Introducción
El artículo constituye un ejercicio de reflexividad crítica acerca de los aportes que una perspectiva feminista puede ofrecer a los estudios etnográficos de procesos educativos. El insumo principal del trabajo surge de mis propias investigaciones sobre la experiencia escolar en su dimensión sexuada entre los años 2011 y 2019. Dichas indagaciones fueron realizadas en colegios secundarios1 públicos y privados2 de la ciudad de La Plata3, Argentina, en el marco de la obligatoriedad para todas las escuelas del país para implementar la Educación Sexual Integral una política educativa que - en tanto descentra la sexualidad de la genitalidad así como su abordaje en las áreas de la biología, la salud y la psicología a las que históricamente estuvo ceñida-, se constituye en un marco normativo relativamente novedoso y disruptivo para la mayoría de las instituciones y sus sujetos.
En este caso no me detendré a describir los trabajos analíticos efectuados, sino que intentaré posarme sobre ellos para formular un conjunto de reflexiones ad hoc, en función de los propósitos de este artículo. Aun así, recuperaré algunas de las escenas escolares relevadas que les dan sustento y, al hacerlo, repondré algunos datos contextuales sin los cuales carecerían de sentido.
Indagar en torno a la experiencia en las escuelas secundarias implica trascender el marco de los contenidos curriculares impartidos, para enfocarse en la totalidad de la cotidianidad escolar. Además de los temas y las formas en que estos son abordados en las clases, este enfoque se interesa por describir los modos en que los diferentes sujetos habitan estos espacios, las maneras legítimas (e ilegítimas) de manejar los cuerpos, las relaciones de autoridad y de poder inter e intrageneracionales en su intersección sexogenérica, la mirada que los adultos colocan sobre las y los jóvenes, así como las formas en que estas/os desarman y rearman permanentemente los dispositivos pedagógicos instituidos, negociando e instituyendo a su vez sentidos propios que también forman parte constitutiva de la cotidianidad escolar en tanto experiencia sexuada.
Más que como el cúmulo autoevidente e irrefutable de “conocimiento reunido sobre los acontecimientos pasados”, concibo la experiencia como “un tipo particular de conciencia” (Williams, 2003, p. 138) o de producción de sentidos que anuda sentimiento y pensamiento, esto es, que rompe con esa escisión clásica de la teoría positiva. A su vez, como señala Joan Scott, “lo que cuenta como experiencia no es ni evidente ni claro y directo: está siempre en disputa, y por lo tanto siempre es político” y por ello mismo el desafío no es “la reproducción y transmisión del conocimiento al que se dice que se llegó a través de la experiencia, sino el análisis de la producción de ese conocimiento mismo” (2001, pp. 72-73). Un ejercicio de reflexividad es un insumo fundamental para el desarrollo de dicha empresa, puesto que la propia praxis etnográfica es, ella misma, una experiencia específica.
En las últimas décadas, la reflexividad ha ganado un lugar preponderante en distintas zonas de las ciencias sociales, con especial vigor en el campo de los estudios etnográficos. Podría decirse, siguiendo a James Clifford, que el trabajo reflexivo sobre las propias condiciones de producción y enunciación, así como sobre las estrategias narrativas que pretenden hacerlas visibles, han complejizado las modalidades de “autoridad etnográfica”, descentrando el modelo “experiencial” sintetizado en el apotegma: “estás allí… porque yo estuve allí” (2001, p. 40). Según este autor, hasta mediados del siglo XX, haber “estado ahí” era lo que confería al analista la autoridad para enunciarse sobre un campo, concebido muchas veces como una entidad preexistente a la investigación y con límites físicos predefinidos.
Sin por ello negar el valor del legado de los “estudios intensivos” recostados sobre este modelo, transformaciones tanto internas como externas al mundo de la investigación social han horadado su legitimidad como verdad incuestionable. Distintos procesos pusieron de relieve que el “campo” no es una realidad autoevidente, homogénea ni estanca que el análisis descubre. Tampoco quien investiga es un ser neutral, insensible, ni omnicomprensivo, como algunos trabajos parecen haber pretendido. Por su parte, hoy resulta factible destacar el carácter reflexivo, cambiante y contradictorio de los sujetos que protagonizan los procesos estudiados. Asimismo, los contextos que indagamos poseen fronteras porosas, atravesadas en forma incesante por sujetos, discursos y objetos culturales.
Dentro de los múltiples y diferentes embates sufridos por los modelos clásicos del trabajo etnográfico, interesa resaltar aquí la empresa emprendida por la teoría feminista y poscolonial orientada, en palabras de Alba Pons Rabasa (2018), a la “desbinarización del pensamiento occidental moderno” (p. 26) y a una crítica radical a su androcentrismo y noreurocentrismo subyacentes. En un trabajo pionero escrito hace tres décadas Lila Abu-Lughod postulaba que el mero hecho de preguntar acerca de la posibilidad de existencia de una etnografía feminista supone cuestionar radicalmente algunos de los principios científicos básicos como el de la pretendida “objetividad”, “ya que si la objetividad es el ideal de la investigación y la escritura antropológica, entonces argumentar a favor de la etnografía feminista sería argumentar a favor de un sesgo, interesado, parcial y, por tanto, un proyecto defectuoso” (2019[1990], p. 18).
En este sentido, como señalan distintas autoras ( Castañeda Salgado, 2019 4; Franceschi, 2019; Gregorio Gil, 2019), los conocimientos etnográficos feministas resultarían necesariamente conocimientos situados capaces de poner de relieve aspectos que algunas zonas de las ciencias sociales dejan de lado o bien ubican en un lugar epistemológico subordinado: la afectividad, la corporalidad, así como la relación entre sujetos que investigan y sujetos investigados.
De este modo, en su puesta en práctica, la etnografía feminista requiere de una recuperación de tradiciones, legados y genealogías negadas o, en los términos de Carmen Gregorio Gil, de “espacios epistémicos otros” (2019, p. 3). A su vez, esta apuesta implica, de acuerdo con Pons Rabasa, “una manera de analizar y escribir que escape de la objetivación, homogeneización y estabilización de las experiencias vividas en el trabajo de campo y encarne el saber que se produce” (2018, p. 26).
La puesta en primer plano de la intersubjetividad a lo largo de todo el proceso de producción de conocimiento ( Castañeda Salgado, 2019; Franceschi, 2019) no supone abrevar en un situacionismo radical o en un empirismo ingenuo, como si el trabajo intelectual consistiera en la mera descripción de los fragmentos de una totalidad (o como si estos pudieran comprenderse sin aquella). Inserto en la tradición de los estudios culturales entendidos como contextualismo radical (Grossberg, 2012), considero que las experiencias escolares sólo pueden comprenderse en el marco de configuraciones socioculturales más amplias que les plantean “límites y presiones específicas” (Williams, 2000). Al mismo tiempo, es preciso advertir que cada institución se apropia de ese material disponible de maneras situadas y en vínculo con sus particulares condiciones de producción y organización de las prácticas y los sentidos circulantes en su seno.
Así, los trabajos emprendidos desde este enfoque asumen el doble desafío de analizar la especificidad de cada espacio institucional y, al mismo tiempo, buscar las articulaciones posibles entre esos entramados de sentido y las formaciones socioculturales más amplias que constituyen sus condiciones (materiales y simbólicas) de posibilidad.
Acerca de la construcción del “campo”
Asumir la centralidad de la experiencia etnográfica como vía de acceso a la comprensión de los procesos estudiados, no sólo en tanto sujeto cognoscente con inquietudes y condicionamientos propios del campo científico-académico en la Argentina contemporánea, sino también en mi “implicación carnal” (Wacquant, 2012) en tanto portador de “diferencias”, conlleva asociada la concepción del “campo” como construcción heurística y no como una entidad preexistente que el estudio procura “descubrir”. Quien lleva adelante el análisis, de alguna manera, lo inventa a partir de los propios interrogantes que formula, la mediación teórica que lo orienta, el trabajo metodológico que despliega y las relaciones sociales que entabla. Estos elementos constituyen sesgos y límites que, lejos de ser un obstáculo, conviene examinar críticamente a fin de comprender los alcances del propio estudio.
En este sentido puede decirse que el campo es siempre un “problema epistemológico”. Estudiar la sexualidad en las escuelas no prescribe ni el tipo de abordaje, ni las prácticas a indagar, ni las temporalidades y espacialidades que habrá de tenerse en cuenta. Esto último resulta crucial por cuanto existe cierta tendencia investigativa que, de no mediar un proceso de reflexividad, lleva a con-fundir el objeto de estudio con el lugar de estudio, así como a circunscribir el trabajo de campo a los límites físicos de dicho lugar, como puede ser una nación, una ciudad o una escuela. En este sentido, considero que el desafío para un estudio comprometido con la perspectiva feminista es la articulación en el análisis de los múltiples niveles y mediaciones (Achilli, 2005) que gravitan sobre la experiencia escolar en su dimensión sexogenérica, lo cual necesariamente supone una indagación analítica de sus diversos contextos (Molina, 2013), ya que la cotidianidad escolar en su dimensión sexuada no se teje en el vacío, sino que se inscribe en tramas socioculturales que la condicionan de formas más y menos subrepticias.
A este respecto puede decirse, parafraseando a Clifford Geertz, que no se trata de estudiar las escuelas, sino en escuelas (1987), despejando de ese modo toda pretensión de universalidad respecto de los saberes situados que es posible producir, así como de totalidad respecto de la multiplicidad de procesos que se suceden en los colegios. Lo anterior por la imposibilidad fáctica de hacerlo, y además porque asumo que los colegios seleccionados constituyen el contexto de indagación y no el objeto analítico. Desde luego, ello no implica afirmar que el terreno en el que se realiza el estudio sea tan sólo el “escenario” sobre el que se suceden los procesos indagados, sino algo de otro orden: que dicho terreno es parcialmente construido por una praxis investigativa concreta. El interrogante inicial, entonces, gira siempre en torno a qué estudiar en cada contexto.
En mi caso, la pregunta que guía la investigación versa en torno a cómo se trama la configuración de unas lógicas institucionales respecto de la regulación de los cuerpos y los saberes vinculados a la sexualidad y las emociones en el ámbito escolar, en el marco específico de la implementación de una política con perspectiva de género (y por lo tanto disruptiva dentro de un marco cultural androcéntrico y patriarcal) como la Educación Sexual Integral que, en tanto derecho de los y las estudiantes con estatuto legal, rige como obligatoria para las instituciones educativas.
Esta interrogante, como señalé previamente, desborda las “clases de educación sexual” ya que, tal como demostraron numerosos trabajos (entre ellos Báez, 2012; González del Cerro, 2018; Lopes Louro, 2007; Morgade, 2001, 2011; Scharagrodsky, 2007; Tomasini, 2011, 2013), en las escuelas las interpelaciones pedagógicas no se reducen a los contenidos curriculares, sino que se van tramando a partir de las múltiples prácticas que expresan visiones, creencias y supuestos, muchas veces sin que se repare en ellos. Las formas de disponer los bancos, la separación por “sexo” (hasta hace unos años y aún en algunos colegios) para las clases de educación física y para el “saludo a la bandera”, las expectativas diferenciales para varones y mujeres de acuerdo con las distintas áreas temáticas y la división sexual del trabajo docente también contribuyen a generar modelos, gustos y hábitos que se aprehenden y se van naturalizando.
Desde luego, esos saberes no se inventan de la nada en los contextos escolares, sino que en estos se producen diferentes “apropiaciones” (Rockwell, 2005) de los marcos culturales más amplios que les plantean “límites y presiones específicas” (Williams, 2000).
Cuando las jóvenes de un Segundo año de una escuela privada laica de La Plata impugnaban a su docente, en una clase de la asignatura Convivencia, transcurrida durante el año 2017, la legitimidad del concepto de “identidad de género” que ella acababa de explicar debido a que, de acuerdo a las chicas, el mismo contribuye a la clasificación de las personas y, por ende, al encasillamiento y, en definitiva, a la construcción de estereotipos que violentan a los sujetos, lo que hacían era reponer, en un ambiente que se los posibilitaba, repertorios culturales más vastos que esas adolescentes tenían a disposición y sin los cuales no podría suceder el intercambio áulico que reconstruimos abajo.
Yo soy yo -dice Renata-. Soy Renata. No importa si soy mujer o si me siento mujer. [Se queda pensando en lo que dijo.] ¿Qué es sentirse mujer? ¿Vestirse de una manera? ¿Cómo se viste una mujer? [Mira a la docente con una sonrisa, se la nota satisfecha con su argumento]. Yo me visto con un jogging igual que él [señala a un compañero].
Sí, con la expresión de género lo mismo -agrega intempestivamente Ali, haciendo referencia a otro concepto que la docente acaba de explicar y adelantándose a una posible respuesta al planteo de Renata. Luego agrega: Es otra manera de decir: ‘si te sentís hombre tenés que moverte así, si te sentís mujer o trans o lo que sea…’. Es como que te estás clasificando todo el tiempo. ¿Por qué?
La profesora se queda un instante en silencio, algo azorada. Se la nota sorprendida. Esperaba una reacción desde posiciones más conservadoras y, de pronto, en el planteo de estas jóvenes, su propia posición es acusada, cuanto menos, de tradicional. Luego de pensar un instante, y procurando no quedarse en el lugar en el que las adolescentes la están ubicando, responde:
Bueno, chicas, ¿pero no les parece que al menos es un avance pensar que el género no se deriva de la genitalidad con la que se nace? Podés nacer con un pene y sentirte mujer o…
No -la interrumpe Ali-. Porque es otra clasificación. Y sigue siendo lo mismo. ¿Ahora te sentís mujer? Bueno, no juegues más al fútbol… Yo soy mujer o no sé, no importa [se ríe, entendiendo que su auto-adscripción de género debilita el argumento que está desarrollando] y juego a la pelota, ¿y?
Para que esta escena se dé en un Segundo año de la escuela secundaria (con chicas/os de 13 y 14 años), es preciso que haya un contexto institucional que la posibilite, pero al mismo tiempo no se puede soslayar la existencia (y la gravitación) de unas configuraciones socioculturales más amplias que proveen los elementos y las crisis sin los cuales Ali y Renata no hubieran podido siquiera imaginar los planteos con los que trataban de desbaratar los argumentos de una docente que había preparado una clase con el propósito de combatir los discursos y las prácticas más conservadoras respecto de los géneros y las sexualidades y, de pronto, se vio interpelada y casi acusada de complicidad con los estereotipos de género.
Las/os estudiantes que hoy habitan las escuelas secundarias vivieron toda su vida en el siglo XXI, bajo un régimen político democrático, en un contexto de ampliación de los derechos sexuales y (no) reproductivos impulsado por leyes y políticas específicas, donde se ha tendido a escindir crecientemente las relaciones sexuales del matrimonio (que cada vez aparece más desdibujado como mandato social). Asimismo, reciben de los medios, así como de ciertas campañas y discursos públicos mensajes que alertan frente a las posibles consecuencias del sexo “no seguro”, con fuerte énfasis en la prevención de enfermedades de transmisión sexual y en el “embarazo adolescente” como problema público. A su vez, se han socializado en el marco de la expansión de las demandas y los discursos de los movimientos de mujeres y de la diversidad sexual, poseen un amplio acceso a dispositivos tecnológicos y un uso regular de Internet (con gran llegada a contenidos audiovisuales eróticos y pornográficos) desde muy temprana edad, entre otros elementos que operan como condiciones de existencia radicalmente novedosas respecto de generaciones pasadas.
De allí que, en mi caso, apostar por el carácter situado de todo saber no implica una escisión con los contextos más vastos, sino que lo que interesa es llegar a comprender las perspectivas de los sujetos que protagonizan los procesos situados que estamos estudiando. En esta clave, recuperamos la conceptualización que hace Elsie Rockwell sobre el proceso de apropiación, la cual “tiene la ventaja de transmitir simultáneamente un sentido de la naturaleza activa y transformadora del sujeto y, a la vez, el carácter coactivo pero también instrumental de la herencia cultural” (2005, p. 29, cursivas en el original).
En este marco, interesa establecer aquí algunas precisiones respecto de la perspectiva epistemológica propia. Al enunciar el propósito de un trabajo etnográfico suele hablarse (en ocasiones como categorías intercambiables, a veces oponiendo unas a otras) de punto de vista nativo o perspectiva del actor o de conocer una comunidad en sus propios términos. Más que una discusión etimológica respecto de la pertinencia de uno u otro de los términos empleados, me interesa resituar aquí estos debates en relación con las formas de concebir el trabajo de campo, esto es, en torno a cuáles son los elementos que entran en juego en la configuración de las perspectivas nativas y cómo es posible captarlos y volverlos inteligibles. Esto inscribe necesariamente a quien investiga en el corazón del asunto a indagar.
Esta discusión, presente en el desarrollo de los trabajos etnográficos a lo largo del siglo XX, ha tenido en las últimas décadas un cruce muy productivo con diversas reflexiones acerca de la (in)visibilización y la (no)representación de los sujetos subalternos en la producción académica guiada por las concepciones científicas que se posan sobre las nociones de objetividad y rigurosidad positivista (Said, 2010; Spivak, 1988). Al mismo tiempo, precisamente por el “aire de familia” que puede reconocerse entre estos múltiples desplazamientos epistemológicos, es preciso distinguir los propios posicionamientos de otras posturas con las que, de todas formas, asumo un diálogo fértil.
En primer lugar, puede decirse que, en consonancia con buena parte de los trabajos etnográficos, el enfoque que orienta mi práctica investigativa antes que juzgar, sancionar o evaluar las prácticas y las opiniones de los sujetos que protagonizan los procesos estudiados, persigue una obstinada voluntad de comprenderlas. De este modo, aun cuando asumo el carácter profundamente político de mi praxis, considero que el punto de partida no puede ser otro que el (re)conocimiento de las lógicas prácticas presentes en los contextos indagados.
A su vez, como señalé previamente, no persigo una visión “sintética” (Clifford, 2001) de las escuelas estudiadas, sino la reposición de las disputas, los disensos, los malentendidos, al mismo tiempo que las lógicas que los articulan. En ese sentido, un primer desplazamiento respecto de la forma en que usualmente se enuncian los propósitos de la etnografía lo constituye esa voluntad de pluralidad de puntos de vista nativos, entendiendo que toda configuración cultural es heterogénea, dinámica, porosa y desigual.
Un segundo desplazamiento que interesa poner de relieve se vincula con la idea planteada por Fernando Balbi de asumir la etnografía como “integración analítica” de las perspectivas nativas a un análisis teóricamente informado (2012). En un texto polémico frente a las maneras en que esta perspectiva de conocimiento ha definido su labor, este autor señala que plantear que: “la investigación etnográfica supone dar cuenta de los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus protagonistas […] es engañosa” (2012, p. 485). Resulta interesante aclarar que Balbi no discute con la labor etnográfica, sino con la forma en que suele explicársela. En este marco, señala que “la así llamada perspectiva nativa es una construcción analítica, un instrumento heurístico desarrollado por el etnógrafo y no una mera transcripción de lo que los nativos efectivamente piensan acerca de su mundo social” (2011, p. 487).
En el contexto de los debates planteados por la crítica poscolonial respecto de la posibilidad y la legitimidad de la “representación” del otro en la escritura académica, lo que ha llevado al ensayo a sortear de distintas formas la distancia entre sujeto cognoscente y sujeto cognoscible, me interesa recuperar el texto de Balbi como un giro de afirmación autoral lo que sin embargo no implica desconocer las tensiones y dilemas que constituyen esa posición. Coincido con el autor en que la búsqueda de comprensión de los sentidos nativos es un esfuerzo intelectual de quien lleva adelante el análisis, orientado por interrogantes propios y herramientas conceptuales que, desde luego, van modificándose sensiblemente en la confrontación con las perspectivas de los sujetos que protagonizan las prácticas estudiadas. El resultado de esta búsqueda pretende ser una “‘integración dinámica’ o ‘analítica’ de las perspectivas nativas en la descripción etnográfica” (Balbi, 2011, p. 493, resaltados en el original).
En la misma línea se expresa la antropóloga mexicana María Eugenia D’Aubeterre:
Yo no creo en esta idea de la autoría compartida. No participo de eso, esa no es mi experiencia. (…) [N]o eres neutral, yo tengo un punto de vista de lo que significa la opresión de estos sujetos, de ninguna manera creo que estoy en la misma posición que ellos, esto me parece que es una fantasía (entrevistada en Castañeda Salgado, 2019, p. 4).
De todas formas, lo que sigue quedando afuera en la reformulación de Balbi, y es acá donde la teoría feminista puede hacer un aporte fundamental a una praxis etnográfica más compleja y comprometida con el conocimiento y la transformación social, es la discusión respecto de cuáles son los elementos que entran en juego en la configuración de dichas perspectivas nativas y cómo es posible captarlos y volverlos inteligibles. Interrogante que, a mi entender, implica asumir la etnografía misma como una experiencia y el trabajo de campo como algo que empieza en el propio cuerpo.
Siguiendo a Raymonds Williams, concibo la experiencia como un tipo de conciencia que anuda sentimiento y pensamiento, aquello que el cientificismo positivista se esfuerza por escindir (2003). Ello supone una clave de inteligibilidad crucial, por cuanto la interacción intersubjetiva en la praxis investigativa no se produce entre “marcos conceptuales”, sino entre sujetos que son racionales pero también sensibles, sexuados, deseantes y todo ello toma parte en la práctica etnográfica. Desde luego, este posicionamiento epistemológico no reduce de ningún modo la complejidad de la tarea analítica, ya que asume que la experiencia no es un mero reflejo de la “realidad”, sino una particular elaboración (no necesariamente ni todo el tiempo deliberada) que excede el plano de lo discursivo, lo rebasa, a la vez que es imposible e inasequible sin él (Scott, 2001). Así, como señala Scott, no hay experiencia sin relato (2001), pero tampoco es posible relatar la multiplicidad de dimensiones experienciales de los sujetos. Podemos sí inferir, a partir de la cuidadosa puesta en relación de ciertos acontecimientos relevados etnográficamente con toda una vasta trama relacional en la que estos tienen lugar, algunos de sus sentidos subyacentes. Y para ello resulta fundamental consagrar a la tarea toda la potencia sensible de quien analiza, y no sólo su intelecto.
La ruptura con la “mirada distante” propia del quehacer etnográfico previo a los “giros” posmodernos (Stolcke, 2008) implica asumir que la propia subjetividad forma parte del campo indagado y, al mismo tiempo, lo modifica y se modifica en el devenir de la praxis investigativa. Más que ocultar la mutua contaminación de las “corpo-subjetividades” (Pons Rabasa, 2018) que entran en juego en el proceso de producción de conocimiento, de lo que se trata es de desarrollar una suerte de “intimidad crítica”, esto es, “una relación que se opone abiertamente a la ‘distancia’” (Bal, 2009, p. 369) y que, a partir de un ejercicio reflexivo, sea capaz de volver inteligibles las intensidades afectivas que no adquieren plena representación lingüística.
No se trata, entonces, de “darle voz” a quien presumimos que no la tiene, ni de ocultar nuestro lugar de enunciación a través del supuesto de la “co-autoría”. La autoreflexividad debe permitirnos visibilizar los filtros a través de los cuales percibimos el mundo y, al mismo tiempo, tender a la construcción de relaciones de investigación más igualitarias y no extractivistas. A esto último se refiere Nencel al señalar la necesidad de una “reflexividad situada” (citado en Gregorio Gil, 2019).
La afirmación autoral que propugno asume que la relación entre sujeto cognoscente/sujeto a conocer, aun con sus múltiples reformulaciones, resulta en última instancia una tensión irresoluble, inherente al proceso de producción de conocimiento. Las variaciones oscilan en las formas de concebir dichos polos y fundamentalmente su relación. La reflexividad desde una perspectiva feminista, a mi entender, no “resuelve” ese dilema, sino que permite asumir el carácter (inter)subjetivo, encarnado, afectivo, ético y político de dicho proceso, así como volver inteligibles algunos aspectos de la realidad indagada que, de otro modo, se perderían irremediablemente. En este sentido, como señalara Abu-Lughod en esa suerte de manifiesto político-intelectual que es ¿Puede haber una etnografía feminista?, la potencia de este enfoque no consiste solamente en su disposición a ejercer una suerte de “justicia epistemológica” al reponer dimensiones de lo social soslayadas por otras teorías, sino que “la promesa de todo esto es que podemos entender mejor la forma en que funciona el mundo” (2019, p. 29).
En este sentido, interesa distinguir estas reflexiones de aquellos giros reflexivos posmodernos que reducen lo social al plano discursivo, sin atender a aquellas intensidades emotivas que no logran ser plenamente articuladas a través del lenguaje verbal. Poner lo afectivo en primer plano en los procesos de reflexividad supone un esfuerzo por aprehender al menos una porción de dichos excesos. De modo que reconozco, con Scott, que la experiencia es un relato (2001), a la vez que el relato no es autosuficiente, puesto que la experiencia nunca alcanza total inteligibilidad a través del lenguaje (aunque sea inescrutable sin él).
La complejidad que esto impone al analista radica en que el testimonio basado en la experiencia suele exhibirse como verdad irrefutable, esto es, como “evidencia” efectiva (Scott, 2001). Tal como me ocurrió en una de las escuelas indagadas cuando le pedí a su directora que me contara acerca de la historia del colegio y ella consideró oportuno que mejor lo hablara con una docente que había sido alumna en la institución, porque, según me dijo, “no es que sabe la historia, ella la vivió”. Puesto en esos términos, el análisis parece verse compelido a corroborar o refutar los relatos relevados, cuando de lo que se trata es de comprender los sentidos prácticos de los/as nativos/as, las retraducciones que operan en su praxis siempre situada y las lógicas que traman sus relaciones. Como señala Scott, en un pasaje que considero inspirador para estas reflexiones:
Necesitamos dirigir nuestra atención a los procesos históricos que, a través del discurso, posicionan a los sujetos y producen sus experiencias. No son los individuos los que tienen la experiencia, sino los sujetos los que son constituidos por medio de la experiencia. En esta definición la experiencia se convierte entonces no en el origen de nuestra explicación, no en la evidencia definitiva (porque ha sido vista o sentida) que fundamenta lo conocido, sino más bien en aquello que buscamos explicar, aquello acerca de lo cual se produce el conocimiento (Scott, 2001, p. 50; cursivas nuestras).
Tal vez un déficit del concepto en la propuesta de Scott (que sigo en líneas generales) sea que en algunos pasajes tienda a recaer en un determinismo discursivo que torna al sujeto -en clave foucaultiana- en un mero efecto del lenguaje. Por nuestra parte, asumimos este concepto reconociendo su carácter paradojal y su densidad en el interior del feminismo, donde muchas veces ha operado como un esencialismo (estratégico o no) que aplanó su riqueza y complejidad, a la vez que fue en el seno mismo de esta tradición que se ha realizado una crítica aguda a tales usos, rescatando el valor de la noción para la teoría y la praxis feministas, pero aceptando como una tensión inherente a la misma su carácter discursivo (y, por tanto, ficcional, ideológico, histórico y contextual), al mismo tiempo que se reconoce que el discurso es incapaz de aprehenderla en su totalidad (Alcoff, 2002; Elizalde, 2008).
La etnografía feminista. Método, enfoque, texto y experiencia
Este trabajo asume que la experiencia escolar todo el tiempo conlleva una dimensión pedagógica respecto de la sexualidad, que trasciende ampliamente las prescripciones curriculares y los propósitos formativos y regulatorios de docentes y directivos en cada institución, definiéndose de formas específicas y contextuales a partir de una trama relacional en la que las/os jóvenes no ofician de receptáculos inermes, sino que a partir de sus prácticas, rituales, inquietudes, consumos y saberes, recrean, promueven, demandan y conmueven los sentidos instituidos.
Como señalé, la perspectiva de conocimiento general adoptada es la etnografía, entendida como enfoque, método, texto (Guber, 2011) y también como experiencia (Rockwell, 2009). Perspectiva que supone asignar prioridad al punto de vista de los sujetos que protagonizan los procesos estudiados, asumiendo que dichos puntos de vista se entraman en el fluir cotidiano de sus acciones (y no sólo en aquello que los sujetos dicen sobre las mismas) (Geertz, 1987). De ahí que la dimensión afectiva resulte una herramienta primordial del trabajo etnográfico, no sólo en la medida en que se trata de un elemento constitutivo de las relaciones intersubjetivas a partir de las cuales es posible realizar toda investigación y, por ende, producir conocimiento científico, sino también en tanto canal privilegiado de percepción y reconocimiento de aspectos que no alcanzan a ser plenamente articulados a través del lenguaje verbal y que, por ello mismo, resultan difíciles de aprehender a partir de herramientas metodológicas clásicas como las entrevistas (así se trate de indagaciones no directivas).
La forma convencional que asume la entrevista se asienta sobre una distinción rígida y tajante entre sujeto investigador/objeto investigado que, además de adoptar una modalidad extractivista de la “subjetividad local” y de invisibilizar la dimensión afectiva y encarnada de la relación interpersonal que la hace posible, tiene asimismo un problema epistemológico crucial que consiste en reducir las experiencias vitales a los márgenes ciertamente estrechos de aquello que es posible articular discursivamente en una situación determinada.
Es por ello que, con el correr del tiempo, en la praxis investigativa fui ponderando cada vez más otro tipo de intercambios, más informales y menos escindidos de las prácticas que pretendía estudiar. Al ver la potencia de los datos construidos a partir de esta forma de trabajo, decidí priorizar la observación participante como herramienta metodológica fundamental, circunscribiendo la posibilidad de realizar algunas entrevistas abiertas, no directivas, para situaciones muy específicas (como la reconstrucción de aspectos que hacen a la historia de las instituciones).
Las reflexiones sobre mi experiencia de campo, en parte apuntaladas a partir de esta reformulación del trabajo metodológico, me hicieron repensar la totalidad de las categorías utilizadas. Así, prontamente advertí que detrás de la expresión “observación participante” se englobaban prácticas muy disímiles que requerían, cuanto menos, ser puestas en crisis a fin de reconocer su valor heurístico. Por caso, entre las/os docentes que se mostraron abiertas/os a que les propusiera temas y modalidades de abordaje para contribuir al estudio y quienes se limitaron a permitirme observar sus clases transité un amplio abanico de variantes.
Esas dinámicas me hicieron palpable la tensión que conlleva el nombre de la técnica escogida: observación participante. ¿Cómo pretender la pura observación si nuestra presencia afecta los procesos que pretendemos observar? ¿Cómo hacer para asumir un lugar de observación privilegiada cuando nuestra participación supone, por ejemplo, estar al frente de alguna clase? Asumiendo lo irresoluble de ese dilema, opté por acompañar cada paso con un proceso reflexivo que me permitiera desentrañar sesgos, límites y alcances de mi abordaje. Finalmente, la confianza depositada para estar frente a un curso o el lugar de “especialista” asignado en alguna situación señalaban mucho de las prácticas que pretendía estudiar y de sus protagonistas.
De este modo, puede decirse que no es la “distancia” -sobre la que parecería sustentarse toda posibilidad de producción de conocimiento para las pretensiones de cientificidad positivista- sino el grado y el tipo de proximidad con los sujetos con los que interactúo en el campo sobre lo que se fundan los análisis efectuados. De allí que a medida que fui avanzando en el trabajo etnográfico fui propiciando cada vez más el despliegue de lo que Alba Pons Rabasa denomina “encuentros afectivos” (2018), que no siempre están guiados por los propósitos de la investigación.
Esta autora sustituye la noción de observación participante por la de participación observante para definir su estrategia metodológica, poniendo así en primer plano la implicación afectiva en los procesos que pretende comprender. En sus palabras: “no se trata solamente de poner el afecto como eje principal de análisis, sino de asumir que la afectación de la investigadora es la única ruta que nos permite analizar fenómenos que desbordan lo discursivo y que son situacionales” (2018, p.47).
En su monumental etnografía sobre la experiencia de los boxeadores negros en un barrio obrero de Chicago, Loïc Wacquant realiza algunos señalamientos que podrían recuperarse en esta misma clave (2006). En un proceso de cierta mimetización con sus “nativos/as”, el sociólogo francés decidió emprender un esforzado entrenamiento que lo llevó incluso a pelear profesionalmente. Según sus palabras, fue el hecho de “poner el cuerpo” en primer lugar lo que le permitió tener acceso a los sentidos profundos de la práctica estudiada. De allí que definiera su estrategia metodológica como participación con observación.
Por su parte, en sus estudios sobre el sistema de brujería en Francia, Jeanne Favret-Saada señala que “ser afectado”, esto es, tomar parte activa en los procesos que se pretende estudiar, resulta un requisito sine qua non, ya que:
cuando se está en tal lugar, somos bombardeados por intensidades específicas (llamémoslas afectos) que no se significan generalmente. Por tanto, esa posición y las intensidades que la acompañan, deben ser experimentadas porque esa es la única manera que tenemos de aproximarnos a ellas (Favret-Saada, 2013, p. 63).
Si Wacquant había planteado que, más que observación participante, los suyo había sido participación con observación, para Favret-Saada la misma expresión resulta inadmisible, al menos en lo concerniente a su objeto: “en retórica, se denomina oxímoron: observar participando o participar mientras se observa -algo casi tan evidente como tomar un helado que quema-” (2013, p. 59).
En mi caso el interés no se centra en una reformulación de la categoría que nombra la estrategia metodológica, sino en una reflexión crítica sobre la forma de llevar adelante el trabajo etnográfico. En ese sentido, considero que poner lo afectivo en primer plano permite aprehender al menos una porción de aquellas intensidades emotivas no conscientes que no logran ser articuladas por las representaciones lingüísticas vigentes pero que dejan huellas en la sensibilidad de quien investiga. Como Wacquant y Favret-Saada, considero que el extrañamiento que permite recuperar una porción de esos “afectos” es un proceso ulterior y no una posición de distancia en el campo indagado.
Premisa que adquiere inflexiones específicas en cada contexto. En mi caso, analizar las sexualidades en el ámbito escolar supone abordar el dilema de la expresión en el espacio público de aquello que la cultura presupone como del orden de lo íntimo (Blanco, 2014). Hablar sobre sexualidad no sólo puede resultar “embarazoso” para los sujetos que “son estudiados”, sino también para quien investiga. En mi caso, con mis informantes adultas/os mantuvimos casi todo el tiempo cierta “discreción” respecto de nuestros gustos, hábitos y prácticas sexuales, de lo cual me percaté tiempo después, repasando notas de campo. Las conversaciones tendían a circunscribirse (con algunas excepciones) al ámbito del colegio, con lo cual la vida cotidiana extraescolar (de ellas/os pero también la mía) aparecía muy poco en los intercambios. Sin habérmelo propuesto, mi indagación se acomodaba al carácter pretendidamente des-erotizado del ámbito escolar. Fue una experiencia de incomodidad vivenciada en una de las escuelas que estaba estudiando la que me motivó a repreguntarme por las implicancias de este abordaje involuntario.
A mediados de 2017 inicié mis observaciones en las clases de Literatura en un Cuarto año (con estudiantes de 15 y 16 años) de un colegio privado laico ubicado en el límite entre las ciudades de La Plata, Berisso y Ensenada al que asisten mayoritariamente jóvenes de clase media y media-alta. Era la primera vez que ingresaba al salón, de modo que al hacerlo me quedé un rato de pie, junto con la docente a cargo, presentando al grupo los propósitos de mi estudio. Mientras lo hacía iba recorriendo el aula con la vista, intentando establecer algún reconocimiento inicial de la disposición espacial del curso y sus distintos agrupamientos. No tardé en percatarme que dos chicas, sentadas a unos dos metros de donde me encontraba, ensayaban miradas que erotizaban denodadamente mi figura, mientras se hacían comentarios entre ellas “por lo bajo”.
Se trataba de algo que ya había percibido en otras situaciones, pero sobre lo cual no había reflexionado suficientemente. Dada la incomodidad que me generaba establecer un vínculo atravesado por la dimensión erótica en el contexto de mi indagación etnográfica, con personas menores de edad (en el caso de las/os estudiantes) y en un ámbito pretendidamente ascético como la escuela, una y otra vez ensayé estrategias para establecer relaciones interpersonales de cierta cercanía y cordialidad, pero procurando alejarlas del terreno del deseo sexual y las prácticas de cortejo. Por más que yo asumiera como punto de partida de mi investigación que la sexualidad no puede quedar en la puerta de la escuela, ni ingresar exclusivamente como un contenido curricular, una lógica cultural de hondo calado sobre la que no me había percatado estaba modelando la manera en que forjaba mi trabajo de campo.
Esa misma mañana, una nueva interpelación del mismo grupo volvió a poner de relieve la improcedencia de esta forma de concebir la experiencia investigativa. Estábamos sobre el final de la clase, casi a la espera de que sonara el timbre del recreo. Había cierta “relajación” general, dado que ya se habían desarrollado los contenidos previstos por la docente. Era habitual que sea en estos “intersticios” en los que lograra los relevamientos e intercambios más ricos durante mi estadía en las escuelas, por lo que no perdía la oportunidad para establecer todo tipo de diálogos con las y los estudiantes. Es en ese contexto que un joven, tomándome por sorpresa, me preguntó si tenía novia.
Sin la lucidez o la gracia que me hubiera gustado como para motivar un intercambio más prolongado y significativo, donde a partir de mi respuesta pudiera luego indagar sobre sus propias experiencias y relaciones sexuales y amorosas, simplemente dije que “sí”. Lo cual fue rematado por una de las chicas a las que referí al comienzo de esta escena etnográfica (que, como todas/os, se había quedado expectante de lo que dijera), con una acotación “por lo bajo” pero con el volumen suficiente para que se escuchara en todo el salón: “Debe ser re linda”.
El comentario fue celebrado por sus pares con risas, gritos y cargadas. La joven se sonrojó y quedó con la mirada hacia abajo, aunque creí advertirla satisfecha por el valor de su ocurrencia. Como solía hacer en situaciones semejantes, procuré llevar la charla hacia otros lugares, sin asignarle mayor importancia a lo sucedido. Sin embargo, esta vez la interpelación había surtido efecto.
Al reflexionar sobre este evento advertí que asumir el carácter sexuado de la investigación social supone hacerse cargo de la dimensión erótica que entra en juego, también como un insumo estratégico en la producción de conocimiento. En este sentido, fue a partir de esta experiencia que pude comprender que la pretendida des-sexualización de su figura que realizan muchas/os docentes y que a mi juicio resulta una contribución fundamental a la reproducción de una lógica heteronormativa y normalizadora en las instituciones educativas, en la medida en que ésta funciona como prescripción implícita mientras no se manifiesten “desvíos” o “excepciones”, era un señalamiento que también cabía a mi praxis etnográfica. Además, al poner de relieve esta dimensión en mi experiencia investigativa me resultó más sencillo indagar al respecto en los encuentros con las/os docentes. De allí que, como señala Pons Rabasa, “utilizar el cuerpo y la sensorialidad como herramienta para el análisis implica no solamente participar, sino también percibir ciertos fenómenos difícilmente textualizables” (2018, p. 29).
¿Puede el hegemónico hablar? Algunas consideraciones finales
Como fue dicho, la práctica etnográfica que busca comprender las experiencias escolares en su dimensión sexuada es, también ella, una experiencia corporal, afectiva y sexuada imbricada en los procesos que se pretende estudiar. Dicho conocimiento aparentemente “directo” no es autoevidente, pero a partir de un profundo ejercicio de reflexividad y vigilancia constituye sin dudas una vía de acceso inestimable a la trama relacional y significativa de cada institución.
En mi caso fue mi experiencia singular la que me posibilitó comprender en forma específica las configuraciones de sentido vigentes en las escuelas estudiadas. Los análisis realizados estuvieron siempre guiados por lecturas teóricas y reflexiones conceptuales, pero también por las relaciones concretas entabladas con las personas que habitaban estos colegios.
Esa experiencia supone siempre un intercambio de marcos interpretativos, donde el analista participa en función de sus particularidades y atributos diferencialmente significados por sus interlocutores en el marco de “configuraciones culturales” (Grimson, 2011) relativamente compartidas.
En ese sentido, mi implicación en el estudio etnográfico de la experiencia sexuada en escuelas secundarias no se dio tan sólo en tanto sujeto cognoscente, sino también en tanto varón, cis, heterosexual, universitario, adulto o joven (dependiendo de los/as interlocutores/as) y todo ello condicionó, es decir, operó como condición de posibilidad de los datos construidos y los análisis efectuados.
A esta altura puede resultar casi un clisé dentro de un ejercicio de reflexividad nombrar las propias diferencias en tanto demarcadoras del lugar de enunciación del investigador. Muchas veces tales procedimientos no trascienden la mera enumeración de ciertos principios clasificadores del orden social, sin mayor relación con el campo material de indagación ni con el análisis propiamente dicho, como si tales diferencias pre-existieran al propio campo. Por el contrario, sus significados son producto de la relación intersubjetiva en contextos determinados. No basta con consignar algunos rasgos de (auto y hetero) adscripción identitaria considerados a priori como más relevantes que otros, sino que es preciso realizar, en cada caso concreto, un esfuerzo interpretativo acerca de los procesos de interacción intersubjetivos, recuperando en la reflexión tanto las marcas discursivas de nuestras/os interlocutoras/es como las propias sensaciones experimentadas in situ, ya que ambas constituyen vías de entrada privilegiadas no sólo para “vigilar” los sesgos propios, sino también para reconocer lo que ese proceso de etiquetamientos mutuos puede señalar de la trama de sentidos que se pretende conocer.
La primera vez que me vi en la obligación de reflexionar al respecto fue a partir de la consulta que hice a una docente e investigadora especializada en estudios de género, a quien recurrí para comentarle de mis avances, mis dudas y mis intereses con respecto al trabajo que estaba recién emprendiendo. Luego de escucharme largo rato en silencio, me aconsejó que estudiara la configuración de las masculinidades en las escuelas, que era algo (a su entender) poco estudiado en el país y, además, al ser yo varón, resultaba mucho más “apropiado”. Al principio sentí cierta perplejidad por la recomendación que me hacía. ¿Qué quería decirme? ¿No era legítimo mi interés en el tema? ¿Por qué una referente en este enfoque invocaba mi biología (socialmente significada, es cierto) como obstáculo para el análisis de las experiencias de educación sexual en las escuelas?
Mi respuesta en aquel momento fue que, en efecto, ello formaba parte de lo que quería indagar, que me interesaba especialmente la pregunta por los mandatos de género que circulaban en las escuelas y que me seducía la idea de pensarlos relacionalmente, que iba a analizar las feminidades y las masculinidades que construían la interacción de los sujetos en cada una de estas instituciones y, ya dispuesto a salir del “mal trago”, le pedí que me recomendara algunos textos. Pero ella insistió en que lo mejor, dada mi “condición” (hizo todo lo posible por ser muy clara en lo que me decía), era que me abocara solamente a observar el comportamiento de los varones en estas escuelas, el trato entre ellos mismos y con las mujeres (¡pero mirándolos a ellos!), así como con los docentes y los directivos.
Lo que ella impugnaba, se me volvió evidente, era que yo, en tanto sujeto hegemónico del ordenamiento sexual patriarcal (al menos así era visto), incorporara a las jóvenes en mi indagación, y si bien en ese momento inicial de mi estudio observé el señalamiento con cierta perplejidad, posteriormente comprendí que se trataba de una tensión central de los estudios de género y sexualidades sobre la cual era preciso reflexionar y tomar una postura. En este sentido, Mario Pecheny plantea:
Un presupuesto raramente cuestionado en este campo supone que la legitimidad de una voz no proviene de su buena fe, la solidez de sus informaciones, o la rectitud de sus principios, sino de la identificación -en la mayor medida y detalle posibles- con los sujetos que son ‘objeto de investigación’ (Pecheny, 2008, p. 11; resaltado en el original).
Y en la misma línea, se pregunta: “¿sólo las mujeres pueden estudiar a las mujeres?, ¿sólo las personas no heterosexuales pueden estudiar a las personas no heterosexuales?” (Pecheny, 2008, pp. 10-11). Por otra parte, vale decir, siguiendo a Gayle Rubin, que el sistema sexogenérico constriñe las sexualidades de todos los miembros de la sociedad, no sólo la de aquellos que ocupan las posiciones más subalternizadas (1986). Puesto que no hay un “afuera” del sistema de sexogénero, no hay subjetividades no implicadas en él y todas ellas se construyen en relaciones de diferencia y desigualdad, en sus múltiples intersecciones con otros marcadores sociales.
Ante este escenario es que considero preciso reafirmar mi asunción del feminismo, no como “asunto de mujeres”, sino como una perspectiva epistemológica y política que denuncia y pretende modificar las desigualdades entre hombres y mujeres basadas tanto en la construcción sociohistórica de la “diferencia sexual” como en su intersección dinámica con otros clivajes que fracturan el continuum social estableciendo jerarquías -y, con ellas, violencias- entre los sujetos.
En este proyecto teórico-político repensar las categorías, los modos y el lugar desde dónde realizar el análisis cultural resulta un requisito insoslayable por cuanto “la ciencia” es también un artefacto social saturado de sentidos androcéntricos y heteronormativos que requieren de un trabajo exhaustivo de reflexividad para detectarse y combatirse. Así concebido, el feminismo no resulta una disciplina más, encargada del estudio de la “mujer”, sino un enfoque conceptual y epistémico que debe orientar las prácticas académicas, políticas y cotidianas (Barrancos, 1993), alejado de todo mero posicionamiento pasible de ser fundido con las posiciones políticamente correctas que abundan hoy en el campo de las ciencias sociales y las políticas neoliberales.
La discusión respecto del “sujeto” del feminismo, desde luego, no es ajena a la propia tradición crítica de dicho campo (Elizalde, 2008), el cual ha desarrollado un prolífico universo reflexivo sobre estos tópicos epistemológicos, metodológicos y políticos, dando espacio y argumentos a un debate intenso sobre la especificidad de una perspectiva epistémica feminista que, sin abandonar el propósito político de la producción de conocimiento emancipatorio para las mujeres y otros colectivos de género subalternizados, procure permear las discusiones asentadas sobre la legitimidad/legalidad del vínculo sujeto conocedor/sujeto conocido, o sobre la pretendida inconmensurabilidad del conocimiento científico versus el conocimiento militante, con argumentos rigurosos en torno de los modos de conocer y de transformar el horizonte cognoscible de las ciencias sociales (Bartra, 1998; Delfino, 2009).
En una revisión crítica potente Judith Butler (2007) ha cuestionado la figura de “la mujer” como sujeto del feminismo y su consecuente aceptación acrítica del par binario masculino/femenino que sostiene el ordenamiento sexual heteronormativo al erigir como válidos únicamente dos (y sólo dos) sexos, que a su vez se corresponden con dos géneros (Elizalde, 2012), articulados “por el imperativo de coherencia” (Blanco, 2014, p. 40; cursiva en el original), cuya transgresión, como muestra Butler, supone severas consecuencias para cualquier sujeto, e incluso pone en cuestión la noción misma de persona (2007).
Reconociendo la centralidad para el feminismo del concepto de “experiencia” (y de la experiencia misma de las mujeres como sujetos de la diferencia y la desigualdad sexual), adscribo a una noción que se desplaza, retomando a Silvia Elizalde:
de un esencialismo ontológico de las identidades -pero también de la problemática división entre público y privado, entre otras persistentes dicotomías genéricas y sexuales- que sostendría una noción abstracta de ‘experiencia de las mujeres’ como antagónica a la ‘experiencia de los hombres’, concebida esta última como una construcción transhistórica, saturada de poder y organizada exclusivamente a partir de prácticas sexistas y concepciones androcéntricas (Elizalde, 2008, p. 20; resaltados en el original).
Tal vez la progresiva incorporación de varones cis y heterosexuales a las luchas y la teoría feministas, es decir, a una activa experiencia de militancia e investigación inscripta en esta perspectiva, sea una nueva capa de complejidad en la reposición inevitable de las tensiones y las paradojas inherentes al feminismo (Scott, 2012), entendido “como matriz de relaciones de diverso signo -más que como movimiento de ideas unificadas sobre la opresión o de modos compactos de acción política-” (Elizalde, 2008, p. 19; cursivas en el original).
De todas formas, conviene distinguir la experiencia de investigación y lucha de la experiencia vital como sujetos subalternos dentro de una trama relacional que produce y jerarquiza la “diferencia sexual”. En este sentido, considero que asumir una perspectiva epistemológica y política determinada -el feminismo- no es lo mismo que hallarse en la situación de desigualdad producida por las relaciones de poder asociadas a los géneros y las sexualidades -me refiero a las mujeres y demás colectivos alterizados dentro de un sistema patriarcal-, es decir, que no basta con nombrar las propias condiciones de distinción para excusarse respecto de la consciencia crítica sobre los privilegios del propio lugar de enunciación (Delfino, 1999; Elizalde, 2004; Rance y Salinas Mulder, 2000). Como dijera Stuart Hall, “hablar de renunciar al poder es una experiencia radicalmente diferente a ser silenciado” (2010, p. 58).
Es en función de estas reflexiones que asumo que quien ingresa a los colegios para emprender un estudio respecto de la dimensión sexuada de la experiencia escolar no es un sujeto (solamente) racional con inquietudes intelectuales y epistemológicas respecto de los tópicos indagados, sino un sujeto encarnado en un cuerpo portador de deseos, rasgos físicos socialmente valorados de modos específicos, con experiencias formativas, familiares y sexuales particulares y todo ello toma parte en el proceso de construcción de conocimiento, por lo que ignorarlo, lejos de aportar rigor o cientificidad al estudio, vuelve ininteligible aspectos centrales de la indagación, a la vez que contribuye a la reproducción de una praxis académica profundamente androcéntrica que, bajo el ropaje de la “objetividad científica”, encubre formas específicas de encarnarla, vinculadas a los atributos culturalmente asignados al universo masculino.