La amapola, flor de la contrainsurgencia
Tras la reforma electoral y la amnistía de finales de los años setenta, que permiten la apertura del sistema político nacional al multipartidismo, en los comicios federales de 1979, el Partido Comunista Mexicano obtiene en Guerrero el 5% del total de sufragios, convirtiéndose en la segunda fuerza electoral de la entidad. Su principal dirigente, el líder magisterial Othón Salazar, resulta electo como diputado federal. Asimismo, en los comicios locales del año siguiente, en 1980, los comunistas ganan el ayuntamiento de Alcozauca, municipio de la región de la Montaña, de donde es oriundo dicho dirigente (Sarmiento, 2010). Por primera vez en la historia de Guerrero, accede al gobierno local un partido diferente al PRI. Además, no lo logra cualquier partido, sino el que había sido históricamente satanizado por el régimen priísta. A este hito regional fue asignado el calificativo de “Montaña Roja”,1 puesto que, “a pesar de los intentos por decolorar el proceso, una y otra vez los comunistas lograron mantenerse en el gobierno de Alcozauca, e incluso extender su influencia a los municipios vecinos” (Flores & Canabal, 2002: 265 ). La Montaña de Guerrero era llamada roja por ser considerada como comunista.
Hoy, podemos seguir llamando así a esta región, pero no por la misma razón, pues hace tiempo que los comunistas dejaron el gobierno municipal. Si la Montaña sigue siendo roja, en la actualidad, es por el color de la flor de amapola, o adormidera (Papaver somniferum L), y lo difundido que es su cultivo. Ahora bien, ¿por qué hacer un paralelismo entre lo que serían ambas Montañas Rojas? En efecto, más allá de una simple contemporaneidad, a primera vista los dos procesos sociales a los que ellas remiten no parecen tener relación entre sí, con el campo de la política local, por un lado, y el del cultivo de drogas, por el otro. Sin embargo, si nos detenemos y profundizamos en el análisis histórico, pronto surgen inquietantes coincidencias, las cuales nos hacen pensar que estas dos Montañas Rojas, la comunista y la “gomera”,2 tienen mucho más en común de lo que parece. Al estructurar los dos polos de un continuum, en realidad, ellas representan las partes de una misma historia.
Un primer indicio de esta interrelación radica en el hecho de que en Guerrero, las regiones que más se habían caracterizado por la fuerza histórica de sus luchas sociales, son las mismas que actualmente albergan la mayoría del cultivo de amapola. Se trata de dos regiones en particular, que, como su nombre lo indica, son las de mayor relieve en la entidad: del lado occidental, la región de la Sierra, entre Costa Grande y Tierra Caliente, y, del lado oriental, la región de la Montaña, en la colindancia con Puebla y Oaxaca. Dentro de la historia popular de Guerrero, la primera ante todo representa el bastión de la guerrilla de los años setenta, mientras que la segunda, como ya dijimos, se tiñe con el rojo de la bandera comunista en la década siguiente. Por su tradición revolucionaria, tanto la Sierra como la Montaña sufren el embate de la represión, la primera en la conocida como Guerra Sucia (Rangel; Sánchez, 2015) y la segunda con una política de militarización (Gutiérrez, 2000). En este sentido, ambas han constituido frentes regionales de lucha que por ello mismo, han padecido la violencia del Estado. En los dos casos, la política contrainsurgente se dio a manos de una institución en especial: el ejército mexicano.
Entonces, a partir de los años setenta, el estado suriano es convertido por medio de su militarización en un laboratorio en el que es ensayada la contrainsurgencia en México (Sierra, 2007). “Un total de 14 campañas militares fueron instrumentadas en Guerrero entre los años de 1968 y 1974. Todas ellas basadas en la estrategia de Guerra de Baja Intensidad, definida por Estados Unidos como elemento clave de seguridad nacional” (Oikión, 2007: 74 ) y diseñada a raíz de su derrota militar en Vietnam. Como otro ejemplo, para el solo año de 1971, “el ejército tenía concentrado en Guerrero 24,000 soldados, una tercera parte de todos sus efectivos (FEMOSPP, 2004: 48). Dos años después, la estrategia del gobierno se transformó de política de contrainsurgencia a política de genocidio (FEMOSPP, 2004: 69), y para 1973 las desapariciones forzadas se convirtieron en política de Estado” (Orraca, 2012: 110 ). Además de las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que implica, este nuevo tipo de guerra también incluye entre sus áreas de operación a la lucha antinarcótica. Es así como, en Guerrero, existe una correlación histórica entre el inicio del cultivo de drogas y el de la intervención militar masiva, a lo largo de las décadas de los setenta y ochenta. Para retomar la metáfora de un título periodístico, se da un encuentro entre “la dama de rojo y los hombres de verde” (Padgett, 2015). Este idilio empieza en la sierra de Atoyac, donde había operado la guerrilla del Partido de los Pobres, encabezada por Lucio Cabañas. En efecto, dentro del escenario de la Guerra Sucia,
“es sabido el papel que jugaron los campesinos narcotraficantes José Isabel y Anacleto Ramos en la localización y cacería de Lucio Cabañas por el ejército, el 2 de diciembre de 1974. […] Sus bases de apoyo siguieron sufriendo el asedio, criminalización y violencia del ejército mexicano, por lo menos hasta 1979. Tanto en el cerco contra la guerrilla como en la etapa ulterior de la contrainsurgencia, participaron cuerpos paramilitares. Muchos de estos paramilitares provenían de las comunidades campesinas serranas cooptadas por el ejército, que tenían la encomienda de mantener vigilada a la población y combatir cualquier indicio de resistencia. A cambio de ello, se les concedió un permiso virtual para portar armas y hacer cultivos ilícitos en la vasta y abrupta serranía guerrerense. Este es el punto de partida de su auge en Guerrero. La Sierra Madre del Sur, que es precisamente donde las guerrillas tuvieron su teatro de operaciones, es la región donde estos fenómenos se dieron con mayor fuerza” (Estrada, 2015: s.p ).
Una década después, un proceso similar sucede en la región de la Montaña, teniendo en cuenta que fue en respuesta a los procesos organizativos de la Montaña Roja “cuando las tácticas de contrainsurgencia incluyeron la introducción de la siembra de la amapola a la región, […] justificando la permanencia de las fuerzas armadas en la vida cotidiana de los pobladores, y creando condiciones encaminadas a detonar procesos de fragmentación social” (Mora, 2013:180 ). Así es introducido el cultivo de la amapola en Guerrero, de manera contradictoria, pues su difusión a lo ancho de la Sierra Madre del Sur se da al paso de las operaciones destinadas formalmente a combatirlo. El auge de la goma corresponde con el de las intervenciones militares. A lo largo de esas dos décadas, al igual que en otras regiones, “el ejército se desempeña en la lucha contra el narcotráfico, pero paradójicamente la economía ilegal se va extendiendo por la geografía estatal, especialmente en aquellas regiones deprimidas que brindan ciertas condiciones de seguridad, esto es, la Sierra y la Montaña. Esta apreciación brinda cierto sustento a la tesis que involucra al ejército en la promoción de la siembra de enervantes” (Altuna, 2001:97 ). Desde esta perspectiva, la amapola es la flor de la contrainsurgencia.
Los mitos del narcotráfico
Hablar de cultivos ilícitos nos conduce irremediablemente a la cuestión del tráfico de drogas. Ahora, si nos basamos en la idea de que la política antinarcótica, hoy articulada en torno a la “guerra al narcotráfico”, más que promover la salud pública, en realidad busca justificar el ejercicio de la mano dura del Estado mediante su militarismo, entonces nuestro análisis debe pasar por la deconstrucción sistemática del discurso dominante y de los mitos que lo sustentan, empezando con los mitos del narcotraficante (Astorga, 1995), del tráfico de drogas en México (Resa, 2005 b ) y del crimen como representación (Escalante, 2012). Es por tal razón que, de ahora en adelante, hablaremos de tráfico de drogas (ilegales)3 y no de “narcotráfico”, ni de “narcotraficantes”, ni mucho menos de “narco” a secas, no por jugar con las palabras, sino por el peligro analítico que en la actualidad (mediática), ha llegado a representar el prefijo “narco” (Gaussens, 2018).
Esta situación no es fortuita, sino que es el producto de un largo y sistemático trabajo mediático de propaganda. Si hoy el “narco” está en nuestras cabezas, es porque primero estuvo en los discursos oficiales y apareció en las primeras planas de los periódicos. Si ahora estructura las conversaciones diarias, es porque allí se repite lo anunciado día tras día por los noticieros televisivos y radiofónicos. En este sentido, el tratamiento de la información dado por los medios masivos de comunicación en años recientes, mucho tiene que ver con esa omnipresencia del “narco”.
“Se ha establecido una especie de arquetipo del mal, reproducido de manera insistente por los medios de comunicación, y además se ha creado un dominio de significación donde el significante “narco” funciona como un multiplicador lexicológico […]. Ese multiplicador lingüístico ejerce tal fascinación, que quienes caen bajo su embrujo no diferencian ya las designaciones con fundamento en la realidad de la pirotecnia verbal” (Astorga, 1995: 41 ).
Esta última es distintiva del discurso mediático actual. Sus fuegos multicolores brillan en las numerosas declinaciones del prefijo “narco-”, que ya no sólo se restringe a los narcóticos, al tráfico de drogas y a quienes lo administran (los “narcos”), sino que ahora, también se aventura en los terrenos de la cultura (“narco-video”, “narco-corrido”, “narco-novela”, “narco-fiesta”), la técnica (“narco-menudeo”, “narco-manta”, “narco-ruta”, “narco-túnel”, “narco-fosa”), la economía (“narco-lavado”, “narco-dólar”, “narco-tienda”), la política (“narco-voto”, “narco-democracia”, “narco-campaña”) y el Estado (“narco-guerra”, “narco-imperio”, “narco-terrorismo”). No obstante, el prefijo contribuye menos a definir qué a ser definido. A menudo es más cercano al insulto que al concepto. Es parte de la polémica periodística y no del debate científico. “El prefijo “narco” opera de manera mágica y adictiva en el lenguaje cotidiano: basta usarlo con cualquier palabra para imaginar que se comprende lo que se dice” (Astorga, 2015: 215 ). Como taparrabo teórico, sucedáneo del pensamiento conservador y medio de una auténtica colonización mental, el “narco” no da cuenta de lo realmente existente por la carga fantasiosa que conlleva.
En México, desde el discurso oficial es construida la imagen de un nuevo enemigo para la “seguridad nacional”. Con el cambio de siglo es operado un giro discursivo cuyo centro es ahora ocupado por la figura cruzada del “narcotráfico” y de la “delincuencia organizada”. Ahora, si bien el tema del tráfico de drogas en sí no era nada nuevo dentro de la política nacional, en el contexto de la política exterior estadounidense de los años 2000, la traducción e imposición de la agenda del llamado “combate al terrorismo y al narcotráfico” vuelve a poner énfasis en esta segunda cuestión, sobre todo a partir de las administraciones federales panistas. De allí en adelante, empieza a ser producido desde el Estado, de manera sistemática, un discurso centrado en la construcción del arquetipo de un enemigo: el “narco”.
Producto de esta labor permanente de propaganda, hoy existe una especie de saber estándar, de sentido común acerca del fenómeno delictivo, basado en una lengua franca para referirse a la crisis de seguridad pública, a su vez hecha de términos cuya apariencia explicativa sólo esconde una profunda ignorancia. Estos últimos conforman una precaria mezcla, proveniente de diversas fuentes, desde el argot popular y la jerga penitenciaria hasta las consultorías empresariales, los manuales militares y los procedimientos penales, pasando por las notas periodísticas de la “crónica roja” y las muletillas del ministerio público. Allí encontramos, además del “narco”, al “cartel”, su “jefe”, los “lugartenientes”, los “operadores financieros”, los “sicarios” y otros “halcones”, la “plaza”, los “cuernos de chivo”, el “cobro de piso” y los “levantones”, entre muchos más. En definitiva, “no es propiamente un lenguaje, ni un género de habla, sino apenas un vocabulario o poco más, pero de enorme atractivo, sobre todo para los medios de comunicación. Porque permite resumir, ahorrar detalles, obviar lo que no se sabe, y ofrecer explicaciones para cualquier público” (Escalante, 2012: 57 ).
Frente a esta situación, es preciso desacralizar el discurso dominante, para poder anular la capacidad performativa del “narco” y romper con la función de despolitización que cumple este término, al entenderlo como el caballo de Troya de una permanente acción de propaganda. Sin embargo, “lo más difícil en sociología es enfrentarse a las certezas del sentido común, sobre todo en un terreno donde un fenómeno social sumamente complejo es reducido a una simple lucha de buenos contra malos” (Astorga, 1995: 13 ). En consecuencia, el presente texto se enfrenta al reto de romper con las certidumbres primeras, intrínsecas al rótulo del “narco”, dado que el distanciamiento que esta necesaria ruptura fomenta, en un inicio, tiene todas las apariencias en su contra.
La realidad del tráfico de drogas ilegales en México
Además del discurso dominante que la rodea, un segundo obstáculo para aprehender la realidad del tráfico de drogas radica en su medición, pues la estadística oficial en la materia deja mucho que desear, llegando a presentar serias deficiencias. En primer lugar, por la sanción de la ilegalidad que hace del tráfico una actividad refractaria a la publicidad de los datos. En segundo lugar, por la condición misma de la estadística oficial en materias delictivas, la cual no deja de ser problemática en la medida en que las instituciones que persiguen la comisión de los delitos constituyen al mismo tiempo las principales fuentes de información, es decir, son juez y parte. En efecto, ellas están interesadas en la estadística delictiva más allá de su simple diseño, pues difícilmente podrán “llevar un registro objetivo de los números que sirven para justificar su presupuesto o para evaluar su estrategia. No hace falta pensar que se inventen las cifras o que se oculte algún dato: basta con un cambio en los criterios de clasificación para que aumenten o disminuyan asaltos, agresiones, lesiones o amenazas, por ejemplo. De nuevo, sucede en México lo mismo que en cualquier otro país: la estadística delictiva es problemática” (Escalante, 2012: 152 ).
Ahora bien, el problema estadístico se hace aún mayor con respecto a las drogas. En la lógica del “combate al narcotráfico”, la retórica debe ser avasalladora, así como las cifras avanzadas, elocuentes. Los informes oficiales, deliberadamente vagos e imprecisos, sazonados de vulgos inventos, son multiplicados. “Ofrecen precisamente la clase de material que puede alarmar a la opinión pública, es decir, la imagen de una amenaza terrible, pero imposible de asir definitivamente” (Escalante, 2012: 102 ). Igualmente inasible resulta ser la metodología empleada. Siguiendo una exhaustiva revisión del estado del arte, sobre el periodo de tres décadas que va desde el año 1970 hasta el 2000,
“el 73% de las 139 estimaciones originales registradas […] no anexan la metodología utilizada para llegar a las conclusiones numéricas que aducen. Y ello a pesar de que se ha tomado una definición amplia de metodología, que incluye a aquellas que no superan las dos líneas de explicación. Los más adeptos a esta propagación de cifras que, sin ninguna base explícita ni implícita, pasan a la categoría de mitos, son las agencias de seguridad pública. Sólo proporcionan metodología en un diecinueve por ciento de los casos. En niveles parecidos de esconder los orígenes de las estimaciones, y siempre por debajo de un cuarto de los casos, se sitúan los medios de comunicación […]. Por su parte, las estimaciones realizadas desde la academia son las que con más frecuencia tienden a reflejar de manera explícita la metodología utilizada para llegar a sus conclusiones numéricas, lo cual las sujeta a la comparación y a la pertinente crítica. […] Aunque la diferencia no es grande, las fuentes mexicanas son las que con mayor asiduidad recurren a hacer explícito el origen metodológico de las cifras presentadas, diez puntos por encima de sus homónimas de Estados Unidos. La frivolidad es mucho mayor entre los estadounidenses” (Resa, 2005 a: 337-339 ).
Tomando como referencia la estadística producida desde la academia mexicana sobre el tráfico de drogas (que de por sí resulta exagerada, pese a sus buenas intenciones y afanes críticos), en comparación, las cifras avanzadas por los medios de comunicación hacen más que duplicarla, mientras que las presentadas por los organismos de seguridad la triplican. Asimismo, la estadística manejada desde Estados Unidos, tanto por medios como por organismos, cuadruplican la media de las estimaciones académicas hechas en México (Gráfico 1). Como era de esperar, el volumen de las cifras resulta inversamente proporcional al rigor metodológico, así como a los intereses objetivos en juego.4 Está por demás decir que, desde la perspectiva norteamericana, al parecer, la culpa del problema se encuentra al sur de la frontera…
Esta problemática situación, con un rango de variación del 400%, “significa que conviene mirar los números con alguna reserva -pero no que sean inútiles o que se pueda prescindir de ellos” (Escalante, 2012: 114), salvo los provenientes de fuentes oficiales del Norte, que de manera sistemática pueden ser desestimados. Ahora, siguen siendo muy escasas las fuentes alternativas de información para estadística delictiva. En el estudio del tráfico de drogas en México, no obstante, existe una notable excepción: se trata del trabajo de investigación realizado por el economista Carlos Resa Nestares, desde la Universidad Autónoma de Madrid, cuya seriedad y profundidad arrojan datos confiables en la materia. Estos últimos, a su vez, contribuyen a deconstruir las premisas del “narco”, empezando con el principal pilar que las sostiene: la relativa importancia económica del tráfico de drogas. En efecto, resulta ser muy difundida la idea del poderío financiero de los grupos criminales, basado en las rentas de los narcóticos, de tal manera que los mercados ilegales participarían sustancialmente en la economía formal y el desarrollo capitalista. Las cifras multimillonarias que lanzan escandalosamente los organismos de seguridad cumplen aquí su principal función, que es la de alimentar todas las especulaciones, fobias y otras fantasías. El capital financiero del tráfico de drogas es la piedra de toque del enemigo “narco”.
En este sentido, la expresión de los “cárteles de la droga” no es más que otro fetiche lingüístico, con el que suele sobreestimarse la capacidad estratégica de mercadeo de los traficantes, así como la solidez organizativa de las redes comerciales que estructuran los mercados ilegales. Por el contrario, la sanción de la ley condena estos últimos a un estado tan lejano de la industria, como cercano al artesanado y la manufactura, mediante unidades de producción y de comercio limitadas, localizadas, no diversificadas, efímeras y fragmentadas. En los hechos, muy lejos del arquetipo mafioso, los grupos delictivos que operan en los mercados ilegales configuran un complejo mundo de medianas empresas del crimen. Es aún más el caso en el tráfico de drogas, ya que, aparte del cultivo, “una vez con la información relevante para introducirse en el mercado, la distribución de drogas es un negocio poco intensivo en mano de obra: el tiempo dedicado a las relaciones públicas y al transporte” (Resa, 2005 a: 637 ), no mucho más. Con ello, no queremos negar la importancia que puede llegar a tener el tráfico de drogas en algunas zonas o para ciertos sectores de la población, a nivel micro-económico, sino el papel que cumpliría para la economía nacional. Como bien lo demuestra Resa Nestares, inclusive en los años setenta y ochenta, en un auge del consumo de drogas, las exportaciones mexicanas, pese al incremento de su valor nominal, no llegaron a constituir más de un 14% de las exportaciones legales, y jamás alcanzaron a representar siquiera el 2% del Producto Interno Bruto (Gráfico 2).
En un primer momento, resulta entonces necesario relativizar el peso económico que suele ser atribuido al comercio de las drogas. En México, este último tiene una larga historia, vieja de al menos un siglo (Astorga, 2016). En los años ochenta, su relativo auge se explica por un complejo conjunto de factores, presentes en tres escalas de análisis. Por un lado, a nivel global, se da un incremento general del consumo de drogas, en particular en el vecino país del norte, mientras que los precios de muchos productos agrícolas sufren dramáticas caídas en los mercados internacionales. Por otro lado, a escala nacional, la imposición de las políticas económicas neoliberales, con la privatización y la apertura al capital transnacional, tiene profundas consecuencias en el campo: la economía familiar-campesina entra en crisis, ya que su producción deja de recibir los subsidios de un Estado keynesiano que está siendo desmantelado; el reparto agrario se da formalmente por concluido; y, el ejido es abandonado a su suerte por el corporativismo oficial. El resultado final yace en la descapitalización del campo mexicano, cuyo corolario radica en el crecimiento exponencial del éxodo rural y sus flujos migratorios.
Además, precedidas por reformas electorales de apertura al multipartidismo, en esos mismos años, las políticas neoliberales de descentralización administrativa provocan la transferencia creciente de funciones y presupuestos al municipio, particularmente favorable para unos ayuntamientos rurales cuyos ingresos habían sido escasísimos hasta ese entonces, lo cual potencia el tradicional papel del municipio como canal institucional de intermediación entre la sociedad local y los niveles superiores de gobierno, frente a un ejido ahora en crisis. A su vez, lejos de garantizar la figura constitucional del municipio “libre y autónomo” (Blancas, 2014), el giro neoliberal va a reforzar el control histórico de los ayuntamientos por las élites regionales y, así, profundizar una tendencia a la municipalización del caciquismo, consolidando la dependencia mutua, tanto de la empresa caciquil con la derrama estatal y los puestos burocráticos, como del control social del Estado con el poder informal de los cacicazgos. Por lo tanto, en la tercera escala de análisis, a nivel micro, “estas reformas del Estado fortalecieron los arreglos locales y regionales de ciertos actores involucrados en el narcotráfico y la política” (Maldonado, 2012: 16 ).
De este complejo cuadro de factores depende el relativo auge del tráfico de drogas en México a partir de los años ochenta. Sus causas son múltiples, estructurales y sobre todo económicas, aunque no solamente. Ante la crisis del campo, y a pesar de los altos costos de una posible represión, las rentas diferenciales de la ilegalidad hacen extenderse los cultivos ilícitos a lo largo del país: “comparando el precio que se le paga al campesino, la marihuana es 16 veces mejor negocio que la vainilla, el producto más caro, o 50 veces mejor que la almendra, el segundo mejor pagado. Con relación al maíz, la yerba se paga cerca de 300 veces mejor” (Resa, 2005 a: 414 ). Sin embargo, dicho auge no deja de ser relativo, pues si “en términos económicos, es evidente la mayor rentabilidad de la marihuana, la amapola o la coca, respecto a cualquier otro cultivo, […] quedarse allí implicaría atribuir a los campesinos sólo un ethos económico y no otro, como si no tuvieran conocimiento de las implicaciones legales, como si sus valores morales no existiesen” (Astorga, 1995: 31 ).
En efecto, mucho más que a los cultivos ilícitos, cuya producción sigue siendo limitada, la falta de oportunidades que padece la fuerza de trabajo en el campo, en realidad, la ha llevado a recurrir a la migración, sea temporal o definitiva, sea dentro o fuera del país. Es así como “el número de productores [de droga], en comparación con el de agricultores, es muy bajo. Incluso en las cifras más exageradas, […] el nivel de empleo proporcionado por la Fiscalía General de la República no representa más allá del 0,4% de la población ocupada” (Resa, 2005 a: 415 ). Además, en términos geográficos, los cultivos ilícitos se han concentrado a nivel nacional en dos grandes regiones, como lo ilustra el mapa de la erradicación de amapola en años recientes (Mapa 1). Ambas regiones han sido las mismas desde los años cuarenta y la Segunda Guerra Mundial. Fuera de ellas, los plantíos son escasos o inexistentes. Se trata, primero, del conocido como “triángulo dorado”, dentro de la Sierra Madre Occidental, en la colindancia de los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango, y, segundo, de la Sierra Madre del Sur, que se estira desde Michoacán hasta Oaxaca, cuyo centro de actividad se encuentra en Guerrero.
El cultivo de la amapola en Guerrero
Hoy en día, Guerrero representa el primer cultivador de drogas entre las entidades federativas, concentrando el 28% de los cultivos ilícitos en los últimos años (2007-2015), por encima del nivel de Sinaloa (21%), Chihuahua (19%) y Durango (18%) (Resa, 2016 a ). El Triángulo del Sol está desplazando al Triángulo Dorado. ¿Cómo ha llegado el estado suriano a tal situación? A contrapelo de la imagen que ve en la atipicidad del “Guerrero bronco” la razón de su histórica miseria, en realidad, “el atraso de la entidad no se debe a una falta de integración al sistema capitalista nacional e internacional sino, por el contrario, a su peculiar forma de inserción” (Estrada, 1994: 16 ). El mejor ejemplo de ello radica en los cultivos ilícitos. Mientras que a nivel nacional, Guerrero ocupa sistemáticamente los últimos lugares en los índices de desarrollo, de manera inversamente proporcional, es notorio su liderazgo en los mercados ilegales. A partir de los años ochenta, con la apertura del Sur al capital transnacional,
“la dependencia de la economía agrícola regional a los mercados internacionales dio lugar a fenómenos bastante inéditos. Uno de los principales, y que se consolidó con particular relevancia, es el narcotráfico […] [que] no puede ser entendido sin la liberalización del mercado regional y la transformación local del Estado asistencial mexicano […]. Los procesos de violencia que hoy día vivimos […] tienen su origen en la forma cómo se articularon la economía regional y el mercado internacional, en un marco donde los márgenes del Estado mexicano terminaron por convertirse en territorios ilegales. […] En este sentido, los márgenes del Estado o territorios de frontera son un producto histórico de la formación de enclaves económicos. No son zonas aisladas naturales, ni espacios alejados de la modernidad; son una consecuencia directa de la diferenciación espacial que construyen las economías mundial y nacional” (Maldonado, 2010: 433 ).
El principal resultado del giro neoliberal para Guerrero radica en la debacle de la agricultura tradicional. Es así como el producto agropecuario estatal, cuyo incremento anual había sido de un 5% promedio en los años setenta y ochenta, empieza a decrecer de manera permanente de 1994 a 2002 (López; Torres; González, 2005), de tal manera que el peso del sector primario en el PIB estatal pasa del 20% que representaba en 1970, a un 8% a inicios del siglo XXI (Altuna, 2001: 75 ). En estas dramáticas circunstancias, en su búsqueda por salir de la crisis y escapar a la pauperización, la disyuntiva en la que se encuentran las familias campesinas es relativamente simple: o es la emigración, o es la ilegalidad. De allí que, además de un masivo éxodo rural, “otro saldo de la adopción de las políticas neoliberales por los rumbos del sur es el vertiginoso auge de la goma. Negocio viejo del cacicazgo serrano tradicional, en tiempos de “reconversión”, el narco-business también se moderniza. […] Guerrero descubre en los sicotrópicos sofisticados una de sus mayores “ventajas comparativas” (Bartra, 2013: 144). Si a esto, añadimos un propicio clima cálido-húmedo, un relieve que dificulta la vigilancia y un régimen comunal de propiedad agraria que torna difusos los controles, todas las condiciones favorables a los cultivos ilícitos parecen converger y reunirse en las serranías de Guerrero.
Ahora bien, y una vez más, ¿cómo medir el alcance del fenómeno? Sobre el cultivo de la amapola en Guerrero, sólo disponemos de las cifras oficiales de erradicación, lo cual no deja de ser problemático, no solamente por las razones que ya expusimos en relación con la estadística delictiva en general, sino también, por la patente manipulación que históricamente ha caracterizado las cifras de erradicación en particular, las mismas que han hecho del Estado mexicano un supuesto campeón de la “lucha anti-drogas” a nivel mundial.5 Además, no existe una relación directa entre erradicación y cultivo, sino solamente indirecta, por el sesgo que introducen los intereses políticos y burocráticos de la represión. No obstante, si bien las cifras oficiales de erradicación no presentan utilidad alguna en términos absolutos, sí pueden tener una en términos relativos, es decir, para comparar cursos generales de evolución y establecer grandes tendencias, ciertamente imprecisas pero parcialmente significativas, sea en el tiempo (entre décadas o sexenios), en el espacio (entre estados, regiones o municipios) o en la misma materia (entre cultivos). Este uso crítico y reflexivo de la estadística oficial indica una primera tendencia en la evolución de los cultivos ilícitos en México, en torno al cambio de siglo: mientras que en la segunda mitad del siglo XX, había predominado el cultivo de la marihuana sobre el de la amapola, a inicios del siglo XXI, este dominio parece invertirse, ahora a favor de la segunda, llegando a representar la adormidera más del 75% de los cultivos ilícitos de todo el país en estos últimos años (Gráfico 3).
En este punto, cabe subrayar la importancia que esta inversión tiene para la posición estratégica de Guerrero. En efecto, desde el inicio histórico de su participación en el mercado de los cultivos ilícitos, la entidad se ha especializado en la siembre de la amapola, siendo la marihuana relegada a una producción relativamente marginal. Por ejemplo, entre 2007 y 2015, en Guerrero habría sido sembrado “apenas” el 3% de la marihuana cultivada en el país, ocupando un noveno lugar entre las entidades federativas. El cultivo de marihuana, más bien, ha sido protagonizado a nivel regional por el vecino estado de Michoacán, y, a nivel nacional, por la región de la Sierra Madre Occidental, particularmente por Sinaloa, estado que por sí solo concentra el 36% del total nacional de erradicaciones en esos mismos años (Resa, 2016 a ). Por lo tanto, la tendencia actual, que marca la llegada de una nueva época de dominio para la amapola (en relación con el auge de sus productos derivados), sólo puede reforzar la posición de Guerrero en el comercio de las drogas ilegales de origen vegetal. Muestra de ello es el peso creciente que tiene la entidad dentro del mercado nacional en términos relativos, es decir, en comparación con otras entidades, como por ejemplo, con el simbólico estado de Sinaloa: mientras que este último presenta una disminución en su cultivo de la amapola entre 1995 y 2011, Guerrero presenta una tendencia contraria, dado que su producción aumenta sustancialmente y su posición estratégica no deja de crecer, llegando a representar a inicios del siglo XXI más de la mitad de la producción mexicana de amapola (Gráfico 4).
Elaboración propia
Fuente (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, s/f: 28)
Resulta significativa la centralidad de Guerrero en la erradicación de plantíos durante las últimas décadas. De 1989 a mediados de 1993, Guerrero ocupa el primer lugar nacional entre las entidades federativas en el número de hectáreas destruidas, representando el 35% del total (Astorga, 2016: 161 ). A lo largo de los años noventa, de 1990 a 2003, más de la mitad (52%) de los cultivos de amapola erradicados en el país corresponde al solo estado de Guerrero (Resa, 2005 a: 448 ), mientras que en los años dos mil, precisamente, de 1997 a 2015, la superficie total acumulada de los cultivos destruidos equivale al 7% de la superficie de uso agrícola, siendo la entidad del país con el mayor índice de superficie agrícola destinada al cultivo de drogas (Resa, 2016a). Por último, en años más recientes, entre 2007 y 2015, de los 91 municipios con una alta tasa de erradicación de cultivos ilícitos (superior a los 250 m² por habitante), 17 son de Guerrero, los cuales abarcan un 37% de la superficie de la entidad y equivalen a una quinta parte de sus municipios. Asimismo, del total destruido en estos 17 municipios, el 96% corresponde con sembradíos de amapola (Resa, 2016b).
Debido a esta especialización en el cultivo de la adormidera, de 2007 a 2015, la mitad de los 50 municipios mexicanos con mayor densidad de cultivos de amapola es guerrerense (Mapa 2),6 la cual también representan la mitad (47%) del total de superficie erradicada en todo el país (Resa, 2016 a ). Como puede apreciarse en el mapa, estos 25 municipios pueden dividirse entre grandes y medianos productores (en rojo oscuro y rojo claro, respectivamente). Corresponden geográficamente con la cadena montañosa de la Sierra Madre del Sur, a lo largo de una franja interior que atraviesa todo el estado. A su vez, esta última se divide claramente en las dos partes que habíamos mencionado en introducción: del lado occidental, la región de la Sierra, en la unión de los vastos municipios de la Costa Grande y la Tierra Caliente, en paralelo con la cuenca del río Balsas que marca la frontera con Michoacán, y, del lado oriental, la región de la Montaña, compuesta por municipios de menor tamaño, algunos colindantes con el vecino Oaxaca, siendo ambas regiones conectadas entre sí con el centro del estado y su capital, Chilpancingo. Finalmente, de estos 25 municipios productores de amapola, un tercio (8) es montañés, al integrar lo que hemos llamado como la otra Montaña Roja.
Cultivos ilícitos, erradicación y violencia
Hablar de cultivos ilícitos no solamente nos remite a la cuestión del tráfico de drogas, sino también a la idea de violencia que, por lo general, suele ser asociada con dicha actividad. En este sentido, Guerrero sería una entidad violenta porque allí se produce drogas. La apariencia explicativa resulta tentadora. Sin embargo, si tomamos como referencia a los 17 municipios guerrerenses con los mayores índices de cultivo de drogas, siguiendo las cifras de erradicación de las últimas décadas, y si los comparamos con las tasas de homicidios registradas en estos mismos municipios, la correlación entre ambas variables, a pesar de ser positiva, en realidad no presenta una significación estadística lo suficientemente relevante como para plantear un vínculo directo entre cultivos ilícitos y violencia (Cuadro 1).
MUNICIPIOS CULTIVADORES | 1990 1999 | 2000 2007 | 2007 2015 | 1990 2015 | TASA DE HOMICIDIO |
---|---|---|---|---|---|
1 Heliodoro Castillo | 52 | 25 | 25 | 35 | Media baja |
2 San Miguel Totolapan | 66 | 27 | 81 | 59 | Alta |
3 Zapotitlán Tablas | 39 | 53 | 77 | 55 | Alta |
4 Leonardo Bravo | 44 | 15 | 22 | 28 | Media baja |
5 Atlixtac | 99 | 39 | 51 | 66 | Muy alta |
6 Acatepec | 28 | 18 | 14 | 19 | Baja |
7 Coyuca de Catalán | 57 | 41 | 110 | 68 | Muy alta |
8 Tlacoapa | 38 | 28 | 18 | 29 | Media baja |
9 Metlatónoc | 40 | 18 | 16 | 26 | Media baja |
10 Ajuchitlán | 50 | 25 | 54 | 44 | Media alta |
11 Zirándaro | 27 | 24 | 54 | 34 | Media baja |
12 Copanatoyac | 110 | 51 | 38 | 70 | Muy alta |
13 Tecpan | 50 | 35 | 74 | 53 | Alta |
14 José Joaquín de Herrera | - | 5 | 13 | 11 | Baja |
15 Coahuayutla | 71 | 45 | 98 | 71 | Muy alta |
16 Canuto Neri | 60 | 29 | 35 | 43 | Media alta |
17 Atoyac | 32 | 38 | 40 | 49 | Media alta |
PROMEDIO | 51 | 30 | 57 | 47 | Media alta |
RESTO DE GUERRERO | 38 | 22 | 54 | 37 | Media |
Elaboración propia a partir de Resa (2016b: 27)
Fuente (SEDENA; INEGI)
En el periodo que va de 1990 a 2015, si bien los municipios cultivadores tienen un promedio de homicidios que es superior a la media estatal (de casi 10 puntos), esta diferencia tiende a atenuarse en comparación con el resto de municipios, los cuales han padecido niveles similares de homicidios en los últimos años (2007-2015). Además, dicho promedio esconde un importante rango (de 60 puntos porcentuales) que separa a los municipios productores entre sí: mientras que unos presentan tasas bajas (2) o medias bajas (5), todas inferiores a la media estatal, otros tienen tasas medias altas (3), altas (3) o muy altas (4). También es de notar que este mismo promedio presenta una evolución típica que sigue el curso general de los homicidios en el resto de la entidad. Es más, la correlación media entre cultivo y homicidio, que haría suponer una relación causal, casi automática, entre producción de amapola y violencia, es contradicha en varios casos particulares, como en los municipios de Leonardo Bravo, José Joaquín de Herrera, Metlatónoc o Acatepec, en los que, pese a un notorio cultivo, la tasa de homicidios es sistemáticamente inferior a la media estatal entre 2000 y 2015. Inclusive, los dos últimos municipios conocen un descenso en los homicidios en el mismo periodo, además de presentar unas de las tasas municipales más bajas en todo Guerrero.
Por lo tanto, la relativa coincidencia entre los cultivos ilícitos y la violencia homicida, en niveles medios, sólo puede explicarse a través de otros factores, adicionales al simple cultivo. Dicho de otro modo, si de manera general, la producción de drogas representa un factor propenso y relativamente proporcional al homicidio, este último no puede explicarse solamente a partir de las actividades delictivas que esta producción requiere, sino de un complejo conjunto de factores. En efecto, mientras que el cultivo de amapola es relativamente viejo en Guerrero, con una importancia que data de al menos medio siglo, y que hasta hace poco, no había sido percibido como un problema de seguridad sino más bien, como uno de índole económica, en cambio, es mucho más reciente el incremento de la violencia relacionada con la incidencia delictiva, por lo que son otros los factores explicativos de este aumento, los que vienen a sumarse al hecho de los cultivos ilícitos. En este sentido, “el comercio de drogas no constituye un elemento al que pueda atribuirse de manera uniforme las diferencias en niveles de violencia existentes en México” (Resa, 2005 a: 599 ). En el Sur, el auge de los cultivos ilícitos se inscribió en un contexto social que ya era de por sí violento. A lo mejor y por lo mucho, contribuyó a exacerbarlo, pero de ninguna manera, a (re)crearlo.
La presentación oficial de una supuesta relación entre cultivos ilícitos y violencia responde más a los intereses burocráticos de los organismos de seguridad pública que a la realidad, en la medida en que invocar a la lucha comercial entre empresarios de la droga (la “pelea por las plazas”), como supuesta causa de la violencia, in abstracto, presenta varias ventajas para las autoridades. En primer lugar, porque la dimensión fatalista que revierten las disputas entre criminales, vistas como irracionales y por lo tanto ineluctables, llega a ser aceptada con cierta resignación y, así, alcanza a justificar en parte la ineficacia de los encargados legales. En segundo lugar, porque la presunción de culpabilidad y el criterio de peligrosidad, que sostienen jurídica y políticamente esta versión de los hechos, aleja a las víctimas de la necesidad de justicia, haciéndolas indignas de toda defensa (en particular, de derechos humanos), convirtiendo en superfluo el debido proceso y, una vez más, eximiendo a los funcionarios de sus obligaciones. En México, esta lógica es agravada por el hecho de que los delitos contra la salud pública sean de fuero federal, lo cual incentiva a las autoridades locales a argumentar la presencia del factor de las drogas para poder declararse incompetentes, pasar el caso a instancias superiores y, de esta forma, ahorrar sus escasos recursos.
Ahora bien, sí existe una correlación positiva más significativa en términos estadísticos, aunque sea de manera general, es la que une a la erradicación en sí con el homicidio, es decir, a la militarización con la violencia. Es así como, a nivel nacional, entre 1998 y 2001, la tasa de sentenciados por homicidio dentro de los municipios de mayor destrucción de plantíos duplica la de los municipios carentes de erradicación, al observar un curso similar al que presenta la tasa de sentenciados por delito contra la salud entre ambos tipos de municipio, esta segunda tendencia gozando al menos de una mayor lógica aparente (Cuadro 2). Es más, entre los municipios más afectados por las políticas militares de erradicación, “la tasa de homicidios casi triplica a la que se registra en los municipios donde no se consigna una actividad tan grande de las tareas erradicadoras” (Resa, 2005 a: 610 ).
Tipo de municipio | Número | Tasa de sentenciados por homicidio | Tasa de sentenciados por delito contra la salud |
De mayor erradicación | 99 | 44 | 82 |
Sin erradicación | 2331 | 23 | 34 |
Fuente: Resa (2005a: 610)
En Guerrero, primera entidad productora de amapola y, por lo tanto, primera víctima de las campañas de erradicación en su contra, no ha dejado de aumentar tanto la presencia numérica de tropas como el nivel presupuestal de las actividades castrenses. Por un lado, tomando como ejemplo el solo año de 1998, “en el estado se han destinado aproximadamente 3000 efectivos para dichas tareas, es decir, cerca de una sexta parte de los efectivos señalados para el combate al narcotráfico en el país se encuentra en Guerrero” (Barrera, 2001: 301 ). Por otro lado, en años más recientes, entre 2007 y 2012, el presupuesto asignado a la Novena Región Militar (correspondiente con el estado de Guerrero) se duplica, pasando de 543 a 1039 millones de pesos (Aguayo; Benítez, 2012), mientras que, de manera paralela, el monto total de las aportaciones federales a la entidad en materias de seguridad aumenta de 291 millones, en 2009, a 571 millones en 2013 (CNDH, 2013). Sin embargo, el intervencionismo creciente del ejército y las demás corporaciones no conduce a la consecución de las metas oficiales, al contrario, “el coeficiente de correlación entre el presupuesto ejercido para la seguridad pública y los niveles de incidencia delictiva fue de 0.6, lo que implica que el incremento del presupuesto ejercido entre 2001 y 2009 no estuvo asociado a un decremento de la incidencia delictiva, ya que ambas variables aumentaron al mismo tiempo, en lugar de mostrar un efecto opuesto” (INSYDE, 2014: 13).
Conclusiones
Resulta difícilmente negable la correlación positiva que existe entre militarización e incidencia delictiva, en general, y entre campañas de erradicación y tasas de homicidio en particular. Si relación hay entre la producción de drogas y la violencia, esta última, más que criminal, es ante todo institucional. Todo cultivo ilícito es sinónimo de violencia estatal. Desde sus mismos orígenes, a inicios del siglo XX, con la adopción del paradigma prohibicionista, el tráfico de drogas “nació a la sombra de intereses del campo político y supeditado a él. Así continuó durante décadas” (Astorga, 2016: 203 ). En México, no cabe duda de que el narcotráfico es un asunto eminentemente político. Más que a los grupos delictivos que operan en el mercado de las drogas, la cuestión de los cultivos ilícitos remite al Estado, sus instituciones y, en particular, a la institución oficialmente encargada de combatirlos: el ejército. En el siglo XXI, “el narcotráfico se convirtió en una máscara para imponer un régimen de orden” (Maldonado, 2010: 359 ). Dentro de este reordenamiento del sistema político mexicano, Guerrero, al igual que en los años setenta, sigue siendo uno de los estados más afectados por el militarismo de la política oficial; antes, por motivo de la guerrilla, hoy, con el pretexto de la droga. De esta manera, a pesar de la naturaleza de los procesos que las distinguen, las dos Montañas Rojas se unen en un mismo destino, cuyo trágico color es el de la sangre derramada por los caminos del Sur.