Introducción
La importancia de los “derechos de propiedad” y la recurrente referencia a ellos son asuntos que parecen haber impregnado de un tiempo a esta parte campos como los de la actividad económica, la producción agropecuaria, la extracción mineral, la transformación industrial, la explotación de los llamados “recursos naturales”, y los procesos relacionados con las materias primas, los bienes intermediarios y los insumos. Lo mismo puede decirse de la seguridad en cuanto al uso y usufructo de los bienes en general o, por ejemplo, de los derivados de la producción intelectual y artística, y hasta de los denominados bienes comunes y ambientales.
Confrontados con la idea de la inevitabilidad y la bondad de la clarificación de dichos “derechos de propiedad” como institución clave para tratar los asuntos señalados -como lo propugnan varias teorías-, el objetivo de este artículo es en concreto plantear y pensar históricamente la relación directa que pudiera establecerse entre, por un lado, la posesión de la tierra y las riquezas naturales, con sus derechos de acceso y utilización, y, por otro lado, el crecimiento productivo agrícola.1 Se trata de una vinculación que con frecuencia se considera imprescindible e ineludible en el tiempo, como una condición sine qua non para el progreso agrícola y económico. Por eso, hemos querido interrogar la historia con el fin de verificar si la mencionada referencia ha tenido asidero en épocas anteriores; es decir, hemos optado por el análisis histórico del paradigma propuesto. De la misma manera, deseamos poner de relieve algunas ambigüedades e impases que conlleva el término“derechos de propiedad” y su utilización y que pueden conducir a equívocos,2 como de hecho ocurre.
Se puede afirmar que el problema general planteado es el siguiente: ¿cómo examinar y estudiar el crecimiento agrícola y económico y sus condiciones o causalidades? Para ello, desde la óptica del historiador, es decir, la nuestra (puesto que dicho crecimiento también es un asunto vinculado con la historia), son indispensables la observación, el examen documental exhaustivo y el análisis histórico, tomando como campo experimental la práctica de las sociedades y los grupos humanos en sus territorios, con sus resultados tangibles y probados. En este sentido, se requiere examinar cómo ocurrieron los hechos, los procesos y sus concatenaciones, que es justamente lo que han trabajado desde hace décadas (y se continúa haciendo) un buen número de historiadores, con sus métodos, cronologías razonadas y enfoques comparativos; estos especialistas han advertido y puesto en guardia contra las explicaciones unifactoriales, las pretendidas “vías únicas” o presuntamente ineludibles, así como contra otras causalidades todavía más antojadizas y peligrosas (raciales, religiosas, genéticas, alimenticias, civilizacionales, etcétera).3
Al historiador le surgen varias preguntas cuando se plantea la cuestión. En primer lugar, de cara a la Época Moderna (por lo menos) y al Antiguo Régimen, se trata de saber si, históricamente hablando, los “derechos de propiedad” (o lo que sus defensores entienden o quieren designar hoy en día con ese término) desempeñaron un papel relevante para el crecimiento agrícola y económico y cuál fue su verdadero impacto. En segundo lugar, en específico con respecto a la transición hacia el capitalismo agrario, se trata de saber si fueron los “derechos de propiedad” el elemento determinante para su efectivo desarrollo, especialmente durante el siglo xix, por lo que habría que saber si en los hechos fueron “claramente definidos” o si la ausencia de su clarificación, tal como se estipula, fue un factor de fracaso o, tal vez, el factor del fracaso. Pero se trata también, en tercer lugar, de saber si de ahora en adelante la definición de los “derechos de propiedad” y su clarificación se han vuelto indispensables para las sociedades capitalistas (en especial las atrasadas) y si su imposición constituye una vía ineludible para lograr el deseado y duradero progreso agrícola y económico.4
Evidentemente no podremos contestar o abarcar en su integridad todas las cuestiones planteadas, pero es necesario que, desde un inicio, definamos de qué estamos hablando y cuál es el alcance de la problemática; además, debemos tomar en cuenta que el historiador y el científico social deben asumir lo que dicen e implican las palabras que utilizan, sobre todo en una perspectiva de diálogo compartido. El propósito que nos anima es el de tomar en serio dichas propuestas teóricas sobre el carácter indispensable de la clarificación de los “derechos de propiedad” y someterlas a examen y crítica, como ya hicieron los historiadores con otras formulaciones similares de comparable vocación programática y totalizante.5 Por añadidura deseamos señalar algunas pautas en una discusión que se está desarrollando en varios escenarios del continente latinoamericano, pues el tema no es un mero “asunto europeo” o de territorios capitalistas avanzados.
Cabe recordar que, si la cuestión se planteó con nitidez en Europa durante y con respecto al siglo XVIII, ya antes había sido de interés y se había reflexionado sobre el tema. Incluso, algunos analistas actuales siguen mencionando que Holanda y los Países Bajos (a pesar de la pequeña dimensión de estos países y sus condiciones particulares, difícilmente comparables) ya desde el siglo XVII habrían sentado las bases de un proceso virtuoso de evolución de los “derechos de propiedad”, lo que provocó como consecuencia un estímulo agrícola y productivo decisivo, por lo que consiguientemente se convirtieron en“modelos” por seguir. Se señala al respecto una evolución que sería, según sus defensores antiguos y recientes, en esencia endógena,6 esto es, de factores específicamente internos, para la que poco (o muy poco) habrían contribuido los aportes exteriores y extraeuropeos producto del colonialismo y la expoliación de las riquezas y el trabajo de los pueblos de los territorios colonizados; o incluso se señala la presunta poca o nula influencia del intercambio comercial ultramarino (y colonial) o la trata negrera desde África.7 Aunque sobre el tema haya divergencias y puntos de vista contrapuestos y pensemos que estamos ante un asunto distinto, no obstante, también convendría discutir y precisar históricamente su contenido más allá de la polémica.
Crecimiento, instituciones y “derechos de propiedad”
Podemos decir que desde hace tres o cuatro décadas nuevas doxas y teorías, generalmente concebidas y propuestas por no historiadores,8 atribuyen a las “buenas instituciones”, o a las “instituciones” a secas,9 el papel clave del crecimiento agrícola o de la “buena” evolución del sistema económico y productivo. Estas instituciones destinan un lugar central a los denominados“derechos de propiedad” y a su indispensable clarificación con el fin de obtener tales resultados. Es lo que se ha catalogado como “institucionalismo” y sus variantes “neoinstitucionalistas”, en particular en el campo de la teoría económica10 o del derecho; un universo de complejidad y matices.
Si hacemos el esfuerzo de situarnos en los orígenes de dicha teoría “institucionalista”, podemos constatar que, al inicio, para algunos de sus defensores se trataba de una problemática relacionada con un mejor conocimiento y comprensión de la estructura vigente de la posesión y la utilización de la tierra, las riquezas naturales y los bienes primarios. Quizá hubiera podido esperarse que, a partir de ese punto, sus autores llegaran a plantear la necesidad de introducir la perspectiva histórica y la apertura de un debate multidisciplinario e ir más allá de los datos puramente empíricos o cuantitativos.
No obstante, luego se verificó que esa perspectiva se pospuso y, finalmente, se abandonó, para transformarse en una simple receta o propuesta político-económica desde la que se asumía que la mencionada teoría “ya había sido aplicada anteriormente” y que, por consiguiente, habría que aplicarla por todo lugar si se quería lograr el esperado crecimiento económico y agrícola, pues presuntamente se había verificado que era eficaz.11 Por ello dejó de ser solo una indicación o propuesta de economistas que apuntaba a la situación actual o contemporánea, para volverse una “visión histórica”, o una teoría de la historia, de filosofía y vocación universales y globales (o casi), formulada por no historiadores.12
Era como si se considerase que los “derechos de propiedad” hubieran existido desde siempre y no fueran en sí mismos un producto histórico específico, de existencia efectiva (tal como veremos más adelante), correspondientes a determinadas evoluciones en determinados momentos, en todo caso bastante recientes en la escala del tiempo (y relacionados con un segmento cronológico reducido) en el marco de la historia de la tierra, su posesión y tenencia, la agricultura y la actividad productiva. Como si las realidades sociales rurales de los distintos periodos históricos (y de todos los espacios planetarios) pudieran con facilidad encuadrarse -o ser juzgadas y“medidas” por tales“derechos de propiedad”-, duraderamente, dentro de esquemas unidimensionales y más o menos absolutos, concebidos en (y para) épocas contemporáneas. Como si pudiéramos hacer que“comparezcan” las épocas anteriores según su adecuación (o no) a unos “derechos de propiedad” que serían permanentes en el tiempo, casi eternos; como si el hecho propietal actual correspondiese a todas las realidades y épocas anteriores. A ese respecto, el riesgo de anacronismo acecha de forma permanente esas teorías y a sus defensores, en sus diferentes evoluciones y desarrollos.
Pero sigamos examinando con seriedad el concepto en cuestión, que es lo que nos hemos propuesto en este artículo. ¿Qué plantea entonces dicha interpretación, ya encaramada en “teoría de la historia”? Dicha concepción propone el crecimiento, ciertamente, pero con unos prerrequisitos inevitables, a saber: la superación y la desaparición de las antiguas formas de posesión y de acceso a la tierra y las riquezas naturales, que a veces se designan simple y llanamente como “feudales”,13 en especial la posesión colectiva, pero también los derechos colectivos de acceso y utilización, así como las formas de posesión simultáneas, desdobladas o divididas. Y, paralelamente, de acuerdo con dicha concepción se requiere la ineludible victoria de la posesión plena o absoluta, propietal, “perfecta” (como se dice en el mundo ibérico), privada, individual, exclusiva y libre,14 muy a menudo acompañada de la concentración de tierras y riquezas naturales en pocas manos, o sea, la gran propiedad contemporánea.
Esta idea supone el crecimiento agrícola y económico, pero luego de propiciar una dinámica tendiente a la reducción de los denominados “costos de transacción”, es decir, aquellos costos en los que se incurre por las insuficiencias del mercado15 para proceder a la libre circulación y transferencia de los bienes, especialmente de las tierras y las riquezas naturales, para su mejor explotación económica por los agentes más idóneos para ese efecto, es decir, los mejor dotados financieramente. Esto, según sus defensores, también se habría logrado gracias a la concentración de la posesión y el control que se ejercen sobre tales bienes (mediante enclosures o cerramientos, por ejemplo).16 Es decir, se generó crecimiento después de haber bajado los costos de transacción que impedían la apropiación privada de la tierra y las riquezas naturales mediante el mercado, a favor de “mejores” manos, es decir, las que acaparaban y concentraban su posesión porque contaban con los medios financieros para ello, con una perspectiva totalizadora que va del presente hacia el pasado, pero que ignora el proceso y los hechos del pasado, históricamente hablando.
Aunque sin la misma terminología, tenemos que reconocer que nos encontramos ante la descripción (no desprovista de vocación ideológica) del itinerario virtuoso del progreso agrario inglés tal como lo presentaban algunos de sus partidarios más connotados del siglo XVIII (por ejemplo Arthur Young, luego de la prédica fisiocrática de F. Quesnay) y cuya encarnación se habría producido especialmente en el Norfolk británico e inglés, con sus grandes granjas o explotaciones agrícolas,17
Esto equivale asimismo a mirar “desde arriba” el progreso productivo agrario, es decir, desde el poder político, las instituciones, las leyes, las denominadas “elites” y el Estado real existente (productor de instituciones), a los cuales se les otorga una capacidad de decisión e intervención de la que entonces carecían (y de la que siguen seguramente careciendo).
Esta perspectiva, al mismo tiempo, descuida, ignora o minusvalora lo que estaba ocurriendo “por abajo” (y hasta en niveles “medios”) en las interacciones de mediano y corto plazo de los grupos humanos y las clases sociales; en la demografía y el poblamiento; en la geografía de las riquezas, el clima y la calidad de los suelos; en las rentas, cánones y exacciones exigidos e impuestos por las elites rurales (o urbanas) más poderosas, o en los nuevos tipos de cultivos que se experimentaban y ponían en aplicación. Es decir, se olvidan las mejoras, pequeñas y grandes, que se aplicaban en la producción agropecuaria y sus especializaciones; las invenciones y las tecnologías que se introducían (que aplicaban in situ campesinos y labradores) y que aumentaban la producción alimenticia disponible. Se omitía así la naturaleza de los contratos y el conflicto que se generaba cuando los productores rurales rechazaban de manera colectiva que los señores laicos o religiosos les despojaran completamente de los frutos de su trabajo,18 pues actuaban según el código consuetudinario vigente, lo cual no se debe confundir, en ningún caso, con el ejercicio de un “derecho de propiedad” o similar, y que incluso podían ir contra el mismo código consuetudinario mediante la violencia.
En pocas palabras, no se ponía en primer plano lo que dependía de la práctica concreta de los protagonistas rurales de terreno, de su actividad e interacción social, productiva y comercial. Se pensaba, en vez de ello, que las cosas dependían prioritariamente de las leyes, del poder político, de las“elites” o del Estado y las instituciones. Contrariamente a lo que conviene hacer, se imputaba hacia el pasado un presente imaginado e imaginario; se ignoraban la historia y su movimiento. Era además eludir eso que los historiadores han denominado la“revolución agraria” (a veces en paralelo o a veces como antecesora de la Revolución Industrial), la cual se producía de una variedad de maneras gracias a la confluencia de factores y causalidades de terreno, de práctica activa, según los espacios y su historia particular.19
Evidentemente, no se trata de ninguna manera de negar la importancia en cada época del cuadro institucional, administrativo y jurídico, como tampoco se trata de ignorar la fuerza del Estado y las “elites”, ni su producción conceptual, narrativa e interpretativa (con sus ideas, imputaciones y ficciones). En cambio, sí se trata de poner las cosas al derecho, en su sitio, y tomar en serio las propuestas avanzadas; es decir, tratar de percibir y delimitar lo que pueden y pudieron representar las instituciones y su influencia real (que es el propósito que aquí nos anima), así como tratar de comprenderlas en su propio entorno y contexto. Pero también se trata de poner de relieve lo que no pudo ni influir, ni regir, ni determinar, dicho cuadro institucional, administrativo y jurídico, y lo que escapa asimismo a su capacidad explicativa, sin olvidar que las mismas instituciones son un producto de la interacción social y económica dentro de las sociedades, un fruto de su consenso y su conflicto alternativos y simultáneos, de la correlación de fuerzas como proceso cambiante.
Es decir, no había vías únicas ni “modelos” inevitables en unas épocas históricas en las que, por otro lado (vale la pena recalcarlo), si bien podía haber imitación o emulación a escala local o hasta regional (por ejemplo, de mejoras productivas implementadas por los mismos productores), la aplicación de “modelos” globales como forma de emulación societal (si cabe algo parecido) era muy limitada y subordinada a las preocupaciones de las mayorías rurales, entre las que predominaba la supervivencia frente a las recurrentes crisis de subsistencia y los desafíos del clima y la naturaleza.
Derechos de posesión, acceso y utilización
Fuera de ese primer cuestionamiento, la pregunta que se plantea además es la de saber si tales formulaciones con respecto a la posesión de la tierra y las riquezas naturales se han correspondido con la realidad histórica, es decir, si las formas anteriores de posesión colectiva o comunal, los derechos colectivos (y los derechos de acceso y uso) y las formas de posesión simultánea, desdoblada o dividida, representaron verdaderamente obstáculos mayores para la expansión de la producción, para el crecimiento agrícola.
Es decir, para precisar totalmente nuestra interrogante se debe conocer si fue necesaria e indispensable, como pretende la teoría, la victoria de la posesión plena, propietal, exclusiva, individual, libre, perfecta, privada y concentrada, de la tierra y las riquezas naturales, para el fomento del crecimiento agrícola y económico; esto es, la clarificación, en suma, de los preconizados “derechos de propiedad”. Para ello vamos a apoyarnos y a utilizar la producción historiográfica existente en la que se plantean y analizan tales cuestiones.
a) La diversidad de derechos, necesidades y posibilidades
Al respecto es imprescindible partir de la constatación de que, con respecto a la tierra y las riquezas naturales, durante la Edad Moderna y bajo el Antiguo Régimen existían, por un lado, los derechos de dominio y de posesión y, por otro lado, los derechos de acceso y de utilización. El boceto que aquí se propone como enfoque experimental, susceptible de mejoras y modificación, no proviene solamente del estudio de la legislación o de los textos jurídicos o administrativos, como un dispositivo exclusivamente ex-ante, sino que se ofrece como un producto ex-post, es decir, como resultado a posteriori, fruto además del análisis de las prácticas de terreno20 y los resultados de las investigaciones históricas efectuadas, entre las que se incluyen las del propio autor del artículo.
Para situar nuestro propósito recordemos que las prácticas de los protagonistas de la tierra nunca están desprovistas de concepciones previas (incluso jurídicas o de usos y costumbres) y que, en determinadas circunstancias, tienen que enfrentarse con concepciones y prácticas locales claramente diferentes -y hasta opuestas-, componiendo productos híbridos, a menudo jerarquizados, de duración más o menos temporal o definitiva (Luna, en prensa).21 Uno de los casos emblemáticos fue el de la conquista y la colonización americanas a finales del siglo XV e inicios del XVI, pero no fue el único.
Así, en primer lugar es preciso indicar, con respecto a los derechos de dominio y de posesión -y fuera del fundamental eminens dominium, dominio o posesión eminente, absoluta o universal del soberano22-, que paulatinamente se había ido consolidando el directum dominium, es decir, el dominio de derecho (o directo) de tipo pleno, superior y de corte señorial o feudal, o como atribución de regalía concedida por el propio soberano (el “señor de los señores”). Pero también existía el utile dominium, es decir, el dominio útil o de utilización, cuya cesión era efectuada por el titular del dominio de derecho desdoblando el suyo a cambio de una renta o canon. Aunque de distinta naturaleza, tanto el dominio directo como el útil eran dominios de posesión, con una variedad de derechos explícitos que podían incluir hasta la enajenación.
Por otro lado, dentro de los derechos de acceso y de utilización, en estrecha relación con el dominio útil (aunque no exclusivamente y con diferentes orígenes históricos), se había constituido la posibilidad de acceder, individual o comunal y colectivamente, no siempre con dominio de posesión pero sí con usus y fructus, a alguna(s) de las utilizaciones de dichas tierras y riquezas naturales de forma más o menos temporal (pequeñas parcelas, pastos, derecho de paso, agua, derrota de mieses, recogida de rastrojos, etc.), las cuales eran objeto de activa negociación e intercambio entre los usuarios y beneficiarios, sin que al respecto hubiese para ello obstáculos inherentes, o sea, de “naturaleza”, fuera de los establecidos por el orden legal o consuetudinario.
Esa presencia de antiguos derechos de dominio o de posesión y de derechos de acceso y utilización, muchos ya desprovistos de su ropaje feudal y asentados en una dimensión estrictamente real y raíz, le otorgaban un singular dinamismo a la sociedad de la Época Moderna y del Antiguo Régimen, lejos de las visiones e interpretaciones simplistas de una estacionaria “historia inmóvil”.
Es decir, no nos encontrábamos en un universo lúgubre, monótono, de mercados inertes o bloqueados, que estaba desprovisto de contratos y relaciones mercantiles o de operaciones y relaciones de crédito, como frecuentemente repite la ideología del siglo XVIII (o XIX) para poner de relieve el dinamismo burgués.23 Tampoco estábamos en un mundo sin negociación y sin posibilidades productivas ni experimentales, o sin acceso a la posesión de derecho o dominio -aunque, desde luego, con sus propias limitaciones relativas, por ejemplo, desde el punto de vista de la circulación mercantil de los bienes raíces,24 tal como puede ocurrir incluso en nuestros días (Bodinier, Congost y Luna, 2009)-.
En contra de la imagen difundida por una diversidad de enfoques, con demasiada frecuencia ideológicos (o exclusivamente abstractos), se trataba de un mundo de orden relativo, con legalidades, con tribunales y jurisprudencias, con reglamentos consuetudinarios aprobados, respetados, reformados y renovados, pero también con cuestionamientos, conflictos y derechos (que eran defendidos por sus beneficiarios). Un mundo que pasa totalmente desapercibido e ignorado (un déficit que nunca es impune) para quienes piensan que la “civilización” comienza con el Estado moderno de los siglos XV-XVI, o incluso con el liberalismo y el Estado-nación de los siglos XVIII y XIX25 (y que antes de ello todo era un conglomerado sin ley ni jurisprudencia, o predominaba el “Estado natural” o la “tragedia” de unos usos sin regla ni norma). Esto también vale, por otro lado, para quienes piensan que en historia los cambios, incluso los revolucionarios (súbitos e inesperados), erradicaban totalmente los signos y mecanismos del pasado.
A ese respecto cabría recordar como contraejemplo que ¿no ha sido Inglaterra uno de los territorios en los que los copyhold con censo,26 de marcada feudalidad (en sus diferentes tipos), duraron hasta el siglo XX y solo fueron suprimidos en 1925? Es decir, ¿no ocurrió aquello (la pervivencia de la feudalidad) allí donde los predicadores del vínculo directo entre, por un lado, los “derechos de propiedad” clarificados y “modernos” y, por otro lado, el crecimiento agrícola y el capitalismo agrícola, situaron justamente uno de los espacios hieronímicos de su concepción, o sea, uno de los centros neurálgicos de su teoría e interpretación? ¿Lo sabrán o se habrán planteado la pregunta?
Ya sabemos que son numerosos los historiadores británicos (y no solo ellos) que desde hace varios años están cuestionando la doxa de los “derechos de propiedad” y la presunta influencia favorable de la gran concentración de tierras y riquezas naturales en pocas manos (por ejemplo, para la innovación), incluso la certeza de la disminución del empleo en el campo que ese fenómeno habría producido. O quienes ponen en tela de juicio las otrora presuntamente benéficas e indispensables enclosures para el crecimiento agrícola, e incluso proponen modificar la propia cronología del progreso o la “revolución agrícola” en Inglaterra y sus respectivos factores (Hoyle, 1990; Allen, 1992; Chevet, 1996: 391 y ss.; Clark, 1998; Béaur y Chevet, 2017: 64-67). Esto establece otro desfase entre los teóricos de los “derechos de propiedad” y la investigación histórica sobre el mundo real.
b) La vida cotidiana de la posesión y el acceso a la tierra.
Pero prosigamos confrontando la teoría con lo que ocurrió (y ocurre) en la práctica sobre el terreno, en la vida concreta del campo y la ruralidad, al amparo del análisis histórico y los trabajos de investigación de los especialistas.
Preguntémonos, en primer lugar, si las formas de posesión colectivas o comunales por un lado, y los derechos colectivos de acceso y utilización, por otro, fueron un obstáculo para la expansión productiva agraria tal como se pregona en la teoría examinada, y, consecuentemente, si su supresión estimuló en verdad el crecimiento productivo. Esto porque, para los defensores de los “derechos de propiedad” perfectos, clarificados y bien definidos, las formas de posesión colectivas comunales más o menos regidas por la tradición y las reglas consuetudinarias locales -no por una ley u ordenanza central uniformizadora- ejercidas por las comunidades de campesinos y sus organizaciones propias, restringían el acceso a las tierras y a las riquezas naturales y obstaculizaban su disposición por los agentes económicos, presumiblemente más dinámicos (incluso los mismos miembros de las comunidades).27
También porque, según la misma teoría, los derechos colectivos de acceso y utilización de las tierras y riquezas naturales (por ejemplo, la derrota de mieses, la recogida de rastrojos o el itinerario de pastoreo) habrían impedido, por su existencia y aplicación, que allí donde regían se plantaran con garantía y seguridad cultivos más rentables, nuevos o innovadores (como los forrajes artificiales), o que se intensificara el uso de las tierras, lo que disminuía los barbechos. Por ello había que favorecer el cercamiento de dichas tierras (su enclosure) y la supresión de tales derechos comunales colectivos.
Desafortunadamente, para los defensores de los “derechos de propiedad” bien clarificados y definidos, como referente para el pasado, los estudios históricos han mostrado y lo siguen haciendo que las prácticas de posesión del Antiguo Régimen eran tan versátiles y variadas, que permitían la cohabitación (a veces casi vecinal) de territorios, zonas y regiones en las que existían diversas formas de posesión, acceso y utilización, con resultados igualmente diferentes, sin tendencias únicas ni inevitables. Y que la dicotomía entre “colectivismo” e “individualismo” se declinaba en la práctica según los intereses de los protagonistas, que no eran siempre los mismos en todos los lugares y momentos, contrariamente a lo que pueden proclamar los esquemas teóricos generales o uniformizadores.
Así ocurrió en aquellos territorios con formas de posesión plena, protopropietales,28 perfectamente definidas y libres (que se enajenaban si así se deseaba o a veces obligatoriamente), en donde no se produjo un fenómeno productivo expansivo general y duradero, sino a veces todo lo contrario. Los ejemplos de Castilla, Extremadura y buena parte de Andalucía -con sus grandes concentraciones de tierras y riquezas naturales, estancadas e improductivas-, durante la segunda mitad del siglo XVI y luego durante el siglo XVIII, están allí para demostrarlo, gracias a numerosos trabajos y estudios, como un ejemplo casi palpable.29 Coexistían empero con algunos espacios en los que, con la misma estructura de posesión plena, la demanda y una configuración distinta de factores, sí favorecieron en cambio la expansión y el crecimiento agrícolas.
Ahora bien, dichos estudios también demostraron (y demuestran) que en diferentes puntos de Europa hubo formas de posesión colectiva, es decir, las tierras y bienes comunales (o les terres communales et les biens communaux o the common lands), que pudieron al mismo tiempo ser prósperos -productivamente hablando- gracias a concesiones parciales, con reglas definidas, sin despojo de posesión y sin que existiese necesariamente entre sus miembros la voluntad de dividirlas de modo individual.30 Allí también la teoría se muestra efectiva y lamentablemente inadaptada por ser ajena a la evolución del mundo real.
Lo mismo se puede decir respecto a aquellos territorios en los que se había procedido a una restricción o hasta anulación de los derechos colectivos de acceso y utilización de las tierras y las riquezas naturales (o the common rights o les droits d’usages communaux), sin que por ello se hubiese producido un verdadero auge productivo. Esto ocurrió por ejemplo (territorios de contraejemplo) en el oeste de Francia, en Normandía, donde no se verificó el dinamismo económico que anuncia la teoría pese a la anulación de tales derechos colectivos. Por otro lado, cohabitando en dicho territorio como contraejemplo, a algunos kilómetros de distancia, en las ricas planicies de la cerealera cuenca parisina existían zonas de dinamismo y prosperidad productivos a pesar de que allí era plena la vigencia de los citados derechos colectivos de acceso y utilización de tierras y riquezas naturales.
Lo anterior refleja una serie de constataciones contradictorias que desarman las afirmaciones de los defensores de “modelos únicos” y obligatorios. Para confirmarlo más claramente, si dirigimos nuestra mirada hacia los campos nórdicos de Europa, en Suecia, por ejemplo, se constata que fue sin cercamiento de tierras (o sea, sin anulación de los derechos de acceso y utilización colectivos) como se produjo la implantación exitosa de los nuevos cultivos y los forrajes artificiales (trébol, alfalfa, nabos) con el fin de aumentar la producción ganadera y sus derivados (Olsson y Svensson, 2011; Svensson, 2013; Béaur y Chevet, 2017: 72).
Es decir, que con un pragmatismo sin doctrina ni estrecheces mentales, pero con una lógica contundente y perfectamente racional, los poseedores de tierra en el Antiguo Régimen optaban generalmente por las soluciones y especializaciones -incluso en los nuevos cultivos- más adecuadas para sus intereses en función del clima, el suelo, el capital disponible y otras condiciones concretas. Esto sin ninguna premura; sin sentir como imprescindible la imposición o la generalización de los modelos de derechos de posesión plena, protopropietales e individuales, lo que quiere decir que el adelanto o el atraso productivo habría que buscarlo en otras causalidades bastante más complejas, de factores e ingredientes diversos, y no exclusivamente en unos “derechos de propiedad” clarificados y bien definidos.31
Por otro lado, en segundo lugar, los trabajos de investigación histórica antiguos y recientes han puesto de relieve, incluso para América Latina, el ejemplo de las formas enfitéuticas de posesión,32 su desdoblamiento y simultaneidad de dominios y derechos, y la flexibilidad que brindaron para la cesión y el acceso duraderos de tierras y riquezas naturales a varias generaciones de campesinos y productores bajo una diversidad de formas contractuales (Luna, 2021).
Ese hecho le proporcionaba vitalidad a la agricultura en el Antiguo Régimen desde los puntos de vista de la ampliación de la frontera productiva, las facilidades de crédito, los nuevos establecimientos e implantaciones rurales, la negociación de parcelas, los nuevos cultivos y experimentaciones, etc.,33 con renovadas y reiteradas oportunidades de enriquecimiento y movilidad social. Incluso para contratos en los que, siendo efectivo el desdoblamiento de dominios, este era al mismo tiempo implícito y discreto (o a veces en formas de enfiteusis ocultas o encubiertas) sin adjetivo ni rótulo que lo delatase, lo que no siempre favorece su detección (Luna, 2021; Teruel y Lagos, 2022: 162 y ss.).
La variedad de contratos enfitéuticos rurales de derechos de posesión simultánea, y sus efectos favorables para la expansión agrícola productiva, no fueron casos aislados (ni efímeros) en Cataluña, Valencia, las islas Baleares o el Alentejo portugués. Su extensión aparece cada vez más visible por diferentes territorios europeos del Antiguo Régimen,34 y se han puesto en evidencia recientemente en mayor escala tanto en Francia (sin que podamos no obstante hablar de generalización), como en el espacio rural suizo. También en diversas regiones de la península italiana (al lado de otras en las que predominaron las formas protopropietales de posesión plena y cesión de las tierras), de Grecia continental e insular y hasta en determinados espacios de influencia germánica. No es imposible que se amplíe el área de descubrimiento en los años venideros gracias a nuevas investigaciones.35
En contra de la idea de la prioridad inevitable que implica clarificar los “derechos de propiedad”, los productores rurales, quienes trabajaban las tierras o los titulares del dominio útil no esperaban alcanzar primero una “perfección” propietal de la posesión (a veces ni siquiera la deseaban), para solo después lanzarse a “romper” tierras nuevas y explotar económicamente hablando las ya conocidas.36 Por su lado, los titulares del dominio directo o de derecho tampoco deseaban en primer lugar absorber (o reabsorber) el dominio útil para solo después de ese momento exigir y percibir copiosas rentas y enriquecerse mediante la cesión de sus bienes raíces. Los intereses y la práctica concreta de los protagonistas rurales no dependían de los prerrequisitos de la teoría, elaborada a posteriori.
Es decir, había otras condiciones que existían “por abajo” (y no la presunta perfección de la posesión “desde arriba”, ni los “derechos de propiedad” clarificados), las cuales propiciaban y conllevaban una evolución virtuosa, productiva, según combinatorias específicas. Es lo que hay que estudiar y tratar de comprender, sin considerar a priori presuntas e ineludibles “vías únicas” o condiciones sine qua non. La bibliografía al respecto se ha seguido completando en años recientes no solo en Europa, sino también en América (Luna, 2021, 2023a).
La transición desde el Antiguo Régimen
Tratemos de examinar ahora, en función de las fuentes disponibles, si hubo efectivamente una relación de dependencia directa entre el crecimiento agrícola y la clarificación de los “derechos de propiedad” durante el tránsito desde el Antiguo Régimen a la sociedad contemporánea. Somos conscientes de que el asunto es complejo y vasto y de que no podemos, ni debemos, emitir afirmaciones definitivas, pero tal vez sea necesario situar algunos referentes de base o pautas suficientemente sólidos con el fin de avanzar prudente y paulatinamente.
a) La victoria de los propietarios
La afirmación de la posesión plena, propietal, privada, con la victoria de los propietarios, titulares del dominio directo o de derecho, o del dominio útil (bastante menos frecuente, aunque también existente)37 fue un proceso variado y complejo de largo alcance que tuvo lugar entre los siglos XVIII y XX durante la transición desde el Antiguo Régimen. Uno de sus hitos reconocidos se situó efectivamente en la Revolución francesa (y se “contagió” de modo parcial por los territorios sobre los que ejerció influencia directa, a veces mediante la ocupación), con la supresión efectiva de los derechos feudales y señoriales, acompañada de una movilización campesina y popular, con la llegada (como método y mecanismo) de la confiscación masiva de tierras y bienes del clero y de buena parte de la nobleza durante las guerras napoleónicas, y con la entronización jurídica de la “sagrada propiedad” como valor fundamental de la nueva sociedad (Bodinier y Teyssier, 2000).38
Pero vale la pena insistir en que ya se había iniciado con anterioridad un proceso de mediano y largo plazos, la victoria de los propietarios, del que la Revolución francesa fue sobre todo un acelerador y revelador. Al respecto conviene poner de relieve, como ya dijimos al inicio, que la observación y la importancia de los signos jurídicos y políticos no deberían sustituir al análisis de los hechos socioeconómicos del mundo real que se producen “por debajo”, y que por lo general no aceptan la imposición de esquemas que no toman en cuenta sus características propias.
Por ello, vale la pena afirmarlo en esta parte de nuestro artículo, la Révolution no fue sino un momento específico de la evolución propietal de mediano y largo plazos, una paulatina victoria de los propietarios que ya venía desde antes, desde el mismo campo de la realidad, que se producía en numerosos espacios (incluso el hispano e hispanoamericano) y que continuó avanzando durante las décadas siguientes, con claros objetivos utilitarios y de enriquecimiento material perseguidos por sus propulsores. Ello no implica, de ninguna manera, minusvalorar el alcance del episodio revolucionario francés en su integralidad, sino todo lo contrario, se intenta situar su significado real en lo que se relaciona con las problemáticas aquí examinadas.
También nos parece indispensable que sobre esas cuestiones, con motivo de los bicentenarios de las independencias en la América hispana -con hechos políticos que tuvieron incluso menos repercusiones sociales, económicas o jurídicas que el proceso francés-, se revise la narrativa de los denominados logros y mutaciones que generalmente se imputan (o se imputaron) a dichas independencias y en los que se exagera el significado del corte cronológico (“antes” y“después”), el cual se transforma a veces en ruptura total. En realidad, con demasiada frecuencia se sobrevaloran las construcciones abstractas elaboradas en épocas recientes y se las atribuye automáticamente a los protagonistas del periodo examinado, quienes pasan a considerarse defensores (o por lo menos portaestandartes) de causas, valores y propósitos que entonces ignoraban y que no podían, desde luego, representar.
Conviene también recordar al respecto que los liberalismos doctrinarios tuvieron un itinerario muy errático, casi espasmódico, desde su llegada al continente americano (y al mundo andino, por ejemplo) y que, por el contrario, las prácticas y concepciones ibéricas coloniales, enraizadas durante varios siglos, se prolongaron por décadas, mediante la inercia institucional y jurídica que caracteriza las sociedades. El Antiguo Régimen práctico duró bastante más de lo que piensan algunos liberales apresurados.
Regresando a nuestro propósito se puede afirmar que, durante el periodo considerado, los episodios de un proceso equivalente, de victoria propietal, de afirmación de la propiedad privada, más o menos paulatino o vacilante o progresivo, también se desarrollaron en el cuadro ibérico e iberoamericano con mayor o menor lentitud (véase más adelante). Todos condujeron a mediano y largo plazos a la consolidación temporal y formal de la denominada “propiedad perfecta”,39 lo que se tradujo, desde el punto de vista jurídico, en los códigos, normas, reglamentos y dispositivos legales aprobados por las “elites”, antiguas y nuevas, y por el poder estatal durante el siglo XIX (o incluso el XX).
Es decir, se consolidó una evolución en la que la posesión propietal privada, muy a menudo encarnada en el antiguo directum dominium, se apoderó formal y absolutamente, allí donde pudo (y donde cabía), de todo el antiguo dominio útil, de todos los derechos de acceso y utilización de las tierras y las riquezas naturales y de antiguos derechos comunales, entre otros;40 los usurpó, incorporó e incluyó bajo su dominio, es decir, bajo el dominio de sus detentadores, como nacientes y despojados “derechos de propiedad”. Su finalidad era desde luego explotar aquel conjunto de tierras, riquezas y derechos adquiridos, según los nuevos objetivos de utilidad y enriquecimiento, para producir los bienes, mercancías y servicios cuya demanda crecía paulatinamente. Se incluían también en la misma masa patrimonial los bienes de los que se desposeyó a los añejos pilares del Antiguo Régimen, el clero y la nobleza, cuando se produjeron las confiscaciones, especialmente las de la Révolution, o las desvinculaciones y desamortizaciones. Pero veamos justamente cómo se llevó a cabo ese mismo proceso propietal en el mundo hispano e hispanoamericano.
b) Los casos hispano e hispanoamericano
Si nos detenemos un momento en los casos hispano e hispanoamericano, y si le damos a la cuestión un enfoque cronológico de mediano plazo, observaremos que durante el siglo XVIII y hacia finales del Antiguo Régimen ya se manifestaba con claridad la vocación de defensa de los“derechos de los propietarios”41 (o la afirmación de los derechos del dominio directo o de derecho), en plural, enarbolada principalmente por los dueños directos o de derecho, o sea, los defensores de las formas plenas, protopropietales de la posesión. Se trataba de una defensa mucho más “en plural” que una defensa de los derechos de “propiedad”, en singular, la cual solo vendría más tarde. Pero subrayemos que sus defensores ya buscaban en ese momento el apoyo del conjunto de los grupos sociales, por lo que difundían la imagen, los valores y las ventajas de una sociedad de orden y respeto de la “propiedad” como factor de enriquecimiento económico y mercantil, en el seno de sociedades no obstante polarizadas por desigualdades sociales, entre ellas justamente las relacionadas con la posesión y el acceso a la tierra y las riquezas naturales.
Luego fueron aquellos mismos“propietarios” (o titulares del dominio de derecho, o a veces de un dominio útil entronizado en cuasidominio directo o de derecho) los que defendieron poco a poco el “derecho de propiedad”, en singular y de forma casi ideal, es decir, la “plena propiedad”, la suya, íntegramente, a veces como “absoluta y perfecta”, privada,“de dominios reunidos”, individualizada. Lo hicieron no tanto por imitación francesa (el ejemplo francés, tal como estaba operando, podía incluso ser revulsivo y generar temor) ni por prurito de “modernidad”, sino sobre todo por la defensa de sus intereses propios, por la confirmación del control integral de sus bienes y derechos, enajenados a otros pretendientes mediante diversas modalidades. Se asistía entonces a la elevación de los derechos de “propietario” del Antiguo Régimen hacia una forma abstracta,“sagrada” y fuertemente ideológica de posesión y dominio unificados, el derecho de propiedad; aunque no todo acabara ahí, efectivamente.
Una vez “consagrada” entonces esa forma de absorción y acaparamiento de todo el anterior dominio útil, sumada a la misma suerte que corrieron los derechos, igualmente anteriores, de acceso y utilización de la tierra y las riquezas naturales (y los comunales usurpados), con una cronología diferencial (que queda todavía por establecer), se pluralizó casi “naturalmente” dicho derecho, lo que dio lugar a los “derechos de propiedad”. Se integró incluso, como ya dijimos, la “realización” e incorporación de antiguas rentas feudales, es decir, se transformaron de allí en adelante en rentas “reales”, directamente imputadas o asignadas sobre los bienes raíces. Digámoslo entonces con claridad: la entronización de los “derechos de propiedad” se apoyó en -y encubrió- un asalto perpetrado contra las antiguas formas de posesión y derechos de acceso y utilización de las poblaciones rurales sobre la tierra y las riquezas naturales (e incluso de rentas antiguas), es decir, se operaron un desposeimiento y una apropiación con todas las de la ley, si se nos permite la fórmula, con vistas a un enriquecimiento patrimonial, económico y mercantil.
Esto envolvía al conjunto en un ropaje de “modernidad”, de mejora y avance, a veces radicalmente acusatorio de las formas “arcaicas” de posesión y contra sus poseedores “bárbaros” y atrasados, y no racionales, opuestos a la civilización y al progreso que representaría la “propiedad perfecta”. Fue también lo que acompañó la práctica de las desvinculaciones y desamortizaciones, y favoreció, por lo general, a los ya poseedores o a los detentadores de capitales, antes de realizarse nuevos e inevitables desdoblamientos, divisiones y limitaciones a la posesión propietal “absoluta” (ver más adelante). Sin embargo, no se reconocían explícitamente “derechos de propiedades”, con propiedades en plural, puesto que una nueva pluralización en tal sentido hubiera podido provocar situaciones ambiguas de reapertura de derechos (incluso un retorno a algunas formas del vilipendiado Antiguo Régimen), lo que haría aún más frágil el proclamado carácter absoluto de la propiedad.42
No obstante, en la práctica hispanoamericana la aplicabilidad de todo ese programa se enfrentaba con singulares obstáculos, a veces infranqueables (en función de los espacios), en el seno de formaciones sociales contradictorias. De un lado, porque la estructura social y económica rural, que poco o nada había variado con las independencias, era de configuración muy compleja e imbricada, con una variedad de poseedores y derechos (articulados o no por las haciendas y latifundios), con el enraizamiento de las formas de posesión comunes -producto de híbridos diversos, con las prácticas comunales castellanas y leonesas-, con formas desdobladas de posesión simultánea -abiertas u ocultas-, con derechos de acceso y uso compartidos, etc. Se debe tomar en cuenta además la presencia y arraigo de los usos y costumbres indígenas, que ni la conquista ni la colonización habían logrado destruir definitivamente.
Pero además se enfrentaba otro obstáculo -algo en especial válido para el mundo andino-, porque la hibridación jerarquizada de las formas de posesión que se habían compuesto con los antiguos usos y costumbres indígenas surgieron generalmente a partir de un dominio de derecho (o directo) de posesión plena, protopropietal, favorable a los colonizadores, el cual con facilidad podía mutar y transformarse en un régimen hipotéticamente “absoluto” en el nuevo contexto gracias a la acción de antiguos y nuevos “propietarios” y usurpadores, fieles herederos de la “familia jurídica” castellana y colonial, para quienes orgullo y fiereza de origen (por más mestizos que fuesen) se mezclaban también con patrimonio raíz y poder local, y hasta kurakal.
De hecho, es indispensable recordar que, lejos de toda “revolución” (social, liberal o de “modernización”), las estructuras legales e institucionales fundamentales siguieron siendo, durante numerosas décadas, las de la “familia jurídica” castellana, o de otras familias de origen ibérico, a pesar de que se hubiesen inyectado en determinados códigos, leyes y reglamentos algunas instilaciones de novedad, que no pecaran de efímeras.43 Además ha de mencionarse el hecho, en absoluto insignificante, de que la posesión y la apropiación de los protopropietarios se originaban efectivamente en fuentes espurias que tenían como denominación la usurpación, el acaparamiento y la desposesión de las poblaciones autóctonas originarias -y que dicho proceso se prolongó o incluso profundizó durante el siglo XIX, luego de la separación de la monarquía de España y con las independencias, entonces bajo dominio “criollo” y americano.
En tal contexto, si bien pudo producirse crecimiento agrícola y económico durante el siglo XIX, muy difícilmente podía proceder de una “clarificación de los derechos de propiedad”, sino de una combinación de factores e intereses más bien exógenos, de corto plazo, entre los que la demanda internacional prevalecía como elemento preponderante. Las estructuras exportadoras primarias latinoamericanas, incluso en nuestros días, están allí para testimoniar fehacientemente tal tendencia.44
Pero el tema no se agota con lo que acabamos de reconstituir.
c) El impase de los “derechos de propiedad” absolutos
Retomando nuestro análisis general, se puede afirmar que la victoria de los propietarios, de ritmo paulatino aunque de carácter inexorable, que tuvo lugar también por una correlación de fuerzas favorable y que, así como lo hemos afirmado, pudo impregnar los procedimientos jurídicos y legales,45 tenía que ser más ampliamente impuesta a y aceptada (por la ley o por la fuerza) por los no propietarios y los desposeídos, lo que no era un hecho que se pudiera dar por descontado, muy al contrario.
Por ello, conviene recalcar que la evolución del mundo capitalista, incluso en el campo, y su progresión no pudieron adecuarse ni de forma necesaria ni duradera a la rigidez jurídica inherente al carácter pretendidamente “absoluto” enarbolado por los propietarios victoriosos, antiguos y nuevos (Congost, 2000: 68; Comby, 2002: 2). Otra vez se presentaba la divergencia a la que hicimos alusión anteriormente entre los hechos jurídicos y políticos, y los hechos socioeconómicos reales: si por un lado caminaban los “modelos de modernidad”, que la ley y el poder estatal que representaban deseaban imponer, por otro lado iban los intereses contradictorios de los protagonistas de la tierra en materia de posesión y desposesión, de apropiación y reapropiación, de uso y usufructo, de producción y consumo, de rentabilidad y de distribución y repartimiento.
Así, para “los de arriba” era imprescindible enfrentar y tomar en cuenta las exigencias contemporáneas procedentes “desde abajo” o desde el “medio” relativas a las superficies cultivables, el campo cultivado, los baldíos, la expansión de la agricultura, el control del suelo (y del subsuelo), etc. Por ejemplo, los poseedores necesitaban hacer frente a la intervención reivindicativa práctica de los trabajadores rurales y de los arrendatarios de tierras (algunos recientemente desposeídos por los nuevos “propietarios”), pero también a las necesidades de acceso al crédito y su garantía hipotecaria, a la expansión urbana, de construcción y saneamiento de las ciudades, a la generalización de infraestructuras, a la prospección minera y sus yacimientos, al enriquecimiento regional con los nuevos grupos económicos y financieros emergentes, etc.
Se requería, al mismo tiempo, preservar y defender los intereses fundamentales de la propiedad privada y sus grupos sociales beneficiarios, portadores ambiguos de las nuevas relaciones productivas incentivadas por el capital. Por ello las legislaciones tuvieron que suavizar, temporizar y flexibilizar la naturaleza presuntamente “absoluta”, concentrada y centralizada de los nacientes derechos de propiedad (con una cronología sincrónica que queda todavía por reconstituir),“reabriendo” derechos de usus, fructus y abusus, es decir, atendiendo necesariamente a la utilización temporal de los bienes, teóricamente en “posesión absoluta”, y a su transferencia parcial,46 a su cesión y concesión, a cambio de nuevas rentas y pagos de usos y alquileres para proteger mejor la mencionada propiedad privada ante el descontento real o potencial de los desposeídos.47
Todo lo anterior tendía, como movimiento de mediano plazo, a disminuir o a matizar severamente el carácter “absoluto” de la posesión de la propiedad privada a pesar de lo que la legislación y los códigos proclamaban desde el punto de vista formal. En contra de lo que preconiza la teoría de los “derechos de propiedad”, seguramente no era la clarificación de tales derechos (y menos aún en modo “absoluto”) la que podía engendrar crecimiento agrícola y económico; se requería mucho más la flexibilización del mencionado carácter hipotéticamente absoluto de la propiedad, junto con la desconcentración de la propiedad de los inmensos latifundios y haciendas, recientemente formados o heredados de épocas anteriores, si se deseaba incrementar la producción, mediante diversas formas de cesión y concesión a terceros, multiplicando su uso y utilización económica, aumentando el número de productores, labradores, pastores y trabajadores, e intensificando la incorporación de energía humana y trabajo. Al respecto también se abre un campo de investigación y estudio para las décadas venideras a fin de investigar sobre todo la flexibilización de la propiedad como factor de crecimiento agrícola, mucho más que afirmar unos clarificados derechos “absolutos” y los obstáculos de una realidad en la que seguían primando las antiguas relaciones sociales de producción.
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Incluso recientemente, ya en el siglo XX, la rigidez en cuanto a la propiedad de la tierra tuvo que ceder ante una imperativa flexibilización (a veces tras procesos revolucionarios) para desbloquear duraderas concentraciones improductivas de tierras y de riquezas naturales. En este sentido, podrían producirse nuevas concentraciones de tierras en el futuro inmediato, puesto que el mercado tiende también, casi “naturalmente”, hacia la reconcentración48 en pocas manos (en contra de lo que pueden pensar sus defensores “conceptuales” o esencialistas). Por ello se hace imprescindible regresar con frecuencia a la división y desdoblamiento de la propiedad de la tierra como proceso recurrente.
Pero hay que poner de relieve, para terminar este enfoque histórico, un aspecto de la evolución agrícola productiva que queda completamente al margen de la teoría de la clarificación de los “derechos de propiedad”. Queremos hablar del trabajo y su libre incorporación al proceso virtuoso de crecimiento. La mencionada teoría deja sin examinar dos de las principales condiciones para hacer que el trabajo libre49 de rurales y campesinos pudiera acompañar un eventual crecimiento agrícola.
La primera condición requeriría que hubiera seguridad en la posesión de las tierras que habían logrado hacer producir a partir del trabajo, lo que significaba que el trabajador podría aprovechar las mejoras que con su labor e ingenio hubiera podido introducir e incorporar en tierras, suelos y espacios productivos. La segunda condición se refiere a que dicho trabajo humano contara con la seguridad de que al trabajador no se le fuera a despojar de todo el fruto de su esfuerzo; es decir, que pudiera conservar una parte significativa que le permitiera renovar la campaña agrícola y agropecuaria, alimentarse, e incluso mejorar sus condiciones de vida y las de su familia.
Tales problemáticas, relativas al esencial factor trabajo, elemento central para todo proyecto de crecimiento agrícola y económico, y evidentemente ineludibles, escapan por completo a la reflexión de los teóricos de la clarificación de los “derechos de propiedad”. Sin embargo, esas problemáticas no son asunto secundario o baladí y habría que examinarlas, incluso en lo que su ausencia implica con respecto a la mencionada teoría.
Epílogo
Acabamos de exponer que la aparición histórica y la existencia de los “derechos de propiedad” son hechos inobjetables durante la transición desde el Antiguo Régimen, incluso en el continente latinoamericano. Ahora bien, su emergencia y análisis, como cualquier otro hecho histórico, también tienen que ser analizados y pensados históricamente con el fin de evitar anacronismos y equívocos.
Otra cosa es, en cambio, el querer imputar a dichos “derechos de propiedad” una existencia ahistórica, a través de las épocas y las geografías, y otorgarles simultáneamente virtudes o efectos benéficos mediante una teorización que parece sobre todo responder a una vocación ideológica, de imperativo o requerimiento, en particular cuando, ya en el tránsito desde el Antiguo Régimen hacia la sociedad contemporánea, tales derechos se declaran como condición directa e ineludible para el crecimiento agrícola y el crecimiento económico a secas. Peor aún si, como ocurre actualmente, son instrumentalizados como nuevos mecanismos de desposesión (por ejemplo, de las tierras comunales o de posesión colectiva) en nombre del progreso y la modernización.
Aparentemente derivada de la necesidad de propugnar una política económica adaptada a determinadas necesidades coyunturales (¿de quiénes?, ¿a favor de quiénes?), la teoría general de la clarificación de los “derechos de propiedad”, como condición “institucional” para el crecimiento agrícola y económico, no solo muestra su debilidad heurística explicativa de cara al pasado,50 tal como lo hemos demostrado en este artículo, sino también su desubicación y desfase relativos con respecto a la misma evolución real y contemporánea del hecho propietal, salvo mejor parecer, evidentemente.