Reescribir sus/nuestras memorias diversas en las historias familiares, comunales, nacionales e internacionales ha sido una estrategia primordial para colectivos minoritarios en su/nuestra lucha por la justicia2. Quizá más importante, esta (re)escritura ha sido clave para darnos valor, para (re)conocernos como personas y para imaginar qué significa tener orgullo por (sobre)vivir. No obstante, siento que usualmente en ese intento de narrarnos3 tendemos a mostrarnos desde una normalidad artificial, desde nuestros momentos brillantes. Al hacerlo, nos olvidamos de enmarcar nuestros dolores más íntimos, aquellos por los que necesitamos el valor que nuestras historias nos dan4. Este artículo surge de un temor a junio, al mes del orgullo, temo que el orgullo que nos reconocen (el Estado, el mercado, nuestros familiares, nuestras amigas) sea el resultado de que aprendimos a callar y a mirar al cielo, de que nunca nos ven llorar5. Así, intentaré hacer algo que no sé si soy capaz de hacer; pero, lo haré porque creo que es la única forma de imaginar un caminar de espaldas, como se dice en lengua kichwa (quichua en una variante ecuatoriana), como me enseñó Manuela Picq. Intentaré narrar mis lágrimas6.
De manera ingenua (y pedante) creí poder acotar mis ideas en una nota de 1500 palabras que se publicaría en alguna plataforma periodística7; que podría armar mi est-ética llorona antes de la marcha del orgullo. Buscaba encontrar una relación entre estética y ética como la que aprendí de Tania Bruguera, aunque no igual. Ella me enseñó que:
[e]st-ética propone ver a la estética como la construcción e implementación de un nuevo ecosistema ético que está en funcionamiento, que desplaza el entendimiento de estética de ser un ejercicio visual a ser uno ético. En est-ética el choque estético se presenta a sí mismo después de un choque moral. Es la realización de que lo que previamente se pensó imposible de cambiar en sociedad puede, efectivamente, ser cambiado. No es un sistema de representación, pero de presentación y afirmación de las posibilidades del cambio social8 (traducción propia).
Pensé que, como Paco Vidarte (2007), construiría en menos de un mes una ética marica que respondiera a mis lágrimas; que el empuje de los eventos del mes del orgullo me daría la inspiración y la fortaleza para escribir9. Musas y acompañamiento, ¿qué más podía pedir?
En lugar de iluminación, una serie de eventos materiales y artísticos durante junio me paralizaron. La violencia material que reflejaban algunas de las propuestas estéticas mexicanas (dentro y fuera de los contextos de la diversidad sexual) me apabulló. Una pregunta de Adorno retumbaba en mi cabeza, él interrogaba pocos años después del holocausto si era posible escribir poesía después de Auschwitz; si el arte podía darnos respuestas pese a que fracasó en su tarea mínima de mantener a la humanidad frente a la ciencia, la modernidad y la ideología. Me pregunté si podía escribir narrativa después de Ayotzinapa, después de los crímenes de lesa humanidad en el Centro de Readaptación Social de Piedras Negras, después de las matanzas sistemáticas a lideresas indígenas, después de los trans*feminicidios10, después de los desaparecidos en El Fuerte o después… Vi a México por primera vez. Lo reconocí como el prisma de diversos tipos de violencia que me hacen llorar. La sal de mis lágrimas me petrificaba. ¿Qué (me) ataba a esos eventos? No lo sabía.
Me desbordé. No preví lo que escribir un artículo llorón ocasionaría. Mi contexto (temporal y espacial) me volvió una estatua de sal durante el mes que debía escribir. Así, fue mi circunstancia y no mi condición de persona homosexual lo que me petrificó. O quizá mi circunstancia depende de mi condición y al revés. No encontraba el agua caliente que me deshiciera, que me volviera mar, que, aunque contaminada, siguiera en movimiento. El mes sí se movió, las palabras estaban asentadas en mi garganta y poco a poco impedían la entrada de oxígeno. Mi cuerpo se apagaba, mis ideas llegaban más espaciadas y las distinciones espacio/tiempo, cuerpo/cultura, narrativa/periodismo, vida/muerte se desdibujaban.
Mirna Medina me dijo que, en la búsqueda de los cuerpos de sus hijos, las Rastreadoras de El Fuerte se hacían dos preguntas que no podían contestar: ¿dónde? y ¿por qué? Que esas dos interrogantes las hacían actuar. En este texto diré dónde están las violencias que me hacen llorar, pero el porqué se me escapa. No obstante, lo que me hace actuar, lo que me hace escribir, no es tanto el porqué, sino son las preguntas: ¿qué hacer para detener la violencia? y ¿cuáles son las alternativas? Dejemos el porqué para un momento donde no esté tan presente la urgencia de (sobre)vivir. Por un mes encontré silencio en mi interior ante ambas interrogantes. Mi esperanza es que ese silencio empiece a resonar con la narrativa, que genere y que apele respuestas. Yo daré las que pude formular después de un tiempo. Cuando aprendí a crear calor. Si la energía no se crea ni se destruye, de dónde se generó el calor. Este es un texto que busca incitar movimiento. La esperanza es que el traspase de energía del texto a la lectora cree el calor que funda sus estatuas de sal. Un calor que emana de un amar otro, amor en verbo, amar11. Un amar que se dibuja en palabras y que se transmite en el acto radical de leer. Porque generar comunidad por cualquier medio es un acto anticapitalista, un acto radical. La autoetnografía puede ser uno de esos generadores de comunidad, pero también puede caer fácilmente en el egocentrismo y en el silenciamiento de las voces que aún no se pueden narrar o que se narran en espacios no académicos. Ante esta contradicción se construye este artículo.
En el Centro Cultural Border de la Ciudad de México en junio del 2019 estuvo escrito en una pared: “Mi venganza será llorar hasta inundar el mundo”. Yo quiero inundar con mis lágrimas el mundo homofóbico que me sofoca y ver qué otros mundos son posibles. Porque el mundo homofóbico, el que no acepta la diversidad sexual, ni las identidades de género no binarias, es el mundo que admite todas las violencias, el prisma de violencias. Porque hay maricones, tortilleras y putas en todas las violencias. No obstante, el mundo homofóbico no es el único mundo. Me toca mostrar uno diferente. Una pausa, confieso que acepto la frase a medias, acepto su intención, pero no entiendo la venganza. Quizá es la sangre negra que corre por mis venas y que como dice Concha Buika no entiende ni la culpa ni el perdón. Quizá es la misma que me hace dudar el porqué del párrafo anterior. Lo digo ya que me empezó a dejar de importar la culpa y el perdón cuando me di cuenta de que hay personas que viven toda su vida perdonando y sintiendo culpa; sin embargo, difícilmente reciben perdón o son la razón de la culpa (o el interés) de los demás. Dejó de importarme cuando me di cuenta de que la culpa y el perdón reiteradamente me estorbaban para formular mi ética amorosa/llorona basada en la responsabilidad, el amor, la conversación, la contemplación y todo lo que se discutirá en este artículo. Estoy jodide pero contente12. No entiendo la venganza, solamente el exceso de amor13.
La sonrisa frente a la esperanza ¿Cómo resistir el aburrimiento de la narrativa política?
Es complicado enfrentarse a aquellos que nos han humillado y sonreírles. Es más difícil cuando esa sonrisa es de felicidad porque al fin nos reconocen como personas. Es incluso más complejo porque no olvidamos, sólo tenemos una fortaleza tremenda, quizá la verdadera esperanza de Ernst Bloch. Me acuerdo cuando Barack Obama, el entonces presidente de Estados Unidos, cambió sus declaraciones sobre los derechos de las personas LGBT, cuando sonreí porque al fin cambió sus posiciones políticas respecto a las personas “homosexuales” y las puso en el centro de una agenda política internacional que apostaba por los derechos humanos. Me acuerdo también cuando Andrés Manuel López Obrador, el actual presidente de México, hizo el mismo viraje hacia los derechos de las personas LGBT, cuando dijo respetar los derechos de la diversidad en su discurso inaugural. Era complicado porque ambos negaron la importancia de esos derechos unos años antes. Recuerdo que tenía esperanza. Recuerdo que esa sonrisa se volvió mueca. En poco tiempo se supo que el proyecto de aceptación de la “homosexualidad” en los Estados-nación dependía de mantener dicotomías coloniales y patriarcales entre quiénes sí pueden ser parte de los proyectos políticos “modernos” y “nacionalistas”, los que se consideran “normales”, y quiénes pueden ser excluidos, los que pueden ser catalogados como “perversos” (Díaz-Calderón, 2019). “Se hizo evidente que ser “homosexual” y “normal” en México implicaba, entre otras cosas, ser un ciudadano mexicano, tener una expresión e identidad de género estereotípica de acuerdo con el sexo asignado al nacer y, si existieran fuertes oposiciones de ciertos grupos conservadores, no cuestionar las inacciones gubernamentales en materia LGBTTTIQA” (Díaz-Calderón, 2018). Además, condonar que las acciones gubernamentales mexicanas en los foros multilaterales se construyan bajo lógicas que mantienen la superioridad y el derecho de invasión de los países aparentemente “progresistas” que garantizan (en papel, más no necesariamente en la práctica) el derecho a la no violencia y la no discriminación de (algunas de) las personas “homosexuales” (Díaz-Calderón, 2018).
En la administración de Obama, como bien lo escriben Cindy Weber (2016) y Jasbir Puar (2007), ser parte de la diversidad sexual implicaba ser buen ciudadano, vivir en familia, exigir un limitado catálogo de derechos (al matrimonio, al tratamiento de VIH-sida, al cambio de identidad de género, a ser parte de las fuerzas armadas), estar de acuerdo con las políticas de seguridad del gobierno (con sus tropas en Afganistán, Irak y Siria y su protección a Israel en la invasión a Palestina) y, además, estar siempre agradecido (porque tienes derechos), siempre en deuda (con la nación progresista que te deja vivir). Si fracasas pese a todos los beneficios, seguro es tu culpa, seguro no lo intentaste lo suficiente, seguro, no te hiciste responsable de la realidad que las crisis (económicas, políticas, sociales, de seguridad) ocasionaron.
Para López Obrador yo era solamente un voto. Poco le importa evadir los temas de la agenda de la diversidad sexual, aliarse con lo terrible. Nos pone en su sesión de prensa diaria, la mañanera, cuando hay presión y, al mismo tiempo, justifica con su silencio las acciones de sus otros votantes, los del Partido Encuentro Social (PES), los de la ola conservadora. Momentos de alegría, se mezclan con miradas de abismo. La sonrisa por la ampliación de los derechos de seguridad social, del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), a los cónyuges del mismo sexo, se torna desesperación cuando la Clínica Condesa se queda sin antirretrovirales por políticas de austeridad. ¿Qué no leyó Obrador a Naomi Klein (2011)? ¿Qué no se enteró que el lenguaje de austeridad, aquel que destruye la vida de la población que se supone que va a beneficiar, es la práctica por excelencia del neoliberalismo? ¿No era una transformación lo que predicaba su gobierno? ¿En qué nos estamos transformando?
Ya lo decía Gloria Anzaldúa (1987), soy amasamiento, soy la combinación de lo terrible y de la esperanza. Sin embargo, a diferencia de su amasamiento chicano, el mío parece el de una masa de varios días, demasiado golpeada, echada a perder. Una masa que destruye mi cuerpo, que infecta mi historia, que me deja sin nutrientes, sin vida; una que no crea tortillas, ni jotos, ni peluqueras. ¿Qué es lo que se crea de esta masa, de la masa obámica, de la obradorista, del exceso de amasado? ¿Cuándo la/mi humanidad dejará de depender de una disputa política? ¿Cuándo la/mi humanidad dejará de jugarse en una elección?
Poco espacio había y hay para las personas “homosexuales” radicales, para aquellos que viven de la seguridad social, para las que perdieron su familia por un beso, para los que su comunidad los dejó de reconocer. Quizá aún más complicado es poder ir más allá de los pánicos morales y escuchar a aquellas personas que viven en la calle, que se encuentran en las redes globales de trata de personas con fines de explotación laboral o sexual, para quienes el sexoservicio es su mejor opción, o los que consideran el narcotráfico como su forma de emprender -como aquellas empresarias que viven de la gentrificación o del despojo de tierras de las comunidades indígenas. La retribución del narcotráfico tiene graves consecuencias en la sociedad. Posiciones complejas y diversas, sin condena, sin salvación, sin romantización, pero con mucho peso, con muchas teorías y con muy pocos remedios en sus espaldas.
Ya hace unos años Mercedes Sosa y Residente nos sugirieron que “pobre del que ha olvidado que hay un niño en la calle”, de aquellos que están en el mundo “como algo que existe que parece de mentira, algo sin vida pero que respira”14. Yo quiero sugerir: “pobre del que ha olvidado que hay una persona ‘homosexual’ en la calle”, que hay gays, lesbianas, bisexuales, trans*, intersexuales, queer, asexuales, pansexuales… que están en el mundo “como algo que existe que parece de mentira, algo sin vida pero que respira”, que aún son puntos suspensivos. Mi orgullo es también mi orgullo por la persona “homosexual” que sé que está en la calle, por las que sé que están en el mundo “como algo que existe que parece de mentira, algo sin vida pero que respira”.
Aquí me debo detener para que no existan malas interpretaciones. Entiendo que parece que combiné todo en los últimos dos párrafos. Para algunos puede parecer que no hablo de homofobia o transfobia (discriminación por razón de la sexualidad o de la identidad de género), sino de clasismo (o discriminación por razón de la clase económica). Sin embargo, intentaré sostener que no es así en lo que resta de esta sección.
Primero, ¿por qué es más fácil aceptar el clasismo que la homofobia? Me atrevería a asegurar que es porque hay sujetos “homosexuales” que son mayoritarios, que se encuentran en una posición de privilegio que les permite defenderse de las palabras homofóbicas con un simple gesto de manos, con un abanicazo. Son (quizá somos) aquellos que ante las palabras hirientes pueden voltear la tortilla, pueden recitar las leyes, pueden escupir sus títulos, sus viajes y sus experiencias internacionales, pueden convertir al asaltante en un meme, pueden volver a la persona homofóbica en una burla de la élite mexicana y, sobre todo, pueden acudir a las instituciones estatales, como la policía y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), y ser escuchados. Son (quizá somos) las estrellitas del sistema de Obama y de Obrador. Esas son las personas “homosexuales” que nos educan (quizá que educamos). Aquellos (quizá nosotros) que vuelven peligrosa (hasta mortal) la posibilidad de ser considerado “homofóbica”. Esto me hace sopesar mi crítica a las estrellitas (a mí mismo) con esperanza (las lágrimas vendrán después), por mucho que las (me) acuse de clasista/s, se les (nos) debe reconocer la posibilidad de una apertura política, una contaminación, aunque parcial, al sistema hegemónico. Lo triste es que en pocas ocasiones esta lucha contra la homofobia se traslada en un entendimiento transversal que permita ver la discriminación y las demandas de (quizá, nosotras) las personas “homosexuales” minoritarias. Aquellos que frente al sistema judicial no son (quizá, no somos) un sujeto, son (quizá somos) la burla, son las víctimas impronunciables, son la oportunidad de un dinerito extra. Esta situación tiene como consecuencia que la “homofobia” se ponga como una prioridad gubernamental mientras que el “clasismo” se mantenga impronunciable, oculto, ni siquiera imaginable.
Segundo, ¿cómo es posible distinguir entre el clasismo y la homofobia? La primera pregunta se basa en la posibilidad de separar entre las diferentes discriminaciones; pero, por mucho que parezca clara en algunos momentos -como en el caso de discriminación laboral de Armando Ocampo Zambrano por la firma Chevez, Ruiz, Zamarripa y Compañía o en el asesinato de Miguel Ángel Medina en Acayucan, Veracruz en agosto de 2019-, otros tiempos y espacios obligan a preguntarse ¿en serio es posible? En el caso del asesinato de Óscar Cazorla las cosas son menos claras, ¿qué importó más? ¿Fue su identidad de género, su orientación sexual, su expresión de género, el ser un empresario exitoso, sus afiliaciones políticas con el Partido Revolucionario Institucional (PRI), su participación como promotor de una versión muxhe de las velas del Istmo de Tehuantepec o fue su actividad como activista de los derechos LGBTTTIQA? Pensar que con “intuición” o con “sentido común” se puede identificar la diferencia entre el clasismo y la homofobia, cuando se observa o se vive, implica borrar las experiencias de los sujetos que se encuentran en la intersección de ambas circunstancias y olvidar ser lo suficientemente reflexivo y empático. Ser una persona homosexual y de clase baja o ser una persona indígena con una identidad de género ambigua son ausencias en el imaginario colectivo de la intersección de luchas sociales. María Lugones (2014) y Kimberlé Crenshaw (1991) propusieron que mantener la ilusión de que es posible separar categorías de opresión restringe la capacidad de entendimiento sobre la forma en que se presenta la discriminación en individuos con identidades que atraviesan múltiples sistemas de opresiones, una realidad que se escapa de las narrativas que dominan los debates de cada entramado de discriminación por separado. Entre las intersecciones se escapa todo lo que soy y todo por lo que me pueden discriminar.
Tercero, ¿cómo pensar el clasismo y la homofobia juntos? Aquí las cosas se complican, pues hay tantas respuestas como pensadores en estos temas. De cierta manera toda la est-ética que propongo es una forma más de hacer sentido a las intersecciones a partir de fragmentos de mi experiencia encarnada entre disciplinas, fronteras, amores y activismos. Cuando pienso en la Ciencia Política, pienso en su énfasis en la dimensión estructural de la discriminación y en el precepto de que la pluralidad del sujeto y de sus cuerpos vivientes son usualmente irrelevantes ante el peso de las estructuras institucionales (Hancock, 2007; Yuval-Davis, 2006). Cuando pienso en los estudios sobre construcciones onto-afectivas trans (Guerrero Mc Manus, 2018), sobre deseografías de lo “puto” (Parrini, 2018) o sobre los desbordes de lo “loca” (Viteri, 2014), pienso en la creación de afecciones, agencias, cuerpos, deseos, historias, resistencias y vivencias que aún no se pueden traducir en lenguaje político y que difícilmente pueden dialogar con los centros de inmenso poder como el Estado. Me ubico más en el grupo final que en el que me discipliné, sin embargo, todo paso disciplinario deja huellas, así que toda lectura debe ser torcedura.
Intervención narrativa: lo personal no es sólo político
¿Por qué es complicado sonreír? ¿Acaso prefiero que no suceda el cambio de posición política? ¿Qué es lo que quiero? Empezaré con un interludio personal y luego regreso con las dilucidaciones políticas. Iniciaré con lo propio porque sonreí cuando mi mamá me dijo que me amaba pese a que me gustaban los hombres. Sonreí a pesar de que toda mi infancia y adolescencia crecí con sus comentarios homofóbicos. Sonreí, aunque todavía me acuerdo de la cena familiar en la que todos comentaron sobre el vecino gay, sobre lo vergonzoso que era, sobre la pena de la mamá. Sonreí porque al fin me sentía une hije, una persona querida. Lloré aquella noche porque ahora mi mamá sería la burla de los vecinos. Lloré porque yo también amo a mi madre y no quiero que tenga que ser fuerte por mí, porque yo quiero ser fuerte por ella. Lloré porque no puedo controlar lo que le suceda con mis vecinos. Mi orgullo es también mi orgullo por mi madre.
Mi orgullo es también mi orgullo por X, una de esas personas “homosexuales” que viven en la calle, que, como la equis, fue tachada por el mundo. Por X, a quien yo amé, a quien yo amo. A quien no puedo olvidar que está en la calle. Quiero como Mauro Cabral (2009) cambiar la X por un asterisco que me de esperanza. Él pensaba en l*s intersexuales de América Latina. Él tenía esperanza en que lo impronunciable, la hipervisibilidad textual y la falta de reglas claras que implicaba cambiar las, les, los, l@s o lxs por l*s ayudara a imaginar mundos mejores, donde l*s intersexuales no fueran leíd*s como tachadura, como anulación. Yo todavía no puedo, aún no sé cómo cambiar a X por *, mostrar que es impronunciable, hipervisible y sin reglas claras. Aún no puedo imaginar cómo podríamos reescribir a X en este mundo, dejar de tacharlx. ¡Ayuda!
Yo no quiero que toda mi vida personal sea política, que lo personal sea internacional. Quiero tener autonomía. El problema es que para algunas personas lo personal es político, aunque no quieras, aunque no te enorgullezcas, aunque te escondas, aunque aún no lo entiendas. Quiero que agarrar la mano de una persona que parece ser hombre no sea un acto de rebeldía, sin importar si la amo o no. A diferencia de Lía García/La Novia Sirena, yo no acepto que mi vivir sea una revolución permanente. ¿Qué hay en el aceptar y qué significa un rechazo? ¿Cuál es la distancia entre mi aceptación y mi rechazo con la aceptación y el rechazo de Lía como mujer trans* en México? Hay momentos en que yo sí quiero tomar un descanso, leer una novela y dejar de llorar. Busco esos lugares donde amar sea suficiente. Donde no sea relevante mi orientación sexual o mi presentación de género. Quiero un espacio para respirar. Aun así, Lía me pone en una paradoja que le aprendí a James Baldwin, él mencionaba que “[e]n Estados Unidos, soy libre sólo en batalla, nunca libre en descanso -y aquel que no encuentra una forma de descanso no puede sobrevivir la batalla” (1998, p. 430, traducción propia). Si deseaba libertad, su posición como negro y como homosexual en EUA lo obligaba a mantener una revolución constante y, sin embargo, necesitaba descanso. ¿Cómo descansa Lía? ¿Qué clase de descanso me permitirá sobrevivir, las batallas o mis lágrimas?
En la espera por respuestas, bailo. Estoy en movimiento. Busco, encuentro, huyo. A veces regreso a sitios viejos que viven contextos nuevos. Tardo tanto en adaptarme a ellos que tengo el boleto de partida cuando apenas reconozco la morada. Quizá es la falta de un lugar de retorno constante, de la seguridad de una tierra comunal. Construir comunidad en el camino implica dispersión, fugacidad e insuficiencia. Implica tener muchos cuartos, pero no un hogar. Hay donde quedarse una noche o dos, pero después hay que saltar amores, fronteras, familias, sueños, acostumbrarse a la pérdida, a la insuficiencia de amor, a los diferentes tipos de amar. Saltar es el único internacionalismo que conozco. Así transformo lo personal en internacional. Entre brincos también hay vida, hay amor. No sé si amo el acto de saltar, pero es una estrategia de supervivencia, mi berrinche a ciertas estructuras, mi forma de huir de identidades restrictivas, una opción, no una determinación. La tragedia es que la huida es más una ilusión que una realidad. Cada lugar deja marcas en mi cuerpo y esas marcas orientan mi vida. Saltando ando, encuentro sin buscar, transmuto mezcal y café en lágrimas, siento violencias al putear, asiento caricias en cacaraqueos académicos, camino, caminante.
Quiero que la política sea más sobre cómo construir una paz duradera que sobre cómo hacer guerra (contra el narcotráfico). Quiero que amar a alguien no sea una razón para que un gobierno inicie una guerra o que la perpetúe. Quiero que terminar con la pobreza sea más importante en las prioridades gubernamentales que legislar para restringir los derechos. Lo que el feminismo me enseñó, no me empoderó, me aterró, lo que parece una herramienta política, viene a un costo muy caro. Viene al costo de darlo todo. Dar mi energía intelectual en investigar sobre violencia contra personas con sexualidades diversas se llevó todo. Quiero pensar en sistemas dinámicos, en matemáticas, mi primera carrera, pero no puedo dejar de pensar en aquello que he visto, no puedo dejar de pensar en X. Porque no sabes qué hacer, no sabes cómo construirte una vida que sea vivible después de lo que has visto. Porque sabes que lo único que puedes hacer es intentar cambiar este mundo. Se lleva todo porque empiezas a vivir en hojas que no verán la luz, porque el otro mundo inicia en los bordes de este mundo, en el arte que no puede ser Arte, en la narrativa de tus lágrimas.
Conclusión: mis movilidades también me inmovilizan y ahí es donde encuentro el trauma. El trauma nubla mis posibles capacidades de discernimiento, me debilita; mis pensamientos se vuelven reiterativos y sin redención. Ya muchos hablaron sobre las consecuencias del trauma en la política. A Paulo Ravecca (2019) le gusta decir que el trauma de saber, haber vivido y, quizá, de ser partícipes de la justificación y de la reproducción de sus dictaduras es lo que mantiene a muchas politólogas en Chile y Uruguay incapaces de criticar los modelos neoliberales de democracia. Para esas politólogas haber sido radicales y opositoras al Estado, costó muy caro, costó la democracia. A los internacionalistas el trauma de la guerra (del terrorismo y de la violencia en general) es lo que los mantiene ligados a análisis reducidos de Estados sin habitantes que saltan, de intereses nacionales sin pasión por la rumba, de cooperaciones internacionales calculadas sin empatía y sin amor, de interacciones entre agentes y estructuras que no distinguen que accionar para dominar no es lo mismo que accionar para (sobre)vivir. Mis traumas vienen de olvidar los sones que aprendí a zapatear por la iteración en mis pensamientos de vivencias comunales. Vienen de hablar con mi madre y saber que tiene que ser fuerte por mí, de una vida forzada a la internacionalización, la política y el silencio (que es) X.
Este interludio personal vislumbra algunos de mis traumas y de mis limitaciones. También introduce brevemente cómo me posiciono en el mundo político internacional de la sexualidad, las identidades y las expresiones de género. Mis traumas forman mis berrinches políticos. Normalizan, es decir, dejan de cuestionar, algunos de mis comportamientos, aun aquellos que sin darme cuenta son conservadores y opresivos, hacia otres y hacia mí. La narrativa permite introducir esos movimientos entre posiciones en el mundo, entre identidades y no identidades, entre formas de vivir y de morir. Los introduce sin resolverlos y sin liberaciones. Te dice dónde está el llanto.
Interludio poético: el trauma
Este interludio poético es heredero de la tradición chicana de utilizar la poesía como una herramienta teórica y política en escritos académicos (Moraga y Anzaldúa, 1981). Esta tradición se extendió en muchos de los textos de mujeres de color que me mantienen en lucha entre políticas internacionales (Lorde, 1984; Minh-ha, 1989; Moraga, 1983). Aún recuerdo que fue un texto poético y el trauma de presenciar un cuerpo los que engendraron el Capitalismo Gore de Sayak Valencia Triana (2010). Sayak me introdujo en ese libro la importancia de la poesía, la ética y las emociones en la política mexicana. Ellas fueron mis maestras, las que me consuelan en mis duelos y las que acompaño en los suyos. Son las que secan mis lágrimas con sus pañuelos húmedos. En el intercambio nos amadrinamos y encompadramos. Intercambiamos tejidos, unos más gruesos, otros más ligeros. También compartimos técnicas de bordado, las heredadas y las inventadas, una para cada ocasión.
Este poema busca reflejar el pesimismo con tintes fatalistas del trauma de (sobre)vivir en la academia. Se puede leer como una respuesta a las palabras de Elizabeth Dauphinee:
Nuestra disciplina se construyó sobre las muertes y las pérdidas de otras personas, estas son muertes y pérdidas que nunca experimentamos personalmente. Es una disciplina que se construyó sobre las vidas de personas que la mayoría de nosotros nunca conocerá y, si acaso las llegamos a encontrar, ciertamente nunca las llegamos a conocer. No las invitamos a nuestras casas. No las encontramos para tomar café. No asistimos a sus bodas. No asistimos a sus funerales. No las amamos. Si lo hacemos, lo hacemos en secreto y nunca lo admitimos (2010, p. 802, traducción propia).
Esta intervención poética surge como respuesta al trabajo de la tradición de pensamiento interpretivista en las Relaciones Internacionales15. Los seguidores de esa corriente son les “muchaches” y la “tribu” del “amigue” con el que dialoga este poema. Ido Oren, a quien está dedicado, es uno de mis mentores y un representante internacional del interpretivismo en las Relaciones Internacionales16. Sabe de la existencia de este poema. No habla español y no pienso traducírselo.
Una disciplina académica busca homogeneizar tanto lo que considera valioso, como las formas de criticar. Regula, condiciona, posiciona y expulsa. Genera estándares, traumas, ilusiones de liberación, vivencias de opresión y (fugaces) momentos de cambio. Este poema puede ser leído como parte de mi trauma dentro de la disciplina de las Relaciones Internacionales y como una advertencia sobre las políticas en las que este artículo participa, aunque no quiera. Escribir el texto en español y en una revista de género es un acto político de conservación y de resistencia, de transformación y de rendición, de huida (de mi disciplina que me traumatiza) y de encuentro (con otras disciplinas, interdisciplinas y no disciplinas que me tienden a a-coger).
El poema habla de mi posición como estudiante de doctorado en EUA, es decir, me muevo a la vida que construí desde agosto de 2019 y hasta febrero de 2020, cuando envié este artículo para que se dictaminara en esta revista académica.
El silencio de mi gente
A Ido Oren
No te equivoques,
el silencio de mi gente
no significa lo que
aquelles muchaches
dicen que significa.
La aspiración antes de las bocas cerradas
hablan de asentamientos
más viejos que tú y que yo.
Lo que no podemos decir en lenguas tomadas
lo que no podemos escuchar en cacaraqueos.
¿Quién te va a traducir?
¿Quién va a ganar qué?
¿Cuál es el costo de respirar?
¿Sobre el empañado del otro?
Por no renunciar
a la certidumbre
te quedaste sin tiempo
para entender,
para entenderte.
¿De qué sirven tantas páginas?
Tu sufrimiento.
Si al final,
la sangre es la misma.
Los llantos
que piden silencio y escucha.
¿Qué ganas tú?
¿Qué gano yo?
¿Qué ganamos todes?
Y si no ganamos algo,
¿quién pierde más?
Y si no perdemos algo,
¿para qué?
Ante el bostezo de mi tribu,
dibujas sonrisas en la tuya.
¿Es posible conversar
sin buscar entender al otro?
¿Es posible generar música
en cuatro ojos
que se abrazan
en la distancia de dos cuerpos?
¿Qué tal si te quedas
a la orilla
de mi cuerpo
o de mis palabras?
Dime amigue
¿qué fue primero?
Tu dolor o el mío.
Dicen que al anochecer
en el recuento de los cuerpos
encontraron el mío
al lado del tuyo.
Nadie lloró
porque ya nadie quedaba.
Sobrevivientes.
Sobreviviendo.
Sobre vivientes.
Cuando la esperanza me deja de rodillas ante lo terrible
Colombia me hizo daño. Me enseñó que reconocer una forma de amar distinta era suficiente para mantener una guerra. Fue sorprendente ver que grupos conservadores pueden clamar frases como ¡Van a homosexualizar a Colombia! Que éstas se utilizan para justificar las atrocidades que los grupos paramilitares y las guerrillas hicieron durante la guerra que aún no termina. Que entre los actos terribles estaba violar a hombres y a mujeres como armas de guerra. Tomar una ciudad venía acompañado de juegos sangrientos, coloniales. Esos juegos incluían poner a personas con sexualidades, identidades y expresiones de género diversas, de ciudades tomadas, a boxear para animar a los paramilitares en sus fiestas. Las peleas de gallos eran entre gallinas.
Aprendí a seguir caminando gracias a la imagen de un guerrillero que se soñaba mujer en el norte de Colombia mientras aprendía a respirar después del acto terrible que le rasgó la ropa. A veces las instituciones reflejan la estética. Desde el 2000, el movimiento LGBTI con el Proyecto Planeta Paz es uno por la paz, porque en Colombia se aprendió que no se puede erradicar la homofobia sin lograrla para todos y para todas, porque la paz sin las personas con sexualidades, identidades y expresiones de género diversas no es paz. ¿Cómo respira aquella guerrillera hoy? ¿Encontró alguna paz? ¿Encontró su paz? ¿Lo hice yo?
Francia me hizo daño. Fui buscando el amor y encontré el odio, uno dirigido a las personas que se veían como yo; porque no me leían como una persona latina, sino que me veían como una persona árabe. Porque no era la persona inmigrante deseada (la transatlántica [latino] americana), sino que era la persona ilegal cruza mares. Odio porque asumían que odiaba a las personas “homosexuales” (“blancas”). Asumían que me odiaba, espera, no, ahí no era una persona “blanca”. Admiración cuando vestía la sudadera de la universidad prestigiosa que jamás podría pagar, pero una escuela que por azares del destino tuve gratis. Los que eran como yo no estaban en esa universidad. Había muchos gays, muchas lesbianas, muchas personas ricas. Algunas de esas personas eran árabes. Si caminaba en la calle, era una persona árabe homofóbica que invadía al ilustrado y progresivo mundo europeo. Miento. Sí había gente como yo, que también tuvieron la universidad gratis, que eran latinos y latinas y que parecían árabes. Qué susto se darían las personas europeas al ver las muestras de afecto que las personas de Latinoamérica hacemos en público, un perreo contra las buenas costumbres. Me cuesta creer que la modernidad sexual sea el modelo francés. Si estaba al lado de un amante árabe (y vaya que los hubo), entonces me convertía en la víctima de los países subdesarrollados que ellos (los ejércitos que actuaban en representación de todos los franceses) estaban salvando, la víctima de aquellos países que Francia podía invadir. Quedé con una sensación de abismo y confusión. Un día pensé esto y volteé a ver a mi amante árabe en turno, volteé y vi su visa de refugiado por ser LGBT. Era lo que yo podría ser en Estados Unidos. Me habló de la diversidad sexual en Túnez, una democracia árabe, la mejor calificada, el lugar donde la homosexualidad todavía es castigada con cárcel. Algo que no se habla en las instituciones, sea la universidad o el juzgado.
Volví a caminar cuando encontré la idea de otro amor, un amor revolucionario. Cuando Houria Bouteldja, mi mentora francesa, me reveló que, durante la serie de protestas a favor y en contra del matrimonio igualitario, el presidente francés en turno, François Hollande, decidió invadir Mali (una vez más). Que la agenda LGBT calló al imperialismo francés. ¿Acaso Mali fue el costo de la liberación sexual francesa? ¿A quiénes liberó la revolución sexual parisina? ¿Liberó al árabe de los suburbios que no se puede dar el lujo de perder a su comunidad, o de lo que es lo mismo, de salir del clóset como “homosexual”? ¿Cuántos amantes árabes me quedé sin conocer por la invasión francesa, por el colonialismo del siglo XXI?
México me hizo daño. México me enseñó que una democracia mata más que una dictadura. Que las personas muertas en los sexenios de Fox, Calderón y Peña Nieto se olvidaron muy rápido. Que el primer año de López Obrador sigue la misma línea. ¿Cuántas putas, maricas y jotas se quemaron en el Centro de Readaptación Social de Piedras Negras, el crimen de lesa humanidad en el que participaron el gobierno y el narcotráfico? ¿Cuántos desviados había entre los 43 estudiantes de Ayotzinapa, el día que no se olvida, pero que ya se olvidó? Hay vidas que no cuentan. Putas, maricas y jotas cuyas muertes solamente retuiteamos y compartimos en Facebook, por las que lloramos unos minutos y se nos pasa. No son las únicas personas, pensemos en la población indígena. Ya lo decía Manuela Picq (2019), las personas indígenas nunca fueron heterosexuales. La pluralidad de formas de vivir y de sentir el lazo carnal y emocional entre personas de comunidades indígenas es tan diversa, que sería un error asociarlas a categorías occidentales como lo heterosexual (o lo homosexual). La pacha (palabra kichwa que significa tiempo y espacio, palabra que reconoce que el tiempo depende del lugar y viceversa) de estas comunidades crea formas de amar distintas de las que podríamos aprender. Formas de amar que el Estado (y sus ideas de modernidad como la heterosexualidad o la homosexualidad) prefiere(n) matar. ¿Cuántas mujeres no heterosexuales hay entre las indígenas muertas por la avaricia de las empresas canadienses (las mismas que se pintan de colores en el mes del Orgullo) en la Sierra Norte de Puebla o en los territorios no zapatistas de Chiapas? ¿Cuántas muxhes están en la lista de feminicidios y cuántos ngüíus están entre los asesinados por la violencia de género? ¿Cuántas historias de amor entre dos aguerridos defensores de la tierra se perdieron por los asesinatos del Estado y del narcotráfico?
Volví a caminar cuando vi en una psicóloga poblana mi reflejo, cuando acepté que morir era una opción, que los coyotes de Tehuacán andan en todo México. César Bringas (2017a, 2017b) me enseñó que la psicóloga tenía una isla en el cuello, que lo llaman lunar. Su madre reconoció su cuerpo por la isla que había en su cuello. Yo soy trabajadore sexual. Por el momento la academia es mi único cliente. Ser trabajadora sexual fue la razón para que en Tehuacán no investigaran el asesinato de otro reflejo. Tehuacán se volvió un caleidoscopio de mi rostro. Hay muchos coyotes en los pasillos de la universidad. Hay otra clase de policías que no (me) escuchan.
Tres caminares que se atan por tropiezos, por momentos en los que caí de rodillas ante lo terrible (Choi, 2017). Tres recorridos que plantean un futuro con estéticas: la del guerrillero que se sueña mujer cuando aprende a respirar después del terrible acto que le rasgó la ropa; la del amor revolucionario que acepta las políticas del matrimonio igualitario al tiempo que se rehúsa a condonar las violaciones a Mali; y la de la psicóloga poblana que tenía una isla en el cuello. Estéticas que observé previas a junio de 2019 y que tenía como postales en mi memoria. ¿Cómo convierto esas tres estéticas en éticas para seguir mi camino? ¿Qué clase de caminar es el que sugiero a partir de estas historias? Aquí necesito la ayuda de Manuela Picq y de su aprendizaje de las mujeres de Chimborazo, Ecuador. Ellas le enseñaron a Manuela que no hay un caminar sin historia, que todo caminar es de espaldas (Picq, 2016). En kichwa no existe una diferencia entre las palabras rostro y pasado ni entre espalda y futuro, caminar al futuro es andar de espaldas. Caminamos con el presente en la frente, vemos el pasado, sabemos de dónde venimos. Caminamos para atrás hacia el futuro, está en nuestra espalda, no lo vemos, no sabemos cómo es. El amasamiento de nuestras historias es lo que guía nuestro caminar. No hay futuro sin pasado y la innovación siempre es una continuación. La masa de estas tres estéticas es la que reemplaza, la que me ofrece el Estado, la masa obradorista. Mi caminar de espaldas es siempre un amasamiento de las estéticas de los múltiples sitios que me hicieron llorar, es siempre uno de lágrimas y de esperanza.
Las tres postales amorosas de esta sección muestran formas de iniciar el movimiento después del trauma. Este movimiento cambia el tipo de preguntas que se realizan en las Relaciones Internacionales, de ¿qué variables miden la discriminación? y ¿cuáles son los factores que alteran los niveles de discriminación? de la tradición positivista y de ¿cómo sucede la discriminación en cierto contexto y desde cierto lugar de enunciación? de la tradición postpositivista a las preguntas éticas: ¿cómo huir y combatir la discriminación?, y ¿cómo sobrevivir la discriminación e iniciar la curación y el baile?17 Las primeras tres preguntas incitan a lecturas traumáticas que olvidan las experiencias amorosas y privilegian solamente los discursos y las teorías fragmentadas que se construyen bajo trauma y entrenamiento disciplinario. Las otras preguntas, en cambio, parten de la urgencia y de la duda; de la vivencia y de la resistencia; de la huida y de las venidas; del reconocimiento y del sanar; del virarse y del encontrarse; de las teorías y del berrinche; de las Relaciones Internacionales y de las relaciones internacionales; de lo internacional y del saltar; de la común unidad y del amar. En particular, rechazo que el inicio (menos el fin) de una investigación estética internacionalista deba ser la búsqueda de un catálogo de “opresiones” o “verdades” (Doty 1996) y, en cambio, busco poner en movimiento (como inicio, intermedio y final) la práctica de formas de resistencia a partir de la experiencia y de la repetición con aprendizaje. Así, sugiero que es en el caminar donde se construye el catálogo de conocimientos útiles para ampliar posibilidades de movimiento18. En otras palabras, busco identificar las potencialidades de tener puntos de referencia estéticos a partir de los cuales orientar el movimiento de nuestros seres y de nuestro conocimiento, legado espiritual y participación en dicho entramado. La potencialidad de estas postales amorosas dependerá de las condiciones afectivas, colectivas, espirituales, históricas, materiales, políticas… de cada persona que las lee, las resiente, las interpreta y las acepta o rechaza. En algunos casos será una posibilidad habitable, en la mayoría de los casos será simplemente una opción que puede (o no) encaminar a otras alternativas creativas que sean útiles para los entramados que la persona entienda, habite, pertenezca o sienta.
Una forma de leer las postales amorosas de manera queer es tomarlas como estéticas que sirven de ars erótica frente a la rigidez de las alternativas políticas actuales y que se generan en ciertas pachas donde se practican y se experimentan formas amatorias que van más allá de los entendimientos actuales asociados a lo heterosexual y lo homosexual19. Son estéticas “que emerge[n] entre la que coge y la que escribe” y que constituyen un corpus llorón que se mantiene “en movimiento, en tensión, abierto a su gimnasia, a su ejercicio y experimentación” (Cano, 2015, p. 52). Estas postales representan el legado espiritual que ejercito y que ejercité con mi caminar entre saltos. Sus estéticas son dobles, por un lado, se modifican en mi memoria y, por el otro, al asentarse en palabras, se transmutan con lecturas, figuraciones e imaginaciones de quien escribe y de la lectora o del lector. Lo queer/cuir se vuelve una orientación de práctica y de significación estética a las postales, donde la lectora y la autora, el académico y el activista, la arti(vi)sta hacen uso:
[…]de sus habilidades de supervivencia bien desarrolladas, de leer apariencias cotidianas de manera subversiva, de ver detrás del camuflaje proporcionado por la competencia engañosa y fanfarrona de ganar un argumento (que puede tener poco que ver con el tema inmediato), con el objetivo de develar oportunidades que pueden, sin embargo, estar presentes. Oportunidades de hacer posible una vida plena para aquella población marginalizada cuya supervivencia ha sido más precaria, por la lucha contra el terror (Otto, 2017, p. 80, traducción propia).
Son postales que, al resonar estéticamente e infundir fortaleza espiritual, “nos ayudan a ver en la oscuridad” (Anzaldúa, 2015, p. 28).
Opciones a las políticas sexuales y de género, opciones que no son lo que pensabas, no son lo que imaginabas, no son lo que creías… no son lo que querías20
La solidaridad requiere el reconocer, comprender, respetar y amar lo que nos lleva a llorar en distintas cadencias. El imperialismo cultural desea lo contrario, por eso necesitamos muchas voces. Porque una sola voz nos mata a las dos.
No quiero hablar por ti sino contigo. Pero si no aprendo tus modos y tú los míos la conversación es sólo aparente. Y la apariencia se levanta como una barrera sin sentido entre las dos. Sin sentido y sin sentimiento. Por eso no me debes dejar que te dicte tu ser y no me dictes el mío. Porque entonces ya no dialogamos. El diálogo entre nosotras requiere dos voces y no una.
Tal vez un día jugaremos juntas y nos hablaremos no en una lengua universal, sino que vos me hablarás mi voz y yo la tuya.
(Lugones y Spelman, 1983, p. 573)
Dejé la iglesia, [la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México] entre lágrimas, con la certeza de como había cerrado mi corazón durante tantos años por la atracción apasionada hacia dicha fe que prometía que el dolor no se iba a acabar. Crecí blanca. Luché por liberarme del reclamo de mi cultura sobre mí. Pareció que tuve que salir del espacio familiar para ver qué estábamos haciendo nosotras, como personas, sufriendo. Ésta es mi política. Ésta es mi escritura. Por mucho que las dos eventualmente me trajeran de vuelta a mi familia, no hay posibilidad de engañarme a mí misma, es mi educación, mi “conciencia” la que me separó de ellas. Aquello me obligó a salir de casa. Esto es lo que me ha convertido en la foránea que tantos chicanos -muy cercanos a mí en circunstancia-temen.
(Moraga, 1983, pp. ii-iii, traducción propia)
Conclusión: lloro por todo, por los que están en el mundo “como algo que existe que parece de mentira, algo sin vida pero que respira”, por mi madre, por los desaparecidos, por las indígenas diversas que luchan por la tierra y mueren, por la psicóloga poblana que tenía una isla en el cuello… ¡cómo lloro por X! Pero ¿qué significan esas lágrimas, ese llanto, esa est-ética llorona/llorosa? ¿Cómo puede ser tanto llorona como amorosa, tanto llorosa como amante?
Empiezo la artificiosa conclusión, con la duda de qué es este texto. Quizá toda mi propuesta normativa es errónea, quizá es demasiado débil frente al odio que veo a mi alrededor, frente a lo que me hace llorar. Pero es a donde llegué en los caminos de mi vida. Mi propuesta no es lo que yo pensaba, no es lo que imaginaba, no es lo que creía. Me gustaría dar una respuesta en términos científicos, pero la ciencia no me alcanza para cambiar la cultura. La ciencia no me alcanzó para hacer vivible mi vida. Porque leí a muchos heterosexuales en la escuela, a muchos machitos, a muchas investigadoras eméritas. No me sirvieron. Tampoco es una respuesta que resuelva los embates de las múltiples críticas de los estudios queer y cuir sobre ética, estética, afecciones y amor.
Se puede criticar mi deseo afectivo (optimista) por una est-ética amorosa y llorona como un impedimento o una distracción para detener un actuar (necesario) en el ahora, bajo condiciones poco amorosas (de odio o de crueldad) (Berlant, 2011). También se puede ver con sospecha la forma en que mi propuesta se enfoca y depende, quizá demasiado, de un optimismo y una esperanza sobre la posibilidad de superar el trauma y, además, hacerlo de una manera amorosa/llorona, lo cual esconde y da pocas herramientas para entender (y sobre-vivir) las afecciones opuestas de pesimismo y de abatimiento que son constitutivas de dicho proceso; tampoco cuestiona si ese proceso es posible o deseable fuera de los ejemplos que mencioné (Muñoz, 2009). Más aún, se puede llamar la atención de cómo los afectos amorosos, llorosos y traumáticos dependen y se construyen de maneras diversas de acuerdo al entramado social y al horizonte tiempo/espacio/espíritu en el que se encuentre cada persona, así, se puede acusar que toda rectificación, como una est-ética amorosa/llorona, no toma en cuenta la relatividad, -lo que para mí es amoroso, provoca llanto o es traumático, puede no serlo, quizá hasta ser lo contrario, para otra persona- la dificultad -más fácil es sentir amor o empatía para ciertos cuerpos- y las estrategias -cómo responder, resistir, colectivizar- con las que se construyen las emociones y los afectos (Ahmed, 2015). En respuesta a mi propuesta, se podría poner en jaque mi falta de estudio de las posibilidades afectivas, creativas, emancipadoras o irreverentes de cuando se fracasa en crear una estética amorosa/llorona (Halberstam, 2011) o de cuando los sujetos se mantienen en depresión, trauma o llanto (Cvetkovich, 2012). Se puede sugerir que las políticas sexuales y de género en sus diversidades actuales en Abya Yala21 ofrecen muchas posibilidades emancipatorias y radicales que deberían ser exploradas antes de pedir o exclamar la necesidad de un cambio o como complemento al cambio que se propone o se exige (Corrales y Pecheny, 2010; Falconí Trávez, Castellanos y Viteri, 2013). Aunque los mejores casos están en las acciones diarias de activistas/artivistas y en las de colectivos, de organizaciones de la sociedad civil y de instituciones gubernamentales con buenos “camaraderismos”, “facilitadores” o “liderazgos” que permiten fuertes articulaciones con las comunidades y con la gente de a pie. Además, mucho tiene que decir la academia, las académicas y las camaradas (¿¡los académicos y les academic*s y camaradas también!?) feministas interseccionales/decoloniales/comunitarias/afrodiaspóricas y de Abya Yala sobre cada punto (¡y no se dijo!), como sus posibles efectos patriarcales, anacrónicos, colonialistas, despolitizantes, universalistas y redundantes contra las emociones, luchas, historias, narrativas, reformulaciones y vivencias feministas, afrolatinas, indígenas, lesbofeministas, transfeministas… aun cuando no sea intencional (Espinosa Miñoso, Gómez Correal y Ochoa Muñoz, 2014). Finalmente, se podría cuestionar ¿qué tal si no hay un futuro mejor o amoroso/lloroso para las políticas sexuales y de género? y ¿qué significa y cómo podemos sobrevivir bajo ese posible panorama? (Edelman, 2014). Cada una de esas críticas (y las muchas otras que no mencioné y que no conozco) requieren respuestas con una mesura y una calma que mi exceso de lágrimas y de rabia con el que trabajé en este texto y que quizá nublan mi vista en esta escritura no me permiten tener. Tampoco es algo que considero deseable (abre demasiadas aristas para un texto que ya está trabajando con muchas) o posible (en qué espacio y con qué tiempo) para un artículo en el que simplemente buscaba imaginar nuevos horizontes de sentido, a partir de propuestas amorosas/lloronas y estéticas que fueran situadas y encarnadas. Propuestas que permitieran ir más allá del trauma que impide pensar otro tipo de políticas internacionales sobre sexualidad, identidad y expresión de género y que fueran menos opresivas en las disciplinas que las estudian. Ya será en otros espacios donde intentaré responder a las críticas. En este sentido, Sara Molina me regaló la mejor réplica que hoy puedo pensar en su obra de teatro “Made in China”: “No te inquietes. No te he hecho venir para que me comprendas. Tú me enseñaste a hablar... Y este es el resultado” (Cornago, 2005, p. 5). Aquí sólo doy opciones, no prescripciones.
Pero, si no te he hecho venir para que me comprendas, ¿a qué te he hecho venir? Quizá a que renuncies a la idea de que puedes entenderlo todo. Porque el silencio, la interpretación y la protesta, como cuando una lee, es una praxis que nutre nuestros espíritus y nuestros naguales22 en formas distintas que las palabras y que las imágenes resueltas y monolíticas pueden dar (y que se han dado) por medio de recetarios, galerías, cuadros de información o listas de conclusiones, perspectivas, alternativas y propuestas políticas públicas. También es una continuación de largas tradiciones de escritura feminista chicana y Abya Yala-diaspórica. Mi propuesta de entrelazamiento tiene fuertes raíces que pasan por lecciones como la que tomé prestada en la introducción de esta sección de María C. Lugones y Elizabeth V. Spelman. Mi entramado ancestral de introspección me remite a reconocimientos como el que nos sugiere Cherríe Moraga en su respectiva cita. Este es el resultado:
¿Cuál podría ser una est-ética para horizontes políticos distintos sobre sexualidad y género? Entrelace/introspección. Si me baso en la interpretación gramatical usual, la barra significa que mi ejercicio narrativo propone imaginarse una est-ética de entrelazamiento y una de introspección. No obstante, quiero sugerir otra lectura, una donde la barra signifique tensión, imposibilidad de distinción, un espacio donde la diferencia entre entrelazamiento e introspección se complique, que no se pueda distinguir, donde al mismo tiempo es entrelazamiento e introspección, mientras que también es importante pensarlas en separado como entrelazamiento (introspectivo) o como introspección (entrelazada) (Díaz-Calderón, 2019; Weber, 2016).
Entrelazarse implica reconocer que cada uno de nosotros se nutre de diversas tierras fértiles. Algunas se nutren del arte de hacer alebrijes, del tequio dominical y de la misa de mediodía. Otros de hacer empanadas de amarillo, de escribir poesía y de ver crecer a sus hijos. Yo me nutro de leer más de lo que debería, de soñar despierte/estar abismade y de escribir menos de lo que debería. Somos hiedras con raíces en cada una de las tierras que sentimos fértiles para crecer. Como escribe María Carolina Cambre: “Me identificaré brevemente a mí como alguien con raíces en diferentes lugares, que reconoce la posibilidad de echar más raíces en más lugares en el futuro. Algunas raíces son más fuertes que otras, pero ellas mantienen mi camino en su lugar lo suficiente para que pueda de cierta manera trazarlo” (2015, p. 3, traducción propia). Entrelazarnos implica caos, pero soporte.
Es caos porque no hay un camino de cómo entrelazarse, las ramas se agarran de donde y como pueden. Se caen con el peso algunas veces. Luego, continúa el desborde, el empalmado, la enredadera. Después de un tiempo hay un soporte que camina, que se sujetó de donde y como pudo, pero que ahora parece firme. Quizá mi esperanza es que este texto se entrelace con otros caminos de la vida, de vidas tortilleras, jotas, peluqueras, profesionistas, de vidas como las de X. Que esta enredadera no sea lo que hoy pienso, imagino, creo. Que no sea sólo caos, que también se trace un soporte a partir del cual pueda construir mi orientación al caminar. Me mantengo firme, pero torcide.
Me rehúso a saber-me, a saber-n@s, antes del encuentro […] Nosotras nos (des)hacemos […] en la pertenencia a un colectivo que nos da un lugar para poblar de sentido el desierto […] el secreto de nuestra práctica amorosa es que no hay secreto. En todo caso hay encuentro, celebración, ejercicios amatorios comunitarios, y cuerpos que se hacen y deshacen iterativamente. Como el sexo. Como el texto (Cano, 2015, p. 58).
La introspección necesita otra clase de movimiento: hacia dentro y de frente. Es el acto de rendirse y de buscar, por medio del rito y viajes espirituales, formas de sanación. El trauma exige respeto y encuentro con el otro que es uno mismo. Gloria Anzaldúa lo relaciona con el sueño con víboras. Una víbora en el encuentro le advirtió que “[e]stás perdiendo energía y partes de tu espíritu se han perdido. Recupera las piezas faltantes de tu alma” (Anzaldúa, 2015, p. 27, traducción propia). Llegar al sueño con el nagual requiere un largo caminar. Yo pasé por un primer sueño.
El padre Calleja hizo el siguiente resumen del Primero Sueño de Sor Juana: “Siendo de noche, me dormí; soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no pude, ni aun divisas por sus categorías, ni aun sólo un individuo. Desengañada, amaneció y desperté” (Pereda, 1994, p. 41). Ese primer sueño fue mi estado previo a partir del cual inició mi deambular introspectivo hacia el sueño nagual. Del estado de desengaño siguió el de rendición, donde se es consciente de las heridas del trauma y una de nuestras voces dice “estoy cansada de luchar. Me rindo. Renuncio, dejo ir, dejo caer los muros” (Anzaldúa, 1987, p. 74). Luego volví a soñar y me volví a rendir, me paralicé y me moví, no en círculos, en espirales. Algunos tiempos más largos que otros, en ciertos lugares más que en otros.
En la contemplación surge la práctica de rebeldía y de reconocimiento ancestral. Al ir hacia dentro me dejo (re)conocer, penetrar y (re)encontrar. En la frente está el pasado de mi tribu y de mis prácticas amorosas. Empiezo a dejarme ir en la estética de mis postales amorosas y reconstruyo mis orientaciones éticas. Los conocimientos se (re)significan y el cuerpo se ríe del terror. Es la matriz gestante de otro nagual, de otro amor, de otra estética y de otra orientación, como toda madre, está en la tierra. Así se desciende, para poder volver a surgir. Sólo hay que tener cuidado con los temblores y con las osificaciones.
Enredarse tiende a ser demasiado hacia afuera y de espaldas. Observo demasiadas enredaderas que se mueven, pero no son reflexivas sobre la violencia de su enraizado. En ocasiones se tornan invasoras que expulsan especies y aniquilan diversidad. Las enredaderas necesitan profundizar raíces y aprender a ver las dimensiones de espiritualidad y de rito del accionar colectivo. Algunas olvidan el peso del trauma por concentrarse demasiado en un futuro de autoconocimiento, agencia y libertad. Falta mucha crítica, lo que significa una invitación a la tragedia. Falta aprender a respirar y rendirse al legado espiritual.
La introspección tiende a perder la urgencia del accionar. Crea tanta atención en sanar, que pierde conciencia de que el mundo material provoca un explotar constante. El rito se vuelve carga si no crea acción política de liberación. Con demasiada reflexión se pierde la relación. Sin la comunión de la tribu, la esperanza de transcendencia y redención reina. La liberación en solitario es una farsa.
Que empiece la difuminación de barreras ontológicas. Mi esperanza es que esa enredadera construya un soporte a partir del que pueda construir algo distinto. En ese discernir entre raíces recuerdo mi orientación queer y la enseñanza chicana: “I pick the ground from which to speak a reality into existence. I have chosen to struggle against unnatural boundaries”23 (Anzaldúa, 2015, p. 23).
Así, mientras escojo tierras y tiendo raíces, me extiendo y extiendo mis tramas comunales. Actualizo mis saberes desde nuevas vivencias. La idea detrás de entrelace/introspección viene del elemento normativo de cómo entrelazarse, es decir es un soporte que construye algo distinto, contra barreras artificiales desde el encuentro, mientras extiende sujetos y tramas comunales. Esa es la est-ética. En teoría, llorona y amorosa. En práctica, llorosa y amante. En teoría/práctica. Como estética invita nuevas lecturas y disonancias. Como ética parte de un actuar desde nuevas posibilidades amatorias. Como est-ética ya no es lo que yo pensaba, lo que imaginaba, lo que creía… lo que quería.