Introducción
De acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario, el Desplazamiento Interno Forzado2, se considera una violación grave a los derechos humanos de las personas, porque implica una coacción directa de los proyectos vitales y sociales, que tiene como consecuencia la pérdida de arraigos, pertenencias, vínculos sociales y afectivos, conllevando al detrimento de derechos fundamentales como la libertad, la salud, la seguridad, la libre circulación, la propiedad y el derecho a la vida3. En México, el desplazamiento forzado es un fenómeno social cuya definición, caracterización y reconocimiento ha sido complejo de esclarecer por el dinamismo de las causas que lo originan y por la tendencia a incluirse en otros fenómenos relacionados con la migración forzada como el asilo político y el refugio (Durin 2012; Torrens 2013; Pérez 2014).
El desplazamiento interno forzado en México se ha vivido de manera diferenciada en función de la especificidad de las condiciones regionales donde se ha desarrollado y de la evolución histórica que ha tenido. El fenómeno data de la década de los 70 por causa de la intolerancia religiosa -entre católicos y minorías de indígenas protestantes, conflictos comunales y por recursos naturales, principalmente en los estados de Nayarit, Hidalgo, Oaxaca, Guerrero y Chiapas-.4 También se han registrado desplazamientos por despojo de tierras, por la construcción de obras de infraestructura como presas hidroeléctricas y por fenómenos naturales y eventos climatológicos como sequías, inundaciones, huracanes o terremotos (Rubio Díaz-Leal 2014, 55 y passim).
Actualmente, la crisis del desplazamiento interno forzado que se vive en México es resultado de la exponencial violencia criminal, generada por grupos delincuenciales, operaciones paramilitares y estrategias de seguridad con lógicas militares, que de acuerdo con especialistas (Durin 2012; Ávila 2014; Rubio 2014; Mercado 2016, 2018; Pérez 2016; Salazar 2014; Salazar y Álvarez 2018) tiene sus orígenes hacia finales del siglo XX y un destacado incremento entre el 2006 y el 2018. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, A.C. (CMDPDH 2019), estima que entre 2009 y hasta diciembre del 2018, se cuantifican 338 405 personas desplazadas de manera interna, por violencia o conflictos sociales y político-religiosos en México.
De acuerdo con Mercado (2016, 2018), los estados donde se identifican los inicios del desplazamiento forzado por la violencia son, en el norte: Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas, Sinaloa y Durango; en el Sureste: Chiapas y Guerrero; en el suroeste: Veracruz; y en el oriente: Michoacán. Por su parte, la CMDPDH ha registrado desplazamientos masivos en Chihuahua, Sinaloa, Guerrero, Veracruz, Michoacán, Durango y Tamaulipas. El desplazamiento interno forzado es un fenómeno, como aseguran especialistas (Mercado 2013, 2016, 2018; Torrens 2013; Salazar y Álvarez 2018), que se caracteriza por las afectaciones materiales e inmateriales de las personas desplazadas: pérdida de sus bienes y fuentes laborales, salud física y, de manera más marcada, trastornos en la salud mental -estrés postraumático, depresión y ansiedad-, vulnerabilidad social, marginación, precariedad, discriminación y efectos socioculturales en sus identidades.
La sistemática violación de los derechos humanos y la pérdida parcial o total del patrimonio de las familias desplazadas también implica la reconfiguración permanente de la vida emocional de quienes deciden iniciar el éxodo, dejando atrás una vida, una historia que transforma sus identidades. El reconocimiento e identificación de los procesos socioemocionales, entendidos como el manejo emocional de las personas en función de su posición social, estrechamente relacionada con sus identidades de género, sexuales, generacionales, de estratificación social, educativas y sus condiciones vitales (López 2020); en el desplazamiento interno forzado permite, por un lado, destacar la importancia de la vida emocional constitutiva de los procesos de agencia de las personas desplazadas, y por otro, distinguir que las expresiones y experiencias emocionales se conjugan de manera muy particular, con las características socioculturales y las condiciones existenciales a las que estos factores orientan la vivencia de las personas obligadas a desplazarse internamente, por la violencia y el crimen dentro de su territorio.
En el 2013, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, A.C., documentó el caso de una familia con más de 60 miembros desplazados, provenientes del estado de Chihuahua, tras haber sido víctimas de robo, extorsión, secuestro y el asesinato de tres de sus miembros, entre los cuales está un menor de edad5. Este caso resulta emblemático por varias razones, a saber: la cantidad de miembros desplazados, y porque constituye uno de los primeros casos documentados en México que actualmente se encuentra en litigio por desplazamiento forzado asociado a la violencia del crimen organizado, lo cual constituye un antecedente para este fenómeno que no es reconocido jurídicamente en México. El caso ha sido ampliamente trabajado por la Consultora del Observatorio de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para Refugiados (IDMC), Laura Rubio Díaz-Leal (2014) y por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (2019a); no obstante, se decidió omitir en este texto los nombres de la familia en cuestión para mantener su anonimato y proteger su información, con base en la Ley General de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 26 de enero de 2017.
Este artículo analiza los procesos socioemocionales emergentes de la experiencia de desplazamiento interno forzado de algunos de los integrantes de esta familia. Se pretende evidenciar cómo el desplazamiento causado por la violencia extrema y la inseguridad, se encuentra atravesado en todo momento por procesos emocionales tanto individuales, como sociales, que tienen lugar antes, durante y después del desplazamiento; con implicaciones personales y políticas, nulamente reconocidas, que permiten explicar el tipo de interacción social entre los miembros de un colectivo, toda vez que las emociones constituyen las bases afectivas de la cohesión social, la reciprocidad y el cuidado mutuo. Se busca destacar la importancia de la vida emocional de los sujetos, como un componente social y político fundamental, que permita comprender la construcción de estrategias de salvaguarda de las personas amenazadas, que se ven obligadas a dejar sus territorios por los niveles de violencia e inseguridad a las que se ven expuestas. Desde esta concepción social de las emociones, aspiramos a que la vida emocional de las personas desplazadas sea reconocida en su fuerza política y no solamente desde una óptica de salud mental, que reconoce las implicaciones psicológicas y traumáticas para la reparación integral de las víctimas.
El estudio de los procesos socioemocionales, se llevó a cabo a través del análisis de los testimonios del expediente de la familia que yace en los archivos de la CMDPDH. La comisión ofreció un proceso de acompañamiento psicosocial y apoyo jurídico a varios de los integrantes de la familia. A partir de esos testimonios, se pudo identificar la dimensión emocional como un elemento transversal de todo el proceso de desplazamiento, la cual se problematizó desde una perspectiva sociocultural. Analizar estos procesos a partir del expediente y no de entrevistas directas obedece, por un lado, a cuestiones de seguridad y de confidencialidad de los miembros de la familia, -porque los datos de su reubicación se conservan resguardados -, por otro lado, el análisis socioemocional del expediente, se fundamenta en la propuesta metodológica de los estudios socioculturales de las emociones en clave histórica (López 2011, 2017, 2019)6 que respaldan que la experiencia y expresión emocional pueden ser analizadas desde los archivos y documentos escritos, como se llevó a cabo en esta investigación.
Desde la perspectiva sociocultural de las emociones (Hochschild 1979; Rosaldo 1984; Jimeno 2004; López 2011), éstas tienen una naturaleza social y lo social una dimensión emocional escasamente atendida en la investigación social (Bericat 2000). Por ello su estudio es una forma de dar cuenta de los rasgos y características de la interacción social tanto en estudios sincrónicos como diacrónicos. Después de todo, analizar las emociones desde enfoques históricos, sociológicos y antropológicos equivale a comprender la situación y la relación social que las produce, sus contenidos simbólicos y la variabilidad en que acontecen (Bericat 2012).
El trabajo está estructurado de la siguiente forma: en un inicio se muestra el contexto donde surge la problemática del desplazamiento forzado en México y el planteamiento del marco teórico. Posteriormente se describe y analiza la experiencia de la familia desplazada desde la perspectiva socioemocional y se cierra con unas ideas finales.
Contexto sociopolítico en México donde se desarrolla el desplazamiento forzado interno
El contexto mexicano, desde la guerra contra el narcotráfico7 hasta el gobierno actual, se ha visto impregnado de un clima de violencia alarmante. Se ha documentado cómo la estrategia de combate abierto frente al crimen organizado desde 2006 al 2018, supuso un incremento de la violencia por la implementación de estrategias militarizadas en las que han prevalecido el abuso, la corrupción, el uso ilegitimo de la fuerza, la impunidad y las violaciones a los derechos humanos en contra de la sociedad civil (CMDPDH 2014). Como consecuencia de la confrontación hubo una fragmentación de los cárteles más importantes del país, originando la creación de nuevos grupos que comenzaron a disputarse el territorio y, con ello, se expandió un clima de violencia y conflictividad (Pereyra 2012) que ha contribuido a normalizar la violencia en la vida cotidiana de los mexicanos.
La naturalización de la violencia se ha instaurado mediante la instrumentación del miedo y el terror como ejes rectores que orientan la vida de las personas, de manera que estas emociones han funcionado como mecanismos de control social para imponer intereses económicos, políticos, sociales e ideológicos (ALUNA Acompañamiento Psicosocial A. C. 2017). Así, las prácticas de violencia ejercidas por el crimen organizado, como el cobro de piso a comerciantes y locatarios para seguir trabajando, la venta de protección, el secuestro y extorsión, la trata de personas, la exposición de cuerpos en vialidades, la cooptación de la población para integrarse a los colectivos criminales, por mencionar algunas, se han ido legitimando paulatinamente en el imaginario de la sociedad mexicana (Azaola 2012; Pérez-Taylor 2014), así como también otras prácticas, como la exposición de cuerpos desmembrados en espacios públicos o la exhibición de cuerpos colgados en puentes, han sido empleadas como mensajes del “narcopoder” para expandir la deshumanización (Ovalle 2010 y 2012; Diéguez 2013, en Durin, 2018).
Al conformarse una cultura del miedo por efecto de la violencia que ha prevalecido en México durante los últimos años, las personas se han visto en la necesidad de generar respuestas adaptativas para sobrevivir en escenarios de inestabilidad, inseguridad y vulnerabilidad constante, siendo una de ellas la movilización a lo largo del territorio mexicano, para salvaguardar sus vidas y las de sus familias. A este fenómeno se le conoce como desplazamiento interno forzado, porque las personas huyen de sus lugares de residencia como una reacción ante situaciones extremas, lo cual lo vuelve una “estrategia forzada de sobrevivencia” (Salazar y Castro 2014) y una respuesta de resistencia como rechazo al orden dominante y a la violencia armada (Durin 2019)8.
La atención gubernamental que se le ha brindado a las víctimas del desplazamiento forzado en México ha sido escasa o prácticamente nula9, ya que, si bien el actual gobierno presentó a principios del 2019 un informe sobre este fenómeno10, hasta la fecha no existe un consenso general sobre los detonantes de las movilizaciones (Durin 2012; Mercado 2016, 2018) ni se ha construido un instrumento especializado que permita realizar un diagnóstico homologado sobre el número de personas que se han desplazado a lo largo del país y las consecuencias materiales, sociales y emocionales11.
En la Ley General de Víctimas -creada con el fin de reparar integralmente a las personas afectadas por la violencia, cuyos derechos humanos han sido violados- no está tipificado el desplazamiento interno forzado por violencia, y aunque en algunos artículos de la ley se menciona que la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) -organismo creado para cumplir los mandatos de la Ley General de Víctimas- y las Comisiones Ejecutivas a nivel estatal deben garantizar el registro y reparación de las personas que estén en esa condición, la ley ha omitido la inclusión de una definición de desplazamiento forzado interno, lo cual complejiza el reconocimiento de las víctimas en el Registro Nacional de Víctimas (RENAVI) para obtener una atención especializada, lo que imposibilita tener garantías de protección en los lugares de reasentamiento (CMDPDH 2019a) 12.
Otro aspecto relevante sobre la visibilización del fenómeno es que, a pesar de que existen legislaciones regionales que reconocen la presencia de desplazamientos forzados en los territorios locales (Chiapas13, Guerrero, y más recientemente Sinaloa14), no fue sino hasta abril del 2019, cuando el Estado mexicano reconoció oficialmente la prevalencia del fenómeno en el país. Aunque esto constituye el primer esfuerzo oficial del Estado mexicano por reconocer la problemática del desplazamiento forzado en el país, no ha sido acompañado con la construcción de una legislación a nivel federal que brinde un respaldo jurídico a las personas desplazadas, y hasta mediados del 2020 no existe una Ley General especializada sobre desplazamiento interno forzado porque las iniciativas de ley presentadas han sido rechazadas15.
Respecto a la modalidad de los desplazamientos, se ha documentado el que se conoce como sistema de goteo (Ávila, 2014) y se caracteriza porque la población huye individualmente de sus lugares de residencia, situación que complejiza su conteo, mientras que los episodios de desplazamiento que ocurren en grandes cantidades se denominan masivos y, por la particularidad de que cientos o miles de personas se movilizan al mismo tiempo, son más fáciles de contabilizar.
De acuerdo con Mercado (2013, 2016 y 2018), entre las víctimas del desplazamiento con mayor incidencia están mujeres, niños, indígenas, personas que se mantienen con economía de subsistencia, activistas, periodistas y personas defensoras de derechos humanos, propietarios de pequeños y medianos negocios, empresarios, políticos y funcionarios, cada una de ellos con afectaciones particulares y diferenciadas. Respecto al análisis diferencial de las afectaciones por grupo, la organización aluna Acompañamiento Psicosocial refiere lo siguiente:
Los hombres se ven obligados a reforzar su rol como proveedores económicos del hogar, sin embargo, en muchas ocasiones se ven incapacitados para conseguir trabajo en otros contextos porque sus habilidades no se corresponden con las nuevas demandas laborales. Las mujeres suelen incursar en el campo laboral para proveer recursos económicos, lo cual las coloca en una posición de exposición ante posibles agresiones, abusos u hostigamientos sexuales, a la vez que sobre ellas recaen otras tareas adicionales al rol de cuidado de los hijos. Las niñas, niños y adolescentes generalmente se quedan desprovistos de la atención afectiva de sus padres o cuidadores, cumplen con otras obligaciones como cuidar a hermanos pequeños u otros miembros que requieran cuidados, o bien, apresuran su entrada al mundo laboral con lo que se ven forzados a interrumpir su educación; y finalmente, para los adultos mayores en el desplazamiento prevalece mucho dolor por el profundo desarraigo que provoca irse del lugar, además de que suelen tener dificultades para resituarse en la estructura familiar porque sus posibilidades de colaboración son limitadas. (2015)
Las causas del desplazamiento obedecen a distintos motivos como violencia, crímenes de odio, narcotráfico o conflictos sociales, étnicos y religiosos. Por ejemplo, han sido desplazadas comunidades indígenas para obtener control territorial e imponer megaproyectos16. Otro sector que se ha tenido que desplazar es el de las y los periodistas, ya que su labor profesional resulta amenazante para ciertos grupos y para el mismo Estado (López y López 2017). Organizaciones civiles han documentado hasta 20 casos de periodistas desplazados entre 2012 y finales del 2018 (Article 19 2018), provenientes de diferentes territorios a lo largo del país que comparten características como fuerte presencia del crimen organizado, autoridades omisas o incapaces para combatir la violencia, así como asesinatos de mujeres periodistas en los que coexisten altos niveles de corrupción e impunidad (CIMAC 2018).
Los empresarios o gente con cierto estatus económico, también se han convertido en uno de los principales blancos de la violencia asociada con el crimen organizado, y al salir de sus lugares de residencia han sido catalogados como “migrantes dorados” (Durin 2012), porque sus recursos económicos, profesionales o de otro tipo, aumentan la probabilidad de que efectúen el desplazamiento en condiciones menos adversas en términos materiales, aunque ello no necesariamente es aplicable para todos los casos. El desplazamiento de esta población es diferente al de otros sectores porque están en posibilidad de generar empleos en los lugares de reasentamiento a los que llegan, cuentan con las condiciones para solicitar asilo en países como Estados Unidos o Canadá, o pueden cruzar como turistas a Estados Unidos para reunirse con familiares o amigos cercanos (Durin 2012).
La mayoría de las personas que se han desplazado de sus lugares de origen debido a la violencia, viven en un continuo estado de vulnerabilidad por la falta de reconocimiento de sus necesidades y la desatención de las afectaciones que tienen, lo cual ocasiona que se enfrenten a diferentes problemáticas como la carencia de medios de subsistencia y de vivienda digna, la falta de documentos de identidad, complicaciones para acceder a sistemas de salud, educación u otro tipo de servicios para satisfacer las necesidades básicas (Velázquez 2016, 2017), así como un fuerte sentimiento de desarraigo provocado por la pérdida de propiedades y de un territorio físico impregnado de recuerdos simbólicos y afectivos.
El desplazamiento interno forzado tiene una dimensión fenomenológica y emocional escasamente reconocida, que se suma a las implicaciones que viven las personas que deben huir para preservar sus vidas. El marco teórico de la “perspectiva socioemocional” brinda un marco de análisis desde el interaccionismo simbólico, al reconocer que lo emocional está sustentado en la relación con el/lo otro, es decir, en la interacción, englobando así a los vínculos entre actores sociales y entre éstos con sus diferentes contextos de participación (instituciones, ámbitos sociales, grupos de pertenencia, entre otros), situándose como un enfoque que rescata la relación entre lo biológico y lo cultural (Thoits 1990), donde se concibe que las emociones tienen una naturaleza social (Bericat 2000) y lo social una dimensión emocional que se constituye en un irreductible ontológico. Esta perspectiva resulta fundamental para analizar la experiencia de la violencia porque no se limita a las explicaciones relacionadas con la salud mental, lo que se busca es problematizar la vida emocional desde sus dimensiones sociopolíticas y jurídicas (Jimeno 2004; López 2014).
Un análisis de las experiencias emocionales del desplazamiento forzado, fuera de la perspectiva psicopatológica, puede alentar otras lecturas de la vida emocional de los sujetos para entender los procesos sociales suscitados por la violencia. Lo emocional, implica, como señalan Hochschild (1979) y Ahmed (2015), una dimensión política, porque es el motor de los sujetos para concretar acciones orientadas a generar cambios en sus vidas. Los procesos socioemocionales impulsan proyectos de “recuperación emocional”, como afirma Nubia (2000), y son, de acuerdo con Jimeno (2007), vehículos de recomposición cultural y política, porque permiten que las personas puedan controlar sus vidas y reconocerse como sujetos de derecho y no solo como víctimas de la violencia.
De esta manera, se incluyen los elementos analíticos del “trabajo emocional” (Hochschild 1979)17 y de la “gestión emocional” (Lively y Weed 2014)18, para analizar cómo mediante estas estrategias socioemocionales, los sujetos pueden reorganizar otros modos de sentir frente a situaciones adversas donde constituyen nuevas formas y significados de esas emociones, además de orientar la toma de decisiones (López y López 2017). Las emociones funcionan “como señal, por lo tanto, pueden ser consideradas como respuestas adaptativas y útiles en el largo plazo de la evolución y en el corto plazo de la interacción” (Stryker 2004, en Bericat 2012, 2). Lo anterior significa que las emociones -lo que siente el sujeto-, cobran un sentido a partir de la valoración que se hace de ellas a partir de lo que posibilitan hacer en tanto prácticas, más que por cómo se definen (Scheer 2012).
Los procesos socioemocionales emergentes en la experiencia de desplazamiento forzado debido al narcotráfico en Chihuahua, México: la historia de un caso
Por sus componentes geopolíticos, Chihuahua está señalado como una de las primeras entidades en registrar desplazamientos forzados. Al ser un estado ubicado en el noroeste de México, colindante con Estados Unidos, juega un papel importante en el tráfico de drogas a través de la frontera, por lo que se ha exacerbado una lucha generalizada entre las organizaciones criminales para controlar este territorio19.
Un caso paradigmático del fenómeno de desplazamiento interno forzado en Chihuahua es el de una familia atendida por la CMDPDH, que desde 2014 ha sido acompañada con el objetivo de mantener un proceso jurídico de reparación integral por esta causa. Esta familia se vio obligada a desplazarse de su lugar de origen a otras entidades del país en donde más de 60 personas -cuya composición engloba a tres generaciones20 con ocho núcleos familiares-, tuvieron que abandonar su territorio. De manera que hablamos de un episodio de desplazamiento masivo efectuado en el año 2013.
Para entender la relevancia del desplazamiento de esta familia, a continuación se enuncian algunas características: a) un integrante de esta familia fue uno de los fundadores del pueblo donde residían, por lo que hasta el 2013, al menos cuatro generaciones de la familia habían vivido en ese sitio; b) contaban con una fuerte participación y reconocimiento social entre los habitantes porque los integrantes de esta familia generaron empleos en el pueblo e inclusive algunos se desempeñaron en cargos políticos; c) los miembros de esta familia tuvieron que desplazarse masivamente porque: atentaron contra sus inmuebles, les secuestraron a un menor de edad, les asesinaron a dos hombres y a otro menor de la familia, los amenazaron con asesinarlos si no se iban del pueblo y, además, en el momento en el que decidieron denunciar lo ocurrido con las autoridades, el riesgo aumentó.
Se reconstruye la experiencia de movilización de esa familia y sus integrantes a partir del análisis de los testimonios que yacen en el expediente y que han posibilitado identificar los procesos socioemocionales en sus experiencias del desplazamiento forzado. También, se ha empleado una lectura hermenéutica crítica en la revisión de otros documentos -entrevistas, videos, informes, entre otros- que entrelaza las vivencias particulares de las personas involucradas y las respuestas institucionales brindadas por el Estado.
El desplazamiento forzado de la familia en cuestión se caracteriza por la presencia de tres factores íntimamente vinculados: la violencia, el miedo y la impunidad. Varios miembros de la familia sufrieron reiterados episodios de violencia durante tres años; desde amenazas y hostigamientos, hasta secuestros e inclusive asesinatos:
[…] lo que estoy hablando fue en ocho días. El día ocho me asesinan a mi sobrino y hasta ese día tenía yo mi gente común en esos corrales. Como el día nueve o el día diez, tres días después de que pasó eso, es cuando opto por contratar a otras personas porque no puedo estar solo… la cosa está muy delicada, esa familia es muy peligrosa21 y al tener una persona que te brinde la seguridad, pues a uno se le hace fácil, ¿verdad? Porque, aunque te cueste un poco más, no te van a afectar (Entrevista a hombre 48 años 2014).
Frente a estas experiencias, las personas experimentan una profunda desconfianza porque el tejido social se ha roto, tampoco existen certezas de seguridad ni de protección, situación que los conduce a adoptar estrategias específicas -negociadas entre sus miembros y con sus recursos materiales y emocionales-, para salvaguardar sus vidas y las de sus familias. A la vez, estas acciones les conducen a asumirse como los únicos responsables de su seguridad. El deslinde de responsabilidades por parte del Estado, imposibilita visibilizar su omisión, tanto en el suministro y cumplimiento de la seguridad, como en la perpetración de la violencia, de modo que se crean climas de indefensión generalizada, porque el mundo exterior se torna peligroso y amenazante. Únicamente se puede sentir tranquilidad en “espacios seguros” que son construidos y reforzados colectiva o comunitariamente.
El miedo ocupa un lugar central en la indefensión que van experimentando los afectados por la violencia cotidiana, ya que la sensación de vivir con esta emoción se impregna fuertemente en las personas y restringe su movilidad (Ahmed 2015) afectando particularmente a los jóvenes y las mujeres por las condiciones sociales y culturales de vulnerabilidad ante la violencia. Así se observa en el siguiente testimonio:
Ya se oían secuestros por muchas partes. Y sí teníamos miedo, y nosotros ya teníamos tiempo que platicábamos de eso. O sea, ya se vivía con el temor, pero… ¿Pues qué puedes hacer cuando están sucediendo esas cosas? Pues nada, nada más esperar a ver cuándo te toca. (Entrevista a Mujer 61 años 2014).
En ese sentido, Correa apunta que, cuando el miedo se utiliza como estrategia de control, las personas tienden a paralizarse y a aislarse:
[…] genera confusión en la sociedad, lleva a cuestionar los referentes construidos, genera la sensación de vulnerabilidad, de desprotección y de impotencia individual y colectiva, incluso puede generar la imposibilidad de encontrar salidas. Además, produce bloqueo emocional y confusión política, lo que explica que se llegue a pensar que hagamos lo que hagamos todo va a seguir igual, lo que crea una profunda frustración (2015, 7).
El miedo, en estos casos, se vive como una respuesta de indefensión normalizada donde se asumen y legitiman las condiciones en las que se está inmerso, paralizando e inmovilizando a los sujetos. Esta respuesta, si bien puede conceptualizarse como adaptativa, se caracteriza por un cambio drástico en la forma de aprehender el mundo porque provoca incertidumbre y, a su vez, propaga la sensación de desamparo. Visto así, el miedo se convierte en paralizador porque funciona como inhibidor de la acción.
Otras lecturas, desde la perspectiva sociocultural de las emociones, respecto de las experiencias de violencia (López y López 2017), han identificado que el miedo puede constituirse en un potente movilizador de la acción social cuando es experimentado por un colectivo que se organiza en una red de apoyo mutuo para enfrentar el agente generador que lo produce. El miedo vivido por un grupo, un colectivo o una familia con numerosos miembros puede emerger como una fuerza social capaz de orientar y reconfigurar las reglas emocionales de los grupos, cuando éstos realizan un manejo emocional que busca sobreponerse al miedo y generar respuestas de resistencia y autoresguardo. Así se muestra en el siguiente testimonio:
[…] buscamos por todos los medios la intervención de las autoridades directas, que interviniera el gobernador y que interviniera el fiscal. Ese día, fuimos a derechos humanos a Chihuahua; ahí estábamos mi hermana, mi hermano y yo cuando le hablan al teléfono a mi hermana y le dicen “mataron a S. (hermano)”22 … Fue un descontrol total en general de todos… ya ni sabíamos cómo reaccionar, pero teníamos hijos ahí en Chihuahua, en la universidad, y también estaban los hijos de mi hermano que acababan de asesinar. Entonces pronto nos pusimos en contacto para recogerlos. Yo creo que esa fue nuestra única reacción de resguardarnos y brindarnos seguridad, no fuera que los mataran porque sabían dónde estaban todos… (Entrevista a Hombre 48 años 2014).
Con este fragmento se puede observar cómo los procesos socioemocionales asociados al miedo se vuelven un detonante de la acción y orienta el despliegue de acciones de autocuidado y auto conservación cuando se asume en colectivo:
El miedo puede ser un medio infalible para re-producir la subordinación, la parálisis y conllevar la desarticulación política… pero también puede dar lugar a la resistencia y transgresión como estrategias para resignificar e impulsar acciones colectivas que buscan implementar otras experiencias emocionales en los mismos escenarios sociales (López y López 2017, 62).
Identificar y nombrar el miedo puede servir para transformar las condiciones que lo causaron y reorientar las acciones de cohesión que se interrumpen con el ciclo de violencia. En el caso de la familia en cuestión, esto se evidencia en el momento específico del éxodo:
La llamada que recibió mi hija fue de mi sobrina diciendo que teníamos que salir porque nos habían amenazado y que valía más salir. Teníamos a las cabezas de familia hablando de la situación, entonces había que pensar si todavía podíamos salir…porque mira, cómo que el Ministerio Público le habla a mi hermano para ofrecerle protección y sacarlo de Chihuahua, pues no, ¿verdad? Al mismo tiempo que le hablan, empiezan a pasar las camionetas de ‘esas gentes’[…] Y ya con eso que nos iban a matar, ya teníamos varios días durmiendo todos en una misma casa... Se quedaron las casas vacías y todos amontonados, pero en esa casa todos juntos, o sea, si nos iban a matar que nos mataran a todos juntos (Entrevista a Mujer 61 años 2014).
En el momento en que la decisión de salir fue tomada, los jefes de familia, en su mayoría hombres, se reunieron para discutir la posibilidad de desplazarse a otro estado, de modo que hubo una planificación para realizar la movilización que fue detonada por el temor que sentían ante el evidente riesgo de ser asesinados. La organización de los varones, asumidos como los responsables de la protección de sus familias nuevamente unió a hermanos y hermanas por igual para brindarse protección entre sí y afrontar la compleja situación en la que se encontraban. La elección de desplazarse de un lugar a otro para conservar la vida -abandonando sus bienes y propiedades- constituye un proceso socioemocional porque no existe una separación entre la estrategia (razón) y la evaluación de la misma (emoción). De acuerdo con Campos (2011), la toma de decisiones es sobre todo una valoración emocional porque las emociones se encuentran siempre presentes como un continuum que moviliza la acción, por lo que podría hablarse de decisiones tomadas emocionalmente y concebirlas como pensamientos encarnados (Rosaldo 1984; Jimeno 2004).
Ahora bien, la frase: “si nos iban a matar que nos mataran a todos juntos”, ejemplifica un trabajo emocional, en términos de Hochschild (1979), ya que, si bien el miedo era lo que los juntaba para quedarse en una misma casa, también floreció una esperanza que prevalecería hasta el momento del desplazamiento. Aunque existía un clima emocional de temor en horas previas a la salida, el miedo fungió como un pegamento afectivo que fortaleció los vínculos emocionales y posibilitó un viraje hacia sentimientos que sirvieron como mecanismo de afrontamiento y resistencia frente a las múltiples violencias experimentadas. Así, el miedo puedo ser resignificado, junto con la efímera esperanza, para orientar acciones de protección (López y López 2017), en el caso de la familia en comento, el miedo detonó en el momento de la amenaza inminente, otros procesos emocionales como la cohesión que les representó un sostén afectivo para actuar y emprender la huida.
Una vez efectuado el desplazamiento, la familia experimentó una separación porque sus miembros se desperdigaron en distintos sitios, conllevando fuertes fracturas en su comunicación y con ello la emergencia de otros procesos socioemocionales para adaptarse a las nuevas condiciones de aislamiento y pérdidas materiales y afectivas. A partir de los registros de entrevistas que permanecen el expediente de la CMDPDH, se identificó la presencia de conflictos entre los integrantes causados por culpas y resentimientos mutuos:
[…] Salimos, pero hubo unión nada más para salir porque aquí ya no hubo… Aquí estamos todos reunidos (refiriéndose al momento del taller) pero son mentira, ésta no es la verdad ni la realidad y la verdad es que cada vez estamos mucho más separados y mucho más enojados unos contra otros por la desesperación de la situación y el cambio de circunstancias… Ni siquiera una llamada telefónica para saber cómo estarán, qué estarán haciendo… Yo me he intentado aferrar a lo mínimo, y ahorita me doy cuenta que no me he puesto a pensar en los demás… Ahorita me dolió lo que dijo ella (se refiere al sentir de otra integrante), no la estoy dejando, me duele su sentimiento… (Conversación durante taller con Mujer 59 años 2014).
En el testimonio anterior, se puede observar un profundo dolor por la separación que los conduce al enojo, el reproche y la indiferencia. Resulta relevante identificar que la dispersión de los miembros de la familia en distintas entidades del país, como estrategia de seguridad y protección, conllevó a la gestión de emociones diversas entre las que predominaron los sentimientos de culpa y enojo por los mutuos reproches. La disolución de los lazos familiares por el distanciamiento físico las omisiones gubernamentales locales y la falta de respuestas institucionales para atender y garantizar sus demandas, generan procesos emocionales adversos en estas personas, en los lugares de reasentamiento por la dificultad de la cercanía y el debilitamiento de sus vínculos afectivos y con ello la experimentación de emociones que los inmovilizan.
Las condiciones en las que sobreviven estas personas, impiden la autovaloración y el reconocimiento de sus decisiones, las cuales han sido fundamentales para preservar sus vidas. Frecuentemente, la inmediatez y precariedad a la que conlleva la situación de desplazamiento genera sentimientos de culpa porque se sienten los únicos responsables de su condición, lo que posibilita que se pierda la dimensión política de sus acciones y gane terreno la patologización de su experiencia emocional. En el distanciamiento físico, periódicamente aparecen episodios de angustia y estrés entre algunos de los miembros de la familia por la dificultad de la reconstrucción de sus vínculos. Así se muestra en el siguiente relato:
Siento demasiada soledad, dolor, angustia y tristeza. Frustración, estancamiento, desesperanza y desesperación… Una impotencia muy grande, solo quiero paz y tranquilidad, una manera digna de sacar adelante a mis hijos. Algo por lo cual valga la pena, (que) me han quitado todo, a su papá, a su abuelo, siempre por ellos (Conversación durante taller con Mujer 52 años 2014).
En este extracto se puede identificar que las emociones de soledad y miedo en primera persona generan desesperanza, al sobrevenir la impotencia por la situación que están atravesando. De acuerdo con otras investigaciones que hemos realizado (López y López 2017) cuando las emociones, como el miedo, se experimentan de manera aislada prevalecen procesos emocionales de angustia, a diferencia de cuando se comparten y se expresan en comunidad. Los documentos del archivo de esta familia, permiten señalar que cuando se unieron para salir de su lugar de residencia, tenían la esperanza de salvaguardar la vida. En el desplazamiento y en el lugar de reasentamiento, ya desperdigados, los miembros debieron adecuar sus emociones en función de las condiciones de precariedad e incertidumbre:
Perdimos hasta la estabilidad emocional. Esas cosas no se entienden hacia afuera y a veces es muy difícil entenderlas hacia adentro pero aun así todos hemos manifestado más bien pérdidas emocionales. Yo me fijo que realmente las pérdidas materiales casi ninguno mencionamos. Coincidimos, siento yo, que aún estamos muy bien porque… porque nadie está mencionando lo material. Tenemos más dolor por lo emocional. Siento que ni le estamos dando importancia a lo material, entonces quiere decir que no estamos tan mal (Conversación durante taller con Mujer 59 años 2014).
Este último relato, permite identificar que las emociones son una dimensión social que emerge como un elemento nodal en el orden y el conflicto de las relaciones y vínculos familiares -sociales-. Las emociones traslucen las bases afectivas de la cohesión y la solidaridad. Las distintas situaciones del proceso de desplazamiento desde que se emprende la huida hasta que se da el reasentamiento suscitaron distintos procesos socioemocionales en los miembros de la familia, así se muestra que las emociones no son respuestas psíquicas de procesos mentales solamente, sino que las situaciones de interacción social motivan la presencia de ciertas emociones que (re)orientan diversas acciones, sea de movilización política o de inhabilitación social.
La reparación integral de las víctimas de desplazamiento forzado de esta familia, aparte de la compensación económica y material, debe reconocer el ámbito emocional porque es ahí donde lo político, lo económico, lo cultural y lo social se encuentran, tanto en lo individual como en lo colectivo, y donde las personas pueden otorgarles un sentido a sus experiencias. Como propone Nubia (2000), es fundamental incluir los lazos afectivos prevalecientes durante la reconstrucción de proyectos personales y sociales después del desplazamiento forzado, así como en los procesos de acceso a la justicia y garantías de no repetición, porque en lo simbólico y en lo emocional, se sitúan las mayores pérdidas, pero también se encuentran las mayores posibilidades para paulatinamente recuperar el tejido social, que no es otra cosa que la confianza y los lazos afectivos de la comunidad, que han sido destruidos por la violencia.
Recuperar la dimensión emocional de las experiencias de desplazamiento forzado posibilita que las personas puedan asumirse nuevamente como sujetos de derecho -en conjunto con la reparación jurídica y material de los daños-, al rescatar y potenciar su capacidad de agencia, resistencia y afrontamiento frente a las situaciones traumáticas de su colectivo.
Algunas ideas para el cierre
La dimensión emocional politiza experiencias aparentemente individuales al visibilizar las estrategias de afrontamiento que emplean las personas -no como estrategias de coping23, sino como negociaciones con su grupo inmediato-, frente a contextos complejos, además de potenciar los sentires de los sujetos como procesos restaurativos en los que se dimensionan las acciones cotidianas como formas de resistencia que permiten alentar nuevas significaciones y sentidos. El abordaje político y social de las emociones, posibilita una lectura desde el ámbito socioemocional como un factor clave para entender el fenómeno del desplazamiento interno forzado desde otras perspectivas y estrategias analíticas para tratar de entenderlo y explicarlo de manera multidimensional.
La experiencia del desplazamiento forzado implica que la vida que se conocía hasta ese momento se vuelve parte de un pasado que provoca añoranza, mientras el presente se torna impredecible y el futuro ante el devenir causa miedo e incertidumbre. El reconocimiento de la dimensión política de lo emocional posibilita construir referentes y mecanismos que alientan la recuperación de los actores, para convertirse en sujetos políticos que transforman experiencias de miedo, rabia y dolor en exigencias de justicia, reparación y garantías de no repetición frente a gobiernos omisos que buscan invisibilizarlos24. Por lo tanto, la reedificación de los derechos humanos y sociales de las personas víctimas de desplazamiento interno forzado es una tarea inacabada que compete al Estado mexicano, desde sus diferentes instancias e instituciones, para instaurar medidas que posibiliten impulsar procesos de reconocimiento jurídico, donde no se vislumbre a las personas solamente como víctimas con necesidades psicológicas, sino como sujetos con capacidad de agencia, cuyos derechos deben ser resarcidos integralmente.
Frente a esa tarea, organizaciones civiles como la CMDPDH y Aluna Acompañamiento Psicosocial, en sus labores con personas víctimas y defensores de derechos humanos, se encuentran desarrollando trabajos en los que la dimensión emocional y los procesos socioemocionales están permitiendo explicar la organización de acciones de movilización y exigibilidad de colectivos como parte de la defensa de sus derechos humanos. Así, a través del trabajo psicosocial, las emociones inicialmente asociadas con experiencias de violencia se están politizando para generar prácticas que contribuyen, paulatinamente, a la transformación social y a la restauración de un tejido que se encuentra polarizado y escindido por la violencia sociopolítica.