Introducción
La pareja conceptual de poder y resistencia es una valiosa categoría analítica -sugerida a finales de los años setenta y desarrollada hasta los inicios de los ochenta del siglo pasado, por el filósofo francés Michel Foucault- para pensar los procesos de encuentros, desencuentros y resistencias de las mujeres indígenas en la región de Chimborazo con las estructuras católicas y protestantes. El concepto recurrente para entender los juegos de poder y evitar caer en las perspectivas monolíticas de la dominación, es el concepto de resistencia abordado por Michel Foucault (2008). Es una de las categorías teóricas que guía el desarrollo del presente trabajo.
El texto analiza cómo el discurso religioso juega un papel preponderante en la construcción de las subjetividades e identidades femeninas y masculinas de los conversos. Uno de los instrumentos centrales en la fabricación de subjetividades es el lenguaje y el discurso protestante y católico. Estas nuevas producciones en las subalternidades al interior de las comunidades religiosas tampoco han estado libres de contradicciones; en muchos casos se han dado en procesos de resignificación de las prácticas e ideologías religiosas a partir de los propios referentes culturales y, en otros, han sido parte de la imposición de nuevos valores culturales vinculados a las ideas de “progreso” y “modernidad” propagadas por los misioneros protestantes.
El trabajo analiza también la constitución social y religiosa de las mujeres kichwas de Chimborazo y cómo estas mujeres aprovechan los espacios rituales de cantos y danzas “cristianas” para transgredir los dispositivos de poder, constituyéndose en una acción política que cuestiona y deslegitima el orden establecido. Dicho de otra manera, el texto analiza tanto las acciones estructurales como la agencia de las sujetas indígenas en ambos grupos religiosos, sin entrar en discusiones teóricas feministas, ni siquiera en la teología de la liberación feminista.1 un tema a tratarse en otro artículo.
A manera de contextualización, la investigación fue ejecutada en Ecuador, entre la población kichwa hablante de la provincia de Chimborazo. Ecuador tiene una población de 14,306,876 habitantes de acuerdo al último Censo de Población y Vivienda de 2010. La población indígena y la afroecuatoriana crecieron, según los datos de dicho censo. En el primer caso, los indígenas suman 1,108,176 y los afroecuatorianos llegan a 1,041,559 personas, esto es 437,550 más que en el censo de 2001. De acuerdo con las explicaciones de Jorge García, Subdirector del Instituto Ecuatoriano de Estadística y Censo (INEC), las provincias en donde se ubican los indígenas son Napo, Pastaza, Morona Santiago (Amazonía), Cotopaxi y Bolívar (Sierra centro). García explicó que los cantones con mayor población indígena son Taisha (Morona Santiago), con el 95% del total local, seguido de Arajuno (Pastaza) con el 94,7%.
Chimborazo tiene el 3,1% de la población nacional. Se estima que 236,124 habitantes, es decir, el 58% de la población de Chimborazo, son indígenas, una de las provincias con mayor número de indígenas en el país. El 39,09% de la población chimboracense reside en el sector rural. Es decir, la población rural se compone de 271,462 personas y la urbana de 187,119. De acuerdo al último censo de 2010, la población total en esta provincia es de 458,581, de la cual 239,180 son mujeres (47.2%) y 219,401 hombres (52.8%).
En términos teóricos y metodológicos se partió de un cuestionamiento a la investigación ventrílocua, una visión claramente eurocéntrica, “pues al ser los etnógrafos los poseedores de la ciencia pasaron a constituirse en las ‘voces del nativo’, la voz del ‘otro’” (Guerrero, 2002, p. 14); porque -de acuerdo al trabajo de campo- “las voces de los indígenas sin o con los investigadores-académicos, están ahí. Probablemente, a la gran mayoría de los indígenas no les interese lo que escriban y digan los investigadores” (María Guamán, directora de coro católico, docente), sino lo que ellos hacen y dicen sobre sí mismos. Posiblemente aquí encaje el planteamiento de Michel Foucault: “es que las masas no tienen necesidad de ellos (intelectuales) para saber; saben claramente, perfectamente, lo saben mucho mejor que ellos; y lo dicen extraordinariamente bien. Pero existe un sistema de poder que obstaculiza, que prohíbe, que invalida ese discurso y ese saber” (2010, p. 434).
En estos procesos de cambios y cuestionamientos teóricos y metodológicos me obligué a replantear la metodología de investigación y mi relación con los actores sociales con quienes trabajé. Para este posicionamiento fue interesante acoger las sugerencias de algunas antropólogas (Hernández, 2008) de romper con las perspectivas tradicionales de la investigación antropológica que concebía a los pueblos indígenas como meros “objetos de estudio”, sobre los que había que teorizar desde la academia distante y apolítica. Por lo tanto, fue indispensable mi posicionamiento como investigador y como kichwa hablante, haciendo un trabajo de campo etnográfico colaborativo y militante, considerándolos intelectuales, sujetos activos y constructores de su propia historia. Fue una investigación emic y no etic. La mayoría de las entrevistas, testimonios, discursos fueron registrados en la lengua kichwa, no por el interés del investigador sino porque así lo ejecutaron quienes contribuyeron en la investigación. Las transcripciones fueron largas y arduas, a la vez enriquecedoras. Traté de no centralizar las entrevistas a los líderes visibilizados (quienes ostentan y ostentaron el poder), tomando en cuenta, también, a la gente de a pie.
Reconozco que mi trabajo académico no es sólo producto de una curiosidad intelectual, sino que está guiado por mi compromiso político con el pueblo kichwa, y por mis cuestionamientos a la (re)producción de relaciones de poder al interior de las iglesias. De esta manera quiero evitar crear una distancia con los actores kichwas de modo egoísta y paternalista (González, 2003). En este marco de reflexión, destaco que la investigación es consecuencia del permanente acompañamiento y de los múltiples diálogos con los indígenas católicos y protestantes. No creo haberme focalizado en una investigación sumativa, sino formativa.
Los espacios religiosos como campo de lucha
En este apartado me interesa leer, interpretar y entender la conducta de los subalternos frente a las diferentes prácticas y discursos de los pastores, sacerdotes, catequistas, diáconos. Se propone analizar no solamente los impactos estructurales sino también la agencia de las mujeres indígenas, tanto en el protestantismo como en el catolicismo; tomando en consideración que el poder nunca es enteramente controlado por alguien, a cada instante se diseñan nuevas salidas en los juegos de poder. Dicho en palabras de Michel Foucault (2014, p. 77): “En realidad, las relaciones de poder son relaciones de fuerza, enfrentamientos, por lo tanto, siempre reversibles. No hay relaciones de poder que triunfen por completo y cuya dominación sea imposible de eludir”. Siempre habrá alguna forma de protestar contra el monopolio patriarcal sobre la vida de las mujeres (Fuentes, 2013).
De acuerdo al trabajo de campo etnográfico, la Iglesia católica de Licto ha intentado romper con las formas jerárquicas y colonizadoras que había caracterizado al catolicismo durante siglos. En este sentido, la llamada “Iglesia de los pobres” ha representado una ruptura con las prácticas coloniales que habían prevalecido en la relación entre los sacerdotes no indígenas y feligreses kichwas. Algunos sacerdotes manejan un discurso respetuoso y una relación fraternal con los catequistas, al menos en las reuniones mensuales: al favorecer un ambiente de diálogo respetuoso, la agenda de actividades es sometida a consideración de los catequistas, las reuniones y las misas se desarrollan tanto en kichwa como en castellano; no obstante, de estos gestos de cambio, en las iglesias locales aún no emergen ecos significativos de las mujeres indígenas. De acuerdo a la investigación de campo la participación de la mujer en calidad de catequista es casi nula. Dentro del ámbito de mi estudio, de las 54 comunidades indígenas no aparece ni una sola mujer con el rol de catequista titular, sino de dos mujeres como asistentes de sus esposos catequistas, porque sus cónyuges migraron a las ciudades en busca de un salario o porque asistieron a las reuniones en otras organizaciones. Corre la misma suerte en la estructura administrativa de las comunidades. A esta restringida o nula participación de la mujer en los escenarios de toma de decisiones se le puede atribuir al rol reproductivo.
Paralelamente, las mujeres indígenas en las Iglesias protestantes han sido bloqueadas, limitadas en los niveles de administración y de toma de decisiones clave. Hasta ahora, la organización de pastores en el Ecuador, filial a la Unión Misionera Evangélica (UME), cuenta con aproximadamente 400 pastores en todo el país. En esta tabla numérica no aparece ni una sola mujer indígena pastora. Es más, de acuerdo al registro de campo no aparece una organización o asociación de mujeres indígenas católicas o protestantes para reivindicar, específicamente, los derechos de las mujeres, o para reflexionar sobre la incursión de las mujeres indígenas en la política pública, o para demandar sus derechos laborales, o para reivindicar los derechos sexuales o reproductivos.
En este sentido, las mujeres indígenas no alcanzan ninguna participación de dirección en las Iglesias católicas y protestantes. Uno de los espacios privilegiados de participación e intervención de las mujeres kichwas hablantes son los roles de cantoras y danzantes, aunque también son acciones que desestabiliza al núcleo de poder en el que “cantar y bailar”, como parte del colonialismo interno, estaba restringido a los dispositivos masculinos (Díaz, 2013).
La estructura patriarcal de la familia es reforzada en ambos espacios religiosos. No cabe duda que el hombre es la cabeza de la familia, pero en su ausencia por causa de migración a grandes ciudades del país, quien lo sustituye temporalmente es la esposa. El aumento de la migración masculina en la región ha venido a desestabilizar las jerarquías masculinas que prevalecían en las familias católicas y protestantes. En ausencia del varón, las mujeres se encargan de hacer las veces de sus cónyuges, cuidar a sus hijos, a los animales, asistir a los cultos, misas y reuniones comunitarias. Los trabajos duros son ejecutados recurriendo a los valores indígenas2 llamado rantichi o rantinpak. Esta categoría es conocida en el castellano como “mano prestada” o “presta mano”, es decir, se pide el apoyo de algún integrante masculino de otras familias.
Ciertamente, ambas Iglesias han promovido procesos constantes de reflexión, apertura y revisión continua sobre ciertos espacios de participación de las mujeres, pero a la vez, estos espacios son muy limitados y reflejan la existencia de jerarquías disímiles entre hombres y mujeres. Por ejemplo, la no existencia de mujeres indígenas catequistas y pastoras en la región de Chimborazo hace notar la crisis o negación de espacios de poder y toma de decisiones en ambas Iglesias, a pesar de la expedición de la Constitución3 de 2008, que establece el principio de paridad en candidaturas electorales,4 instancias de dirección y decisión en el ámbito público, administración de justicia, organismos de control y en partidos políticos. Si aún no existen pastoras y catequistas, las Iglesias siguen escapando de las exigencias y postulados constitucionales; aunque las mujeres indígenas hábilmente “aprovechen” otros espacios para cuestionar, resignificar, negociar el poder de las Iglesias católicas y protestantes.
En el siguiente apartado analizo los espacios y la manera de participar de las mujeres indígenas en ambos espacios religiosos, pero antes y con fines ilustrativos dejo sentado algunos datos nacionales publicados por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Según el INEC, las mujeres ocupan funciones y profesiones que tenían mayor participación masculina. Por ejemplo, en el 2001 tan sólo 64 mujeres contaban con títulos universitarios en física y en el 2010, esa cifra ascendió a 1,125 mujeres. Además, muchas de ellas prefieren las profesiones científicas e intelectuales, pues el 53.3% de estos profesionales son mujeres. En el ámbito laboral, la población femenina se incrementó dentro de la población económicamente activa en un 80% entre el 2001 y el 2010. Insisto en las preguntas que serán tratadas en las siguientes secciones: ¿qué está ocurriendo con las mujeres indígenas, sobre todo en las Iglesias católicas y protestantes? ¿Cuáles son los espacios de participación? ¿Qué papel tienen actualmente las mujeres en los procesos religiosos de sus iglesias?
Por otro lado, se evidencia la relación de la Iglesia con el pueblo indígena católico en permanente divergencia y convergencia, rechazo y aceptación, negociación y confrontación; en otras palabras, se desenvuelve en un contexto de “estiras y aflojas”. Incluso, en zonas con fuertes trayectorias organizativas, la hegemonía del Estado es cuestionada pero también negociada de forma permanente:
La experiencia de la policía comunitaria cuestiona en la médula el llamado “estado de derecho” mostrando su carácter obsoleto y la incapacidad del Estado mexicano para responder a la demanda de los pueblos indígenas.
Mientras “los comunitarios”, buscan construir nuevas relaciones con el Estado basadas en la autonomía y el respeto, el Estado busca reproducir nuevas formas de subordinación y control, envueltas en la retórica del reconocimiento multicultural, lo cual va en sentido contrario a los avances que se dan en otros países de América Latina y los derechos indígenas establecidos en la legislación internacional (Sierra, 2009, p. 2).
En el caso que analiza Teresa Sierra pareciera existir limitaciones, debilidades del Estado en cubrir todos los espacios, y esos espacios “vacíos” son tomados y/o rellenados por las comunidades. Más allá de esta discusión, lo cierto es que Sierra visibiliza en su análisis la agencia de las personas como también los impactos estructurales, que pueden ayudar a entender “el estiras y aflojas” entre los miembros de las Iglesias católicas y protestantes. Ciertamente, la hegemonía religiosa funciona fundamentalmente con la filtración de valores, prohibiciones, normas, costumbres, comportamientos dominantes; aunque estos dispositivos, en términos de negociación, no son receptados con pasividad, generando de cierta manera crisis de hegemonía, porque tiende a reducir la estabilidad. Es decir, “negocian, confluyen, encuentran y forjan puntos de convergencia, disienten, mantienen sus desacuerdos, en ocasiones frágiles y estrechos y en ocasiones duraderos y amplios” (González, 2003, p. 33). Desde esta perspectiva, el campo protestante y católico en las comunidades indígenas es un espacio de juego y de lucha. La historia de este campo es la historia de sus luchas (Luque, 2002).
Etnografía de los “coros” protestantes y católicos
Los cantos y la música religiosa se han convertido en espacios de participación de las mujeres indígenas protestantes y católicas. Una de las estrategias más importantes de las mujeres indígenas para presionar y cuestionar a la estructura colonial y neocolonial de la jerarquía católica que las excluye, ha sido la apropiación de los espacios rituales de música y danza. Siguiendo la propuesta analítica de Víctor Turner (1980) se podría decir que el ritual se presenta como una antiestructura, porque subvierte la estructura social y jerárquica, porque socava la estructura religiosa. Sin embargo, estos cuestionamientos de las mujeres indígenas católicas a la hegemonía de las Iglesias, no se dan al margen5 de la institucionalidad y de sus dispositivos.
En estos espacios rituales también se ponen en circulación distintos símbolos de la identidad indígena: los trajes tradicionales, las banderas de las Iglesias, los nombres bíblicos de los coros. Se puede decir que estos escenarios se han constituido en una de las estrategias de inclusión y reconocimiento de las identidades kichwas, una alternativa ante el silenciamiento y la exclusión social convirtiéndose en la encarnación del “pueblo virtuoso” (De la Torre, 2003). Las cantoras en ambos grupos religiosos se presentan como una expresión de vanguardia generando un sinnúmero de valores, tradiciones y prácticas culturales, y con ello van configurado una matriz de singulares identidades socio cultural religioso (Guzmán, 2004).
La participación de los coros femeninos en ambos grupos religiosos puede ser interpretada como una demanda de reconocimiento y una disputa ante la hegemonía de los espacios masculinos. Sus vestimentas son elegantemente empleadas y alternadas con el traje kichwa “antiguo” y “actual”. Algunos coros se incorporan bailando desde la entrada de la tarima y a su vez, una música de fondo los acompaña. Los coros son integrados hasta de treinta mujeres de diferentes edades. Al llegar a la tribuna sus miembros saludan inclinando la cabeza hacia delante al ritmo de aplausos de sus “hermanos” presentes. Sus bailes y cantos armoniosos dan cuenta de los largos procesos de preparación. La presencia de varias mujeres en la tribuna puede ser entendida como una acción colectiva, en el sentido de que “la mayoría de acciones colectivas realmente consisten en episodios de conflicto y de cooperación, dichos episodios comprometen a los participantes que no actúan juntos de modo rutinario y/o emplean medios de acción distintos a los que adoptan para la interacción cotidiana” (Guzmán, 2004, p. 37).
De acuerdo al trabajo de campo, algunas “hermanas” (término para relacionarse entre protestantes), parecían escapar del orden establecido por el coro, expresando el paso más movido o posiblemente porque ése es el espacio y el momento apropiado para bailar y demostrar sus dotes y aptitudes. Los coros se constituyen en uno de los espacios donde las mujeres ejercen cierta libertad para expresar sus cualidades, sus discursos, sus resistencias, sus acomodaciones, sus negociaciones. Las mujeres asisten a estas manifestaciones religiosas, a fin de agradecer y hacer plegaria, dar tiempo a la fe y esperanza, un tiempo para participar y dirigirse a todos sus “hermanos” asistentes, según las entrevistas. Este grupo de cantoras comparten signos, representaciones, imaginarios y otros componentes que las identifican entre sí y las diferencian de cualquier otro colectivo. “En el contexto de la acción colectiva, los símbolos representan elementos que aglutinan al grupo en torno a la lucha de una identidad, reconocida y digna de ser vivida” (Guzmán, 2004, p. 39). Se observa en sus participaciones que el canto y el baile de las mujeres “atraen” la atención y consideración de sus “hermanos”, reciben los aplausos de sus hijos y esposos. En estos espacios religiosos (re)producen un profundo impacto democratizador, pues se amplían las posibilidades de participación femenina, que muchas veces se encuentran limitadas por la prevalencia de jerarquías de género.
Evidentemente, “cada lucha se desarrolla en torno a un centro particular de poder” (Foucault, 2010, p. 439) y en esta perspectiva los cuestionamientos de las mujeres indígenas estarían en torno a una determinada iglesia y en torno a esos innumerables pequeños focos que van desde un jefecillo, un diaconado, un catequista, un pastor, un sacerdote, hasta un obispo. Se puede decir que “es una lucha, que constituye una primera subversión del poder, es un primer paso en función de otras luchas contra el poder” (Foucault, 2010, p. 439). La agencia de las mujeres católicas y protestantes en calidad de cantoras es una de las formas subversivas de poder:
Y si designar los núcleos, denunciarlos, hablar públicamente de ellos, es una lucha, esto no se debe a que nadie sea consciente, sino que hablar de ellos, forzar la red de información institucional, nombrar, decir quién ha hecho algo, qué hizo, designar el blanco, constituye una primera subversión de poder, es un primer paso en función de otras luchas contra el poder (Foucault, 2010, p. 439).
Aunque estas formas de resistencia de los subalternos han sido cuestionadas por autores y una de ellas, Chakrabaty Spivak señala que “Deleuze y Foucault caen en una especie de esencialismo utópico porque suponen que en las simples manifestaciones de los subalternos ya se hace explícito su lenguaje y sus intenciones políticas” (Spivak, citado en Figueroa, 2004, p. 105). Sin embargo, en el presente análisis resulta sugerente la propuesta de Michel Foucault, puesto que permite reconocer las formas simbólicas en que se trastocan los discursos del poder.
Si nos servimos de la cartografía foucaultiana, la inclusión de algunos elementos indígenas en las misas, en las conferencias evangélicas, en las convivencias católicas y éstos llevados por mujeres, niñas y niños, como la espiga de trigo puesta en un cántaro, un puñado de tierra en una vasija de barro como sinónimo de “madre engendradora y protectora”, se constituirían en una de las formas de lucha simbólica, por la democratización del poder, por la construcción del sentido. Porque las relaciones de poder suscitan necesariamente, exigen a cada instante, abren la posibilidad de resistencia, y porque hay posibilidad de resistencia y resistencia real, el poder de quien domina trata de mantenerse con mucha más fuerza, con mucha más astucia cuánto más grande es esa resistencia (Foucault, 2014, Deleuze, 2014 [1986]).
De cierta manera, estas prácticas de vida de las mujeres pueden contribuir a “moldear” las prácticas religiosas de regulación y disciplinamiento que constituyen aquello que se llama iglesias católicas y protestantes. Estas acciones colectivas de las mujeres, pueden ser parte del proceso de descentramiento y el desprendimiento del colonialismo interno y externo; es decir, desprenderse de formas de pensar, de sentir, de actuar (Mignolo, 2010). Aunque no se trata de rechazar o desconocer los aportes de algunas iglesias específicas sino de subsumirlos en las historias locales.6
Etnografía de las danzas católicas y protestantes
En este apartado describo y analizo comparativamente el papel simbólico y comunicativo que tienen las danzas católicas y protestantes. Estos espacios rituales tratan de dar cuenta la manera como las danzas se constituyen en un espacio comunicativo de “algo” y en un lugar de interacción. Desde esta perspectiva a las danzas católicas y evangélicas se les puede considerar como un lugar de comunicación o “locus de enunciación” (Restrepo, 2005). Este lugar de comunicación (danzas religiosas), constituido en “ceremonia” revela las manifestaciones cotidianas de la dominación y la subordinación (Scott, 2007 [1990]).
Las danzas evangélicas y católicas operan en la misma lógica; a simple vista, parece difícil distinguir a la una de la otra: las vestimentas son las mismas, participan solamente las mujeres y los símbolos portados como el cántaro, la cebada, los platos de barro, el wanku, son los mismos. Portan el clásico sombrero de lana apelmazada, originalmente blanco y de copa redonda. Las señoritas generalmente combinan las ropas “tradicionales” y “actuales”, aunque la primera, en la vida cotidiana, ha sido sustituida por la actual. Por el atuendo tradicional se entiende al que es tejido en los telares de cintura y manual, utilizando la lana de borrego transformada en hilo, posteriormente tinturada con el color deseado. Mientras los trajes “actuales” son comprados en telas y posteriormente bordados. Sobre sus hombros se envuelven con una bayeta tejida en forma rectangular, generalmente tinturada con colores vivos, la cual es sujetada en la dirección del pecho con un llamativo prendedor llamado tupu. El tupu, en la parte superior contiene símbolos humanos y animales. Las camisas son largas (de cuerpo entero) bordadas en las mangas y en los cuellos con seres de la naturaleza. El anaco negro7 se envuelve y sujeta con una faja ancha tejida manualmente. A lo largo y ancho de la faja aparecen figuras de los seres de la Pachamama.
En la parte central de las chankallis se encuentra bordado un gran sol. La chakalli de colores fosforescentes, tejida en el telar manual, se inserta dentro de la faja que sujeta el anaco. Esta prenda indígena se extiende en forma perpendicular sobre las dos piernas y rodillas.
El mensaje de la danza protestante de la UME tiene una expresión particular, por ejemplo, se dramatiza cómo un esposo borracho y machista “maltrata” a sus hijos y esposa. La dramatización presenta un marido “no cristiano” agrediendo a su esposa. De acuerdo a mi observación participante, en la tarima, el borracho grita, se acuesta sin importarle el sufrimiento, el frío, el hambre y las lágrimas de su esposa. Esta esposa herida en el alma y el corazón aparece con un bebito en su espalda y con el otro en su brazo. En ocasiones es empujada “contra” el suelo. La esposa lanza una serie de súplicas y pedidos: “¡Vamos a la casa! ¡No te acuestes en este frío!” Mientras se exhibe este hecho, el que anima el evento, dice: “así era antes, cuando éramos católicos. El marido se orinaba en el pantalón, maltrataba a su mujer. Verán señoritas ustedes no deben vivir así, muchas señoritas van por el rumbo equivocado.”
La dramatización concluye cuando el borracho se convierte en “cristiano”,8 un sujeto “nuevo” en actitud, alma y cuerpo. “El nuevo sujeto genera paz en el hogar, respeta a sus hijos y a su esposa”, es el mensaje y promesa de los protestantes. El borracho sustituye la botella de licor por una Biblia. El “cristiano” lee la Biblia junto a su familia. Evidentemente, el protestantismo “intenta” exhibir un sujeto reconstruido o reformado, pero en oposición al catolicismo. Las danzas y las dramatizaciones parecen acoger exclusivamente a las jóvenes y niñas, mientras en los coros, como se había descrito en la sección anterior, si bien casi en su totalidad son mujeres, participan sin importar la edad.
Como se describe en este apartado, el modus vivendi y operandi de los indígenas son presentados, también, en los espacios rituales religiosos católicos y evangélicos. En ambos grupos religiosos, el empleo de las indumentarias rituales tiene un fin identitario y de reivindicación cultural. En estas escenas religiosas se (re)producen el sincretismo religioso; es decir, toman elementos propios del catolicismo o del protestantismo para hacerlos propios, pero también manifiestan sus tradiciones y cultura como la cosecha, aunque esta última actividad ya se está perdiendo en algunas comunidades afectadas, entre otros factores, por la migración. Estos eventos rituales fabrican, por un lado, sujetos católicos y protestantes y, por otro, sujetos indígenas, kichwas hablantes.
Los espacios rituales permiten también a las mujeres entender la forma como opera la patriarcalización9 desde los catequistas, pastores y sacerdotes. Ellas saben por quiénes y cómo están controladas, vigiladas, gobernadas, y este entendimiento hace que en ambos grupos religiosos no haya un “consenso ideológico” sino un campo de lucha (Roseberry, 2007); aunque desde la estructura religiosa “dirigen intelectual y moralmente, educan a las clases y grupos sociales filtrándoles formas de pensar y de vivir determinadas. Dicho en otras palabras, filtra los ideales, los valores, las normas, las costumbres y los comportamientos dominantes” (González, 2003, p. 25). Más allá de reducir estas relaciones de poder a una simple oposición entre controlados y controladores, dominados y dominantes (Gledhill, 2000; Restrepo, 2005) hay que ponderar los encuentros multidimensionales de los individuos o grupos subalternos con los pastores o catequistas, tomando en cuenta los diferentes niveles de complejidad y en términos de proceso. De acuerdo con Foucault (2014, p. 77), “estamos en lucha en todas partes - existe en cada instante la rebelión del niño que, sentado en la mesa, se hurga con el dedo la nariz para fastidiar a sus padres: ésa es, si se quiere, una rebelión, y en cada instante pasamos de rebelión a dominación, de dominación a rebelión”.
Subjetividades contradictorias
Las mujeres indígenas católicas y protestantes no sólo se articulan en los parámetros de cuestionamientos, oposición al poder de las Iglesias, sino que también negocian y “acomodan” dentro de la misma Iglesia que ellas cuestionan. Estas negociaciones y “acodamientos” se mueven en un escenario de ambigüedad y contradicción. Por un lado, reclaman más espacios, mayor participación y coordinación. Por el otro lado, “no” aceptan propuestas de ejercer cargos de catequista: “Otro día, el padrecito me dijo: ‘sabes qué Gladys, hazte catequista’. Yo de catequista, es una magnífica propuesta, pero a veces en el hogar tenemos errores, no tenemos un hogar bien formado porque hay que dar buenos ejemplos a los jóvenes, por eso no acepto” (Gladys Yantalema, cantora y dirigente indígena). En la aspiración de ser designada catequista parecen experimentar ciertas ambigüedades y contradicciones en sí misma.
Las mujeres reconocen su capacidad de asumir mandos intermedios y de hecho dirigen los grupos de danzas y coros, aspiran tomar puestos de corte administrativo y de decisión; sin embargo, sienten y viven crisis de apoyo de sus cónyuges, así como las limitaciones estructurales que imponen las jerarquías sociales de género, como es el hecho de que las mujeres desde su infancia están en desventaja con los hombres ya que en muchas familias se prioriza la formación académica de los varones y no de las mujeres y, por lo tanto, el nivel de escolarización es muy bajo, aunque actualmente parece estar cambiando esta forma de privilegiar la educación solamente a los varones.
Los testimonios descritos también pueden ser examinados a la luz del concepto de hegemonía de Gramsci; es decir, lejos de configurar pasividades, pueden entenderse como campos de lucha en donde convergen, confrontan y divergen las prácticas de dominación y resistencia, evitando “representar como una persona sin control sobre su propio cuerpo, atada a la familia, al trabajo doméstico, ignorante y pobre, y este concepto monolítico es una forma de colonización” (Spivak, 2006, p. 25).
El lenguaje también es una fuente e instrumento en la producción de subjetividades o modos de subjetivación a las mujeres indígenas desde las Iglesias católicas y protestantes.
Instrumento disciplinar para moldear los cuerpos como parte de una formación; fuente interior de conocimiento y gobierno de sí mismo como sujeto singular. El lenguaje funciona como un instrumento para fabricar individuos y también es parte de la construcción de los sujetos. Es al mismo tiempo formativo y performativo (Morresi, 2005, p. 8).
Los discursos religiosos en torno al deber ser femenino y masculino de las Iglesias católicas y protestantes construyen subjetividades contradictorias, por un lado, mujeres con conciencia de derechos de participación en ciertos escenarios, pero por otro, promueven la sumisión femenina y la dominación masculina en la vida cotidiana. La escasa participación de las mujeres en las organizaciones comunitarias y religiosas, y su limitada representatividad son el reflejo de las desigualdades que se reproducen entre hombres y mujeres indígenas católicas y protestantes en la vida cotidiana y de sus iglesias y comunidades.
El discurso religioso juega un papel preponderante en la construcción de subjetividades y de identidades femeninas y masculinas de los conversos; por tanto, es importante recalcar la efectividad del lenguaje como dispositivo que nos atraviesa y nos constituye como sujetos y sujetas. Los discursos de los pastores y de los catequistas funcionan como constructores de las subjetividades. Desde esta perspectiva, los micropoderes religiosos se han vuelto gobiernos de la invidualización y constructores de nuevas subjetividades y esos micropoderes son los cultos, reuniones informales, convivencias, retiros. El biopoder de las Iglesias construye subjetividades indígenas controladas, disciplinadas. Parafraseando a Benedetto Fontana (2004), se diría que ambos grupos religiosos son educadores, es decir, son una fuerza moral, intelectual y cultural que se extienden en todo el grupo evangélico. De acuerdo con mi trabajo de campo, el catolicismo y el protestantismo en la región de Chimborazo cumplen también el rol de “moldear el comportamiento social”; ambos grupos religiosos se constituyen en una fuerza moral, espiritual y cultural que circulan no solamente en el campo educativo, sino por todos los niveles y espacios. Ambos grupos religiosos contribuyen a la producción cultural, étnica y política, asumiendo “que la forma dominante de la producción contemporánea, que ejerce su hegemonía sobre las demás, crea bienes inmateriales tales como ideas, conocimiento, formas de comunicación y relaciones” (Negri y Hardt, 2004, p. 214).
En la Iglesia católica, los y las catequistas, hombres y mujeres laicos tienen acciones muy limitadas. En términos de decisiones, la dependencia que tienen los catequistas y laicos frente a la estructura eclesiástica católica es casi total. Mientras, en la Iglesia evangélica, aunque existen mayores espacios de participación para las mujeres, el discurso religioso se empeña en construir subjetividades femeninas sumisas ante Dios y ante el control masculino, disponiendo reglas de cómo orar, en dónde orar y memorizar las citas bíblicas. En este espacio, el nivel de formación escolarizada no parece un obstáculo para la participación religiosa. La Iglesia evangélica tiende a construir una subjetividad en la que la identidad femenina esté marcada por la identidad de “madre” y el “deber ser” que se vincula con la comunidad.
La mujer protestante es “buena ciudadana” siendo previamente una “buena cristiana” y una “buena madre”, y tiene la posibilidad de “protegerse” en los mensajes de los pastores, desestabilizando los mecanismos rutinarios de control total sobre las mujeres. No obstante, que el “deber ser femenino” que promueven las iglesias protestantes es de sumisión y obediencia, vemos que paralelamente se abren nuevos espacios de participación y se crean nuevas subjetividades que influyen mayor participación en los espacios religiosos. Vemos surgir entre las mujeres kichwas evangélicas nuevas subjetividades femeninas que son generadoras de nuevos hábitos y disposiciones corporales como “hablar alto”, defender criterios en público, ocupar mandos intermedios en la dirigencia comunal.
Concluyo con la mención de que la subjetividad es un proceso social de generación constante. Cuando un jefe le grita al obrero en la fábrica, cuando un docente dispone hacer una u otra tarea a sus estudiantes, cuando un sacerdote o pastor sugiere qué hacer o no hacer, se está formando una subjetividad. Las prácticas materiales dispuestas para el sujeto en el contexto de las instituciones (sea arrodillarse para rezar, sea mirar a sus discípulos con gesto de enojo) son los procesos que producen la subjetividad (Negri y Hardt, 2002). Por lo tanto, al ser la subjetividad una construcción social, religiosa, educativa, no es irreversible ni infranqueable.
Conclusiones
La identidad kichwa es reivindicada constantemente por las y los conversos indígenas, pero combinan equilibradamente tanto la identidad “evangélica cristiana” como la cultural y étnica. No obstante, las identidades se desplazan de manera distinta e híbrida. Se trata de una reivindicación cambiante y contextual de la identidad cultural, es decir, dependiendo del contexto social y político se autodefine como evangélica o como indígena kichwa. La identidad kichwa en ocasiones es compartida o negociada por las generaciones que en un tiempo implantaron su nueva religión.
En ambos grupos religiosos, protestantismo y catolicismo, existe un mundo de comportamientos, diálogos, encuentros y desencuentros. En este ámbito de comportamientos en las Iglesias, se constata cómo los diferentes operadores de la dominación se apoyan unos en otros, remiten de unos a los otros, en algunos casos se refuerzan y convergen, en otros se niegan o tienden a anularse, imprimen orden a la multitud. Es decir, el protestantismo y el catolicismo indígena en Chimborazo están siempre hablando de mil maneras, en sus hogares más moleculares y en la multitud kichwa. Parafraseando a los autores Michael Hardt y Antonio Negri (2002) se diría que el poder susurra los nombres de las luchas con la intensión de inducirla a la pasividad; sin embargo, las mujeres de ambos grupos religiosos de Chimborazo, en los diferenteshogares moleculares del poder microfísico (Foucault 2007, 2008 [1981], 2009 [1975], 2010), también responden, negocian, resignifican, (re)producen el campo de batalla, gestan “luchas biopolíticas, luchas por la forma de vida” (Hardt y Negri, 2002, p. 66), revitalizan la lengua kichwa, resignifican los espacios rituales, etcétera.
A la luz de Hardt y Negri, se argumentaría que los sujetos subalternos indígenas de Chimborazo expresan “un nuevo panorama de diferentes actos racionales: un horizonte de actividades, resistencias, voluntades y deseos que repudian el orden hegemónico, proponen líneas de fuga y forjan itinerarios constitutivos alternativos” (2002, p. 60).
En referencia a la construcción de la subjetividad, se trata de un proceso social constante de generación, que se da en el campo de las fuerzas sociales y religiosas, encontramos que tanto en católicas como evangélicas se están reconstituyendo permanentemente las identidades indígenas. Estas subjetividades se reconstituyen en el marco de diálogos de poder. Por ejemplo, cuando un pastor o evangelista restituye a un miembro, cuando un catequista confiesa, cuando un pastor predica a sus feligreses, se está formando una subjetividad.
La religión cumple funciones ambiguas y contradictorias; por una parte, puede ser empleada para el ejercicio del poder, para reproducir las desigualdades sociales, para ejercer la violencia simbólica. Por otra, es presentada como un instrumento de liberación, de alianza con los subalternos que buscan la reivindicación.