Introducción
En septiembre de 1929 a pocos meses de haber terminado la guerra cristera, el episodio más violento del conflicto entre la Iglesia y el Estado mexicano (Meyer, 2008), el arzobispo de Morelia y delegado apostólico de México, Leopoldo Ruíz y Flores, externó al periódico El Universal su preocupación por la relajación de las “costumbres antiguas”. El divorcio y el cambio en los comportamientos femeninos eran signos, según él, de la decadencia moral a la que estaba condenado el país:
[...] creemos que la gente necesita la instrucción de los sacerdotes católicos en asuntos morales. En México no se conocía el divorcio antes de la Revolución, existiendo mayor respeto a las costumbres antiguas. Ahora las jóvenes aparecen solas en público cuando deberían ser acompañadas por miembros de sus familias. Sin la instrucción religiosa la moral pública decae (El Universal, 1992, p. 4).
Este comentario devela la mirada de la Iglesia ante los cambios en los discursos, los marcos jurídicos y las relaciones entre los géneros, que tuvieron lugar a inicios del siglo XX, los cuales fueron en gran medida propiciados por la Revolución y el régimen posrevolucionario, aunque con contradicciones. Por ejemplo, la Constitución de 1917 estableció la igualdad de derechos laborales y salarios para hombres y mujeres, e incluyó medidas de excepción para proteger la maternidad de las mujeres trabajadoras. Sin embargo, no reconoció el sufragio femenino y las leyes derivadas del artículo 34 consideraron el voto como una prerrogativa masculina (Cano, 2007). Ana Lidia García Peña se refiere a esa tensión desde la oposición entre feminismo y conservadurismo (2001), aunque puede resultar insuficiente para explicar que se privó a las mujeres del sufragio sólo por temor a que votaran por una oposición católica (Cano, 2013), algo que en los años 30 fue conocido como voto morado1. En este sentido, otra explicación que puede ser útil es el binomio feminismo y antifeminismo propuesto por Christine Bard; el primero entendido como una reivindicación de los derechos de las mujeres en tanto derechos humanos y el segundo como una reacción a las reivindicaciones feministas y a los cambios ocurridos en las relaciones de género, resultado de los procesos de modernización, las cuales no estarían restringidas al conservadurismo ni a la derecha, sino que se encontrarían también entre liberales y socialistas (Bard, 2000).
El año de 1929 resulta clave para la historia del catolicismo en México, pues además del modus vivendi2 entre la Iglesia y el Estado, se conformó la Acción Católica Mexicana (ACM) como una estructura jerárquica que unificó a las organizaciones de seglares y las sujetó a la supervisión de las autoridades eclesiásticas, limitando la autonomía que habían alcanzado durante la guerra cristera, y evitando que pusieran en riesgo los arreglos con el gobierno (González, 2001; Aspe, 2007)3. De acuerdo con Martelena Negrete (1988) y Kristina A. Boylan (2009), la participación femenina en la ACM resultó crucial para el funcionamiento de la iglesia católica durante el período posterior a la guerra cristera. Soledad Loaeza (2005) habla de una restauración del catolicismo en la vida social y política, -debido al protagonismo logrado por dichas organizaciones hacia mediados de siglo, cuando el gobierno había afianzado un discurso conservador y anticomunista-, por lo que la autora se refiere a dicho proceso como la Santa Alianza entre la Iglesia y las mujeres mexicanas.
¿Cómo se situaron la iglesia católica y sus organizaciones femeninas ante las transformaciones de los discursos y relaciones de género? Debido al predominio de posturas intransigentes y antimodernas al interior de la Iglesia, asumí como anacrónico hablar de un feminismo católico en América Latina antes del Concilio Vaticano II4. Como punto de partida, pensé en caracterizar al catolicismo preconciliar, siguiendo a Bard (2000), como un antifeminismo filógino, es decir, un posicionamiento que, aunque reaccionaba negativamente ante muchos cambios en materia de género, reivindicaba elementos positivos de la feminidad como la maternidad, la ternura, la emotividad y el cuidado, al tiempo que consideraba que había que preservar a las mujeres de los “errores” del mundo moderno debido a su fragilidad.
Esta caracterización merece ser matizada. La historiografía que ha analizado la prensa católica de esos años en España (Gómez, 2009; Blasco, 2010), Argentina (Bracamonte, 2014, 2015; Mauro, 2014) y México (Rodríguez, 2013) coincide en que el discurso católico reconoció como legítimos ciertos valores modernos, e incluso reivindicaciones feministas como el sufragio femenino, siempre y cuando las mujeres no abandonaran su vocación “natural”. Además, el antifeminismo filógino iría más allá del catolicismo, siendo común en numerosos discursos seculares.
En este artículo reviso algunas de las discusiones que se dieron al interior del catolicismo en torno a elementos que formaban parte de la agenda feminista en México en la primera mitad del siglo XX, como el sufragio femenino, el trabajo asalariado y el divorcio. Para ello analicé la revista Acción Femenina, fundada en 1933 como órgano oficial de comunicación de la Unión Femenina Católica Mexicana (UFCM). La UFCM fue uno de los cuatro sectores que conformaron la ACM, junto con la Unión de Católicos Mexicanos (UCM), la Acción Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) y la Juventud Católica Femenina Mexicana (JCFM) (Negrete, 1988). Aunque la fundación oficial de la UFCM tuvo lugar en diciembre de 1929, ésta fue más bien el cambio de nombre y la integración a la ACM de la Unión de Damas Católicas Mexicanas (UDCM), una organización de “señoras y señoritas de la mejor sociedad” fundada en 1912 por el jesuita Carlos María de Heredia bajo la inspiración de la Doctrina Social Cristiana (O’Dogherty, 1991; Corro, 2013)5. Entre las décadas de los 30 y los 50, la UFCM aglutinó a muchas mujeres que se dedicaron a actividades educativas y asistenciales dirigidas hacia campesinas, obreras y empleadas domésticas (Aspe, 2007). También participaron en movilizaciones políticas contra la educación sexual y socialista, y en campañas de moralización contra el divorcio, la publicidad y el “cine inmoral”. Tuvo una gran importancia numérica, pues en 1932 contaba con 17 mil socias y para 1938 había aumentado a 114 mil. En 1944 alcanzó su mayor número con 190 mil, disminuyendo para 1958 con 170 mil. Según Loaeza (2013), la membresía de la ACM era de más de 400 mil miembros a mediados de los años 50; el 80% eran mujeres. Boylan (2009) contrasta esos números con las 50 mil mujeres que el Frente Único Pro Derechos de la Mujer logró movilizar. Para ambas autoras, tanto la UDCM como la UFCM abrieron nuevos espacios de participación política y social para las mujeres.
En 1933 se publicó por primera vez la revista Acción Femenina que tenía una finalidad pedagógica y sus contenidos eran principalmente, aunque no de manera exclusiva, de instrucción religiosa, de difusión de noticias sobre la organización y de consejos para la vida familiar y doméstica. Inició con un tiraje mensual de 6 mil ejemplares, alcanzando más de 30 mil en los años 50. Estas cifras advierten que esta publicación no iba dirigida a la generalidad de las mujeres católicas mexicanas, sino a las integrantes de la UFCM, alcanzando apenas a una fracción de éstas. A través de la revista circulaban noticias de organizaciones homólogas de Europa y América Latina. Contaba también, entre otras cosas, con una sección de cocina y manualidades, otra dedicada a la clasificación y censura cinematográfica vinculada a la Liga Mexicana de la Decencia y, a partir de 1955, contó con una sección de moda. En este sentido, los artículos que reviso en este trabajo no necesariamente resultan representativos de los principales contenidos generales de la revista, pero son de utilidad para ubicar las polémicas que se dieron alrededor de los temas señalados.
De acuerdo con Aspe (2007), entre 1929 y 1958 período de auge de la ACM, los católicos mexicanos vivieron una tensión permanente entre dos de las directrices dictadas por la jerarquía católica: la despolitización, y el llamado a la acción cívica y social, que necesariamente tenía implicaciones políticas. En este trabajo busco mostrar que también se dio cierta tensión en cuanto a los temas de género, pues una revisión a Acción Femenina deja ver que coexistieron posiciones antifeministas con reivindicaciones feministas, aunque en esos años no existiera el feminismo católico en México como un movimiento plenamente articulado. El texto consta de tres apartados relativos al sufragio femenino, el trabajo asalariado y el divorcio. La revisión comienza en 1933, con la fundación de la revista, y termina en 1958, con el declive de la ACM, debido, entre otras cosas, al inicio del pontificado de Juan XXIII, quien convocó al Concilio Vaticano II y transformó el trabajo pastoral con las organizaciones católicas (Aspe, 2007).
Voto femenino
El voto femenino permite observar una paradoja del régimen posrevolucionario, pues si bien la Revolución favoreció la expresión de los reclamos sufragistas, el temor al voto morado y la creencia en el conservadurismo de las mujeres llevó a los gobiernos a negarles este derecho que fue concedido hasta 1953. El voto femenino causaba ansiedad en sectores que temían se trastocara el orden social si las mujeres abandonaban sus responsabilidades domésticas y maternales. De acuerdo con Gabriela Cano (2013) la lucha siguió dos estrategias: por un lado, había un discurso igualitarista que apelaba a que hombres y mujeres debían gozar de los mismos derechos; Hermila Galindo fue una de sus principales representantes. Por otro lado, había un discurso maternalista que presentaba dicha cualidad como el eje fundamental de la ciudadanía femenina. La discusión más importante ocurrió en 1937, cuando el presidente Lázaro Cárdenas presentó una iniciativa de ley en favor del voto femenino, pero los temores a un voto conservador impidieron que se concretara. Desde entonces, las posiciones sufragistas se volvieron más próximas al discurso maternalista y se alejaron de las demandas igualitarias. En 1947 se logró el voto femenino a nivel municipal y en 1953 a nivel nacional. Los partidos celebraron la abnegación de la mujer mexicana, con escasas referencias a sus derechos individuales. Las mujeres votaron por primera vez en las elecciones federales de 1955.
Una de las primeras referencias al voto de las mujeres en Acción Femenina fue la transcripción en 1934 de una ponencia leída por Luisa Artola de Martínez de Indart en el Círculo de Estudios del Centro de Cultura Femenina de San Sebastián, España, titulada Responsabilidad de la Mujer Respecto de Dios, de la familia, como Educadora no siendo de la Familia, en la Sociedad, por Ejemplo y a Causa de la Abstención (Acción Femenina, 1934a). En España el voto femenino se logró en 1931, durante la Segunda República, y las mujeres votaron en 1933. La autora reconocía el valor de esa iniciativa, aunque manifestó ciertas reservas, pues consideraba que las esferas de acción de hombres y mujeres eran distintas. Sin embargo, dio un mayor peso al imperativo de trabajar por la restauración del orden social cristiano, al tiempo que colocó como modelo femenino a la Virgen María, y como guía a los textos bíblicos. El voto de las mujeres, más que un fin en sí mismo, era un medio para re cristianizar la sociedad.
Personalmente no soy partidaria del voto de la mujer, si acaso lo encuentro bien, en la viuda, en la soltera sin padre, porque creo -y esta es una opinión personal- que la misión de la mujer no es la de actuar en la política, sino la de formar buenos ciudadanos temerosos de Dios.
Sin embargo, ya que en España tenemos derecho al voto, incurrimos en gran responsabilidad si no trabajamos para que las leyes, las personas que ocupan cargos públicos sean católicas que lleven la sociedad a Dios (Acción Femenina, 1934a, pp. 8-11).
El voto femenino no fue mencionado en 1937 y 1938, cuando fue discutida la propuesta de Cárdenas, quizá por ser tiempos aún próximos al fin del conflicto religioso, a la efervescencia de la “segunda cristiada”6 y las polémicas sobre la educación sexual y socialista. No obstante, el Frente Único Pro Derechos de la Mujer, formado en 1935 y propulsor de dicha iniciativa, contaba con mujeres católicas entre sus filas, destacando el caso de Elena Sodi (Cano, 2007). El tema del voto femenino apareció una vez consolidado el modus vivendi en 1947 cuando se concedió a las mujeres el voto a nivel municipal, en 1953 cuando se decretó ese derecho a nivel nacional, y en 1955 cuando las mujeres votaron por primera vez. Las discusiones en la revista divergen de lo dicho por Boylan (2009), quien señala que el asunto nunca fue de relevancia para la UFCM, así como de la afirmación de Corro (2016) quien, desde una mirada confesional, propone que el sufragio siempre fue prioritario para dicha organización.
En 1947 el escritor católico Alfonso Junco publicó Sufragio y Feminidad, un texto cargado de viejas preocupaciones sobre la contaminación de las mujeres al participar en la política, enfatizando la necesidad de que conservaran su feminidad al inmiscuirse en un medio masculino. Según Junco, el sufragio femenino no era cosa moderna, sino un elemento proveniente de la tradición cristiana, pues mientras el papa Inocencio IV otorgó derechos electorales a las mujeres en los estados papales, la Revolución francesa los había negado. El autor intentaba reivindicar a la tradición católica sobre los logros modernos, lamentando la pérdida de la feminidad que, según él, ocurría en el país:
La cosa nos parece excelentísima, si se cumplen dos condiciones: una, caballerosa, por parte del Estado; otra, femenina, por parte de la mujer. Una: que el voto sea verdad y no farsa, de suerte que las damas participen en limpias realidades y no en turbias comedias. Otra: que, en ejercicio de su actividad cívica, la mujer mantenga y acentúe el claro timbre de su feminidad. […] Queremos, pues, el auténtico sufragio. Y queremos, simultáneamente, la auténtica feminidad (Acción Femenina, 1947, p. 10).
Junco reeditó el artículo y se volvió a publicar en 1955 como El voto femenino. Entonces refirió explícitamente al partido gobernante: “Para hacer votaciones al estilo PRI, no estoy de acuerdo, esto es una injuria para ella”, y añadió en su párrafo de cierre: “La mujer es tan inteligente y tan capacitada como el hombre, pero es DIFERENTE al hombre con sus características genuinas” (Acción Femenina, 1955a, pp. 10-11).
No es difícil encontrar opiniones divergentes sobre la entrada de las mujeres en la vida pública. En 1948 se publicó Educar a la mujer, un artículo de Concepción del Arenal, quien negaba que el reconocimiento de este derecho pudiera conducir a su masculinización. Con ese texto se recuperaban los planteamientos de una de las feministas más importantes del siglo XIX español. Aunque no se incluyó la referencia original, se trataba de un fragmento de La mujer del porvenir (1869). Así, las referencias a autoras católicas españolas en la revista podían remitir tanto a católicas integristas como Artola y a feministas como Arenal.
Más clara o más confusa, es muy común la idea de que la mujer, cuyas facultades intelectuales se eduquen, ha de ser más varonil, ha de perder la suavidad y la dulzura, encanto de su sexo. Afortunadamente la experiencia enseña lo contrario, o sea que la educación produce en la mujer los mismos efectos beneficiosos que en el hombre. Siendo un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando, contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad, sea más benévolo… y la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que ejercer (Acción femenina, 1948a, p. 9).
En 1948 la revista difundió Mensaje sobre los deberes de la mujer en los tiempos modernos, escrito en 1945 por Pío XII. Según el Papa, la salida de las mujeres del espacio doméstico y su internamiento en el trabajo y en la vida pública eran resultado de los desajustes del mundo moderno que habían trastocado el orden natural de la familia y de los sexos. No obstante, consideraba valiosa la participación de la mujer en la política, no únicamente por poner sus cualidades al servicio del bien común, sino porque podrían contribuir a la restauración cristiana del mundo en un tiempo en el que peligraba el futuro de la familia y de la humanidad. Aunque la participación cívica era elevada al rango de obligación, esto no debía, según el pontífice, alterar sus roles normales.
La participación directa, la colaboración efectiva en la actividad social y política no cambia en nada la actividad normal de la mujer […] ¿Quién mejor que ella para comprender lo que es necesario para la dignidad de la mujer, la integridad y el honor de la mujer joven y para la protección y educación de un hijo? Vosotras mujeres y jóvenes católicas ¿deberéis oponeros a una campaña que de buen o mal grado os arrastra a la vida social y política? Ciertamente que no. Ante las teorías y los procedimientos que por diversas formas arrancan a la mujer de su misión, y ante la halagadora promesa de una libertad sin freno o ante la realidad de una miseria sin esperanza, se está privando a la mujer de su dignidad femenina, de su dignidad personal. Hemos escuchado el grito de temor que exige la presencia activa de la mujer, lo más posible en el hogar.
La mujer, en realidad, es retenida fuera del hogar, no sólo por su llamada emancipación, sino también, y muy a menudo, por las necesidades de la vida, por la continua ansiedad para obtener el pan diario. Sería inútil, entonces, predicarle que regresara al hogar mientras existan condiciones que la obligan a permanecer fuera de él. Y esto nos lleva al primer aspecto de vuestra misión en la vida social y política que se abre ante vosotras. Vuestra entrada a la vida pública ocurrió súbitamente, como consecuencia de los cambios sociales que vemos a nuestro alrededor. No importa, estáis llamadas a participar.
[…] La suerte de las relaciones humanas está en juego. Está en vuestras manos. Cada mujer tiene entonces, tómese nota, la obligación, la estricta obligación, en conciencia, de no alejarse, sino de entrar en acción en forma y manera convenientes a la condición de cada quien, a modo de contener esas corrientes que amenazan el hogar, para oponerse a aquellas doctrinas que minan sus cimientos, para prepararse, para organizar y lograr su restablecimiento (Acción femenina, 1948b, p. 3).
En 1950 se publicó el apartado ¿Debe ejercer la mujer derechos electorales? Además de referir al citado mensaje papal, se incluyeron tres textos de dirigentes de la UFCM. María M.R. de Alvarado Guzmán, delegada central de campesinas, enfatizó la necesidad de educar y concientizar al campesinado en sus derechos sociales y deberes cívicos, y concedió un gran valor a la participación política femenina tanto para su moralización como para la mejora material del campo y la formación de ciudadanos: “Que nuestro movimiento de campesinas, comprenda y llene esta necesidad, para hacer de todo mexicano un ciudadano perfecto, que no forme rebaños al servicio de un partido, sino hombres y mujeres conscientes, que eleven a nuestra Patria al nivel de las Naciones cristianas y civilizadas” (Acción femenina, 1950, p. 18). Elena Núñez de Escoto propuso una distinción entre civismo y política, y dijo estar en desacuerdo con que la mujer participara en esta última por considerarla “poco femenina”, pues la responsabilidad cívica de la mujer debía orientarse a la defensa de la familia cuando ésta era amenazada por leyes como la del divorcio, así como al mejoramiento material de su pueblo y a la formación de valores religiosos y patrióticos en sus hijos. Aurora de la Lama planteó que el voto estaba ligado al estudio de los problemas sociales y abría la posibilidad para la participación de las mujeres en su remedio y solución, “para que unidas en una misma voluntad clara y generosa de progreso social, no hagan del voto un arma de partido, sino un instrumento bienhechor de salud pública” (Acción femenina, 1950, pp. 18-19).
En 1953, se publicó bajo el seudónimo de Guión el artículo La organización cívica de la mujer. El texto refiere a los intentos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y la Unión Nacional Sinarquista (UNS) de movilizar a las mujeres en sus filas ante la concesión del sufragio, así como a su escasa respuesta: “Por otra parte, hasta ahora por lo menos, y con excepción del sector feminista que se ha distinguido de años a esta parte por sus tendencias a figurar en política, no se ve que la mayor parte de las recientemente favorecidas con el derecho al voto hayan comprendido el valor positivo de esta concesión. Y esto es muy grave” (Acción Femenina, 1953a, p. 4). Según el texto, la desidia era comprensible por las molestias para empadronarse y votar, para que al final el voto fuera burlado. No obstante, consideraba que el voto debería llevar a las mujeres a compartir con los varones su lucha democrática por el bien común, y aunque reconocía la corrupción electoral, invitaba a las mujeres a ejercer su derecho: “En esas condiciones, el voto de la mujer puede no significar desgraciadamente la elección del funcionario, debido a la deshonestidad de nuestros sistemas políticos; pero sí significará el acercamiento de la tendencia sana que busca un México mejor, y que, algún día, habrá de imponerse” (Acción Femenina, 1953a, pp. 4-5).
En 1955 las mujeres votaron por primera vez en las elecciones federales. Esto no confirmó los temores por el voto morado, aunque el PAN obtuvo el 30% de los votos, el doble de la elección anterior (Loaeza, 2013). Las notas de la revista dan a entender que en la Ciudad de México pocas mujeres se habían registrado para votar. En abril de 1955, Aurora de la Lama publicó Falta el Espíritu Cívico, donde lamentó que “la mujer no ha correspondido al otorgamiento de derechos que se le han concedido” (Acción femenina, 1955b, p. 6). El texto aludía a la necesidad de una “buena campaña de educación a la mujer respecto a todo lo que puede lograr al contar con el derecho de votar y ser votada” (p. 6), y enlistó los pasos para registrarse como electoras y para votar el día de las elecciones. El entusiasmo mostrado por la misma autora en 1950 dio paso a un discurso prescriptivo, denotando que votar no era una prioridad para muchas católicas mexicanas:
Tenga usted clara conciencia de su dignidad y de sus derechos como ciudadano, así como de la trascendencia del voto. Defienda su voto, no lo deshonre. Vote según su conciencia; no acepte las consignas ni las amenazas; no se preste a votar en dos o más casillas, ni a colaborar con los que quieran el fraude o la violencia. No cometa un delito penado por la Ley. NO TRAICIONE A MÉXICO (Acción femenina, 1955b, pp. 6-7).
Esto bien podría remitir a un desdén generalizado de la ciudadanía ante las prácticas antidemocráticas del régimen, pero tal vez fue un indicio de que muchas mujeres católicas habían asimilado para entonces una de las directrices dictadas desde el Vaticano a partir de 1929, separar su participación del ámbito “social” al ámbito “político”, siendo preferible que la Acción Católica se mantuviera alejada de este último (Aspe, 2007).
Trabajo y feminismo
El tema del trabajo femenino tampoco estuvo exento de paradojas, aunque la Constitución de 1917 estableció la igualdad entre hombres y mujeres en materia laboral. Por ejemplo, la Ley de Relaciones Familiares estipulaba que era necesario el permiso del esposo para que trabajaran las mujeres casadas, aunque esto fue abolido en la Ley Federal del Trabajo en 1931. De acuerdo con María Teresa Fernández Aceves (2006), la lucha por los derechos laborales de las mujeres estuvo marcada por varios factores. Por un lado, existía cierta ambivalencia hacia el trabajo femenino, pues era visto no solamente como un derecho, sino también como una necesidad para el sostenimiento de las familias, y por ello, como una suerte de mal necesario. Por otro lado, esos derechos no sólo apelaban a la igualdad frente a los hombres, sino también a aspectos específicos de la condición de las mujeres, tales como la maternidad y la necesidad de atender sus hogares. Además, esa lucha se vio influida por la politización y organización sindical de muchas mujeres trabajadoras, así como por los intentos del régimen y de algunos sindicatos para restringir el trabajo femenino a sectores específicos asociados a su función de madres y esposas, pues buscaban que las mujeres no descuidaran las labores domésticas. Finalmente, fue un proceso enmarcado en las transformaciones socioeconómicas del siglo XX. Los primeros logros tuvieron lugar dentro del modelo exportador y de una incipiente industrialización que se vieron trastocados con la Gran Depresión (1929-1939). El modelo de industrialización por sustitución de importaciones, característico del “milagro mexicano”, privilegió el trabajo industrial masculino, mecanizado y sindicalizado, concibiendo al obrero como proveedor del núcleo familiar, y desplazando a las mujeres, no sin tensiones, de algunos de los espacios ocupados en décadas previas en sectores como la industria textil y manufacturera. Hacia mediados de siglo, los derechos laborales de las mujeres se fueron restringiendo hacia quienes pertenecían a la burocracia estatal, como era el caso de las profesoras.
Este fue un punto de divergencias en Acción Femenina, pues el trabajo de las mujeres fue una preocupación constante para la UFCM. Sus socias eran en su mayoría mujeres de clase alta, algunas amas de casa, y muchas contaban con servidumbre; estaban formadas en la Doctrina Social Cristiana, lo que las llevó a participar en proyectos asistenciales y de formación religiosa para las mujeres trabajadoras, tanto en el medio urbano como en el rural (Aspe, 2007). La campesina, la obrera, la maestra, la empleada, la profesionista y la enfermera fueron figuras clave en el discurso y en las actividades difundidas por la revista. En 1938, año de la expropiación petrolera y de la consolidación del modus vivendi, y cuando el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) formalizó la existencia de sus cuatro sectores (obrero, campesino, popular y militar), la UFCM vislumbró que había que atender de manera “especializada” a los distintos sectores de mujeres, lo cual implicaba una formación más profunda para que las integrantes de la organización lograran incidir en el medio laboral. Este ámbito adquirió mayor importancia a finales del sexenio de Manuel Ávila Camacho, pues en 1946 comenzó el proyecto de “especialización”, el cual implicaba que las integrantes de la UFCM debían asumir el rol de formadoras de las mujeres católicas de las clases trabajadoras. Esto produjo importantes tensiones al interior de la organización, pues como asentó en su informe de 1952 la presidenta saliente, Ana Montes de Oca de Lira, su composición y las destinatarias tradicionales no eran trabajadoras, sino “mujeres adultas, dedicadas al trabajo en sus Hogares”, de modo que el proyecto terminó siendo relegado a comienzos de los años cincuenta (Corro, 2013, pp. 93-94).
El discurso predominante en la revista veía el trabajo femenino como uno de los males del mundo moderno que minaban las estructuras familiares y a la sociedad, aunque como señala Bard (2000) esta postura no era exclusiva de la Iglesia. Los principales artículos que abordaban el tema referían a textos pontificios, como el Mensaje sobre los deberes de la mujer en los tiempos modernos de Pío XII, publicado en 1948:
Veamos una mujer que, para aumentar las ganancias de su marido, trabaja en una fábrica y deja su casa abandonada durante su ausencia. La casa, sucia y tal vez pequeña antes, se hace aún más miserable por la falta de cuidado. Los miembros de la familia trabajan por separado en cuatro barrios de la ciudad, y con diferentes horarios. Apenas se reúnen para comer o para descansar después de trabajar. Mucho menos se unen para orar en común ¿Qué es lo que queda de la vida familiar?
[…] A estas dolorosas consecuencias de la ausencia de la madre del hogar, se suman otras aún más deplorables. Se refieren a la educación, especialmente de las jóvenes, y a su preparación para la vida real. Acostumbrada como está a ver a su madre siempre fuera del hogar, y la casa tan triste en su abandono, la muchacha no podrá encontrar ningún atractivo en ella, no sentirá la menor inclinación por las austeras labores del hogar; no es de esperarse que aprecie la nobleza y la belleza de esas labores, ni que desee, algún día, darse a ellas como esposa y madre (Acción femenina, 1948c, p. 3).
En agosto de ese año se publicó un fragmento del discurso papal pronunciado ante la Delegación Internacional de Ligas Femeninas Católicas, el cual reconocía que “la mujer ha trabajado siempre”, pero también afirmaba que el trabajo asalariado era un mal, pues la mujer estaba predestinada para el hogar, y aunque algunas que eran lo suficientemente fuertes para enfrentar esa doble tarea, la mayoría, débiles, descuidaban a su familia. Esos males no eran exclusivos de la clase obrera, pues afectaban también a las clases privilegiadas, ya que el trabajo y la independencia llevaban a las mujeres a una vida materialista, alejada de sus obligaciones.
El trabajo de la mujer es pues un mal, puesto que en sí mismo, incluye un desorden. Éste se hace cada vez más universal, esto salta a la vista. Las clases de antaño privilegiadas y que deben quizás a esta estabilidad de la mujer en el hogar, la solidez de sus familias, se libran cada vez menos. Derrumbe de fortunas, apetito de lujo, deseo de independencia, insuficiencia del salario del jefe de la familia, arrojan también a las mujeres de este medio hacia el trabajo.
[…] Sin duda, el trabajo es la gran ley humana ¿Pero acaso no parece que el Señor haya querido afirmar la equivalencia: para Eva las cargas maternas, para Adán ¿el trabajo para ganar el sustento? Tal es el paralelismo de las dos sentencias. Es injusto que la doble condena pese sobre ella. […] Es preciso mantener en la sociedad el verdadero equilibrio de valores. Un desequilibrio moral y las negligencias familiares son más graves que un desequilibrio en la producción (Acción Femenina, 1948d, pp. 8-9).
El único discurso disonante que encontré fue pronunciado durante la cuarta asamblea general de la UFCM en noviembre de 1938. El trabajo de las mujeres fue un tema central en la reunión, donde se dictaron varias conferencias orientadas a los sectores “especializados”: educadoras, empleadas, obreras y campesinas. La conferencia de María Duarte, quien se encontraba al frente de la comisión de clases trabajadoras de la diócesis de Monterrey, se tituló La mujer que trabaja, la cual resulta extraña para el catolicismo del momento. Si bien la autora resalta la maternidad y la feminidad como un valor y una fortaleza de las mujeres, presenta también una apología del trabajo femenino, ya fuera por necesidad o por voluntad propia; el discurso está lleno de reivindicaciones igualitarias.
Parto del principio de que la mujer no es peor ni mejor que el hombre. Su participación en los fenómenos básicos, esenciales de la existencia es igualmente importante. La vida, sin distinción de sexos, brota de la misma fuente y corre hacia idéntico fin. Hombres y mujeres hacen su aparición en el mundo tras el mismo proceso y lo abandonan en un trance que es prueba culminante de igualdad para todos los seres. El misterio, acerca de quien contribuye con preponderancia, el hombre o la mujer, en el continuo renovarse de la humanidad parece insondable. Son las dos mitades del puente a través del cual el mortal se hace inmortal. […] El espíritu no tiene sexo. La inteligencia, el talento, potencia del espíritu, no tiene sexo. En el estadio del trabajo hombres y mujeres deben disponer de equivalentes posibilidades, dentro de las características de la constitución morfológica humana y de las características individuales. Quiero decir: un hombre y una mujer igualmente fuertes de cuerpo, pueden desempeñar el mismo trabajo material (Acción Femenina, 1938a, p. 22).
Para Duarte, la desigualdad existente entre hombres y mujeres en lo laboral no era resultado del orden natural ni de la diferencia de capacidades, sino del egoísmo de los varones y de la falta de educación. Las mujeres eran capaces de llegar más lejos de donde hasta entonces habían logrado insertarse: “podemos ser algo más, mucho más que taquígrafas y mecanógrafas, necesitamos que se nos brinde la oportunidad para hacerlo” (p. 22). Apelaba a la Encíclica Quadragésimo Anno para hablar del salario justo e igualitario, y veía el trabajo femenino como una posibilidad de realización humana, no como un mal necesario. Por ello, señaló que una de las prioridades de la UFCM debía ser abogar por la protección legal de las mujeres trabajadoras. Sus referentes eran los evangelios y la doctrina social cristiana, las mismas autoridades a los que otros apelaban para naturalizar la desigualdad de los sexos. El término feminismo no es solamente una categoría útil para analizar este discurso, sino que es referido en el propio texto. No sólo empataba la agenda feminista con la de las católicas, sino que dejaba entrever una narrativa referente a una lucha histórica por una sociedad igualitaria, de la cual, las mujeres eran protagonistas:
Se tilda a las mujeres católicas de retrógradas, que por su alianza con el oscurantismo son incapaces de identificarse con las ideas avanzadas de los tiempos. Nada más falso que tal afirmación. […] Muy por el contrario: Las mujeres católicas se mantienen al tanto del movimiento feminista de mundo y su participación de él es eminente. Queremos declarar en esta ocasión que no nos asustan las ideas avanzadas.
[…] Vivimos vigilantes de nuestros propios destinos. Queremos realizarlos apoyados también en nuestra razón y nuestro saber y no solo en el saber y la razón del hombre, porque no habrá defensor más legítimo de la mujer que la mujer misma. Y la trabajadora, la que lucha fuera del hogar contra viento y marea, sorteando peligros de toda especie, morales y materiales, la que no sabe rendirse a la fatiga, que airosa lleva la frente limpia vuelta al sol, la que hace su bienestar personal y el de su familia y que contribuye poderosamente a la riqueza nacional. Que, aparte de todo esto, sigue siendo el alma de la familia, manteniendo incólume la unidad del hogar con todos los bienes inestimables, que también forma a muchos santos y muchos héroes y da a la Patria hijos sanos de cuerpo y de espíritu, encarna a la MUJER FUERTE del Evangelio, y con toda su fuerza cooperará poderosamente a realizar las esperanzas que vieron morir las mujeres de otros siglos, la más antigua esperanza del mundo: QUE NO HAYA SINO UNA SOLA CLASE SOCIAL, LA DE LA ARISTOCRACIA DE LA CULTURA, DE LA VIRTUD Y DEL CORAZÓN (Acción Femenina, 1938a, p. 27).
Un seguimiento a las publicaciones deja ver que el feminismo de María Duarte fue una excepción. A lo largo del período revisado, el discurso predominante fue el de los textos de Pío XII. Las referencias al trabajo femenino desaparecen hacia los años cincuenta, posiblemente debido a las dificultades que despertó el proyecto de “especializaciones”, así como al repliegue de las mujeres del mundo laboral antes referido, dando paso a numerosos artículos dedicados a las esposas y madres de familia. Esos textos, junto con la sección de modas y los consejos para “modernizar” el hogar, anuncian la entrada al espíritu de una época alimentada por el conservadurismo y la prosperidad económica de la posguerra. No obstante, la conferencia de Duarte podría llevarnos a revisar la tesis de Ana María Bidegaín (1999), quien ubica al feminismo católico latinoamericano como una experiencia posconciliar, así como a dialogar con el trabajo de Ricardo José Álvarez Pimentel (2017), quien plantea la existencia de un feminismo católico en México antes del Concilio Vaticano II7.
Las referencias explícitas al feminismo en la revista son escasas, a diferencia de lo laboral, que tuvo cierta importancia para la UFCM, pero en ambos casos, desaparecen hacia mediados de siglo. Algunas de las menciones no resultaban abiertamente hostiles, aunque se distanciaban de sus expresiones más “radicales”. En 1934 el sacerdote e historiador Ángel María Garibay publicó La acción de la Mujer en el Evangelio, afirmando que las reivindicaciones socialistas y feministas eran formas incompletas del cristianismo, y que éste, en relación con la mujer, había sido superior a la filosofía y las religiones antiguas:
Sócrates despreció a la mujer. Platón la condenó en su República a la más vil de las esclavitudes, la esclavitud de la muchedumbre. Buda huyó de ella. Cristo la bendijo, la perdonó, la levantó hasta ponerla a su lado. Aquellos obraron como los hombres. Él obró como dios.
En estos tiempos de desconcierto de las ideas y de las instituciones, vuelve a ser el Señor, como fue y será siempre “la enseñanza a la cual se hace oposición”. Los socialistas le llaman suyo y lo cierto es que Él sobrepasó sus anhelos al fundar la Iglesia, que es la asamblea del amor, que decía el gran Obispo mártir S. Ignacio. El amor, entendido como lo entendió y practicó Cristo, es el único que puede amansar y plasmar al único socialismo posible: el socialismo de los corazones que tenían los cristianos primeros, cuando de ellos se escribió que “eran un corazón y una sola alma”.
El feminismo, en lo que tenga de recto y noble, puede decir que Jesús fue su primer maestro. El único feminismo posible y aceptable, el de la santidad y del heroísmo, nació del Corazón de Cristo y está oculto en las páginas eternamente jóvenes del Evangelio. Allí hay que ir a beberlo (Acción Femenina, 1934b, pp. 3-4).
Garibay reeditó el texto en 1936, resaltando los gestos de Jesús hacia las mujeres y la importancia de sus actividades en los evangelios. Predominan nociones tradicionales de la complementariedad de los sexos: “El corazón de la mujer es tan quebradizo y el del hombre tan duro, que al herirse el uno al otro estallan hechos añicos: Cristo los purificó y dignificó a tal grado, que cuando se tocan entre ellos resuenan con armonías que conmueven el cielo y encantan a la tierra”, aunque llaman la atención afirmaciones como: “el mejor apóstol es una mujer que ama” (Acción Femenina, 1936a, pp. 16-17).
Muchos textos presentaban al cristianismo como una religión que reivindicaba a la mujer, como La Mujer y Nazareth, donde Emma Guinchard de Alvarado se valió del relato bíblico de la anunciación para mostrar como Dios habría elevado a la mujer a partir de la maternidad de María:
Del Corazón de Jesús brotaron leyes de amor que elevaron a la mujer y glorificaron a Nazareth, dándoles un puesto de honor; y la historia empezó el día en que Gabriel, el Arcángel, batió sus alas en aquella risueña ciudad, deteniéndose ante la dulce niña que su rueca hilaba diciéndole “Dios te salve llena eres de gracia el Señor es contigo” (Acción Femenina, 1936b, p. 11).
En 1938 se publicó en Juventud, revista de la JCFM, una serie titulada El destino de la mujer bajo la influencia de las diversas religiones, firmada por “Marcela”. El primer artículo, Bajo el rigor del Corán, se refiere al mundo musulmán y el segundo, Bajo el reino de Buda, al budismo. Ambos resaltan la misoginia de esas religiones. Sobre el islam, la autora estigmatiza la poligamia y la explotación de las mujeres por medio del trabajo, mientras que sobre el budismo japonés y chino resaltó los matrimonios arreglados y la sumisión de las mujeres ante los maltratos de sus esposos, situación que homologó a la de las indígenas mexicanas:
Sin embargo, la condición de nuestras hermanitas de la clase indígena, en regiones de nuestra patria que aún no penetra el cristianismo al fondo de las almas, es muy semejante a las de esas pobres mujeres que tanto nos han movido a compasión. ¿Cuántas de ellas son tratadas también como bestias de carga y ferozmente golpeadas por sus padres, cuando no les dan gusto, aunque esto no dependa muchas veces de ellas? Vayamos a ellas, tratemos de aliviar su triste condición llevándolos por medio del apostolado de la Acción Católica, la luz ardiente y consoladora del Cristianismo (Bajo el Reino de Buda, Juventud, 1938, p. 4).
El último artículo, En la luz del cristianismo contrasta dicha religión con la misoginia antes descrita y entabla una discusión con las feministas “radicales” o “exageradas”. Para Marcela, incluso las epístolas de San Pablo, utilizadas para restringir el protagonismo de las mujeres, reivindicaban su dignidad, al contrario del Corán y las religiones asiáticas. Aunque reconocía la existencia de una teleología en cuanto a la independencia de las mujeres a lo largo de la historia, se mostraba escéptica ante otros feminismos. La constante que atraviesan los escasos textos era que la tradición cristiana fue presentada como la matriz de la cual emanaba el reconocimiento de los derechos y la dignidad de las mujeres.
Las feministas radicales podrán decir, es cierto: “Sea, el cristianismo tuvo su hora. Elevó poderosamente a la mujer, cuando no era más que la esclava o el juguete del hombre, y de esto le estamos agradecidas. Pero ha llegado el tiempo en que su protección no es sino sujeción, y para que la mujer cumpla con su destino humano, hay que liberarla hasta del Cristianismo”.
[…] Creemos que el límite de las libertades femeninas varía según los tiempos y puede ser restringido sin prejuicio. Mas el marco del Cristianismo no tiene la rigidez que le atribuyen sus enemigos. La Iglesia, claro, no cambia su Doctrina; mas las aplicaciones de esta doctrina son muy flexibles y se adaptan a las necesidades de los tiempos. Sin duda el catolicismo recordará siempre a la mujer que su misión por excelencia es ser madre, y en eso no hace sino estar de acuerdo con la naturaleza misma. Mas no opone ningún argumento doctrinal a tal o cual evolución de las costumbres femeninas, por ejemplo: la obtención del derecho de sufragio.
[…] La honradez de las costumbres… He ahí lo que olvidan ciertas feministas exageradas cuando predican para las mujeres el derecho a vivir su vida. Y he aquí lo que sostiene el cristianismo con su elevada moral y con su sabiduría cuando pide algunos sacrificios. […] El cristianismo abre a la mujer el dominio de su inmensa caridad, por otra parte le traza deberes y le pide sacrificios que no se pueden comparar al rebajamiento en que la sumergen las otras religiones. Deberes y sacrificios libremente aceptados y cumplidos con amor ¿No es acaso el secreto de la grandeza humana? (Juventud, 1938, p. 4.)
El único texto abiertamente hostil hacia el feminismo que pude encontrar es el artículo antes citado sobre el voto femenino de Alfonso Junco (1947). Éste es un buen ejemplo de un antifeminismo filógino referido por Bard (2000) que, si bien aceptaba algunas reivindicaciones feministas, era con la condición de que no se trastocaran los moldes tradicionales de feminidad que, según él, eran amenazados por las nuevas costumbres importadas de Estados Unidos.
Queremos, pues, el auténtico sufragio. Y queremos, simultáneamente, la auténtica feminidad. Porque la mayor desgracia que le puede suceder a una mujer, es la de ser hombre. Y sólo hay una cosa peor que la mujer hombruna: el hombre afeminado. […] Lo que se llama comúnmente feminismo, resulta todo lo contrario: hombrunismo. Y pretendiendo exaltar a la mujer, la denigra con su actitud fundamental de imitar al hombre, actitud que implica confesión de inferioridad: siempre la copia es inferior al modelo. Y no digamos cuando la copia resulta infaliblemente caricatura; y no digamos cuando la imitación empieza y se ensaña en la licencia de los modales, la torpeza de beber o la tontería de fumar. […] La racha dominante, que sopla del Norte, parece desestimar el encanto exquisito del misterio.
[…] Anhelamos que la mujer sea, intensamente, mujer. Pero entendámonos bien. No postulamos cosas regresivas. No queremos abdicación de ningún mejoramiento material, […] incluyente, en su caso, la actividad política del voto, que no constituye -repitámoslo- novedad revolucionaria ni que azore a los católicos. […] Siga la mujer siendo mujer. Conozca su excelencia y gloríese en ella. No intente imitar sino superarse a sí misma (Acción Femenina, 1947, p. 10).
Divorcio
La declaración del delegado apostólico, Leopoldo Ruíz y Flores, citada al inicio de este trabajo, remite a un ámbito sobre el cual la iglesia católica se mostró intransigente a lo largo de las décadas revisadas. El divorcio formó parte de la agenda de las feministas mexicanas durante las primeras décadas del siglo XX, junto con el voto, los derechos laborales y el acceso a la educación. A diferencia de los temas previamente revisados, el divorcio se concretó en 1914, cuando Venustiano Carranza promulgó la Ley de Divorcio, en cuya redacción influyó Hermila Galindo (Rocha, 2015). Esta iniciativa fue motivo de cierto disenso dentro del feminismo, siendo el mejor ejemplo la ruptura ocurrida en el Congreso de Mujeres de la Raza de 1925. Ésta tuvo lugar entre su organizadora, Sofía Villa De Buentello, María del Refugio García y Elvia Carrillo Puerto. Las últimas, como Galindo, apostaban por un discurso igualitarista, mientras que la primera, católica, se oponía tajantemente al divorcio (Cano, 1996). Hablar de una postura reaccionaria y antifeminista en el catolicismo preconciliar es redundante, por lo que no me detendré a hacer un recuento de los textos publicados en Acción Femenina contra el divorcio, un tema que, a diferencia del sufragio, el trabajo y el feminismo, fue recurrente desde su fundación, pues una de las misiones fundamentales de la UFCM era la “Restauración Cristiana de la Familia”. Éste fue el título de una disertación sobre la naturaleza sobrenatural del matrimonio y sus peligros modernos, dictada, durante la primera asamblea general en 1933, por la presidenta Refugio Goribar de Cortina . En sus conclusiones, no sólo señaló la importancia de que las socias preservaran los valores cristianos en sus familias, sino que les pidió que evitaran “todo trato con aquellas personas que vivan de modo ilegítimo e ilícito el matrimonio” (Acción femenina, 1933, p. 9).
Considero importante hacer varios señalamientos. El primero es que, contrario a lo dicho por el arzobispo y por varios autores católicos, el divorcio no fue un invento de la Revolución. Dora Dávila Mendoza (2004) ha documentado el funcionamiento del divorcio eclesiástico en la Nueva España, y Ana Lidia García Peña (2006) lo ha analizado para el siglo XIX, tanto en el ámbito civil como eclesiástico. En ambos casos se trataba de un divorcio “no vincular”, que implicaba la separación de los domicilios, pero no disolvía el vínculo conyugal ni eliminaba la responsabilidad del marido de proveer a su esposa. La ley del Divorcio Vincular se promulgó hasta 1914 (García, 2016). Esta ley no era desconocida para los autores de Acción Femenina, pero evitaban llamarle por su nombre. En 1941, un año en que se publicaron numerosos artículos sobre el tema, se reprodujo el extracto de un texto francés titulado Foyers Brisés (hogares rotos) que califica al divorcio como una “satánica institución” que destruía los hogares y las familias:
¿No existía antes una liberación suficiente? Era la separación de los cuerpos; pero ellos estimaban esta salida como insuficiente y anticuada. […] Su tentativa alcanzó los más espantosos resultados, pues las estadísticas de antaño informan qué, antes de la ley de divorcio en Francia, había aproximadamente ante los tribunales, más de mil separaciones de cuerpos al año ¡Hoy ya no son novecientos o mil hogares derrumbados cada año, sino veinte mil! El Divorcio. La Gran Causa de las rupturas, 1941, pp. 17-18).
El segundo señalamiento se refiere al carácter sacramental del matrimonio. Según la concepción católica, además de una institución era un sacramento, y pertenecía al ámbito del derecho natural y no al del derecho civil, de ahí su reticencia a reconocer la validez del matrimonio civil, instaurado en México durante la Reforma. En el texto previamente citado se afirma: “poco a poco se ha creado un espíritu por el cual se estima de la manera más natural, que el matrimonio es un simple contrato humano, revocable a gusto de los contrayentes” (Acción Femenina, El Divorcio. La Gran Causa de las rupturas, 1941, p. 18). La insistencia de su dimensión sagrada y sobrenatural era la razón de su condena. En abril de 1953, Goribar de Cortina, entonces comisionada central de madres de familia, publicó Realidad sobrenatural del matrimonio. Aquí el matrimonio es representado no como un contrato social sino como creación divina, obra Creadora, Conservadora y Redentora.
El materialismo moderno pretende despojar al matrimonio de su regia corona de sobrenaturalidad para convertirlo en un simple trámite, en un pacto meramente humano, en una simple alianza natural. Se le quiere arrebatar el espíritu de grandeza a la que Jesucristo lo elevó al transformarlo en Sacramento, haciendo Él, del matrimonio, una unión sagrada que comunica a los que la contraen, la gracia sacramental que capacitará a los esposos para cumplir los deberes, arduos y difíciles, inherentes a su nuevo estado, les hará llevaderos los dolores y las pruebas que seguramente no faltarán (Acción Femenina, 1953b, pp. 8-9).
Para la autora, la crisis se debía a que las parejas solían casarse sin una adecuada preparación durante el noviazgo, el cual se convertía en “un juego más o menos peligroso con libertades que ponen al borde del pecado” (p. 8). El texto, cuyos contenidos remiten a las enseñanzas sobre el noviazgo difundidas en la revista Juventud8, deja ver que la condena del divorcio estaba atravesada no sólo por el imperativo de trabajar por la preservación de la familia, sino también por una idealización del pasado y una visión negativa de los procesos de modernización, lo que nos lleva al último punto. La preocupación por el divorcio formaba parte de una visión decadente y trágica del mundo moderno que, pese a aceptar algunos cambios en las relaciones de género, atraviesa a la mayoría de los discursos católicos preconciliares.
En 1937 se publicó un texto anónimo titulado Las Costumbres Cristianas en el Matrimonio, el cual atribuye los males del mundo a “la revolución moderna” que había “envenenado a la humanidad”. La “revolución contra la fidelidad”, la “desnaturalización” del matrimonio y la legalización del divorcio iban acompañadas de la relajación de las costumbres, del “amor libre” y de lo que hoy llamamos la secularización de la sociedad. El autor reconoce que muchos de estos males no eran tan nuevos, pero lamentaba que se hubieran normalizado:
Antes el matrimonio estaba en los recintos sacros de la religión, de la honradez, de la virtud, de la santidad. La liviandad, la infidelidad, la prevaricación profana penetraba desgraciadamente en su recinto. Pero era rompiendo vallas, dando escándalos, alarmando, provocando anatemas, cubriéndose del baldón… Hoy ¡triste decirlo! El matrimonio, tal y como lo concibe la Revolución, es un campo abierto y casi sin vallas donde pueden poner su planta, no los ya que como antes querían ordenar sus concupiscencias, santificar sus amores, multiplicar su humanidad, perpetuar la llama de la vida que recibieron de sus padres, sino aun los profanos y libertinos, los que no quieren otra cosa que satisfacer sus hambres inconfesables con procederes profanos y torcidos.
[…] realmente la revolución ha logrado difundir una tristísima corrupción de costumbres entre la gente casada. La película, el teatro, la novela, la revista ilustrada, la tolerancia de antros elegantes de libertinaje, desvían con demasiada frecuencia a los casados y aún a las casadas a la infidelidad, ni sólo a una infidelidad vergonzante y oculta como antes, sino perdida la vergüenza e insensibilizada la conciencia, por la familiaridad con los espectáculos instalados a todo lo largo de la vida social, a una infidelidad descubierta, y aún consentida y pública. […] Así pues, contra la fidelidad van estos tres enemigos, desgraciadamente fuertes en la sociedad mundana, pero muy ligados entre sí: el adulterio, el divorcio y el amor libre (Acción femenina, 1937, pp. 11-12).
En 1948, Fernando D. de Urdanivia publicó Antropología del Divorcio, un texto que apareció inicialmente en el diario Excélsior. Para el autor, más que su legalización, eran la pérdida de valores morales y de un sentido trascendente de la existencia, lo que realmente amenazaba al matrimonio, a la familia y a la sociedad. Como en otros textos de la revista, equiparaba la decadencia moderna al antiguo paganismo, y sin hacer una apología explícita del catolicismo, depositó en el régimen revolucionario la responsabilidad de la disolución moral de México, así como algunas influencias externas:
Cuando iniciaba la desintegración moral de México se dijo hasta la saciedad: la escuela amoral quiere decir inmoral; la enseñanza empíricamente laica significa enseñanza prácticamente atea; la educación sin bases espirituales no admite términos medios, va directamente hacia el crudo materialismo colindante con la bestialidad.
Posteriormente, cuando nuevas y más perniciosas corrientes estabilizaron el destino de la coeducación, y la monstruosidad de la educación sexual, y la otra más nociva por más elástica, de la explicación racional que dio origen a desvergüenzas en la cátedra y a la prostitución en las aulas, también se dijo: por allí va México a la ruina moral.
[…]Incentivos adherentes han venido a completar la desintegración espiritual: libertinaje folletinesco, cine erótico, paganismo en las costumbres. La sociedad se ha ido corrompiendo al son de un exótico jazz y bajo el influjo del exótico coctel. La escuela inició los estados prematuros de exaltación pasional, que el ambiente perfeccionó más tarde. […] La incrementación del divorcio en México no es sino la resultante de todos estos antecedentes, México se debilita al debilitarse el hogar mexicano. México se destruye al destruirse la familia. Ningún pueblo es grande cuando la tragedia íntima palpita en el entrañable seno de su primaria sociedad doméstica (Acción Femenina, 1948e, pp. 24-25).
Finalmente, conviene tener en cuenta el proceso de secularización que atravesaba a buena parte de la sociedad mexicana y que habría de acelerarse hacia la segunda mitad del siglo XX. Pese a que en la concepción católica el divorcio iba en contra de la unión sacramental e indisoluble, y que en muchos sectores sociales era motivo de estigma, no sólo para las parejas sino también para sus hijos, el número de divorcios por millar aumentó en México de 13.4 en 1926 a 87.43 en 1970 (Torres, 2007). De alguna manera, uno de los asuntos sobre los que el catolicismo mostró una actitud más intransigente fue una batalla perdida.
Comentarios finales
El comentario inicial del arzobispo Ruíz y Flores, sobre la pérdida de valores tradicionales, remite a la visión dominante del catolicismo hacia la transformación de las relaciones, discursos y leyes en materia de género. Sin embargo, caracterizar a las mujeres católicas del período preconciliar como reaccionarias y antifeministas resulta impreciso y nos acerca a la postura de los revolucionarios que negaron el voto femenino. Aunque publicaciones como Acción Femenina dejaban ver una doctrina inflexible hacia temas como el divorcio y contenían discursos antifeministas, también mostraban visiones positivas hacia algunas reivindicaciones feministas de la primera mitad del siglo XX, tales como el voto de las mujeres. Incluso, aun siendo un caso excepcional, hubo posicionamientos abiertamente feministas, como el discurso pronunciado por María Duarte en 1938. Esta revisión nos obliga a matizar tesis como la de Loaeza (2013), quien retrata a las organizaciones preconciliares de mujeres católicas como eminentemente conservadoras, y al discurso católico sobre la feminidad como uno hegemónico sobre las mujeres mexicanas. Lejos de una posición monolítica, estos textos dejan ver el carácter polifónico de las posiciones sobre el devenir de las mujeres en el mundo moderno, al interior de una iglesia que dialogaba con la modernidad décadas antes del Concilio Vaticano II. Por ello considero que la propuesta de Bard (2000), con los matices señalados, resulta valiosa para atender las filias y fobias que el feminismo, sea en la primera, la segunda o la tercera ola9, ha despertado aún dentro de instituciones jerárquicas y conservadoras como la Acción Católica Mexicana.
Por otro lado, conviene tener en cuenta que las reacciones antifeministas del catolicismo se enmarcan en una experiencia particular de los tiempos modernos, donde “la Revolución” habría minado y buscaba destruir los “valores tradicionales” y trastocar el “orden natural” referido por Pío XII, dentro del cual, las mujeres tenían un rol fundamental. El impulso dado por la iglesia al voto femenino, a pesar de que convergía con una reivindicación feminista, se entendía como parte de la política de “restaurarlo todo en Cristo”. Aunque estaba fuera de su vocación natural, tanto el voto de las mujeres como su participación en ciertos ámbitos de la vida social, eran vistos como posibles caminos para buscar dicha restauración. Dentro de esta visión, era común que la intelectualidad católica recurriera al uso de protocronismos10, es decir, afirmaban que muchas de las aportaciones del mundo moderno, tales como los derechos de las mujeres y el feminismo, existían desde mucho antes en la tradición cristiana. El Concilio Vaticano II representa una ruptura importante, pues significó una valoración explícita de algunos elementos del mundo moderno y una revisión del magisterio de la iglesia católica, lo cual hizo posible que el feminismo católico adquiriera una mayor consistencia, resonancia y legitimidad. Las conexiones entre esos feminismos católicos forman parte de una historia que apenas comienza a escribirse.