Desde la década de los setenta y con gran impulso en los años noventa del siglo XX, los espacios centrales de las urbes mexicanas han sido objeto de intervenciones y proyectos de rescate asociados con el tema del patrimonio.1 Los centros y cascos históricos de algunas ciudades como Morelia, Querétaro, Zacatecas, Guanajuato y la Ciudad de México se promueven como atractivos turísticos y son tratados por los gobiernos municipales y estatales como una mercancía que demanda ser renovada y hermoseada para atraer al turismo nacional e internacional.
El estudio de las centralidades históricas de los últimos años (Coulomb, 2010; Morales, 2010; Melé, 2010) revelan el interés de los poderes locales por “recuperar” estos espacios mediante acciones que contemplan el remozamiento del espacio físico y la aplicación de marcos normativos a fin de reunir los requisitos para promover declaratorias de patrimonio cultural que, más allá de la conservación, pretenden su explotación económica. Es importante subrayar que la mayoría de los proyectos de intervención y rescate entrañan intereses predominantemente políticos y económicos que poco o nada tienen de neutrales o inocentes (Prats 2002:3). Así, el fenómeno de la patrimonialización ha venido a más, sobre todo en la última década del siglo XXI, acarreando una serie de cambios en los modos de habitar, percibir y gestionar los lugares centrales (Carrión, 2004; Cabrera, 2008; Hiernaux, 2008; Hanley, 2008). Como resultado de estos procesos, las dinámicas de uso se reconfiguran: los espacios adquieren nuevos valores y significados, algunos actores surgen y otros desaparecen al mismo tiempo que se impulsan actividades y se erradican otras por considerarse incompatibles con el nuevo proyecto de ciudad. Lo anterior deriva en transformaciones que tienden a homogenizar los espacios locales bajo estándares globales que diluyen las particularidades que segregan o excluyen la realidad social previa del lugar.
En la experiencia mexicana, la revalorización2 de los centros históricos atiende a la puesta en práctica de “programas de rescate” que se han convertido en una prioridad en las agendas de los políticos locales (Coulomb, 2010). El abandono, luego el rescate, el redescubrimiento del espacio central a partir de dinámicas vinculadas al proceso de globalización y, por último, el desarrollo de actividades relacionadas con su explotación económica proyecta nuevos patrones de consumo en las ciudades mexicanas.
En este contexto, uno de los grandes desafíos que nos presenta el estudio del patrimonio de los centros históricos de las ciudades latinoamericanas es el reconocimiento del valor de las experiencias de sus habitantes, las cuales brindan una visión panorámica y más clara de las dinámicas que caracterizan estos espacios cuya riqueza patrimonial es considerada en numerosos proyectos políticos como un eje de desarrollo a través de su proyección turística (Carrión, 2004; Coulomb, 2007; Cabrera, 2008; Hiernaux, 2008; Hanley, 2008).
La relación entre el espacio patrimonial y los habitantes de las ciudades es característica que distingue principalmente las urbes mexicanas.3 Responde al origen de los pueblos, por lo que su importancia se enlaza con el pasado colonial, de donde se hereda la intensa focalización de prácticas. Esta evocación propicia el despliegue de significados por parte de actores que se vinculan a los espacios centrales, no obstante las condiciones críticas de abandono, descuido y persistencia de problemáticas sociales relacionadas con el tránsito, el comercio, la prostitución y la inseguridad, entre otras; los centros continúan siendo blanco de valorizaciones positivas por parte de los habitantes y al mismo tiempo objeto de deseo para diversos grupos que se disputan su uso y control (Carrión, 2004:90).
La dinámica latinoamericana es heredera de procesos experimentados en las ciudades europeas en cuyo análisis aparece como denominador común el aprovechamiento económico de diversas manifestaciones patrimoniales para atraer grupos turísticos, justificar la transformación de espacios y promover la asignación de nuevos valores a los territorios urbanos (Rodríguez, 2010; Morell, 2010; Herrero, 2010).
Análisis recientes de la experiencia europea documentan el desplazamiento y la segregación de los habitantes originales cuyas memorias, prácticas y tradiciones se conciben como material de exposición y consumo de clases medias y altas, estimulando el distanciamiento social y la conflictividad entre los actores involucrados (Gasca y Reyna, 2012).
Si bien es importante entender dichos sectores urbanos como conjuntos históricos valorizados en el contexto de la ciudad y recientemente proyectados como mercancías en el mundo globalizado, hacen falta propuestas que coloquen a sus habitantes como agentes clave en los proyectos de recuperación y revitalización de estos espacios.
En este trabajo se examinan experiencias y prácticas espaciales de los habitantes del Centro Histórico y su definición a partir del arraigo, la adaptación y el pertenecer electivo, así como las relaciones entre el habitante y el espacio histórico como un patrimonio vivo4 que ha permanecido al margen de los proyectos de rescate y conservación del Centro Histórico de San Luis Potosí. El propósito es demostrar la riqueza que encierran dichas prácticas al mismo tiempo que apuntalan nuevas formas de hacer y vivir la ciudad.
El estudio se realizó en un momento coyuntural en que las autoridades municipales y estatales de la capital potosina sumaban esfuerzos para obtener una declaratoria del Centro Histórico como Patrimonio Mundial de la Humanidad por parte de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).5 A partir de este interés se emprendieron transformaciones urbanas que incluyeron la rehabilitación de espacios públicos, intervenciones en inmuebles históricos, rehabilitación de calles y fachadas que no presentaron continuidad ni formaban parte de un proyecto integral que considerara las prácticas espaciales de sus habitantes ni sus opiniones como eje de la recuperación.
El Centro Histórico de San Luis Potosí: habitar el corazón de la ciudad
La zona considerada como Centro Histórico en la ciudad de San Luis Potosí abarca los barrios de San Sebastián, San Miguelito, Tlaxcala, Santiago, Tequisquiapan, Montecillo y San Juan de Guadalupe.6 El perímetro A7 se localiza en el corazón de esta área que abarca las principales calles de la antigua ciudad colonial. A lo largo de las 133.49 ha que ocupa, se localizan los principales monumentos históricos, plazas y jardines distribuidos en una traza urbana resultado de las distintas épocas y etapas de la ciudad desde su fundación, en 1592. Las tendencias arquitectónicas y las necesidades de cada periodo son perceptibles en la configuración actual de esta área donde se concentran los principales edificios civiles, eclesiásticos y casas habitación erigidos durante la época de bonanza minera, pero también se advierten inmuebles contemporáneos cuyo diseño irrumpe bruscamente en el entorno colonial.
En cuanto a su uso habitacional, Lomelí (2015:28) documenta que el Centro Histórico de San Luis Potosí presenta unas de las densidades más bajas, con una población envejecida, de escasos recursos, que habita en régimen de alquiler de viviendas deterioradas o inmuebles con un escaso nivel de mantenimiento por parte de sus propietarios.8 Aunque las autoridades municipales y estatales esgrimen en su discurso oficial9 que la reactivación del uso habitacional es una estrategia clave del “rescate” del centro de la ciudad, en realidad no existe un proyecto que promueva de manera formal este uso del espacio; el reemplazo poblacional se presenta al margen de iniciativas o programas institucionales. La salida y llegada de habitantes a este perímetro responde a una dinámica determinada por las ventajas y desventajas que los propios habitantes encuentran y que los atrae o aleja según sus necesidades y estilos de vida.
Pequeñas y grandes puertas de casonas se distinguen en medio de la algarabía derivada del comercio, el tránsito, la presencia de clientes, estudiantes y visitantes del centro de la ciudad. Detrás de esos umbrales habitan grupos de jóvenes, familias y adultos mayores en viejas residencias cuyos muros de adobe aíslan el ruido y el ambiente exterior. Observar trazas del uso habitacional en el corazón de la ciudad es cada vez menos frecuente, sobre todo en aquellas calles donde el comercio se ha apropiado de la dinámica diaria y la vida cotidiana se confina a los segundos pisos de los inmuebles y en áreas periféricas del nodo comercial. En el núcleo del Centro Histórico abundan oficinas y despachos de profesionistas. Fuera de los horarios comerciales las señales de la dinámica habitacional se ordenan en torno a la iglesia, algunas plazas y en pequeños comercios.
La aproximación a las prácticas espaciales de los habitantes del Centro Histórico se logró por medio de casi una treintena de entrevistas a vecinos del perímetro A con el propósito de explorar sus usos y prácticas y las representaciones del centro como espacio habitacional. Uno de los filtros de elección de los entrevistados fue que radicaran en este perímetro; posteriormente, la muestra siguió una dinámica de “bola de nieve”10 generada por los propios habitantes que propiciaron el contacto con otros residentes de diferentes edades y profesiones.11 Esta dinámica desembocó, a su vez, en relaciones con habitantes de las inmediaciones del barrio de San Miguelito.12 El primer contacto con todos los pobladores demandó la figura de un mediador con funciones de presentador y vínculo. Amigos, conocidos, colegas, familiares y los propios habitantes fueron la conexión con los pobladores de esta área central. Sin su ayuda hubiera sido imposible programar los encuentros y lograr la empatía desde las primeras sesiones. En total se efectuaron 35 encuentros en los cuales se lograron 29 entrevistas semiestructuradas.13 La mayoría se realizaron en el hogar de los entrevistados, a excepción de tres que tuvieron como escenario una cafetería, la oficina y el patio del edificio en que habitaba una de las interlocutoras. Se entrevistó a 19 mujeres y 16 hombres. De estos, ocho tenían entre 69 y 80 años de edad, 15 se encontraban entre los 42 y los 65, y 12 entre los 28 y los 38 años.14
Las entrevistas hicieron posible la identificación de tres tipos de habitantes: los tradicionales, los de antaño y los nuevos habitantes cuyas características y elementos compartidos de su relación con el espacio se detallan en la figura 1. Algunas veces la clasificación en “tipos” tiende a generar estereotipos que no siempre corresponden con la realidad en todos los casos; en esta propuesta parto de pequeñas especificidades identificadas durante el trabajo de campo sin pretender generalizar. Esta clasificación es solo para entender de manera más ordenada las representaciones y la relación que establecen los habitantes con el Centro Histórico de la ciudad.
Estos tres tipos de habitantes identificados a partir del análisis del material de entrevistas coinciden en sus opiniones sobre las ventajas y desventajas de habitar el Centro Histórico pero difieren significativamente en el tipo de relaciones que establecen con el espacio. Sus experiencias y prácticas espaciales varían en función de su aproximación en las distintas temporalidades en las que se sitúan como habitantes.
Antes de continuar resulta indispensable distinguir que el término habitar es utilizado en este trabajo en el sentido propuesto por Giglia (2012) como un conjunto de prácticas y representaciones que permiten a un sujeto colocarse dentro de un orden espacio-temporal, al mismo tiempo reconociéndolo y estableciéndolo. Es decir, registrando un orden, situarse dentro de él y establecer un orden propio. En otras palabras, habitar es situarse dentro de unas coordenadas espacio-temporales mediante la percepción y la relación con el entorno. Se relaciona con un orden reconocible y aceptado por un sujeto determinado. El resultado de habitar es sentirse ubicado, reconocer un orden y las coordenadas espacio-temporales. Esta definición completa las propuestas clásicas de Radkowski, De Martino y Heidegger (en Giglia, 2012:12) que apuntalan una relación estrecha entre el habitar y el estar presente.15
Resulta de gran utilidad la definición anterior para el caso que se explora. Esta noción de habitar no se restringe a morar una casa sino al reconocimiento de un orden y de las coordenadas que nos hacen parte de una dinámica, es decir, es sinónimo de hacerse presente en un lugar. Bajo esta definición pueden inscribirse las experiencias y las prácticas espaciales de los habitantes del centro de la ciudad.
La relación que los habitantes tradicionales establecen con el centro de la ciudad nos plantea un desafío teórico que se resuelve con esta propuesta sobre el habitar en el sentido de que la relación física que estos habitantes mantienen con el espacio es casi nula pero muy intensa a través del ejercicio de la memoria que les permite mantener viva la relación con el espacio que habitan (Halbwachs, 2005).16 El término también nos resulta útil para explicar la relación que establecen los nuevos habitantes con el centro de la ciudad por medio del uso y las prácticas cotidianas en él. Estos habitantes reconocen el espacio físico, se ubican en él y han logrado domesticarlo e incorporarlo a sus rutinas y estilos de vida a partir de su uso diario.
No ocurre lo mismo con los habitantes tradicionales que se confinan a sus casas debido a la falta de mantenimiento de calles y banquetas, así como por la inseguridad, el tránsito y la falta de actividades propias para su grupo de edad. Les resulta complicado tener una relación más estrecha con el espacio, a pesar de ser quienes han habitado por más tiempo este lugar, los habitantes tradicionales y de antaño, que se apropian del Centro Histórico a partir de recuerdos e imágenes del pasado. Su actividad se limita por su condición de adultos mayores. La memoria juega para ellos un papel primordial en la relación con el espacio, mientras que para los nuevos habitantes su pertenencia se afianza a partir de una relación cotidiana que les permite domesticar el espacio, depositar en él usos y significados colectivos así como memorias compartidas (Giglia, 2012).
La memoria colectiva es un proceso en el que los recuerdos materiales y simbólicos de un grupo se ordenan por partes de historia vivida y resignificada, de construcciones individuales socializadas, de refuncionalizaciones que se logran por la creatividad de la tradición oral, de la significación de los objetos materiales que rodean a un grupo (Portal, 1997). El Centro Histórico es un espacio construido con estas imágenes colectivas que sirven de alimento a los procesos de patrimonialización al mismo tiempo que actúan como soporte de los usos, significados y memorias que detallan “desde dentro” las virtudes pero también las problemáticas de este espacio central.
El conjunto de representaciones que surgen de la relación entre el sujeto y el espacio habitado puede verse a la distancia o enfocarse a una temporalidad inmediata puesto que no hay memoria colectiva que no se desarrolle dentro de un marco espacial (Halbwachs, 2005:144). Las narraciones de los habitantes funcionan como un elemento constructor del espacio y sus recuerdos materializan las prácticas del pasado en el presente (Alba, 2010).
Analizar las experiencias y las prácticas espaciales urbanas supone considerar la estructuración material del espacio y los significados que emergen del conjunto urbano y sus partes (Jodelet, 2010). Estos tres elementos pueden ser estudiados a través de las representaciones socioespaciales, donde la memoria colectiva funciona para aproximarse al análisis de los espacios de vida en su relación con el pasado pero de acuerdo con las dinámicas del presente, como se advierte con los habitantes del perímetro central.
Jodelet (2010) cuestiona si la memoria de los parajes urbanos puede amortiguar los cambios del ritmo de la ciudad contemporánea; para ello, identifica tres formas típicas en las que se presenta: la memoria colectiva, la de acontecimientos históricos y la monumental. La primera remite a las actividades de la vida cotidiana que en el pasado marcaron el espacio urbano y que son resignificadas en los usos actuales; la segunda hace referencia a la evocación de momentos históricos que conservan los lugares donde ocurrieron; y la tercera reconstruye el pasado como tal en objetos o edificios que perduran por algún tiempo, como sucede con las llamadas zonas patrimoniales (Jodelet, 2010:86).
En tal sentido, las representaciones que asumen los habitantes forman parte de la memoria social del lugar (Alba, 2010:43). Los materiales recopilados despliegan un conjunto de memorias basadas en la experiencia pero también en la práctica cotidiana. En el caso de los habitantes tradicionales hay un fuerte apego a la imagen del pasado por su condición de adultos mayores; los habitantes de antaño ocupan el espacio y recrean una imagen a partir de representaciones del pasado y el presente con una carga de conflictividad al ser testigos del cese de ciertos usos y la aparición de otros; mientras que los nuevos habitantes construyen una representación del espacio con base en su intenso uso cotidiano.
En las narrativas analizadas sobresale la sensación de ser ajenos a la dinámica del espacio que habitan debido a que las autoridades no los incluyen en la toma de decisiones ni facilitan mecanismo alguno de contacto con estos habitantes. Aunque existen agrupaciones vecinales organizadas por el ayuntamiento capitalino, estas no son reconocidas por los habitantes y estos no encuentran representatividad en ellas. La relación entre los habitantes del perímetro A es inexistente por la distancia física pero también por el propio ritmo de vida actual.
Algunos más subrayan que el trecho generacional entre adultos mayores y jóvenes es otro elemento que dificulta la socialización. Esta situación genera un sentimiento de desarraigo que permea la práctica del habitar; este sentirse “fuera de lugar” propicia la apatía, el autoencierro y la desconfianza entre los grupos de habitantes del perímetro central. Lo anterior diluye las prácticas colectivas y retrasa la posibilidad de proyectar un espacio urbano más democrático (Hanley, 2008) mediante el ejercicio de la ciudadanía y la participación de los habitantes en los procesos que tienen lugar en la ciudad.
El sentimiento de exclusión experimentado por los habitantes del centro equivale a sentirse desubicados, no reconocer las coordenadas de un espacio que opone resistencia a su domesticación (Giglia, 2012). Desde su cotidianidad construyen familiaridades y distancias que se expresan en sus prácticas habitacionales. Durante las entrevistas, se indagó sobre los espacios del Centro Histórico que más frecuentan, los habitantes tradicionales y los de antaño hicieron hincapié en aquellos que consideran perdidos pero que usaron en el pasado, de los cuales hoy queda solo el recuerdo debido a que se dificulta recorrerlos y usarlos, por razones como la concentración de gente, la percepción de inseguridad y la dificultad para aproximarse a ellos. En contraste, se habló de los espacios predilectos y fueron referidos aquellos menos poblados y frecuentados por la población flotante de visitantes.17
Los habitantes encuentran atractivos los espacios del centro que aún guardan un aire de intimidad, áreas despejadas de población flotante que permanece en el espacio de manera temporal. La relación que el habitante tradicional y el de antaño mantienen con el centro es mínima comparada con la dinámica de los nuevos habitantes que expresaron disfrutar con más frecuencia los paseos a pie por distintas áreas del centro, aunque coincidieron en la mención de zonas que resultan molestas por la saturación, el ruido y la numerosa presencia de visitantes. Algunos de ellos prefieren salir a caminar ya entrada la noche, cuando hay menos gente.18
Compartir el centro con otros grupos de la ciudad no es algo sencillo. Los nuevos habitantes parecen lidiar más fácilmente con esta dinámica que los tradicionales y los de antaño, para quienes las prácticas y el uso intenso de la población flotante (jóvenes de estratos populares o manifestantes en ciertas plazas) contribuye a su deterioro. La percepción de los tres grupos de habitantes es que los espacios públicos que forman parte del Centro Histórico no son valorados por la población que los frecuenta de manera temporal debido a que no carecen de un vínculo como el que ellos dicen tener con ese espacio. Las prácticas espaciales de esos otros grupos de la ciudad marcan trayectos en la vida diaria de quienes habitan en el área. Fomenta el uso y la relación con ciertos espacios al mismo tiempo que cesa el vínculo con otros.
Arraigo, adaptación y pertenecer electivo: habitar el centro
A fin de aproximarnos a los sentidos que adquiere el Centro Histórico para sus habitantes propongo partir de tres conceptos clave: el arraigo, para explicar la relación entre el espacio y el habitante tradicional; la adaptación, para abordar la experiencia del habitante de antaño; y el pertenecer electivo (elective belonging), para abordar el arribo y la permanencia de los nuevos habitantes en el perímetro central.
El concepto de arraigo permite aproximarse al conjunto de significados creados por parte de aquellos habitantes que han experimentado una serie de cambios a lo largo de determinado periodo de tiempo, como es el caso de los adultos mayores. Aunque se advierte un eminente rechazo a ciertas transformaciones, sobre todo en lo que concierne a las dinámicas de uso y apropiación de diversas áreas, existe pertenencia al lugar que se reafirma en el discurso y en la práctica.19 Al respecto, Acebo (1996) habla de tres tipos de arraigo: el espacial, el social y el cultural. Aquí nos interesa el primero. Para dicho autor se trata de un imperativo territorial por cuyo influjo el hombre tiende a fijarse en un espacio concreto que lo conforma y completa. Y la sensación continúa vigente aunque el sujeto no esté físicamente en el lugar, pues “lo lleva dentro” (Acebo, 1996:17). Se trata de espacios que contextualizan y dan profundidad histórica a determinado grupo social. En términos de Hoffmann y Salmerón (1997) la noción de un espacio apropiado mítica, social, política o materialmente se compone, en general, por un grupo social que se distingue de otros por prácticas espaciales propias. Es decir, por el tipo de relación que establece con el lugar que habita. De ahí que, sintetizando, derive en referentes identitarios muy específicos. El arraigo espacial permite aproximarse a las dinámicas observadas entre habitantes tradicionales y el Centro Histórico; hace referencia al sentido de pertenencia respecto del espacio que se habita.
Algunos habitantes encuentran en el Centro Histórico de la ciudad un referente mental, es decir, construye un imaginario sin tener necesariamente una relación física, como lo advierte Giglia (2003). En tal sentido, la memoria juega un papel importante. Los recuerdos son muestras del sentido de pertenencia interiorizada de los habitantes que, pese a las problemáticas, no se muestran dispuestos a abandonarlo. Este arraigo está presente en su discurso y se manifiesta como parte de los recuerdos y memorias del lugar.
Aunque no todos los habitantes tradicionales son adultos senescentes, existe una mayoría que mantiene una relación con el espacio por medio de la memoria debido a que su condición complica recorridos y desplazamientos por calles y plazas. La forma en que los adultos mayores se apropian de este espacio no es un problema en sí. Membrado (2010) afirma que las políticas públicas de diversos países se han empeñado en tratar el asunto de la vejez y su experiencia en la urbe como tal. Esa condición es una manera distinta de vivir y experimentar la ciudad y no una incapacidad de hacerlo.
El habitante tradicional procura, a partir de los cambios en su propia condición de vida, aquellos que significan conservar un equilibrio entre los usos públicos y el habitacional.20
No reconocerse en el espacio, sentirse fuera de lugar del entorno en el que se ha vivido toda la vida, es un proceso difícil para los residentes tradicionales, para quienes el centro ya no representa la tranquilidad y la seguridad que lo caracterizó en el pasado. Se han transformado sus usos a partir de la presencia de negocios, oficinas y los llamados “antros”. Estos nuevos usos del espacio generan extrañeza a los habitantes más antiguos. Si el resultado de habitar es justamente sentirse ubicado (Giglia, 2012), el hecho de no reconocerse en un entorno físico ni ubicar las nuevas reglas del juego social significa perder los puntos de referencia y los nuevos patrones de actuación y movimiento del espacio. En el caso de este tipo de habitante parece no importar estar descontextualizado del nuevo orden socioespacial cultural, ya que, por el ejercicio de la memoria, continúa experimentando el espacio: lo habita, lo recorre, lo usa y construye un ideal a partir de sus recuerdos. En consecuencia, las prácticas de este habitante sirven de ejemplo para demostrar que el habitar no se restringe ni se agota en la relación directa con el espacio físico. Este habitante se construye un lugar al mismo tiempo que interpreta, reconoce y significa el espacio a partir del despliegue de la memoria, lo cual entraña una enorme riqueza en la medida en que traslada al presente usos, prácticas y conocimientos del pasado.
Por su parte, los habitantes de antaño sobrellevan las transformaciones del entorno. Se adecuan a las condiciones de un presente incierto y toleran los cambios aunque no los aceptan del todo; lidian con un antes y un después de la centralidad que los conduce a autosegregarse como resultado de su “no reconocerse” en el espacio. Este tipo de habitante insiste en que su opinión no es tomada en cuenta y es consciente de que su presencia en el espacio histórico contribuye a mejorar las condiciones del entorno a partir de su habitar. Su adaptación21 a los nuevos usos y prácticas del centro se manifiesta como indiferencia y apatía, evitan el contacto y la participación en sus actividades. A diferencia del residente ordinario que identifica Martha de Alba (2010) para su estudio en la Ciudad de México, no se trata de un vecino de clase media y baja sin consciencia histórica del espacio que habita, la relación de este habitante con el espacio ha sido tan dramática que lo ha obligado a replegarse en su hogar no porque su movilidad esté limitada, como ocurre con el adulto mayor, sino porque ya no se identifica con los usos y prácticas del espacio, no reconoce el nuevo habitus socioespacial (Bourdieu en Giglia, 2013). Algunos de ellos toman una actitud de hastío frente a la situación por la que atraviesa el centro: el abandono, la inseguridad y la proliferación del comercio.
El nuevo habitante se apropia el espacio de manera distinta; pese a no tener muchos años de habitar en él, se identifica y busca el lado más favorable de la dinámica en la que se encuentra inmerso. El concepto de elective belonging o pertenecer electivo propuesto por Savage, Bagnall y Longhurst (2005) nos permite desplazarnos con facilidad en las narrativas de estos actores. Este concepto hace referencia a ese sentido que surge entre los nacidos y criados en un lugar determinado, que logran desarrollar un sentimiento de pertenencia y cercanía con el espacio que habitan aunque sus orígenes no estén en él, como lo detallo más adelante. Este apego espacial se advierte entre los nuevos habitantes del Centro Histórico en tanto que han elegido este lugar para habitar, entre otras opciones; su pertenencia interiorizada le permite autorrepresentarse y definirse como parte de él por elección propia (Savage et al., 2005:30). Retomando la propuesta de Giglia (2012) podemos relacionar este pertenecer electivo con la capacidad de domesticar los espacios no solo en términos de la repetición y de la rutina de ciertas prácticas sino en la producción creativa de nuevas formas de experimentar el espacio. Este habitante se concibe a sí mismo como “parte” del centro, busca formas de vincularse a la dinámica del lugar mediante su asistencia a actividades culturales, recorridos y adecuaciones de su vida cotidiana y laboral. Sus narrativas revelan su habilidad para relacionarse con el espacio y aunque coincide con los otros dos tipos de habitantes en la crítica hacia algunas de las problemáticas relacionadas con el deterioro de las calles, la inseguridad y la invasión comercial, su visión es proyectiva: insiste en las múltiples posibilidades que tiene el centro como espacio habitacional.
De la calle del recuerdo a centro cultural: un patrimonio vivo
Más allá de los atributos tangibles del Centro Histórico como espacio patrimonial figuran las representaciones y las prácticas de sus habitantes cuyo reconocimiento es todavía una tarea pendiente en el tema de la recuperación del patrimonio cultural de las ciudades. El conjunto de usos, prácticas, saberes y representaciones de estos grupos configura la parte viva del patrimonio (Andueza, 2009). Con base en sus experiencias pueden emprenderse proyectos que incentiven, por ejemplo, el uso habitacional en función de sus necesidades.
A fin de aproximarnos a los sentidos que adquiere el espacio para los habitantes propongo recuperar las expresiones de su cotidianidad obtenidas por medio de las entrevistas realizadas. Los sonidos, ambientes, negocios, personajes, puestos callejeros, comidas y otros viejos usos del espacio permanecen en la memoria de los más viejos, en contraste con las nuevas representaciones de los más jóvenes, que distinguen el centro de la ciudad como un anclaje de la identidad local, un lugar cultural y un espacio de inspiración artística. En esta gama de recuerdos y representaciones descansa la riqueza de su inmaterialidad, producto de la cercanía y relación con el espacio.
En el caso potosino, a diferencia de otras experiencias que analizan la relación entre los habitantes y su forma de relacionarse con los centros históricos (Alba, 2010; Linares, 2011) aún no existe una política de recuperación a partir de la cual se anclen las dinámicas habitacionales de la zona con los proyectos de rescate y revitalización. Mientras que los habitantes tradicionales viven del recuerdo y de lo que fue alguna vez ese perímetro urbano, los más jóvenes sacrifican algunas comodidades con la expectativa de que este espacio se posicione como un centro de difusión de cultura y recreación. Un mismo espacio es concebido y significado de múltiples formas a partir de la proximidad física y la valoración simbólica (Giménez, 1994) que resulta de la experiencia del habitar.22
Para los habitantes tradicionales su arraigo está sujeto a los recuerdos y memorias del lugar. Durante las entrevistas, estos compartieron fragmentos de sus historias de vida, sobre todo de la niñez y la juventud temprana. Esta exploración pretendía recuperar recuerdos sobre los usos de las plazas y otros espacios públicos del perímetro central. A través de este ejercicio también se abordaron aspectos de la vida cotidiana del pasado, que ya no existen pero están vigentes en el discurso de los habitantes: describen detalladamente calles, líneas de transporte público y otras dinámicas del pasado.
Algunos habitantes relatan con nostalgia situaciones y momentos que al ser narrados les permiten experimentar la ciudad a partir de sus recuerdos. El crecimiento citadino y los límites de la mancha urbana se mencionan constantemente. Se hace hincapié en que hasta hace algunos años el centro era el núcleo habitacional de importancia y el espacio predilecto del comercio y punto de reunión.
La vida vecinal es uno de los temas que más se recuerdan. Los entrevistados tradicionales y de antaño rememoran con sorprendente exactitud los nombres de las familias que habitaron algunas de las casonas más emblemáticas, hoy ocupadas en su mayoría por comercios o despachos.
También son recordados algunos negocios de antaño. Entre los más citados se encuentran la Casa Wings, que exhibía ropa y artículos de lujo; tiendas de ultramarinos como el Globo y el Molino Azul, todos desaparecidos. Otros espacios mencionados fueron los cines Othón y Azteca,23 como dos de los principales puntos de reunión de los jóvenes de los años cincuenta. Dentro de la guía de preguntas para los habitantes tradicionales también se incluyeron algunas relacionadas con los espacios que frecuentaban en el pasado: la Plaza de Armas, localizada en el núcleo del casco histórico, fue uno de los espacios más citados y de los que se habló reiteradamente. En el siguiente fragmento de entrevista este habitante tradicional nos comparte su experiencia en el espacio habitado. Es posible aproximarse a la memoria del lugar siguiendo esta narrativa que nos permite identificar los usos, pero también explorar las transformaciones y percepciones del espacio:
[...] los domingos, sobre todo después de salir del cine, íbamos a dar la vuelta a la plaza. Las muchachas de un lado y los muchachos del otro. […] Mi papá y mamá entre semana también iban, yo ya no iba con ellos, ya estaba más o menos grande. Ellos se iban a dar la vuelta a la Plaza de Armas y no faltaba que se encontraran con alguien. Se ponían a platicar, se sentaban. Entonces los carros se podían estacionar ahí. Ya se bajaban del carro y se sentaban en una de las bancas y no faltaba que llegaran los Ruiz Pérez y se sentaran a platicar ahí con ellos. La Plaza de Armas era un centro social […] mis papás iban en la noche, era tranquilo, no era como ahorita. Yo hace años que no me paro en la plaza en la noche. Está lleno de prostitutas y travestistas […] (Luis, 82 años de habitar el Centro Histórico).
Para este habitante tradicional la dinámica de esta plaza ha cambiado y ya no es un sitio que frecuente físicamente, pero estas evocaciones le permiten hacerse un lugar ahí.
La emoción y el entusiasmo con que fueron narradas todas estas experiencias por parte de los adultos mayores nos exige reflexionar sobre la importancia que tiene el espacio en las historias de vida de estos habitantes.
El recuerdo no debiera ser la única forma en que los habitantes tradicionales pudieran vincularse con el centro de la ciudad. Sin embargo, no existen facilidades de movilidad ni actividades que los incluyan. Dentro de la oferta cultural y actividades del espacio central existen pocas opciones de integración y entretenimiento para este segmento de la población. A lo anterior se suman las condiciones del entorno que interfieren e impiden una relación más estrecha con el espacio habitado: hay calles irregulares con rampas y numerosos desniveles, banquetas cuarteadas, adoquines desgastados, aceras obstruidas por automóviles mal estacionados que dificultan el tránsito. El Centro Histórico resulta un lugar inseguro y convierte a los adultos mayores en usuarios vulnerables: víctimas preferidas de asaltantes del rumbo y accidentes por el mal estado de las calles.
La experiencia urbana de los habitantes tradicionales revela un arraigo al espacio aunque la relación física es casi nula. La manera en que este grupo de habitantes se aproxima a las plazas, calles, negocios, festividades, monumentos y sitios del Centro Histórico a través de la memoria nos permite acercarnos a la riqueza de sus prácticas en el pasado, recuperar los recorridos cotidianos y andanzas por la ciudad. Sus experiencias revelan imágenes de la vida cotidiana tomadas desde su historia personal; permiten rastrear las transformaciones del espacio y una enorme riqueza intangible en la medida en que se recuperan costumbres, usos y prácticas de distintos periodos de tiempo.
A diferencia de los anteriores, los habitantes de antaño se ajustan a un espacio que parece distanciarse de sus necesidades. Habitar el centro representa para este grupo una serie de problemas y dificultades. Los habitantes de antaño han presenciado la transformación del espacio, los cambios de dinámica, en los usos, la renovación vecinal así como la aparición de ciertas prácticas que lo alejan del espacio habitacional ideal. Además de las problemáticas que son comunes a casi todos los habitantes (como la inseguridad, el tránsito, la excesiva población flotante y la proliferación del comercio sobre el uso habitacional), el sentirse un extraño en el espacio que habitan diariamente provoca que muchos de estos vecinos mantengan poco contacto o incluso eviten relación con el entorno. Mantienen una escasa o limitada convivencia con otros habitantes y un encierro parcial en sus hogares, como lo expresa Silvia en el siguiente fragmento de entrevista:
en el centro la gente se encierra mucho, poco convive uno, hay poca convivencia social, como cada quien en su casa encerrado, raro los que te dan el saludo, a muchos vecinos no los conoces, yo conozco a poca gente, pero la conocí muchos años atrás y todavía algunos viven por aquí, pero en realidad aquí uno es encerrado […] te soy sincera, si se me presenta la oportunidad de irme a un lugar más tranquilo, más cómodo, más amplio yo creo que sí me voy […] (Silvia, 16 años de habitar el Centro Histórico).
Lo expresado por esta habitante de antaño fue una constante en ese grupo de vecinos. Su reclusión genera distancia e impide estrechar lazos con otros actores del espacio que habita. Los encuentros sostenidos con estos habitantes ahondaron principalmente en las problemáticas del espacio y su disgusto con la dinámica actual del lugar en que viven. La propuesta de Savage et al. (2005) sobre el pertenecer electivo resulta de utilidad para entender los conflictos que derivan de la “no elección”. El hastío que experimentan los habitantes tradicionales puede explicarse a través de la nula capacidad de elegir el lugar que habitan. Algunos de ellos residen en el Centro Histórico sin haberlo seleccionado como lugar de residencia. La mayoría de los entrevistados arribaron fortuitamente a este espacio condicionados a una situación económica u oportunidad. No se advierte un sentido de pertenencia arraigado como ocurre con los tradicionales; por tanto, su relación es intermitente y no encuentra las coordenadas para ubicarse en el lugar como logra hacerlo el habitante tradicional a través de la memoria o como las construye el nuevo habitante en su andar cotidiano.
Por su parte, los nuevos habitantes expresan en su narrativa una consciencia histórica que los sitúa en relación con el patrimonio, las artes y la cultura local. Su pertenecer electivo, es decir, su capacidad de elegir ese rumbo como espacio habitacional (Savage et al. 2005) le permite encontrar puntos de referencia para entender el orden del lugar y por tanto cómo actuar y moverse ahí (Giglia, 2012:15).
Los nuevos residentes desarrollan un sentido de pertenencia a partir de su habitar y son agentes activos en la medida en que su capacidad de elección agiliza el proceso de domesticación del espacio central. Proyectan empatía con las dinámicas cotidianas entre las que se encuentran las manifestaciones políticas, las fiestas patronales y actividades culturales, las cuales son percibidas como un atractivo del lugar. La posibilidad que brinda el habitar este espacio como caminar al trabajo, frecuentar los mercados o recorrer las principales calles y plazas le permite a los habitantes aprehender el lugar y crear las condiciones de habitabilidad a partir de su relación cotidiana.24
Los nuevos habitantes mencionan como elementos clave en su elección del lugar de residencia la calidad de vida asociada con el uso y disfrute del espacio en recorridos peatonales, el tipo de vivienda al que se tiene acceso y el contacto con otros grupos de la ciudad:
[Primero] la calidad de vida, esto tiene que ver con la peatonalización, el contacto directo de los vecinos, un contacto más íntimo con la gente, este estilo de vida con una urbanización a una escala mucho más humana era lo que me llamaba la atención. Segundo, el hecho de poder coadyuvar a la conservación del patrimonio histórico a través de reutilizar, a través de la vida, a través de vivir ahí, hacer que la gente se vuelva a interesar [en] vivir, porque en el Centro Histórico la tendencia no ha cambiado, es un centro muy muy comercial […] Tercero, la calidad de espacio que puedes tener con estos esquemas es mucho mayor que en otro país […] aquí todavía el centro ofrece una oportunidad de tener un área mucho mayor a un precio realmente muy accesible. La otra opción era vivir en esquemas unifamiliares en la periferia de la ciudad, pagar una hipoteca veinte años, tener una casa de interés social en una zona francamente peligrosa o una urbanización que promueve la dispersión y atomización […] (Juan, cuatro años de habitar el Centro Histórico).
El tema del patrimonio y su rescate está presente y es mencionado constantemente en la narrativa de estos habitantes, que realizan esfuerzos a nivel personal y colectivo con el propósito de promover la recuperación del espacio; algunos de ellos colaboran con arreglos en fincas deterioradas (el grupo de más elevado ingreso económico) y proyectos artístico-culturales en el caso de residentes que sienten el mismo compromiso pero que carecen de los medios para intervenir “a lo grande”. Los nuevos se sienten parte de este espacio que han elegido para habitar pese a las condiciones y problemáticas que advierten incluso antes de mudarse.
Este sentido de pertenencia se combina con una representación casi romántica del espacio. El Centro Histórico es un lugar de inspiración. Las imágenes presentes en la narrativa de este grupo remiten al disfrute de la ciudad y sus espacios. Los nuevos habitantes relatan su experiencia de recorrerlo, usarlo y practicarlo diariamente a pie. Reconocen que las problemáticas de esta zona de la ciudad terminan por desesperar a otros grupos de habitantes y son un obstáculo para que otros actores repueblen el centro. Aunque es un espacio que concentra importante actividad cultural coinciden en que no termina de detonar; se encuentra “contenido” pese a todas las posibilidades que tiene de consolidarse como un sitio cultural privilegiado con el plus de su localización, riqueza arquitectónica y patrimonial. Están conscientes de la necesidad del aprovechamiento del espacio más allá de su carácter monumental, con enormes posibilidades de desarrollo como un núcleo privilegiado de las artes y la cultura. Estos habitantes mantienen un estrecho contacto con espacios artísticos localizados en las inmediaciones del perímetro patrimonial, así como cafeterías y bares con actividad artístico-cultural.
Los nuevos habitantes enfatizan la necesidad de abrir foros, de sacar a las calles del centro el arte y la cultura que sigue estando encerrada en recintos que operan en el marco de eventos elitistas tanto para los artistas como para el resto de los habitantes de la ciudad. Coinciden en que ciertas plazas y jardines permanecen desaprovechados o subutilizados, por ejemplo, por algunos grupos que operan en la Plaza del Carmen y que entretienen a sectores populares. A decir de los nuevos habitantes, se trata de espectáculos callejeros de poca calidad y con contenidos poco aptos para todo el público.
En las narrativas de estos habitantes también destaca el asombro por la diversidad y heterogeneidad que caracteriza al centro. Uno de los principales atractivos es la cercanía con los barrios históricos de San Miguelito y San Sebastián y la actividad religiosa de estos que, a diferencia de los eventos oficiales, es mucho más incluyente en el sentido de que promueve e intensifica el uso del espacio público a través de las fiestas patronales, peregrinaciones y verbenas que tienen como escenario las calles y plazas en los límites con el perímetro A.
Este grupo de habitantes representa al Centro Histórico como lugar de la diferencia, de la diversidad, de la cultura y el folclor. El nivel de tolerancia expresado en su narrativa se vincula a su capacidad de elegirlo como espacio habitacional. Reconocen su valor en términos de lo económico pero también de lo político y lo social. Este habitante domestica al centro mediante sus caminatas, recorridos y visitas. Entre las representaciones que tiene de sí mismos resalta el ser una especie de agente de cambio sobre todo en aquellos habitantes con actividades ligadas a los colectivos artísticos y los grupos de arquitectos. Se proclama comprometido con el espacio que habita, enfatiza su responsabilidad con el centro y su dinámica, se muestra interesado en participar para coadyuvar a la transformación y mejora del espacio por medio de sus prácticas y usos cotidianos.
La voluntad con la que este grupo de habitantes ha emprendido varios de los proyectos personales y colectivos en el espacio puede ser advertida como clave en la recuperación y conservación del Centro Histórico. Se advierte una consciencia y compromiso en su práctica derivada de experiencias en otras ciudades.25
Durante el trabajo de campo varios de los entrevistados expresaron temer por la especulación inmobiliaria que podría generarse en caso de obtenerse la declaratoria como Patrimonio Mundial porque, a pesar de habitar ahí y desarrollar un sentimiento de pertenencia y compromiso, al no poder cubrir un monto de renta, tendrían que mudarse. De ahí el interés de que sus esfuerzos individuales y colectivos sean integrados a un proyecto que pondere la vida social de la zona céntrica por encima de su valor inmobiliario. Lo anterior es una tarea complicada cuando se tiene como escenario la patrimonialización y el interés por una ganancia económica.
Este recorrido por las experiencias y prácticas espaciales de los habitantes del Centro Histórico potosino nos conducen a reflexionar en la riqueza de la vida social de este lugar que ha permanecido al margen de los proyectos de rescate y revitalización del primer cuadro de la ciudad.
Reflexión final: experiencias y prácticas habitacionales como patrimonio vivo
En los últimos años, el tema patrimonial ha figurado como parte de la agenda pública de gobiernos locales que ceden ante presiones e ilusiones del mundo global. Numerosos centros históricos de las ciudades mexicanas han sido objeto de proyectos de rescate que priorizan una visión cosmética por encima de las necesidades reales de quienes los habitan. Las políticas de rescate e intervención de estos espacios no consideran las voces de sus habitantes cotidianos en cuyas prácticas radica la riqueza del lugar. Sus memorias, conocimientos y experiencias dan vida y equilibran la dinámica de los espacios centrales tratados por los programas oficiales como perímetros casi museísticos.
La conservación y difusión de los centros históricos delinea un modelo de “hacer ciudad” a partir de la explotación de un patrimonio concebido como motor de desarrollo económico mediante prácticas asociadas al turismo, que dejan de lado y minimizan los efectos que de ello derivan: hermosamiento de espacios que provocan cambios en las dinámicas de los habitantes originales y visitantes así como la invención y eliminación de prácticas que terminan poniendo en riesgo la riqueza patrimonial. El análisis de este fenómeno y sus efectos en el modo de habitar y vivir la urbe inauguran un debate sobre la mercantilización de la cultura, la historia y la memoria de sus habitantes.
El caso potosino presenta un proceso de patrimonialización inacabado que no termina de consolidarse, con efectos que han contribuido en la reorganización del espacio urbano a lo largo de varias décadas. A partir del supuesto “rescate patrimonial” del centro de la ciudad se han emprendido obras y proyectos en los que invierten importantes sumas de dinero sin obtener los resultados esperados por lo que da pie a cuestionar la eficacia, la calidad y el ejercicio de los gobiernos municipales y estatales que promueven estas iniciativas.
Desde hace más de dos décadas el Centro Histórico potosino experimenta un descuido evidente con huellas de abandono; sus espacios públicos son subutilizados por clases populares cuyo uso beneficia a grupos de elite que obtienen importantes recursos a través de la renta de espacios para actividades comerciales. A la fecha, estas prácticas configuran el uso más importante del centro de la ciudad, donde la oferta cultural es cada vez más pobre y el uso habitacional es aplastado por la actividad comercial.
Dar al Centro Histórico un cuidado ordinario, hacer que las banquetas sean transitables, que la recolección de basura funcione y que haya todo una serie de mediaciones entre los actores vinculados a este perímetro y las responsabilidades de las diferentes instituciones, revelaría un buen ejercicio de gobernanza de todos los días que haría que los habitantes no se vieran obligados a movilizar sus propios recursos para lograr una mediana calidad de vida invirtiendo tiempo, dinero y esfuerzo o, en el peor de los casos, abandonar este espacio. Si este ejercicio fuera efectivo y si el interés de las autoridades estuviera dirigido a la verdadera conservación y la diversificación de sus usos como sinónimo de equilibrio, los proyectos de rescate se maquilarían solos y no sería necesario el despilfarro de recursos, que en el caso potosino solo ha servido para “reinventar” un patrimonio que no es reconocido ni apropiado por los habitantes de la ciudad.
Este trabajo planteó explorar las experiencias de los habitantes y sus prácticas habitacionales como una parte viva del patrimonio, que se vislumbra como un elemento clave de los proyectos de rescate que nos permite adentrarnos en una dimensión más humana del espacio. Esta noción contrasta con la representación de un centro concebido apenas como un conjunto de edificios monumentales. Se trata de otra cara del espacio patrimonial, ignorada, en donde se entrevé un área de oportunidad: entre los habitantes del centro hay comunidades de artistas y arquitectos, grupos de adultos mayores con interesantes y valiosas historias que compartir cuyas voces no han sido tomadas en cuenta.
Este trabajo buscó hilar la relación que habitantes del centro establecen con el espacio. Para el caso del Centro Histórico de San Luis Potosí se identificaron tres tipos de habitantes: el tradicional, el de antaño y los nuevos habitantes. Eso deriva en tres formas de relación social con el espacio habitado. De arraigo, de adaptación y de pertenecer electivo. El primero genera vínculos identitarios a partir de la memoria y los recuerdos. El de adaptación es el segregado, alimenta una autosegregación que abona a un pesimismo sobre el futuro del centro de la ciudad y le imposibilita la interacción social. Y por último, el pertenecer electivo, que define la relación de los nuevos habitantes con el espacio, genera una identidad que se sustenta en el horizonte de posibilidades del “por hacer” en este Centro Histórico. Este habitante mantiene un espíritu optimista que le permite interactuar y demandar acciones concretas en su vecindario.
Partir de experiencias nos permite configurar un espacio urbano real y plural que hace posible el involucramiento de actores para quienes el centro no es un proyecto ni mucho menos una mercancía, sino un espacio en el que encuentra un referente importante de su propia existencia. Debido a las transformaciones que ha tenido este lugar, algunos de sus habitantes han fragmentado su sentido de pertenencia pero finalmente continúan siendo parte de él. Se trata de un desarraigo que se nutre con falta de inclusión en proyectos de ciudad que permitan la vinculación y el acercamiento de estos grupos con el espacio y los planes que lo ordenan. Es común que los habitantes se sientan ajenos no solo a la dinámica actual, sino al margen de toda política pública que involucre al centro de la ciudad. Los nuevos habitantes, entre quienes se observa un acentuado sentido de pertenencia, están conscientes de no ser tomados en cuenta en los proyectos y las iniciativas que involucran al corazón de la ciudad, como si este careciera de vida vecinal.
La exploración de las relaciones que los habitantes establecen con el espacio central nos revela las diferentes formas en que un mismo espacio es representado. Recuerdos, memorias, experiencias y saberes configuran la dimensión intangible de un patrimonio que a través de estos matices de la vida social define sus particularidades. Las narraciones de los habitantes tradicionales, las necesidades de los habitantes de antaño y las expectativas e iniciativas de los nuevos habitantes son clave de los procesos de recuperación en la medida en que podrían nutrir proyectos de rescate sobre la memoria colectiva, incentivación del uso habitacional y participación ciudadana. Son guías que desde dentro del espacio revelan la riqueza y las carencias, pero también oportunidades, como es el caso de las intervenciones hechas por los grupos de arquitectos y nuevos habitantes cuya relación con el espacio es mucho más activa y detona formas creativas de habitar el lugar.
Tomar en cuenta estas prácticas es entender el centro como un espacio depositario de imaginarios donde convergen las diferencias; es admitirlo como sitio estratégico para la edificación de nuevas formas de hacer ciudad. Coulomb (2007) señala que la búsqueda de la utópica democracia tiene amplias posibilidades de gestarse en las dinámicas que se advierten en los centros históricos de las ciudades precisamente a partir de la recuperación de las prácticas y experiencias de quienes los habitan, que configuran la parte viva de estos sitios históricos y deben emprender un papel más activo en la dinámica cotidiana, pero también en las nuevas reflexiones sobre las ciudades.