Introducción
La esterilización de poblaciones para fines demográficos no es cosa del pasado. Tampoco es algo lejano, que ocurre en sociedades distantes o culturas diferentes. Con orígenes en el maltusianismo, el determinismo biológico y la eugenesia del siglo XIX, esta forma de control poblacional reaparece esporádicamente en diferentes partes del mundo bajo figuras y modalidades renovadas. En la actualidad, siguen documentándose casos alrededor del mundo. Para citar sólo algunos ejemplos: en Europa, mujeres gitanas han sido esterilizadas de manera sistemática en varios países hasta años recientes; por otro lado, el gobierno japonés acaba de pedir disculpas y otorgar indemnizaciones a miles de personas discapacitadas que fueron esterilizadas; mientras que, en Canadá, mujeres indígenas siguen siendo esterilizadas hasta la fecha.
América Latina no es la excepción. Son varias las sociedades afectadas por este problema, en algunos casos de manera masiva, como en Perú. Sin embargo, -con la notable excepción de estudios sobre este último caso- la importancia del fenómeno contrasta con la escasez de las investigaciones en la materia. Como advierte Eduardo Menéndez, se trata de “uno de los procesos y problemas menos estudiados entre nosotros, pese a que operó intensamente en casi todos los países de la región” (2018, p. 465). En este sentido, si bien contamos hoy en día con una literatura consolidada en la antropología y la sociología médicas, así como en los estudios de género, “la casi totalidad de ellos no describen procesos de esterilización, o sólo hacen escasas referencias a los mismos […] Esto no niega la existencia de algunos estudios específicos, ni que el problema es reconocido por varios especialistas” (Menéndez, 2009a, p. 161), como, en el caso mexicano, el estudio sustantivo del mismo Menéndez (2009b) y, también, los trabajos de Roberto Castro, Soledad González Montes, Mario Bronfman, Juan Guillermo Figueroa, Graciela Freyermuth o Gisela Espinosa, entre otros. Además de lo anterior, un problema adicional se encuentra en la limitación de los enfoques utilizados para tratar el tema, circunscritos básicamente a tres perspectivas: desde la salud, el género y el derecho.
En México, la esterilización forzada constituye una problemática a la que ha tenido que enfrentarse en particular la población indígena. Ilustraremos esta situación a partir de un estudio de caso, con la esterilización forzada de hombres mixtecos y tlapanecos en Ayutla de los Libres, municipio del estado de Guerrero, en abril de 1998. La información del caso ha sido obtenida en el marco de una investigación sobre este municipio, que, sin embargo, no tuvo a la esterilización forzada como objeto de estudio específico, sino en general la violación de los derechos humanos -en relación con la génesis del movimiento de autodefensa surgido allí en 2013-, mediante una etnografía realizada durante varias estancias largas, entre los años 2012 y 2018 que hicieron posible un conocimiento profundo de la realidad local. Cabe aclarar que el investigador no ha tenido contacto directo con los hombres víctimas de esterilización, sino con las organizaciones sociales allí presentes en general.
Asimismo, debido tanto a su contemporaneidad como a una cierta afinidad, hemos recurrido a la construcción de un caso teórico, el peruano, sobre el cual sí existe una importante literatura, con el fin de subsanar la relativa carencia de investigaciones en México y, al mismo tiempo, poder contar con un marco de referencia con el que contrastar el caso empírico. Como resultado de la selección de ambos casos, la delimitación temporal de este artículo se centra sobre todo en el segundo lustro de la década de 1990.
En términos generales, se trata de un estudio de carácter exploratorio sobre una materia poco investigada. Además del estudio de caso, la información aquí vertida fue obtenida a partir de una revisión documental, basada en una diversidad de fuentes debido a su relativa escasez: desde investigaciones académicas, informes oficiales, recomendaciones y reportes de derechos humanos hasta notas periodísticas, pasando por documentos legales y resoluciones judiciales. Por ende, el enfoque que adoptamos es interdisciplinario, haciendo dialogar los aportes de la sociología médica y los estudios de género, en torno a la planificación familiar y la salud reproductiva, con las perspectivas de la sociología política y la antropología, en relación con los conflictos armados y sus múltiples violencias en territorios indígenas.
Si este estudio realiza tal cruce de perspectivas es porque también se dirige a indagar una de las múltiples facetas del problema, relacionada con la esterilización de hombres en particular, que hasta el momento ha sido inexplorada. En efecto, si bien la esterilización forzada como problemática general presenta un conjunto de elementos comunes, tiene especificidades dependiendo de factores históricos y nacionales, así como de las características sociales de la población afectada. En este sentido, la esterilización forzada de población indígena ofrece ciertas singularidades que la distinguen. La hipótesis que guía este artículo es que una de ellas descansa en un vínculo, en apariencia invisible, con la militarización que implicó la lucha contrainsurgente, en especial durante la década de 1990, en respuesta a la actividad guerrillera que caracterizó aquellos años en América Latina. Dicho de otro modo, el artículo tratará de demostrar que, si bien la esterilización forzada obedece en gran medida a una política de control poblacional, implementada por medio de los programas de planificación familiar y los servicios de salud, en ella también intervienen factores adicionales -quizás menos estructurales y más circunstanciados-, entre los cuales se encuentra la contrainsurgencia en el caso de la población indígena.
Para llegar a sus conclusiones, el texto se divide en cinco secciones que tratan de: 1) la esterilización forzada como problema de investigación; 2) el precedente peruano; 3) el contexto mexicano; 4) el caso de Ayutla de los Libres; y, 5) la contrainsurgencia como faceta inexplorada de la esterilización forzada de hombres indígenas.
Una aproximación al problema
El término de esterilización forzada es el más usado en América Latina. Sin embargo, es necesario precisar que el vocabulario del derecho internacional de derechos humanos es diverso en la materia. En éste se encuentran expresiones sinónimas, tales como: esterilización involuntaria o no voluntaria, coercitiva o bajo coacción, sin consentimiento o no consentida, u obligatoria. Con esterilización forzada nos referimos -como definición posible- al conjunto de prácticas médicas desarrollado por personal de instituciones de salud sobre pacientes que, en consecuencia, pierden su capacidad biológica de reproducción de manera permanente, sin su consentimiento, información certera o justificación clínica, como método de control de fecundidad y parte de una política poblacional con intenciones demográficas, eugenésicas o punitivas.
En el centro de estas prácticas se encuentra un procedimiento quirúrgico, que es básico para cada sexo: para las mujeres, se trata de la salpingoclasia o ligadura de trompas de Falopio, también llamada “oclusión tubaria bilateral” (OTB) en términos técnicos1, mientras que, para los hombres, se trata de la vasectomía. En este sentido, cabe aclarar de antemano que, si bien las mujeres representan la gran mayoría de las víctimas de esterilización forzada, también puede ser el caso de los hombres, particularmente en determinadas circunstancias -como lo veremos a través del caso de estudio. A diferencia de una esterilización voluntaria, el carácter forzado remite a que este procedimiento no cuenta con el consentimiento de la persona intervenida -el cual debe ser previo, libre, pleno e informado en términos legales-, sino que es realizado por medio de la coerción o el engaño. Este último puede tomar diferentes formas, desde presiones sicológicas, amenazas, chantajes y maltratos, hasta la manipulación deliberada de la información médica -por ejemplo, ocultando el carácter irreversible del procedimiento o la alternativa representada por los métodos anticonceptivos temporales-, pasando por la oferta de beneficios a cambio, como incentivos, que a menudo son de naturaleza económica.
En relación con dichos métodos, es importante señalar que, junto con la esterilización forzada se encuentra la contracepción forzada, que se refiere a la aplicación de un método anticonceptivo sin el consentimiento de la paciente, afectando sólo a las mujeres en este caso (debido a la carencia de métodos masculinos). Por tanto, lo que distingue la segunda de la primera es básicamente su carácter temporal, a diferencia de una esterilización que constituye un método permanente y a menudo irreversible. No por ello, sin embargo, es considerada menos grave la contracepción coercitiva. Al contrario, es vista como parte de la problemática general de la esterilización forzada.
Más allá de los casos concretos, esta última representa ante todo el efecto de una política, la cual es implementada por motivo de un control poblacional que tiene como principal propósito regular la demografía de un país, una región o un sector de la población, de manera rápida y convulsiva, mediante programas de planificación familiar que buscan orientar el comportamiento reproductivo del segmento “objetivo”, al reducir su tasa de fecundidad. En la práctica, se trata de impedir la reproducción de sectores o grupos específicos de la población, sea para fines demográficos por ser considerados como vectores de riesgo que amenazan el desarrollo económico, sea para fines punitivos por ser percibidos como portadores de rasgos defectuosos, sea para fines eugenésicos por ser definidos en los términos de una inferioridad racial o cultural. En el primer caso, la política de esterilización forzada se destina a los sectores pobres en general; en el segundo caso, a grupos específicos como, por ejemplo, la población carcelaria, los delincuentes, las personas homo, trans e intersexuales, las discapacitadas, las enfermas mentales o las seropositivas2; mientras que, en el tercer caso, se dirige contra las minorías étnicas y religiosas. Debido a las condiciones históricas de pobreza, marginación y exclusión que ha padecido, la población indígena -y también la afrodescendiente- ha sido particularmente vulnerable a la esterilización forzada, al representar un sector sobre el cual convergen estas tres lógicas de poder. Vista así, desde la perspectiva de la interseccionalidad, la esterilización forzada responde entonces a una matriz cruzada por múltiples violencias en la que tributan la violencia estructural, la violación a los derechos humanos, la violencia institucional y la obstétrica en especial, junto con una triple discriminación en razón de género, clase y raza.
A falta de estadística en la materia, podemos decir que, en América Latina, la esterilización forzada ha sido dirigida hacia mujeres pobres, poblaciones indígenas y zonas rurales, principal y desproporcionadamente. En efecto, la esterilización presenta en primera instancia una inequidad de género en el sentido de que recae de manera preferente y sistemática sobre el cuerpo de las mujeres. Pese a la corresponsabilidad de los hombres en la salud reproductiva, es sobre ellas que sigue siendo transferida la carga que implica la regulación de la fecundidad. Una muestra de ello, por ejemplo, radica en la aceptación de la que goza la salpingoclasia en el campo médico a diferencia de la vasectomía (Figueroa, 2006), así como la abrumadora desproporción en el empleo de la primera -pese a que la técnica de la segunda sea más simple y segura-, lo cual ilustra el sesgo sexista de las políticas de salud reproductiva. Es a esta asignación diferencial de responsabilidades que se refiere Mara Viveros (2002) cuando habla de una “cultura anticonceptiva femenina”, dentro de la cual ha llegado a ocupar una posición central el método permanente, es decir, el que resta poder a la mujer sobre su cuerpo o que la hace dependiente de una medicalización. Aunado a lo anterior, la esterilización forzada también obedece a discriminaciones clasistas y racistas, en la medida en que la vulnerabilidad derivada de las condiciones de pobreza y marginación, que caracterizan a la población usuaria de los servicios públicos de salud, potencia la posición de dominación del personal médico sobre ella y, por ende, la probabilidad de que éste incurra en irregularidades, abusos de poder y violación de derechos. Éste es particularmente el caso de la población indígena. No es de sorprenderse entonces si las primeras víctimas de esterilización forzada en América Latina suelen ser mujeres, pobres e indígenas, tal como lo han advertido los principales organismos de las Naciones Unidas competentes en la materia, por medio de una declaración interinstitucional (ONU, 2015), al señalar que:
las personas que viven en la pobreza, los pueblos indígenas y las minorías étnicas han sido particularmente objeto de estos programas […] Las políticas demográficas de algunos países han apuntado a las mujeres indígenas en los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Los esfuerzos por cumplir con las cuotas establecidas desde el gobierno han resultado en la esterilización de miles de mujeres indígenas sin su consentimiento (p. 4).
Así queda enunciada la problemática. Como forma extrema de violencia sexual y obstétrica, la esterilización forzada representa una grave violación a los derechos humanos. En términos jurídicos, constituye un acto de tortura y de trato cruel, inhumano y degradante, violatorio de derechos humanos fundamentales como son los derechos a la dignidad, la salud reproductiva, la integridad personal, la privacidad, a una vida libre de violencia, a la no discriminación y a la información, todos reconocidos en el derecho internacional público. Contraviene en especial a los derechos reproductivos en la medida en que éstos “se basan en el reconocimiento del derecho básico de todas las parejas e individuos a decidir libre y responsablemente el número de hijos, el espaciamiento de los nacimientos y el intervalo entre estos”, de acuerdo con el Programa de Acción de la Conferencia Internacional del Cairo sobre Población y Desarrollo de 1994 (ONU, p. 66). Al negar este derecho básico, la esterilización forzada anula la autodeterminación individual y representa, en este sentido, una forma exacerbada de lo que Figueroa (1991) llamó la “expropiación de la reproducción”. En el caso de la población indígena, significa además una violación a sus derechos colectivos como pueblos.
Es por todo lo anterior que la esterilización forzada fue tipificada en el derecho internacional público, a partir de su reconocimiento como crimen de guerra en los juicios de Núremberg en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial y, en especial, las experimentaciones médicas del Holocausto nazi. Tres años más tarde, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 entendía por este último las “medidas destinadas a impedir los nacimientos” en el seno de una nacionalidad, un grupo étnico o religioso, por lo que la esterilización forzada, en una cierta escala y como producto de una política sistemática, pasó a ser parte de los crímenes de genocidio. Asimismo, puede constituir un crimen de lesa humanidad -junto con un crimen de guerra-, según el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional3. En 2008, el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la tortura ha reiterado que “las esterilizaciones forzadas practicadas por funcionarios del Estado siguiendo leyes o políticas coercitivas de planificación de la familia pueden constituir tortura” (Nowak, 2008, p. 21). Finalmente, la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada en 2016, establece la obligación de los Estados de “prevenir y prohibir que los pueblos y las personas indígenas sean objeto de […] esterilización sin su consentimiento” (pp. 7-8).
El precedente peruano
En América Latina y el Caribe, de acuerdo con Sergio Ceccheto (2003), son al menos seis los países que, en su historia nacional, registran una política de esterilización forzada como tal: Puerto Rico, Venezuela, Brasil, Bolivia, Perú y México (también podría sumarse a esta lista Guatemala). En el caso de los últimos países, dicha política ha afectado particularmente a poblaciones indígenas. Por otra parte, en dos países en especial, la esterilización forzada ha adquirido una dimensión masiva: en Puerto Rico en la década de 1950, en el marco de la Operación Manos a la Obra (Operation Bootstrap) (Malave, 1999)4, y en Perú, en la década de 1990, en el marco del Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar (PNSRPF) del gobierno de Alberto Fujimori. En este apartado, nos enfocaremos en el caso peruano por cuatro razones: 1) por su carácter masivo, ofrece un mayor grado de representatividad y potencial generalizador; 2) ha afectado a una población campesina mayoritariamente indígena -quechua y aimara-; 3) es contemporáneo de nuestro caso de estudio; y, 4) en relación con los dos puntos anteriores, parece presentar algunas pautas compartidas tanto con este último como con nuestra hipótesis por lo que las investigaciones realizadas sobre el caso peruano pueden contribuir a un mejor entendimiento del mexicano.
De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2003), se trató de “una política gubernamental de carácter masivo, compulsivo y sistemático que enfatizó la esterilización como método para modificar rápidamente el comportamiento reproductivo de la población, especialmente de mujeres pobres, indígenas y de zonas rurales” (s/p). El PNSRPF fue diseñado desde el gobierno central e implementado por el Ministerio de Salud entre los años 1996 y 2000. Desde sus inicios, “el Programa fue creado e implementado expresamente de modo tal que fuese lo más complicado posible monitorearlo” (Lerner, 2009, p. 20). Pese a ello, sucesivos trabajos de investigación (Ballón, 2014a; Boesten, 2014; Cladem, 1999; Ewig, 2012; Rousseau, 2007; Tamayo, 1998; Zauzich, 2000) han logrado desentrañar poco a poco su funcionamiento y su lógica, de tal manera que hoy en día disponemos de información suficiente al respecto.
El PNSRPF era regido por metas numéricas de cobertura y cuotas de “captación” de población usuaria, con un sesgo sexista dirigido contra las mujeres. Su principal objetivo consistía en asegurar una tasa global de fecundidad de 2.5 hijos -como lo reveló un informe pionero, liderado por Giulia Tamayo (Cladem, 1999). Para lograrlo se decidió privilegiar los métodos anticonceptivos permanentes sobre los temporales, como opción preferencial dictada por su eficacia. Así, las metas programadas de esterilizaciones fueron aproximadamente de 100 000 para el año 1996, 130 000 para 1997 y 165 000 para 1998 (Cladem, 1999).
El principal medio para realizarlas tomó la forma de una campaña nacional de “Anticoncepción Quirúrgica Voluntaria” (AQV) -según los términos oficiales- que, sin embargo, de voluntaria tuvo muy poco. Desde sus inicios, se trató de inducir la demanda local. Como muestra de ello, en el primer año del PNSRPF, el número de salpingoclasias a nivel nacional creció en más de 200% en comparación con el año anterior, mientras que el de vasectomías en 385% (Cladem, 1999). Esta inducción artificial se debió en gran medida a la fijación de cuotas. El programa no sólo tenía evaluaciones periódicas que eran dictadas por la realización de las metas, bajo criterios productivistas, sino que incluía un sistema de estímulos y sanciones, tanto para el personal médico en términos individuales, como para los centros de salud en su conjunto, en relación con el cumplimiento o no de las metas programáticas.
Producto de este sistema, el personal de salud centró sus esfuerzos en cumplir las cuotas establecidas por su jerarquía, en detrimento de su ética profesional. Además, lo hizo con un desempeño negligente -por ejemplo, con una atención de seguimiento postoperatorio casi nula-, relacionado también con condiciones generales sumamente precarias, infraestructura deficiente, equipos inadecuados e higiene deplorable. Las estrategias para cumplir las cuotas tomaron diversas modalidades, por ejemplo, se esterilizaba sistemáticamente en el contexto de otras intervenciones, particularmente después de un parto; se ignoraba el desistimiento previo de la mujer, o se hacía por autorización exclusiva de la pareja varón; bajo amenazas y asedio; sin ningún plazo para la toma de decisión ni tampoco consejería; mediante privación de la libertad; con la manipulación de información deliberadamente sesgada; con la oferta de beneficios materiales a cambio o en relación con programas sociales; y, finalmente, con la organización de eventos festivos, como en el caso de los macabros “festivales de ligadura de trompas” (Cladem, 1999).
Si sumamos a lo anterior otros factores, como el carácter ambulatorio del dispositivo, más propenso a la comisión de irregularidades, o la distancia social que separaba el personal médico de la población usuaria, en términos de género, clase y raza, con todo su bagaje de discriminaciones, el resultado final sólo podía ser desastroso, terminando en una campaña masiva de esterilización forzada. Las estimaciones varían según las fuentes, pero todas concuerdan en un mínimo de 300 000 salpingoclasias y 20 000 vasectomías a nivel nacional, en la década de 1990, en su gran mayoría realizadas durante el periodo de vigencia del PNSRPF. De este total, “sólo una cifra cercana al 10% de los afectados prestó su conformidad con plena conciencia” (Ceccheto, 2003, p. 25). Pese a ello, también masiva ha sido la impunidad en la materia (Citroni, 2014). Aunque se habían acumulado más de 2000 denuncias hasta fechas recientes, además de las 18 muertes registradas por causa de una esterilización forzada, el caso peruano sigue quedando impune.
El contexto mexicano
En México, la práctica de la contracepción quirúrgica conoce un fuerte auge a raíz de la adopción de una Ley General de Población y la creación del Consejo Nacional de Población (Conapo) en 1974, que marcan un giro oficial en la política demográfica, con el abandono del natalismo y la adopción del control de la fecundidad. “Con ese propósito se favoreció la promoción de los métodos anticonceptivos definitivos para la población femenina” (González Montes, 1999, p. 29). Así, entre los años 1970 y 1981 fueron realizadas 1 300 000 esterilizaciones femeninas en el país, la mayoría de ellas (75%) en el sector público (Bronfman y Castro, 1989), siendo el principal encargado de esta nueva política el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Resultado de lo anterior, mientras que los métodos anticonceptivos naturales y temporales predominaban en 1976, veinte años más tarde, en 1997, habían sido reemplazados por los definitivos y de mayor permanencia (Espinosa y Paz, 2004). A inicios de la década de 1990, Figueroa (1991) reportaba que una de cada cinco mujeres unidas en edad reproductiva estaba esterilizada, y que 40% de las usuarias de algún método anticonceptivo estaba protegida por uno definitivo, posicionándose la esterilización como el principal método de contracepción en el país.
Esta tendencia se acentuó aún más en las regiones indígenas, dentro de los estados que combinan los mayores niveles de pobreza y fecundidad. Es el caso de Guerrero -entidad del caso de estudio-, donde la proporción de mujeres esterilizadas entre las usuarias de métodos anticonceptivos llegó a 56% en esa misma década, por encima de la media nacional, como lo reportan Espinosa y Paz (2004). Otro dato que llama la atención es que se trataba del estado con la mayor proporción de mujeres aceptantes de una contracepción en el posparto (5 puntos porcentuales arriba del segundo) mientras que, al mismo tiempo, también era la entidad con el menor número de usuarias de métodos anticonceptivos en todo el país, situación que “responde más a una estrategia de control natal que a la decisión libre y autónoma de las mujeres” (Espinosa y Paz, 2004, p. 144). Para dar otro ejemplo en este mismo sentido, a nivel nacional, de las mujeres que fueron esterilizadas a pesar de querer más hijos, 18% vivía en zonas rurales, mientras que sólo 5% en áreas metropolitanas (CRR, 1997).
Bronfman y Castro ya habían señalado la extraña y “estrecha relación existente entre la fecha de la esterilización y la del nacimiento del último hijo que tuvieron las mujeres esterilizadas” (1989, p. 65), coincidente en el 68% de los casos registrados en la década de 1970, junto con el hecho de que la mitad de ellas no usaba ningún método anticonceptivo previamente, lo cual indica, a todas luces, la existencia, desde los inicios de la planificación familiar en México, de una política sistemática de esterilización posparto, en la que el consentimiento es visto como algo prescindible o es reducido al requisito burocrático de recabar una firma. Una prueba adicional de este patrón fue dada por Figueroa (2006) con base en una encuesta de 1987, en la que 10% de las mujeres esterilizadas reconoció no haber participado en la decisión, 25% no haber tenido una información suficiente -particularmente acerca del carácter irreversible del procedimiento- y más del 40% no haber leído ni firmado algún formato de consentimiento. Diez años más tarde persistía la misma problemática, pues de las 52 quejas que recibió la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por parte de mujeres en 1997, “42 fueron por negligencia médica y se refieren a embarazos mal atendidos, colocación de dispositivos intrauterinos (DIU) y realización de salpingoclasias contra la voluntad de la mujer” (González Montes, 1999, p. 40). En suma, lo que muestran estos datos es la permanencia en el tiempo de la esterilización forzada como un problema latente, de la planificación familiar en México, de carácter estructural.
Por otro lado, también en 1997, una encuesta hecha a médicos arrojó que sólo 47% de ellos “declaró dar prioridad a las preferencias de las usuarias cuando prescribe un método” (Espinosa y Paz, 2004, p. 137), poniendo en evidencia un habitus médico autoritario -según la expresión de Castro (2014)- que alimenta una percepción introyectada de obrar por el bien de la población usuaria, incluso cuando sea en contra de su voluntad. Lo último aplica particularmente en el caso de las mujeres pobres (Smith-Oka, 2012), que suelen ser consideradas como incapaces de usar adecuadamente los métodos anticonceptivos sin supervisión médica, prejuicio que justifica su medicalización. Presente en el habitus médico como mezcla de paternalismo y racismo, este estereotipo recae con mayor violencia aún sobre las mujeres indígenas, sistemáticamente juzgadas por su sexualidad, sospechadas de no tener el control sobre sus cuerpos y, por ende, declaradas incapaces de regular su natalidad, haciendo así de la contracepción permanente un mal necesario.
En la segunda mitad de la década de 1990 -la que nos interesa en particular-, desde el Conapo es diseñado el Programa de Salud Reproductiva y Planificación Familiar para el periodo 1995-2000, que fija “metas de impacto” -en una lógica compartida con su homólogo peruano- para alcanzar sus objetivos, entre los cuales figuran: disminuir el nivel de fecundidad, así como favorecer su terminación temprana; alargar el espaciamiento de los hijos, mediante la consolidación de “la práctica anticonceptiva posevento obstétrico” (sea después del parto, cesárea o aborto); duplicar el número de vasectomías, aumentando el de los centros con este servicio; y, ampliar la cobertura de servicios en las comunidades indígenas, para así promover una “cultura demográfica” y, “modular en forma armónica el crecimiento demográfico del país” (DOF, 1996). En consecuencia, comparando los niveles de 1993 con los de 1998, el número de salpingoclasias y vasectomías, respectivamente, casi se duplicó y triplicó (Espinosa y Paz, 2004). Al mismo tiempo, el área de especialidad que concentró el mayor número de quejas ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico fue la gineco-obstétrica (Castro, 2014), no por casualidad. En ese lustro se multiplicó el registro de casos de esterilización forzada, como en Jalisco, por ejemplo, con 17 casos documentados (Ceccheto, 2003).
Las regiones indígenas siguieron siendo las más afectadas. Sólo en Chiapas, Espinosa y Paz (2000) reportan que las “jornadas sabatinas” del IMSS para el uso de quirófano servían para la esterilización forzada de mujeres. En los centros rurales, Freyermuth (1998) descubrió que era ofrecido el transporte a las mujeres que aceptaban ser esterilizadas después del parto, pero no para aquellas que se negaban. Otra etnografía (Kirsch y Arana, 1999) evidenció la recepción de estímulos económicos a cambio de una esterilización, tanto para la mujer operada como para quienes la realizaran. Asimismo, una nota periodística dio a conocer la denuncia hecha por personal médico según la cual el IMSS amenazaba con despedirlo de sus clínicas rurales, en zonas indígenas, si no cumplía con una cuota de esterilizaciones (Ruiz, 2003). Este tipo de presiones, ejercidas sobre el personal por sus superiores para el cumplimiento de cuotas, también fue reportado por algunos informantes en las investigaciones de Figueroa (2006) y Menéndez (2009a).
No sólo es Chiapas. En su informe sobre pueblos indígenas en México, la Federación Internacional de los Derechos Humanos advierte que, durante su visita, ha recibido quejas de contracepción forzada en varios lugares (FIDH, 2002). La Encuesta de Salud y Derechos de las Mujeres Indígenas (Ensademi) registró casos de esterilización forzada en Yucatán, en tres regiones de Oaxaca (Chinanteca, Costa y Sierra Sur), una de Veracruz (Zongolica) y otra de Querétaro (Mazahua-otomí), es decir, en más de la mitad del total de regiones abarcado por el estudio (INSP, 2008). En el mismo tenor, en sus observaciones finales del año 2006 para México, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial mostró “preocupación por la condición de los hombres y mujeres indígenas en materia de salud reproductiva en Chiapas, Guerrero y Oaxaca en relación a la práctica de esterilizaciones forzadas” (CERD, 2006, p. 305). Es ante este panorama que la CNDH tuvo que elaborar, en 2002, la Recomendación General número 4 respecto de la obtención de consentimiento libre e informado para la adopción de métodos de planificación familiar, en la cual reconoce expresamente la contracepción coactiva de mujeres y la esterilización forzada de hombres indígenas. El último punto se debe al caso de estudio que a continuación presentamos.
El caso del municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero (1998)
En 1998 es implementada una campaña de esterilización por parte de la Secretaría de Salud de Guerrero, con dos casos colectivos en el municipio de Ayutla de los Libres, en la región de la Costa Chica (Mapa).
Como principal resultado son esterilizados 18 hombres mixtecos de las comunidades de Ojo de Agua, Ocotlán y La Fátima, así como 14 hombres tlapanecos de la localidad de El Camalote, con un total de 32 hombres indígenas. Todos ellos son campesinos pobres. En ambos casos, la CNDH describe un modus operandi similar, a cargo de los mismos funcionarios. De acuerdo con las quejas de los hombres mixtecos, estos empleados:
se presentaron en sus respectivas comunidades a fin de ofrecerles, a cambio de que les fuera practicada la vasectomía, bienes materiales y recursos económicos […] Coaccionaron la voluntad de los agraviados bajo los argumentos de que, de no acceder a la vasectomía, perderían los beneficios de programas sociales gubernamentales (CNDH, 2001, p. 9).
Para el segundo caso, la descripción es aún más detallada:
El 15 de abril de 1998 acudió a la comunidad indígena de El Camalote […] la brigada de salud número tres, de la jurisdicción sanitaria 06, Costa Chica […] Los integrantes de la brigada citaron a una reunión a toda la comunidad, con apoyo del comisario Romualdo Remigio Cantú y señalaron que los hombres que tuvieran más de cuatro hijos tenían que operarse para dejar de procrear, y que a cambio se construiría una clínica en la comunidad. Que en dicha clínica habría un médico de planta, y que la dotarían con los medicamentos necesarios y, además, a quienes aceptaran operarse les darían despensas, ropa, cobijas y vivienda, y cada año les otorgarían una beca para sus hijos. Debido a las propuestas y por la extrema pobreza en que se vive en las comunidades indígenas, algunos de los habitantes de la comunidad aceptaron ser intervenidos quirúrgicamente y los que se opusieron fueron amenazados […] con retirar a sus esposas el apoyo del Progresa (CNDH, 2007, p.3).
Ambos casos tienen en común un proceder -también observado en Perú- consistente, de un lado, en la oferta a cambio de bienes materiales y servicios médicos, y, del otro, en la amenaza de un retiro de los programas sociales. Estos últimos, objetos tradicionales del clientelismo político, “ahora son base de una especie de clientelismo antinatalista” (Espinosa y Paz, 2000, p. 95). Por sus condiciones de marginación, resulta particularmente vulnerable la población indígena a este tipo de chantajes, cuyo empleo sistemático revela cómo se concretiza lo que, desde las altas esferas del Conapo se planteaba como “una sinergia entre las acciones encaminadas a combatir la pobreza con las orientadas a reducir el crecimiento poblacional” (1996, p. 50). Resultado de ello, el condicionamiento de los programas de asistencia tiende a “convertir en un mandato sin opción, lo que debería ser un derecho” (Cladem, 1999, p. 48), a tal grado que mujeres indígenas han llegado a percibir la contracepción como un requisito. Para sólo dar un ejemplo, mujeres mixtecas de la región de Tlapa -en Guerrero- denunciaron ser obligadas a inyectarse un anticonceptivo para permanecer adscritas al programa Oportunidades (GIRE, 2015). Así, con la excusa de la asistencia social busca ser intervenida la reproducción de las comunidades. El combate a la pobreza es convertido en una guerra a los pobres, pasando la reducción de la primera por la esterilización de los segundos. Así son abatidos los riesgos: eliminando el factor asociado.
Un año y medio después de los hechos ocurridos en Ayutla, en su recomendación 041/99, la Comisión de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero (CDHEG) acreditó la esterilización forzada de los hombres mixtecos, realizada por medio de “artificios y maquinaciones engañosas”, solicitando a la Secretaría de Salud la apertura de una investigación contra los funcionarios involucrados para sancionarlos, así como el pago de una indemnización a favor de las víctimas. En respuesta, dicha Secretaría negó el carácter forzado de las esterilizaciones por el hecho de contar con “hojas de autorización” -ignorando el hecho de que la mayoría de los hombres sea monolingüe y analfabeta- y, por tanto, la obligación de alguna indemnización, rindiendo un informe que incumplía con las recomendaciones de la Comisión. Por consiguiente, los afectados optaron por interponer un recurso de impugnación ante la CNDH, misma que, en su recomendación 018/2001, ratificó la primera resolución de su homóloga local e instruyó al gobernador de Guerrero hacerla cumplir. Entretanto, el representante del grupo de afectados, él mismo esterilizado, Severiano Lucas Petra, había sido asesinado.
En el caso de los hombres tlapanecos, el proceso legal tardó aún más, de 2004 a 2007, pero siguió el mismo camino que el recorrido por los mixtecos: con una primera resolución similar de la CDHEG (35/2004), la respuesta negativa de la Secretaría y la recomendación en segunda instancia de la CNDH (66/2007), ratificando otra vez la decisión de la Comisión local. Menos de dos meses después de esta segunda recomendación, en febrero de 2008, era asesinado Lorenzo Fernández Ortega, oriundo de la localidad afectada de El Camalote, quien había contribuido a hacer posible la denuncia del grupo de hombres tlapanecos, mientras que en abril, dos de los hombres esterilizados, incluido su representante legal, Orlando Manzanares Lorenzo, eran detenidos, torturados y encarcelados por un delito fabricado -serán reconocidos como presos de conciencia por Amnistía Internacional (2010). Finalmente, en 2009, también era asesinado Raúl Lucas Lucía, representante en aquel momento del grupo esterilizado de hombres mixtecos.
La peculiaridad del caso de Ayutla radica en varios aspectos: en el hecho de que sean hombres las personas esterilizadas, pero también, en su carácter grupal -con dos casos colectivos-, así como en la violencia homicida que lo acompañó. Estos rasgos distintivos no son casualidad. Tienen que ver con una dimensión política que trasciende lo médico, tal como trataremos de demostrarlo a continuación.
Esterilización y contrainsurgencia: la faceta inexplorada
La esterilización forzada ha sido vista básicamente como un problema de salud y de derecho, desconociendo su dimensión propiamente política. Sin embargo, tanto en Perú como en México, en la década de 1990, la esterilización forzada de población indígena ocurre en contextos sumamente conflictivos, marcados por la lucha armada. En el caso del país andino, tiene lugar en el marco del conflicto armado interno (1980-2000) que opone las fuerzas del Estado al Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso. A pesar de ello, curiosamente “no se la ha relacionado, ni se la ha incluido en dicho marco, por el contrario, a este hecho fundamental se le ha invisibilizado” (Ballón, 2014b, s/p). El mejor ejemplo de lo anterior radica en la exclusión deliberada de la cuestión de las esterilizaciones forzadas por parte de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, encargada de investigar e informar sobre las violencias ocurridas en el periodo del conflicto armado, cuando todo apuntaba hacia su necesaria inclusión (Getgen, 2009).
En efecto, los territorios más afectados por la campaña de esterilización fueron precisamente los que “eran percibidos como una amenaza para la ‘seguridad’ y la ‘estabilidad’ internas […] Los abusos cometidos bajo el PNSRPF contaron con un contexto en el que se exacerbaron expresiones ideologizadas sobre ‘el enemigo interno’” (Tamayo, 2014, p. 140). Asimismo, es fundamental no perder de vista que, como sigue advirtiendo Giulia Tamayo, “las persecuciones para esterilizar mujeres en las zonas bajo control militar se valieron del temor de la población a resistir órdenes estatales” (2014, p. 144). En otras palabras, las esterilizaciones forzadas difícilmente hubieran tenido la dimensión masiva que adquirieron sin la militarización previa de las regiones donde tuvieron lugar, por lo que es arriesgado negar la siguiente evidencia, también señalada por Kimberly Theidon: “hubo una relación entre la contrainsurgencia y las campañas de AQV en la que ambas reflejaban la profunda discriminación étnica que caracteriza al Perú” (2014b, p 87).
El principal antecedente de esta relación se encuentra en el plan de gobierno elaborado desde el Ejército peruano en los años 1989 y 1990, para hacer frente a la insurgencia del Sendero Luminoso, luego conocido como “Plan Verde”, cuyo texto -sólo parcialmente publicado- expresa en términos explícitos una intencionalidad genocida. En él “aparecen ideas francamente parecidas a las nazis. Allí se dice que el problema más importante del Perú reside en que sus tendencias demográficas después de la Segunda Guerra Mundial han alcanzado proporciones de epidemia” (Rospigliosi, 1996, p. 31). La solución a este problema ha de pasar entonces por una política masiva de esterilización forzada que se ve justificada en varios fragmentos del plan, reproducidos por Rospigliosi (1996, p. 31), Zauzich (2000, 49) y Theidon (2014a, p 17-18), y que aquí reunimos de la siguiente manera, in extenso:
Ha quedado demostrada la necesidad de frenar lo más pronto posible el crecimiento demográfico y urge, adicionalmente, un tratamiento para los excedentes existentes: utilización generalizada de esterilización en los grupos culturalmente atrasados y económicamente pauperizados […] Los métodos compulsivos deben tener solo carácter experimental y emplearse solo en determinadas zonas, para ver las reacciones de la población antes de ampliarlos posteriormente a otros sectores […], pero debe ser norma la ligadura de trompas en todos los centros de salud en los cuales se realizan partos, salvo que las mujeres puedan comprobar solvencia económica. […] Los programas de ayuda para determinados sectores sociales deberían ligarse a la condición de que los afectados participen en los programas de planificación demográfica. […] Consideramos a los subversivos y sus familiares directos, a los agitadores profesionales, a los elementos delincuenciales y a los traficantes de pasta básica de cocaína como excedente poblacional nocivo. Para estos sectores, dado su carácter de incorregibles y la carencia de recursos […] solo queda su exterminio total. [resaltado nuestro]
Está todo dicho. El eugenismo expresado en estas líneas justifica la necesidad de la esterilización masiva de amplios sectores de población -indígenas, pobres y delincuentes-, considerados inferiores y “excedentes”, interviniendo el cuerpo de las mujeres mediante una ligadura de trompas que debería ser la norma, en una relación estrecha con el parto. Junto con los delincuentes y los traficantes están catalogados los “agitadores profesionales”, con lo que se busca reducir la insurgencia a una simple criminalidad. Además, encontramos explícitamente formulada la idea de combinar la política social con la planificación familiar, haciendo de la segunda un requisito de la primera. Ahora, lo más interesante -desde el punto de vista de nuestra hipótesis- es que el carácter “incorregible” de los “subversivos” hace necesario un “exterminio” cuya totalidad también ha de pasar por sus “familiares directos”, estableciendo una relación clara entre contrainsurgencia y esterilización. En este sentido, es importante recordar, como lo hace Theidon: “que dentro de la contrainsurgencia clásica hubo un énfasis en erradicar la amenaza terrorista desde las raíces, aun eliminando a los y las niñas quienes supuestamente iban a crecer y formar parte de la guerrilla” (2014a, p.17). Desde esta perspectiva, la esterilización de los sectores subalternos en las regiones donde tiene presencia la guerrilla no sólo presenta un carácter punitivo, sino otro preventivo.
Es este plan el que tuvo que negociar el gobierno electo de Fujimori con los militares antes de asumir el poder, ratificándose el pacto así alcanzado en el “autogolpe” de 1992, tal como lo demuestra la investigación de Rospigliosi (1996). A esta configuración de poder se suma, además, la intervención de los Estados Unidos en apoyo a una lucha contrainsurgente que, pese al final de la Guerra Fría, sigue siendo parte de su política exterior para América Latina. Lo curioso del caso es que el principal rubro financiado por la ayuda norteamericana en esta lucha es precisamente el PNSRPF, en especial a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), como lo documenta Rendón (2013) y también lo reporta Zauzich (2000). Una vez más, contrainsurgencia y esterilización aparecen unidas, esta vez en un punto en el que convergen los intereses de una política exterior estadounidense motivada, en la región, tanto por la herencia de la contención anticomunista, como por la necesidad de un control poblacional sobre una demografía que percibe como una amenaza a su “seguridad nacional”. De esta manera, aunque sea en términos generales, queda evidenciado que uno de los orígenes de la política de esterilización es de orden militar, y que éste, a su vez, obedece a una estrategia de contrainsurgencia. Es por esta razón que, siguiendo a Alejandra Ballón “el caso masivo de esterilización forzada en Perú debe ser visto como un arma de guerra” (2015, p. 7).
Ahora bien, si el caso mexicano no es comparable con el peruano, por no compartir este carácter masivo, no por ello deja de constituir el segundo un marco interpretativo en el que puede inscribirse el primero. Más allá de la diferencia de escala, ambos casos presentan similitudes: son contemporáneos, forman parte de una política de planificación familiar, implementada por instituciones de salud pública en zonas rurales e indígenas, en contextos fuertemente militarizados debido a la presencia de guerrilla. En el caso de Guerrero5, se trata del Ejército del Pueblo Revolucionario (EPR) y, en Ayutla en particular, del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI) -como escisión del anterior. En efecto, es precisamente en Ayutla donde se da a conocer este última, a raíz de una masacre ocurrida en junio de 1998 en la localidad mixteca de El Charco, durante la cual los militares mataron a 11 personas, hirieron a otras cinco y se llevaron detenidas a 22 más. Un mes más tarde, la guerrilla del ERPI reconocerá a cuatro de sus miembros entre los muertos.
Parteaguas de la historia municipal, la masacre del Charco marca un antes y un después para Ayutla. En adelante, en las localidades indígenas, la presencia del Estado se despliega “atendiendo al libreto de la guerra contrainsurgente. Son las recomendaciones de los generales y policías las que le imprimen un contenido a la política que deberán adoptar el ejecutivo estatal y el gobierno municipal”, según lo observado por el Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan” (2011, p. 86) -con oficina en la ciudad de Ayutla. El municipio es militarizado, reactivando una contrainsurgencia que había sido ensayada en Guerrero durante la Guerra Sucia, dos décadas antes (Oikión, 2007), y que, en ese momento, se reinventaba en Chiapas frente al levantamiento zapatista como “guerra de baja intensidad” (Sierra Guzmán, 2007). El despliegue de tropas busca la ocupación física del terreno, debido a que la guerrilla, como lo explica Carlos Montemayor “crece bajo el silencio cómplice de una región entera […] Los extensos y complejos lazos familiares penetran poblados y rancherías con un sistema de comunicación que al Ejército le es imposible descifrar o anticipar sin recurrir al arrasamiento indiscriminado” (2007, p. 34). Es esta lógica militar -cuyo fin justifica los medios- la que sostiene no sólo la brutalidad de la masacre del Charco, sino también la crueldad de las esterilizaciones.
En Ayutla, la coincidencia temporal entre ambos sucesos, separados por apenas dos meses (abril-junio), así como su concentración geográfica, en localidades indígenas distantes de unos pocos kilómetros entre sí, de ninguna manera pueden ser fortuitas, pues no había ocurrido -y no ha vuelto a suceder- en la historia municipal ni una campaña de esta naturaleza, ni una masacre como tal. Un vínculo une necesariamente ambos hechos. La dificultad de su esclarecimiento, no obstante, radica en que se mueve en una zona gris en la que se desdibujan los contornos tanto de la acción militar como de la médica, para confundirse mutuamente entre la medicalización de la primera y la militarización de la segunda. Mientras que la faceta paramédica quedó expuesta con las quejas de los afectados sobre el actuar indebido de la brigada de salud, en cambio, la faceta paramilitar sigue siendo en gran parte inexplorada. Esta última, sin embargo, parece ser el elemento clave -al menos en el caso de Ayutla- que une esterilización y contrainsurgencia.
Una evidencia importante en este sentido es aportada por la investigación de Marcela Orraca (2010), realizada en la comunidad de El Camalote, donde fueron esterilizados los hombres tlapanecos. En efecto, esta localidad ha sido una de las más afectadas por la militarización del municipio, debido al desarrollo en su seno de un activismo paramilitar por parte de una facción -liderada por la familia Remigio Cantú-, aliada del Ejército. A este grupo pertenece la autoridad local que dio su apoyo a la brigada de salud. Del otro lado, los hombres esterilizados corresponden a la facción contraria y, al mismo tiempo, varios de ellos son miembros de una importante organización social a nivel local: la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (OPIM), que se ha opuesto desde sus inicios al despliegue militar. Aunado a lo anterior, el conflicto que opone ambas facciones es también partidista -entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) respectivamente. Sólo así puede explicarse, entonces, la violencia homicida que acompañó el evento de las esterilizaciones al amparo de la presencia militar, no sólo con el asesinato de los defensores de los dos grupos de hombres afectados, sino también de varios militantes de la organización indígena y del PRD local en los años siguientes (Schatz, 2011).
Dada la intermediación que opera tanto el personal paramédico como los agentes paramilitares, no deja de ser indirecta la relación que une esterilización y contrainsurgencia, haciendo de su verificabilidad empírica una tarea sumamente difícil. Sin embargo, otra evidencia que permite solventar este problema -y también reforzar nuestra demostración- radica en los demás casos de violación de derechos humanos en los que los efectivos militares sí tuvieron una participación directa, y con los que, además, puede ser trazado un paralelismo con las esterilizaciones. Ni estas últimas ni la masacre del Charco son hechos aislados. Por el contrario, a partir de 1998 y hasta 2004, es registrado un total de 16 casos de violación de derechos humanos por parte del Ejército, en siete localidades diferentes del municipio, todas indígenas (Tlachinollan, 2004). Asimismo, dentro de estos casos sobresalen varias violaciones de mujeres a manos de soldados, que fueron dadas a conocer gracias a la defensa emblemática de dos de ellas: Inés Fernández Ortega (hermana de Lorenzo) y Valentina Rosendo Cantú (Amnistía Internacional, 2004). Nada más tangible. La violación de las mujeres como arma de guerra constituye un registro bélico ampliamente reconocido. También lo es en contextos de contrainsurgencia -como lo ha demostrado Boesten (2014) para el caso peruano-, por lo que difícilmente puede negarse el carácter bélico de las violaciones ocurridas en Ayutla.
Ahora bien, de la misma manera que la violación representa un arma de la lucha contrainsurgente, también la esterilización forzada puede obedecer a la misma estrategia, tendiente a la fragmentación del tejido comunitario. En efecto, en sociedades patriarcales -como las comunidades indígenas de Guerrero- la vasectomía adquiere una dimensión que no es menor, y que no deja de ser problemática en la medida en que cuestiona profundamente la masculinidad dominante (Gutmann, 2004; Rojas, 2014). Pérdida de fecundidad y de virilidad se confunden, infertilidad e impotencia pasan a ser sinónimos. En comunidades donde tanto la capacidad de engendrar hijos -de preferencia varones- como el desempeño sexual son partes integrales de la hombría, recae sobre los esterilizados el estigma de una inutilidad que los inhabilita socialmente. Al ser asociada la vasectomía con una forma de castración, se genera una sospecha acerca de los emasculados imaginarios, que no sólo los descalifica como varones legítimos y miembros plenos de la comunidad, sino que los acerca peligrosamente a la homosexualidad.
En términos políticos, lo anterior se traduce en que la esterilización forzada representa un desarme simbólico en el que es reemplazado el fusil por el falo, la munición por el semen. La cualidad del guerrillero, hecha de los valores y sacrificios de la lucha armada, busca ser reducida a la impotencia que simboliza la esterilización de los hombres y de sus cuerpos combatientes. Como dimensión sicológica de la guerra contrainsurgente, al intervenir en el interior mismo de los indígenas, es la insurrección que pretende ser esterilizada. De igual manera que para la violación de las mujeres, es el cuerpo en su más profunda intimidad el que pasa a ser parte del campo de batalla, como prolongación del espacio geográfico en disputa. Mientras que, con la violación de las mujeres culmina la invasión y sometimiento del territorio, en forma paralela, con la esterilización de los hombres, es la potencia de los alzados en armas que busca ser aniquilada. De esta manera, la esterilización forzada integra el arsenal de las torturas usadas contra el “enemigo interno”, haciendo de ella un crimen de guerra que debe entenderse como otra pieza de la contrainsurgencia.
A modo de conclusión
Hoy en día, la esterilización sigue siendo el método anticonceptivo más empleado en México. La mayoría de las mujeres esterilizadas ha sido operada en el posparto y, al mismo tiempo, depende del sector público para su atención de salud, ilustrando la responsabilidad que enfrenta el Estado en una materia en la que el consentimiento no ha dejado de representar una cuestión problemática. Como bien lo resume Viveros (2002), la organización de los servicios de planificación familiar “no está diseñada para estimular una toma de decisiones autónomas en la población usuaria sino para orientarla hacia una elección, cumpliendo de esta manera con las metas de cobertura buscadas por las instituciones” (p. 320). En consecuencia, mientras permanezcan estas condiciones, ligadas a una voluntad de control poblacional en el campo burocrático, un habitus autoritario en el cuerpo médico y una persistente pobreza en amplios sectores de la sociedad -empezando por los pueblos indígenas-, difícilmente podrá ser garantizado un consentimiento realmente libre y, por lo tanto, eliminar el problema de la esterilización forzada.
Muestra de lo anterior, en 2012 la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim) ha registrado que “el 27% de las mujeres indígenas usuarias de servicios públicos de salud que han sido esterilizadas, lo fueron sin participar en la decisión de llevar a cabo dicho procedimiento, pues ésta fue tomada por los médicos y la pareja” (2012, p. 38) -porcentaje similar al detectado cuatro años antes por la Ensademi. Asimismo, si miramos las recomendaciones emitidas en años recientes por la CNDH en materias de esterilización y contracepción forzadas6, observamos que éstas ilustran una problemática actual y generalizada, tanto en las diferentes instituciones de salud pública como en diversas entidades del país, que afecta principalmente a mujeres pobres en el momento inmediatamente posterior a un parto, reproduciendo así el patrón histórico que hemos descrito líneas arriba. En definitiva, nos encontramos frente a una política de control de la fecundidad que ha sido ascendida al rango de una política de Estado, la cual busca maximizar la reducción del llamado “riesgo reproductivo” al menor costo posible. Dicho de otro modo, la esterilización forzada no es más que el resultado de una adecuación institucional entre control poblacional y recursos limitados que entiende la salud reproductiva, no desde el criterio de un ejercicio libre de derechos, sino desde una perspectiva epidemiológica que percibe lo pobre, lo femenino y lo indígena como amenazas al orden de la salud pública.
Hasta agosto de 2017, la CNDH tenía registro de 124 expedientes de queja por parte de mujeres víctimas de esterilización o contracepción forzada en el país (Piña y Rodríguez, 2017). Particularmente afectadas han sido las mujeres indígenas. Pese a lo anterior, “no se localizó ningún pronunciamiento oficial sobre ello, ni tampoco se encontraron destituciones oficiales de personal médico ni operativo de los servicios de salud” (Romero y Ortega, 2017, p. 939). En 2015, eran solamente 15 las entidades federativas cuyos códigos penales tipificaban la esterilización forzada como un delito, y 19 las que la sancionaban en sus leyes de salud. Si bien pueden conllevar algunos años de prisión, las penas establecidas en estas leyes y códigos descansan sobre todo en simples multas, así como en la suspensión del empleo o la profesión médica. Esta situación no corresponde de ninguna manera, ni con la gravedad del crimen, ni con la importancia de su magnitud. Como bien lo resume Giulia Tamayo, sólo contribuye a alimentar la impunidad, la cual:
suele guarecerse en prolongar el tiempo de respuesta institucional para desgastar los esfuerzos de las personas afectadas, borrar rastros y evidencias, a la vez que fomentar la duda. Pero además la impunidad proyecta el olvido y ampara la legitimación de prácticas discursivas de encubrimiento que en definitiva posibilitan la repetición de nuevos abusos al salir reforzadas por la ausencia de condena oficial (2014, p. 130).
Queda la tarea de proseguir con nuevas investigaciones en la materia para seguir visibilizando un problema cuya gravedad amerita serlo. Esta labor puede adoptar varias direcciones: por un lado, para estudiar las implicaciones que presenta la esterilización forzada de población indígena como política de Estado en términos de responsabilidad penal y justicia transicional; por otro lado, para elaborar una información estadística que permita obtener un perfil de la población afectada, más allá de los casos singulares; y finalmente, para esclarecer las relaciones existentes con otras políticas no solamente en los campos de la salud reproductiva y la planificación familiar, sino también del desarrollo social y la seguridad pública.
En el plano de la salud, una línea de investigación con cierto potencial versa sobre el vínculo que puede unir la esterilización femenina y la cesárea -tal como lo advierte Eduardo Menéndez-, ambas caracterizándose por unos niveles inusualmente altos en México, mismos que parecen estar positivamente correlacionados en el marco de una política histórica, hoy conocida oficialmente como “anticoncepción posterior a un evento obstétrico”. Otra línea en este plano podría relacionar, de una manera igualmente problemática, la práctica de la histerectomía con la planificación familiar. En el combate a la pobreza, de la información recopilada aparece un vínculo estrecho entre varios casos de esterilización forzada y el programa IMSS-Oportunidades, situación que hace necesaria una reevaluación de este último a la luz de la violación a los derechos reproductivos de la población indígena, siguiendo la veta abierta por la investigación de Vania Smith-Oka (2013). Por último, en materias de militarización, contrainsurgencia y paramilitarismo, la validación de la hipótesis que aquí hemos defendido pasará necesariamente por otras investigaciones que tomen como objeto de estudio regiones con una presencia guerrillera histórica, sea en México -como Chiapas, Oaxaca o Hidalgo (además de Guerrero)-, sea en América Latina -empezando por el emblemático caso del Perú-, para que la esterilización forzada sea vista y entendida como lo que es en realidad: un crimen de guerra.