Introducción
Las juventudes mexicanas tienen derecho a la educación, sin embargo, a las adolescentes indígenas se les ha negado históricamente. Para garantizar en su plenitud este derecho es necesario que los lugares de convivencia diaria como las escuelas, y sobre todo las aulas, estén libres de discriminación de género y de carácter étnico. Asimismo, es necesario que las estudiantes cuenten con las herramientas necesarias para reconocer cuándo están siendo víctimas de violencia de algún tipo, aunque se trate de acciones que a simple vista parezcan menores, y cómo actuar ante ella. Escuchar a las estudiantes hablar sobre sus experiencias permite conocer qué problemáticas enfrentan y cómo pueden reducirse y ser eliminadas.
El presente artículo tiene como objetivo analizar la violencia de género, el acoso sexual y la discriminación, manifestados en microagresiones vinculadas al género y la etnia en el aula en una escuela urbana, a partir de entrevistas con adolescentes de ascendencia indígena. Se realizó un estudio de caso en una escuela secundaria técnica pública de Chetumal, capital del estado de Quintana Roo, México.
Se parte del supuesto de que existen más posibilidades de que las personas sean discriminadas debido al género, la edad y la etnia, ya que estos marcadores son influenciados por estructuras como el sexismo, el adultocentrismo y el racismo que permean de forma transversal en las relaciones sociales.
El artículo cuenta con seis secciones. La primera contiene el marco teórico, donde se tratan conceptos como género, raza-etnia, discriminación, violencia y acoso sexual, así como definiciones sobre la escuela y el aula. En la segunda sección se describe la metodología empleada, de carácter cuantitativo para orientar la elección de la escuela, y cualitativo para la recolección de la información y el contacto que se estableció con las participantes. En la tercera sección se muestran cifras y datos sobre la violencia contra las mujeres en México, así como un diagnóstico sociodemográfico de Chetumal que incluye el número de población, la proporción que habla una lengua indígena y el crecimiento demográfico de población indígena de 2010 a 2020. En la cuarta sección se presentan los principales hallazgos derivados del trabajo con las adolescentes de ascendencia indígena, clasificados en los temas de género y raza-etnia, subdivididos en la relación con sus compañeros y con las autoridades escolares. La última sección contiene las conclusiones derivadas de la investigación.
Debate teórico
La vida de las mujeres adolescentes en el contexto escolar puede verse afectada por el sexismo y las expresiones de violencia, acoso sexual y discriminación derivadas de este. Sin embargo, es necesario no perder de vista que no son iguales las experiencias de todas las mujeres, ya que algunas, como las indígenas, se ven afectadas por otros organizadores sociales más allá del género.
La experiencia que los sujetos tienen de la desigualdad es eminentemente relacional, pues se vive y se oculta en relaciones sociales y se produce y reproduce en ellas. La desigualdad incluye la discriminación, que se hace presente en situaciones que a primera vista parecen menores o relacionadas con el ámbito privado (Saraví, 2015). Las personas nacen insertas en un contexto de relaciones permeado por ordenadores o marcadores que ordenan las estructuras sociales, tales como el género, la edad y la raza-etnia, los cuales, a partir de patrones estereotipados y relaciones históricas de desigualdad, dominación, exclusión y discriminación, pueden manifestarse en relaciones sociales en las que imperan el sexismo, el adultocentrismo y el racismo. Cuando estos patrones se combinan, crean escenarios de mayor vulnerabilidad. En este artículo nos importan el cruce y la interacción de estos ordenadores sociales en la vida de las adolescentes de ascendencia indígena, la forma en que condicionan sus relaciones, así como la posibilidad que ellas tienen de distinguir las violencias derivadas de sus manifestaciones.
Entendemos la noción género como una construcción social que se encuentra afectada por los contextos relacionales, en la que se definen, representan y simbolizan las diferencias de los cuerpos sexuados en una determinada sociedad en el tiempo (Scott, 1990). Esta construcción se inaugura con la palabra, de tal modo que, al nombrarse a la persona mediante el binarismo niño/niña, el cuerpo recibe una significación sexual que lo define de acuerdo con la normativa femenina o masculina, lo cual permea en su historia personal. La feminidad se va construyendo desde la infancia a partir de los contextos de cada sociedad, en la que hombres y mujeres ocupan lugares diferentes y, por tanto, desarrollan actividades distintas (Rubin, 1986).
Para Marcela Lagarde, la creencia de que existen conductas femeninas y masculinas relacionadas con el sexo se sustenta en dogmas patriarcales que funcionan para legitimar el sexismo y la violencia contra las mujeres. En tal sentido, el sexismo está vinculado con el androcentrismo, el cual considera de manera valorativa que los hombres y lo masculino son superiores a las mujeres y lo femenino (Largarde, 2013).
Estudiar las interacciones de las personas a través de la perspectiva de género permite reconocer cómo estas relaciones de poder influyen en la vida de las mujeres y qué connotaciones negativas pueden tener, por ejemplo, la violencia por razones de género, el acoso sexual y la discriminación, especialmente en espacios como las aulas de las escuelas, que no se encuentran aisladas de dichos organizadores sociales.
El género no es el único constructo social que afecta la vida y las relaciones que entablan los individuos, pues el periodo vital que atraviesan también es importante. La etapa de la adolescencia, además de implicar cambios biológicos importantes y característicos, involucra atributos y expectativas culturales que varían a lo largo del tiempo, de una sociedad a otra y, dentro de una misma sociedad, de un grupo a otro (Dávila León, 2004). Con frecuencia se entiende que la adolescencia forma parte de la juventud, etapa que puede presentar variaciones en cuanto al rango de edad de acuerdo con el contexto social. Por convención se ha utilizado la franja etaria comprendida entre los 12 y los 18 años para designar la adolescencia y, para la juventud, aproximadamente entre los 15 y los 29 años (Dávila León, 2004).
Las expectativas que se ponen sobre los adolescentes referentes a cómo deben comportarse, a cuáles son sus derechos, sus obligaciones y sus márgenes de acción, se imponen desde un sistema de dominación que considera la noción de adultez como el máximo al que se debe aspirar, como el deber ser. El adultocentrismo subordina a la niñez, a la juventud y a la vejez, y otorga a las personas ubicadas en estos últimos grupos una condición de inferioridad (Duarte Quapper, 2012).
La adolescencia es importante porque las oportunidades y constreñimientos que se viven en esta etapa marcan profundamente las posibilidades y las circunstancias futuras de bienestar e inclusión, además de que las condiciones estructurales en este periodo dejan una fuerte impronta para el resto de la vida (Saraví, 2015). Estas experiencias pueden estar marcadas y guiadas por las generaciones adultas, ya que son las encargadas de la regulación de la vida de la nueva generación (Álvarez Valdés, 2018). Esto cobra aún más importancia en lugares como las aulas de clase, pues en este ámbito las infancias y juventudes suelen depender de personas adultas dotadas de mayor poder y relacionadas directamente con su futuro, por lo que influyen en la formación de los modos de convivencia, en la clasificación de los sexos, y en las atribuciones y reconocimientos que se le dan a estos (Pacheco-Salazar y López-Yáñez, 2019).
Aunados al sexo asignado al nacer y a la etapa vital existen otros factores que permean y atraviesan la vida de las personas, como la etnia, entendida esta como la construcción social basada en la diferenciación cultural, construida sobre la noción de “lugar de origen”, y en la que las relaciones sociales responden a diferencias geográficas determinadas (Gall, 2004). Asimismo, sobre la etnia influyen también otros factores como las costumbres, las tradiciones, la alimentación, la religión y la vestimenta. Hablamos de una categoría entrelazada como raza-etnia, porque en México la etnicidad se encuentra vinculada al racismo debido a prácticas históricas relacionadas con el colonialismo y la subordinación de los pueblos indígenas. Durante mucho tiempo a estos se les relegó a una vida de trabajos forzados y se desvalorizó su cultura mediante un sistema de segregación que permaneció más allá de la Colonia y que fue la base para los intentos de homogeneizar el país después de la Independencia. La diferencia étnica entre los conquistadores y los habitantes de América (por ejemplo, el color de piel, la forma y el color del cabello y los ojos, o las vestimentas, instrumentos, ideas y prácticas sociales) no representaba más que características distintas; sin embargo, lo que generó opresión ante esa diferencia fue el racismo (Quijano, 2014).
Desde entonces etnia y racismo han permanecido en constante interacción a través de un proceso de racialización que produce a los “otros” como si pertenecieran a diferentes categorías fijas de sujeto que los condicionan y estabilizan (Banton, 1996, citado en Campos García, 2012)para el entendimiento y la práctica, el descuido en el uso de los términos o la operación velada de los supuestos que estos implican. Tal vez ninguna distinción resulta más necesaria que aquella referida a los conceptos de racialización, racialismo y racismo. Aunque estos términos se diferencian sustancialmente en su contenido último, el hecho de ser portadores de una raíz similar les hace parecer hablar de lo mismo, operar de una manera casi promiscua, desdibujarse el uno en los otros. Esta breve reflexión se entrega al siempre bienvenido ejercicio de establecer distinciones. Pretende arrojar luz sobre las diferencias y conexiones íntimas entre estos tres términos. Con ello, busca ofrecer algo de claridad sobre formas de pensar y operar poco repasadas. Este análisis se detiene primero en definir el concepto matriz de racialización, sus acepciones y las consecuencias políticas y epistémicas de su contenido. Posteriormente, el texto se dedica a analizar el poco discutido término racialismo. En una tercera sección los esfuerzos de este análisis se concentran en examinar el concepto de racismo y en describir las estrechas relaciones que éste tiene con los conceptos anteriores. A modo de conclusión se reflexiona sobre la utilidad de este ejercicio de discernimiento para las políticas del anti-racismo. 1. Racialización: ¿el significante de la desproporción o la compleja práctica de producir razas? Dos significados han sido adjudicados al concepto de racialización. El primero identifica a este concepto con una suerte de desproporción entre grupos raciales en el acceso a bienes, recursos, servicios, el derecho a un tratamiento igual, o en el lugar que se ocupa en orden arbitrario de jerarquías. Racialización acá se equipara con el desequilibrio entre grupos raciales y se puede resumir en frases como: “racialización de la pobreza” (miembros de un grupo racial se encuentran sobre representados en el sector más pobre de determinada sociedad. Frente al ser racializado se pueden asumir dos reacciones: la autonegación, que privilegia los esquemas de percepción de los grupos dominantes, y la autoafirmación, que acepta y fortalece las características propias como parte de una identidad legítima (Horbath, 2017).
A partir de lo expuesto anteriormente puede entenderse que las mujeres, adolescentes e indígenas se se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad frente a procesos discriminatorios y de violencia por parte de sus compañeros, así como de la institución educativa. De acuerdo con el contexto, una característica puede tener mayor preponderancia que las otras o incluso potenciar la violencia que recibe el individuo. En las situaciones de acoso y violencia contra las mujeres, es el género la característica que más predomina, la cual, sumada a la ascendencia étnica y a la edad, potencia su repercusión en quienes padecen estos casos.
La escuela y el aula como espacios de reproducción de violencia, discriminación y acoso sexual
La escuela no es una institución aislada y neutral porque reproduce, en ocasiones sin advertirlo, modos sexistas, racistas y adultocentristas. Esto pasa porque la institución escolar fue creada desde una visión europea no para incluir a personas diversas, sino a un niño modelo, tradicionalmente blanco, varón y de clase alta; este patrón luego se trasladó a las colonias (Fernández, 1994). A pesar de que en la actualidad es menos común escuchar en el ámbito urbano que las mujeres no deben asistir a la escuela, la realidad es que aún encuentran obstáculos en el interior de estas, donde sufren violencias que parecen invisibles. En la historia del país la educación de los pueblos indígenas ha cambiado de paradigma y enfoque en diversas ocasiones, aunque en general ha estado cargada de estigmas por su afán de homogeneización y ha permanecido acotada a la ruralidad.
La escuela, y sobre todo el aula donde se agrupa al alumnado, se convierte en un lugar de constante interacción y parte de la vida cotidiana, en donde no solo los contenidos que se ven en clase tienen impacto en la subjetividad de los y las estudiantes, sino también las relaciones que se tejen entre ellos, incluyendo la discriminación, la violencia de género y el acoso sexual.
La discriminación se apoya en el rechazo individual o colectivo hacia el otro u otros en razón de la diferencia política, económica, de clase, de origen, de apariencia física, de religión, etc. Una característica de la discriminación parte de considerar al “otro”, en este caso a la “otra”, con menos valor como ser humano, lo que lo transforma en un sujeto legítimo de abuso y de exclusión, con menos derecho a la vida que quien se percibe superior (Peredo Beltrán, 2004).
Puede clasificarse de dos formas: directa, cuando se produce a través de actos concretos como la exclusión explícita, e indirecta, que puede ser más sutil y se produce cuando un acto que está normalizado tiene efectos perjudiciales. Este segundo tipo de discriminación se realiza a través de la reproducción de hábitos, costumbres y creencias (Secretaría de Educación y Cultura de Quintana Roo, 2014). La discriminación indirecta suele ser la más difícil de combatir porque las personas la reproducen incluso sin darse cuenta, siguiendo un conjunto de supuestos inconscientes que parecen ser parte natural, transparente e innegable de la estructura del mundo (Saraví, 2015). La discriminación indirecta puede producirse a partir de microagresiones, definidas como expresiones verbales o de conducta, intencionales o no, mediante las que se comunican insultos y desaires a las personas que se identifican como diferentes, en este caso por género o ascendencia étnica (Barros Nock, 2021). Las microagresiones se expresan en la vida cotidiana a través del lenguaje y de los actos concretos que se ejercen en las esferas pública y privada.
La violencia de género se entiende como un conjunto de acciones en contra de una o más personas debido a su género, e incluye daño o sufrimiento físico, sexual o mental, amenazas, coerción y otros tipos de privación de la libertad. Otros actos implícitos de violencia de género relacionada con la escuela surgen de prácticas cotidianas que refuerzan los estereotipos y la desigualdad entre los géneros y fomentan entornos violentos e inseguros (Entenza, 2016). La violencia de género también se puede expresar en formas de segregación, discriminación, acoso o falta de estímulo por parte de docentes, compañeros(as) y familiares hacia las estudiantes; ellas encuentran más obstáculos para ser reconocidas y viven más prácticas de exclusión en comparación con los hombres (Guevara y García, 2010, citadas en Ruiz Ramírez y Ayala Carillo, 2016).
El acoso sexual es toda acción dirigida a exigir, manipular, obligar o chantajear sexualmente a una persona; algunos ejemplos son comentarios sexistas, rumores sexuales, chistes, bromas sexuales, gestos, miradas morbosas, propuestas sexuales, tocar partes del cuerpo con intenciones eróticas sin consentimiento, entre otros (Buquet et al., 2013, citados en Ruiz Ramírez y Ayala Carillo, 2016).
Las relaciones desiguales en las que permea la violencia tienen impacto en la subjetividad de los individuos porque afectan la construcción de su identidad. Entendemos subjetividad como el conjunto de modos de percepción, afecto y pensamiento, entre otros, que motivan a los sujetos actuantes. Esto sin excluir las construcciones culturales y sociales que dan forma, organizan y generan determinadas estructuras de sentimientos (Ortner, 2006, citada en Aquino Moreschi, 2008).
La subjetividad no es anterior a los discursos ni independiente de estos, sino que los sujetos son el efecto del procesamiento discursivo de sus experiencias. Por ello, a través del relato sobre la experiencia subjetiva es posible encontrar convergencias entre los aspectos político, cultural y subjetivo, entre las emociones y las cogniciones que impregnan y le dan sentido a la experiencia (Das, 2000, citada en Aquino Moreschi, 2008). La discriminación, la violencia y el acoso sexual que experimentan las adolescentes con ascendencia indígena tienen impacto en su subjetividad y en la forma en que se perciben a sí mismas y a las otras personas. Su experiencia no es simplemente un modo de incorporar el mundo a través de emisiones y de sensaciones, sino una manera de construir el mundo. Conocer sus vivencias es un primer paso para entender la discriminación y su reproducción en entornos cerrados como las aulas escolares.
Metodología y fuentes de información
Para este artículo se trabajó con mujeres adolescentes con ascendencia indígena que tuvieron acceso al sistema educativo y cursaban el último grado de educación secundaria durante el año 2020. La investigación tuvo como enfoque la perspectiva de género y se utilizó la interseccionalidad para resaltar categorías como género, etnia y juventud asociadas a discriminación, violencia y acoso sexual.
De acuerdo con Lagarde, la perspectiva de género tiene su base en la teoría de género y se inscribe en los paradigmas teórico-crítico y cultural del feminismo (Lagarde, 1996). Permite analizar y comprender las características que definen a las mujeres y a los hombres de manera específica, así como sus semejanzas y diferencias, y examinar las relaciones sociales que se dan entre ambos géneros, los conflictos institucionales y cotidianos que se deben enfrentar y las maneras en que lo hacen (Lagarde, 1996).
La interseccionalidad es una herramienta analítica para estudiar, entender y responder a las maneras en que el género se cruza con otras identidades y para observar cómo estos cruces contribuyen a experiencias únicas de opresión y privilegio (Symington, 2004)
La investigación se dividió en cuatro etapas. Durante la primera se realizó una caracterización de la población indígena y no indígena, así como de la composición de las escuelas de la ciudad de Chetumal. Esto se llevó a cabo con técnicas cuantitativas, mediante procesamientos especiales de datos de los Censos de Población de 2010 y 2020 del INEGI por áreas geoestadísticas básicas (AGEB), así como del Censo de Escuelas de la Secretaría de Educación, usando el software SPSS V.20.
En la segunda etapa se seleccionó la escuela a partir de la elaboración de un subdirectorio de escuelas secundarias de Chetumal basado en el Directorio Nacional de Unidades Económicas (DENUE), en su apartado de “Directorio de empresas y establecimientos”. Esta información se sobrepuso en el mapa de los asentamientos de población indígena obtenido del Sistema para la Consulta de Información Censal 2010 (SCINCE) en su versión 2012, lo que permitió ubicar las escuelas que tenían la posibilidad de contar con más población estudiantil indígena (véase Mapa 1).
Posteriormente se realizaron visitas para solicitar información sobre la asistencia de estudiantes indígenas o provenientes de familias indígenas. Varías escuelas reportaron que no tenían esos datos y otras se negaron a que pudiéramos visitar los salones. La secundaria con mayor apertura y que se comprometió a buscar información sobre su alumnado fue una secundaria técnica, cuyo nombre se reserva por protección a las estudiantes participantes en esta investigación. Durante este primer acercamiento se explicó al subdirector el propósito de la investigación y la institución de la que partía. Posteriormente, se determinó que la trabajadora social de la escuela sería el contacto para la ejecución del trabajo de campo.
La escuela secundaria tenía un solo turno y contaba con tres grados, cada uno con seis salones. Como no disponían de un registro de cuántos alumnos indígenas había, la trabajadora social hizo un sondeo para preguntar al estudiantado. Tras este sondeo se seleccionó el salón 3º E porque a él asistía el mayor número de mujeres con ascendencia indígena.
La tercera etapa se realizó durante los primeros meses de 2020, e incluía trabajo de campo y recolección de información en el salón de clases seleccionado, al cual asistían 36 estudiantes: 18 hombres y 18 mujeres. La jornada educativa empezaba a las 7 y durante la mañana se impartían de siete a ocho clases, de 50 minutos cada una, y había un receso de 20 minutos. Sin embargo, a menudo contaban con tiempo libre cuando se ausentaba algún maestro o maestra. Se utilizó la técnica de observación participante en distintos momentos, incluidos los recesos, que consistió en observar las prácticas, conductas y actitudes de la interacción en el aula. También se tomaron en cuenta los tópicos que se discutían en clase y en el tiempo libre.
Debido a la pandemia de covid-19, sobre la marcha se incorporaron técnicas de la etnografía virtual, la cual se entiende como una etnografía estructurada en torno a los casos concretos dentro y fuera de la red, vinculados entre sí por medio de complejas relaciones mediadas por artefactos tecnológicos, de los que internet solo es uno de ellos (Domínguez, 2007, citado en Ruiz Méndez y Aguirre Aguilar, 2015). Así, las entrevistas semiestructuradas se aplicaron a siete estudiantes de ascendencia indígena a través de mensajes de WhatsApp, en la modalidad de notas de voz en tiempo real y textos, con el propósito de conocer cómo fueron sus experiencias en la secundaria, cuáles eran sus memorias y cómo fue el trato del profesorado y de los compañeros y compañeras hacía ellas. La estructura de las entrevistas se dividió en dos grandes tópicos: género y raza-etnia. En estos tópicos se hizo énfasis en dos subtemas: la relación con los compañeros hombres y la relación con las autoridades escolares, sobre todo aquellas con las que interactuaban diariamente como maestros y prefectos.
Con las adolescentes se buscó llevar a cabo una experiencia dialógica, con metodologías horizontales como las que ilustra Sarah Corona (2012), tomando acuerdos sobre sus necesidades y demandas. Esto implicó que fueran ellas las que definieran los tiempos para la realización de las entrevistas, así como la plataforma y la modalidad que se usarían en las entrevistas. Para proteger y respetar sus experiencias, los nombres de las estudiantes no se mencionan.
La cuarta etapa de la investigación consistió en la organización, el procesamiento y el análisis de la información, para lo cual se utilizó el programa Atlas.ti con las categorías género, raza-etnia y juventud para observar si las experiencias se relacionaban entre sí. Para su análisis, la información obtenida en las entrevistas y la registrada en el diario de campo se organizó en un cuadro, en las categorías de discriminación, violencia y acoso sexual.
A continuación se presenta un diagnóstico sobre la situación de violencia y discriminación que existe contra las mujeres indígenas en México y posteriormente se expone un análisis sociodemográfico de la población indígena en el municipio de Othón P. Blanco, en el cual se encuentra la ciudad de Chetumal.
Violencia, acoso sexual y discriminación hacia las mujeres indígenas en México
Para tener un panorama sobre las experiencias de violencia de género, sobre todo las relacionadas con el ámbito escolar, que enfrentan las mujeres indígenas se utilizó la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2016, que incluye información entre 2015 y octubre de 2016. Se efectuó una correlación entre las preguntas vinculadas con violencia de género en el ámbito escolar y las mujeres que se adscribieron como indígenas debido a su cultura. A partir de lo obtenido, las experiencias pueden categorizarse en tres dimensiones: violencia física, acoso sexual y discriminación.
En cuanto a la violencia física, de la encuesta se desprenden los siguientes datos: 6.4 % de mujeres indígenas fueron pateadas o golpeadas con el puño, 0.7 % fueron atacadas o agredidas con cuchillos, navajas o armas de fuego, y 21 % experimentaron violencia física a través de pellizcos, jalones de cabello, empujones, jaloneos o les aventaron algún objeto.
Los actos de acoso sexual que experimentaron las mujeres fueron los siguientes: a 11.8 % les dijeron piropos groseros u ofensivos de tipo sexual o sobre su cuerpo, a 12.7 % les enviaron mensajes o publicaron comentarios sobre ellas con insinuaciones sexuales, insultos u ofensas, y a 4.7% las manosearon, tocaron, besaron, o se les habían arrimado, recargado o encimado sin su consentimiento.
En cuanto a casos de acoso en el contexto escolar, se mencionaron los siguientes: a 1.1 % les propusieron o insinuaron tener relaciones sexuales a cambio de calificaciones, cosas o beneficios, 1.5 % fueron acosadas por alguna persona que les mostró sus partes íntimas o se manoseó frente a ellas y a 4.6 % las habían vigilado o seguido al salir de la escuela.
Por último, las respuestas que dieron las mujeres indígenas entrevistadas dan muestra de algunos casos en los que fueron víctimas de discriminación; así, 2.1 % mencionaron que habían sido ignoradas o no se les había tomado en cuenta por ser mujeres, 5.8 % respondieron que les habían hecho comentarios ofensivos acerca de que las mujeres no deberían estudiar, a 6 % las habían ofendido o humillado por el hecho de ser mujeres y 3 % habían sentido miedo de ser atacadas o abusadas sexualmente.
En México, 28 de los 32 estados que conforman su territorio solicitarpn el mecanismo de Alerta de Violencia de Género contra las Mujeres (AVGM), entre ellos Quintana Roo. La alerta entró en vigor el 7 de julio de 2017 (INMUJERES, 2021), y en ella se hacía especial énfasis en no descuidar los territorios con mayor población indígena. Sin embargo, Quintana Roo cuenta con muy poca información disponible sobre la situación de violencia de mujeres indígenas, e incluso no son contempladas en lugares fuera de sus contextos tradicionales, como las ciudades y las escuelas a las que asisten.
Población indígena y educación secundaria en el contexto municipal
El estado de Quintana Roo consta de 11 municipios y tiene una población de 1 857 985 personas, 50.4 % hombres y 49.6 %, mujeres; 11 % de su población de tres años y más hablan alguna lengua indígena, en total 204 949 personas. Asimismo, la entidad cuenta con 423 166 hogares de autoadscripción indígena, en los que 217 334 son hombres los jefes del hogar y 20 822, mujeres (INEGI, 2020).
La ciudad de Chetumal, la capital del estado, se encuentra en el municipio Othón P. Blanco. Este municipio colinda al norte con el municipio de Bacalar, al este con el mar Caribe (mar de las Antillas) y Belice, al sur con Belice y la zona interestatal de Campeche-Quintana Roo y al oeste con la zona interestatal de Campeche-Quintana Roo (INEGI, 2010). En Othón P. Blanco algo más de la mayoría de la población son mujeres, 50.7 % del total.
Si se contrastan los censos de población 2010 y 2020 del INEGI, en Chetumal se puede observar un decrecimiento poblacional. En 2010 la ciudad tenía una población de 168 357 personas, de las cuales 51.36 % eran mujeres y 48.64 %, hombres, mientras en 2020 tenía una población de 149 560 personas, de las cuales 51.27 % eran mujeres y 48.73 %, hombres. Su población disminuyó en 12.56 %. La población de tres años y más en 2010 era de 161 835 personas, de las cuales 51.41 % eran mujeres y 48.59 %, hombres, mientras que en 2020 la población creció en 14.42 %. En el caso de la población indígena de tres años y más, en 2010 era de 155 684 personas, de las cuales 51.44 % eran mujeres y 48.52 %, hombres. En 2020 hubo un decrecimiento de 15.51 % en la población indígena, que pasó a ser de 134 776 personas, de las cuales 51.55 % eran mujeres y 48.45 %, hombres. El decrecimiento puede estar ligado a la pandemia de covid-19 debido al retorno a las comunidades de origen o al fallecimiento por esta enfermedad. Sin embargo, estos argumentos indicarían que la pandemia afectó de manera más fuerte a la población indígena.
La ciudad de Chetumal tenía alrededor de 24 467 hogares indígenas, esto de acuerdo con la Encuesta Intercensal de 2015 (INEGI, 2015). Pese a la alta influencia de su entorno, integrado por comunidades rurales indígenas mayas, la concentración de población indígena en las áreas geoestadísticas básicas (AGEB) urbanas era baja. En el Mapa 2 se puede ver, en proporciones porcentuales, la población indígena en cada AGEB; los fragmentos territoriales donde se acumula población indígena de manera notoria se localizan en las afueras de la ciudad, detrás del aeropuerto, en la colonia Santa Isabel. Lo mismo sucede en la parte occidental de la avenida Nicolás Bravo, en la colonia Lázaro Cárdenas, y en algunas colonias que circundan la Universidad de Quintana Roo, por la calle Ignacio Comonfort y el Boulevard Bahía. En el resto de las AGEB la presencia indígena es escasa, incluyendo el asentamiento de Calderitas, que se encuentra al norte de la ciudad (véase Mapa 2).
Fuente: elaboración propia con base en el sistema en la información censal 2010 (INEGI, 2010), versión 05/2012, consulta en línea: http://gaia.inegi.org.mx/SCINCE2/viewer.html. Se demarca en diagonal la zona que no cuenta con datos.
Donde se registra una asistencia mayor de alumnado indígena es en las secundarias generales y técnicas (véase Gráfica 1). La diferencia entre las escuelas generales y las técnicas reside en que estas últimas se orientan a brindar una formación que permita al estudiantado incorporarse al sector laboral o productivo al concluir los estudios. Sin embargo, esto no se aprecia en Chetumal, donde las escuelas generales y técnicas no presentan diferencias en cuanto a la impartición y preparación de contenidos. De acuerdo con el CEMABE 2013 (Gobierno de México, 2013), en Chetumal había 17 062 alumnos de secundaria, de los cuales 1.9 % hablaba alguna lengua indígena, 88.8 % no y 9.3 % prefirió no contestar esa pregunta. En la escuela José Marrufo Hernández se contabilizaron 554 estudiantes y, en cuanto a quienes hablaban alguna lengua indígena, se observó una dinámica similar: 1.3 % señaló que hablaba alguna lengua, 93.7 % contestó que no y 5.1 % se abstuvo de responder.
Fuente: elaboración propia con datos del cemabe 2013 (Gobierno de México, 2013). Consulta en línea: https://www.inegi.org.mx/sistemas/mapa/atlas/Reporte.aspx?i=es#tabAlumnos
Es de relevancia señalar que hay estudiantes que prefieren no mencionar si hablan alguna lengua indígena o no: ni lo aseguran ni lo niegan. También es importante hacer énfasis en que la escuela seleccionada no contaba con datos sobre el número de estudiantes indígenas que asistían a ella.
El primer hallazgo observado en la investigación es que en las escuelas secundarias urbanas de Chetumal no existe un reporte sobre la cantidad de alumnado indígena presente en las aulas; sin embargo, a partir del diagnóstico se encontró que sí se reportaban algunos estudiantes indígenas en censos como el CEMABE, y que al adentrarse en las escuelas era posible confirmar su presencia, ya sea por autoadscripción o por ascendencia. Al entrar al aula, por medio de los rasgos fenotípicos, los apellidos y la ascendencia familiar fue posible identificar al alumnado de esta procedencia.
Por los apellidos podríamos deducir que en el aula estudiada había alrededor de 10 estudiantes mujeres de ascendencia indígena, y para las entrevistas se estableció contacto con siete de ellas. Extrapolando los resultados del aula a la escuela, se considera que existían 18 grupos en toda la secundaria que podrían tener la misma participación de estudiantes indígenas, por ende, esta participación no correspondería a 1.3 % que indicaba el CEMABE, sino casi a 25 % de la población estudiantil de la escuela.
A continuación se presentan los resultados estructurados de acuerdo con los temas que se trataron en las entrevistas con las adolescentes de ascendencia indígena. La primera sección aborda las experiencias ligadas a violencia, acoso sexual y discriminación indirecta que experimentaron con sus compañeros de clase. La segunda sección retoma los mismos tópicos, pero en relación con las autoridades educativas, como maestros y prefectos. En la tercera sección se resaltan las dificultades que encuentran las adolescentes para autoadscribirse como indígenas, su origen familiar y la importancia de la lengua. Por último, en el cuarto apartado se describen las situaciones de discriminación vinculadas al racismo.
Violencia, acoso y discriminación en las relaciones con los compañeros de clase
Se preguntó a las adolescentes por la convivencia con sus compañeros de clase y mencionaron que habían tenido experiencias que les hicieron sentir violencia, acoso o discriminación; al pedirles que ampliaran sus respuestas, relataron comportamientos y vivencias relacionados con estos temas. De acuerdo con lo observado en el aula, estos son tópicos de los que solían hablar y debatir entre amigas y compañeras, ya que en el tiempo libre con frecuencia comentaban noticias sobre violencia hacia las mujeres, feminicidios, acoso o aborto.
Las experiencias en el aula que mencionaron referentes a estos temas en su mayoría estaban vinculadas a su condición de género, pues implicaban comentarios relacionados con su ser como mujeres debido a los cambios corporales ligados a la entrada a la adolescencia. Asimismo, mencionaron tocamientos sin consentimiento en su cuerpo, lo que también mencionaron que les había ocurrido a otras compañeras.
En los momentos en los que no estaba presente alguna autoridad escolar era cuando les solían ocurrir la mayoría de las microagresiones, como los comentarios ofensivos de hombres. A primera vista parecería que se trataba de juegos, pues algunas estudiantes solían responder a los insultos y empujones, sin embargo, rara vez eran ellas quienes iniciaban los comentarios. Esto coincide con lo que ocurre en otras escuelas de México, donde se ha observado que las agresiones más frecuentes son de tipo verbal o psicológico, como poner apodos o burlarse de los o las compañeras, eventos que afectan más a las niñas que a los niños (Azaola Garrido, 2009) Para los varones, molestar a sus compañeras funciona como vía para realizar actos más invasivos y sin consentimiento, como tocar partes íntimas del cuerpo. En otros estudios se ha señalado que el cuerpo femenino se configura como un objeto dócil, disponible para el placer de otros, lo cual se expresa en las prácticas cotidianas de los alumnos que pretenden ver, tocar y disfrutar del cuerpo de sus compañeras sin su consentimiento y asumen este comportamiento como una “broma” (Pacheco-Salazar y López-Yáñez, 2019).
Los compañeros no se detienen en palabras y, amparándose en que se trata de juegos, con frecuencia manosean a sus compañeras, y de manera ocasional realizan otras prácticas, como poner espejos bajo las faldas o sacarles fotos. Aunque los eventos mencionados pueden considerarse delitos, la escuela solo los aborda como problemas menores y no notifica al respecto. Esto no ocurre solamente en las escuelas mexicanas, pues en otros trabajos sobre América latina se han analizado actos de violencia sexual dirigidos a las estudiantes como: ver su ropa interior, tocar y agarrar sus nalgas, senos o vulva. Por ejemplo, en algunos casos es común que los estudiantes sientan interés en ver la ropa interior de sus compañeras, para lo cual pueden utilizar pequeños espejos o sus teléfonos móviles (Pacheco-Salazar y López-Yáñez, 2019).
Los alumnos consideran los comportamientos de este tipo como una forma normal de relacionarse con sus compañeras. De acuerdo con Saraví (2015a), estas acciones siguen un conjunto de supuestos inconscientes que parecen ser parte natural, transparente e innegable de la estructura del mundo. Cabe destacar que estas conductas refuerzan la noción de que es correcto o aceptable que los varones se relacionen de esa manera con sus compañeras.
Por otra parte, no todas las estudiantes son molestadas de la misma forma, por lo que algunas consideran que a quienes les pasa eso es porque contribuyeron a ello o lo provocaron. A menudo las estudiantes mencionaron frases como “darse a respetar” para explicar que, si ellas no ofendían a sus compañeros, este comportamiento debía ser recíproco. En su entrevista, Estudiante 3 mencionó lo siguiente: “Nosotras no, no somos como a las otras, nos molestaba porque llegaban al grado de agarrarle las chichis o bajarle la falda o subírsela, y pues lo vemos mal y muy groseramente de parte de ellas porque son niñas, se deben de dar a respetar así con los niños”.
En frases como la anterior se observa cómo se normalizan los comportamientos de este tipo, lo que además funciona como una estrategia para protegerse, pues consideran que están a salvo de lo que asumen que es un resultado de jugar o bromear con sus compañeros. En otras investigaciones se ha encontrado que comportamientos como los mencionados refuerzan la idea de que las estudiantes son quienes provocan la violencia sexual de la que son víctimas y, por tanto, merecen las consecuencias por haberla incitado (Pacheco-Salazar y López-Yáñez, 2019).
No obstante, la manera en que las estudiantes suelen jugar con los varones no es similar a la forma en que estos responden. Por ejemplo, en sus entrevistas las alumnas compartieron experiencias como la siguiente: “Bueno, nos daban nalgadas porque los molestábamos, a veces les rayábamos la libreta” (entrevista Estudiante 2, 2020). De argumentos como este se desprende que las adolescentes que son molestadas pueden interiorizar la responsabilidad propia de este tipo de comportamientos.
En ocasiones las mujeres prefieren no decir nada como una forma de sentirse parte del grupo (aunque no les guste que las molesten), porque al poner un límite son aisladas. En su entrevista, Estudiante 2 compartió una experiencia que ejemplifica esto:
Cuando agarran y pasan y te dan una nalgada, te quedas así de qué hice o por qué lo hacen, entonces sí te molesta. Yo por eso sí dejé de jugar con uno de los niños porque a mí me lo hacía y me tomaban fotos. Un día en la junta se lo mostraron a mis tíos y dijeron que por qué me dejo que me hagan eso, que no debería dejarme, que está mal porque quiere decir que no respetan a las niñas, y que igual la niña no se da a respetar. Y pues por eso me dejé de juntar con ellos e igual le pusieron reporte, fue por lo que más se molestaron, pues hasta ahorita ya no lo hacen, pero igual ya no me hablan (entrevista Estudiante 2, 2020).
Por otra parte, de manera cotidiana los alumnos usan el femenino de los adjetivos para ofenderse, llamándose por ejemplo “chamaca tonta”, algo que hacen para molestar o empezar juegos pesados con sus compañeros. De la misma forma, usan la palabra el coito como sinónimo de sometimiento y humillación; por ejemplo, gritan a sus compañeros expresiones como “te voy a coger, chamaca” para decirles que se van a vengar o les van a responder la broma o el golpe. En los casos en que las compañeras responden a las ofensas de forma violenta, empujándolos o devolviéndoles la agresión, los otros varones responden con frases como: “te dejas ganar por una mujer”. A pesar de que las estudiantes consideran que esto está mal, prefieren no decir nada. Los apodos que suelen usar los alumnos están marcados por una fuerte carga de homofobia y heteronormatividad (Pacheco-Salazar y López-Yáñez, 2019).
Violencia, acoso y discriminación en las relaciones con las autoridades educativas
Las alumnas no tienen problemas exclusivamente con sus compañeros, pues también suceden situaciones incómodas con los profesores. Es preciso señalar que, además de la diferencia de género, existe con ellos una diferencia de edad, lo cual, unido a la posición de autoridad que ocupan, vuelve más complicado que las estudiantes quieran mencionar este tipo de experiencias, pues existe subordinación y una desventaja relacionada con el poder.
El rango de casos es muy variado, desde situaciones graves como abuso o acoso sexual, hasta comentarios cargados de estigma o discriminación que contribuyen a perpetuar estereotipos de género. Otra práctica que mencionaron las estudiantes, y que consideraban que las hacía sentir inferiores por ser mujeres, es que los profesores en clase llamaban a sus compañeros por sus nombres, mientras a ellas las llamaban de otras formas, pues, como se ha mostrado en otros estudios, el grado de estima que los maestros demuestran a sus estudiantes se manifiesta en gestos como recordar sus nombres o responder o no a sus preguntas (Flores Bernal, 2005).
En vez de llamarnos por nuestro nombre nos hablaba por “otras”,“estas”, y a los niños los trataba diferente, a ellos sí los llamaba por sus nombres y a nosotras no (entrevista a Estudiante 3, 2020)
Una vez me sentí incómoda con un prefecto. Yo estaba yendo al baño y me agarró, y se lo dije a mis compañeras, y luego, cuando fueron por mí y llegamos a la casa, se lo dije a mi mamá, y ella dijo que iba ir a hablar de lo que había pasado, pero como no había tantas pruebas de lo que había sucedido, así de que nos perseguía o que se sentaba por donde nosotras estábamos, pues no hicieron nada, solo hablaron con él y pues se alejó un poquito, pero ya antes de salir lo hacía otra vez (entrevista a Estudiante 5, 2020).
En el caso de que algún maestro las acose o las haga sentir incómodas, no existe una ruta clara para que sigan las estudiantes. La autoridad más inmediata pueden ser otros maestros o prefectos, pero no les consultan porque otras estudiantes también se han sentido incómodas con ellos.
Ser mujer adolescente de ascendencia indígena
Las experiencias referentes a la intersección entre el género y la raza-etnia resultan más difíciles de vislumbrar debido a que la discriminación y la violencia relacionadas con la ascendencia indígena están más invisibilizadas. Las estudiantes señalaron que sus padres y madres procedían de otras partes del centro y sur de Quintana Roo, así como de estados como Yucatán o Veracruz. Reconocían que sus familias habían migrado y que sus abuelos y abuelas eran de etnias como la maya o la totonaca.
Ninguna mencionó la palabra genérica “indígena”, pues lo que les proporcionaba identidad era su especificidad cultural. Con excepción de una, todas las estudiantes reportaron que sus familias tenían ascendencia maya, pues eran originarias de Quintana Roo o de algún estado de la península de Yucatán o cercano.
En las respuestas que brindaron podemos observar que “ser indígena” para ellas estaba relacionado con la comunidad de origen y, sobre todo, con la lengua. Esta última característica tuvo un mayor peso en sus respuestas porque la mayoría, al no hablar la lengua de sus abuelos y abuelas, consideraban que no podían apropiarse del término y, por tanto, no eran indígenas. Sin embargo, si tomaban en cuenta su ascendencia, sí podían reconocer que tenían relación con las comunidades indígenas.
Pues yo creo que no me consideraría ninguno [maya o totonaca] porque no sé hablarlo y no sé bien sus tradiciones ni nada de eso (entrevista a Estudiante 7, 2020).
Pues, la verdad, diría que soy un poco maya, porque nací aquí y no lo sé hablar, entonces, no me siento como que soy como mi abuela, pero la verdad sí soy un poco, pero me gustaría ser más, o sea, aprender su lengua (entrevista a Estudiante 2, 2020).
En la mayoría de los casos no hablaban la lengua porque el papá o la mamá no lo hablaban con fluidez o porque sus padres sentían rechazo hacia el idioma. En su testimonio, Estudiante 3 contó que su mamá: “Entiende las cosas, pero cuando le dicen algo en maya responde en español. No le gusta, no sé por qué no le gusta. No le he preguntado” (entrevista a Estudiante 3, 2020).
Siento que no le gusta a mi mamá y a mí tampoco, bueno, sí me gusta, pero no, no sé. No, de todos modos, ¿de qué sirve aprenderlo si no conozco a nadie más que hable ese idioma? (entrevista a Estudiante 1, 2020).
Pues los idiomas que ellos hablan no los entiendo porque no me los han querido enseñar, se siente raro porque yo no sé su idioma (entrevista a Estudiante 7, 2020).
Relación con sus compañeros y las autoridades educativas
A pesar de que las adolescentes no se identifiquen como indígenas, el tener esta ascendencia implica que muchas veces sean identificadas como tales a partir de un prejuicio racial, entendido este como la actitud negativa hacia un grupo étnico o hacia algún miembro del grupo que se limita a rasgos étnicos estereotipados (Bejar, 2003, en Horbath, 2017). En este sentido, las mujeres son señaladas a través de prejuicios raciales y al mismo tiempo son racializadas a partir de las percepciones que sus compañeros y compañeras tienen de ellas y de sus rasgos. Entre las adolescentes entrevistadas, pocas lograron identificar cuándo fueron molestadas por su ascendencia; esto fue más notorio en los casos en que se refirieron a ellas a partir de alguna característica física como el color de la piel.
Pues a veces vienen y te dicen,“tú, india”,“fea”,“naca esa”. Vienen y te dicen cosas feas, y a ti te molesta porque no solo de ti están diciendo cosas feas, sino de tu mamá, pues es cuando te agarra más el coraje y empiezas a decirles a ellos, pero así lo dicen e insultan feo y ofenden feo (entrevista a Estudiante 2, 2020).
Pues una vez, cuando los chamacos estaban jugando ahí, pues se fueron para mi lugar, donde yo estaba platicando, y el niño al que estaban persiguiendo se puso atrás de mi silla, y cuando fueron corriendo todos me empujaron y yo les dije que se fueran a otro lado porque me estaban lastimando y ellos me dijeron ¡cállate, negra! Y yo nada más me volteé y les seguí diciendo que se fueran porque me estaban lastimando (entrevista a Estudiante 4, 2020).
Sobre tener familia de ascendencia indígena no hablaban, ni con sus amistades ni en clase. Muestra de ello es que en los tres años de secundaria esos temas no se discutían, de tal modo que los mismos compañeros y compañeras no sabían con certeza si alguien tenía familia de ascendencia indígena. Las veces que dentro del aula se mencionaba algo relacionado con las personas indígenas iba tildado de estereotipos. Por ejemplo, cuando un maestro preguntó por la ausencia de un alumno, los compañeros contestaron que se había mudado diciendo que “se fue de chapita”, a lo que el maestro respondió: “Ah, entonces va a andar vendiendo pulseritas”; esta conversación causó risas en el aula. Los comentarios de este tipo reafirman que las personas indígenas solo habitan determinados espacios y sus actividades están estereotipadas. Asimismo, durante el tiempo de observación participante no hubo referencia alguna a las mujeres indígenas.
Como se ha mencionado, las escuelas en Chetumal no llevan un registro certero de cuántos estudiantes indígenas o de ascendencia indígena asisten a sus aulas. En este sentido, no hay un reconocimiento y “como los alumnos indígenas no portan identificadores visibles, se elabora la idea de que no existen, lo que implica que los alumnos indígenas se leen a sí mismos en negativo” (Horbath Corredor, 2017); esto termina por invisibilizar a las personas indígenas, especialmente en espacios urbanos como las escuelas secundarias de la ciudad capital.
Conclusiones
Las adolescentes son más capaces de identificar conductas de discriminación cuando cuentan con las herramientas para nombrar lo que observan a su alrededor y lo que sucede con ellas mismas. La información que tienen sobre la defensa de los derechos de las mujeres y acerca de las violencias que pueden sufrir hace que tengan la capacidad de identificar esas conductas con mayor facilidad, pero no ocurre lo mismo cuando se aborda el tema de ser o tener ascendencia indígena.
Fueron señalados con más frecuencia comportamientos discriminatorios por género que por tener ascendencia indígena, a pesar de que los comentarios respecto a esto último también eran agresivos. Esto puede relacionarse con el hecho de que, en la mayoría de los casos, ellas no se autoadscribían como indígenas por dos razones: no hablaban alguna lengua indígena y no vivían en la comunidad de origen de sus abuelos y abuelas. Lo anterior muestra la pérdida de lenguas indígenas y de distintas prácticas y símbolos culturales entre generaciones, y asimismo refleja un distanciamiento con el ser indígena, que no se cuestiona en las familias y mucho menos se discute con amistades o en la escuela. Es un tema que no se abordan. La invisibilización de las personas indígenas se fortalece cuando no se contabilizan, como ocurre en la escuela, donde se refuerza este proceso porque no cuentan con registro de los alumnos y alumnas indígenas, ya sea que se autoadscriban o que tengan ascendencia.
El lenguaje juega un papel importante en la construcción de relaciones desiguales y en la discriminación, pues a partir de este se producen agresiones que pasan desapercibidas porque no causan un daño físico. Sin embargo, lo que pueden parecer simples bromas o comentarios influye en el estado de ánimo de las adolescentes, a la vez que va marcando límites sobre cuánto desean integrarse o convivir con otros compañeros.
Incluso cuando reconocen y señalan conductas de acoso o momentos en los que se han sentido incómodas, se les enseña a asumir la responsabilidad sobre ello porque padres, madres o tutores así se lo indican. El problema con esto es que les refuerza la idea de que si las molestan es porque ellas lo provocaron o lo permitieron.
Responsabilizar de abuso o de maltrato a la persona en situación de víctima crea en ella la noción de que es culpable de lo que le sucede y no el agresor, además de que se resta importancia al contexto. Esto es primordial en la educación básica, porque los y las jóvenes están pasando por edades en las que las experiencias de este tipo permean en sus identidades y comportamientos. Si no se aprende a distinguir la violencia y la discriminación, las personas pueden seguir siendo víctimas o reproductores de violencia, ya sea ejerciéndola o responsabilizando a las personas afectadas.
Las rutas de acción para mediar o resolver los conflictos entre el estudiantado no son claras. En la mayoría de las ocasiones las estudiantes hacen lo que consideran pertinente; a veces lo comentan con sus madres, padres o tutores, y otras se lo hacen saber a las autoridades escolares. En muchas ocasiones se suspende a los estudiantes que hicieron algo indebido o se les pone un reporte, pero no se efectúa un seguimiento ni se hace un análisis de lo realizado. También son preocupantes las conductas que caen en la categoría de delito, como tomar fotos debajo de la falda de sus compañeras.
Para crear espacios seguros y combatir la violencia, el acoso y la discriminación indirecta es necesario entender que los adolescentes no actúan así de forma innata, sino a partir de lo que aprenden en su contexto, es decir, adoptan comportamientos que se validan o normalizan cuando nadie señala que son incorrectos o cuando no hay una reflexión profunda sobre por qué no deben realizarse. Al mismo tiempo, minimizar y no llamar la atención ante estas conductas es seguir reforzando que está bien hacerlas porque no hay consecuencias.
Las dificultades para enfrentar estas situaciones son más grandes cuando se trata de una problemática invisibilizada y no se cuenta con las suficientes herramientas para nombrarla. En esta dirección, accionar desde las experiencias cotidianas es el primer paso para cambiar las estructuras, dejar de normalizar y aceptar los comportamientos sexistas y racistas; implica desafiar y resistir estos organizadores sociales.