Introducción
Este artículo es un estudio de las representaciones de la alteridad en el cine sobre los pueblos tarahumaras, que tiene como objetivo desarrollar una lectura historiográfica transversal de materiales fílmicos y literarios que revelan un marco común significativo.
El arco temporal comienza con el primer registro fílmico, El festival de otoño, en la sierra tarahumara (1926), enriquecido con la crónica que dejó el escritor, etnógrafo y aventurero alemán Rudolph Zabel. Y desde ahí se teje un acercamiento historiográfico a algunos imaginarios culturales que se construyen sobre los pueblos rarámuri, ubicando el más antiguo en la experiencia de los misioneros jesuitas en el siglo XVI. Se toma como referencia primaria el testimonio del alemán Joseph Neumann. Más adelante, a finales del siglo XIX, encontramos la crónica de investigación científica del naturalista noruego Carl Lumholtz y sus derivas en lo que se reconoció como la antropología culturalista, representada por el estudio de Wendell G. Bennett y Robert M. Zingg sobre los pueblos tarahumaras. Finalmente se aborda la experiencia del poeta y dramaturgo francés Antonin Artaud.
En un segundo apartado, este universo literario se conjuga con el análisis del siguente conjunto de películas: Tarahumara, cada vez más lejos (1965) de Luis Alcoriza; dos documentales históricos: Sukiki (1976) de Fracois Lartigue y Alfonso Muñoz, y Rarámuri Ra’Itsaara: Hablan los tarahumaras(1983) de Óscar Menéndez, además del relato ceremonial contenido en Teshuinada (1979) de Nicolás Echevarría y la apuesta experimental del cinema veritè de Raymonde Carasco, que comenzó en los años setenta y se desarrolló hasta finales de los años noventa.
Acercamiento a los primeros imaginarios culturales occidentales sobre los tarahumaras
El primer registro fílmico de una ceremonia tarahumara es El festival de otoño con los indios tarahumaras, realizado en 1925 por Rudolf Zabel (1876-1939), un cortometraje de 17 minutos en el que se observan escenas de la preparación del altar con sus tres cruces, el sacrificio del animal (buey), las danzas del dutuburi, de los matachines, de las mujeres; los rezos frente al altar, la ceremonia de bendición de los chamanes y la inauguración de los nuevos capitanes, que se simboliza con entregas de bastón de mando y la mudanza a los “cuartos de invierno”.
Rudolf Zabel fue un viajero, periodista y escritor que realizó estudios de etnología en Liepzig. Se embarcó en una expedición junto con su esposa “ Tuta” en busca de culturas “nativas”, “originales” y “verdaderamente indias” y plasmó su experiencia en El pueblo furtivo. Vivencias de un explorador junto a la fogata y ante las cuevas del pueblo original de los indios tarahumaras (Zabel, 2016: 35),1 un relato un tanto mordaz, honesto, con una reflexión aguda sobre la alteridad “india” y mexicana. Para Zabel, en su tiempo los indios eran vistos como “un espectáculo de circo. Casi no se encuentran tropas en la pradera; para eso están en los estudios cinematográficos de Hollywood” (2016: 36). Y su experiencia se acerca a lo que el historiador estadounidense Erick Barnouw definió en su momento como los orígenes del cine etnográfico, al pensar en las primeras películas sobre los nativos que fueron realizadas por “europeos que se interesaban con cierta benevolencia por los coloridos ritos nativos, las costumbres, las danzas, las procesiones… Se alentaba al nativo a que exhibiera ante la cámara estos hechos” (Barnouw, 2005: 27); cabe distinguir que Zabel simplemente filmó los acontecimientos; solo en la escena del sacrificio vemos que los nativos voltean a ver a la cámara después de haber despellejado al buey.
Las intenciones expresadas por Zabel, quien había viajado por varios países como periodista y escritor,2 fueron las “de un reportero científico, nada más… (que) tiene que recolectar noticias y observaciones de campo”. El cine es un instrumento testimonial para lograr “pequeñas notas visuales… un diario: el moderno explorador equipado debe tener un cinematógrafo” (Zabel, 2016: 43). Lo impulsaba la intención de contribuir a la ciencia etnológica que consideraba el “objeto científico más valioso sobre la tierra”. Justificaba su misión porque “en el caso de los indios de Mesoamérica había una ‘ausencia de la documentación escrita’” (2016: 40). Así, llevar a Occidente una prueba documental cinematográfica de una ceremonia tarahumara lo hacía ser el “primero (en) fijar documentalmente una gran parte de la forma de ser y vivir de nuestro extremadamente original pueblo Tarahumara” (2016: 33).
Zabel reflexiona sobre la noción de gente sin nombre, y escribió: “El nombre es sonido y humo, dice el poeta; entre los tarahumaras ¡ni siquiera este es el caso! El europeo se adhiere a los nombres y se siente desamparado cuando se encuentra con gente que presume de no tener nombre” (2016: 194). Para Zabel, estar con los tarahumaras era estar:
…con un pueblo que presume de no tener nombres. Claro que se escuchan algunos, pero son como: Jarres, José Francisco, María, Magdalena… En parte de origen bíblico, latinos, o parte en español. Pero éstos son los nombres “de bautizo” cristianos, y para el tarahumara quizá lo único que ha tomado del legado cristiano con gusto, es el seudónimo, ¡el nom de guerre! Ellos evaden las preguntas curiosas de los blancos acerca del propio nombre. Sí poseen un nombre propio, pero no lo mencionan ¡por nada del mundo!
La intuición de Zabel sobre la relación entre los misioneros y los tarahumaras apelaba a la idea de que cada uno vivía “encapsulado en su propio mundo… Me atrevería a apostar que, en el fondo, ninguno sabe prácticamente nada del otro” (2016: 95). Y agregaba: “mientras (los misioneros) las consideren ‘paganos’ a priori, meras negaciones de la fe cristiana y obra del diablo no llegará a comprenderlos” (2016: 97). El explorador alemán se preguntaba: ¿No será que sabemos más de la mirada hacia los pueblos que de los pueblos mismos? Cobra sentido desde la primera confusión que enfrentamos cuando nos acercamos a los pueblos tarahumaras y nos topamos con la corrupción misma del nombre que apela a la experiencia de la conquista de la tierra, una experiencia que Joseph Conrad describe en El corazón de las tinieblas:
La conquista del planeta, que casi siempre quiere decir arrebatarles la tierra a los que tienen una complexión diferente o una nariz ligeramente más chata que las nuestras, no es una cosa agradable si uno se pone a mirarla con detenimiento. Lo único que nos redime es la idea misma. Una idea al fondo del todo: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia desinteresada en la idea. Algo que se puede erigir y luego reverenciar de rodillas, ofrecer sacrificios en su honor (Conrad, 2015: 248-249).
Es sobre la experiencia histórica del despojo y la violencia del conquistador que se piensa y se nombra al otro como diferente, una idea que va tomando distintos tonos y formas que moldean imaginarios culturales hegemónicos sobre los pueblos conquistados. Los misioneros, más cercanos en conocer a los pueblos que habitaban la sierra tarahumara y sus planicies, y cuya encomienda era cristianizar a los “nativos”, los comparaban con los “israelitas apóstatas (que) abandonaban al verdadero Dios y se alejaban de los pueblos internándose en los montes para practicar a su sabor supersticiones diabólicas y vanas adoraciones” (Neumann, 1991: 142).
Joseph Neumann (1648-1732), misionero jesuita nacido en Bruselas, llegó a la Nueva España con el nombre de Joseph en 1680 y murió con el de José en la región de la sierra tarahumara. En su libro Historias de las rebeliones en la sierra tarahumara (1626-1724)3 se relata la violencia y complejidad de la conquista española en el “reino de la Nueva Vizcaya”, territorio que hoy corresponde a los estados de Chihuahua, Sonora, Durango y Sinaloa, donde vivían las naciones de los “ralámuri, tobosos, jovas, conchos, sumas, marros, julimes, chinarras, acoclames, chizo y apaches” (Neumann, 1991:53). Cabe señalar que en la actualidad solo sobreviven guarijíos, pimas, rarámuri y tepehuanes (Gotés et al., 2010). Neumann escribe cómo los españoles, guiados por sus ambiciones de oro y plata, buscaban formas de someter a los “nativos” al nuevo régimen que se imponía: cristianizarse significaba convertirse en esclavos de los españoles, criollos y mestizos; ello explica las resistencias y las rebeliones de los pueblos durante los siglos XVII y XVIII.
Más adelante, hacia finales del XIX, época de inventos tecnológicos de la ciencia positivista, llega a la tarahumara el noruego Carl Lumholtz, quien se pregunta sobre la relación entre los pueblos del suroeste de Estados Unidos y aquellos que habitaban en el noroeste de México: “¿No podría suceder que algunos descendientes de ese pueblo existiesen todavía en la parte noroeste de México, tan poco explorada hasta el presente?”(Lumholtz, 1972: IX).
Para buscar respuestas realizó cinco expediciones entre 1890 y 1898, y estudió a los pueblos del norte de México para conformar una primera colección sobre biodiversidad y riqueza cultural.4 Lumholtz es pionero en otorgar a los pueblos tarahumaras un “valor mítico de raza milenaria”, y como buen explorador y científico positivista de su tiempo llevó consigo “los útiles e instrumentos necesarios”; entre esos instrumentos había cámaras fotográficas y un grafófono.5 En varios pasajes de su clásico libro El México desconocido hace referencia a la importancia del registro fotográfico, ya que deposita en ello parte del “éxito de la expedición”, porque la fotografía representaba la prueba objetiva de la existencia de estos pueblos, un valor de certeza científica en tanto era auténtico, sin adornos: “sin esa mezcla con la religiosidad cristiana” (1972: 35). Es en esta razón que la imagen fotográfica cobra sentido en tanto verdad documental, antropomórfica y etnográfica.
Lumholtz construía un escenario para retratar a la gente de frente y de costado, con un palo a un lado para ubicar su estatura, un cúmulo de imágenes sobre indios del noroeste de México que se lee con el tiempo como aquel que “quedó atrapado en un mundo que afanosamente creó” (Arroyo, 2010: 183); un universo que contribuyó a forjar una cultura analítica y acumulativa, basada en una teoría evolutiva que colocaba a los pueblos tarahumaras en la idea del primitivismo vs. el universo civilizado dominante, categoría necesaria para incorporar a los tarahumaras en el mercado patrimonial imperial estadounidense.
Con ese mundo que Lumholtz creó, otros más dialogarán; sus estudios fueron considerados por el propio Zabel como los más serios que se habían realizado, y también fueron referente para la monografía Los tarahumaras. Una tribu india del norte de México publicada en inglés en 1935 por los estadounidenses Wendell G. Bennett y Robert M. Zingg.6 Se trata de una investigación desarrollada con“informantes clave” y métodos de observación realizada durante nueve meses, en 1930.
Resulta interesante que la imagen que ilustra la monografía no figure como parte del relato de la investigación -aunque sí lo fue para Lumholtz-. Más aún cuando existe registro de un pietaje realizado en 1933 por Robert Zingg de una ceremonia tarahumara durante la Semana Santa; en el Smithsonian Institute se pueden apreciar algunas escenas de mujeres tejiendo en telar de cintura.7
También durante esa década, un personaje monumental en el arte occidental llega con los tarahumaras: el poeta, dramaturgo, ensayista y actor Antonin Artaud (1896-1948) que pensaba el cine como aquel que nos acercaba a la “sustancia” de la época de “los brujos y los santos” (Artaud, 2010: 17). Concibe el proyecto teatral “La conquista de México” y se embarca con rumbo a México en enero de 1936, abriéndose a una experiencia iniciática para “sentir reminiscencias de la historia que venían a mí, roca a roca, hierba a hierba, horizonte a horizonte” (Artaud, 2018: 113). Un viaje para acercarse a Dios: “Hubo una época en que estuve lejos de Dios, pero tampoco me sentí nunca tan lejos de mi propia conciencia, y vi que sin Dios no hay conciencia ni ser… Así fue como, moviéndome hacia Dios, encontré a los tarahumaras” (2018: 98).
Con ese sentimiento de liberarse de sus propios embrujos y delirios, Artaud llega con los tarahumaras en septiembre de 1936 en busca “de una raza principio”, “una raza de hombres perdidos” que celebra “una danza de curación mediante el peyote”; un viaje en que decía haberse sentido “tan perdido, tan desierto, tan descoronado”, que lo lleva a escribir “Y todo aquello, ¿por qué? Por una danza, por un rito de indios perdidos que ni siquiera saben ya quiénes son ni de dónde vienen, y que, cuando les preguntamos, nos responden con cuentas cuya cohesión y secreto han perdido” (Artaud, 2018: 51).
Artaud se pregunta sobre el desarraigo de los pueblos y escribe: “Los indios tarahumaras viven como si ya hubieran muerto” (2018: 91).“En Artaud -señala Fabienne Bradu- se expresa un cisma narrativo: porque en una misma experiencia… creó una heterodoxia. ¿A quién creerle entonces? ¿Al Artaud iluminado por Tutuguri o supliciado por ser él mismo el crucificado de Jerusalén?” (Bradu, 2008: 40).
Sobre este acercamiento literario se identifican tres horizontes que fundaron la mirada de Occidente hacia los pueblos tarahumaras: la del misionero que a los indios cristianizados los llama “sus indios” y califica a los que no como brujos y hechiceros; la del científico que ve a los indios como objeto de estudio, y la del poeta que los entiende como su cielo e infierno.
Imaginarios cinematográficos de los tarahumaras en la segunda mitad del siglo XX
Las subjetividades testimoniales -históricas, etnológicas y poéticas- que hemos revisado hasta aquí se prestan a un diálogo con las experiencias cinematográficas que revisaremos a continuación, que se producen en una época en la que se están explorando nuevos horizontes narrativos y estéticos que diversificaron las propuestas de representación de la alteridad en el cine.
Los tarahumaras en el mainstream del cine internacional de los años sesenta
La primera película que tiene un alcance de distribución nacional e internacional en el cine sobre esos pueblos es Tarahumara, cada vez más lejos,8 estrenada en 1965 y dirigida por el cineasta republicano español Luis Alcoriza (1918-1992). Tarahumara… es la sexta película de Alcoriza, quien irrumpe en los años cincuenta -junto con Luis Buñuel- en los imaginarios cinematográficos de la realidad social mexicana que se habían producido durante la llamada “época de oro”.9 La película recibió el premio FIPRESCI y obtuvo nominación a la Palma de oro en Cannes en 1965. Cuando se estrenó, según Ayala Blanco, la película fue vista como la que derribaba el imaginario “del ídolo de barro que representaba al indito bonachón e inofensivo” (Ayala, 1979: 221). Alcoriza menciona en una entrevista con Tomás Pérez Turrent que tenía la intención “de romper con la imagen del indito santo e intocable” (Pérez, 1977: 40).
El largometraje comienza con planos aéreos que se desplazan por los desfiladeros de la sierra, y en dos o tres escenas construye un montaje vertiginoso que recae en un indio clavando el hacha para derribar un árbol. Durante 105 minutos nos cuenta sobre la historia de Corachi10 ( Jaime Fernández), su esposa Belem (Aurora Clavel) y Raúl (Ignacio López Tarso). Raúl es un citadino estudiado que llega comisionado por el Instituto Nacional Indigenista (INI) para aplicar algunas encuestas a los pueblos tarahumaras. La primera frase que escuchamos de Raúl es“¿dónde se meterán esos indios?”. Tomás (Eric del Castillo), su amigo, responde:
-¿Cómo dice?
-Digo que dónde se meterán estos indios.
-Ah, pues ahí -responde Tomás-, todo este lugar es de los tarahumaras.
-Pues si yo ya llevo tres días y no he visto uno solo -dice de manera imperativa Raúl.
-Ah, pues es cuestión de que se le acostumbren los ojos a esto. Entonces los verá por todas partes. Mire, ahí tiene una vivienda.
Vemos una casa de adobe, en el interior de una caverna, y en seguida a una mujer de la comunidad asomándose por una ventana.
-Pues sí, muy interesante, pero como de costumbre, no hay nadie, ¿qué nos tienen miedo? -se queja Raúl.
-Pues miedo no, diría yo -comenta Francisco-: es que no les gustan los chabochis.
-¿Los qué? -pregunta en tono altisonante Raúl.
-Los mestizos, pues, los güeros. Para ellos los que no son de su raza es un chabochi. Y no se crea, tienen razón para desconfiar -remata Tomás.
Alcoriza condensa tres elementos sustantivos del relato cultural sobre los tarahumaras en esta secuencia: la imagen cinematográfica de los desfiladeros de la sierra, una región que describe Neumann como de “caminos escarpados a través de montes muy altos y valles profundisimos” (1991: 246); por otro lado, del indio que habita viviendas dentro de las cavernas “había oído hablar de las famosas cavernas habitadas”, decía Lumholtz (1973: IX); y finalmente, el calificativo de “desconfiados” y la relación de sometimiento que le impone el mestizo al indio, que remite también al relato de Neumann:
En 1684 los españoles ya habían descubierto minas de plata… la fama corrió de tal modo que una gran multitud de españoles acudieron a los nuevos minerales… Y como para todo eso necesitaban… de los indios… empezaron los españoles a llamar y forzar continuamente a los naturales para que realizaran estos trabajos. Por estas causas, y desde entonces, nació el propósito de sacudirse el yugo de los blancos y de unirse con las naciones vecinas que compartían el mismo odio (Neumann, 1991: 45).
Raúl, personificado con carencias de interpretación por López Tarso, es un personaje que evoluciona en una línea dramática que intenta envolverlo en el universo tarahumara para desaparecer o matarlo entre los indios. Raúl encarna el papel del “indigenista”. El bien educado e ingenuo mestizo que observa en los indígenas pobreza y desgracia, llega a la sierra tarahumara para cumplir con un encargo institucional de aplicar unas encuestas y en esa misión trabaja una amistad con Corachi, un indio educado y cristianizado en las misiones jesuitas “de muy buena reputación entre su pueblo”. Raúl consigue la confianza de Corachi cuando le compra el animal que le mató su amigo Tomás, y se lo regala; cuando Raúl va a visitarlos a la milpa y le obsequia su encendedor y su hacha, o cuando Raúl acompaña a Corachi a la caza de un venado y el compadrazgo se vuelve inminente después del parto del segundo hijo de Corachi y Belem: Raúl llega intempestivamente a darle medicamento a Belem y ponerle unas gotitas al niño, y por esa acción la pareja le pide apadrinar a su hijo. Los rasgos “humanistas” del indigenista Raúl recuerdan la tradición de los jesuitas, cuando salían en defensa de “sus indios”, y Raúl, en tiempos agraristas, burocráticos, autoritarios e indigenistas, mueve sus influencias para agilizar los derechos de la propiedad de tierra comunal, una condición que se le complica cuando se enfrenta a los intereses y amenazas de los empresarios forestales y de la minería, que lo mandaran matar.11 Un personaje inspirado en un joven de “izquierdas” empleado del INI que buscaba ayudar a los tarahumaras -recuerda Alcoriza-, que trabaja al personaje para revelar “la inutilidad del esfuerzo individual, por muy noble que sea” (Pérez, 1979: 40).
El mito de la poligamia y el incesto entre los tarahumaras es uno de los temas que se explotan, y aparece cuando Corachi le confiesa a Raúl que dejó las misiones jesuitas para casarse con su hermana mayor, que murió en su primer parto. O cuando surge el encuentro amoroso entre Raúl y Belem, mientras Corachi participa en una de las carreras largas que organizan los tarahumaras, trama que durará hasta el clímax de la película, cuando se entera de que Belem está embarazada, y Raúl, al pensar que podría ser el padre, entra en un conflicto existencial, mientras Belem solo le responde “lo que Corachi diga”. Una escena, según el testimonio de Alcoriza, que fue censurada por Alfonso Caso en la versión que se presentó en Cannes, porque “no seguía la línea del indio puro, maravilloso, del delicioso salvaje roussoniano” (Pérez, 1977: 40-41). Una representación que en el siglo XXI cobra su connotación patriarcal hacia la organización familiar tarahumara, una moral pensada desde tiempos coloniales si nos referimos al relato de Neumann cuando dice que “la mayor parte son monógamos, algunos tienen varias mujeres, y muy pocos solían casarse con consanguíneas o afines, y en sus embriagueces eran muy incestuosos” (Neumann, 1991: 247); y contrasta con los escritos de Zabel cuando afirma que “No hay ni huella de inferioridad o siquiera de dependencia femenina del hombre, como en el Oriente o en África” (Zabel, 1991: 199). Lumholtz observaba: “En la tribu hay más mujeres que hombres. Son más pequeñas, pero generalmente tan vigorosas como el sexo fuerte y no es raro, cuando las agita alguna pasión, como la de los celos, que le peguen a los maridos” (Lumholtz, 1972: 233).
Alcoriza, cuando decide filmar en la sierra tarahumara y mezclar actores profesionales con indígenas, pero sobre todo al tratar el tema agrario, apela a un aire de documental, cuestión premeditada según su testimonio, porque “se basaba en hechos auténticos y agregarle una ‘trama dramática’ los hacía más comprensibles” (Pérez, 1977: 41). Pero con el paso del tiempo vemos una historia sobre la relación de los mestizos con los tarahumaras: los mestizos buenos que quieren ayudar a los indígenas a quienes matan los mestizos malos que quieren despojar y someter a los indios.
Es un imaginario que hereda el mito fundador occidental sobre la alteridad de los pueblos encontrados en América; un discurso que en tiempos del nacionalismo indigenista se cristaliza, por ejemplo, en Todos somos mexicanos(1958) de José Arenas, metraje fotografiado por Nacho López con guion de Gastón García Cantú, Rosario Castellanos y Fernando Espejo que corresponde a las primeras producciones del Instituto Nacional Indigenista (INI), en el que se cuenta acerca de la reubicación de 3 000 familias mazatecas ante la inminente inundación que provocará la presa Miguel Alemán en sus tierras, y cómo el INI llega a salvaguardar a este pueblo. Hay dos frases en el documental de propaganda que sintetizan el imaginario indigenista que forjó la posrevolución: un indígena visto con “sus propios problemas, su propio aislamiento, su propia miseria”, y que para resolverles su existencia hay que reconocerlos porque “ellos también son mexicanos”. A la distancia, este testimonio cobra sentido como fiel retrato del despojo ocasionado por el progreso y por el doble discurso paternalista que se instauró con él.
Esa mirada corresponde al indigenismo de Alfonso Caso, Gonzalo Aguirre Beltrán y Julio de la Fuente, quienes fundaron el INI, institución que tenía el propósito de coordinar y evaluar “la acción pública que beneficia a pueblos y comunidades indígenas” (Ruiz, 2003: 15-16). El imaginario que se forjó durante el nacionalismo a partir de 1920 y que se resquebraja en la segunda mitad del siglo XX;12 en el caso de Tarahumaras, cada vez más lejos Alcoriza se rebela ante él para dibujar el indigenismo agrarista de la segunda mitad del siglo XX.
Dos documentales históricos sobre los tarahumaras
Sukiki (1976) es una película-manifiesto de François Lartigue (1942-2014) y Alfonso Muñoz (1927-2001) que se erige para denunciar la sobrexplotación de los recursos forestales de la sierra tarahumara. Producido por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), de manera austera y honesta, nos sitúa en el Primer Congreso de los Pueblos Indígenas organizado por el INI, que se llevó a cabo en Pátzcuaro, Michoacán, en 1975, donde se juntaron los pueblos “tepehuanos, tarascos, lacandones, choles y los tseltales, y desde luego los tarahumaras”13 dice la voz en off de José Márquez.
En Sukiki se cuenta sobre los intereses de la empresa Proveedora Industrial de Chihuahua, “la más grande de América Latina”, que se dedica a explotar los bosques para la producción de celulosa. Se precisa sobre las relaciones patronales y cómo la industria de la explotación forestal impone condiciones como “las tiendas de raya en épocas de don Porfirio”. En ella, los tarahumaras se resisten a incorporarse al mercado forestal, salvo “cuando el hambre aprieta”. Y por primera vez en la historia de un documental se menciona cómo los misioneros fueron los que reconfiguraron territorialmente los pueblos tarahumaras. El jesuita Neumann escribió:
Donde los padres establecían su morada se construían pequeñas capillas y casas. Los indios, por el contrario, procuraban estar lo más lejos posible de los padres, para así poder practicar libremente sus vicios a los que eran muy inclinados, especialmente la poligamia y la crápula (1991: 32).
Al final de este metraje de 30 minutos se ilumina la mirada etnográfica, primero con una carrera en la que “participan lo mismo hombres que las mujeres, se realizan cuando se juntan suficientes apuestas… en ocasiones… se apuesta una yunta de buey”. Y vemos a una mujer corriendo por un camino rodeado de árboles. El metraje cierra con una ceremonia de curación con sukiki. Se dice que los sukiki son “pequeños cristales que causan los dolores y los males… como gusanitos que se meten en el cuerpo de uno, son peligrosos y causan dolor porque la gente ya no puede controlarlos, el mundo está lleno de ellos”.
En Sukiki, la fotografía de Alfonso Muñoz se aleja de la representación del pueblo indígena como miserable para mostrar niños sonriendo y gente trabajando. Por vez primera escuchamos la voz de estos pueblos al principio, cuando se convoca a la reunión del congreso indígena, y hacia el final, cuando los maestros indígenas exponen sus demandas.
Lartigue, al igual que Neumann, llegó como François y murió en México como Pancho, y se le reconoce como pionero en investigaciones sobre antropología ambiental. Alfonso Muñoz es precursor del cine etnográfico y la antropología visual en México. Ambos formaron parte del grupo que inaugura lo que se reconoce como la nueva antropología, impulsado e integrado, entre otros, por Arturo Warman, Guillermo Bonfil Batalla, Rodolfo Stavenhagen y Salomón Nahmad.14
De este grupo, la mayoría participaron de manera activa en las políticas dirigidas hacia los pueblos indígenas desde la década de 1960 en adelante, y abren una nueva mirada dirigida a reconocer el valor cultural y patrimonial de los pueblos vivos, ya que en ese momento se rechaza la idea integracionista del discurso nacionalista mexicano, y Alfonso Muñoz -que había fundado el Departamento de Cine del INAH-, junto con Nacho López y Óscar Menéndez, conforman en 1977 el Archivo Etnográfico Audiovisual (AEA) del INI con el objetivo de producir e integrar una colección fotográfica y cinematográfica dirigida a valorar y promover un intercambio intercultural entre pueblos indígenas,15 lo que motiva a que se realice el documental Rarámuri Ra’Itsaara: Hablan los tarahumaras(1983) de Óscar Menéndez.
Menéndez16 recuerda que se buscaba traducir el documental a varias lenguas indígenas. Fue la primera película en proyectarse en la sierra en lengua rarámuri y cuya intención era “desmitificar la idea de las culturas primitivas”. Pensada “para ellos… para que conocieran su historia”, afirma el cineasta mexicano que nació en 1934, y se reivindica por hacer un cine que acompaña los movimientos sociales.
Rarámuri Ra’Itsaara… sigue el camino de Sukiki. En la investigación colabora Lartigue. Un documental de 69 minutos que se centra en la experiencia del Centro Coordinador del INI en Guachochi, Chihuahua, fundado en 1952 por Francisco Méndez Plancarte.17 Los primeros testimonios que aparecen son de los maestros “defensores de las comunidades” que agradecen a Plancarte porque fue“el que vino a abrirnos los ojos”. La voz en off de Emilio Ebergenyi recorre la experiencia histórica de despojo y etnocidio: se denuncia la historia de hambruna, las precarias condiciones de salud que enfrentan porque fueron “desposeídos de las mejores tierras”, la alta mortalidad infantil por tuberculosis, y se demanda educación y respeto al territorio del bosque de la sierra que les pertenece y/o de donde fueron marginados por la invasión forjada desde el siglo XVI.
Vemos la vida de las familias, las fiestas y ceremonias, y se recupera la historia religiosa: “Los hicieron perseguir y ahorcar por las tropas españolas”. El relato de Neumann cuenta que, frente a los levantamientos indígenas contra el despojo, la respuesta de los españoles era brutal:
Los naturales se convocaron, se pusieron de común acuerdo y tramaron una conjuración. Mandaron un llamamiento a todos los indios de su nación, aun a los más distantes. Fijaron el mes y el día y, por fin, llegaron al valle elegido de antemano, bien armados con arcos, carcajes, flechas envenenadas, chuzas y lanzas de madera, que son las armas que ellos usan.
Ya dispuestos, en medio de gran tumulto y gritería atacan en primer lugar al padre Corneille que se encontraba en su casita de Papigochi. Al salir el misionero los tarahumares lo rodean; él abraza a la cruz que estaba con sus macanas y lo atraviesan con sus flechas, otros queman la iglesia y se apoderan de los ornamentos y demás objetos sagrados, matan con ferocidad a todos los que encuentran, destruyen y queman lo que hallan a su paso.
(…)
Pasada la masacre, los indios se creyeron a salvo de cualquier ataque o venganza por parte de los españoles y se dieron a celebrar la victoria… Pero el gobernador del reino que era entonces don Diego [Guajardo] Fajardo, hombre insigne y diestro en las artes militares, al enterarse de lo sucedido decidió luego vengar la muerte de los misioneros y los españoles, y dar un buen escarmiento a los rebeldes e impedir que siguieran cometiendo sus peores desmanes creyéndose impunes… (Neumann, 1991: 22-23)
La guerra duró dos años, escribe el religioso belga, los aislaron hasta que llegó la hambruna y los tarahumaras tuvieron que bajar de la sierra y ser sometidos “aparentemente”, porque “estas gentes son por naturaleza genios engañosos y falsos… son grandes simuladores, y los que parecen mejores suelen ser los peores” (Neumann, 1991: 33). Los levantamientos de las naciones nativas estuvieron muy presentes durante los siglos XVI y XVII. Cabe señalar que la hambruna persiste en pleno siglo XXI.18 Y acerca del siglo XIX en Rarámuri Ra’Itsaara…, se cuenta sobre el regreso de los jesuitas, tiempo en el que la explotación forestal ya estaba en manos de empresas estadounidenses a consecuencia de la política económica liberal de Porfirio Díaz; es el lugar donde aparecen fotografías de Lumholtz.
Entre las mejores secuencias de ese filme destaca el relato visual de una carrera.
Una carrera, se dice en Rarámuri Ra’Itsaara…
consiste en hacer recorrer una bola de madera dura sobre el trayecto y durante el número de vueltas acordadas. Los sirame, los gobernadores, toman la palabra para poner en claro las reglas. Y no se sabe por qué los rarámuris corren tanto. Indica que se percibe que las carreras de los rarámuris no son actividades naturales”. Se pregunta sobre cómo se ha creado un imaginario dedicado a complacer “la imaginación y satisfacer su razón, atribuyendo a la carrera tarahumara simbolismos que los rarámuris no quieren expresar.
Desde este reconocimiento se apela a “observar, corres con ellos y tal vez se podrá comprender”. Un momento de la película en el que se muestra la fuerza y vitalidad de estos hombres -fielmente retratados por Héctor Medina- es cuando un corredor camina de frente para crear en sus pies un retrato de los “pies ligeros”. Al respecto, Lumholtz describe: “ Tan grande es su propensión a correr que el mismo nombre de la tribu alude a ella, pues tarahumar es corrupción española de ralámari, cuya significación, aunque algo oscura, puede indudablemente traducirse por ‘corredores a pie’, porque ralá significa ‘pie’.” (1972: 277).
El relato ceremonial
Hacia finales de los años setenta, la mirada se dirige hacia la expresión ceremonial, y el Centro de Producción de Cortometraje (CPC)19 lanza Teshuinada, dirigida por el cineasta nayarita Nicolás Echevarría en 1979. El término “teshuinada” deriva de tesgüino, y este a su vez de tecuíni (RAE, 2020), una palabra de origen nahua que significa: ‘estar agitada’, ‘quemar’, ‘flamear’, ‘brillar el fuego’ (Siméon, 2014: 453). Tesgüino se le llama comúnmente entre los pueblos indígenas del norte del país al fermento hecho a base de maíz, y en uno de los relatos de Joseph Neumann aparece: “Del maíz hacen cierta bebida con la que se embriagan mucho en sus festividades y en sus diversiones. En estas ocasiones los tarahumaras cantan y bailan las noches enteras haciendo mil gesticulaciones ridículas, hasta que a la mañana siguiente quedan adormecidos” (González, 1986: 247). A su vez, Lumholtz menciona: “Nada hay que más de cerca interese al corazón de los tarahumaras como el licor llamado tesgüino” (1972: 248). Bennett y Zingg le dedican un apartado al tesgüino y cuentan que “beber tesgüino en las fiestas públicas o privadas es un elemento de gran importancia” (1975: 107). Una bebida que necesita “ocho días de maceración”, anota Artaud (2018: 52). Y el tesgüino no puede faltar en la Semana Santa.
El sonido del tallo de piedra contra piedra, las manos de una mujer moliendo los granos fermentados de maíz para caer en el maíz molido que escurre por el gris sombrío de la piedra volcánica del metate, retratos de hombres, mujeres y niñas nos introducen, en Teshuinada, a un viaje ceremonial en tiempos que auguran“ buen temporal”.20 Y escuchamos la palabra en castellano que dice: “Nosotros nos nombramos rarámuri, somos los de los pies ligeros. Dios nos ha traído a lo secreto de la sierra que es el centro del mundo. Aquí está nuestro asiento. Aquí, donde todo tiene alma”.
Con imagen-cuerpo, diría Deleuze,21 en Teshuinada se iluminan con primeros planos los rasgos de manos de mujeres, de viejos, hombres, niñas y niños combinado con sonidos, música, cánticos, la palabra y la voz en castellano del escritor y poeta Guillermo Sheridan, composición cinematográfica que nos lleva a una celebración de lo que para los cristianos es el viacrucis, y para los tarahumaras, rarámuris, no sabemos bien a bien su significado, pero podemos imaginarlo en palabras de Lumholtz como el ritual necesario para “ganarse el favor de los dioses por medio de lo que llamaremos danza, a falta de otra palabra mejor con que designar monótonos movimientos, la especie de ejercicio rítmico a que se entregan a veces por dos noches seguidas” (Lumholtz, 1972: 324). En Teshuinada escuchamos: “Aquí bailamos trabajando, no bailamos por placer. Los rarámuri aprendimos la danza de tutuburi de guajolote, del tecolote.” Y Lumholtz observa: “El tutuburi fue enseñado a la tribu por el guajolote” (1972: 329).
Con el sonido de la carraca y el cántico al amanecer se nos introduce al patio, lugar que se dispone para la ceremonia y es “una parcela despejada, redonda o cuadrada, y de cuatro y medio a nueve metros de diámetro”, anotan Bennett y Zingg, quienes lo describen e interpretan como aquel espacio que “representa el mundo, los cuatro puntos cardinales son sus entradas. Y todo cuanto se utiliza en el patio debe ser dedicado a ellos” (1975: 418-419). Artaud observa: “No es la cruz de Cristo, la cruz católica, sino la cruz del hombre cuarteado en el espacio, el Hombre con los brazos abiertos invisible, clavado a los cuatro puntos cardinales” (2018: 81).
Bennett y Zingg escriben del “sonar (de) su carraca con bruscos golpeteos y canturrea varios estribillos de su cántico. Luego entona un estribillo con un sacudimiento constante y uniforme de su sonaja” (1975: 423-424). Y así escuchamos en Teshuinada cómo el canto del sawéave,22 constante e hipnótico, un compás “escandido -escribe Artaud- siempre con el mismo ritmo; pero, con el tiempo, esos sonidos siempre idénticos y ese ritmo despiertan en nosotros como el recuerdo de un gran mito; evocan el sentimiento de una historia misteriosa y complicada” (2018: 85). Un colorido altar con tres cruces arropadas con telas blancas, amarillas, rojas y rosas. Un baile en el yermo paisaje de la sierra árida invita a dejarse llevar con el baile en trance: “Bailamos porque hemos hecho algo bueno para Tata Dios. Él nos dio la vida para bailar. Nos dará la vida para otro año. No bailamos por placer, es un trabajo sagrado” se escucha en Teshuinada, y así lo define Lumholtz:“bailar, nolávoa, significa literalmente ‘trabajar’” (1972: 326).
Artaud escribe: “Es que los indios bailan danzas de flores, de libélulas, de pájaros y muchas otras cosas, ante la carnicería” (2018: 84). Lumholtz documentó que el sacrificio“siempre se relaciona con los bailes, cuya carne en su mayor parte se distribuye entre mejores provisiones que pueden” (1975: 327). El sacrificio en Teshuinada se ilumina con una sola escena: el cadáver de un animal clavado en el altar, y atrás, en segundo plano, el baile, el calor de un fogón, el fogón y una olla para alejarse hacia un retrato al amanecer de una mujer cuidando la fermentación del tesgüino, la limpia con copal del altar, la familia frente al altar para caer en el contraluz que busca el halo del sol que está naciendo y recuerda las palabras de Artaud: “Entre los dos soles, doce compases en doce fases y la marcha en redondo de todo lo que pulula en torno a la hoguera, dentro de los límites sagrados del círculo: el bailarín, los ralladores, los brujos” (2018: 56).
Jóvenes erguidos, dando color y ritmo al paisaje rocoso, árido, con su cielo de azul intenso tocando para convocar con vigor a la teshuinada, y como hormigas, se dice en Teshuinada:
…por las veredas que marcaron los abuelos, por las hondas cavernas donde nacen ríos de vida…Vamos porque nos llaman los tambores con sus bocas redondas. Vamos a buscar mujer, a pedir buenas aguas, a consultar a los ancianos. Vamos a la mansión de los abuelos, a su mesa generosa, a su patio ceremonial, a su convite de teshuino…
Dos hileras de hombres arropados en sus vestimentas de gala, rojas y blancas, algunos tocando el tamboril; el “gobernador” o el “brujo” camina por en medio y da la indicación de comenzar el baile alrededor de él en dos círculos concéntricos girando en direcciones opuestas. Artaud escribe: “Hay toda una historia del mundo en el círculo de esa danza, encerrada entre dos soles, el que baja y el que sube, y, cuando el sol baja, es cuando los brujos entran en el círculo y entonces el bailarín de las seiscientas campanillas lanza un grito de coyote en el bosque” (2018: 55). Bennett y Zingg describen que, durante la tarde del Jueves Santo, “los danzarines se alinearon en el patio de la iglesia y, con música de flauta y tambor, corrían en dos círculos concéntricos” (1975: 479).
La mirada de Artaud apela a comprender el ritual desde su propio orden místicoreligioso; en Bennett y Zingg leemos la “fiel” descripción etnográfica y Teshuinada se acerca para pensar el ritual rarámuri desde lo que Alfredo López Austin y Luis Millones escriben:
Los mitos nacen para ir siendo oídos por quienes los reciben como verdades antiguas. Se forman de palabras, de silencios y de los ruidos de los entornos -tiempos, espacios, situaciones- que son apropiados. Si contamos las miradas y los gestos de todos los presentes, podremos considerarlos diálogos (López y Millones, 2016: 25).
En Teshuinada vemos los rostros agrietados, de narices anchas, morenas, portando en la frente su cinta roja, o blanca, “con dos puntas en la espalda”; el blanco y el rojo adquiere sentido simbólico, según el poeta francés en:
Los Puranas conservan el recuerdo de una guerra que el Varón y la Hembra de la Naturaleza sostuvieron y antiguamente los hombres participaron en dicha guerra…, las fuerzas de los dos principios opuestos y los partidarios del Varón natural enarbolaron el color blanco y los de la Hembra el color rojo y de ese rojo esotérico y sagrado es del que los fenicios, raza Hembra, sacaron la idea de la púrpura que después industrializaron (Artaud, 2018: 82).
Esas dos puntas largas de tela: rojas y blancas, las veremos iluminarse en la espalda de un rarámuri que se encuentra frente al altar del templo cristiano. Una escena renacentista acompañada del canto y las cuerdas del violín: un altar sencillo que descansa sobre un blanco calizo adornado con hojas de pino que arropan la cruz de Cristo, sus velas, niños, jóvenes, mayores, algunos hincados.
Y es con el color blanco calizo que aparecen los pintados moviéndose, danzando en círculo, jugando, abrazándose, besándose, ceremonia que Neumann condenó como “supersticiones diabólicas” que se hacían lejos del templo cristiano. Una secuencia que comienza con una cruz a contraluz del sol que está naciendo, cruz clavada en el monte que se acompaña del paisaje árido de los matorrales y zagueros:
Los Rarámuris pintamos la cruz en todas partes. La pintábamos desde los tiempos de los abuelos, en las ollas, las rocas, en la arena, en el cuerpo de los enfermos… Era la figura del padre Sol. Su forma señala a las cuatro casas de los ordenadores del mundo. Judíos y fariseos desplegaron sus combates rituales y jerarquías distintas comenzaron a regir a nuestro pueblo.
Un rito también iniciático para los niños y jóvenes que entran en edad madura como lo registraron Bennett y Zingg: “se pintaron, a seis chiquillos, pelos incluidos, con rayas, rojas, negras y blancas” (1975: 481). Los antropólogos estadounidenses señalan asimismo que los judas y los fariseos se pintan los cuerpos con rayas blancas (1975: 479). Artaud se encontró a su vez con:
…una cara pintada,
un rostro sarcástico y sin piedad,
sin piedad porque la justicia que trae no es de este mundo (Artaud, 2018: 66-67).
En Teshuinada vemos un tributo a los rasgos ceremoniales que se llevaron a cabo durante la Semana Santa de 1979 en Munerachi, Batopilas. Una ceremonia con una mezcla de ritos pagano-cristianos en la que los símbolos parecen desacralizar, se destruyen mediante gesticulaciones, danzas, música y cantos para volver a nacer, llamar a buen temporal para comenzar el ciclo del maíz, dar buen augurio a la vida, el agua que “purifica las culpas”, en el orden cristiano, y la que limpia de las almas en el orden mítico-pagano, se podría pensar.
Artaud, Carasco y el cinema véritè experimental
Raymonde Carasco (1939-2009) fue profesora de filosofía en Francia. Estudió cine en la escuela del cinema veritè con Jean Rouch. Llegó con los tarahumaras en 1977, acompañada por su esposo, el cinefotógrafo Régis Hébraud. Venía inspirada en los escritos de Artaud, y produjo ocho películas sobre los tarahumaras: Gradiva (1978), Tarahumaras 78 (1979); Tutuguri: Tarahumaras 79 (1980); Los pintos: Tarahumaras 82 (1982); Yumari: Tarahumaras 84 (1985),Artaud y los tarahumaras (1996),Ciguri 99: la danza del peyote (1999); y Tarahumaras, 2003: la grieta del tiempo (2003).
En una entrevista realizada en 2015 Régis Hébraud da fe sobre cómo: “Artaud está presente y se borra. Raymonde lo formuló en términos amorosos, al enamorarse de un pueblo, borrar toda referencia anterior” (Arenas, 2016). Y ¿qué es eso de “borrar toda referencia anterior”? Quizá su respuesta en ese momento era alejarse de las pasiones que Artaud dejó en sus escritos. Sin embargo, va más allá y vemos en Raymonde y Hébraud una experiencia estética en la “interacción entre lo real/ imaginario, ritual del filmador/rituales filmados” (Niney, 2008).
En Gradiva (1978), metraje inspirado en el relato de Sigmund Freud El delirio y los sueños en la Gradiva de Jensen (1918), la primera imagen que vemos es una piedra plana y porosa que lleva a un baile en los pies de una jovencita, con falda blanca, cuyo rostro no veremos nunca. Una pieza pensada para alargar el tiempo, ralentizar, suspenderlo en un ir y venir de las piernas que, adornadas con el vuelo de la blanca falda, bailan sobre la piedra porosa; un paisaje de árboles grandes con bloques de piedra y troncos esparcidos, y que conforme avanza aparecen imágenes abstractas de un templo, que llevan a un rojo cobre sobre una pared, como si se buscara un signo; pieza contemplativa elaborada con una mezcla sonora electrónica a cargo de Patrick Lentant, que invita a sumergirse en una abstracta experiencia visual.
La pulsión de Carasco es la búsqueda de un eterno retorno de la vida en trance. Para ella el cine es “un espejo embrujado” que en vez de interpretar o representar tiene la fuerza de multiplicar los reflejos y volver visible aquello que el ojo no puede ver (Sobrino, 2016: 70). Una mirada que dialoga con Eulàlia Bosch cuando reflexiona sobre la subjetividad de lo visible:“La realidad se hace visible al ser percibida. Y una vez atrapada, tal vez no pueda renunciar a esa forma de existencia que adquiere en la conciencia de aquel que ha reparado en ella.” (2006:7). Carasco busca liberarse de lo visible para encontrarse con lo invisible en la experiencia estética del cine.
Una experiencia con rasgos “vertovianos”, según lo dice el propio Hébraud, porque durante 18 viajes que realizaron filmaron danzas y ceremonias con los tarahumaras de manera intermitente: en cada viaje filmaban, revelaban y presentaban (Arenas, 2016; Sobrino, 2016). Y fue en sus últimas obras donde resolvieron combinar las filmaciones en un diálogo que construye Carasco con Artaud, la mirada del cinema veritè y los chamanes tarahumaras.
En Artaud y los tarahumaras (1996) veremos retratos de hombres con cintas que cruzan su cabeza, hombres envueltos en sarape, alineados, y la cruz pintada en el cuerpo (espaldas, brazos, piernas de color blanco), con líneas y puntos negros, imágenes en blanco y negro acompañadas del murmullo de la ceremonia. Se escucha al rayador para incorporar las palabras de Antonin Artaud en la voz áspera y por momentos estridente de Philippe Clévenot: “El país de los tarahumaras está lleno de signos, de formas, de efigies naturales que en modo alguno parecen nacidos del azar”; palabras que surgen del escrito “La montaña y los signos”, un texto que reflexiona sobre la cosmogonía que percibe con los tarahumaras: “por todas partes me parecía estar leyendo una historia de alumbramientos en la guerra, una historia de génesis y de caos” (2018: 47).
Carasco y Hébraud juegan con el contraste de colores y movimientos de las imágenes: el blanco y negro de los pintados serenos frente al fuego que alumbra la noche, con los movimientos vertiginosos de las danzas que giran en círculos concéntricos a color, para caer en el paisaje de cielo azul intenso con nubes dispersas y la blanca piedra caliza de la sierra. Un paisaje que se llena con el paso de un hombre tarahumara con su perro, escena que lleva a los caminantes, a los corredores, en un juego de sobreimpresiones unidas con las rocas de donde emergen pinturas rupestres: la búsqueda de los signos, la experiencia de sumergirse en el otro para acercarse a otro orden o tiempo, una búsqueda por revelar la imagen en su estado no aprehensible, diría Bosch.
En Ciguri 99: la danza del peyote, vemos la hechura del cinema veritè cuando se combinan las escenas en blanco y negro de la ceremonia de curación del peyote con las palabras de Artaud en voz de Jean Rouch y las reflexiones de Carasco con base en los diálogos que tuvo con los chamanes, que escuchamos en off con su propia voz. En algunos momentos aparece el juego entre lo real y lo abstracto; tal es el caso de la secuencia del sacrificio de una vaca: mientras despellejan el cuerpo del animal, la imagen se distancia de la acción para abstraerse. La participación de Jean Rouch leyendo fragmentos de los escritos de Artaud en francés le da un tono particular, por momentos disruptivo. Raymonde no buscaba una representación, una construcción narrativa, sino la sensación de suspender el tiempo-movimiento en la imagen cinematográfica; había una concepción filosófica en su forma de revelar la percepción pura de lo invisible, expresado como la experiencia sensorial de llegar a los signos de un pasado remoto; es ahí donde encuentra su conexión con Artaud.
Reflexiones finales
El repertorio de subjetividades testimoniales, científicas-etnológicas y artísticas que se desplegaron en los relatos literarios proviene de una misma vena -la occidental -, hay un marco común significativo. En distintos tiempos históricos se ha nombrado a los rarámuri de diferentes maneras: “el nativo”, “el salvaje”, “el indio”, “el primitivo”, “el indígena”, “el pueblo sin nombre” o “el pueblo perdido”. Cada uno los describe, los juzga o los idealiza y se explica la existencia de este pueblo de manera diferente, y esas percepciones hacen eco en las piezas cinematográficas analizadas.
La primera, El festival de otoño con los indios tarahumare, se produce con el espíritu del pensamiento del explorador europeo que buscaba ser el primero en algo, y ese algo fue filmar una ceremonia “de indios puros”, cuyos fines eran probar con imágenes en movimiento la existencia de estos pueblos primitivos descritos por Lumholtz. En el horizonte culturalista de Robert Zingg la ausencia de instrumentos fotográficos y cinematográficos durante la investigación es de notar porque se deja la sensación de que la validez de lo científico descansa solo en la prueba testimonial escrita.
Pero es durante la segunda mitad del siglo XX cuando el diálogo histórico sobre los tarahumaras se vuelve parte del imaginario nacional e internacional a través del cine, con Tarahumara, cada vez más lejos. Con el tiempo se ve cómo un documento que expresa prejuicios culturales que cobran sentido en el relato testimonial de los misioneros jesuitas del siglo XVI, también es expresión del “nuevo indigenismo mexicano”, indigenismo que denuncia las condiciones de despojo territorial de los pueblos tarahumaras, pero también apela a valorar y reconocer la riqueza cultural de los pueblos vivos, que va de la mano de la formación de organizaciones indígenas nacionales en demanda de solución a conflictos de tierra -como lo vemos en Sukiki-. Rarámuri Ra’Itsaara… se realiza con una intención intercultural, para que los pueblos conocieran su propia historia y la de otros; fue proyectada por primera vez en la sierra, y corresponde a los primeros tiempos del AEA-INI. Son películas que se despojan del “tarahumara” en su título para hacer presente la lengua rarámuri. Son documentales producidos por instituciones culturales influenciadas por las corrientes de la nueva antropología que buscan desmitificar el pasado tarahumara de cultura primitiva y revelar las luchas de resistencia y la vitalidad cultural que guardan.
En Teshuinada el imáginario histórico se lee desde su dimensión simbólica, y juega con él para crear una composición que se acuerpa con la imagen filmada del ritual de la Semana Santa en el que brillan los sonidos, los compases que producen el tamboril, el violín y el canto que invita a entrar en una especie de embriaguez que se dispone a honrar el espacio sagrado con vitalidad.
Carasco y Hébraud, al acompañarse del cinema veritè de Jean Rouch, proponen una reflexión ontológica sobre el tiempo y el espacio en la experiencia cinematográfica, en una atmósfera hipnótica que revele espejismos que se producen en la relación con la vida ceremonial rarámuri.
Pensando en aquella pregunta que se hacía José Saramago cuando reflexionó sobre la identidad de los pueblos indígenas de América en su ensayo “El lado oculto de la Luna”: “Imaginen cómo sería la historia de América, de esta Nuestra América, escrita por los indígenas, por los indios. ¿Cómo sería?” (2008, 17). ¿Cómo sería una película hecha por los rarámuri?; ¿cómo sería ese diálogo que establecería un rarámuri con su pasado histórico?; ¿cómo cobraría vida en el cine? O más aún, ¿cuál es el diálogo que las películas del siglo XXI establecen y establecerán con los pueblos rarámuri?