Introducción
En este texto trataré el problema de la conversión a diferentes religiones, que quizás se entendería mejor con el término más extenso de “movilidad religiosa”, porque permite abarcar un mayor número de manifestaciones del campo religioso que requieren de una especificidad particular para su análisis y comprensión. Comienzo con una revisión de cómo se ha estudiado el tema del cambio de una religión a otra por parte de los sujetos sociales. Después abordaré las formas discursivas y los testimonios que da el creyente sobre su situación personal frente a la congregación y ante la divinidad; mostraré cómo en estos discursos los relatos de conversión son una parte vital. Señalaré también los aspectos de la vida comunitaria que contribuyen a dar forma a la vida del adepto que ingresa a diferentes iglesias. Posteriormente, discutiré el tipo de movilidad religiosa que puede ser entendida como la “carrera” del buscador espiritual, el cual dedica su vida a experimentar diferentes manifestaciones de lo divino, lo que puede implicar cambios a diversos credos y agrupaciones religiosas. Luego trataré el difícil problema de la apostasía, o sea, el rechazo activo de las creencias religiosas que antes se defendían, en una postura que implica o el rechazo a toda asociación con lo sagrado o el retorno a una religión anterior. El esquema de la apostasía se relacionará posteriormente con un modelo generacional de creyentes. Expondré brevemente la situación de la práctica simultánea de dos o más sistemas religiosos. En seguida considero la influencia de la familia y del matrimonio en esta cuestión. Por último, en una conclusión breve, trataré de sintetizar el modelo de cambio religioso aquí expuesto.
Este estudio está basado en mi investigación sobre las Iglesias pentecostales de México, en contextos muy diversos. Llevo ya muchos años estudiando estos grupos, aunque no son el único tipo de asociación religiosa a la que le he puesto atención. También he trabajado con Testigos de Jehová, peregrinaciones católicas y religiosidad indígena. Pero entre los pentecostales creo observar algo que he podido nombrar exactamente, y que siempre me incentiva para tratar de entender su fascinante diversidad. El modelo de conversión y movilidad religiosa se basa sobre todo en mis estudios de las asociaciones religiosas pentecostales, no obstante estoy seguro de que este acercamiento puede ser utilizado por investigadores que tratan de entender otras religiosidades. El modelo presentado tiene características comunes a muchas minorías religiosas, ya que los creyentes individuales no limitan sus experiencias a lo que dictan las reglas de una agrupación religiosa particular.
Formas de estudiar este tipo de cambio religioso
El término “conversión” ha llegado a ser uno de los conceptos de mucho uso que van diversificando sus significados y haciéndose ambiguos. Se debe preguntar para qué sirve realmente. La conversión a nuevas creencias es una temática apasionante, pero es todo un problema definir este tipo de experiencias religiosas. Para los conversos, una definición básica del término implica un suceso que cambia la vida, orientado hacia Dios, y que lleva a abandonar las vivencias anteriores para buscar nuevos rumbos. El creyente podría añadir que la conversión no puede ser comprendida fácilmente por la razón, y que los intentos del científico por clasificar y sistematizar van a fracasar, porque el ámbito de lo espiritual le está negado.
Como señalan Rambo (1996) y Prat (1997), la mayor parte de los investigadores no han tenido experiencias de este tipo, con honorables excepciones, como Evans Pritchard y Victor Turner, quienes se convirtieron al catolicismo en su edad adulta; y Roger Bastide, François Laplantine y Benetta Jules Rosette, quienes se convirtieron a las religiones derivadas de las tradiciones africanas que estudiaban. Y después de todo, quizá estos críticos tienen razón, no sólo por la racionalidad limitante de los científicos, sino también porque el término “conversión” ya tiene demasiados significados y usos. Es hora de buscar conceptos viables para el sociólogo o antropólogo de la religión. Propongo el de “movilidad religiosa” para designar las formas de cambio de adscripción religiosas diversas; pero, además, encuentro útil emplear el término “conversión” para referirnos sobre todo al discurso de los creyentes que se refiere al cambio de vida con una modificación drástica desde la nueva fe.
Veamos, entonces, cuáles han sido los usos que se han dado al concepto de conversión en las ciencias sociales.
Un número importante de autores han considerado la conversión religiosa a partir de los factores sociales que la propician. En antropología, esta orientación se ha vinculado sobre todo al estudio de los movimientos del milenarismo y mesianismo. Vittorio Lanternari (1951 y 1974) consideró que el desarrollo de este tipo de movimientos estaba relacionado con el contexto del colonialismo y dominación de los pueblos del Tercer Mundo. Una perspectiva parecida fue aplicada por Worsley (1980) en su conocido estudio sobre los cultos cargo de Melanesia. Periera de Queiroz (1980), al analizar los mesianismos en Pernambuco, Brasil, argumentaba que éstos se daban por la anomia social causada por la gran pobreza y desorganización, así como por el cambio que afectaba a los estratos más marginados. Entre los autores de trabajos sociológicos clásicos que influyeron esta perspectiva teórica está Weber (1974), en sus trabajos sobre la religión de los menos privilegiados; y el estudio de Engels (1971) sobre las guerras campesinas en Alemania, donde el descontento político y la explotación se tradujo en la adhesión a algunos movimientos religiosos. Hobsbawm (1974) aplicó hábilmente las ideas de Engels en un ensayo sobre la conversión de los obreros ingleses al metodismo en Inglaterra. Lewis (1971) intentó retomar esta orientación en los cultos de posesión y consideró que la recepción de espíritus, así como de seres extraordinarios y poderosos, se daba con más frecuencia entre los sectores subordinados de la sociedad, como las mujeres y los marginados que participan en ritos que los liberaban espiritualmente de su condición de subordinación.
Este enfoque fue llamado “modelo de la privación”, por considerarse que los conversos son personas o sectores sociales sujetos a una situación de sufrimiento o carencia. Glazier (1986) anota que la teoría de la privación podía explicar el origen de los movimientos religiosos y las primeras conversiones, pero no podía servir para comprender cómo la gente se afilia a asociaciones religiosas ya institucionalizas y reconocidas. Glazier partía de ejemplos que había encontrado en el Caribe, de conversiones a religiones afroamericanas de individuos de clase media que ya gozaban de cierto prestigio, lo cual hizo que las agrupaciones religiosas, como los Rastafari jamaiquinos, obtuvieran mayor aceptación social. Al trabajar con los Rastafaris inmigrantes jamaiquinos en Inglaterra, Cashmore (1983) encontró lo mismo, y también criticó el modelo señalado. Klass (1991) describe cómo el culto al gurú hindú Sai Baba se volvió una religión elitista de prósperos comerciantes de origen asiático en la isla de Trinidad. En sus estudios sobre pentecostales puertorriqueños, tanto Garrison (1976) como Hine (1976) destacaron la conversión de personas que ya tenían reconocimiento en la comunidad local y que en algunos casos incluso ya tenían posiciones relativamente acomodadas dentro de los sectores a los que pertenecían.
Habrá que evaluar cuidadosamente las críticas hechas al modelo de la privación. Es interesante notar que esta crítica surge de autores que publican en inglés y se centran en poblaciones originarias del Caribe. En México, esta orientación se usó con provecho en Díaz (1985) y Giménez (1998). Sin duda, no se puede dejar de lado la causalidad de los factores sociales. En Garma (1987), mostré cómo los conversos a las religiones protestantes y pentecostales en la Sierra Norte de Puebla eran indígenas que enfrentaban la distribución desigual de recursos que permitía a los mestizos detentar el poder político y el control de los recursos económicos más apreciados. Muchos conversos que se adhieren a las nuevas religiones proceden de contextos de marginación o privación, tanto por su pertenencia a sectores subalternos como por factores de vida que han afectado su adaptación a la sociedad mayoritaria.
El problema es que hay individuos que pasan a nuevos credos sin tener estas características. En el caso específico de Iztapalapa, si se resalta exclusivamente la pertenencia a sectores subordinados, sería difícil explicar la situación de individuos que son profesionistas con alta escolaridad y pertenecen a estas agrupaciones. Sin duda, se requiere un modelo de la movilidad religiosa que pueda explicar mejor las diferencias individuales entre los adeptos. Ya Marzal (1989 y 1998) había señalado la importancia de postular modelos multicausales que tomaran en cuenta tanto factores individuales como sociales. El hecho de cambiar de escala, enfatizando más al converso como individuo, mostró la necesidad de un análisis más fino y detallado que exigía tomar en cuenta otros elementos.
Los sociólogos Berger y Luckman (1968) entienden el cambio religioso como una forma de resocialización del individuo. Frente a una crisis profunda, que los autores interpretan en el sentido de la anomia social de Durkheim, la persona intenta reinterpretar su pasado y su sentido del mundo o plausibilidad. Para esto es indispensable que el afectado se reintegre a una nueva comunidad, tal como lo es la agrupación religiosa que reorienta su vida. Para Robert Bellah (1970), la conversión implica una nueva concepción de la realidad, además de estados emotivos subjetivos intensos, lo que el autor estadounidense llama una reestructuración simbólica de la conciencia, que hace referencia a las experiencias familiares, pues pueden cambiar los valores que los padres han inculcado. Lindhom (1980) también destaca que la conversión cambia la relación de la persona con su entorno, pero lo considera un hecho negativo, ya que el nuevo adepto sólo logra regresar a estados de dependencia en sus relaciones con líderes religiosos y dirigentes carismáticos.
Cabe señalar que el interés por la conversión de parte de los investigadores de Estados Unidos e Inglaterra ha disminuido notablemente en los últimos años. Esto puede deberse a que los jóvenes de estos países actualmente están menos abiertos a los cambios en religiosidad y espiritualidad que las personas de las generaciones previas, para quienes era una orientación de vida o por lo menos una preocupación relevante (Collins-Mayo, 2010). El único artículo reciente en inglés sobre el tema, que he podido localizar en revistas especializadas, es de un antropólogo holandés que lleva a cabo investigaciones en América del Sur (Gooren, 2007). En cambio, en México sí se encuentran trabajos recientes de jóvenes investigadores sobre este tema, como es el caso de Mazariegos (2016), por lo cual es evidente que dicha problemática es aún relevante en nuestro contexto social.
La conversión como narrativa vivida
Para nuestros propósitos, vamos a considerar la conversión como un tipo específico de cambio religioso. Esta va ser la orientación que daremos a un tipo de narrativa particular: el llamado “tipo paulino” de conversión. En el Nuevo Testamento, la conversión de Pablo se describe en el libro Hechos de los Apóstoles 9:1-20. Como ciudadano romano, se llamaba primero Saulo y, a partir del martirio de San Esteban se dedicó a la persecución de los cristianos. Pero en el camino a Damasco lo cegó una luz del cielo. Cayó al suelo y escuchó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Esta voz pertenecía a Jesús. Saulo permaneció ciego durante tres días, hasta que un discípulo cristiano llamado Ananías lo sanó por la imposición de manos. A partir de entonces, cambió de nombre, fue bautizado como Pablo y se vuelve cristiano, dedicándose a la prédica. Pablo sufrió un cambio radical que alteró su vida a raíz de su encuentro con ese ser o hecho espiritual transcendental.
El esfuerzo más logrado para definir este proceso está en el libro clásico de William James, Las variedades de la experiencia religiosa. El gran filósofo y psicólogo estadounidense dedica dos capítulos a esta temática. El convertido pasa por un proceso tras el cual las realidades religiosas se vuelven más firmes, destacadas e importantes para el sujeto. El carácter de la persona se transforma, especialmente después de una crisis repentina. Las ideas religiosas, antes periféricas, se vuelven centrales en su conciencia. El escenario de este proceso son sucesos emotivos que llevan al individuo a una situación de crisis que luego supera por su contacto con lo sagrado. James considera que hay personas propensas a la conversión, mientras que otras difícilmente lo llegan a sentir. Algunos grupos fomentan más la conversión que otros, y nuestro autor notó cómo había grupos protestantes que exigían a sus miembros tener este tipo de vivencias para asegurar su salvación (James, 1985).
La conversión paulina es, antes que nada, un modelo narrativo descrito en la Biblia -considerada el texto sagrado por excelencia y la última fuente de revelación por todas las Iglesias cristianas de raíz protestante, incluyendo las asociaciones pentecostales-. Los creyentes de las congregaciones desean que su entrada a la nueva religión siga este modelo, tomado del Nuevo Testamento. Si uno escucha los testimonios de los adeptos (tanto en los servicios públicos como en las entrevistas privadas), una experiencia paulina de conversión es la forma más anhelada y valorada de ingreso. Los conversos que han tenido una experiencia de este tipo no se cansan nunca de expresarla, porque es una muestra de cómo Dios ha escogido personalmente al nuevo creyente. Un elemento importante es encontrar hasta dónde estaban familiarizados los creyentes con el modelo paulino antes de su experiencia de conversión. En los casos que tenemos, todos provienen de un trasfondo cultural católico, así que es muy probable que por lo menos hayan escuchado alguna vez el relato sobre la transformación de Saulo en el apóstol Pablo de Tarso. Cabe destacar que en la catequesis católica este episodio de los Hechos de los Apóstoles no tiene la importancia que sí tiene en las enseñanzas doctrinarias de los grupos evangélicos (como lo apunta claramente James (1985), dado que las agrupaciones cristianas enfatizan entre sí distintas partes de la Biblia.
Sin embargo, esta explicación no me satisface, porque en mis estudios sobre el pentecostalismo indígena en la Sierra Norte de Puebla, también escuché muchos relatos de conversión de tipo paulino de parte de creyentes totonacas que no entendían las lecturas de epístolas en español cuando eran leídas por sacerdotes mestizos. La suya había sido una religiosidad popular sincrética indígena, y conocieron la Biblia cuando la escucharon leída en totonaca en los servicios de su nueva fe (Garma, 1987). Los creyentes, primero tienen una serie de experiencias de vida que marcan su transformación, y posteriormente aprenden a reordenar sus experiencias de vida según lo aprendido de lo acontecido a Pablo.
Como una forma narrativa expresada en un texto sagrado, la historia de San Pablo tiene una estructura lineal, sencilla y comprensible. Tiene un principio (la negación y persecución de la nueva religión), un núcleo de acción donde está el nudo argumentativo (la transformación de vida del pecador), y un desenlace claro (la dedicación completa al apostolado, que culmina en el sacrificio y entrega de la vida propia al Creador). Al pasar a ser miembro de una agrupación evangélica, el creyente busca reordenar las experiencias de su propia vida para que sean aceptables desde las nuevas perspectivas que le ofrece la participación en la congregación. Al aprender un nuevo esquema para darle nueva configuración a lo que ha sido su vida, a lo que es en la actualidad y a lo que podría llegar a ser, el creyente cambia su vida y ya no la entiende de la misma manera.
Antes, sus vivencias no tenían un sentido claro; como sin duda le sucede a la inmensa mayoría de los seres humanos, se vivía la vida tal como venía o como se sentía. Sin embargo, tras la participación en el grupo religioso, las vivencias que se han tenido en el pasado y aquellas del presente y del futuro, ya poseen claramente un argumento y un propósito. Como ya han señalado investigadores que han estudiado la conversión de creyentes evangélicos (aunque también de algunas iglesias denominacionales) desde la perspectiva del discurso (como Peacock, 1984 y 1989; Lawless, 1989; y Stromberg, 1993), estos relatos toman claramente la forma de relatos ordenados y lineales. El investigador familiarizado con ellos no puede dejar de darse cuenta de que estas narraciones se transmitieron para ser escuchadas. Son relatadas en los testimonios de los templos ante los otros creyentes. Además, son platicadas también a los no conversos para dar testimonio de que la propia vida ha sido tocada por la divinidad. Muchas Iglesias incluso imprimen pequeños folletos o grabaciones con experiencias especiales de conversión de sus miembros, destinados a seguidores potenciales.
Escuchar testimonios de conversión en la congregación permite a los miembros nuevos entrar en contacto con los modelos de argumentación de una experiencia religiosa basada en la narrativa paulina, pero ésta ya no es una historia bíblica más, sino un modelo para ordenar las experiencias vividas del mismo individuo. Se llega a seleccionar y ordenar las experiencias de vida según las mismas expectativas de la congregación. Esto se da no simplemente por un deseo de aceptación social, sino más bien porque se cree que el grupo mismo está representando a Dios. Se refuerza así la idea de que es el contacto profundo con lo divino lo que ha reordenado la vida de la persona; también se refuerza la idea de que las relaciones sociales más importantes del individuo han cambiado, porque de ahí en adelante serán destacadas sus interacciones con los otros miembros de la congregación.
Para entender la conversión pentecostal, es indispensable tomar en cuenta la sanación. La superación de la enfermedad y del dolor destaca como el motivo central en la conversión de muchos adeptos. Para los pentecostales, la enfermedad no sólo afecta al cuerpo, sino también al espíritu y el alma. El malestar se da por causa tanto de la enfermedad como del pecado. La regeneración completa es un acto de profunda significación simbólica, pues marca el inicio de la nueva forma de vida del creyente.
La enfermedad es una marca de lo negativo que hay que abandonar. Las experiencias corporales y físicas, tanto de dolor como de castigo, muestran la vulnerabilidad del individuo que es reducido a un simple ente material. La redención sólo puede cumplirse al sobreponerse a esta situación y buscar un nivel transcendental, donde se encuentra una auténtica respuesta. La sanación se da en el nombre de Dios, de Jesús o del Espíritu Santo. Por esto se hace hincapié en el papel de doctores y tipos equivalentes (enfermeros, curanderos, etcétera) cuya intervención tiene límites, porque no logran una auténtica rehabilitación, que sí se obtiene de la divinidad. El gran logro del pentecostalismo es haber descubierto la riqueza que tiene la experiencia del dolor para el ser humano en sus vivencias.
El dolor marca siempre en estos tipos de relatos un “hasta aquí”, un punto donde se hace necesario una modificación drástica. Inaugura en las narraciones el momento de crisis que se vive. Después de la superación de la prueba, la persona debe vivir de otra manera. Hay una revalorización completa del pasado. Ya nada será como antes. La percepción del dolor y de la enfermedad permite entonces marcar un suceso significativo a partir del cual es posible llevar a cabo la reordenación de la propia vida según el nuevo esquema sugerido por la colectividad. La vida en el pecado o en la ignorancia, tiene como resultado el dolor y el sufrimiento. La salvación y el alivio del malestar implican dejar atrás todo lo anterior y comenzar de nuevo. La nueva vida marca una etapa distinta para el adepto.
La enfermedad y las experiencias físicas del cuerpo se asocian con estados religiosos; el dolor tiene muchas manifestaciones (Mcquire, 1996). No se trata simplemente del cuerpo como ente material, sino del individuo completo que, además, percibe el malestar ante el rechazo social, como el que experimenta el preso a causa de los problemas que ocasiona a su familia debido al hecho de estar encarcelado. Se trata también del dolor mental al percibir el sufrimiento del ser amado, como el que siente el padre o la madre al ver gravemente enfermo a uno de sus hijos y sentir que no pueden encontrar los medios para su recuperación.
La conversión por sanación puede ser comprendida también según el modelo del antropólogo Victor Turner basado en la liminalidad y los ritos de paso. Este enfoque es útil en este caso. La enfermedad y el sufrimiento marcan el tiempo de la liminalidad, cuando lo extraordinario puede suceder y el orden de lo cotidiano tiene sus límites. La conversión se produce en este momento de alteridad extrema. Se ha dado una manifestación de lo divino, porque se cree que el milagro se origina en la divinidad. En palabras de los creyentes, en ese momento cambia la vida y se pasa a la nueva fe. En estas narraciones se puede ver claramente las tres etapas descritas por Turner (1980, 1989 y Van Gennep, 1986): una separación de lo cotidiano, una etapa de alteridad y del regreso o reingreso.
Sin embargo, en el caso de los conversos, el regreso se da como el ingreso a una forma de vida nueva. Este es un rito de paso por el que la vida del sujeto se transforma. Prat (1996), al estudiar las narrativas de conversión de jóvenes catalanes a los Hare Krishna, notó también que las mismas se podrían comparar con los ritos de iniciación de los jóvenes a la vida adulta descritos en trabajos antropológicos como los de Turner (1980) y Bateson (1990). El tipo de conversión paulina tiene los elementos de un rito de paso y marca la transformación de una persona incrédula en un creyente adepto. La conversión no se reduce sólo a una experiencia vivida, sino que también contiene una argumentación que toma la forma de una narrativa personal que el creyente expresa para reafirmar su nueva identidad.
Como forma narrativa, el relato de conversión destaca el encuentro con Dios. También aparecen en un plano secundario otros “personajes”. Se pueden ubicar aquellos que impiden o dificultan la sanación. Pero también se incluyen personas que ayudan al futuro converso a encontrar el camino correcto. Puede ser un pariente o amigo que ya conoce la fe verdadera. No es raro que sea una hermana o la madre. También están aquellos que padecen el infortunio, como son los hijos. Ya Rambo (1990) y Prat (1996), entre otros, han destacado la influencia que tienen las relaciones de parentesco en el éxito o fracaso de una conversión. En muchas narraciones los parientes tienen un papel significativo.
Otro motivo de conversión puede ser el sentimiento de que el éxito o la fortuna tendrán o tienen consecuencias negativas que pueden llevar a la perdición. El sentimiento de que el éxito completo sólo provoca inquietud y desasosiego puede ser muy perturbador para algunas personas.
Sin duda, pueden entrar como factores que apoyan la conversión elementos materiales, como el apoyo económico o legal de las agrupaciones eclesiales (para obtener permiso de migración, por ejemplo (Rivera, Hernández y Odgers, 2017), pero estos elementos no suelen mencionarse como el motivo principal del cambio religioso.
En Latinoamérica hay relatos de conversión de sujetos que abandonan una carrera política o en los medios de comunicación, al notar sus efectos negativos sobre el sujeto, como es el contacto con elementos negativos o con adicciones. Después de una crisis personal, la persona busca un nuevo sentido a su vida y lo encuentra en el cambio religioso (Garma, 2004; Rambo, 1996).
Los buscadores espirituales
Un cambio drástico de los modelos para explicar la conversión se dio a raíz de algunos procesos sociales que forzaron el replanteamiento de la cuestión. A finales de los sesenta, los miembros del grupo de rock inglés los Beatles visitaron al gurú hindú Yogi Mahareshi Mahesh en la Indía. El guitarrista George Harrison se convirtió al hinduismo y alabó a Krisna en sus composiciones. Fue emulado por otros músicos populares, como el jalisciense Carlos Santana, quien se volvió discípulo del gurú Sri Chinmoy y cambió su nombre artístico por el de Devadip. Tras estos acontecimientos, el paso a las religiones alternativas llegó a ser parte de la contracultura juvenil. Aunque ya antes algunos intelectuales occidentales, como Arthur Conan Doyle, Walt Whitman y H.D. Thoreau, conocieron creencias esotéricas (Gordon Melton, 1995; Elwood, 1980), fue hasta finales de la década de 1960 cuando la experimentación con nuevos “cultos” religiosos comenzó a ser socialmente significativa. La proliferación de religiones alternativas continuó afectando a sectores con mayor nivel económico y elevada escolaridad (Douglas y Tipton, 1988; Zaretsky y Leone, 1979).
Las nuevas formas de vida religiosa que se desarrollaban al margen de las instituciones clericales, fueron llamadas “nuevos movimientos religiosos” por sociólogos como Campiche (1988). Muchos nuevos creyentes demostraban haber tenido una vida normal antes de adoptar sus nuevas creencias. Algunos incluso seguían llevando una vida normal después de un periodo de contacto con los nuevos movimientos religiosos. Muchos de los supuestos conversos sólo experimentaban con estas agrupaciones durante una etapa particular de su vida, para luego regresar a su cotidianidad (Barker, 1995). ¿Dónde queda, entonces, la explicación del cambio religioso basado en la alteración drástica y permanente de creencias? Sin duda, se da otra forma de movilidad religiosa cuando el sujeto está buscando nuevas formas de espiritualidades o de experiencias religiosas. En este caso, el buscador se aleja del modelo paulino, en cuanto que su transformación religiosa no implica una experiencia única, sino que, más bien, el cambio forma parte de una trayectoria de búsqueda prolongada. Estas personas ya tenían un interés en los asuntos transcendentales, con referencia al ámbito espiritual. Para tales personas, en el cambio de credo lo importante es el viaje en sí mismo, antes que la llegada a la meta. Si bien autores como Dawson, (1990) y Richardson (1985) los llama “conversos activos” que buscan activamente experiencias religiosas o espirituales, creo que es mejor nombrarlos de otra manera. Por lo tanto, considero que es mejor llamarlos “buscadores”, porque reúnen características particulares.
Es común encontrar a creyentes pentecostales que no sólo dejaron el catolicismo, sino, además, llegaron a integrarse a otros grupos religiosos minoritarios por algún tiempo. Este proceso fue parte de su búsqueda espiritual antes de llegar a establecerse en su religión actual. Para la mayor parte de los individuos, esta etapa de movilidad religiosa intensa no es permanente, pero sí hay excepciones. Una joven creyente evangélica me comentó que este tipo de personas eran como chapulines, “porque andan saltando de una religión a otra a cada rato”. Me dijo que no eran bien vistos, porque eran gente inestable, sin madurez espiritual. Inmediatamente me señaló quiénes eran esas personas dentro de la congregación. En una reunión para dirigentes, un joven pastor me comentó:
... les decimos que sufren de la enfermedad del sapo, porque se la pasan brincando de un charco a otro. En el fondo son personas egoístas, porque no se preocupan por la congregación o la Iglesia. (Nótese cómo se usan metáforas de animales para nombrarlos).
Como investigador, soy más tolerante con quienes han decidido que su carrera dentro del cosmos religioso es ser un “viajero continuo”. Estas personas buscan siempre nuevas experiencias de lo transcendental y lo sagrado. Cuando una religión se les vuelve rutinaria y su forma de encontrar a la divinidad se vuelve demasiado previsible, salen en busca de nuevas experiencias que les mostrarán otras formas de conocer los múltiples rostros de lo sacro. Cuando supe de los “chapulines” o “sapitos”, no pude dejar de sentir cierta simpatía por ellos, dado que su situación no es tan diferente de la de los antropólogos, que también estudian otras culturas para conocerlas. Esta metáfora permite entender un punto especial. Con honrosas excepciones, los antropólogos realmente no nos integramos a las culturas que estudiamos. Después del trabajo de campo, regresamos al cubículo o a nuestro lugar de trabajo cotidiano. Así también, habrá sospechas en las congregaciones aun cuando los “chapulines” realmente se sienten comprometidos con la colectividad, o si sólo están allí por un tiempo, esperando el momento de irse para tener nuevas experiencias en el ámbito infinito de la relación entre lo humano y lo transcendental. Marzal (1998) también ha descrito este sentimiento de la búsqueda como “encuentro personal con Dios”.
El paso por religiones diferentes constituye, entonces, otra forma de movilidad religiosa que no se destaca en las narrativas o historias de vida más que como un tema secundario. El haber conocido otras religiones es considerado como un error del futuro creyente. Es una parte más de su vida anterior que debe ser separada de su etapa actual. Hay personas que ven su participación en otra religión de una manera más negativa. Esto lo he percibido en aquellos que han tenido una relación muy cercana con el espiritualismo, una religión considerada como negativa por el pentecostalismo. La esposa de uno de los diáconos de un templo en Iztapalapa me confió que había sido espiritualista trinitaria mariana. En la actualidad, ya podía hablar en lenguas y era un miembro reconocido de la congregación. Al escuchar su testimonio sobre su conversión en el templo, noté con interés que no mencionaba sus experiencias con el espiritualismo. Hablaba como si hubiera pasado directamente del catolicismo al pentecostalismo. Su paso por el espiritualismo lo consideraba demasiado negativo como para poder tan siquiera verbalizarlo como una experiencia negativa del pasado. De aquí su silencio acerca de sus experiencias pasadas estigmatizadas.
Sin embargo, también he encontrado otro tipo de discursos sobre el paso por diferentes religiones. Se habla entonces de una especie de conversión múltiple como vía de conocimiento para llegar al destino correcto. En este caso, el individuo destaca que sabe que está en la religión correcta, porque tuvo experiencias con otras iglesias y credos. Formó parte de ellos y conoció sus errores desde adentro. Ahora tiene la certeza de conocer la verdad. Así lo expresó con claridad un predicador de la Asamblea de Dios, quien me dijo que había transitado por varias iglesias protestantes históricas y por los Testigos de Jehová. Encontré que la justificación de la movilidad religiosa anterior ya vivida se daba más entre los cuadros superiores de los templos. Se supone que uno está ante un creyente maduro que ya ha tenido muchas experiencias con diversas religiones. En estos tipos de testimonios queda claro que la etapa de búsqueda ha terminado. El creyente ya ha descubierto la mejor manera de encontrar a Dios y de comunicarse con él, y afirma que ya no cambiará más. Una vez comprobada directamente la falsedad de las demás religiones, no es necesario volver a repetir dichas vivencias. En este tipo de narrativas se muestra que se puede obtener conocimiento del contacto con religiones inferiores, pero este conocimiento reafirma la falsedad de los credos religiosos equivocados.
Los apóstatas y el cambio generacional
Consideramos ahora otro tipo de movilidad religiosa: el camino que sigue el creyente que se convierte en apóstata o hereje. Esto se refiere al individuo que, habiendo pertenecido a la verdadera religión, ahora la abandona por completo. Puede irse a otra religión, volviéndose un hereje, un ser que se desvía de las supuestas verdades religiosas. También puede renunciar a toda creencia religiosa. El individuo llega a pensar que todas religiones son igualmente falsas. Ya no cree en nada. Es un ateo y es posible que haya pasado a la apostasía. Ambas figuras aparecen en las congregaciones, pero no siempre coinciden.
Pike (1986) señala que el apóstata es aquel que abandona su religión por voluntad propia. El caso histórico más famoso es el del emperador romano Juliano, quien, habiendo sido educado como cristiano, volvió al paganismo para perseguir a los adeptos de su fe anterior. Durante la época colonial temprana, la Iglesia Católica castigó severamente la apostasía de los indígenas, llegando incluso a consentir que fueran condenados a muerte algunos caciques nobles acusados de intentar reimplantar sus antiguos ritos y creencias, como lo muestran Aguirre Beltrán (1980) y Reyes (1983). En las epístolas de Pablo a los Romanos y a Timoteo, hay referencias al peligro de la apostasía.
La apostasía no es simplemente una posición teológica; es, además, un acto de agresión y ataque a la religión verdadera. Una persona puede abandonar la Iglesia e incluso renunciar a sus creencias, pero puede salir de la congregación con respeto y sin atacarla. Quizá, incluso, ya no cree en nada, pero no agrede a la institución. Se espera que algún día dicha persona pueda regresar. En la Iglesia Apostólica, este tipo de ex creyentes son llamados “caídos” y se espera su retorno. Pero el apóstata, por sus actos, “ha quemado todas las naves” y deja claro que la reconciliación ya no es posible. El apóstata inevitablemente cae en la herejía, porque sus ataques y agresiones muestran su rechazo de la fe verdadera.
No es fácil obtener información sobre este tipo de personas. Este es otro de los puntos donde el discurso religioso oficial produce un silencio. Resulta incómodo hablar de aquellas personas que, habiendo conocido la fe, sin embargo, la dejan. Fueron miembros de la congregación y anteriormente habían sido hermanos de los mismos. No pocas veces se trata de miembros de la misma familia, o fueron amigos y conocidos. Para el creyente, estas personas escogieron un camino equivocado. A pesar de todo, siempre hay la esperanza de que algún día volverán a integrarse. La actitud hacia ellos no es la de un rechazo directo; más bien predomina un sentimiento de lamento y pesar, porque se sabe que fueron una vez creyentes. Se espera que algún día puedan arrepentirse de sus pecados, reconociendo su error. Como me dijo un pastor de la Iglesia Apostólica, estas personas tienen “un alma que podría ser recuperada para Dios. La Iglesia fue su hogar y siempre lo será. Pueden volver cuando quieran”.
El autor que más ha trabajado el problema de los apóstatas en las religiones minoritarias de México es Kurt Bowen, en un libro titulado Evangelism and Apostasy, the evolution and impact of Evangelicals in Modern Mexico (Bowen, 1996). El sociólogo canadiense considera que la mayor parte de los conversos evangélicos en México no permanecen en ellas. Al comentar el libro de Bowen con el teólogo y sociólogo protestante Luis Scott, quien fue profesor del principal seminario protestante de la Ciudad de México, me comentó que discrepaba de las afirmaciones del libro, porque en los datos que aporta no se marca la diferencia entre protestantes, pentecostales y adventistas de Séptimo Día, ni se menciona cuáles fueron específicamente las iglesias estudiadas. Por otra parte, no todas las personas que abandonan una congregación pueden clasificarse de igual modo y, sobre este punto, el citado autor no fue suficientemente claro. Estoy seguro de que, para un pentecostal, una persona que abandona su iglesia para ir a otro templo pentecostal o a alguna iglesia protestante histórica, como la bautista o metodista, no es apóstata o hereje. Sigue siendo un hermano. En cambio, aquellas personas que abandonan una iglesia pentecostal para volverse espiritualistas o esotéricos, sí están fuera del cristianismo. No hay un consenso claro sobre el paso al mormonismo, porque por lo menos son tolerantes con las otras asociaciones, aunque sus creencias son muy diferentes. En cambio, el Testigo de Jehová suele ser agresivo con respecto a otras agrupaciones, por lo cual es muy probable que se vuelva un apóstata.
Cabe señalar que la movilidad de creyentes es amplia y fácil de comprobar. Los adeptos cambian porque no les gusta el pastor nuevo, o porque se disgustaron con el anterior. También puede ser que se acabe de abrir un nuevo templo más cerca de la casa, y la ida al templo que se frecuentaba antes implica muchas noches esperando transporte en la oscuridad; una creyente explicó así su cambio de un templo a otro. Aparte está la cuestión de la trayectoria de personas que se van a religiones consideradas separadas de la tradición pentecostal o protestante. Esta es la situación de los creyentes pentecostales que, al no poder hablar en lenguas, han optado por visitar a los Testigos de Jehová. Otro factor de movilidad religiosa puede ser el prestigio. Un pastor pentecostal me comentó que había perdido a algunos adeptos de mayores ingresos, que se fueron con los mormones por considerar que sus centros, bien construidos y organizados, dan la impresión de un mayor bienestar material.
En cambio, el regreso al catolicismo es muy raro, por lo menos en las áreas urbanas que estudié. Es posible que en comunidades indígenas haya creyentes pentecostales que retornan al catolicismo sincrético, pero no conocí casos de este tipo en la Sierra Norte de Puebla. En una reunión de pastores y diáconos de la Iglesia Apostólica pregunté sobre la situación religiosa de aquellos que optarían por volver al catolicismo, luego de haber sido miembros de una iglesia pentecostal o protestante. Se produjo enseguida una discusión polémica acalorada. “Ellos serían hermanos separados, solamente, porque después de todo el catolicismo también es una forma de cristianismo”, argumentaban unos cuantos dirigentes con perspectiva más ecuménica, pero la mayoría no estuvo de acuerdo. “El retorno al catolicismo no puede ser más que el retorno a la idolatría, y este acto se describe claramente en las epístolas de Pablo como un acto de apostasía”, señalaban enfáticamente. Para ellos, este acto implicaba no sólo una renuncia a la verdadera religión, sino también una agresión ofensiva para la congregación. Por su misma gravedad, hubo consenso en torno a que el retorno al catolicismo de un creyente evangélico era muy raro. Una diaconisa me comentó sobre una muchacha “cristiana” que se casó con un hombre católico, quien la forzó a renunciar a su religión obligándola a casarse frente a un sacerdote. “Después se divorció de ese hombre, pero ya no pudo o no quiso volver a la iglesia evangélica”, me señaló.
Un elemento destacado en la problemática de la apostasía es el papel de la segunda generación que ya nació protestante. Estos son los hijos de los conversos. Son individuos que fueron socializados en la institución religiosa y ésta ha invertido esfuerzos en su socialización. De niños fueron a la escuela dominical. Asistieron a los servicios con sus padres y quizá ya han manifestado alguno de los dones otorgados por el Espíritu Santo. Los miembros de la congregación esperan que crezcan para que, ya adultos, pasen a ocupar los puestos más importantes. Los mandos superiores de las Iglesias pentecostales tienen una preferencia clara hacia los candidatos a pastores que son hijos de familias de conversos, pero a pesar de todo esto, hay individuos de segunda generación que abandonan todo para volverse apóstatas o separarse de la religión de sus padres. Bowen (1996) da la cifra de 40% para los apóstatas de los hijos de segunda generación de padres confesos. De ser cierta, la cifra es muy alta. Sin embargo, cuando discutí estos datos con los pastores y diáconos de la Iglesia Apostólica, me dijeron que dicha cifra era muy exagerada, y que para ellos era necesario separar a los apóstatas “auténticos” de aquellos que sólo eran “caídos” o hermanos separados que podrían volver.
Existe un dicho conocido en el medio evangélico, según el cual “hijo de pastor, lo peor”. Llama la atención que el problema de la apostasía se vincule precisamente a los hijos de los pastores. Los hijos de conversos pueden tener problemas de adaptación a la sociedad mayoritaria. Desconocen experiencias comunes al resto de la población, como las fiestas y los bailes considerados mundanos. Los padres conversos, por lo menos conocían estas experiencias de primera mano y habían renunciado a ellas después de haberlas vivido. Pero sus descendientes nunca tuvieron esas experiencias, por lo cual ahora son atraídos por ellas, a pesar de que les están prohibidas. No se podría aplicar esto a todos los hijos de conversos, pero ciertamente en la casa de un pastor o predicador las normas religiosas deben ser cumplidas de una manera muy estricta.
Los problemas pueden darse por la discrepancia entre la norma ideal que los preceptos religiosos exigen y las acciones reales, que no siempre corresponden a lo que señalan los sistemas de reglas que deben regir la conducta concreta. Sin duda, hay personas que viven las contradicciones entre la religión que aprendieron de manera muy estricta y la normatividad mucho más laxa que existe fuera de la colectividad en la que crecieron (Garma, 2004).
Cabe señalar que un número cada vez mayor de evangélicos, protestantes y pentecostales nacen ya dentro de la minoría religiosa. Estos son creyentes de segunda y tercera generación. Estas personas tuvieron padres y hasta abuelos protestantes. Su número va aumentar en los años venideros (Bowen, 1996; Larsen, 1993). La identidad derivada de la pertenencia a una minoría religiosa también puede verse afectada si esta afiliación no es el resultado de una decisión personal (Vázquez,1991). Es necesario considerar hasta qué grado se mantienen las aspiraciones y proyectos de vida en los creyentes de segunda y tercera generación, comparados con los que profesaban sus progenitores, que fueron conversos. Durante una plática que tuve con un grupo de pastores y predicadores de la Iglesia Apostólica en un centro educativo de la ciudad de México, encontré que sobre este punto había una clara preocupación por el camino que tomarían sus hijos. Un pastor me dijo: “Hay que reconocer que la organización es buena, pero nosotros sólo somos humanos”.
Los creyentes de segunda y tercera generación tienen varias opciones de proyectos de vida que pueden asumir. Básicamente son las siguientes:
Ascenso y afianzamiento en la institución religiosa en la que se ha nacido. En estos casos, los creyentes que son hijos de conversos aceptan completamente las creencias y proyectos de vida de sus padres. Con frecuencia ellos han tenido cierta movilidad social, lo cual justifica a los ojos de su familia la afiliación religiosa por la cual se ha optado. Al participar plenamente en la vida religiosa desde su infancia, el creyente puede incluso decidir tener una participación más plena y comprometida que la de sus progenitores. Personas de estas características pueden desempeñarse con cierto éxito en posiciones destacadas de la Iglesia como pastores y diáconos. Además, refuerzan y apoyan la profesionalización de la clerecía, al darle elementos de una escolaridad más alta y de mayor preparación (Gaxiola, 1994).
Cambio religioso a otra fe o iglesia. Los hijos de los conversos encuentran incongruencias entre su forma de vida y los proyectos y aspiraciones de sus padres. Una posibilidad es que los conversos sufran un estancamiento o descenso económico que afecta sus expectativas de progreso, lo cual fue alentado por el cambio religioso. Otro factor que incide aquí es la permanencia de conductas y valores que no corresponden a los que son profesados como ideales por la religión adoptada.Un factor contrario, pero que también propicia el cambio religioso, es la búsqueda de experiencias religiosas novedosas durante ciertas etapas de vida del individuo. Una problemática importante es la afiliación a nuevas religiones. Si bien es común comprobar la frecuencia de los casos de personas que han hecho varios cambios de religión en su vida, se requieren datos más precisos sobre la relación generacional que existe entre este fenómeno y la pertenencia a una institución de creencia.
Pérdida de la afiliación y rechazo de la fe. Las estadísticas censales muestran un aumento constante de personas que no profesan una creencia religiosa. La distribución de esta población es notable, ya que coincide en varios estados con una población no católica importante (como en Chiapas, Veracruz, Tabasco, el Distrito Federal y el estado de México), (Larsen, 1993). Este fenómeno todavía ha sido poco estudiado, fuera de la investigación de Bowen (1996) sobre la apostasía. Es muy posible que algunos hijos de conversos pierdan interés en afiliarse a cualquier religión, aunque también hay evidencias de la incidencia de otros factores no religiosos. El ateísmo puede estar relacionado con ciertos estratos de alta escolaridad, cuya visión del mundo favorece esta orientación, como son los científicos y técnicos altamente especializados (Mora, 2017). Según diversos autores (Wuthnow, 1989; Barker, 1989; Gutierrez Zuñiga, 1996 y; Hervieu Léger 2004), en sociedades muy diversas hay una tendencia a que los miembros de estos sectores busquen ideologías alternativas a las religiones institucionales, las cuales puedan reemplazar las funciones vivenciales que anteriormente les proporcionaba la afiliación a los credos tradicionales. Sin embargo, la relación entre la alta escolaridad y la apostasía o el ateísmo no es directa ni completa. Hay individuos con alta escolaridad que permanecen en las Iglesias, mientras que para otros la escolaridad sí se vincula con un abandono de la participación religiosa. Este punto específico depende de factores individuales que ameritan estudios de mayor profundidad.
Cohabitación de las religiones y afiliación por parentesco
Como han señalado algunos autores como Rostas y Droogers, (1993), Bouddewinjse, Droogers y Kamsteeg, (1991), en los sectores populares latinoamericanos la movilidad religiosa puede ser muy intensa. Una forma de movilidad que se encuentra en estos estratos es la de pertenecer a dos religiones al mismo tiempo (y excepcionalmente pueden ser más). Esto es algo que no es aceptado por las autoridades de las religiones institucionales, las cuales condenan este tipo de coparticipación de formas religiosas. Con frecuencia se pertenece a una religión oficial que tiene cierta legitimidad social, a la vez que se realizan también prácticas más heterodoxas en otra forma de religiosidad popular. Además, hay ciertas religiones que se pueden combinar de esta manera. Un ejemplo: el catolicismo puede combinarse con las diversas formas de tradiciones de origen afroamericano como son el candomble, la umbanda y la santería yoruba, como señalan Bastide (1969), Brandao (1987) y Juárez (2014). De modo semejante, es posible combinar el catolicismo con el espiritualismo y el culto a la Santa Muerte (Ortiz, 2008; Garma y García, 2015). Sin embargo, los dirigentes de estas religiosidades sí suelen tener clara conciencia de que están separados de la religión institucionalizada de origen, y reconocen que sus prácticas se sitúan dentro de un linaje distinto, e incluso saben que dichas prácticas son proscritas por los sacerdotes y ministros de culto católicos y protestantes. Como señala Gutiérrez Zúñiga (1994), constituyen un caso particular los adeptos a nuevos movimientos religiosos que intentan combinar varias expresiones espirituales simultáneamente con un sentido de cierto utilitarismo (“si funciona, úsalo”), actividad que también es rechazada por las autoridades religiosas ya mencionadas (Rivera Carrera, 1998). A esta forma de movilidad religiosa la llamaremos “cohabitación de religiones”.
Consideremos, por último, la conversión por parentesco. En este caso, una persona cambia de religión al hacerlo también su familia o al contraer matrimonio con una persona de otro credo. Como señala Meyer (1987), esta figura se puede comprender por analogía con el caso de Ruth descrito en el Antiguo Testamento, en el libro del mismo nombre. Ruth es una mujer pagana que se casa con un varón hebreo que vive con su madre. Al morir su marido, su nuera Noemí le permite regresar a su tierra, pero Ruth le responde con una frase que aun es usada en muchas bodas evangélicas y cristianas: “a donde vayas, yo voy, donde vivas, yo viviré, tu pueblo es mi pueblo y tu Dios es mi Dios”. Los casos en los que el cónyuge adopta la religión de su pareja se producen sobre todo de parte de las esposas, por lo menos en el medio latinoamericano y mediterráneo. No es usual que un hombre cambie de religión por su esposa, y, en cambio, es mucho más probable que lo haga por su madre (Garma, 2004). Por este motivo, en las iglesias se enfatiza tanto la ventaja de que el matrimonio sea entre personas de la misma fe. Se señala así la utilidad de que “el yugo sea del mismo peso”, según lo señalado en una epístola del apóstol Pablo. El ritual conyugal puede ser así un evento propicio para lograr el paso a un nuevo credo. En los casos de segundas nupcias, los hijos también pueden ser reubicados, particularmente si son muy jóvenes. En todo caso, esta afiliación por parentesco sí puede considerarse como una conversión al estilo de Ruth, como lo señala Meyer (1987). También Rambo (1996) menciona la importancia de parientes cercanos como sujetos que favorecen el cambio de religión.
Conclusión
En el Evangelio de Juan hay una referencia conocida según la cual en la casa del Señor hay muchas mansiones que están esperando a los creyentes (Juan 14, 1-6). Utilizamos esta figura narrativa para exponer nuestro de modelo de movilidad religiosa. La mayoría de las personas en nuestra sociedad conocen una sola morada de la habitación. En otras palabras, nacen, viven y mueren en una misma fe. El converso ha pasado de un cuarto a otro, ha conocido otra relación con la divinidad, distinta de su religión de cuna. Algunos creyentes intentan estar en dos habitaciones a la vez y mantienen la cohabitación entre distintos sistemas de fe simultáneamente. Para los buscadores, lo interesante es conocer las diferentes moradas sin quedarse en una sola durante demasiado tiempo. Pero son los apóstatas los que han decidido que es posible vivir completamente fuera de la casa, abandonando todo contacto con el entorno divino.
Para finalizar, anotemos los distintos tipos de conducta y creencias religiosas que pueden ser agrupados bajo el término de “movilidad religiosa”. La forma de conversión paulina sería claramente una de sus expresiones, pero no la única. Cabe destacar aquí que el elemento sobresaliente es la elaboración de un tipo de discurso que subraya el cambio radical en la existencia de un individuo. Esto implica una reelaboración de la historia de vida. Debo señalar que, cuando hablé con pastores y diáconos de la Iglesia Apostólica en Cristo Jesús, todos estuvieron de acuerdo en que esta era la única forma verdadera de conversión, y que las otras formas de conducta religiosa deberían tener otro nombre.
Pero también podemos registrar el desplazamiento espiritual de los buscadores espirituales. Este desplazamiento puede considerarse como una etapa específica de la vida o puede asumirse como una condición permanente del viajero espiritual, ya que para algunos las Iglesias vendrían a ser sólo una estación de tránsito, mientras que otros han decidido que ya es imposible dejar de andar por el camino que se ha escogido bajo la forma de un movimiento sin un destino específico. Por esta razón, De la Torre (2011) los denomina “creyentes nómadas”.
También hay que tomar en cuenta a las personas que practican simultáneamente más de una religión, esto es, las que practican una especie de cohabitación de creencias. Aunque esta no haya sido su situación original, una vez lograda la práctica simultánea de varias religiones por parte de un creyente, dicha situación puede subsistir por mucho tiempo. También este caso puede incluirse claramente entre las formas de movilidad religiosa.
Es necesario incluir también bajo la rúbrica de la movilidad a aquellos que, habiendo sido alguna vez miembros de una determinada religión, ahora forman parte del sector al cual se refiere Eco (1997) cuando se pregunta: ¿en qué creen los que no creen? Se trata de aquellas personas que, no sólo se separan de las agrupaciones religiosas, sino que también manifiestan abiertamente una posición activa y militante contra la institución que han abandonado. Tal sería el caso del hermano separado que se pasa a la apostasía. Se podría preguntar si es útil relacionar la apostasía con la conversión, pero este tipo de vinculación aparece claramente en muchos autores como Prat (1997) y Bowen (1995), los cuales afirman que es necesario considerar no sólo la entrada, sino también la salida de las personas para entender la dinámica completa de los grupos religiosos. Es claro que la salida y la apostasía son también formas de movilidad religiosa, pero son formas muy diferentes de la que hemos llamado “conversión paulina”.
Encuentro útil el uso de la expresión “movilidad religiosa” para registrar las distinciones que los mismos creyentes perciben en las diferentes modalidades de afiliación a los grupos religiosos y de desafiliación de los mismos. Cabe señalar, a este respecto, que el modelo de “movilidad religiosa” ya ha sido utilizado con provecho en investigaciones sobre expresiones religiosas incluso externas al ámbito pentecostal, como es el caso de la santería afrocubana (Juárez, 2014) entre creyentes urbanos de la colonia Ajusco del Distrito Federal (Suárez, 2015); en iglesias protestantes denominacionales del Bajío (Mazariegos, 2016); entre jóvenes presbiterianos de los Altos de Chiapas (Corpus, 2011); en los círculos de mujeres de la zona metropolitana (Ramírez, 2017) y entre personas sin religión en la ciudad de México y áreas rurales (Mora, 2017). Esto muestra que el concepto sí puede ser utilizado en contextos muy diferentes.
Los modelos que utiliza la ciencia tienen el propósito de organizar, sintetizar los datos y ofrecer explicaciones de la realidad. Están destinados a ser discutidos y criticados. Esperemos que la propuesta aquí presentada sirva para este propósito. Pero también consideramos que los trabajos sobre el pluralismo religioso son útiles para comprender mejor la realidad en el contexto de la gran diversidad religiosa que se ha desarrollado en los ámbitos globales, regionales y locales. Y pensamos que la documentación y comprensión de esta situación de pluralidad cultural y religiosa, pueden contribuir a una mejor convivencia entre los miembros de nuestras sociedades contemporáneas, sobre la base de la tolerancia y de la coexistencia pacífica y respetuosa entre diferentes credos y prácticas religiosas.