse dentro del tercer tipo de religión de Troeltsch: el de la “religión mística y espiritual”, un tipo bastante menos conocido y utilizado que sus otros dos de “religión de iglesia” (church religion) y “religión de secta” (sect religion). Como Garret (1975), Campbell sugiere que esta tricotomía religiosa original de Troeltsch había sido reducida a una dicotomía con un foco excesivo en el tipo de grupo religioso que las caracterizaría (iglesia o secta) llevando a que sólo estos dos tipos de instituciones dominaran el panorama del estudio de la religión.16
Ya antes, Luckmann, en su libro “Invisible religion” (1967), había llamado la atención hacia el hecho de que la religión se había vuelto invisible a los ojos de los sociólogos porque estos prestan atención principalmente a los mundos sociales institucionalizados y organizados y difícilmente pueden percibir lo que pasa por fuera de ellos. Para Luckmann, la principal premisa de la sociología de la religión:
Consiste en la identificación de iglesia y religión (...) La religión deviene un hecho social ya sea como ritual (comportamiento religioso institucionalizado) o doctrina (ideas religiosas institucionalizadas) (...) La disciplina, por lo tanto, acepta las auto-interpretaciones -y la ideología- de las instituciones religiosas como definiciones válidas del alcance de sus temas de estudio o interés (Luckmann, 1967: 22, 26)
Aunque en los últimos veinte años la idea de espiritualidad ha venido ganando terreno como herramienta conceptual, focalizando en dimensiones diferentes de la de “religión”, la situación actual de los estudios sigue dependiendo excesivamente de las antiguas formulaciones de Troeltsch: seguimos estudiando “religión” (mayormente a través del estudio de iglesias o sectas) o si no, ahora también “espiritualidad” (redescubriendo y reivindicando el tercer tipo de Troeltsch). La dicotomía “religión” y/o “espiritualidad”, sin embargo, sigue brindando versiones estereotipadas de las maneras en que las personas se relacionan con el mundo sobrenatural, ya sea brindando visiones hiper-socializadas (el individuo subsumido dentro de su comunidad religiosa, usualmente del tipo iglesia o secta), o infra-socializadas (el individuo soberano del misticismo).
Como correctivo analítico a la sobre-dependencia en los conceptos de iglesia o secta, ideas como “religión invisible” o “espiritualidad” ayudan a pensar otras posibilidades de práctica y validación de lo “religioso”, pero el énfasis excesivamente individualista de Luckmann, y de quienes toman la versión emic de la epistemología autónoma de la espiritualidad al pie de la letra, ha comenzado a ser objeto de críticas por parte de varios autores que han hecho estudios empíricos importantes sobre el tema (Wood, 2010; Frigerio, 2016). La visión del individualismo radical -que caracterizaría a la espiritualidad moderna, tanto en su momento “Nueva Era” en los 80s y 90s, como de espiritualidad post-cristiana del siglo XXI- ha sido criticada por sociológicamente inadecuada. Como argumentó y mostró localmente Carozzi (1999), la autonomía es parte del “vocabulario de motivos” (vocabulary of motives) que se aprende dentro del circuito alternativo, en interacción con diferentes grupos y sus gurúes o líderes y los otros practicantes de estas ideas.17
La visión de un individuo omnipotente que elige libremente y realiza sus propios bricolajes de acuerdo, principal o exclusivamente, con su voluntad autónoma proviene de la aceptación acrítica de los relatos de los entrevistados -o de sus trayectorias narradas en libros o presentadas en conferencias y talleres- leídos a la luz de perspectivas teóricas excesivamente individualistas. Esta conjunción teórico-metodológica invisibiliza los numerosos grupos por los que han pasado sus entrevistados, y las diversas fuentes y discursos de autoridad que han acatado en distintos momentos -como sugiere Carozzi (1999, 2000) con base en su experiencia de campo, que complementa y guía las interpretaciones de sus entrevistas.
Más recientemente, otros autores angloparlantes también han enfatizado que los individuos son socializados en la doctrina de la “espiritualidad del self” (Aupers y Houtman, 2006: 218):
Satisfaciendo su hambre en el mercado de la Nueva Era, nuestros interrogados adquirieron marcos de interpretación alternativos, nuevos vocabularios y símbolos para interpretar sus experiencias. Aprendieron a etiquetar experiencias extrañas y fuera de lo cotidiano como espirituales. A la vez, estas experiencias validaron los marcos interpretativos aprendidos (Aupers y Houtman, 2006: 208).
Besecke (2001:194) y Wood (2010), entre otros, han criticado la idea de que las personas desarrollan su espiritualidad en base a criterios exclusivamente personales como sociológicamente naive:
En el caso de la sociología de la espiritualidad, un inductivismo naive ha resultado en que las declaraciones de los individuos de que están ejerciendo autoridad sobre su vida espiritual se ha trasladado a-críticamente a las afirmaciones sociológicas de que este es realmente el caso. Los sociólogos han transformado los discursos nativos sobre el control de la propia vida en pronunciamientos analíticos de que efectivamente se ejerce la auto-autoridad (self-authority) (Wood 2010: 270).
Un énfasis excesivo en la religión privada o privatizada (privatised religion) resulta en una idea de la religión como un fenómeno exclusivamente sicológico, con pocas influencias y consecuencias sociales (Besecke, 2001:187).
A la vez que ganó terreno el concepto de espiritualidad en las últimas dos décadas, también lo hizo el de “religión vivida” -un concepto que, sostengo, puede ayudar a pensar más apropiadamente a la religión, más allá del contínuum iglesia-secta y del individualismo exagerado de la espiritualidad-.18
c) La “religión vivida”
En contraposición con un énfasis excesivamente institucional, focalizado en la actividad de grupos religiosos organizados con una cierta permanencia a través del tiempo, y que se corresponden mayormente con los tipos de iglesia o secta, la idea de religión vivida ha ganado terreno aceleradamente en los últimos años. Definida de diferentes maneras por distintos autores, el énfasis siempre parece ser en una perspectiva “desde abajo”, enraizada en las prácticas cotidianas de individuos comunes -y no exclusiva o principalmente en la comprensión elaborada de líderes y especialistas religiosos legitimados (Ammerman, 2007:5)-.
Tweed (2015) denomina este nuevos énfasis como un “quotidian turn” (giro hacia lo coditiano) al que caracteriza, de manera general, como un desplazamiento de la atención analítica...
... de la religión prescripta a la religión práctica, de los ritos religiosos organizados y las creencias teológicas sistematizadas de las elites en instituciones religiosas dominantes a las prácticas, artefactos, y contextos de devotos comunes en la vida diaria, incluyendo momentos y lugares que pueden ser considerados seculares (369-370).
Añade, sin embargo, otros elementos comunes a estos estudios que tienen que ver no sólo con quiénes la practican, sino con cómo la practican, lo que conlleva implicancias temporales y espaciales. Entre los primeros, días, momentos y épocas que no son las “tradicionalmente” religiosas (los domingos, o los sábados de acuerdo con la tradición religiosa, o la navidad, la pascua, o cualquier época del año rica en rituales), sino en cualquier momento de la vida de las personas. Entre los segundos, espacios que no son, tampoco, los tradicionalmente religiosos, lugares fuera de aquellos institucionalmente sancionados donde los especialistas rituales brindan ritos regulares y prescriptos. No los templos propiamente dichos, sino la casa, la calle, las plazas, los estadios, los teatros y cines, los hospitales, los aeropuertos o la Internet.
Robert Orsi es uno de los autores principales y más influyentes de esta corriente. Es un autor que, como señala Tweed (2015), ha brindado, a lo largo de varios de sus trabajos, diferentes definiciones de la religión vivida -aún con énfasis distintos en, por ejemplo, dos ediciones del mismo libro-. Por motivos que detallaré más abajo, encuentro particularmente útil la que brinda en la introducción a su libro Between Heaven and Earth, donde afirma:
La religión es comúnmente pensada como un medio para explicar, comprender y modelar la realidad, pero sostengo que la religión es una red de relaciones (network of relationships) entre el cielo y la tierra, que involucra a los humanos con una serie de diferentes figuras sagradas. (2005: 2, mi énfasis).
Y vuelve a remarcar, más adelante (en casi obvia referencia a Geertz):
No es una red de significados sino de relaciones... [...] Lo que importa no son tanto las creencias… sino las prácticas, los objetos, las presencias... [...] Los dioses, santos, demonios, ancestros y lo que sea son reales en la experiencia y la práctica, en las relaciones entre el cielo y la tierra, en las circunstancias de la vida y las historias (histories) de las personas, en las historias (stories) que la gente cuenta sobre ellos. (2005: 5 y 18).
Esta definición tiene, a los propósitos del argumento desarrollado en este trabajo, las siguientes ventajas: a) no presupone prácticamente ningún grado de sistematicidad de las creencias, b) tampoco considera a las creencias el elemento más importante de la vida religiosa, resaltando la relevancia de “prácticas”, “objetos”, “presencias” -aspectos que cualquier trabajo de campo muestra, son esenciales en la experiencia religiosa de las personas-; c) tampoco se focaliza principalmente en las funciones cognitivas de la religión (no la considera principalmente “un medio para explicar, comprender y modelar la realidad), ya que para él “la religión es una red de relaciones (network of relationships) entre el cielo y la tierra, que involucra a los humanos con una serie de diferentes figuras sagradas.”
La definición es bastante minimalista pero enfatiza dos características esenciales de la vida religiosa. La primera es el foco en las relaciones entre humanos y figuras sagradas. Este aspecto relacional no ha recibido tanta atención por parte de los estudiosos, dado el énfasis ya mencionado en sistemas teológicos omni-abarcativos y de cierta complejidad. La idea de relación no los niega, pero tampoco los pone en el centro de la actividad religiosa legítima -las pautas que guían estas relaciones y sus justificaciones- pueden ser muy sencillas, o muy complejas.
Además, estas relaciones se establecen con figuras sagradas. Aquí sí cabría una perspectiva más crítica del enunciado de Orsi, ya que ciertas formulaciones pueden denotar una perspectiva excesivamente cristianocéntrica: cuando habla de relaciones “entre el cielo y la tierra”, o aún la idea de “figuras sagradas”. Entendido el término “sagrado” en un sentido durkheimiano, puede presuponer un abismo demasiado grande entre los humanos y estas figuras sagradas, tergiversando o malinterpretando la experiencia de muchos fieles para los cuales lo sagrado puede ser apenas, parte de “una textura diferencial del mundo-habitado” (para utilizar la expresión de Martín, 2007: 77). Personalmente, prefiero hablar de “seres suprahumanos” (o quizás, también de “poderes”, para determinados contextos principalmente, pero no sólo indígenas), lo que denotaría apenas una capacidad de agencia mayor que la de los humanos ordinarios sin entrar en discusiones acerca de su grado de “sacralidad”, supernaturalidad o extraordinariedad.19
De esta manera, si entendemos a la religión como “una red de relaciones que involucra a los humanos con una serie de diferentes seres y poderes suprahumanos” tenemos una definición sustantiva, bastante minimalista, pero que sirve para caracterizar como “religiosos” a una serie de comportamientos que no precisan estar legitimados socialmente como tales, ni suceder dentro de determinados grupos socialmente legitimados como “religiosos”, ni en los contextos que éstos estipulan como correctos para actividades “religiosas”, ni estar propuestos por determinado tipo de agente “religioso” (socialmente legitimado). Podemos entonces buscar la religión o los comportamientos religiosos en una serie de lugares, momentos y contextos que no son los usualmente analizados en los estudios sobre religión, y visualizar así, por fin, buena parte de la diversidad religiosa oculta por nuestros preconceptos teóricos.
Este último punto es importante: no pretendo que esta definición de religión sea la mejor, la más correcta o universalmente válida -ni me interesa-. Sí creo que es de utilidad para visibilizar la diversidad religiosa, particularmente en sociedades complejas y en nuestro contexto regional latinoamericano. Nos permite ver la religión por fuera de las “religiones”, por fuera de las instituciones y los grupos usualmente considerados como tales (por la academia y por la legitimación social). Transforma en inequívocamente religiosos (a los propósitos analíticos) a comportamientos que usualmente son desplazados, en nuestros estudios y sin mayor precisión conceptual, hacia otros campos de interés como el “esoterismo”, el “ocultismo”, el “curanderismo”, la “videncia” o la “religiosidad popular”.20
Si todo lo que tenemos que hacer es buscar comportamientos que postulen determinados seres suprahumanos y sugieran maneras de relacionarse con ellos, salimos también de otra encerrona conceptual de larga data: la diferenciación tajante entre “religión” y “magia”, de acuerdo al carácter eminentemente social o grupal de la primera y más individual de la segunda.21 En el contexto latinoamericano, donde buena parte de las prácticas son siempre mágico-religiosas, los intentos categóricos de diferenciarlas cumplen más el propósito de deslegitimar (académica y socialmente) algunas prácticas que de comprenderlas adecuadamente en su contexto y de acuerdo con los criterios de los practicantes o con criterios académicos más inequívocos (Frigerio, 1999).
Una de las principales virtudes de esta definición es que por su carácter minimalista nos libra de una carga que otras definiciones (por enfatizar sistematicidad o institucionalidad) conllevan, quizás más implícita que explícitamente: la necesidad de algún tipo de grupo y especialista religioso que pueda formular estas creencias con determinado grado de complejidad y que den respuesta a los problemas de sentido último de la vida. Con esta definición no es necesaria una comunidad moral, no es necesario un dosel sagrado (como vimos, particularmente difícil de sostener en sociedades complejas) y tampoco es necesario que sea un sistema que brinde significados últimos: apenas que regule, sin importar el grado de complejidad, las relaciones entre los humanos y los seres suprahumanos que postula como relevantes.
d) La religión en grupos lábiles
Una visión menos institucionalizada de la “religión” permite ver la (creciente pero no necesariamente novedosa) creación y difusión de creencias “religiosas” muy por fuera de las “instituciones religiosas”, en escenarios y contextos sociales diversos, no contemplados bajo los conceptos de iglesia, secta ni el de misticismo individual, liderados por agentes laicos o “seculares” (o no socialmente legitimados como “religiosos”).
Es necesario comenzar a considerar la relevancia de múltiples grupos lábiles, de existencia efímera e irregular (o no tanto) pero que de todas maneras crean y transmiten creencias, prácticas y experiencias religiosas social e individualmente relevantes, por más que su capacidad para, y voluntad de, incentivar identificaciones religiosas (a niveles personales, sociales y colectivos) sea muy variable. Entre ellos podemos considerar: grupos hogareños de oración o de culto de todo tipo, cursos y talleres de distinta duración, conferencias, campañas masivas en el espacio público, comunidades de lectores, fiestas de devotos, grupos de facebook, etcétera.
La relevancia de una multiplicidad de grupos de características muy diversas ha sido más generalmente reconocida -aunque tampoco siempre- para el caso de la Nueva Era, como una variedad de soportes sociales que hacen posible el circuito alternativo por el que van transitando quienes se van socializando en los marcos interpretativos brindados por este movimiento (Magnani, 1999; Carozzi, 1998 y 2000) y quienes van así, también, como ya argumenté más arriba, aprendiendo un “vocabulario de motivos” que resalta su propia autonomía religiosa.22 La mayor predisposición a aceptar estas variadas formas de creación y diseminación de creencias y prácticas en este caso probablemente se deba a que la Nueva Era suele ser considerada un hecho (tan sólo) marginalmente religioso -recordemos su críptica categorización como “nebulosa mística-esotérica” o su encuadre usual dentro de la espiritualidad posmoderna-. De todas maneras y con pocas excepciones, las distintas formas de agrupación a través de las cuales se desarrolla, han sido notadas pero poco teorizadas y prácticamente nunca o poco consideradas como parte de una tipología de grupos religiosos, prefiriéndose explicaciones más macrosociológicas para dar cuenta del atractivo y la expansión de este movimiento.
Sin embargo, la multiplicidad de grupos y contextos entre los cuales se crea y transmite la “religión” también se evidencia dentro de otras tradiciones religiosas. En ocasiones, como parte del funcionamiento más periférico o de extensión de grupos más tradicionalmente religiosos con distintos grados de autonomía; pensemos en las actividades que suceden fuera de los templos evangélicos, en contextos “seculares” más íntimos o más públicos: los grupos de oración o de estudio bíblico, las células hogareñas, las campañas evangelizadoras o de sanación -una variedad que mucho ayuda a entender el crecimiento de este movimiento religioso-. En otras ocasiones, como grupos religiosos embrionarios que pueden dar lugar, posteriormente o no, a grupos más estructurados -o quedar en estado rudimentario o desaparecer-. Los estudios sobre espiritismo en Argentina dan cuenta de la cantidad de grupos familiares de práctica que luego evolucionaron a “escuelas” -y otros que no- (Gimeno; Corbetta; y Savall, 2013: 135). La experiencia etnográfica actual muestra, similarmente, la multiplicidad de situaciones que constituyen el contínuum entre “casas familiares-altares domésticos-templos constituidos” que caracteriza la práctica de la umbanda en el país.
En ambos casos, tantos los espiritistas tradicionales como los umbandistas más antiguos y establecidos, critican fuertemente la práctica por fuera de ámbitos “apropiados” y más institucionalizados -por más que varios de los críticos también atravesaron alguna etapa en la cual participaban de, o incluso organizaban, ceremonias caseras-. Pese a las críticas de los ahora “ortodoxos”, estas situaciones hogareñas y cuasi-públicas (a las que asisten la familia extensa, los amigos y también amigos de los amigos) cumplen un rol crucial en la expansión de estas religiones por el país y seguramente son, cuantitativamente hablando, más importantes que los templos que públicamente se reconocen como tales. Pablo Semán ya ha señalado la importancia de las iglesias pequeñas, quizás apenas extensiones de las casas de pastores barriales, para la expansión del pentecostalismo -contra visiones que enfatizan, principalmente, el rol de las mega-iglesias-. Como señala el autor,
... las pequeñas denominaciones pentecostales conforman, además de un formato y un vector específico del crecimiento pentecostal, una expresión particular de los contenidos que esta expansión asume (2010 :17).
Para el caso de las “devociones populares”, la creciente existencia de santuarios públicos -generalmente liderados por personas que se transforman en mediadores privilegiados con el santo- brindan lugares donde los devotos se relacionan públicamente con el santo, interactúan entre ellos, declaran y reafirman su fe, realizando así identificaciones públicas y fuertes. Además obtienen sanación, protección espiritual, bailan y pasan el día entre pares y familiares. Los altares domésticos y las imágenes que peregrinan por distintos hogares también proporcionan espacios de experiencias religiosas intensas o de creación de significados intersubjetivos heterodoxos.23 Aun actividades más “individuales” como consultas a “adivinas” o “videntes” también resultan significativas en el establecimiento de relaciones con figuras suprahumanas y en la modificación o intensificación de éstas. Como dentro de cosmovisiones holistas y encantadas la salud siempre tiene dimensiones espirituales-síquicas-físicas estrechamente entrelazadas, la intervención (positiva o negativa) de seres o poderes suprahumanos suele ser determinante como motivo de enfermedad o como posibilidad de cura (Semán, 2001).24
Una relectura de nuestra historia religiosa realizada desde un paradigma como el que propongo, o al menos sin las anteojeras teóricas habituales, encontraría numerosos ejemplos similares en el pasado -quizás con menos variedad y ciertamente más regulación social que en la actualidad, pero muchos más de lo que (pre)supone un paradigma basado principalmente en la búsqueda de grupos del tipo iglesia o secta-.
e) La religión a través de los medios de comunicación, la industria cultural y las redes sociales
Si en la búsqueda de las maneras en que se transmiten los postulados acerca de las formas posibles y efectivas de relacionarnos con seres suprahumanos prescindiéramos de la necesidad de hacer referencia, obligatoria y exclusivamente, a grupos religiosos con características muy específicas, a contextos “apropiados” o a actores sociales “legitimados”, podríamos ver que una manera significativa en la cual estos postulados y relaciones se crean y circulan en nuestra sociedades incluye también la industria cultural, los medios de comunicación y las redes sociales e Internet.
Estos ámbitos “seculares” también producen, difunden y legitiman socialmente -o, por el contrario, deslegitiman- ideas y prácticas religiosas que tienen profundo impacto en cómo los individuos visualizan a, y se relacionan con, los seres suprahumanos en su vida cotidiana -aunque rara vez, o mucho menos de lo deseable, son considerados parte de lo que los académicos de la “religión” deberían estudiar-.
Los medios masivos de comunicación (y no me refiero a los explícitamente confesionales, sino a los supuestamente seculares) juegan, además, un rol importante en la regulación social de las religiones. Durante la década de 1980 notaron con extrañeza -no exenta de alarma- la creciente visibilidad evangélica, y sus congregaciones en espacios “no apropiados” para encuentros religiosos: estadios de fútbol, plazas, descampados, cines. Criticaron sus reuniones excesivamente emocionales, la vestimenta -inusual para un “ministro religioso”- de algunos pastores, proveyeron interpretaciones para su crecimiento y los vieron como expresión y demostración del decaimiento urbano o como la punta de lanza de algunos cambios socio-económicos como la desaparición de los cines tradicionales (Frigerio, 2017). Por algunos años los consideraron el modelo emblemático de lo que serían las “sectas” que estaban invadiendo el país -hasta que otros grupos, más minoritarios y desviantes, tomaron su lugar (Frigerio, 1993; Wynarzcyk, 2009)-. Cuando los evangélicos finalmente ganaron algo de legitimidad, dejaron de interesarse por ellos, invisibilizaron su presencia -como si un diez por ciento de la población no fuera evangélico- y sólo se preocuparon nuevamente cuando produjeron grandes concentraciones públicas en el centro de la ciudad (Carbonelli y Mosqueira, 2008). La presencia siempre vigente de espiritistas argentinos ha sido similarmente invisibilizada por los medios, que casi hace unas cinco décadas prácticamente ni la notan. Las religiones afrobrasileñas y la devoción a San La Muerte aparecen solamente en las secciones de policiales, confundiéndose en las denuncias de crímenes y ritos “satánicos”. Mejor suerte corren las manifestaciones “espirituales” -y más afines al paladar de determinados sectores medios- de la Nueva Era. Aún cuando los medios de los sectores progresistas y más intelectuales locales suelen tener una visión más crítica (Viotti 2015), los diarios más importantes como La Nación o Clarín reseñan las últimas tendencias en formas de meditación, yoga, mindfulness, etc. y además han editado y sacado a la venta colecciones de libros de Paulo Coelho, Osho o Chopra.
De la misma manera que los medios de comunicación, la industria cultural también crea, disemina, legitima o deslegitima determinadas formas de relacionarse con seres suprahumanos. También, como los medios, estigmatiza a las prácticas que por determinadas razones no coinciden con el modelo social de lo “religioso”. Libros y películas han estigmatizado a las “sectas” y han ayudado a crear “pánicos morales”. Varios libros sobre el peligro de las “sectas” de un conocido líder de una agrupación anti-sectas tuvieron mucha circulación a fines de los 80s y principios de los 90s y fueron vitales para justificar y encauzar el “pánico moral” sobre las sectas que se produjo en los medios durante 1992 y 1993, y que afectó distintos ámbitos sociales (Frigerio y Oro, 1998). Películas extranjeras y series de televisión producidas localmente usaron contextos y personajes “sectarios” para hacer más atractivas y emocionantes sus tramas y poner en peligro a sus protagonistas (Frigerio, 2000).
En las últimas dos o tres décadas, numerosos libros publicados por editoriales seculares de renombre validaron los milagros católicos (a través de autores como Victor Sueiro, que popularizó la expresión curas sanadores” y ayudó a visibilizar y legitimar la Renovación Carismática Católica) -mientras que sólo las editoriales evangélicas corroboran los milagros evangélicos-. Las distintas apariciones marianas, con su misterioso quebranto del orden natural y sus posteriores curas y eventos portentosos también fueron motivo de varios libros -prodigios que no parecen encontrar, para las editoriales, parangón en ninguna otra religión local-.
Las editoriales seculares también suelen difundir las ideas de los principales gurúes de la Nueva Era y cumplen, sin duda, un rol muy relevante en la popularización de sus propuestas. Semán y Rizo (2013: 80) han resaltado la inconveniencia de deslindar literatura de religión, ya que los libros pueden “ins pirar prácticas, creencias y relaciones con lo sagrado en diferentes ámbitos sociales” y moldear sensibilidades religiosas. A la vez, y en consonancia con lo señalado más arriba, advierten contra una visión demasiado individualizada de la lectura, señalando que “la unidad de análisis de la lectu ra no es el lector enfrentado al libro, solo, sino las redes abiertas y superpuestas que organizan modos de lectura” (p.84).
En un artículo conjunto en que analizan la inesperada masividad actual de la Nueva Era, Semán y Viotti señalan que sus postulados:
... se han proyectado más allá del taller, el grupo o la pequeña institución [más típicos del circuito alternativo de los 80-90s] a objetos y mensajes que tienen circu lación masiva e instauran nuevos formatos de comunidad. Los best-sellers, los pro gramas de televisión y los referentes que predican todos los soportes posibles promueven versiones acotadas pero posibles de lo que ocurría en los formatos para iniciados que llevan adelante prácticas intensas. (2015: 89).
Conclusiones: Visibilización y elogio de la diversidad
En las últimas décadas, las ciencias sociales han ayudado a desmitificar las construcciones nacionalistas que enfatizaban la homogeneidad cultural y étnica de las sociedades latinoamericanas, denunciándolas -además de inexactas- por excluyentes. Sin embargo, cuando se trata de la religión, los académicos parecemos haber contribuido, por el contrario, a fomentar las visiones de homogéneas sociedades “católicas”, brindando un lugar para la diversidad religiosa apenas en las últimas dos o tres décadas, luego del “quiebre” del monopolio católico “tradicional”.
En este trabajo he argumentado que esta perspectiva se basa en una serie de supuestos y énfasis analíticos muy concretos que sobre-enfatizan la hegemonía del monopolio católico en el pasado, midiéndola principal o exclusivamente a través de las identificaciones religiosas y extendiendo este predominio también a la dimensión de las creencias, en un salto lógico cuestionable y tan sólo permitido por los supuestos teóricos subyacentes.25 Se invisibiliza así a la diversidad religiosa, las diversas maneras existentes de concebir a los seres suprahumanos y a las relaciones de los humanos con ellos. Naturalizando el monopolio, y su consiguiente “quiebre” por motivos de índole macrosociológica (advenimiento de la modernidad, etcétera), se invisiblizan también los intentos de regulación muy concretos que se hicieron desde el Estado o desde diversos sectores sociales (periodistas, médicos, sicólogos, sacerdotes católicos) para reprimirlas. Una regulación que sin duda decrece pero que continúa hasta el día de hoy, ya que ciertas identificaciones religiosas siguen implicando costos sociales no menores. La academia también ha contribuido a este proceso de invisibilización asimilando las identificaciones a las creencias, y desplazando a numerosas manifestaciones con dimensiones inequívocamente religiosas hacia terrenos colindantes y menores como el “esoterismo”, el “ocultismo”, el “curanderismo” o la “magia”.
Utilizando referentes teóricos diferentes, argumenté que el monopolio religioso es siempre sobre las creencias legítimas y no sobre el total de las creencias religiosas; que es necesario considerar los distintos niveles de identificación (personal, social y colectiva), ya que tienen disímil relevancia para su visibilización y para la acción social; y que es crucial atender a la regulación de las religiones no católicas, tanto la Estatal como a la social.
Propuse también que es necesario utilizar definiciones de “religión” que no sobre-enfatizaran su sistematicidad e institucionalidad, y que nuestra comprensión de las formas de organización social de la religión está inevitablemente (pero mayormente implícitamente) condicionada por la tipología de inspiración netamente cristiana de Troeltsch que ve a la iglesia, la secta y al misticismo individual como protagonistas excluyentes. De esta manera una gran cantidad de actores, grupos, creencias y prácticas que podrían ser consideradas religiosas pasan desapercibidas muy por debajo de nuestro “radar” analítico.
El énfasis reciente en la “espiritualidad” tampoco remedia del todo la situación porque, por más que permita avizorar modalidades religiosas relevantes y más (pero ciertamente no enteramente) novedosas, parece casi prescindir de la necesidad de grupos sociales de transmisión y socialización proveyendo una imagen infra-socializada de los individuos.
No pretendo ser el primero ni el único en advertir acerca de estos peligros, pero sí creo que resalto de manera novedosa -o al menos muy explícita- la necesidad de ciertos énfasis analíticos diferentes a los que actualmente predominan.26 En primer lugar, propongo que la diferencia entre el “antes” (monopólico) y el “ahora” (pluralista), respecto de la existencia de diversidad religiosa, está siendo sobredimensionada, principalmente por dos motivos: por condicionamientos teóricos respecto de lo que sería la “religión” y por prestarle poca atención al importante papel de la regulación religiosa. Ni antes éramos tan “católicos”, ni ahora somos tan “pluralistas” -aunque es claro que habrá diferencias importantes al respecto entre los distintos países del área-. Siempre hubo mayor diversidad de la que creemos, pero regulada y reprimida en distintos grados desde el Estado y determinados sectores sociales. Actualmente continúa habiendo regulación Estatal y social -esta última, principalmente desatendida por los estudiosos. En segundo lugar, abogo especialmente por los beneficios de una definición principalmente relacional de la religión -que no precisa de determinadas y específicas formas de anclaje social para definirla como tal ni de ciertos grados de sistematicidad o complejidad teológica, así como tampoco de la necesidad de producir identificaciones religiosas. En tercer lugar, propongo que esta definición es especialmente adecuada, por las razones antedichas, para visualizar la existencia de contenidos religiosos producidos y difundidos por fuera de las agrupaciones tradicionalmente definidas como “religiosas”, en grupos lábiles de características múltiples, liderados por agentes -reconocidos como “religiosos” o no- y también a través de los medios de comunicación, la industria cultural y las redes sociales. La presencia de este tipo de grupos y de agentes religiosos no legitimados socialmente (o sólo parcial y localmente, en sus barrios) ha sido generalmente abordada sólo al tratar sobre la “religiosidad popular” -una categoría de la que traté poco en este trabajo por su extrema imprecisión y porque quiero resaltar la relevancia de estos grupos en muchos otros contextos que la exceden, en otras tradiciones religiosas y aún en ámbitos considerados “seculares”-. Mi argumento excede en mucho el ámbito usual de referencia de la “religiosidad popular” -y hasta abogaría por el abandono de este concepto que confunde mucho más de lo que contribuye al análisis-. En cuarto lugar, si bien es muy probable que el nivel de autonomía religiosa en el mundo contemporáneo sea mayor que nunca, el grado en que las instituciones religiosas lograban controlar las relaciones de sus fieles con los seres suprahumanos en el pasado era bien menor del que estamos tomando como paradigmático. La distinción tajante entre el “antes” de conciencias monopolizadas por la Iglesia y el “ahora” de individuos “creyentes a su manera” estereotipa en exceso ambas situaciones y obvia -repito- el rol de la regulación religiosa que exigía, en el pasado, un acatamiento formal y público que no llegaba necesariamente a afectar las relaciones íntimas de los individuos con el mundo sobre o supranatural. Debemos cuestionar con mayor convicción -si es que acaso lo hacemos- la prevalente construcción académica de los individuos eclesiásticamente sobre-socializados del pasado y los infra-socializados y excesivamente autónomos del presente -o la presunción naturalizada, que sabemos errónea, de que los tipos ideales reflejan exactamente el estado de las cosas-.
La diversidad, propongo entonces, no está en la cantidad de denominaciones o iglesias o religiones diferentes que pueda haber, ni tampoco en la cantidad de personas que se identifican con ellas -ni en la cantidad de denominaciones que puedan efectivamente crear identificaciones religiosas durables o sostenidas-. Está, más bien, en la cantidad de diferentes seres suprahumanos postulados y en las múltiples maneras de relacionarse con ellos, en las numerosas y complejas reinterpretaciones de sus principales atributos, en la cantidad casi ilimitada de grupos lábiles de todo tipo que las crean y que transmiten los símbolos que los representan y las heterogéneas maneras de comprenderlos.
Estos grupos, y los significados, prácticas y símbolos que propician no son socialmente irrelevantes porque no se traducen en identificaciones que puedan llevar al conteo masivo de individuos. Que no aparezcan necesariamente en estudios cuantitativos no quiere decir que no existan, ya que no solamente los números reflejan adecuadamente la relevancia o lo ubicuidad de determinadas concepciones y comportamientos. Lejos de ser socialmente desdeñables por no poder cuantificarse según nuestras técnicas de investigación usuales, estas múltiples visiones de las maneras de relacionarse con los seres suprahumanos tienen complejas repercusiones sobre concepciones nativas acerca de la salud, la justicia, las relaciones de género, la política, las relaciones con el poder y los poderosos, la conflictividad o solidaridad en los lazos sociales, etc. De la misma manera que son múltiples las formas en que nos relacionamos con seres suprahumanos, también lo son las maneras en que estas relaciones afectan las distintas dimensiones de nuestra existencia, mucho más allá de las consideradas (apenas) como “religiosas”.