Introducción
Cuando se discute el problema de la corrupción sistémica en un país se tiende a enfocar las acciones del sector público llegando a pensar que las empresas son básicamente víctimas.1 La corrupción se expresa en realidad en una multiplicidad de tipos de acciones, lo cual implica comprender la especificidad de cada tipo de corrupción y la lógica social que lo sustenta. Sin embargo, al admitir que algunos actos de corrupción comienzan en el sector público y atrapan de esa manera a las empresas (por ejemplo, muchos casos de soborno), quedan algunas preguntas organizacionales por contestar: ¿qué procesos internos se desencadenan en una empresa para acatar el soborno solicitado por uno o varios servidores públicos? ¿Esos procesos internos que desata la organización para responder al soborno, se estabilizan y racionalizan por decisión de sus miembros? ¿Qué tanto ese proceso de estabilización diluye las fronteras entre víctima y victimario, haciendo a la empresa incluso proactiva en el proceso de cumplimiento y sostenimiento de los acuerdos de soborno? Estas preguntas asumen la corrupción más como una relación social que como “calle de un solo sentido”, donde uno de los actores es “el corrupto” y otro “la víctima”.
La corrupción vista como relación social permite pensar que esta puede llegar a ser sistémica (Arellano, 2012), es decir, que constituye en la práctica un entramado en el que se encuentran inmersos diversos actores sociales, tanto del sector público como del privado. La corrupción vista como proceso social implica que las personas terminan constituyendo una densa red de transacciones (muchas de las cuales pueden no ser corruptas) con vínculos estables que se reproducen y que pueden considerarse, según la perspectiva, como impropios o ilegales, pero también como actos relativamente normales o comunes, una especie de organización social de la corrupción (Mungiu-Pippidi, 2006:87). Este enfoque tiende a ser escéptico ante la idea de que la corrupción es un acto de individuos aislados o de “manzanas podridas”. Por el contrario, plantea que los diversos actos que puedan considerarse como corruptos son pate de una relación social bien constituida, muchas veces estable y que es capaz de autorreproducirse. La corrupción sistémica puede pensarse entonces como una trampa social clásica, ya que no es fácil para ningún actor salirse del “acuerdo” amplio que permite una relación con actos corruptos pero que han devenido consuetudinarios y constantes (Persson, Rothstein y Teorell, 2013).
Desde el enfoque de la corrupción como un sistema o una organización social, suponer que las empresas son solo víctimas de la corrupción proveniente del sector público puede estar perdiendo de vista la riqueza de los procesos sociales y políticos involucrados en actos como el soborno. Para analizar esta idea, el presente estudio se concentra en un tipo de corrupción común en muchos países: el soborno. En este caso, el que inicia con una solicitud de dinero a cambio de servicios o permisos (este puede ser un tipo de soborno distinto a aquel que puede ser iniciado por las empresas para obtener influencias que las beneficien). El punto está en investigar para conocer la dinámica interna y organizacional que una empresa dispara para atender la petición de soborno, para atenderla organizacionalmente y probablemente para hacerla predecible y estable en el tiempo. Las empresas, entonces, probablemente pueden ser vistas como víctimas en primera instancia, pero ante la necesidad de hacer estable el intercambio que sustenta el soborno, primero, requieren transformar cierta parte de su lógica interna para normalizar el intercambio. Y segundo, es admisible pensar que necesitan impulsar un proceso de estabilización interno a la empresa para hacer del soborno recurrente un acuerdo estable y predecible.
Para enfrentar una petición de soborno desde la empresa (que tiene, en sociedades de corrupción sistémica, una alta probabilidad de repetirse en el tiempo) se requiere crear y estabilizar un proceso, una serie de pasos racionales y organizados que involucran a diferentes personas o empleados a efectuar determinadas actividades con el fin de cumplir o satisfacer las demandas del soborno. Este proceso interno de respuesta al soborno puede ser costoso en diferentes formas. No implica sólo el pago del soborno, sino el proceso organizacional que debe dispararse para satisfacerlo. Y este proceso implica que tiene que ser justificado o explicado, o incluso escondido, a las propias personas de la organización que están involucradas. La cuestión es, justamente, comprender cómo estabilizar dicho proceso para la propia empresa se convierte en una necesidad racional. No hay que olvidar que la empresa obtendrá algo de la transacción: la licencia, el trámite o el permiso indispensable para trabajar o existir. En esa transacción, el soborno desata una relación que implica crear internamente las condiciones materiales y simbólicas para su realización efectiva.
Es justamente este último punto el que está muy poco estudiado en la literatura, al menos de manera empírica (comprensible dada la dificultad de estudiar un proceso que suele ser oculto e incluso negado por las personas involucradas).
El objetivo de esta investigación es dilucidar empíricamente los procesos internos que adoptan las empresas para interactuar y cumplir con solicitudes de soborno iniciados por servidores públicos a cambio de entregar un permiso, una licencia o un trámite. La hipótesis central es que, en una situación de corrupción sistémica, las empresas pueden precisar hacer endógena la lógica del soborno con el fin de entrar en una relación fluida y con el menor costo posible con los servidores públicos corruptos. Es decir, las empresas crean procesos internos para decidir y negociar la relación con dichos servidores, conseguir los recursos y sustentarlos financieramente para crear las condiciones que permitan asegurar la estabilidad del trato en el largo plazo (proceso estudiado ampliamente a nivel teórico por Ashforth y Ananad, 2003; Ananad, Ashforth, Joshi y Martini, 2004; Kish-Gephart, Harrison y Klebe, 2010). Esto implica comprender a qué nivel las empresas se convierten en algún sentido en estabilizadoras, por necesidad y por interés propio, de la relación de soborno.
Un país con alta incidencia de corrupción como México es un caso sólido para estudiar el proceso que siguen las organizaciones para hacer endógenos los actos de soborno solicitados por servidores públicos corruptos. Dichos actos son consuetudinarios (de acuerdo con INEGI 2014a, 11.3 % de los delitos que victimizaron a empresas en México fueron actos de corrupción2), se convierten en normales y requieren orden procedural para su ejecución estable.
La sistematización de la corrupción por organizaciones gubernamentales es algo bastante estudiado (Arellano, 2012; Scott, 1969; Rothstein y Teorell, 2008; Johnston, 2005; Heywood, 2015, por mencionar unos cuantos). Pero no tanto su contraparte: el proceso a través del cual las empresas normalizan la interacción de soborno que solicita el servidor público. Este enfoque permite preguntarse qué tanto las peticiones de soborno son procesos de corrupción exógena (donde la empresa es una víctima) y qué tanto al normalizar estos actos se originan procesos endógenos en el seno de la empresa. Esta lógica implica pensar en una dinámica de corrupción normalizada, donde la compañía procura mantener estable la relación de corrupción que le resulta más conveniente, convirtiéndose en un agente proactivo y partícipe del proceso o círculo de corrupción. Comprender ese proceso de estabilización puede ser de suma importancia tanto para comprender la dinámica real de los actos de corrupción como para entender detalles fundamentales del fenómeno con la finalidad de combatirlo más efectivamente.
Para estudiar el proceso de estabilización de la relación que dispara la solicitud de soborno se realizó un estudio con base en una encuesta a empresas medianas de una de las ciudades económicamente más importantes del país; y a partir de los resultados se realizaron estudios a profundidad (por medio de entrevistas) en dos de las empresas a partir de una lógica de contraste. Los resultados permiten comprender de manera inicial al menos el proceso interno que se construye para procesar el soborno y estabilizar los acuerdos, y dan una muestra del tipo de relación que construyen las empresas con los servidores públicos en estas situaciones de venalidad constante.
El artículo se organiza de la siguiente manera: en la segunda parte se revisa la literatura de normalización de la corrupción a escala organizacional con el fin de discutir los procesos de racionalización necesarios para dar estabilidad y sentido a diversos actos que pueden ser considerados ilegales o poco éticos. En la tercera se presentan los elementos metodológicos de la encuesta que se desarrolló y la forma en que se escogieron los estudios de caso. En la cuarta se discuten los resultados de la encuesta y en la quinta los de los estudios de caso por medio de entrevistas. Por último, se presentan las conclusiones.
Normalización de la corrupción: una calle de doble vía
La literatura de normalización de la corrupción estipula que se trata de un proceso con tiempos, reglas y dinámicas, no un acto discreto de dos individuos aislados. Por lo tanto, llegar al hecho corrupto en sí implica un pasado que permitió la gestación y el desarrollo del acto corrupto. Esta suerte de historicidad, además, tiene un futuro: para repetir ese acto debe mantenerse un proceso de relaciones sociales que incrementen la probabilidad de que el hecho se reitere (Blundo, Olivier y Arifari; 2006, 33). En consecuencia, la característica más antiintuitiva de la corrupción en las organizaciones es que el cohecho se hace normal. La literatura al respecto está llena de evidencias y referencias, por lo general, a gente que ha sido procesada por corrupción y que niega haber realizado algún acto ilegal o incluso inmoral (Benson, 1985; Conklin, 1977; Cressey, 1986; Geis y Meier, 1979; Sykes y Matza, 1957).
Una explicación posible para esta aparente paradoja puede encontrarse en la capacidad de las organizaciones para rutinizar y normalizar los diferentes valores, actividades y objetivos de los individuos y los grupos que las integran. Del mismo modo como una organización normaliza el respeto por la jerarquía o los procedimientos aceptables en el trabajo diario, se pueden normalizar comportamientos clasificables como corruptos a partir de incrustarlos en los procesos y prácticas del día a día, socializándolos dentro de la organización como relativamente “normales”. Incluso, puede ocurrir que un grupo de comportamientos no corruptos esté combinándose con otros que sí lo son, haciendo que un individuo particular en la empresa no tenga la “fotografía completa” del engranaje de actos que llevan a un resultado ilegal o corrupto. Esta lógica hace entonces posible comprender cómo una organización y muchas de las personas en ella caigan en la corrupción poco a poco, como en una resbaladilla (Arellano, 2017).
Las personas en las organizaciones requieren construir el sentido de lo que hacen y su perspectiva es siempre limitada (por tiempo, recursos, capacidad, como dice el concepto clásico de racionalidad limitada de Simon, 1947). En consecuencia, una organización construye una serie de mecanismos de influencia, rutinas y principios que ayudan a los miembros de la organización a dar sentido a sus acciones; ahorrando tiempos a través de rutinas, propiciando la cooperación a través de procesos estandarizados, especializados y compartimentados. Es mediante estos mecanismos de influencia, intencionalmente o no, como pueden construirse esquemas de acción normalizada y comportamientos corruptos.
La acción organizacional es una construcción social, según Berger y Luckmann (1978): los actores organizacionales construyen diferentes interpretaciones y lealtades para internalizar diferentes lógicas de socialización. El grupo, el subgrupo, el departamento, la organización como un todo; la industria donde la organización se mueve, y por último, el país, la sociedad, son diferentes niveles donde el actor internaliza y socializa las normas, las reglas, las expectativas, incluso los principios morales que le darán cabida en dicha colectividad (Chibnall y Sauders, 1977, 141). Evidentemente, esa socialización secundaria, como le llaman Berger y Luckmann, implica un proceso que puede ser contradictorio al interpretarse en diferentes niveles de agregación.
En corto, las lógicas de socialización de uno de los estratos (por ejemplo, la organización) pueden chocar con otro (por ejemplo, el grupo). Pagar sobornos -como es el centro de análisis del presente estudio- puede ser lo adecuado para una empresa que se considera víctima de servidores públicos corruptos, pero altamente estresante para el miembro de la compañía que está encargado de negociar y pagar el soborno. Por ejemplo, maquillar algunas cifras financieras puede ser benéfico para la organización, bajo el argumento de que buena gente se equivocó con buenas intenciones; pero visto como un acto de corrupción a nivel de la sociedad puede resultar en tensiones al contraponer las lógicas de distintos estratos de socialización. Para lidiar con estas contradicciones fundamentales la respuesta parece ser la racionalización.
La racionalización es un acto de interpretación e indispensable para que una persona pueda ser un actor social. Al menos desde Goffman (1981), se comprende que los individuos saben presentarse ante los demás con una estrategia fundamental de claroscuros; que permitan construir una imagen determinada y dar cierta certidumbre a la interacción esperada con los demás. ¿Por qué se obedece a un jefe? Porque se cree en la legitimidad de su jerarquía, conforme a Weber (1922/2002). Eso es una racionalización necesaria para la constitución del tejido de interacción social. Es una racionalización que no deja de ser una interpretación, una estrategia de sentido, una amalgama de esencia y apariencia de aquello que los actores desean se observe y de lo que desean permanezca oculto -la opacidad es un ingrediente fundamental en la interacción (Costas y Grey, 2014)-. No solo la opacidad, sino el secreto y la secrecía forman parte inevitable del repertorio de estrategias de interacción y comunicación en las organizaciones (Zerubavel, 2006).
Cuando se trata de corrupción, los actores dentro de la organización pueden haber creado una racionalización que permite construir ese acto como un accidente o como necesario para lograr un bien común mayor. Esta racionalización busca mantener cierto nivel de salud moral colectiva que justifique al grupo (Ashforth y Anand, 2003: 16). Incluso es posible crear eufemismos para referir ese acto corrupto.
El abanico de opciones de racionalización organizacional en casos de corrupción es diverso y amplio: negación de la responsabilidad (“me fue ordenado”), negación del daño (“es un soborno que no afecta a nadie por su tamaño o por los efectos positivos que traerá para la empresa”), negación de las víctimas (“los corruptos son los otros, yo solo pago el soborno dado que sería más costoso no hacerlo”) y el respeto a lealtades más elevadas (“pagar un soborno puede ser un acto corrupto, pero solo así aseguro la supervivencia de mi negocio o de mi empleo”) (Ananad et al., 2004; Ashforth y Ananad, 2003; Ashforth et al., 2008; Felps, Mitchell y Byington, 2006; Fleming y Zyglidopoulos, 2009; Kish-Gephart et al., 2010; Pinto, Leana y Pil, 2008).
Evidentemente, estas racionalizaciones pueden ser interpretadas como simples mentiras o justificaciones hipócritas. Sin embargo, la historia no parece ser tan simple. Muchas veces, estas racionalizaciones son verdaderos mecanismos de interpretación y justificación que permiten al actor sentirse mejor consigo mismo, reduciendo la angustia o la disonancia entre sus valores generales y sus actos particulares (Gigerenzer, 2002). El autoengaño en psicología no es exclusivamente de hipocresía, sino un proceso mental y social de justificación y modificación de los parámetros de interpretación por parte de los seres humanos (Lerner y Tetlock, 1999: 263; Bargh Tanya y Chartrand, 1999: 475).
El autoengaño, con todo lo antiintuitivo que suena, es estudiado ampliamente en la psicología como un acto de modificación de los parámetros mentales para evaluar la realidad (Ainslie, 2001). En este sentido, las personas construyen historias y percepciones de tal manera que sean capaces de reducir, o incluso eliminar (al menos temporalmente) la disonancia cognitiva que les produce saber que están cometiendo un acto indebido (Festinger, 1957). Dicha disonancia es una tensión interna de las ideas o emociones de la persona con respecto a lo que observa que es o puede hacer de la realidad. Al reducir la disonancia, es posible sentirse menos afectado moralmente.
Una persona puede reducir la disonancia cognitiva si racionaliza que el acto de corrupción no fue tan grave, que fue seguido por otros, ordenado por otros, o si forma parte de un acto de “justicia” redistributiva contra los “verdaderos actores perversos”. El punto central es que la racionalización implica un esfuerzo real, creativo y con impactos efectivos en la interpretación de la persona respecto al grado de honestidad de un acto. Adicionalmente, esta racionalización puede estar reforzada por la organización y sus grupos, de forma sistemática o implícita en las rutinas, prácticas y eufemismos existentes.
La racionalización es un paso fundamental en el contexto que permite a las personas enfrentar y justificar sus actos aun cuando saben, o intuyen al menos, que estos alimentan o forman parte de una cadena de corrupción. Ahora, si a la capacidad de racionalización le añadimos que las organizaciones van creando procesos y rutinas, adquiere más sentido la idea de que las personas y las organizaciones caen poco a poco en una resbaladilla de corrupción.
El proceso mental y relacional que lentamente racionaliza el tamiz de un acto corrupto puede ser reforzado ampliamente por la dinámica organizacional. Precisamente, cuando una persona ingresa en una organización inicia un denso proceso de socialización y decodificación: comienza a aprender qué es la organización, quiénes la componen, qué grupos la manejan, cuáles son los valores imperantes de jerarquía, obediencia, cooperación, conflicto y negociación (Kunda, 1992). Estas dinámicas sociales permiten a las personas ser introducidas, aprender, construir su rol y su papel; funcionan para cuestiones formalizadas (como identificar la jerarquía y las reglas de comunicación), así como para la socialización de actos o comportamientos que puedan, en el tiempo, alimentar la corrupción. Es importante comprender esta contradicción, dado que explica por qué, en general, las personas acusadas de corrupción no se asumen como culpables de dichos actos. No se trata solo de cinismo o de cálculo para negar la corrupción. Tampoco solo del proceso psicológico que permite la racionalización.
En realidad, el tema es una mezcla en la cual los propios procesos organizacionales permiten a una persona ser parte del grupo, de la organización; de aquellos procesos que actúan y funcionan para ubicar y posicionar al actor en tramas de relaciones y actores que, al final de cuentas, pueden ser clasificados como corruptos. Empero, en este caso, son actos corruptos que los propios procesos organizacionales, paradójicamente, ayudaron a cimentar, consolidar y hacerlos consuetudinarios.
La dinámica social de introducción de una persona a la lógica organizacional se da poco a poco, como un proceso de aprendizaje de las reglas y las normas de interacción en un colectivo. La metáfora de cómo los procesos mentales y sociales de racionalización pasan a ser reconstruidos y fortalecidos por la lógica organizacional es el de la “resbaladilla”.
En el caso de la corrupción, las organizaciones pueden crear condiciones para que las personas “resbalen” paulatinamente a cometer actos corruptos en un proceso facilitado, en el que dichos actos sean racionalizados y justificados como “normales” o, al menos, aceptables desde la lógica del grupo o la organización. Para que el efecto “resbaladilla” ocurra, es necesario que la persona incorpore las reglas y prácticas organizacionales, aceptándose como un agente incrustado en tales prácticas. Con este proceso, la persona en la organización sigue siendo aquel individuo que ingresó en ella, pero a la vez es otro: el que obedece, es aceptado, ”sabe” interpretar y comprender la “cultura” o la “naturaleza” de la organización, como un submundo donde muchos de sus comportamientos y sentimientos solo adquieren lógica mientras está dentro de la organización.
Las dinámicas de racionalización y socialización se refuerzan mutuamente y crean una especie de lógica de endogenización donde las personas y las mismas organizaciones se apropian del discurso y de las prácticas para justificarlas. Cuando se deja de lado el supuesto útil -pero demasiado simple- del decisor individual calculador que decide ser corrupto; cuando se comprenden los mecanismos mentales y sicológicos para racionalizar y dar sentido a los actos propios; y se introduce una arena de relaciones, reglas y tiempos organizacionales, la corrupción comienza a ser vista desde una perspectiva más dinámica. Pero también más preocupante, pues puede intuirse la dificultad que tienen los mecanismos anticorrupción para lidiar con un fenómeno que se construye organizacional y socialmente en las prácticas y racionalizaciones del día a día de las personas.
Estudio de campo: encuesta y análisis de casos de contraste
Para estudiar entonces el proceso a través del cual las empresas hacen endógeno el soborno en situaciones de corrupción sistémica se efectuaron dos estudios relacionados: una encuesta y un estudio de dos casos contrastantes. Tomando a México, un país de altos niveles de corrupción, se eligió una ciudad de las primeras 10 del país en actividad económica con el fin de asegurar el análisis de situaciones de relación empresa-gobierno de alta importancia. Además, se consideró sustancial que esa ciudad fuera seleccionada también por la alta incidencia de corrupción.3 En este caso se optó por una que ocupa aproximadamente 16 % del empleo total nacional en cerca de 500 000 empresas en su territorio. Se seleccionó como muestra para la encuesta a empresas de un tamaño económico importante sin que pudieran ser consideradas muy grandes. Esto con el fin de ubicar el objeto de estudio en compañías que por un lado tienen ya un tiempo importante de existencia y por otro que no supusieran necesariamente una alta capacidad de captura del gobierno como podrían ser el caso de las empresas muy grandes (llevando a otro tipo de corrupción como la colusión para obtener contratos gubernamentales con condiciones preferenciales). Para ello se seleccionaron aquellas que se pudieran considerarse en el rango alto de las llamadas empresas medianas (INEGI, 2014c): de entre 101 y 250 empleados y un rango anual de ventas de 100 a 1100 millones de pesos mexicanos (5.5 a 59.5 millones de dólares). Además de este criterio para la muestra se tomaron los sectores de la actividad económica con mayor probabilidad de requerir permisos, licencias o autorizaciones para funcionar de manera regular (sectores agrícola, industrial y comercio, dejando fuera por tanto el de servicios). La encuesta enviada solicitó información a las direcciones generales de las empresas con respecto a cómo son victimizadas por servidores públicos de la ciudad para obtener permisos o licencias críticas para su existencia.
Bajo estos criterios se obtiene un universo muestral de 1 156 empresas en la ciudad. Se envió un cuestionario4 por correo electrónico a los directivos generales, con el fin de que respondieran por ese medio. Se dio seguimiento mediante llamadas telefónicas y dos mensajes de recordatorio. El cuestionario constó de 19 preguntas con opciones semicerradas. El volumen de respuesta fue de 389 cuestionarios atendidos, pero solo 306 completos. Estos últimos se consideraron válidos, de modo que la tasa de respuesta fue de 26.4 %, lo que es una muestra relativamente aceptable para un estudio sobre un tema tan intrincado como el del soborno, y consideramos que permite con cierta confianza plantear, con precauciones necesarias, algún nivel de generalización sobre el proceso de internalización del soborno en las empresas en México.
El cuestionario establece de inicio que el objetivo de la encuesta es comprender cómo la empresa se ve obligada a acatar solicitudes de soborno por parte de servidores públicos, aclarando que -de acuerdo a la legislación nacional existente en ese momento en el país-, la empresa y las personas que en ella laboran no están cometiendo un delito si aceptan pagar el soborno. La ley mexicana, al momento del estudio, establecía que el delito se cometería por parte de la empresa si la misma, de manera espontánea, ofrece el soborno (art. 222 del Código Penal Federal). En esta encuesta siempre se asume que la iniciativa de soborno es por instancia del servidor público, y se le informa de ello al empresario.
Una vez procesadas las encuestas, se seleccionaron dos casos contrastantes para estudiarlos en mayor profundidad.5 El contraste estaría entre un caso donde la empresa plantea que es fundamental mantener la estabilidad de los acuerdos que posibilitan el soborno de manera sistemática (60 empresas así lo consideraron. Véase más adelante la encuesta), y otro donde mantener esa estabilidad del acuerdo es considerado de importancia mediana o poca (65 empresas lo consideraron de esa manera). Adicionalmente, se buscó que los casos fueran empresas que asumen el soborno como proveniente de una red de servidores públicos y no de un servidor público aislado. Esto con el fin de maximizar el grado de dificultad, desde la perspectiva de la empresa, de salirse del acuerdo y la necesidad de estabilizarlo. De estos casos identificados, 12 empresas que cumplían con estos criterios contestaron estar dispuestas a ser estudiadas mediante de una entrevista presencial (siete empresas que consideraban importante realizar esfuerzos de estabilización y cinco que no). De estas se escogieron dos empresas con lógicas contrastantes en el sentido antes dicho. Las entrevistas duraron en total aproximadamente cinco horas, dado que se solicitó interrogar a más de una persona conocedora de la situación (tanto directivos como gerentes): cinco personas en el caso de la empresa que consideró muy importante mantener estables los acuerdos, y seis en la empresa que lo consideró no tan importante).
Resultados de la encuesta
El cuestionario constó de 19 preguntas,6 todas referidas a la experiencia de la empresa en 2015. El primer bloque buscó comprender la visión de la corrupción en el sector público e indagar si la empresa recibió solicitudes de soborno. El 84.6 % de los encuestados consideró que la autoridad de la ciudad es corrupta, y 90.8 % indicó que ha sufrido al menos una solicitud de soborno en el año referido. El promedio de incidencia de sobornos fue de 3.7 veces en el periodo estudiado. De 278 empresas que respondieron haber sufrido de soborno en el año, 26.6 % señaló que el monto de dinero solicitado fue de entre 5 001.00 y 25 000.00 pesos (aproximadamente entre 270.00 y 1 345.00 dólares); 41.7 % reportó que el monto ascendió a una cantidad de entre 25 001.00 y 125 000.00 pesos (entre 1 350.00 y 6 753.00 dólares); y 12.2 % señaló que el soborno fue de más de 125 001.00 pesos (más de 6 753.00 dólares). Por último, 6.1 % reportó haber pagado el soborno en especie, es decir, en otra manera diferente al dinero. De estos, 58.8 % refirió haber otorgado regalos “materiales”, y 41 % pagó en regalos y “servicios”.
Respecto al proceso interno que la empresa articula para tratar el soborno, 24.4 % de las empresas que lo sufrieron reportaron que lo contabilizan como un gasto especial, y 56.4 % señaló que lo identifican como “otros gastos”. El 17.6 % reportó que internamente no tienen una definición contable para procesar el soborno. En cuanto a cómo la empresa genera un proceso interno para tratar la solicitud de soborno, 56.4 % reportó que el caso lo llevan de una a dos personas; 26.2 % de tres a nueve personas; y 17.2 % señala que es tratado por 10 o más personas. Al respecto, es interesante observar que solo 23.7 % reportó que la totalidad de las personas involucradas en el procesamiento del soborno saben que, en efecto, están tratando un proceso organizacional para desahogar el soborno. Del grupo de entrevistado, 39.5 % planteó que, aproximadamente, tres cuartos de los involucrados en el procesamiento del gasto del soborno sabía que estaba procesando el soborno; y 36.6 % afirmó que la mitad o menos de las personas involucradas tenían conocimiento; 74.8 % considera que el soborno le es solicitado por una red de servidores públicos y solo 14.3 % cree que es un individuo el que lo solicita. En cuanto al lugar donde se establecen los acuerdos, 42.8 % reportó que se realizan en una comida o desayuno fuera de la empresa, 35.9 % en la empresa misma, y 16.1 % señaló que ocurre en las oficinas del servidor público.
El cuestionario también indaga acerca de cómo es la relación con el servidor público que solicita el soborno; 32.01 % reporta que este ha tratado de cambiar las reglas del juego para dificultar la legalidad de la empresa. Ello genera un problema para la firma, tres de cada cuatro (75.5%) consideró la estabilidad de los acuerdos como un problema “importante” o “medianamente importante”. En consecuencia, 82.9 % indicó que realiza algunas actividades para “mantener” el buen trato con el servidor público (invitaciones a actividades informales, regalos). No obstante, 38.84 % también admitió que utiliza amenazas o negociaciones fuertes para mantener estable el convenio del soborno. Incluso uno de cada 10 (11.7 %) ha pasado de las palabras a los hechos y denunció formalmente los actos de corrupción en algún momento. Empero, resulta interesante que 60.1 % contestó que no ha realizado tal demanda; y 24.18 % prefirió no responder a la pregunta. Las razones para que las empresas se atrevieran a demandar fueron debido a problemas económicos de la empresa (44.44 %), abusos del servidor público (11.1 %), y por cambio de la administración en el gobierno (22.2 %) -lo que presumiblemente generó cambios bruscos en el trato establecido con anterioridad-. Por último, ante la pregunta de si el soborno y lo que tiene que hacer la empresa para entregarlo ha afectado negativa o positivamente a la empresa, tres de cada 10 dice que la empresa ha cambiado para mal, mientras que 7.5 % opina que para bien, y 47.4 % considera que no la ha afectado ni positiva ni negativamente.
Resultados de los estudios de caso
Como se explicó previamente, se realizó un estudio en profundidad de dos casos contrastantes. Dos empresas que respondieron distinto a la pregunta: ¿Qué tan importante es para su supervivencia y la de negocio el mantener estables los acuerdos -previamente establecidos- para procesar exitosamente el soborno solicitado por un servidor público? De acuerdo con la selección, se entrevistó a directivos de dos empresas, una que planteó que era importante mantener estables esos acuerdos, y otra que no lo consideraba tan relevante. Puesto que la investigación pretende comprender el proceso interno que organizacionalmente se desata por sobornos en situaciones de corrupción sistémica, la lógica indicaría que la estabilización de los acuerdos es fundamental, de ahí la importancia de contrastar ambos casos.
Para efectos prácticos, los casos seleccionados los denominaremos como Empresa pro estabilidad y Empresa indiferente. La idea central de las entrevistas semiestructuradas fue comprender el proceso organizacional interno que la empresa articula para enfrentar la solicitud de soborno. Sobre todo, en términos de la normalización de procesos estándar que la empresa propicia en sus rutinas. Las entrevistas se practicaron a directores generales y directores de finanzas de cada empresa. La entrevista siguió un guion semiestructurado con el objeto explícito -y acordado con los entrevistados- de conocer más detalles sobre su experiencia al enfrentar el soborno con servidores públicos (tomando diversas precauciones para asegurar la confidencialidad de los datos de la empresa y de las personas entrevistadas).
Empresa pro estabilidad
De acuerdo con los directivos de esta empresa, el soborno es una petición constante por parte de servidores públicos de la ciudad, quienes aprueban licencias o tienen la facultad de dar permisos diversos sin los cuales la empresa no podría operar. Esta compañía en particular existe desde hace más de 30 años, y ha visto desfilar gobiernos de la ciudad pertenecientes a diferentes partidos políticos, sin que se note una diferencia sustantiva en cuanto a mayor o menor proclividad a solicitar sobornos. Cuando hay cambios de partido gobernante se deben desarrollar nuevos códigos y otras formas de negociación, pero las solicitudes de soborno son una constante.
En palabras de un entrevistado: cuando hay cambios de partido gobernante “se requiere un esfuerzo nuevo por redefinir las reglas del juego”. En la práctica puede significar varios meses de renegociación con las modalidades, cantidades y modus operandi cambiantes. Sin embargo, una vez establecidas las nuevas reglas, los tratos de soborno se han mantenido relativamente estables.
Los empresarios entrevistados dejaron claro que no hay margen de maniobra: “intentar oponerse a la corrupción es sumamente costoso y puede que hasta peligroso”. La empresa contabiliza de manera sistemática los pagos, los tiene incorporados en los costos de operación. Cuando un servidor público intenta cambiar las reglas, la empresa ya tiene maneras de saberlo, pues muchas veces son amenazas “entendibles” dentro del proceso de negociación. Al respecto, los entrevistados no desearon abundar mucho, pero dejaron claro que no solo es cuestión de dinero: “se establece en general una relación constante de favores y servicios para mantener estabilidad en la relación con los servidores [públicos]”. De acuerdo con estos directivos, “es lo más inteligente a hacer…es una inversión al final de cuentas… desarrollar lazos cercanos a la amistad con los servidores públicos a través de favores y de cumplir los acuerdos puede ser estratégico para la empresa”. “Hacer honor” fue la nomenclatura que se usó, aunque fuera paradójico y conceptualmente extraño hablar de hacer honor en un intercambio basado en una solicitud de soborno.
Empresa indiferente
Esta empresa existe en la ciudad desde hace 14 años. Planteó que no es muy importante procurar la estabilidad de los acuerdos de soborno en el tiempo. Durante las entrevistas, la lógica básica parece similar a la de la empresa pro estabilidad: “las peticiones de soborno son constantes”. Sin embargo, en este caso el vocero señaló que desde su surgimiento como empresa enfrentó un sistema altamente desarrollado e institucionalizado de soborno. Es decir, “no fue necesario o importante hacer mucha negociación”, dado que las cuotas, los pagos y las peticiones de dinero para obtener permisos o licencias estaban claramente especificados, eran sistemáticos y era prácticamente una rutina organizada desde el propio sector público. Si bien reconoció que existe la necesidad de establecer ciertos lazos directos con las personas del servicio público encargado del trato ilegal, los procesos están organizados y son estables. Cuando alguno de los procesos (ya sea la cantidad de dinero o la manera de entregarlo) se va a modificar, se le avisa a la empresa con tiempo suficiente, de modo que no sea una sorpresa que requiera cambios radicales o que desestabilice los costos de la compañía.
Dada la sorpresiva institucionalización informal del sistema de soborno, la entrevista se salió del guion al preguntar a los empresarios que, dada su experiencia, ¿qué diferencia habría entre este sistema de corrupción desde el gobierno y uno de una mafia que ofreciera protección a cambio de dinero (“cobro de piso” es como se le llama a esta práctica que ejercen las mafias en México)? En primera instancia, los entrevistados se sorprendieron de la analogía, pero luego de reflexionarlo la respuesta fue clara: “en realidad ninguna diferencia”. La empresa ha tomado estos pagos y esta lógica como parte normal y necesaria del proceso de existir en el mercado.
Ante la pregunta de si estarían dispuestos a denunciar estos actos de corrupción para tratar de obtener los servicios legítimos que les corresponden como contribuyentes, la respuesta fue que eso sería lo deseable. Empero, el director general puntualizó que tal escenario “si bien deseable en términos morales, en términos prácticos no tiene sentido: suponiendo que esta empresa denunciara, sabemos que hay otras muchas empresas que están tranquilas con este trato y con esta estabilidad, por lo que las consecuencias negativas y los costos serían solo para mi empresa”. Por lo tanto, serían altos los costos de romper una dinámica de juego estable, pero ilegal. “No es racional [dijo] denunciar… seguramente me saldría más caro, y los resultados serían muy inciertos; y tal vez riesgosos -añadió con una sonrisa nerviosa”.
Discusión
Tomando en consideración el proceso a través del cual se seleccionó la ciudad, los sectores económicos y la muestra, así como el nivel de respuesta obtenido, podemos, con precaución, pensar que lo observado en este estudio es probablemente un indicio cercano de lo que pueda estar pasando en el resto de las relaciones entre empresas y gobierno en México. Evidentemente, como en cualquier estudio empírico, la interpretación debe realizarse con reservas. En este caso hablamos de indicios, no de generalización, más cuando tomamos en cuenta el impacto que pudo tener el estricto protocolo de seguridad y anonimato que el estudio requirió para ser viable. Por otro lado, en vista de lo delicado del tema, es posible decir que dicho protocolo valió la pena para tener información empírica de este tipo probablemente por vez primera, al menos en México.
Con ello en mente, podemos afirmar que, según los hallazgos, cuando la situación es de corrupción sistémica, las empresas construyen procesos estables y relativamente formalizados para articular la respuesta a las solicitudes constantes de soborno que reciben de funcionarios gubernamentales. Estos procesos se establecen de manera prácticamente rutinaria, buscando formalizar, en la medida de lo posible, un acto ilegal (por paradójico que parezca). Al respecto, se observa aquello que la literatura de corrupción organizacional ha planteado desde hace tiempo: con el fin de normalizar un acto corrupto sistemático, se crean procesos de racionalización que reducen la disonancia cognitiva que estos hechos podrían producir. En este caso, a las empresas les parece necesario para estabilizar estos procesos, pues una proporción relevante de estas coincide (75.5 %) en que dicha estabilidad es “muy importante” o al menos “medianamente importante”. Lo anterior implica asegurar que los tratos de soborno lleguen a ser algo constante, con reglas que se respeten y que permitan planificar y prever las necesidades de recursos. Es interesante la aparente paradoja: se espera que un acto ilegal como el soborno ocurra en una dinámica social estable entre los actores coludidos y, sobre todo, que sea honesta en el sentido de respetar los arreglos previos.
Estos resultados parecen apoyar la discusión que asume la corrupción no como un acto discreto, sino que es una relación social que tiene historia, que es producto de un proceso, y que puede esperarse se sostenga en el futuro. Una relación social que construye sus propios códigos, incluso códigos de respeto y honor (siguiendo el concepto de práctica de Bourdieu, 2014): es importante sostener los acuerdos, y respetarlos una vez que se han establecido; aunque en el fondo los actores sepan que implican actos ilegales. Este proceso recurrente permite una lógica de normalización de la corrupción en la cual los encargados de procesar los sobornos puedan observarlos cada vez más como algo común. Este planteamiento parece sostenido por la perspectiva de la empresa indiferente ante un gobierno chantajista, pero estable y formal que le permite seguir compitiendo y viviendo en el mercado aparentemente sin mayores problemas. Por último, cabe señalar que la estabilidad de estos procesos internos y los acuerdos con los servidores públicos corruptos se convierten para los directivos de las empresas en factores sustantivos por alcanzar. A la llegada de nuevos servidores públicos, las dos empresas entrevistadas se confesaron proactivas con el objeto de rápidamente llevar a los servidores públicos a comprender las ventajas de los esquemas y procesos ya establecidos, versus las desavenencias que podrían emerger al cambiar la dinámica del juego.
Conclusiones
Este estudio es coherente con un grupo importante de discusiones clásicas que se han debatido en los últimos años, con respecto a las diferentes perspectivas que representa el fenómeno de la corrupción. En un extremo están las individualistas que comprenden el fenómeno como una decisión de cálculos de ganancias y riesgos; en el otro extremo está la corrupción definida como una relación social que se normaliza e institucionaliza. En este sentido, esta investigación provee pistas para discutir elementos desde ambas visiones.
Con respecto a la primera perspectiva, este estudio parece mostrar que actuar en pos de un soborno involucra, en efecto, cálculos de costo-beneficio. En este caso, el cálculo del sobornado es un mecanismo necesario para establecer de modo preciso las reglas del intercambio con el fin de obtener el permiso o la licencia -vitales para continuar como empresa-, y garantizar que el negocio siga siendo rentable. De acuerdo con los entrevistados, es más costoso negarse, implica costos de enfrentar juicios o demandas. Además, como problema de acción colectiva tiene costos vinculados a lo que otras empresas deciden estratégicamente: si una empresa no acepta el soborno, pero otras lo siguen haciendo, los costos se hacen inaceptables para la que decide mostrarse “honesta”. En este sentido, es claro que la corrupción implica un cálculo, pero que depende de los actores, de su interrelación y de los efectos buscados en ambas partes por dicha interacción. El proceso mental y ético que esta interacción dispara en las personas es todavía poco entendido empíricamente, pero la idea de que en ciertas dinámicas las relaciones entre gobierno y empresas se “gansterizan” puede ser una pista a seguir (Fisman y Miguel, 2008; Gambetta, 1993). “Gansterizar” implica una transacción que tiene sentido económico y social: las empresas y los servidores públicos entran en un mercado de “protección”: protección contra daños y protección de otros competidores. Protección que, en otras palabras, adquiere sentido económico y estabilidad racional.
Entonces, estudiar el soborno como una forma de corrupción implica para la empresa hacer cálculos económicos y sociales; no es un actor pasivo que “lea” las intenciones y tampoco necesariamente es un actor victimado unilateralmente (aunque esto puede ser verdad en ciertos momentos de la interacción). La empresa interactúa con los servidores públicos que le piden el soborno y se ve impelida a construir internamente, como organización, la respuesta y la racionalización de dicho soborno y de su operación.
Ahora bien, este estudio también abona al análisis de la corrupción como una relación social a través de un procesamiento organizacional endógeno. Los empresarios involucrados se formulan diversas preguntas que es necesario construir en términos sociales y organizacionales: ¿El solicitante del soborno es un individuo o es una red? ¿Hay muchos o pocos servidores coludidos? ¿Está organizado el soborno desde el propio gobierno? ¿Hasta qué nivel de autoridad participan los implicados en el soborno? ¿Qué riesgos hay si no acepto las condiciones? Además, se pregunta por otros actores: ¿Otras empresas están aceptando el soborno? ¿Eso debilita mi posición si yo decido demandar? Estas preguntas relacionales se pueden acompañar de otras más situacionales: en concreto, este servidor público que me pide el soborno, ¿en qué condiciones de negociación y regateo se quiere manejar? ¿Vale la pena generar vínculos más permanentes con él y la red de corrupción de la que es vocero? ¿Se puede confiar en que el funcionario hará honor (por paradójico que suene en estas circunstancias) al acuerdo? ¿Debo explicar a las personas de la empresa que están procesando un soborno o es preferible que no lo sepan?
La corrupción tiene una lógica que complejiza el cálculo: las relaciones, sus impactos, los símbolos, los lenguajes, el tempo, aparecen como elementos de un proceso social que tiende a construir los puentes para asegurar que la reciprocidad sea alcanzable y haya certidumbre: que el soborno se pida, se procese y se entregue. Diversas prácticas se van consolidando: hay maneras de acercarse al servidor público, hay formas de procesamiento, hay señales e interacciones para estabilizar los acuerdos; y hay prácticas para incrementar la probabilidad de que el acuerdo se cumplirá. Las prácticas de la corrupción son lógicas, racionales: tienen sentido, logran objetivos para los actores involucrados y se mueven en una dinámica social relativamente estable y comprendida por los mismos actores -incluso bajo códigos y eufemismos-.
Este estudio entonces parece aportar también a las visiones que han definido la corrupción como un proceso social que depende en gran parte de la forma en que en una sociedad se ha negociado la lógica de la separación entre lo público y lo privado, entre lo debido y lo indebido (Bratsis, 2003). Dichas definiciones, que son críticas para comprender la corrupción, resultan fundamentales para definir lo que termina siendo socialmente “inaceptable”. En los casos estudiados en este artículo tenemos un escenario contradictorio: la ley mexicana establece castigos y prohibiciones al soborno; pero, en la práctica, desde el punto de vista de la empresa, es adecuado, racional e inteligente procesar los sobornos para obtener los trámites o licencias para poder trabajar. Puede ser que los sobornos sean ilegales e incluso injustos. Pero si se estabilizan, si facilitan llegar a acuerdos con actores que se comportan - paradójicamente- “de modo honesto” a la hora de cumplir los acuerdos, entonces la relación del soborno se racionaliza y cobra sentido. Incluso se normaliza, pues la organización crea las prácticas y rutinas para estabilizar la respuesta al soborno de la manera más económica y racional posible. Cambiar esta circunstancia puede ser muy costoso, un dilema de acción colectiva clásico: ¿Quién es el que iniciaría una revuelta contra los sobornos? En caso de que haya una empresa valiente, si se queda sola, puede que cargue con costos muy altos y resulte que, al final, la situación no cambió (y que quienes continuaron con el acuerdo de sobornos sí se beneficiaron y no pagaron costos).
Por otra parte, una de las limitaciones de este artículo es que no se conoce la postura de los servidores públicos que solicitan el soborno. Pero a partir de la información obtenida del caso de la “empresa indiferente” queda claro que detrás del servidor público sobornador también puede haber un proceso organizacional ordenado y rutinizado para procesar el soborno. Autores como Bordieu (2014: 392-393), precisamente, escriben de la hipocresía institucional: los servidores públicos, en esta esquizofrenia de separar radicalmente las esferas de lo privado y lo público, están en una situación de ambigüedad eterna. Un ejemplo: las reglas se pueden aplicar con absoluto rigor o con laxitud. Ninguna organización puede vivir si sus miembros aplican la regla al pie de la letra --de ahí la forma de huelga conocida como “work-to-rule” (Houba y Bolt, 2002)-. Las reglas en la acción organizacional se tienen que adaptar, que “doblar” (como la literatura de “bending the rules” ha mostrado, Sekerka y Zolin, 2007; Loyens, 2014). Así, el servidor público comprende cómo, en la práctica, puede ser rígido o permisivo, ultrarrigorista o ultralaxista (Bourdieu, 2014: 395). Este escenario de posibilidades genera una multiplicidad de estrategias para interactuar con las empresas o los ciudadanos. De ahí que, bajo esta lógica de interacción, puede interpretarse que la corrupción parece siempre un resultado lógico (y no una excepción) de la burocracia formal (Nuijten 2003, Shore y Haller, 2005: 5): las reglas existen, pero son violadas constantemente ante la imposibilidad de comprender o actuar lógicamente ante la ilusión de una autoridad imparcial y una sociedad civil dispuesta a exigir esa imparcialidad. El soborno probablemente también requiere un proceso de normalización dentro de la organización gubernamental. Realizar dicho estudio es uno de los pendientes, sin lugar a dudas, aunque será sumamente difícil de realizarlo, por razones evidentes.
Finalmente, el presente estudio permite reflexionar sobre la corrupción como un fenómeno social denso: lógicas de reciprocidad e intercambio fundamentan socialmente el soborno, creando un entramado de favores, vínculos y expectativas entre empresarios y servidores públicos. Entramado que define la forma real del día a día de la interacción entre estos dos grupos de agentes sociales.
En países como México, entonces, es factible decir empíricamente que la corrupción (al menos esta vertiente de soborno que estudiamos aquí) se manifiesta a través de actos bien organizados e institucionalizados en las relaciones sociales del día a día. Organizacionalmente desde las empresas, se normalizada a través de diversas estrategias que la ordenan y estabilizan. Todas estas pistas podrían probar su utilidad para cualquier estrategia anticorrupción exitosa que tratara de ponerse en práctica en el futuro en países como México.