Introducción
Este artículo desarrolla algunos aportes teóricos derivados de un estudio empírico acerca de la patrimonialización del barrio de Barracas, un antiguo barrio industrial al sudeste de Buenos Aires (Argentina)1, con el objetivo de ofrecer una conceptualización crítica del patrimonio que vincule memoria, cultura y cambio urbano en la coyuntura del capitalismo tardío.
El análisis acerca de Barracas focalizó en cómo, a partir del año 2003, proliferaron discursos donde el barrio dejaba de ser representado como “lejano”, “abandonado” o “peligroso” para pasar a ser construido como “atractivo”, “auténtico”, “patrimonial”, retomando imágenes y mitos preexistentes y contribuyendo a la transformación de la geografía simbólica del área. Ello ocurre en el marco de un proceso de recualificación urbana de Barracas más amplio, aun inacabado, iniciado en la post-crisis de 2001 y acentuado entre 2003 y 2013, con auge inmobiliario en 2006 y 2007, que tiende a la reconversión de los usos del suelo (por el cual retroceden los usos industriales y equipamiento en favor de la residencia y los servicios) y a la llegada de inversores inmobiliarios, turistas, profesionales y residentes de grupos medios y altos. Se trata de un proceso que se concentró especialmente en las áreas más cercanas al centro y sobre las grandes avenidas, y que se orientó hacia sectores sociales de mayores recursos económicos, sociales y culturales que los antiguos residentes, lo que trajo aparejados procesos de gentrificación en algunos puntos.
Por parte de algunos inversores inmobiliarios y sus aliados, el barrio fue especialmente cualificado a partir de su “patrimonio industrial”, en referencia a las antiguas plantas industriales en desuso que pueblan su superficie, que estaban siendo refuncionalizadas como viviendas y oficinas de categoría. No obstante, el recurso al patrimonio no fue exclusivo de actores con interés en la inversión inmobiliaria en la zona, sino que también actores locales demandaron desde 2007 una “defensa del patrimonio” (asociado esta vez a las “casas bajas”, que serían representativas de un estilo de vida vecinal) como forma de resistir demoliciones y construcciones de nuevos edificios, así como de traccionar un tipo de recualificación del barrio más ligado a la rehabilitación que a la renovación urbana. De manera muy general, el análisis dejó a la vista que el patrimonio es una arena de luchas ideológicas donde se tramitan contradicciones ligadas al destino de la ciudad.
En este artículo, me centraré en los elementos teóricos derivados de dicho análisis. Para ello, aportaré en primer lugar una definición de “patrimonialización”, para luego abordar al patrimonio en dos dimensiones conceptuales complementarias: como respuesta ideológica a las contradicciones de las ciudades del tardocapitalismo y como dispositivo discursivo histórico de objetivación de la memoria.
Estas definiciones emanan de tres fuentes: primero, de ciertas decisiones teórico-metodológicas, que, por la negativa, condujeron a una toma de distancia respecto de visiones sustancialistas (que asumen que el patrimonio es una cualidad propia de los objetos patrimoniales), juridicistas (que reducen la patrimonialización a la sanción oficial de un bien o práctica como patrimonio), economicistas (que ven en el patrimonio una mera fachada que esconde intereses económicos) y empiristas del patrimonio (que reconocen de forma acrítica tantos tipos de patrimonio como categorías de cosas se ofrecen a su percepción).
Luego, brotan de esas mismas decisiones que, por la positiva, llevaron a focalizar sobre los procesos de conflictiva transformación de la dimensión significante de la vida social, centrándose en el carácter histórico y en la función práctica del patrimonio en una coyuntura precisa. Finalmente, surgen de los hallazgos a lo largo de la investigación empírica, que dieron sustento a la afirmación de que no existe una visión unificada de qué es el patrimonio ni de sus alcances, ni de las identidades que éste debe representar, sino que estas concepciones se forjan al calor de disputas que, para el caso analizado, crean el destino de la recualificación del barrio.
Antes de desarrollar los conceptos, será preciso hacer un breve rodeo por el enfoque teórico desde el cual se interrogó el proceso de emergencia de Barracas como un barrio “histórico”, para echar luz sobre las condiciones teóricas de producción de la conceptualización posterior. Al final del artículo, se pondrán en relación las definiciones provistas con una lectura del lugar del patrimonio en una coyuntura tardocapitalista donde la ideología neoliberal es la ideología dominante.
Significaciones, ideología, luchas de clasificación: un enfoque teóricometodológico transdisciplinario
El estudio de las prácticas discursivas que nombran, dividen, jerarquizan, cualifican a ciertos inmuebles, prácticas o zonas fue una de las vertientes que permitió afirmar que la sanción de un área o un inmueble como “patrimonio” no sólo recualifica al objeto en cuestión, sino que en muchos casos modifica también la imagen del lugar donde se emplaza y reestructura su posición respecto de otros lugares. Una segunda vertiente que fortaleció esta mirada teórica fue la puesta en diálogo -muchas veces tenso- de estudios sobre procesos de patrimonialización y recualificación urbana provenientes de la sociología, la antropología o la geografía con un campo específico de problemas: el de los estudios en comunicación.
Los estudios en comunicación son una zona de investigaciones que implican una toma de posición transdisciplinaria al interior de las ciencias sociales, en tanto se orientan hacia la problematización de las significaciones, sus procesos de producción y sus transformaciones, presentes en todos los aspectos de la vida social (Caletti, 2019). Se trata de un campo de estudios atento entonces a las ideologías, a los discursos, a la politicidad de los decires y a la conformación de identidades.2
Esta perspectiva se aparta de ciertos estudios en comunicación que, preocupados por la política, o bien analizan el modo en que los medios masivos de comunicación representan conflictos sociales o políticos, o bien, circunscriben la politicidad de la palabra a agentes o instituciones especializadas: se estudia entonces el “discurso político” como aquel proferido por “los políticos” o como aquel que tematiza cuestiones socialmente consideradas “políticas”. Desde la perspectiva adoptada aquí, ambas perspectivas son reductoras del problema de la politicidad de las significaciones sociales. En el primer caso, porque se otorga a los medios masivos de comunicación una potestad casi exclusiva en la producción de significaciones, dejando de lado el lugar de una miríada de prácticas heterogéneas a lo largo y a lo ancho de la vida social donde los sentidos se maceran, se relanzan, se transforman. En el segundo, porque se reduce la política al juego palaciego de profesionales, soslayando nuevamente la politicidad de la vida social, es decir, el litigio incesante por la definición de los modos de vivir juntos (Caletti, 2006). Si bien el peso de los medios masivos de comunicación en la visibilización, puesta en circulación a gran escala y mediatización de significaciones es innegable, ni la producción de significaciones ni la lucha ideológica están limitadas a priori a ciertas esferas o instituciones.
Lo dicho conduce a precisar el aporte de los estudios en comunicación a los estudios urbanos en general y a la cuestión de la patrimonialización de zonas, edificios o prácticas en particular. Este enfoque no aborda las formas de mediatización de la ciudad, ni propone estrategias comunicacionales para la comunicación en la ciudad; no da cuenta tampoco de las formas de la comunicación interpersonal en contextos de cercanía (Rizo García, 2007). Asimismo, la mirada comunicacional propuesta se sitúa por fuera del juego normativo y gestionario que busca criterios o instrumentos para determinar qué es patrimonio y qué no, y se ocupa en cambio de desplegar una analítica de los procesos por los cuales el patrimonio puede emerger en un momento dado como un jeroglífico social capaz de condensar una conflictividad que se lleva adelante en el espacio de lo público.
En consecuencia, la ciudad no es un objeto dado: no es ni el referente de los discursos ni el escenario, el fondo inerte, sobre el cual tiene lugar la comunicación. El foco se pone en cambio en los sistemas de representaciones que estructuran la experiencia misma de y en la ciudad, a partir de los cuales diversos actores pueden disputar la configuración de lo existente, de lo deseable y de lo posible (Therborn, 1987). Emulando el gesto con que Marx lee el mundo de las mercancías y Freud el de los sueños, más que develar qué se esconde detrás del patrimonio, se trata de interpretar qué cuestiones viene éste a destrabar en una coyuntura dada y cómo lo hace, en beneficio de quiénes y con qué efectos. Se trata en suma de “describir el haz de interrogantes (históricamente situados) en que tal sentido (o práctica) emergió como respuesta” (Aguilar et al., 2014, p. 49).
El enfoque analítico adoptado para la investigación empírica formuló sus interrogantes desde el espacio intermedio entre los estudios en comunicación así entendidos y una sociología crítica preocupada por la producción y los efectos de sistemas de clasificación social y espacial, poniendo en acto la productividad del cruce de abordajes teóricos que se han desarrollado prácticamente al margen uno del otro, aún a pesar de sus puntos en común.
Un concepto central de la sociología urbana es el de luchas de clasificación-enclasamiento (luttes de classement) acuñado por Pierre Bourdieu, que remite a esa dimensión de la lucha de clases ligada a las disputas por las que se establecen o reproducen distinciones entre grupos y lugares al interior de un orden social jerarquizado y de un espacio diferenciado (Bourdieu 1985, 2012; Topalov, 2002). Este concepto arroja luz sobre el carácter procesual y conflictivo de los sistemas de clasificación que componen el sentido común en una sociedad dada (Depaule y Topalov, 1996), así como sobre los modos en que ciertas categorías devienen recursos, pero también límites, en las disputas entre actores en desigualdad de condiciones para apropiárselas y movilizarlas en la construcción y consecución de sus intereses, en la formación de alianzas, etc. La producción discursiva del espacio se enlaza así con el modo en que esas simbolizaciones traducen, proyectan, de una forma más o menos borrosa, las posiciones y distancias propias del espacio social (Bourdieu, 1993).
En las luchas de clasificación-enclasamiento se ventila “la posibilidad de imponer una visión del mundo social a través de principios de división que, cuando se imponen al conjunto de un grupo, constituyen el sentido y el consenso sobre el sentido, y, en particular, sobre la identidad y unidad que hace efectiva la realidad de la unidad e identidad de ese grupo” (Bourdieu, 1985, p. 88). Si bien Bourdieu no utiliza el concepto de ideología, la definición precedente es compatible con el concepto sobre el que volveré en seguida.
Podría decirse que la ideología dominante es un principio de clasificación, un conjunto de esquemas de percepción, antes que un conjunto estático de ideas o representaciones. Y que esa ideología funciona cuando existe un reconocimiento de esas clasificaciones como algo que posee sentido para un “nosotros”, montado sobre el desconocimiento del proceso por el cual el mundo se nos aparece con toda naturalidad como compuesto por “partes” (Althusser, 2015).3
Esta concepción resultó pertinente para el estudio de un proceso concreto de patrimonialización por distintas razones. Primero, porque la distinción entre “patrimonial” y “no patrimonial” es ya un principio de clasificación que aparece ante los sujetos implicados con la fuerza de la evidencia, mucho antes de que se disputen qué objetos quedan incluidos en cada conjunto. Y, luego, porque la “inflación patrimonial” de las últimas décadas (Choay, 1993) - por un lado, la inédita proliferación de institutos especializados, bibliografía, conferencias, normativa, etcétera; por el otro, la asombrosa ampliación de criterios y de alcances geográficos y temporales- supuso una llamativa multiplicación de clasificaciones, de subdivisiones de la memoria: patrimonio natural, cultural, industrial, subacuático, rural… la lista sigue.
Un análisis crítico del patrimonio se sustrae a la mirada empirista que ve tantos tipos de patrimonio como categorías de cosas se les ofrecen a su percepción y las toma como parte de su objeto, enfocándose sobre las condiciones de posibilidad de su emergencia en tanto principios de clasificación, en sus efectos, en las modalidades que adopta la patrimonialización dando lugar a que ciertos objetos se conviertan en centro mágico de nuevas virtudes antes inadvertidas. No hay tipos de patrimonio que se deriven de tipos de cosas, sino procesos mediante los que ciertos objetos, identidades, prácticas y lugares son incorporados a sistemas de clasificaciones por los cuales pasan a ser reconocidos y jerarquizados como “patrimonio” y, como tales, auténticas manifestaciones de la “diversidad cultural”.
El patrimonio en perspectiva relacional: el proceso de patrimonialización como atribución de valor de autenticidad
Contrariamente a un esencialismo que presupone que el patrimonio es una cualidad de bienes y prácticas que pasan a formar parte de un acervo neutral, el análisis de prácticas complejas y heterogéneas que disputan los sentidos del patrimonio, sus alcances y los sujetos con capacidad para decidir qué es patrimonial y qué no, permite afirmar que valor patrimonial es un efecto de atribución y que su resultado, el “patrimonio”, es un modo histórico, entre otros posibles, de objetivar la memoria colectiva y urbana.
Así, el patrimonio no es una cualidad inherente al objeto sino que “el valor (patrimonial) es ‘administrado al objeto’, en el sentido en que le es propuesto y luego adjuntado, de manera más o menos eficaz y durable según el objeto sea capaz de aceptar, soportar, integrar, esta operación” (Heinich, 2009, p. 259, traducción propia).4 En consecuencia, no hay objetos con valor patrimonial ni tipos de patrimonio: el valor patrimonial es una propiedad relacional, efecto de prácticas de nominación-atribución tras la cual, de un modo análogo al que Marx descubre en la mercancía, dicho carácter se nos aparece de forma invertida como un aspecto más del objeto, comparable a cualquier otra de sus propiedades físicas. En otros términos, “el objeto no hace al patrimonio, sino que la función patrimonial hace de un objeto dado un bien patrimonial” (Heinich, 2009, p. 258, traducción propia).5
La patrimonialización implica una selección de objetos, su ordenamiento y su interpretación, de acuerdo a un metalenguaje que tiende a cerrar su polisemia, a fijar su sentido (Prats, 2005). Por ello es preciso apartarse de la pregunta por el qué del patrimonio (¿Qué define al patrimonio en general y qué a sus -casi infinitas- especificaciones: cultural, urbano, rural, industrial, inmaterial, subacuático, natural?) y reformularla desde un punto de vista procesual, que atienda al cuándo, al cómo y al quién: ¿Cuándo, bajo qué condiciones, ciertos objetos o prácticas son reconocidos como patrimonio? ¿Cómo es el proceso por el cual se llega a ese reconocimiento? ¿Quiénes son los sujetos habilitados para establecer el concepto y los alcances de lo patrimonial? Y, también, más específicamente, para quienes se interesan por los procesos urbanos: ¿cómo se integran los objetos patrimonializados en las dinámicas de cambio de las ciudades? En este sentido, no solamente el objeto debe ser capaz de recibir y mantener esta atribución, sino que el éxito de la patrimonialización dependerá de la relación que mantenga con los actores y los espacios sociales implicados (Aguilar, 1982). Resulta clara entonces la primacía en el análisis del proceso por sobre sus productos.
Asimismo, contra una mirada que podría llamarse “juridicista”, la patrimonialización no se reduce ni tiene como fin último la sanción oficial por la cual un bien o práctica es incorporado en un registro estatal o supraestatal. Sin desconocer que la sanción oficial resulta el modo de legitimación y cristalización más formal y duradera, la investigación empírica debe atender a la existencia de distintas modalidades de atribución de valor patrimonial, insertas a su vez en estrategias disímiles. Así, algunos actores, como por ejemplo agencias de marketing inmobiliario, pugnan por lograr el reconocimiento público de un inmueble -por caso, una antigua fábrica en desuso refuncionalizada como complejo de lofts- como “patrimonio” en tanto esa cualificación aporta un plus al producto, sin intentar obtener una sanción oficial, que devendría un obstáculo para la propia intervención arquitectónica sobre el edificio.
Los actores de un proceso de patrimonialización pueden tomar a sus objetos de diferentes maneras: en algunos casos, se resalta el valor de antigüedad de un inmueble, como en antiguas fondas y lugares de tango en Barracas. En otros, esa antigüedad es negada y cubierta con una pátina de color y novedad destinada a devenir marca de identidad local, como en los circuitos de “arte urbano” en el límite sur del barrio o en “Central Park”, una fábrica refuncionalizada como complejo de oficinas, cuyo rasgo saliente es su fachada intervenida por un artista plástico de renombre. También, una seña de identidad puede ser erigida como marcador patrimonial para una zona, como lo es en Barracas el “patrimonio industrial”, que no sólo califica a las antiguas fábricas como patrimonio, sino que además recualifica al barrio entero a partir de ese rasgo. En algunas ocasiones, la antigüedad no es condición de patrimonialización, pero sí lo es la unicidad, como lo muestra el Pasaje Lanín, una calle de doscientos metros con cuarenta fachadas de viviendas sin atractivo arquitectónico pero intervenidas con mosaicos por otro artista plástico. En otros, finalmente, la patrimonialización es una operación amplia, que va más allá de los bienes que puedan ser considerados patrimoniales y avanza sobre la creación de una atmósfera, un ambiente atractivo que no existía previamente, como lo muestra el caso del Centro Metropolitano de Diseño y la intervención de sus alrededores (Hernández, 2017).
A partir de lo dicho, y desde una perspectiva relacional, la patrimonialización puede definirse como el conjunto complejo de los procesos por los cuales un sujeto individual o colectivo legitimado asigna un plus de de sacralidad (bajo la forma de autenticidad histórica, arquitectónica, cultural, etc.) a un bien material o inmaterial mediante una selección de rasgos. A partir de entonces, dicho objeto pasa a ser reconocido como auténtico representante de una identidad y garante de la diversidad (cultural o natural, según el caso). Asimismo, en función del valor cultual (Benjamin, 2011) que le fuera atribuido, exige ser respetado y preservado como valor en nombre del bien común y de la diversidad.
La operación básica subyacente a la patrimonialización es la sustracción del bien en cuestión del reino de lo utilitario y su reinserción en un nuevo universo donde será tratado de acuerdo a nuevos criterios: ya no funcionales ni pragmáticos, sino de autenticidad, antigüedad, significación temporal y, eventualmente, belleza (Heinich, 2009). Así, por ejemplo, las fábricas refuncionalizadas devienen susceptibles de ser etiquetadas como “patrimonio industrial” y convertidas en objeto de contemplación estética sólo cuando han perdido su función utilitaria.
Resulta claro entonces que el poder es aquí una cuestión central: lejos de tratarse de una clasificación neutral, la patrimonialización consiste en un proceso de legitimación de referentes simbólicos en el cual no cualquiera puede ser el sujeto a cargo de dicha selección (Prats, citado por González Bracco, 2013). La posibilidad de devenir sujeto de un proceso de patrimonialización constituye para los actores de una coyuntura un recurso esencial en las relaciones de fuerza tendientes a cambiar la imagen de la zona, a aumentar la rentabilidad inmobiliaria, etcétera.
La consecuencia metodológica de que no haya rasgos a priori que obliguen o que impidan la patrimonialización de un bien o práctica es que es preciso analizar de manera situada los modos en que el proceso de asignación de ese plus de autenticidad se lleva a cabo, los rituales en los que se ejerce su reconocimiento como objeto sagrado, los sujetos que tienen la potestad de atribuir dicho valor, en qué momento y bajo qué condiciones, así como los sujetos que resultan legitimados en dicho proceso y aquellos que son invisiblizados. El análisis empírico permite agregar que estas operaciones de atribución se ejercen en terrenos de disputa, aún si los conflictos no son vividos públicamente como tales.
Lo que interesa, para un análisis procesual, es, por una parte, el modo en que se ponen en marcha sistemas de clasificaciones que distinguen, jerarquizan, clasifican a bienes que a partir de entonces pasan a ser depositarios de propiedades sagradas; y, por el otro, la imbricación de esos modos con procesos más amplios, como una recualificación urbana. En Barracas, en tanto antiguo barrio industrial donde la refuncionalización de fábricas devino uno de los motores centrales de la recualificación, el recurso al “patrimonio industrial” por parte de inversores inmobiliarios y por algunas dependencias del gobierno local no constituye una mera descripción de un paisaje, sino más bien una forma de construcción y de redoblamiento de la autenticidad atribuida al barrio en su proceso de cambio de imagen. Así, como resultado de la intervención de una alianza de actores -inversores inmobiliarios, agencias de marketing, prensa nacional, la exposición de decoración Casa foa- no sólo Barracas aparece como un barrio patrimonial, potencialmente comparable con otros ya previamente cualificados (como los barrios turísticos de La Boca y San Telmo), sino como poseedor de un valor que ningún otro tiene: “patrimonio industrial”. Este etiquetamiento, además de propender a aumentar las condiciones que lo hagan atractivo para inversiones,6 funciona también como un mecanismo de legitimación de ciertos sujetos del patrimonio (por ejemplo, mediante el rescate de los “pioneros” de ayer, es decir, de los fundadores de grandes empresas afincadas en la zona durante el siglo xix y comienzos del xx, se legitiman los “pioneros” de hoy, es decir, los inversores inmobiliarios que, de acuerdo con su propio decir, “apuestan” por y en Barracas) y de exclusión de otras definiciones, alcances y sujetos del patrimonio, vinculados a la memoria del trabajo, de las luchas obreras y de la vida cotidiana (Hernández, 2019).
El patrimonio: una respuesta ideológica a la transformación de los modos contemporáneos de habitar la ciudad
La centralidad adquirida por el patrimonio en los últimos cuarenta años puede ser leída no sólo a la luz de la preocupación emergente por la destrucción de edificios históricos en Europa en la Segunda Guerra Mundial y del fracaso de la utopía de la urbanización racionalista, sino también del trastrocamiento de la experiencia de lo urbano heredada de la Modernidad -aquella de la visibilidad, de la puesta en escena y de los grandes espacios públicos como lugares de socialización (Caletti, 2007; Sennett, 1997)- como efecto de procesos como la globalización, la metropolización, la aceleración de las comunicaciones a través del transporte y de las nuevas tecnologías de información y comunicación, entre otros. Cuando aquella experiencia de la ciudad entra en crisis, se asiste a una paradoja: la imagen de la ciudad moderna no desaparece, sino que esas representaciones retornan como un mito, atraen la atención y se vuelven objeto de preocupaciones.
Actualmente, en tiempos donde el turismo cultural y la producción inmaterial regulan la imaginería producida acerca de las ciudades, tanto la cultura como el patrimonio se han convertido en el lenguaje mismo con el que se dice, se valora, se anhela, una experiencia de la ciudad que no cesa de alejarse (Nancy, 2013). El objeto patrimonial promete autenticidad, valor escaso cuando todo gesto parece amenazado por la omnipresencia del simulacro. La trasmutación masiva de los restos del pasado en patrimonio es una respuesta propia de una época vivida como postaurática, desencantada, en la cual lo sagrado y lo auténtico escasean y se vuelven por ello objeto de deseo. No obstante, al mismo tiempo, la patrimonialización participa del proceso mismo de destrucción de la autenticidad que promete, dado que todo puede eventualmente ser patrimonializado e integrado así en la estetización generalizada de la que se pretendía escapar (Harvey, 2013).
En este contexto, el patrimonio puede operar como recurso en la reinserción económica y simbólica de las ciudades en el capitalismo neoliberal.7 Pero concebirlo como recurso no significa reducirlo a un carácter estrictamente instrumental, cuya producción depende exclusivamente de la búsqueda de beneficios económicos o políticos. Tampoco supone afirmar que el “recurso” es un uso artificial o desviado de una cultura genuina pero perdida a causa de su mercantilización. Desde la perspectiva adoptada aquí, el patrimonio constituye una respuesta ideológica que permite tramitar las contradicciones entre destrucción / transformación / permanencia que emanan del desarrollo capitalista actual de y en las ciudades, así como la acelerada desintegración de la experiencia moderna de la ciudad que éste trae aparejada.8
Cuando se analiza el aspecto ideológico ligado al cambio urbano, la ideología suele aparecer o bien como un elemento secundario o bien como una falsa conciencia, una fachada que oculta los verdaderos intereses de los actores, aquellos ligados a la acumulación económica. No es éste el sentido con que entiendo que el patrimonio es ideológico. El concepto marxista de “ideología” se retoma aquí en un doble sentido: por una parte, en su acepción clásica, como la generalización del interés particular como interés general. En este caso, la apelación a la “puesta en valor” del patrimonio en Barracas como una acción orientada al bien común por parte de inversores inmobiliarios encubre el hecho de que las formas de apropiación de los beneficios otorgados por esa valorización patrimonial, grosso modo, se canalizan en un aumento de la renta inmobiliaria y en una recualificación social de la zona.
Hasta aquí, la ideología patrimonial permanece como un mero derivado de la base económica sin peso propio al interior de una coyuntura. Sin embargo, esta definición por sí sola no es suficiente: es preciso introducir un segundo sentido de la ideología, tomado de la conceptualización althusseriana, que entiende que las ideologías son sistemas de representaciones insertos en la lucha de clases mediante los cuales los sujetos se representan y experimentan su relación con el mundo (Althusser, 2004). En tanto lo ideológico es una instancia constitutiva de los procesos históricos, su funcionamiento no ocurre en el eje que separa lo verdadero de lo falso ni lo racional de lo irracional: la ideología tiene un funcionamiento práctico y es activa en la vida social en tanto hace a la vivencia subjetiva.
Si es posible hablar del patrimonio como ideología, entonces, es porque el patrimonio (el actual imperativo de su preservación, de la vivencia indignada de su destrucción, etc.) constituye una respuesta a los procesos, por un lado, de intensificación de la mercantilización de la cultura y de las identidades culturales y, por el otro, de aceleración de las transformaciones urbanas al ritmo de los ciclos de expansión y contracción del capital y del impacto urbano de los cambios en el modo de producción en la segunda mitad del siglo pasado. Así, el patrimonio permite dar una respuesta simbólico-imaginaria a dichos procesos de transformación de las ciudades, de la experiencia urbana y del lugar de la cultura y la memoria en la vida social. Dicho de otro modo, esta ideología es central en el modo como los sujetos estructuran de forma imaginaria su relación con la historia, con la ciudad y con su identidad colectiva, y es a través suyo que se libran disputas en las que los sujetos se implican activamente.
Si bien es indudable que distorsión y poder se ponen en juego en la “magia social” por la cual algunos sujetos -y no otros- son capaces de trasmutar un objeto o una práctica en “patrimonio”, es preciso profundizar aún más en el sentido en que se habla aquí de ideología, dado que este concepto ha tenido no sólo una larga vida sino también una prolongada agonía derivada de su propio éxito: si todo es ideología, entonces nada lo es. Este concepto ha sido retomado recientemente por teóricos provenientes de la teoría política preocupados por el problema de la subjetivación política (Laclau, 2002; Stavrakakis, 2010; Zizek, 1992).9 Buena parte de estos autores se inspiran, a su vez, en la teoría marxista por la cual la ideología es la operación de totalización por la cual el interés particular de la clase dominante llega a aparecer como interés general (Marx y Engels, 2014), operación que tiene como efecto específico el borramiento de las marcas de su propio funcionamiento. Asimismo, en los avances de Althusser, quien, recurriendo a los aportes psicoanalíticos de Freud y Lacan respecto de la conformación de la identidad y de la significación, la definió como aquellos sistemas de representaciones mediante los cuales los sujetos se representan su relación imaginaria con sus condiciones reales de existencia (Althusser, 2004). En otras palabras, la ideología no es un velo, sino una relación a través de la cual experimentamos nuestra relación con el mundo social a partir de una doble función de reconocimiento-desconocimiento. Pêcheux (2016) agrega que la ideología es un proceso de producción de evidencias que se imponen a los sujetos, entre las cuales dos son fundamentales: la evidencia de nuestra propia identidad (nos reconocemos como si fuéramos los amos de nuestras propias acciones, desconociendo que nuestra identidad nos ha sido impuesta por los otros y que nuestra experiencia consciente se encuentra subordinada a la instancia inconsciente) y la del significado (reconocemos el significado de las palabras como si éstas remitieran de manera transparente a las cosas, desconociendo el carácter contingente y arbitrario de la nominación).
Lo que es central de este planteo es que esa distorsión, ese falso reconocimiento, es indispensable para la vida social. Lo ideológico no se agota en la disputa entre puntos de vista o entre conjuntos programáticos, sino que remite al nivel donde emergen las evidencias mismas que dan consistencia a la realidad social. La ideología se impone a los sujetos con toda naturalidad y cumple una función práctica esencial: interpelar a los individuos como sujetos (Althusser, 2015), es decir, producir sujetos sociales que se reconocen como sujetos implicados en los procesos históricos que les toca vivir (aun reconociéndose bajo la forma vivida de una desimplicación). Lo ideológico implica tanto una dimensión objetiva (por la cual se encuentra ligado -de forma no lineal sino sobredeterminada- a procesos económicos, políticos, culturales, etc.) como una dimensión subjetiva (es decir, en la cual el sujeto se constituye), (Althusser, 2015; Pêcheux, 1975). De esta forma, la ideología es a la vez objetiva y subjetiva, a la vez principio de reproducción y principio activo de la transformación.
En consecuencia, el análisis del patrimonio como ideología y de sus manifestaciones discursivas comprende tanto la desmitificación crítica de las representaciones como el estudio del proceso por el cual el patrimonio llega a constituirse como categoría a través de la cual se viven y simbolizan ciertos conflictos urbanos. Entonces, hablar del patrimonio como ideología no significa asociarlo con una serie de contenidos fijos ni pensarlo como un instrumento utilizado cínicamente por los “ganadores” de la patrimonialización o como una falsa conciencia para los “perdedores”. Tampoco supone reducirlo a priori a una imposición de la memoria y del gusto dominante. El patrimonio es, por el contrario, el modo en que, a la luz de ciertas condiciones históricas de posibilidad, algunas cuestiones urbanas se nos aparecen con toda naturalidad. Por ejemplo, la necesidad de su salvaguarda funciona como una evidencia que reclama ser reconocida como tal aún antes de que los actores implicados hayan tomado partido sobre por qué entender acerca de patrimonio, de acuerdo con qué criterios, etcétera. Aquello que se desconoce en el reconocimiento de un objeto como “patrimonio” son los criterios y los procesos históricos por los cuales ese objeto se nos aparece con toda naturalidad como poseedor de “valor patrimonial”. Así, las disputas acerca de la definición, los alcances y los sujetos del patrimonio se operan sobre un “consenso primordial” (Bourdieu, 1999) que asume como evidente el principio de clasificación entre lo patrimonial y lo no patrimonial.
Resta por decir que el patrimonio como objeto ideológico es paradojal: porque, si por un lado representa lo singular e intransferible de un lugar o de un bien material o inmaterial, por el otro comporta un doble carácter universal. Primero, esa universalidad se observa en la remisión del patrimonio a la Humanidad con mayúsculas, tal como se advierte en las declaraciones de la unesco y otros organismos especializados. En función de esta universalidad, el patrimonio aparece como políticamente neutral y su preservación, como una cuestión buena en sí misma, a la cual nadie podría oponerse. Segundo, cada bien patrimonial aparece en su singularidad como una muestra y una garantía de la universalidad de la Diversidad cultural. Cada objeto patrimonial es un signo que remitiría a una cualidad universal de la cultura humana: la de ser diversa. Esta doble universalidad, como cualquier universal ideológico, puede ser vista como una generalización de intereses particulares, de clase. Ello es lo que resalta la mayor parte de los estudios de vocación crítica en la materia: el patrimonio es presentado como un bien neutral, proceso mediante el cual se encubren y legitiman intervenciones que limitan el acceso y el disfrute universal de la ciudad o de la cultura.
Pero ocurre que, al mismo tiempo, esa misma universalidad, en su propia falsedad, también permite hacer del patrimonio una superficie de inscripción para las voces excluidas de cualquier representación patrimonial. Dicho de otra manera, si la promesa de universalidad que trae consigo el patrimonio puede ser denunciada como parcial, también esa misma ficción simbólica posibilita, justamente por declararse a sí misma como universal, la posible apertura de un campo de luchas que impugnen los modos de selección de ciertas identidades para componer los cánones de lo memorable y, por esa vía, repoliticen la cuestión de la memoria y de su anclaje urbano.10
El patrimonio como dispositivo discursivo histórico de objetivación de la memoria: objetos, alcances y sujetos de lo memorable
Un tercer aspecto conceptual, complementario de los anteriores -la patrimonialización como proceso y el patrimonio como ideología- es la definición del patrimonio como un dispositivo discursivo específico, histórico, de objetivación de la memoria, cuya emergencia se va delineando a lo largo del siglo xx, para instalarse como el modo hegemónico de construir, administrar y disputar las relaciones entre grupos sociales y su memoria colectiva desde los años 1960 y 1970 y, en el caso argentino, con el retorno de la democracia en la década de 1980.11 Así, lo que emerge en la segunda mitad del siglo xx no es una nueva conciencia sobre un objeto preexistente, sino justamente un dispositivo discursivo nuevo, es decir, una formación histórica, una red estratégica de relaciones y sobredeterminada entre elementos heterogéneos, que distribuye lo visible y lo no visible, lo decible y lo no decible, que implica lucha y poder, y que produce efectos materiales como la emergencia de objetos, sentidos y rasgos de subjetividad (Deleuze, 1990; Foucault, 1978). La progresiva ampliación histórica de criterios respecto de qué puede ser considerado “patrimonio” en las sucesivas actas de convenciones internacionales y documentos de organismos como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (icomos, por sus siglas en inglés), no veía ni reconocía, sino que producía al patrimonio. Ello no significa en absoluto que el término no se emplease previamente o que no haya habido formas precedentes de preocupación por la memoria urbana;12 lo que agrega es que el patrimonio es una forma histórica específica de tramitar la memoria colectiva y que no convocaba hasta ese momento una serie tan apretada de relaciones de saber y de poder (Foucault, 1992).
En particular, el dispositivo patrimonial tiende a fijar identidades, prácticas, lugares a partir de una operación de salvaguarda basada en la “autenticidad” y en la “diversidad” como valores. Este modo le es propio y lo distingue de otros dispositivos como el monumental. Si el “monumento” y el “patrimonio”, por mencionar dos, pueden ser concebidos como dispositivos heterogéneos, esto no significa que en casos concretos funcionen de manera pura, aislada: es más bien una tarea del análisis la de estudiar cómo, cuándo y en relación con qué sujetos prima una visión más monumentalista, más patrimonial o vinculada a algún otro modo de tramitar la memoria urbana.13
Diversos estudios, si bien constatan una transformación en el último tercio del siglo xx, asumen la preexistencia del patrimonio y describen el cambio como una ampliación de criterios que redunda en un salto cuantitativo de los objetos considerados dignos de ser preservados o como una democratización de los patrimonios (en tanto una apropiación cada vez menos elitista y más plural de la potestad de reconocer y sancionar ciertos bienes como patrimonio; Carrión, 2000; Zunino Singh, 2006). Se habla así del despertar de una “nueva conciencia patrimonial”, de un “punto de inflexión”, de una “evolución”, de una “brusca ampliación”, de un “cambio en el clima de ideas” respecto del concepto y alcance de lo patrimonial (González Bracco, 2019; Schávelzon, 1993; Zunino Singh, 2006.).
Si bien la inclusión en las últimas décadas de identidades no hegemónicas dentro del repertorio de lo que puede y debe ser preservado como herencia para generaciones futuras es innegable, es preciso evitar unidimensionalizar procesos que son por cierto desiguales, tanto en relación con los sujetos legitimados para designarlo como respecto de las identidades por él representadas. En términos de Gorelik (2009), suponer que las memorias compiten entre sí en un territorio equivalente, nivelado, sería aceptar la idea de una especie de libre mercado de la memoria. El caso del patrimonio industrial en Barracas es significativo al respecto: la historia de las fábricas refuncionalizadas se cuenta desde el punto de vista del consumidor (retomando la imagen olfativa recurrente en los locales que recuerda que “en el barrio había olor a galletitas”) o del patrón (los empresarios fundadores son recordados como pioneros sacrificados), borrando la historia del trabajo y de las luchas obreras en dichas fábricas (Mitidieri, 2014).
Por otro lado, si se analizan las lógicas de producción de lo memorable, es decir, las operaciones que se realizan sobre porciones de la ciudad, sobre inmuebles o sobre prácticas, resulta claro que difícilmente pueda compararse la monumentalidad de la ciudad del Centenario (Lacarrieu, 2019) con la producción de pequeños patrimonios barriales y con el rescate de la historia oral, como se ve en Buenos Aires en la década de 1980, o con la construcción de una “marca” de la ciudad como se observa desde mediados de los años 1990. En este sentido, es preciso introducir metodológicamente una discontinuidad (Foucault, 1992) que permita delimitar la especificidad de lo patrimonial respecto de otros modos de objetivar la memoria y la identidad urbanas.
El nivel de análisis no es entonces el de las progresivas “tomas de conciencia” por parte de ciertos actores acerca de la relevancia del patrimonio o el de la ampliación de los saberes para identificarlo, como si éste fuera una propiedad de las cosas, sino el del espacio donde el patrimonio se contornea cual principio de clasificación “evidente”, que sirve como criterio de agrupamiento, jerarquización y división de objetos, prácticas y lugares -lo que Foucault (1992) llamaría una formación discursiva-, tomado en su vínculo con condiciones históricas de posibilidad.
Si definimos la memoria como “un conjunto de fuerzas heterogéneas, y hasta contradictorias, que afectan, alteran, suplementan un objeto o un espacio y lo transforman en lugar”, un dispositivo discursivo de objetivación de la memoria es un conjunto de reglas de representación del pasado que organiza una delegación (Sztulwark, 2005): ya no necesitamos recordar, puesto que los archivos, los inmuebles, lo harán por nosotros. ¿De qué modo recordamos a través del patrimonio?
En primer lugar, a diferencia del monumento, el patrimonio tiene lugar en un mundo donde los héroes se han retirado (Berardi, 2016). A distancia de las grandes gestas heroicas, el patrimonio no trabaja los objetos desde el punto de vista del “Arte” o la “Historia” con mayúsculas ni de la unicidad o la excepcionalidad, sino más bien desde la cultura, lo representativo, lo típico, lo diverso. El Héroe, el Patriota, dejan su lugar al hombre común, al vecino, al semejante. Si el monumento hablara, marcaría una distancia entre los encargados de hacer -el Arte, la Historia- y los destinados a consumirlas. El patrimonio, en cambio, se monta sobre un doble desplazamiento discursivo. El primero es una profusión de aquello que amerita ser conservado, como lo atestiguan sus múltiples subdivisiones, como el “patrimonio industrial”, el “pequeño patrimonio”, el “patrimonio barrial” o el “patrimonio privado”. El segundo es un desplazamiento en el lugar del espectador: el patrimonio no sólo es una cuestión de expertos, sino que interpela a los sujetos representados como “participantes”, como “protagonistas”, se los convoca a definirlo, a señalarlo y a consumir su experiencia.
Aquí, la delegación de la memoria se combina con un mecanismo de interpelación-implicación (Althusser, 2015; Pêcheux, 2016). El patrimonio aparece como generador de objetos y espacios de identificación; si hablara, diría: yo represento a quienes… Ello tiene una doble contracara potencial: primero, que un ataque al patrimonio será tomado como un ataque a la identidad que éste dice preservar (Carman, 2006). Luego, que un pueblo o identidad que no preserva “su” patrimonio, o un Estado que no preserva el patrimonio nacional o el que representa a alguna minoría cultural, serán en seguida moralmente sospechados o acusados de negligencia, de corrupción, etcétera.14
Por otro lado, el patrimonio se presenta como múltiple, diverso, a condición de permanecer unificado en su reconocimiento como forma, de manera análoga a la fetichización de los productos del trabajo humano bajo la forma de mercancía en la teoría marxista del valor. En su tratamiento de la cultura y la memoria, el dispositivo patrimonial contribuye a que todo lo que hay tenga su “valor”, en un doble sentido: primero, la patrimonialización extrae valor de la ruina y el arte público valoriza económicamente -aunque sea de forma indirecta- un paredón gris. Después, es necesario referirse a los sujetos de esa relación de valor: la ruina tiene “valor” en la medida en que es reconocida como tal por alguien. Así, aquello que es señalado como patrimonio entra en el circuito del valor patrimonial y puede ser comparado con todo el conjunto de bienes materiales e inmateriales trabajados por esa misma forma-patrimonio. El punto no es únicamente que las memorias y las culturas se vuelvan enteramente consumibles, sino también, y principalmente, el punto decisivo es la instalación de una comparabilidad general entre las culturas y las memorias en la medida en que adquieren la forma de valor patrimonial. En otros términos, el patrimonio es una potente fuerza de unidimensionalización de las memorias en la medida en que asigna a los productos de la cultura una misma forma de valor, el valor patrimonial.
Un recorrido por los modos en que se habla del valor patrimonial, muestra, en primer lugar, la idea de que los bienes patrimoniales poseen valor histórico, cultural o arquitectónico (tendrían un valor objetivo, punto donde radica la distorsión fetichista), pero también que encarnan o representan una serie de valores propios de ese grupo o de sus antepasados. Se dice también que poseen valor para la comunidad (un valor subjetivo) o valor para la Humanidad (un valor universal). Estos giros aparecen en relación con otros: la puesta en valor del bien (como conjunción de su restauración y su exhibición orientada hacia los intereses y expectativas de visitantes / consumidores; Soler García et al., 2010) y, así, el bien preservado termina apareciendo como valor en sí mismo, ya sea como recurso económico (tanto por lo que la preservación significa de ahorro por sobre la renovación como por lo que hay en él de explotable siendo un bien de atractivo cultural y turístico), ya sea como recurso político o social (en la medida en que su materialidad soporta valores que favorecerían la cohesión de los colectivos y el desarrollo de las comunidades), (Yúdice, 2002).
Lo dicho entraña como consecuencia teórico-metodológica que el funcionamiento del dispositivo patrimonial deba rastrearse en su materialidad discursiva. El dispositivo discursivo patrimonial no es aquel que refiere al patrimonio como si éste fuera un objeto o una propiedad dada, sino que, siguiendo los aportes de la teoría materialista del discurso de Pêcheux (2016) y del método arqueológico-genealógico de Foucault (1992), es en dicho discurso donde ciertos objetos pueden emerger como “patrimonio”. Así, el foco no se pone en las cualidades por las que ciertos bienes o prácticas pueden devenir “patrimonio” o no, ni en el grado de “conciencia” de ciertos actores, sino en los procesos de patrimonialización, es decir, en las lógicas de producción discursiva de lo patrimonial que operan en coyunturas concretas. En este sentido, el análisis propuesto de decires y de prácticas en su dimensión significante estudia el dispositivo discursivo patrimonial en tres dimensiones que se ponen en juego toda vez que el patrimonio es disputado: los objetos, los alcances y los sujetos del patrimonio. Será cuestión de interrogar al patrimonio: ¿Cuáles son sus modalidades? ¿Qué tipo de concepto de ciudad y de memoria implica? ¿Cuáles son sus condiciones culturales, urbanas, políticas, económicas, de posibilidad? ¿Cuáles son sus sujetos? A este último interrogante, muchas veces soslayado o simplificado en las investigaciones dedicadas al patrimonio, me dedicaré brevemente a continuación.
Los sujetos del patrimonio
Un dispositivo discursivo de objetivación de la memoria no se agota en su capacidad de seleccionar o crear objetos destinados a funcionar como mediadores entre el presente y el pasado. Es también un mecanismo activo de construcción de la identidad que pretende representar, así como de prescripción de la relación entre esa identidad, la de quienes lo sancionan y la del público al cual se dirige esa selección. Este aspecto nos lleva a precisar qué entendemos por sujetos del patrimonio, una dimensión de análisis muchas veces dejada de lado en favor de los objetos patrimonializados. Según Carrión, “la definición de sujeto patrimonial implica que lo patrimonial existe en la medida en que es asumido por un sujeto que lo reconoce, apropia y protege como tal” (2000, p. 36). El sujeto patrimonial se define, según el autor, por la relación entre el momento, aquello que se hereda y los actores sociales específicos que intervienen en condiciones desiguales y a la luz de un marco institucional y normativo más o menos desarrollado y articulado, al cual con su práctica pueden transformar.
En tanto la definición de quiénes son los actores legitimados para señalar qué es patrimonio es central en todo proceso de patrimonialización, es preciso estudiar los modos conflictivos en que esa autoridad simbólica se forma y se hace reconocer; la relación entre los alcances y la definición que otorgan esos sujetos al patrimonio y sus intereses en una coyuntura dada; su capacidad de incidir en el cambio de imagen de un determinado lugar; y la concepción de ciudad y de lo público que se desprende de su intervención. Visto desde este ángulo, el sujeto del patrimonio es aquella configuración -individual o colectiva- con capacidad para instituir y mantener en el tiempo un consenso público acerca de la justeza de la preservación de un bien15 al cual se le atribuye valor en razón de su autenticidad en la representación de una identidad determinada que debe ser reconocida por todos.
Ahora bien: esta definición es parcial, dado que comprende sólo a aquellos grupos con la suficiente autoridad para hacer el patrimonio diciéndolo (Bourdieu, 1985). El dispositivo patrimonial implica otros sujetos: por un lado, aquellos a los cuales se presupone sus destinatarios (¿el patrimonio se dirige a los “ciudadanos”, a los “vecinos”, a los “turistas”?). Por el otro, aquellos a quienes el patrimonio dice representar (¿qué tipo de “otro” nos interpela desde el pasado o desde una otredad cultural? Y también: ¿cuál es su relación de esos “otros” con “nosotros”, de qué manera el patrimonio los aproxima en el tiempo o en el espacio?).
Si se toman en cuenta estas otras dimensiones, el sujeto del patrimonio es entonces la unidad compleja de aquel sujeto que posee la potestad de decir qué debe ser públicamente considerado patrimonio y qué no, de aquel cuya identidad el patrimonio vendría a representar, de aquel al que el patrimonio está “destinado” y de aquel con los recursos suficientes para apropiárselo en sus distintas modalidades (como representación de una identidad, como recurso para la transformación de la ciudad o para la reproducción de privilegios o jerarquías sociales y urbanas, como mercancía, como capital). La constitución de esta unidad sobredeterminada es también un campo de disputa que supone procesos de conformación de identidades que abrevan de diversas memorias y que intervienen activamente en el proceso.
Las tensiones en la categoría de patrimonio: un balance para la coyuntura neoliberal
La conceptualización del patrimonio como ideología y como dispositivo discursivo de objetivación de la memoria expuesta hasta aquí permite realizar una operación crítica de despliegue de las tensiones que lo habitan, a la luz de un análisis teóricamente fundamentado y empíricamente sustentado en el análisis de coyunturas concretas. Estas tensiones dejan en claro que el patrimonio dista de ser el objeto consensual y neutral que dice ser. Examinemos algunas de ellas.
Tensión en la definición de qué puede ser considerado patrimonio y qué no. Tensión por los valores que marcan la frontera de lo patrimonializable: entre lo monumental, lo excepcional, lo que tiene su propia historia, lo único; y lo pequeño, lo típico, lo diverso, lo representativo.
Tensiones en torno de la emergencia de nuevos tipos de patrimonio y de la subdivisión y especificación de esta categoría, a la luz de las estrategias de actores diversos que procuran establecer jerarquías entre ellas: patrimonio cultural, urbano, industrial, barrial, entre otras posibles.
Tensión en el alcance temporal del patrimonio, entre el patrimonio ligado a un pasado discontinuo respecto del presente (como en el caso de lo industrial como un tiempo concluido) y un patrimonio como presencia viva del pasado en el presente (ligado a la identidad local actual y al estilo de vida de ciertos grupos).
Tensión en el alcance geográfico del patrimonio, que en el caso de la ciudad de Buenos Aires se fue ampliando del centro a la periferia. A fines de la década de 1970 se creó el llamado “Casco Histórico” en San Telmo; a comienzos de los años 1990 fue el turno de las Áreas de Protección Histórica (APH), siendo la primera relativamente coincidente con el Casco. En 2009, se contaban ya treinta aph distribuidas en distintas zonas de la ciudad.
Tensión en las estrategias y en los medios de asignación de valor patrimonial, en función del momento y de los actores que los movilizan. Si, como lo muestra el caso barraquense, para la asociación vecinal local la patrimonialización se produce gracias a la presión directa y la judicialización del conflicto (y estas acciones sólo son eficaces en tanto logran alianzas con otros actores: con ongs especializadas en patrimonio, con medios de comunicación, con otros actores locales, etc.), para los actores vinculados con el llamado Real Estate la patrimonialización oficial no suele ser una demanda, dado que provoca limitaciones a la intervención edilicia. Más bien, estos actores ponen en juego estrategias de patrimonialización ligadas a la promoción y la visibilización pública de las refuncionalizaciones de fábricas como gestos éticos y estéticos (operaciones que muchas veces se delegan en otros actores como sociedades profesionales de arquitectos, instituciones del campo del arte o medios masivos de comunicación) sin pasar por pedidos de sanción patrimonial oficial.
Tensión en torno a los sujetos legitimados para designar el patrimonio como la presente entre “expertos” (arquitectos, gestores culturales, historiadores), funcionarios públicos y “vecinos”. En esta dispersión, el Estado, a través de dependencias y organismos especializados, conserva el monopolio de la sanción oficial como patrimonio, más allá de que ella no garantice la protección efectiva e independientemente de que la patrimonialización desborde los canales oficiales de sanción.
El patrimonio se tensa así entre aparecer como una salvaguarda de la memoria urbana experimentada cual justa y democrática, y como un elemento central de disputa en el marco de una tendencia urbana dominante que favorece procesos de recualificación y gentrificación que elevan la renta urbana. Así, es enarbolado por distintos actores como forma de resistencia al avance de proyectos inmobiliarios de renovación, pero también es apropiado por los grupos que dominan el juego del mercado del suelo para legitimar públicamente sus intervenciones.
A modo de cierre, resta poner en relación las definiciones provistas con una lectura del lugar del patrimonio en una coyuntura tardocapitalista. El neoliberalismo, en tanto ideología dominante del capitalismo actual (Romé, 2020) ha sido descripto como la ampliación y difusión de los valores de mercado a todas las esferas de la acción humana (Brown, 2003). ¿Qué significa eso cuando pensamos la ciudad? La puesta en perspectiva histórica para el caso de Buenos Aires de los procesos de patrimonialización y de la conformación de una “marca” de ciudad desde mediados de los años 1990 permite afirmar que la intensificación de la mercantilización de la ciudad no se realiza de forma automática ni lineal, sino que requiere de procesos complejos para legitimarse y sortear la conflictividad que suscita. El patrimonio (y, podríamos agregar, el diseño y el arte público), movilizado como herramienta para hacer ciudad y para reinscribir lo urbano en nuevas matrices de sentido que desdibujan el proceso económico en favor de valores ligados a lo cultural, forma parte de esos procesos.
El hecho de que la significación del patrimonio esté fuertemente tensionada, tal como se vio al comienzo de este apartado, indica su carácter altamente sobredeterminado, situado en el cruce de dos ejes centrales en el modo de producción del capitalismo tardío: los signos y la urbanización. En esta coyuntura se profundizan las formas de extracción de renta del “monopolio de la originalidad, de la autenticidad y de la unicidad” (Harvey, 2015, p. 182), de las cuales las ciudades y la cultura son blanco privilegiado, ya sea por lo que se obtiene por su consumo directo como por su capacidad de atraer financiamiento internacional o por su fuerza para crear imágenes que funcionen como publicidad. Aquí, el patrimonio como dispositivo contribuye a que las identidades y las prácticas culturales puedan medirse y compararse en términos de “valor”.
Señala Escobar (2015) que, en la época actual, la estetización generalizada ligada a la mercantilización de las relaciones sociales no sólo tiende a anular la especificidad de la experiencia estética, sino que trae consigo una autoritaria nivelación del sentido, tesis que es posible conectar con lo dicho previamente acerca del patrimonio como potencia igualadora de las memorias en tanto las traduce al lenguaje del “valor”. Por caso, en los años 1990, en pleno auge de la idea de globalización, distintos investigadores lamentaban la proliferación planetaria de los espacios de anonimato, de los “no-lugares” (Augé, 1993). Hoy, el patrimonio aparece como la supuesta contracara de aquello: si hacemos hablar al dispositivo patrimonial, veremos que para él su misión es preservar la “diversidad” anclada en lugares de súper-identificación. El dispositivo patrimonial promete devolver todo el sentido que los espacios de la globalización parecían haber succionado de la ciudad, al precio de volverlos equiparables entre sí.
En esta línea, Aleman (2016) afirma que el neoliberalismo como discurso tiende a que todo sea apropiable, a que todo se inscriba en una matriz de sentido. La lógica neoliberal aborrece del sinsentido: los espacios públicos deben llenarse de palabras, de signos, de color, señalando y renombrando de manera exhaustiva todo lo que hay, sin dejar nada librado al azar. La ciudad cae también en esa captura: de forma tendencial, ningún espacio intersticial queda disponible, salvo como “campo”, en el sentido que Agamben (1998) otorga al concepto. Aquí cabe hacer dos menciones: primero, que esa asignación de sentido a los lugares se monta muchas veces sobre un trabajo de vaciado previo (Marcus, 2015; Marcus et al, 2016), es decir, sobre una descualificación por la cual los lugares aparecen como “tierra de nadie”, espacios no productivos o áreas sin cualidades. Todo aquello que atisbe quedar como cabo suelto, será potencial objeto de una intervención policial en el doble sentido del término: en el represivo (expulsiones y desalojos), pero también en el sentido que le otorga Rancière ([1996], 2007), que vincula la lógica policial a su inserción en un sistema de cuenta de partes (qué es ese sitio, qué significa, para quién, a quién representa, que puede hacerse allí y qué no). El doble proceso de neoliberalización de la ciudad, por un lado, y de la cultura, del arte y de la memoria, por el otro, convierte a estos últimos de forma creciente en operadores de asignación de sentido a la ciudad y de expulsión del sinsentido, es decir, de lo que se sustrae a la trasparencia y a la visibilidad, de la potencia negativa, crítica, de las memorias políticamente activas.
Y segundo, que, si la patrimonialización tiende a vincularse, en mayor o menor medida según el caso, con una mercantilización de la cultura local, del ambiente urbano, de la memoria colectiva, este movimiento no llega nunca a ser total. Por un lado, la identidad urbana y cultural cobra la forma de patrimonio y, como consecuencia, se vuelve posible extraer beneficios de ella -un plus que distingue a una “torre” de una “vivienda creativa” o a un café declarado “notable” de uno que no lo ha sido-. En este plano, la intensificación de la lógica mercantil tensiona las pretensiones de autenticidad del patrimonio, llegando, en el extremo, a que un barrio, un área o un sitio en un momento considerados “históricos” o “auténticos” puedan pasar a ser vistos como estereotipados y carentes de esa aura que el patrimonio prometía.
Pero, por el otro lado, si puede decirse que la perfecta fusión entre patrimonio y mercantilización de la cultura no llega a consumarse nunca plenamente, es porque esa misma inflación patrimonial coloca a la identidad y la memoria urbana y cultural -en tanto “comunes” (Harvey, 2013)- en un lugar privilegiado para la emergencia de controversias públicas acerca de su destino y su función. Lo que está en juego aquí no es la verdadera identidad de la ciudad contra sus formas falseadas o artificiales. Más bien, se trata de la emergencia de la experiencia urbana y cultural como un objeto ideológico en disputa.
Entonces, el desafío de nuestra cultura urbana no es el de garantizar su conservación bajo la forma de patrimonio, sino el de repolitizarse, en el sentido de cuestionar los sentidos fijados a los lugares y hacer tambalear las certezas acerca de quiénes son los sujetos portadores, hacedores y herederos de dicha cultura y de las memorias heterogéneas y conflictivas.
Recapitulación y cierre
A lo largo de este artículo se detallaron definiciones y perspectivas conceptuales críticas para el abordaje del patrimonio, emanadas de un cruce entre un enfoque teórico alimentado por los estudios en comunicación y por la sociología urbana, así como por la teoría marxista de la ideología, el psicoanálisis y el análisis materialista del discurso. Se ofreció en primer lugar una definición de “patrimonialización”, enfatizando en el carácter procesual de la emergencia de bienes, prácticas y lugares como patrimonio. Seguidamente, se enfocó al patrimonio como respuesta ideológica a las contradicciones de las ciudades del tardocapitalismo y, por último, como dispositivo discursivo histórico de objetivación de la memoria, tendiente a una nivelación de las memorias heterogéneas y de su politicidad a partir de una operación de atribución de “valor”. Se detalló, asimismo, una definición de la noción de sujeto del patrimonio.
Estos aportes conceptuales procuran contribuir a una complejización crítica de los modos de abordaje de la relación entre tiempo, ciudad y subjetividad, situados en la coyuntura del capitalismo contemporáneo. Por ello, al final del artículo, se pusieron en relación las definiciones provistas con el lugar que adquieren el patrimonio y la cultura en una coyuntura atravesada por la ideología neoliberal en tanto ideología dominante.
Asimismo, este trabajo se propone como un aporte al campo de las ciencias sociales y de los estudios que se interesan por la dimensión simbólica de los procesos contemporáneos de transformación urbana. En este sentido, resulta pertinente el enfoque propuesto desde los estudios en comunicación, ocupados del análisis crítico de procesos sociales de producción de significaciones (Caletti, 2019) y atentos a los elementos discursivos, ideológicos y subjetivos que modalizan -en este caso- las maneras de simbolizar y experimentar la ciudad existente, de vivir la relación con su pasado y de proyectar ciudades futuras, así como a las implicancias políticas de los discursos en procesos sociales concretos.