Introducción: el desastre como una construcción social
La combinación de las variables antrópicas y naturales genera el potencial para escenarios de desastre: una construcción social (Garza Salinas 2004) favorecida por una concurrencia particular (Zepeda y González 2001, 7) de múltiples elementos e interacciones que deconstruyen el sistema social, lo que puede ocurrir en cualquier parte y generar grados significativos de vulnerabilidad: “La mayoría de la gente de todo el mundo es vulnerable a los eventos adversos en algún grado […] y ningún país en ninguna parte será inmune a los efectos de largo plazo del cambio climático” (PNUD 2014, 3). Los desastres no son eventos fortuitos; por el contrario, obedecen a situaciones construidas donde se fusionan acontecimientos naturales, condicionamientos físicos y sociales y sistemas de protección civil inexistentes o desfasados, por lo que el grado de impacto del desastre es directamente proporcional al grado de vulnerabilidad alcanzado por el sistema social afectado, es decir, el “potencial de sufrir daños o pérdidas […] debido a factores físicos, sociales, económicos y ambientales” (Worldwatch Institute 2007, 225).
Garza Salinas (2004, 111) señala que en la construcción social del desastre, interactúan dos variables antrópicas: condiciones socioeconómicas (educación, infraestructura, tecnología, calidad de los servicios, etc.) y sistemas sociopolíticos (mecanismos de organización, comunicación y acuerdos entre el Estado y la sociedad para generar procesos de construcción). El estado de estas dos variables determina el grado de recuperación o vulnerabilidad social. Al respecto, Jordán y Sabatini (1988) señalan que la mayor frecuencia de desastres se da en países con poco desarrollo industrial, ya que los países industrializados generaron una enorme extracción de recursos naturales en aquellos, provocándoles una creciente vulnerabilidad y mayores posibilidades de desastres. Sin embargo, la complejidad estructural que genera cada escenario de desastre es tan diversa y particular en cada país o región, que cada fenómeno obedece a una singular conjunción de variables que puede, o no, repetirse para la siguiente emergencia.
Las dimensiones socioeconómicas locales tienen relación con sus grados de vulnerabilidad, pero estas no son suficientes para explicar las circunstancias que dan lugar al desastre. Esto se observa en el desempeño de economías con diferentes grados de industrialización, desarrollo socioeconómico, tecnológico, etc., ante escenarios de desastres. Por ejemplo, en 2005, el huracán Katrina inundó Nueva Orleans; ese mismo año, los huracanes Wilma y Stan y, en 2007, la tormenta tropical Noel inundaron el sureste de México; Haití fue devastado por un terremoto en 2010 e impactado por los huracanes Sandy en 2012 y Mathew en 2016; en 2011, un tsunami y terremoto generó un desastre nuclear en la planta de Fukushima, Japón, etc. Las respuestas dadas al desastre por parte de estas economías se ha dado de manera diferenciada; sin embargo, en economías como las de Estados Unidos y Japón, las situaciones postdesastre no cambiaron radicalmente (Zimmermann 2015; Fackler 2017). De hecho, en las economías altamente industrializadas y vinculadas con la economía mundial, los desastres generan una resonancia aún mayor que la generada por sus contrapartes menos industrializadas. Hoyois y colaboradores (2007, 20) destacan que uno de los desastres que más impactó en la economía mundial, en 2006, fue el huracán Katrina (2005), en Estados Unidos. Esto indica una alarmante flexibilidad desde el Norte al Sur en los mecanismos locales para confrontar situaciones de desastres, que se origina en los modelos de organización de las sociedades.
Bartelmus (1986) y Redclift (1984) destacan la relación directamente proporcional y simétrica entre el modo de explotación de los recursos naturales (que traspasa los costos a las generaciones futuras) y la ocurrencia de desastres en el mundo, situación que se agudizó con la renovación del capitalismo o modelo neoliberal (1970-1980; Harvey 2007, 8): desregularización del mercado, privatización y abandono por el Estado de la provisión y responsabilidad social (Rojas 2010); y la internacionalización del capital o globalización: apertura de fronteras económicas y flujo libre de capitales (Rubio 2008). Esto llevó a privatizar los espacios e instituciones públicas, es decir, el abandono de la institucionalización que aseguraba la seguridad de los ciudadanos, así como las necesidades y demandas sociales (ya provistas de manera desigual y limitada), enajenando la concentración de capital de las necesidades de viviendas, transporte y equipamiento social (Castells 1977, 15, en Ornelas 2000), agudizando los riesgos para todas las sociedades (Beck 2006) y generando un esquema glocal (Robertson 2003, 29) de capacidades asimétricas para afrontar desastres locales o regionales: “Una de cada 19 personas […] en el mundo en desarrollo se vio afectada por un desastre climático […]. Para los países miembros de la ocde fue de un afectado por cada 1 500” (PNUD 2007, 76). Esto señala una correlación entre el grado de riesgo acumulado históricamente y las prácticas de desarrollo desacertadas (PNUD 2004, 9), lo que en las últimas décadas ha aumentando en un 75% el número de desastres, así como sus costos sociales y económicos (Gráfica 1).
Fuente: Elaboración propia con datos del PNUD (2004, 13); Guha-Sapir, Vos et al. (2011, 2012); Guha-Sapir, Hoyois y Below (2013-2015); Guha-Sapir et al.(2017); Hoyois et al. (2006); Scheuren et al. (2008); Rodríguez, Below y Guha-Sapir (2009); Vos et al. (2010).
Bajo estas condiciones, cada sociedad se ha visto obligada a innovar sus capacidades de recuperación, renovación y fortalecimiento. Una concepción que plantea diversas posibilidades, especialmente frente a los escenarios prospectivos de entropía organizacional y climática, ha sido la noción de resiliencia (FAO 2012; PNUD 2014).
Resiliencia: organización social para la recuperación postdesastre
El grado de vulnerabilidad, desastre y recuperación de las sociedades vuelve ineludible el concepto de resiliencia, el cual se traslada de las ciencias exactas (física de materiales), a las ciencias sociales (psicología), para determinar los factores de protección y empoderamiento psicológico que los individuos logran generar ante escenarios riesgosos (Rutter 1993; Kotliarenco, Cáceres y Fontecilla 1997). Como concepto relacionado a procesos de riesgos para sistemas socioeconómicos emergió en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible (Johannesburgo, 2002; Olazabal et al. 2012). Dado el constante cambio y dinamismo de dichos sistemas, fue necesario comprender a la resiliencia como una capacidad generada para adaptarse a acontecimientos exógenos a fin de lograr una nueva fase de estabilidad, por lo que también significa el desarrollo de una robusta plataforma social multifuncional donde estos aspectos se conjugan de forma simultánea para generar la propia resiliencia.
En relación con ello, las capacidades de resiliencia desarrolladas por las comunidades derivan de un sistema meso (Ferrand 2002) donde se interseccionan unidades locales y no locales, por lo que expresan un sistema multiorganizacional que surge debido a cambios disruptivos a nivel social y ambiental, y que integra capacidades y actores vinculados en comunidad para construir mecanismos de soporte, innovación y renovación social (Byanyima 2014; Adger 2000; McManus et al. 2012). En esta dirección, un sistema social resiliente garantiza que “el Estado, comunidad e instituciones […] trabajen para empoderar y proteger a las personas” (PNUD 2014, 5), proporcionándoles seguridad (física/emocional) y acceso a recursos clave (conocimiento e información) para una oportuna toma de decisiones, capitalizando los recursos y potencialidades de las personas para innovar, adaptarse y seguir desarrollándose como sistema ante entornos poco favorables (Robb 2000; Evans 2011).
De esta forma, la resiliencia significa sistemas institucionales y comunitarios, abiertos, coordinados, vinculados, capaces de anticipar y responder a cambios drásticos y tendencias emergentes en el entorno, absorbiendo dichos cambios sin perder su capacidad para innovar su modelo organizativo, cumplir su misión y salir fortalecidos de la crisis, dejando una estela de capacidades de resiliencia construidas para el mediano y largo plazo (Frankenberger et al. 2012, 10; Sampedro 2009; Bell 2002; Hamel y Valikangas 2003; Rutter 2012). Por lo tanto, sistemas institucionales deficientes propician capacidades de resiliencia disminuidas (PNUD 2014, 119) y América Latina, históricamente, es una plétora de ellos, principalmente a raíz de la renovación de los votos extractivistas del capitalismo en la década de los ochenta (Harvey 2007), lo que aceleró el crescendo dialéctico entre la cohabitación del hábitat humano con el natural (Gráfica 2).
Ciudad de México: vulnerabilidad y resiliencia
El concepto de resiliencia urbana emergió para explicar los riesgos y vulnerabilidades que enfrentan los centros urbanos en el mundo, principalmente a raíz del incremento de su impacto ecológico (Moraci et al. 2018), agudizado por el proceso de cambio climático. Esto ha obligado a las ciudades a replantear temas como los procesos de inclusión, equidad y participación, gobernanza y principios de sociabilidad, etc. Al respecto, Chelleri (2012) señala que la resiliencia urbana se refiere a un proceso de conservación del sistema social-urbano para sobrevivir, adaptarse a los cambios, seguir su desarrollo socioeconómico y salvar vidas humanas, y de aquí la necesidad de concebir a las ciudades como sistemas diferenciados y complejos (Fiksel 2006), construidos sobre realidades espaciales, organizacionales, físicas y funcionales (ONU-Habitat 2016, 36) que comulgan alrededor de una creciente vulnerabilidad para las comunidades humanas. Un ejemplo de esto se observa en la Ciudad de México (CDMX).
El cisma urbano se alcanzó en México a finales de los años setenta e inicios de los ochenta, cuando el crecimiento demográfico-urbano (63 % del total; Garza 2010, 82) impulsó a la cdmx al rango de las megaurbes más pobladas del mundo. Dicho crecimiento se dio concibiendo a la ciudad más como una mercancía que como un hábitat (Salas 2016), por lo que se desmanteló el aparato federal de planeación urbana (años ochenta y noventa), creyendo que los mecanismos de mercado regularían los usos de suelo y los servicios urbanos. Sin embargo, se produjo sólo un proceso descontrolado de especulación inmobiliaria y de suelo y un sistema de abandono de la previsión básica, problemas de infraestructura, disfuncionalidad de servicios, desbordamiento de normas públicas y ampliación constante hacia la periferia: características de la ciudad neoliberal (Gutiérrez 2009; Garza 2012: 85; Ornelas 2000; Vilalta 2010, 99). Esto aumentó la vulnerabilidad de las comunidades humanas.
Un ejemplo de esto se observó en los efectos del sismo ocurrido en México el 19 de septiembre de 1985, con una magnitud de 8.1 en escala Richter: se produjo un número desconocido de muertos (desde dos mil hasta cuarenta mil; Monge et al. 1985; SSN 2008), innumerables edificios caídos y dañados, cuantiosas pérdidas económicas (entre 3 000 y 4 000 millones de dólares; Pastorino 1998) y miles de tragedias y desajustes psicológicos en toda la población. Este desastre expuso dos hechos: la incapacidad institucional de previsión del Estado para responder a la compleja magnitud de lo ocurrido, y el surgimiento de un proceso organizacional gestado en todos los sectores de la población, principalmente en jóvenes, que dio como resultado una sociedad civil consciente de su potencial de organización en red (Monsiváis 1986; Ramírez 2005). Esto dinamizó los activos de resiliencia comunitaria: solidaridad, cooperación, desobediencia civil, trabajo colectivo, autoorganización, etc., valencias sociales de muy difícil medición, pero de una concreción tal que la experiencia comunitaria es imposible sin ellas. De acuerdo con Morales et al. (2018), en estas situaciones no sólo se movilizan bienes materiales, sino también intangibles emocionales de contención y resiliencia que auxilian a las personas ante el desastre. Es cuando el individuo deviene en comunidad: el “último” frente de emergencia y resiliencia social.
El grado de vulnerabilidad urbana de la cdmx no se detuvo con la experiencia de 1985; por el contrario, se agudizó. La respuesta fue construir, en el primer quindenio del siglo xxi, una agenda de ruta para reorientar el crecimiento desmesurado de la ciudad: normar la planeación del territorio, medio ambiente, agua, suelo, vivienda, tecnología, espacio público, movilidad y prevención de riesgos. Para esto, se promulgó la Constitución Política de la Ciudad de México (2017). Según Medina (2017), se reestableció la evaluación y planeación urbana a través del Instituto de Planeación Democrática y de Prospectiva (IPDP); sin embargo, la compleja interrelación de los subsistemas sociales de la ciudad genera fenómenos que no abarca dicha constitución, ya que su jurisdicción se limita a un determinado territorio; pero la cdmx “real” es un contínuum urbano habitado por 20 millones de personas. Este sistema de planeación se puso a prueba con los sismos registrados en septiembre de 2017, de 8.2 en escala Richter. Se volvió a activar el sistema de resiliencia social: instituciones y comunidad, pero aquellas volvieron a colapsar, respondiendo de manera tardía, no así el sistema social comunitario que, al igual que en 1985, generó amplios procesos y mecanismos de autoorganización, solidaridad y colaboración en todos los sectores de la población, pero con una diferencia nodal: la coordinación y gestión de la ayuda, auxiliada con el uso de Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), movió ingentes recursos e insumos de información de una manera sin precedente. Esto arrojó valiosas evidencias sobre organización y resiliencia social para este tipo de emergencias.
De acuerdo con la FAO (2012), la disposición de bienes materiales, sociales y tecnológicos permiten a las sociedades innovar sus niveles organizacionales y flexibilizar sus capacidades de comunicación, lo que permite mejorar la gestión de los conocimientos e información y generar posibilidades para absorber el cambio constante de condiciones ambientales, sociales, económicas, culturales, tecnológicas, etc. (Frankenberger et al. 2012, 10). En este sentido, este tipo de posibilidades se amplían con la utilización de las TIC, pues se aumenta la densidad social de la población y el grado de homofilia entre individuos, y se establecen “vecindarios informativos” con flujos de información más rápidos y con acceso privilegiado a un mayor número de mecanismos comunitarios de ayuda y soporte social (Navarro, Vallejo y Navarro 2017).
Tecnologías de la Información y la Comunicación y movilización social
Actualmente, los sistemas ciudadanos de monitoreo están apoyados con sistemas TIC insertos en los procesos de organización de las comunidades, tales como las redes sociotécnicas territoriales. Según Kauchakje y colaboradores (2006), estas tecnologías se han ligado cada vez más a las formas organizacionales del mundo, lo que ha dinamizado la articulación y el flujo de información en la sociedad. Sin embargo, dentro de la visión de Latour (2005), estos objetos no determinan las relaciones sociales, pero tampoco están exentos de la matriz que las genera: ellas son parte de la red de actantes y dispersión de lo social que dinamiza a las comunidades humanas, lo que genera diversas tendencias sociales. Por ejemplo, las masas críticas (Araya 2006) que impulsan contagios sociales de diversa índole (mediadas por el uso de las TIC) se logran por una reacción (social) en cadena de múltiples redes personales y anónimas (Soengas-Pérez 2013) activadas y dirigidas en una dirección en común, lo que reformula las vinculaciones entre individuos y alcanza grados de densidad social significativos, con tasas de adopción que escalan rápidamente en el colectivo humano. En este punto, la estructura social discurre hacia procesos de innovación inéditos, y se inserta en nuevos paradigmas de organización.
En relación con esto, la utilización de las TIC en la gestión y difusión de múltiples mensajes supone lograr una masa crítica con determinados niveles de contagio y viralidad, lo que posibilita una alta densidad social: propagando, multiplicando y contagiando determinada información. En este caso, la red social y la telefonía, apoyadas por la infraestructura de las telecomunicaciones (tecnología satelital, posicionamiento global -gps-, fibra óptica, etc.), han dinamizado la transmisión y retransmisión de señales y datos a nivel global, y así, constituido una plataforma social altamente interactiva utilizada para crear, compartir, discutir y modificar grandes cantidades de información (Gómez 2014): determinar puntos geográficos, localizar objetos en casi cualquier punto del planeta, elaborar mapas y monitorear zonas en riesgo y catástrofes ambientales, fomentar y organizar plataformas políticas, casi todo en tiempo real. Según Gualda, Borrero y Cañada (2015), las TIC introducen nuevas formas de convocar o difundir mensajes políticos y movilización social. Por ejemplo: a) las movilizaciones sociales en España en 2004, impulsadas a través de blogs y teléfonos celulares, como reacción a la manipulación de la información por parte del Estado, a raíz de los atentados terroristas del 11 de marzo de ese mismo año (Doval 2010); b) a partir de 2010, las elecciones y campañas políticas en España han estado fuertemente permeadas y determinadas por el flujo de información a través de Twitter (Congosto 2015); c) según Soengas-Pérez (2013), el uso de las TIC impulsó una crecida e inédita información hacia las revueltas en los países del Magreb (Egipto, Libia, Túnez) durante la Primavera Árabe en 2011, que lograron fungir como contrapeso a la censura oficial y a los medios de comunicación oficiales, visibilizando los conflictos sociales, obteniendo apoyos de actores internacionales y modificando los regímenes políticos en dichos países.
Por su parte, en escenarios adversos y complejos, como emergencias o desastres, las comunidades están utilizando las TIC para generar modelos de organización inéditos a fin de dar respuesta a las necesidades inmediatas y minimizar los daños ocurridos. El desastre es sinónimo de desastrarse, ‘perder el mapa de orientación de los astros’, es decir, el orden cotidiano (y psicológico) de las cosas, lo que crea una disrupción de la funcionalidad de la comunicación en una comunidad, dispersa sus núcleos humanos, así como sus bienes materiales, y excede su capacidad para resarcirse de inmediato (National Science and Technology Council 2005, 21), por lo que la misma comunidad comienza a poner en funcionamiento todos aquellos mecanismos que tenga a la mano y que le permitan encontrar de nuevo las fórmulas de cohesión y sociabilidad que la mantienen como coherencia social. En estos tiempos, y textualmente, la tecnología de la telefonía es la que la sociedad tiene más a la mano, ya que es de fácil acceso, permite casi en tiempo real monitorear el entorno y mantener el contacto con los círculos sociales más cercanos (Liu, Fraustino y Jin 2012); esto hace aumentar los indicadores de intercambio de información en períodos de crisis. Por ejemplo, en Noruega, después de un atentado terrorista en 2011, la población movilizó una gran cantidad de información (localización, solicitudes de ayuda e información, etc.) durante las primeras horas posteriores a la crisis, a través de 200 000 tuits (Perg et al. 2012).
Por su parte, el tsunami que golpeó a Japón en 2011 generó en la población más de 5 500 tuits por segundo (Liu, Fraustino y Jin 2012); en Estados Unidos, el programa Información Semanal sobre Huracanes, el cual cuenta con más de 34 000 suscriptores de Twitter, ha enviado más de 100 000 comunicaciones sobre prevención ante desastres (Wendling, Radischii y Jacobzone 2013). El uso de estas tecnologías y redes sociales ha modificado la percepción del riesgo (Gómez 2014), así como la rapidez y expectativa en la respuesta dadas por parte de actores públicos, civiles o privados, lo que ha ampliado la participación de los ciudadanos en un gran horizonte de eventos, rebasando el control unilateral y estatal de la información. Por ejemplo, los primeros reportes del terremoto ocurrido en China en mayo de 2008, que causó alrededor de 70 000 muertes, se trasmitieron vía Twitter, antes que por las oficinas del gobierno (Mills et al. 2009).
Este escalamiento en la adopción, dispersión e innovación de información genera procesos de organización y dinámicas asociativas que siguen distintas intensidades y velocidades de aglomeración (Araya 2006), por lo que las comunicaciones se han insertado en un ámbito público donde, por primera vez en la historia, las comunicaciones públicas y las noticias tienen la posibilidad de ser debatidas en comunidad, dotando a cualquier suceso de un potencial de alcance mundial. En este contexto, la incidencia de las TIC en situaciones de crisis, y como herramientas de apoyo en la construcción de capacidades organizacionales y de resiliencia, señalan una vía de análisis, especialmente en el trasfondo de las lecciones surgidas durante la emergencia de los sismos de septiembre de 2017 en la cdmx.
Metodología
Los actores que participaron en el rescate de las víctimas del desastre fueron incontables, así como los materiales movilizados para auxiliar, reconstruir, transportar, etc. Con esto se logró una respuesta comunitaria masiva, efectiva, que permitió el surgimiento temporal de una estructura social, organizada y dinámica, analizada con la ayuda de las siguientes herramientas:
1) Bases de datos “Necesito” y “Ofrezco”, generadas por la asociación Manos a la Obra (2017) a través de peticiones y ofrecimientos de ayuda de la población afectada, vía Twitter e internet. Estas peticiones fueron verificadas por la organización Verificado19s (2017) y un sinnúmero de colectivos locales, a fin de descartar los “falsos positivos” de peticiones y ofrecimientos de ayuda. Cabe indicar que este análisis incluye solamente datos del origen de la solicitud u ofrecimiento de apoyos (colonias, barrios y alcaldías en la cdmx), excluyendo cualquier dato confidencial o personal del usuario, por lo que se omitió la identificación de egos o alteregos personalizados, por género y condición socioeconómica. En este caso, los nodos conectores y comunicadores fueron los insumos intercambiados y los sitios de donde partieron las solicitudes y ofrecimientos de ayuda. Esto permitió clasificar, a partir del origen y destino de la ayuda, diversos patrones de flujo de información. Dicha base de datos comenzó a capturarse desde el 19 de septiembre de 2017, a las 17:32 horas. Para las necesidades de esta investigación, se realizó un corte de datos hasta el 25 de septiembre de 2017, a las 14:33 horas, abarcando un conjunto de 3 919 intercambios de insumos particularizados. Cabe destacar el carácter público de esta información (Manos a la Obra 2017). Los datos contenidos en dicha base fueron considerados como una muestra no probabilística y se organizaron a fin de tener una determinada uniformidad.
Para ello, se corrigieron los nombres de los lugares de donde se solicitó y se ofreció ayuda, así como de los insumos involucrados; además, cada insumo fue considerado como unidad individual, de tal manera que si una persona solicitaba/ofrecía: “agua, refugio, dónde dormir, ropa”, estos eran considerados como cuatro tipos de solicitudes/ofrecimientos de ayuda. Una vez realizado lo anterior, se obtuvo una lista de materiales identificados que fueron enlazados adyacentemente al origen/destino de peticiones/ofrecimientos de ayuda. La aglomeración de los actores en torno a cada uno de los insumos movilizados permitió suponer un sistema social con dos propiedades estructurales: a) comunicar las necesidades de la población afectada, y b) lograr vincular a los distintos colectivos que participaron en el rescate. La expresión de dicho constructo social supuso una cascada estructural de ayuda y colaboraciones (Araya 2006) susceptible de ser analizada.
2) El análisis de redes sociales (ARS), un enfoque estructuralista (Ainhoa et al. 2006, 20) que permite usar la metáfora de la red (Herrera y Barquero 2013) para pensar la reproducción social como un entramado conformado por vértices, aristas y propiedades geométricas, por tanto, susceptible de ser diseccionado, medido y analizado a través de álgebra matricial (Aguirre 2011; Paniagua 2012). Esta herramienta permite explicar el fenómeno de “cascadas cooperativas” (Araya 2006), expresadas en el flujo de solicitudes/ofrecimientos de ayuda durante la emergencia de los sismos, abordándolo con el concepto de centralidad para indicar el sitio estructural y de prominencia que ocupan los sujetos en la red social. Para los fines de este estudio, esta centralidad se calculó por medio del grado nodal e intermediación estructural. De acuerdo a su definición, el grado nodal señala el nivel de conexión de un nodo con su entorno, y se determina por el número de vínculos directos que posee (Molina 2001); esto le permite tener una posición favorable para acceder y sintetizar la información que circula en la red. La expresión para su cálculo es:
En donde d i = centralidad del nodo; Aij = matriz que enlaza los nodos i y j (Freeman 1979). A su vez, este grado nodal se divide en dos subcategorías: grado de entrada (1), una medida de receptividad, y grado de salida (2), una medida de expansividad. Wasserman y Faust (2013, 152) sugieren las siguientes fórmulas para su cálculo:
Por su parte, la intermediación expresa la capacidad de los nodos para vincular a actores que no tienen una relación directa (Ainhoa et al. 2006; Wasserman y Faust 2013), por lo tanto, el poder para determinar el flujo de información y cohesión de las propias comunidades. Wasserman y Faust (2013, 212) y Machín (2011, 69) sugieren la siguiente igualdad matemática:
En donde g jk (n i ) = número de geodésicos entre los nodos j y k que pasan por el nodo i; g jk = número de geodésicos que unen los nodos j y k.
La información se organizó como matriz asimétrica de afiliación y los grafos fueron elaborados por medio de Visone 2.16 (Brandes y Wagner 2004) y Ucinet 6.645 (Borgatti y Everett 2002).
Resultados y discusión
La experiencia en comunidad se magnificó ante la magnitud de los desastres provocados por los sismos de septiembre de 2017 en México, y se reprodujo a nivel de círculos sociales próximos (familia, amigos, compañeros de trabajo, etc.) y círculos sociales “lejanos” (voluntarios anónimos, organizaciones de ayuda, asociaciones vecinales, etc.), con lo que emergió un sistema reticular autoorganizado de protección mutua, inmediato, donde se compartieron, de forma igualitaria, diversos insumos básicos: comida, dinero, información, agua, asesorías, etc. Esto generó un ámbito de reciprocidad, contención y resiliencia que buscó dar una respuesta inmediata, a nivel individual y grupal, al desastre ocurrido (Gráfica 3).
La dinámica de solicitudes y ofrecimientos de apoyos entre el 19 y 25 de septiembre se compuso por 81% de ofertas de ayuda y 18.14 % de solicitudes. Esto se debió a que, en principio, hubo poca información sobre este mecanismo de ayuda. A pesar de esto, su distribución tuvo un desempeño diferenciado, por día, hora y zona de la Ciudad, siendo significativa desde el primer día (20.80 %), alcanzado su máximo valor al siguiente (20 de septiembre; 35.29 %), durante el cual, la dinámica de organización y ayuda, a partir de la primera hora (1:00 am), hasta las 5 h del día, pasó de un 7.02 % a un 0.07%; entre las 6 y 11 h, la colaboración repuntó de 1.30 % a un 11.22 %. Después del mediodía, se desarrollaron tres escalas significativas (Gráfica 4), con repuntes a las 14, 16 y 21 h. Esto se debió a los relevos para sustituir a los contingentes de voluntarios agotados (Castrillón 2017).
Esta dinámica de intercambio disminuyó al tercer día (21.82%). Posterior a esto, la colaboración se ralentizó y escaló a un nivel de reorganización y redistribución hacia otras regiones o áreas del país, alcanzando otro pico de ayuda el 24 de septiembre (Gráfica 5).
Aunque toda la cdmx resultó afectada en distintos grados por los sismos y se generó una cascada de solicitudes/ofertas de ayuda, dicha afluencia se focalizó (71.58 %) en las alcaldías Cuauhtémoc, Benito Juárez, Álvaro Obregón, Coyoacán y Miguel Hidalgo (Gráfica 6).
* La ayuda comenzó a fluir hacia Xochimilco en la última fase del período analizado.
Fuente: Elaboración propia con datos de Manos a la Obra (2017).
Esto expresó un ecosistema de comunicación que se estructuró y fluyó desde los lugares más vinculados (alcaldías Cuauhtémoc y Benito Juárez; Gráfica 7). Aunque, como se comprueba, este entramado de ayuda se organizó y circuló por toda la CDMX.
Con respecto a los territorios afectados por los sismos, la mayor parte de las solicitudes de ayuda (84.77 %) provino de las alcaldías Cuauhtémoc (34.77 %), Coyoacán (24.43 %), Benito Juárez (9.77 %), Xochimilco (8.33 %) e Iztapalapa (7.47 %; en estas dos últimas, el impacto se magnificó dada la vulnerabilidad socioeconómica ya asentada; Gómez Flores 2017); territorios comprendidos dentro de la zonificación sísmica de la ciudad (Gobierno de la Ciudad 2018), en las zonas IIIb, IIIa (zonas de depósito lacustre, muy blandas, que favorecen la amplificación de las ondas sísmicas), y zona II, en transición (Valdés 2012). Por otro lado, las ofertas de ayuda provinieron, en su mayor parte (71.00 %), de alcaldías con grados moderados de vulnerabilidad socioeconómica, aunque significativamente dañadas por los sismos, a saber: Benito Juárez, Cuauhtémoc, Miguel Hidalgo y Coyoacán (excepto Álvaro Obregón; Tabla 1).
Alcaldía | % de población en pobreza |
Necesito (%) |
Ofrezco (%) |
---|---|---|---|
Álvaro Obregón | 27.9 | 4.89 | 14.54 |
Azcapotzalco | 19.5 | 0.29 | 1.63 |
Benito Juárez | 5.0 | 9.77 | 17.89 |
Coyoacán | 19.8 | 24.43 | 9.03 |
Cuajimalpa | 30.1 | 0.29 | 5.96 |
Cuauhtémoc | 16.0 | 34.77 | 17.12 |
Gustavo A. Madero | 28.4 | 0.29 | 4.29 |
Iztacalco | 17.1 | 1.15 | 1.85 |
Iztapalapa | 35.0 | 7.47 | 5.24 |
Magdalena Contreras | 32.6 | 0.00 | 2.08 |
Miguel Hidalgo | 7.1 | 1.44 | 12.42 |
Milpa Alta | 49.2 | 0.00 | 0.23 |
Tláhuac | 39.2 | 2.59 | 0.27 |
Tlalpan | 32.1 | 4.31 | 5.74 |
Venustiano Carranza | 22.8 | 0.00 | 0.99 |
Xochimilco | 40.5 | 8.33 | 0.72 |
Fuente: Elaboración propia con datos de Manos a la Obra (2017); Coneval (2015).
El 87.59 % de estos intercambios se dividió en: a) ayuda inmediata (voluntarios) para mover escombros (23.81 %); b) insumos básicos como agua y comida (24.75 %); c) ropa, artículos de limpieza y medicamentos (22.37 %); d) refugio y transporte (11.83 %), y e) asistencia médica y tiendas de campa ña (4.84 %). A nivel de las alcaldías más afectadas, la distribución de solicitudes y ofrecimientos de ayuda varió, aunque se vinculó con los marcos de vulnerabilidad en cada territorio, ya que las necesidades fueron distintas en unos y en otros. Por ejemplo, en Iztapalapa y Xochimilco, con más del 30% de su población en pobreza, los requerimientos fueron claramente mucho mayores que en las demás zonas afectadas (Gráfica 8).
Por otro lado, movilizar y distribuir la ayuda como vehículo de socialización y organización social implicó acceder al eje comunicante de esta estructura; es decir, la ayuda como un discurso que subyace y se expresa en los insumos intercambiados, capaces de manifestar una propiedad referencial o comunicativa y permitir el acceso a una estructura de autoorganización. En este sentido, el eje que fungió como principal facilitador de la comunicación fue el insumo voluntarios, remitiendo al rescate inmediato del individuo; en un segundo lugar y con valores aproximados, las emergencias se organizaron alrededor de acceso a agua y comida; posteriormente, las necesidades fueron de seguridad y protección: ropa, artículos de limpieza y medicamentos, entre otros (Gráfica 9).
En este contexto, los valores máximos para los grados de salida (ofrecimientos) y de entrada (solicitudes) de esta estructura señalan una tendencia al alza en la receptividad de insumos. La desviación estándar y la varianza, para estos mismos grados, indican una mayor diversidad de insumos intercambiados, tendencia que se mantiene al calcular el grado de centralización, y resulta, para el grado de entrada, en un porcentaje mayor e indica una prominencia del flujo de información alrededor de la dinámica de solicitudes de ayuda (Tabla 2).
Opciones | Grado de salida | Grado de entrada |
---|---|---|
Desviación estándar | 45.151 | 66.372 |
Varianza | 2038.636 | 4405.3 |
Mínimo | 0 | 0 |
Máximo | 396 | 794 |
N de observaciones | 286 | 286 |
Centralización | 1.346 % | 2.748 % |
Fuente: Elaboración propia con datos de Manos a la Obra (2017).
En otra dirección, la capacidad de vincular (nodos puente) a esta estructura de solicitudes/ofrecimientos de apoyos, se dio a nivel de sitios y de insumos. En el primer caso, la alcaldía Cuauhtémoc, junto con la de Benito Juárez y Coyoacán, fueron los espacios donde se originó el principal pulso de vinculación de esta estructura de comunicación (Gráfica 10).
Por su parte, los temas que fungieron como catalizadores de la estructura de solicitudes y ofrecimientos de apoyos, y a través de los cuales confluyeron los actores participantes, fueron, en orden de importancia: voluntarios, comida, agua, ropa, medicamentos, peritajes y transporte entre otros. En comparación con la apreciación del grado nodal, en esta se aprecian diferencias sustantivas en las tres primeras categorías, lo que indica un sistema de emergencia lógicamente centralizado en las prioridades más básicas (Gráfica 11).
Conclusiones
El análisis de redes sociales permitió comprender, a través de patrones de colaboración, las dinámicas de un sistema social resiliente que emergió ante un proceso disruptivo como un sismo, lo que amplió los canales de comunicación y el flujo de la información entre la población, auxiliándose con TIC y reforzando sus capacidades de resiliencia. Los insumos de ayuda distribuidos durante la emergencia constituyeron vehículos de socialización efectivos, ya que cada uno de ellos fue expresión de organización y movilización social. Esto permitió observarlos como ejes comunicantes alrededor de los cuales se construyó el discurso de la ayuda, capaces de expresar una propiedad referencial o comunicativa, y de permitir el acceso a una estructura social de autoorganización y auxilio, heterogénea, masiva e inmediata, que logró atenuar el impacto del desastre. Cada elemento intercambiado en la dinámica ofrezco/necesito constituyó un vehículo de información reticular. Por ejemplo, el elemento voluntarios registró una mayor transversalidad a nivel nodal e intermediación, clasificándose como un catalizador de solidaridad, confianza y colaboración.
Las emergencias del sismo expusieron una creciente necesidad para integrar y preparar a las instituciones y comunidades en la construcción de sistemas resilientes, por lo que se recomienda: a) reforzar la cultura comunitaria y reapropiarse del sentido de ciudadanía y de espacio público, buscando reforzar el sistema socioecologico del espacio urbano; b) involucrar y acompañar a las comunidades locales en la definición y transversalidad de políticas públicas para articular proyectos sobre cambio socioambiental, y c) apoyar iniciativas de vinculación de los actores sociales, alrededor de aplicaciones innovadoras, sociales e incluyentes que refuercen una resiliencia de carácter glocal. En este sentido, si bien el nivel socioeconómico de la población no fue determinante para generar mecanismos de colaboración comunitaria, sí estuvo presente en la disposición de infraestructura y rapidez en el flujo de las respuestas.
Posterior al sismo, la resiliencia se construyó para el corto plazo, lo que indica que no es un valor constante. La comunidad, como valor resiliente, es el último frente de auxilio de las sociedades, por lo que, después de su intervención, se requiere de inmediato de la presencia del Estado; sin embargo, un sistema institucional sin perfil social será siempre un actor desbordado ante las emergencias. En este sentido, si las condiciones de vulnerabilidad social son significativas, la relación entre desastre y resiliencia será inversamente proporcional; síntomas de esto, son un Estado con un perfil social nulo, un mercado permeando los diferentes niveles de reproducción social y una sociedad civil abrumada por los dos anteriores.