A la apertura de su ensayo, Opinión pública,3 Niklas Luhmann enuncia dos afirmaciones que no por ser obvias dejan de ser amonestadoras. La primera afirmación nos recuerda que “muchos conceptos clásicos de la filosofía política se encuentran hoy en una situación ambivalente: no se les puede abandonar pero tampoco asumir en su significación original”. La segunda advierte que “tales conceptos no fueron construcciones científicas sino sobre todo respuestas de una conciencia aguda y concreta de problemas”.4 De ello se sigue que los conceptos de la filosofía política, por ejemplo, Estado, derecho, poder, legitimidad, democracia, opinión pública, carecen de la capacidad de explicar acontecimientos y procesos políticos. Son sólo conceptos de “logros institucionales” y de “exigencias de conducta” . Por consiguiente, aunque tales conceptos denoten soluciones institucionales de problemas políticos, no han resuelto teóricamente el problema que se plantearon. Si bien Luhmann trata de jalar agua para el molino de su programa de sociología política, plantea también una provocación productiva a la filosofía política tradicional. Conviene entonces averiguar cuál problema político se entendió resolver mediante la opinión pública y cómo se pretendió resolverlo, para preguntamos si su forma resolutoria es todavía sostenible o bajo cuáles condiciones puede ser sostenida.
Estas consideraciones, más históricas que teóricas, obedecen a un estado de ánimo no escéptico, pero sí marcado por la incertidumbre (y, por ende, subjetiva) acerca de si la filosofía política heredada sea o no un programa teórico-práctico tendiente a la uniformidad de lo social y, en consecuencia, incapaz de enfocar y validar no sólo los hechos sino también los fundamentos pluralistas de toda existencia política, particularmente de la actual. Obviamente ello remite a la cuestión mayor y también pluridimensional de la relación posible y aun válida entre la razón y el poder, aquí sólo sintomáticamente planteada en torno a la opinión pública. Evidentemente tampoco se desconoce que la filosofía política arranca justamente del reconocimiento empírico del hecho del pluralismo (la diferencia y el conflicto social); bastaría recordar, a manera de ejemplo, sus tesis del “contractualismo”. Sin embargo, parece ser que el esquema clásico de los “universales”, el de la reductio ad unum, inhibe en principio el reconocimiento teórico, que no empírico, de la pluralidad política, tendiendo frecuentemente a descalificarla como suceso preliminar y provisorio, cuando no a estigmatizarla como “falsa” y “mala”. Esta postura, quizá suplantada y no genuina, ha dado un tono de vacía abstractez a la filosofía política, de sermón o de pedagogía, lo cual ha provocado que la sociedad o la ciencia política muestren una mayor creatividad en la aprehensión de los procesos políticos. La reconstrucción del concepto de opinión pública, que aquí se propone, se lleva a cabo bajo la presión de la pregunta sobre el pluralismo y la capacidad filosófica de reconocerlo y valorizarlo.
El concepto originario de opinión pública
A primera vista parece sorprendente que la filosofía política haya hecho suya la categoría de “opinión pública”, cuando la razón de ser y pensar de la filosofía, desde su origen, consistió en rebasar la “opinión”, el simple juicio empírico o el incierto. Parecería que la opinión pública entró a escondidas por la puerta trasera de la filosofía, sin reflexión y argumento. No fue así. Entre muchos estudios, un conocido ensayo de J. Habermas5 ha mostrado cómo la filosofía política ha dado rango teórico al concepto de opinión pública, que de suyo describía la práctica política de la burguesía emergente de los siglos xvii y xviii. Locke, Montesquieu y Rosseau, Kant y Hegel, con la categoría opinión pública, no explicaron la aparición y desarrollo de esa práctica política de la burguesía, pero sí la sancionaron, justificándola como institución propia y necesaria del ordenamiento jurídico del Estado.
A manera de recordatorio: las reflexiones que “el público de privados” (ilustrados y propietarios) realizaba acerca de los asuntos públicos y del gobierno público en las tertulias de sus hogares, en los cafés y clubes, que hacía luego públicas y eventualmente debatía en las páginas de la prensa, no fueron entendidas por la filosofía como el hecho empírico del nacimiento de lo que hoy acostumbramos llamar “vida pública” (literaria, artística, científica y política). Tampoco como simple hecho empírico de las confrontaciones o de los compromisos políticos entre corono y burgués, entre burguesía y pueblo menudo. El hecho histórico, social y político fue, en cambio, transfigurado filosóficamente como deber-ser político, como institución propia de todo ordenamiento político empíricamente posible. En este sentido, la opinión pública pertenecía intrínsecamente, como componente y momento, al proceso de la constitución racional del Estado moderno, que acompañaba y también sublimaba su proceso histórico de formación. Es de la modernidad política haberse autointerpretado como verdad de razón y no sólo como mero acaecimiento. No es casual entonces la relación intrínseca que Rousseau estableció entre “voluntad general” y “opinión pública”; ni la articulación que Kant puso entre “ilustración”, “uso público de la razón”, “coincidencia pública”, “ley pública” (“que determina para todos lo que debe y lo que debe estar en justicia permitido”). Como tampoco es paradójico que Hegel, cumpliendo la dialéctica entre “entendimiento” y “razón”, entre derecho abstracto y ethos, deba afirmar que “la opinión pública está destinada a conseguir, a la vez, la atención y el desprecio”.6
En una primera aproximación, el problema que la opinión pública pretendió plantear y resolver fue, en sentido estricto, el de la formación de la decisión política de Estado y, más específicamente, bajo cuáles criterios la decisión política de Estado puede ser justificada como decisión políticamente válida. Dicho de otro modo, fue el problema del gobierno del Estado o de la “gobernabilidad”, pero con un planteamiento del problema que entendió la posibilidad de gobierno coincidente con la validez de gobierno. Es claro que el sentido restringido de la cuestión de la opinión pública en torno de la decisión gubernamental forma parte del sentido general de la cuestión mayor que se pregunta bajo cuáles criterios es argumentada y argumentable la existencia de la asociación política, del Estado y, consiguientemente, la existencia de un poder universal vinculante dentro de la asociación política y el modo de la obtención, conservación y pérdida del poder político. La filosofía política moderna, no obstante sus diversas variantes teóricas, respondió unánimemente a la cuestión mayor con el ordenamiento jurídico racional de la asociación y del poder políticos. Por otro lado, la opinión pública fue la respuesta al problema de la formación de la decisión gubernamental válida de Estado. Esta era válida, en tanto referida al consenso general alcanzado y producido en el ámbito de la opinión pública sobre la forma y el contenido de la decisión política.
La opinión pública fue entendida originalmente como:
La libertad de opinar sobre los asuntos generales o públicos de Estado (“bien común”, “necesidad pública”, “interés general”…) y, en conexión con ello, sobre el contenido y la forma del gobierno de Estado, es decir, sobre el contenido y la forma de las decisiones gubernamentales relativas a tales asuntos generales.
El carácter público de la opinión en un doble sentido, el de poder ser “publicada” (poder ser en principio comunicada a todos los miembros de la asociación política y ser conocida por todos ellos) y el de poder ser debatida públicamente (refrendada o refutada) por todos y ante todos;
el carácter racional de la opinión, en el sentido de que la emisión de la opinión, como su refrendo o refutación, ha de ser realizada mediante argumentos intersubjetivamente controlables; por ende:
la exigencia de que los argumentos se produzcan a partir de principios (“pacto social fundante”, “declaración de derechos fundamentales”, “constitución de leyes positivas”…), cuyo contenido es considerado susceptible de “ser público”, es decir, general y generalizable, cognoscible-comprensible y validable por todos y ante todos, por cuanto enuncia las verdades racionales (el derecho racional autofundado) de toda asociación política, que la razón ilustrada no puede no entender y validar;
la confianza de que toda argumentación racional en público sobre asuntos públicos haga posible neutralizar opiniones empíricas erróneas o restringidamente particulares (intereses, pasiones…) y así producir consensos generales o en principio generalizables sobre las leyes públicas por promulgar y las decisiones gubernamentales por tomar;
la exigencia, so pena de invalidez, de que el poder público actúe en conformidad con la “concordancia pública” de la opinión general, racionalmente discriminada y formada en el debate argumentativo, elevándola al rango de ley y de contenido de la decisión gubernamental.
Si lo dicho resume correctamente el concepto de opinión pública construido por la filosofía política moderna originaria, se observa no sólo la plurisignificación del concepto, sino sobre todo la afirmación teórica de que es posible llevar a unidad la pluralidad y diferencia de las opiniones empíricas que los sujetos singulares pronuncian acerca de los contenidos de la decisión jurídica y gubernamental, y de que esta posibilidad descansa en la unidad básica de la capacidad racional de los opinantes (el rebasamiento ilustrado de la “minoría de edad” ) o, si se quiere, en la identidad del derecho (ética) racional que no puede más que demostrarse como universal y necesaria. Entendida así, la opinión pública es sólo el conmutador de un circuito de comunicación racional unitario que conecta los sujetos racionales demandantes de la “sociedad civil” con las respuestas resolutorias del gran sujeto de la política nacional: el “Estado de Derecho”. Por consiguiente, formación de la decisión pública y formación de la opinión pública sobre la materia de la decisión son interdependientes y aun coincidentes hasta el punto de que sin ésta no es posible ni válida aquélla.
En conclusión, el problema de la formación de la decisión política de Estado está resuelto por el principio de que los principios de razón son (deben ser) los necesarios límites de la decisión política y por la idea ilustrada de una razón universal, capaz de coordinar y unir opinión individual-opinión general --voluntad general-ley de Estado-decisión legal de gobierno. Quizá a causa de este racionalismo extremo se llamó irónicamente a la opinión pública “el espíritu santo del sistema político” (V. O. Key) y se tendió a juzgar que los acuerdos políticos fallidos eran imputables a vicios de ignorancia, error, pasión, o a intereses singulares no generalizables, no “publicables”, por cuanto no subsumibles argumentativamente dentro de los principios del derecho racional y, en el fondo, de la ética racional.
Las condiciones históricas del primer concepto de opinión pública
Para nuestros fines se puede prescindir de recordar los hechos que muestran cómo el mundo político efectivo se comportaba de manera diversa de la de su interpretación filosófica, la cual, por cierto, ni en el nivel del derecho ni en el de la ética, poseía una teoría racional unitaria y compartida. Se puede prescindir también de recordar que el mundo político de la modernidad cambió radicalmente con la aparición de las masas desposeídas, plebeyas y analfabetas, provocando radicales transformaciones sociales, políticas y estatales. Dejar de lado, en fin, que también los medios y las formas de opinión se modificaron profundamente al desarrollarse la prensa y la edición en empresas profesionales (capitalistas o no) y al aparecer los medios y las formas audiovisuales de “comunicación de masas”, dando inicio a procesos de producción informativa y literaria relacionados primordialmente con el mercado y no ya solamente con el Estado. Es obvio que un tratamiento sociológico o politológico de la opinión pública no puede ser a menos de que explique este proceso histórico de transformación de las relaciones sociales y políticas, que alteró las bases de la relación originaria entre la opinión pública y el Estado.
Conviene, en cambio, regresar a examinar el problema que planteó y entendió haber resuelto la opinión pública. En lo que respecta al problema de la decisión política vinculante, fue considerada insuficiente, al inicio de la modernidad, la respuesta clásica, depositada en la virtud de “prudencia” del gobernante, así como la respuesta hobbesiana al quis interpretabitur: ¿quién decide en la situación de excepción de un conflicto radical que se instala en el nivel mismo de las normas estatuidas para regular los conflictos?, respuesta que desembocó en la pura e incondicionada decisión del soberano que hace la ley, el orden, y establece la paz: “la autoridad, no la verdad, hace la ley”.7 Si el problema no está resuelto, abandonando la decisión política a la “prudencia” o a la “soberanía” de un gobierno, dejado solo a sí mismo, no hay más camino que retrotraer la decisión hacia la opinión pública de la sociedad, condicionar y controlar la decisión de Estado mediante el razonamiento colectivo capaz de anudar las opiniones individuales en “consenso general”, en “coincidencia pública”, descalificando mediante falsación los argumentos esgrimidos por disidentes para validar como generales sus exigencias particulares.
Si la filosofía moderna originaria (específicamente, la liberal) juzgó que la respuesta al problema descansaba en la interdependencia entre formación de la decisión pública y formación de la opinión pública, ello se debió al hecho de que planteó el problema bajo un conjunto de condiciones históricas realizadas que, al llevarlas a su concepto, ocasionaron también su sanción, arraigo y expansión. Esas condiciones eran la aparición del individuo como el sujeto de todos los procesos sociales y la separación entre sociedad civil y Estado. No fue, entonces, el de la filosofía moderna un planteamiento en abstracto, indiferenciado, aunque su respuesta teórico-institucional haya erigido como universalmente válidas esas condiciones históricas.
En el marco de estas condiciones, que han dado origen y afirmación a la diversidad de los poderes-libertades de los individuos (relacionadas con la liberación del “mercado” y su separación del “Estado”), el problema de la decisión política es por tanto el de la decisión en condiciones de pluralidad y diversidad de poderes-libertades, en condiciones de complejidad política, de pluralismo. Puede también decirse que el problema que la opinión pública se planteó originariamente y pretendió resolver normativamente es el de la toma de decisiones políticas en condiciones de no arbitrariedad de legislador-gobernante (el no poder decidir algo con efectividad por sí solo, sin dependencia del otro). Por consiguiente, bajo estas condiciones, la pregunta ¿cómo producir una decisión pública? no puede más que significar ¿cómo producir una decisión política no enfrentada con los poderes-libertades privados, capaz de “consenso”, es decir, la identidad de sentido con la intencionalidad de las decisiones de los individuos? De esta manera planteado, el problema de la formación de la decisión política fue connotado como el de su aceptabilidad o el de su posibilidad de consenso, ante la pluralidad, irremovible de sujetos políticos. Se formó así una equivalencia semántica: decisión jurídico-política posible = decisión aceptable, consensual o concordable = decisión válida. El medio institucional para establecer y mensurar la equivalencia, dado el pluralismo de los sujetos políticos, no podía ser más que un medio de comunicación universalmente accesible y evidente, “público”, el de la opinión pública, y, concretamente para el tiempo, el de la opinión escrita de prensa (“público político”-“público de privados”-“público de lectores”: “república de letras”). El fundamento de la equivalencia no podía ser más que el razonamiento verdadero.
Si el planteamiento específico del problema de referencia de la opinión pública fue el de la decisión política bajo condiciones de individualismo y de separación entre sociedad civil y Estado, es pertinente dar una mirada somera a estas dos categorías gemelas de la modernidad,8 desde la óptica restringida de nuestra problemática. La valorización del individuo independiente se configura e instaura al mismo tiempo que critica y elimina la dependencia y subordinación personal y, por tanto, las jerarquías sociales basadas en cualidades o condiciones personales. Con ello abre históricamente tanto la diversidad o pluralidad de individuos, como su igualdad. Sobre este (el) fundamento, como principio regulativo, se construye el nuevo ordenamiento social y las instituciones que garantizarán y regularán su funcionamiento, y se construye necesariamente como “orden convencional” y “cuerpo artificial” (“dios mortal”), como posición de normas desde la individualidad misma y no desde un orden objetivo (natural o teológico) que les es exterior y vinculante, lo cual destruirá su autofundamentalidad. Ahora bien, un ordenamiento que realice el principio de la igual independencia individual no puede ser más que el de una normatividad producida (“positiva”) y universal, el de una normatividad sin contenido material limitante (por definición, contradictoria con el principio), exclusivamente sancionadora de la forma de igualdad universal en la libertad de acción individual (de “las reglas de juego”) y, por tanto, una normatividad que sólo puede establecer la igualdad ante la ley producida. El principio de igualdad en la libertad fue, desde el comienzo, presupuesto y finalidad de la estructura formal del derecho moderno.
No interesa aquí desarrollar la potente novedad del positivismo y del formalismo jurídico. Más bien, se trata de señalar que esta concepción y posición del derecho moderno liberal expresa y sanciona la separación entre sociedad civil y Estado, así como la consumación del proceso de “juridificación del Estado y estatalización del derecho” (Norberto Bobbio). La valorización universal del individuo independiente y su constitución en norma jurídica formal, sin inscripción de contenidos materiales-sociales específicos, comporta y presupone que la producción y el intercambio social, el ámbito económico, sean externos y autónomos al ámbito político: la escisión entre lo privado y lo público, entre el interés individual económico y el interés general jurídico-político. La economía es el campo donde la libertad se llena de contenidos, de decisiones particulares y contingentes. La política y, mejor dicho, la política jurídica es el campo que reconoce y garantiza las libertades individuales en las relaciones sociales fundamentales, y reglamenta las formas de sanción a la violación de las libertades y la solución de los conflictos entre las libertades.
El dualismo constitutivo de la sociedad moderna originaria entre economía y política, y la juridificación constitutiva del Estado al comienzo de la modernidad (“la despolitización liberal de lo político”, de acuerdo con C. Schmitt) nos ofrecen la clave para entender por qué el problema de la decisión política pudo ser planteado en términos de aceptabilidad y consenso y, en el fondo, de argumentabilidad nacional, y por qué la opinión pública pudo presentarse como única respuesta al problema así planteado. El punto relativo al modo del planteamiento ya fue antes desarrollado; baste aquí añadir alusivamente que la exigencia de consenso de la decisión política significaba exigencia de argumentabilidad racional, porque el Estado moderno se erigió en ruptura con el fundamento teológico y en ruptura con el fundamento de las éticas organicistas de la tradición, las dos raíces enlazadas del poder y la subordinación como cualidades y situaciones personales. El surgimiento del Estado como mero ordenamiento jurídico de las libertades individuales, una vez descartada la referencia a la teología y a la ética tradicional, no podía tener más fundamento que la argumentación racional del principio de la universal e igual libertad individual. En consecuencia, toda decisión política de Estado, en tanto decisión que debía ser conforme a derecho, tenía que argumentarse como deducible correctamente del principio racionalmente evidente de la libertad igualitaria. En la intrínseca juridicidad de toda decisión política reside la exigencia unánime de que obtenga aceptabilidad y validez general. Sin la incorporación de lo político en lo jurídico, tal exigencia es inconcebible e inexigible. Más aún, su exigencia de congruencia con el principio (o con el cuerpo positivo de leyes reglamentadoras del ejercicio del principio) la hacía reconstruible por cualquier sujeto racional, la hacía “pública”, en el sentido de no oculta ni necesitada de ocultamiento, a todos accesible y, en sentido fuerte, de perfecta observancia de la norma fundamental y universal del Estado, la de la libertad universal, expresiva del significado y del “interés general”/“necesidad general” de los individuos por asociarse y existir en Estado.
También como por la misma intrínseca juridicidad de toda decisión política la opinión pública podía indicar, anticipar y exigir la decisión gubernamental por tomarse en determinadas circunstancias, si la producción de la opinión no había sido oculta ni había inhibido el libre acceso de cualquier individuo a emitir y debatir las proporciones y, sobre todo, si la propuesta compartida mostraba argumentativamente su no contradicción con el principio de la libertad y con sus disposiciones reglamentarias. Con ello hemos llegado al punto central de por qué la opinión pública pudo entenderse como la única respuesta institucional al problema de la formación de la decisión política de Estado. En efecto, la libertad de opinar sobre la legislación y el gobierno no podía más que formar parte -y ser la parte principal- de un Estado producido y puesto por las libertades individuales como ordenamiento normativo fundado en el principio de la libertad individual. Era un corolario del principio. En este sentido, la opinión pública era el ejercicio de reflexión de los individuos libres sobre su asociación y existencia universal como seres libres. Reflexionar sobre el Estado, a diferencia de la premodernidad política occidental, no era una actividad referida a una actividad ajena, con una subsistencia y ley propia (lo teológico, lo tradicional), independiente de las opiniones y acciones individuales. Al contrario, era una actividad sobre un producto de la misma libertad producido en función de ella, sobre una realidad propia e independiente. En consecuencia, las leyes y las decisiones gubernamentales eran, por razón de principio, objetos de libre examen y de opinión universal para mensurar su corrección con el principio fundamental de la libertad. Disposiciones legales y administrativas no podían ser ya una mera materia de un libre arbitrio personal exclusivo en una asociación cuya condición y norma de existencia era la igualdad universal, inclusive de todas las libertades individuales. De aquí que la exigencia de que la única decisión posible era la consultable, la aceptable, la susceptible de consenso y, de esta manera, la válida. En el fondo, ciudadanía y poderes del Estado eran entendidos como componentes y momentos de una misma realidad, la juridicidad liberal del Estado, la del Estado de derecho. El derecho positivo y formal, sin más contenido que la forma de la libertad universal, era justamente el “universal”, el versus unum, de la pluralidad y diferencia de los individuos libres, la unidad de las múltiples opciones y opiniones particulares, el ser del devenir o la necesidad de la contingencia, atributos propios e insuprimibles de una organización social basada en el principio de la libertad universal.
Pero la opinión pública no era sólo la libertad de opinar públicamente sobre la decisión pública ni sólo la exigencia de que la decisión pública fuera coincidente con la opinión pública. Los dos reclamos eran levantados sobre la base de que la opinión pública no era un promedio arreglado y negociado de las opiniones empíricas emitidas por la multiplicidad de sujetos diferentes, sino que ella era el “consenso general”, la opinión unitaria del público ciudadano respecto de la ley por promulgar y de la decisión por tomar. La certidumbre sobre la posibilidad de conciliar las diferencias empíricas de opiniones entre los privados, en una opinión pública general, se depositó en la unidad del método de la presentación y discusión de las opiniones subjetivas empíricas, a saber, el de la “lengua nacional” accesible a todos (“ni latinas ni dialectos particulares”) -opinión pública e “instrucción pública” corrieron juntas- y el de la argumentación racional, ninguna a partir de los derechos fundamentales y a partir del cuerpo de leyes establecidas. Argumento racional y lengua nacional eran “hechos públicos”, por cuanto ésta era por todos comprensible en su sentido y aquél reconstruible por todos en su corrección. Pero lo dicho por el lenguaje y lo desplegado por el argumento eran, sin más y sólo, la unidad y universalidad del derecho.
La certeza en la unidad de la pluralidad de opiniones pudo ser alimentada, porque el público burgués de privados de posición liberal no llevó al terreno de la opinión pública intereses empíricos particulares, exigiendo decisiones políticas, para las concretas y singulares condiciones en las que desarrollaba sus relaciones sociales libres, sino sólo la universalidad o generalidad propia de su principio: libertades de comercio, trabajo, contratación, propiedad, herencia… No “economizó”, no “socializó”, no “privatizó” la política. Esto, que merece atención, está en relación con la separación entre Estado y sociedad civil que la juridificación formal y positiva del Estado presuponía y validaba. El “público de privados” consideró que su intercambio y debate de opiniones podía desembocar en consensos unitarios generales porque los temas juzgados como públicos políticos eran exclusivamente los concernientes a la reivindicación y al resguardo de las libertades, a sus alcances y límites legal-gubernamentales, y de ninguna manera los modos, los contenidos, las circunstancias empíricas, particulares y cambiantes, del ejercicio de las libertades. Público o político era sólo lo referido a la forma y no al contenido material de la libertad, lo referido a las condiciones necesarias para la existencia ordenada de las libertades y no a la materia de los libres intercambios ni a las situaciones personales singulares de los individuos libres en sus relaciones de intercambio. Esto comporta y presupone que el mundo económico de la producción y reproducción social es el mundo de lo “privado”, en cuanto mundo de las opciones y de los contenidos particulares y cambiantes de las libertades individuales en su ejercicio efectivo y en función de ellas mismas. El dualismo constitutivo de la modernidad liberal, al no privatizar lo público, al no economizar lo político, permite concebir la posibilidad del consenso general. La formalidad del derecho, la de la decisión política conforme a derecho, la de la opinión pública, hacen posible que el “público de privados”, desterrado lo doméstico y lo económico de toda significación y pertinencia política, conciba y exija una continuidad entre decisión y opinión y una continuidad entre la opinión particular y la general. El Estado libre, al constituirse con la forma racionalmente autoevidente de la libertad universal, descansa en un consenso general a la vez que lo hace posible:
sólo la formalización del derecho, su volverse pura forma, puro procedimiento, pura regla del juego, indiferente a los contenidos materiales de la justicia, puede cumplir el “milagro” de una reducteo ad unitatem que no niega la importancia expansiva del nuevo individualismo.9
La opinión podía ser “pública”, capaz de alcanzar el consenso general, porque los temas y los contenidos de la opinión racionalmente debatida eran de suyo generales, referencias jurídicas o asuntos jurídicamente elaborados. Ello no disminuyó el conflicto social pero éste fue entendido como conflicto entre privados, por lo que el conflicto social no fue politizado ni los problemas domésticos y económicos alcanzaron el rango de la demanda jurídico-político. Las tensiones y los antagonismos pertenecían al ámbito de competencia de lo privado o de lo civil, del mercado libre y no del Estado libre. Forman parte de lo que C. Schmitt llamará instancias o espacios de “neutralización política” (en su opinión, el “humanitarismo”, la “economía del mercado”, la “técnica”; dicho de pasada: en México, la categoría “unidad nacional”), que tienen a su cargo la función de desplazar y descargar, que no extinguir en su origen, las tensiones y los antagonismos sociales, hacia instancias extraestatales reales o simbólicas, con el efecto de restaurar los equilibrios amenazados y de producir etapas prolongadas de relativa estabilidad.
Debido a esta nítida separación entre lo económico y lo político, relacionada con la forma de la libertad universal, el “público de privados”, en la prensa y en sus reuniones, estableció su interlocución sin consideración y énfasis en las condiciones personales de vida y en los “roles” que el individuo desempeñaba en el marco de la familia o en el mercado. Esta abstracción de contenidos psicológicos y sociales empíricos, de lo “privado”, en la emisión y debate de opiniones sobre la decisión política no sólo dio carácter “público” a la opinión, sino hizo posible entenderla y valorarla como una interlocución en la que los individuos se relacionan en su generalidad de “hombre”, de “sujeto”, de “ser nacional”, y no en su singularidad empírica clausurada. Por tanto, hizo posible fundamentar la certeza de que, a través de la generalidad de la razón, de la libertad como verdad racional y del Estado como forma jurídica de la libertad, se establecía la continuidad unitaria entre opinión y decisión: el “consenso general” y la “voluntad general” como nombre propio del Estado moderno. En conexión con esto, Luhmann afirma con perspicacia:
Esta constelación particular permitió que “lo general” se convirtiera en tema y problema, a la vez que hizo plausible la posibilidad de generalización de la razón. La neutralización de influencias estamentales, económicas y políticas en los debates de los círculos de opinantes hizo posible suponer que la opinión que en ellas se alcanzaba era general, que sus experiencias eran generalmente válidas, que las expectativas formadas según ese patrón de comportamiento eran las expectativas de todos y podían sustituir como tales las viejas instituciones y que se podía estar de acuerdo en esa comprensión de sí mismos, moralmente fundamentada, sin tomar en cuenta las condiciones económicas, de clase o derivadas de la estructura del sistema, que estaban a la base de esa concepción. Así se pudieron activar experiencias que permitían un fácil tránsito de la razón individual a la general y, por ende, de la voluntad individual a la general.10
El cambio de las condiciones históricas y la transformación del concepto de opinión pública
El problema de la decisión de Estado en situación de complejidad política, de no-arbitrariedad, se volvió mayor con la aparición de las “masas” demandantes de igualdad en el ámbito del Estado (extensión del sufragio universal, creación de partidos de no propietarios e ilustrados…) y, más aún, en el de la sociedad civil de mercado (justicia laboral y social), cuyas posiciones y demandas alcanzaron el rango de concepción filosófica de la política a través de las teorías democráticas, socialistas, socialdemócratas o las recientes del Welfare. La masa pretende intervenir en los procesos legislativos y de gobierno, con el fin de resignificar la vigencia de los derechos iguales y universales, la igualdad formal de ley, en un sentido de igualdad social material. La masa y sus organizaciones son nuevos sujetos políticos que complejizan la decisión política al llevar al nivel de la política y constituir en “públicos” sus reclamos de justicia social. A diferencia de los sujetos liberales, portadores del tema-forma de la universalidad de las libertades individuales, la masa llena de contenidos empíricos determinados su programa de acción política, primero con contenidos relativos a las circunstancias del contrato y del proceso de trabajo y después con prestaciones de servicios relativas a las condiciones de vida personal y familiar.
El tránsito del Estado liberal al social ha sido extensamente estudiado. Habermas lo ha tratado también desde la óptica de la vida pública, calificándolo como “tendencia al ensamblamiento de esfera pública y ámbito privado”.11 Por un lado, la masa abandona y extingue la práctica de opinión del público de privados, directo participante, informado, conversado, lector y argumentativo, encargando a sus organizaciones políticas y civiles, y particularmente a sus dirigentes, la representación y mediación de sus intereses en la opinión; por el otro, su opinión no se circunscribe a la formalidad del derecho igual, universal y abstracto, sino cuestiona el derecho moderno, de suyo cuestionable por su carácter positivo y convencional, y lo presiona a llenar su forma de contenido histórico, fáctico. De esta manera “de-forma” la juridicidad intrínseca y originaria de lo político moderno y fragmenta el “espíritu público”, la “conciencia cívica”, según los diversos intereses que atraviesan las diversas capas de la población, minando con ello la figura tradicional del “ciudadano” (la identidad universal que prescinde de las diferencias individuales y las concilia) y sacudiendo las bases de la opinión pública como consenso político posible y como exigencia de decisión política conforme al “estado de la opinión”. La economía de mercado, que antes era un “espacio de neutralización de la política” y cuya instauración había sido acompañada de teorizaciones fundantes sobre su calidad de ser relaciones neutras respecto del poder, relaciones de producción y de intercambio libre o igualitario, autónomas y autorregulables, pasa a ser ahora el foco del conflicto político y la materia prima de toda decisión política.
La crisis del Estado de derecho liberal está determinada precisamente por la crisis de la igualdad formal, de la forma del derecho igual que había permitido mediar entre el valor de la igualdad y el hecho de la desigualdad, a través del círculo virtuoso del sujeto igual = derecho igual.12
A partir de la aparición de las masas, el problema de la decisión política de Estado, al que hace referencia la opinión pública, se complejiza no sólo por la presencia de nuevos sujetos políticos, grandes organizaciones y no ya individuos dialogantes, sino por el principio de referencia de su acción política, la igualdad social cargada del contenido empírico de las demandas determinadas. Desde esta nueva perspectiva, la pregunta ¿cómo producir una decisión política? significaba, en conexión con la nunca olvidada denotación primera del liberalismo, ¿cómo producir una decisión política capaz de “con-senso” de masas, es decir, de identidad de sentidos con las demandas particulares y concretas que necesariamente conlleva y desprende la invocación del principio de justicia-igualdad social? El nuevo planteamiento no sólo “repolitiza lo social”, haciendo directamente público lo privado y comenzando a borrar la separación entre Estado y sociedad civil. Sobre todo rompe el esquema de respuesta institucional al problema ofrecido por la opinión pública, el de poder llegar a la unidad de consenso sobre la decisión pública, la pluralidad y diferencia de opiniones a través de la argumentación referida al derecho. Y lo rompe porque los temas de opinión y debate ya no eran de suyo universales; la universal libertad de los individuos sin precisión normativa (limitación contradictoria del principio) de los contenidos empíricos de su ejercicio ya no eran temas elaborables racionalmente desde la unidad formal del derecho universal, sino temas empíricos precisos relacionados con condiciones determinadas de existencia material en la sociedad. Más aún, el derecho formal, base de la posibilidad y validez del consenso en la opinión, se vuelve el objeto de disenso y de lo contingentemente opinable. Al volverse el conflicto político conflicto jurisdiccional, el concepto primero de opinión pública pierde su consistencia y significado. No fue casual que la crítica a la filosofía del derecho, primero de Hegel y después de Marx, haya sido la tarea primera y el origen de la teoría crítica de la “ideología”. También el descubrimiento de que la filosofía política moderna originaria era esencialmente filosofía del derecho (formal). Ello puso al orden del día las categorías críticas de la “enajenación”, la “falsa abstractez”, la “insustancialidad de la libertad”, la “no identidad de lo racional y lo real” del “Estado”, del “derecho”, de la “revolución burguesa”, de la “filosofía ilustrada”, que puso en crisis las instituciones del primer Estado libre y, entre ellas, la solución institucional que la opinión pública pretendió dar al problema de la decisión política en condiciones de no arbitrariedad y pluralismo.
En este momento de irrupción de una conflictualidad política, que desborda el marco jurídico-institucional de su regulación y desborda los espacios de neutralización, se repropone la cuestión hobbesiana del quis interpretabitur?, del “quién decide en el Estado de excepción” (según C. Schmitt). Resurgió el problema de la decisión política, pero en términos no planteables ni resolubles de opinión pública. Fue el redescubrimiento de la decisionalidad de la política y del derecho mismo, o por el lado de la revolución socialista o por el lado de la democracia de masas, con todo un mundo de interacciones teóricas y prácticas entre socialismo y democracia. La opinión pública quedó como lugar de presentación y argumentación de demandas políticas y de posiciones teóricas, pero no entendida como lugar de un posible consenso ni tampoco con la certidumbre de que el razonamiento, una vez perdida la unidad y autoevidencia de su principio de referencia, pudiera anudar un consenso general vinculante de la decisión política vinculante.
En resumen, la sociedad de masas, en lo que respecta al problema de la decisión política de gobierno, aumentó la complejidad del problema:
porque el gobierno enfrenta, además de sujetos políticos individuales, sujetos políticos no individuales que se autointerpretan como sujetos colectivos, como clase, aunque la tradición jurídica persista en desagregarlos en individuos;
porque la decisión de gobierno es invocada con referencia a un campo de fuerza entre fines (libertad civil y política formal vs igualdad social y política sustancial) que dibujan una alternativa cuyos términos de elección no son de suyo inclusivos unos del otro o, al menos, no inclusivos uno del otro en el concepto jurídico: el fatigosísimo tránsito del Estado de derecho al Estado social de derecho;
porque la decisión de gobierno, ante las demandas de las masas, amplía y concretiza el ámbito de sus contenidos, con referencia a condiciones sociales de vida de grupos determinados, perdiendo su tradicional referencia al derecho general;
porque la decisión de gobierno es necesaria pero no suficientemente jurídica, asumiendo formas de racionalidad organizativa y administrativa, con lo que el tipo de justificación empleado por la opinión para sus demandas, como el del gobierno para sus decisiones, ya no puede ser sólo el del razonamiento normativo sino el científico-técnico.
Toda esta nueva morfología de la política contemporánea provocó la crisis de la opinión pública como el lugar del consenso (también la crisis de la idea del consenso) y el a priori político de toda decisión legal-gubernamental válida. En efecto, el principio de la igualdad social, por dentro de la igualdad jurídico-política, es la puesta en existencia del “pluralismo político” en cuanto tal. Antes de las teorías democráticas y socialistas, la pluralidad de individuos y opiniones era anudada por la unidad de la ciudadanía y de la igualdad de derechos: todos eran equivalentes. El pluralismo competitivo se jugaba en el mercado; en el nivel político, en cambio, la pluralidad como diferenciación y como exigencia de un tratamiento decisional diferenciado de acuerdo con las diversas situaciones de vida era puntualmente inhibida por la forma de la igualdad universal de la ley. Por ejemplo, tomar el poder del Estado no podía significar más que gobernar con la única y universal medida de la ley y, de ninguna manera, lanzar un proyecto histórico en contra del otro, no “politeísmo” (Weber) de valores y programas políticos. La pluralidad política significa llenar de contenidos empíricos determinados tanto el derecho como la administración pública, “des-formalizar” el Estado de derecho. La contribución inédita de la democracia y del socialismo a la “libertad de los modernos” consiste en la sustancialización del derecho y del gobierno.
Las tesis democráticas y socialistas, al exigir que la igualdad ante la ley signifique igual participación en la producción de la norma y del gobierno y al entender el fin de la participación, de la norma y del gobierno como un proyecto de organización de toda la sociedad en su conjunto sobre bases igualitarias sustanciales (económicas y sociales), desencadenaron necesariamente la pluralidad de ingenierías constitucionales, planes políticos, programas de acción administrativa y, en consecuencia, pluralidad de la opinión pública. Sobre todo establecieron el principio de la igual validez de las reivindicaciones y de las razones de las reivindicaciones, resquebrajando la pretensión originaria de la opinión pública de configurar un consenso unitario y de vincular la decisión política a esa unidad: la pretensión de que hubiera una única política. En efecto, pese a la oposición liberal, una vez que fue aceptado el principio de igualdad material (justicia social), la conclusión coherente con él es la afirmación de que cualquier situación empírica de desigualdad en las condiciones o en las oportunidades de vida de cualquier grupo social es enteramente argumentable, generalizable, “pública”, y de ninguna manera excluible legal o administrativamente. La opinión pública, bajo el valor fundamental de la igualdad-justicia social, se vuelve entonces una miscelánea de hechos y de razones igualmente dignas, y sobre los que no puede haber ya criterio de exclusión y apenas contraargumentos de aplazamiento cronológico por razones estratégicas de orden técnico de factibilidad. Del mismo modo, el llamado “interés general” no es ya concebible más que con referencia a la mejoría o igualación de las condiciones materiales singulares de vida, de suyo siempre múltiples, diferentes y cambiantes. De ello procede que las opiniones, más allá del consenso general y abstracto sobre el principio de la igualdad material, difícilmente busquen o alcancen consensos generales de sociedad y más bien asuman, como tarea vehicular informativa o argumentativamente, demandas empíricas. Lo propio del principio de igualdad-justicia social es el no poder permanecer en su formalidad y abstracción, en su universalidad, como el principio liberal, sino transitar a la materialidad, a la concretez, a la particularidad de las situaciones empíricas de vida. En ello radica la dispersión plural de las opiniones.
Sin duda, un inolvidable logro de las corrientes democráticas y socialistas ha sido el haber asumido en serio y haber otorgado rango teórico, moral y jurídico al pluralismo. Quizá algunos torpes epigonismos lo reabsorbieron en la compactez indiferenciada de la “clase”, el “partido”, el “sindicato”. Pero en su origen es haber visto, dentro del “hombre”, clases sociales, fracciones, capas y, sólo recientemente, “sujetos” e individuos. Más que enfocar aquí “la democracia pluralista” y el “socialismo pluralista”, conviene añadir otros efectos del pluralismo en la opinión pública, que han tendido a desvalorizarla y que han llevado en sentido contrario, primero, a la valorización del partido político y del proceso electoral y, más tarde, a la del “intercambio político” a través de las negociaciones corporativas. En lugar del consenso general de la opinión, de acuerdo con el propósito originario de los liberales, se introduce irresistiblemente “la regla de la mayoría” en los procesos electorales del pluralismo competitivo de partidos, o bien la concertación secreta y particularista entre las organizaciones del capital y del trabajo bajo el arbitraje del Estado y entre éste y ellas. Mayoría electoral y arreglo corporativo particularista han sacudido el concepto inicial de “lo público” y roto la vinculación directa entre opinión pública y decisión política, que se quiso establecer al origen.
La “transformación de la estructura de lo público” (de acuerdo con Habermas), que, en el fondo, significa el pluralismo de lo público, ha planteado nuevos problemas tanto a la filosofía como a la ciencia política y ha dado origen a varias líneas de respuesta. Algunas se orientan con mayor énfasis por la vertiente de los “universales”, de la reductio ad unum; otras ponen el énfasis en la pluralidad y complejidad de la contemporaneidad política. Ninguna de las dos alas teóricas “resuelve” el problema cancelando uno de los polos del problema. Ni la primera evapora la pluralidad en alguna unidad histórica o trascendental, ni la segunda empuja la pluralidad hasta el punto de un “estado natural”. En el apartado que sigue prestaremos atención a la posición de N. Luhmann, que acentúa la pluralidad política y que considera que la integración política (y, por ende, la social) de la sociedad de ninguna manera puede ya suceder mediante la opinión pública, sino sólo a través de la decisión política misma en “comunicación” con los “temas” socialmente importantes. La provocación teórica de Luhmann es relevante, por cuanto descoyunta opinión pública y decisión política. Con ello, quita la base del planteamiento y de la respuesta al problema que fue la referencia originaria de la opinión pública.
La provocación de Niklas Luhmann
El programa de “Ilustración sociológica” de Luhmann busca revisar críticamente la aspiración de la “tradición viejo-europea” por fundamentar y organizar racionalmente, veritativamente, la vida social. En el campo de la teoría política, el programa significa “liberar la política de la vinculación con la verdad”. Para ello ha procedido a descomponer y recomponer el significado de los conceptos claves de la filosofía política moderna originaria. A su enjuiciamiento no podía escapar la concepción liberal-democrática de la opinión pública, tanto en lo que concierne al planteamiento de su problema de referencia, como en lo que concierne a la solución institucional por ella ofrecida. En primer lugar, observa que “el término opinión pública sugiere demasiada unidad y lo mismo vale para el concepto clásico que, según el significado literal del término, presupone un sujeto colectivo capaz de pensar”.13 En consecuencia, contrapone otra conceptualización del problema y otra línea de respuesta. En polémica con el concepto tradicional, afirma que la opinión pública “asume la función de un mecanismo de dirección del sistema político, que ciertamente no determina ni el ejercicio del dominio ni la formación de las opiniones, pero establece los confines de lo que es posible vez por vez”. De manera más contundente añade que:
la opinión pública no puede dominar y ni siquiera sustituir al detentador del poder. No le puede prescribir el modo con el cual él debe ejercer el poder. Su relación con el ejercicio del poder no es una relación de causa y efecto, sino de estructura y proceso. Su función no consiste en lograr afirmar la voluntad -la voluntad popular, esa ficción del pensamiento causal elemental- sino en el dar orden a las operaciones de selección.14
Resignificada así la concepción tradicional de la opinión pública, no como dominio (racional) del dominio (político) sino como principio de selección de la decisión (comunicación) política, Luhmann propone su alternativa teórica: “Considero que el problema al cual el concepto se refiere es el de la contingencia de lo posible jurídica y políticamente y que el ámbito de solución de tal problema es el proceso de comunicación política”.
El punto de partida de la teorización alternativa de Luhmann se ubica en el desarrollo y desemboque de la sociedad moderna, conceptualizado como “una progresiva diferenciación funcional y una especificación en subsistemas”. Ello conduce “a la abstracción de perspectivas específicas del sistema, a la sobreproducción de sus respectivas representaciones de deseos y pretensiones normativas y, por tanto, a la obligación de selección para todos lo que participan en la asociación”. Si además, como ha sucedido, las perspectivas específicas y los modos específicos de selección han dado origen a “organizaciones”, que plasman y consolidan “la parcelización de la conciencia”, se sigue que “no pueden ya representar interés general alguno” y, conclusivamente, “en ellas ya no se pueden realizar ni las premisas estructurales ni las experiencias correspondientes en las que se basó la suposición de una opinión pública crítica”, así como tampoco puede realizarse la suposición de una “emancipación del hombre a través y por dentro del medio solidario del ámbito público”.15 Resulta teórica y prácticamente improductivo persistir en una concepción de la opinión pública como actividad de ciudadanos informados, críticamente conscientes, observadores y razonadores competentes, dispuestos a determinar y controlar la verdad del universo de las decisiones políticas. Esta idea del público ciudadano como “inteligencia” milita hoy en contra de la respuesta que la opinión pública quiso dar al problema del arbitrio político.
Luhmann reconoce que el problema al que hace referencia el concepto liberal de la opinión pública es la reducción de la contingencia (discrecionalidad) jurídica y política de las decisiones vinculantes. Sin embargo, no acepta que la opinión pública sea la respuesta del problema, si por ella se entiende la formación de juicios teóricos o normativos verdaderos, “filtrados por los controles de la razón subjetiva y de la discusión pública”. A pesar de que institucionalmente (“constitucionalmente”) se haya sancionado en la modernidad estatal ese sentido veritativo de la opinión pública, su función política no puede ser deducida de “la forma de las opiniones”, a saber, de que los contenidos singulares de las opiniones sean generalizables o universales, aceptables por cualquier individuo dotado de razón. Puede ser, en cambio, deducida de “la forma de los temas de la comunicación política, de su idoneidad como estructura del proceso de comunicación”,16 de intercambio de prestaciones. En realidad, mediante discutible interpretación histórica, Luhmann considera que, desde su origen, la opinión pública fue entendida restringidamente como mera “opinión”, sin referencia a ninguna exigencia de asumir la forma de “verdad racional”. Ello quiere decir que su función política de restringir la arbitrariedad de las posibles opciones jurídico-políticas no pretendió llevarse a cabo “mediante verdades, sino mediante opiniones consolidadas por la discusión”. De todos modos, aun en esta forma más limitada de concordancia circunscrita, la opinión pública es una respuesta insuficiente al problema, por cuanto sigue atada a la idea del consenso como integración unitaria de las expectativas políticas singulares y del consenso como base de la legitimidad de las decisiones políticas.
Ahora bien, la opinión pública, que ha identificado correctamente su problema de referencia, a su vez, no ha problematizado su respuesta, dando irreflexivamente por sentado que es posible llegar a un consenso sobre la decisión política a través de una discusión racional, abierta a todos, y que es de exigir a la decisión política basarse en el consenso público logrado. Estas dos condiciones de la opinión pública como respuesta -la posibilidad de consenso y la exigencia de decisión conforme al consenso- han quedado empero sin examen.
La primera condición supone, cuando menos, un específico interés y una “atención consciente”, de los ciudadanos por determinados asuntos o “temas”, relativos a la materia actual o virtual de las decisiones políticas; por tanto, antes de la existencia de opiniones y del eventual consenso entre ellas, hay que presuponer la existencia de tales “temas de comunicación”. Este punto no ha sido visto ni reflexionado por la tradición teórica de la opinión pública. En el abordaje tradicional se ha dado por presupuesta la aparición o la producción de los temas públicos y su aceptación. Ha sido olvidada la pregunta acerca de por qué ciertos temas son temas y no otros. Ello puede deberse a la importancia que se asignó al consenso, orientado por reglas de verdad, de modo que tema pública o políticamente digno podía ser sólo aquel que fuera racionalmente argumentable, subsumible en derecho y ética racional. Pero ello no sólo no resuelve el problema del supuesto de base, sino que introduce adicionalmente confusión en su planteamiento, por cuanto confunde las “reglas de atención” con las “reglas de decisión”. En efecto, la teoría tradicional ha presupuesto que la importancia del tratamiento de ciertos temas se debe a la exigencia de producir decisiones racionales y que las opiniones llenas de sentido y racionalmente argumentables sobre determinados asuntos son relevantes y llaman la atención del público político. En realidad son dos dimensiones independientes de un problema ignorado. El nivel del consenso atañe, en la tradición liberal, a la formación de una opinión que pretende indicar la decisión correcta y que, por ende, es normada por “reglas de decisión”. Pero, previo a todo consenso posible, debe preexistir el asunto en torno al cual se busca el consenso, el nivel del tema; éste atañe a lo que se considera digno de debate e intercambio público de opiniones y, por ende, es normado por “reglas de atención”. Acerca de estas reglas la teoría tradicional nada ha podido decir, porque ha desconocido la dimensión de la producción y selección de los temas políticos, el acto de su puesta en existencia con la calidad de ser reconocidos y aceptados como relevantes.
La segunda condición supone, además de la existencia de un tema atendible, que la emisión de opiniones se guíe conforme a reglas que determinan la racionalidad de las decisiones (reglas jurídico-éticas o científico-técnicas). Esto supone, a su vez, cuando menos el reconocimiento de que “la capacidad de llevar a cabo confrontaciones conscientes no basta para agotar las posibilidades lógicas de la racionalización”.17 Luhmann quiere lacónicamente sugerir que todo debate público entre opiniones acerca de un tema, con la finalidad de determinar el contenido de la decisión, por más ricamente plural y rigurosamente racional que el debate sea, no es suficiente para garantizar que la opinión resultante ofrezca el contenido de la decisión racional correcta y válida sin más. Puede haber muchas y diferentes opiniones racionales sobre el contenido de una decisión racional. Esta observación de Luhmann es corolario de dos categorías centrales de su teoría sistémica, la de “complejidad” y la de “equifinalidad”, aquí no desarrolladas. En resumen, la idea del consenso entre opiniones, que la concepción tradicional de la opinión pública presupone, no lleva a reflexión y deja sin respuesta la cuestión antecedente respecto del consenso acerca de los temas sobre los que opinar; y sin previo consenso sobre los temas no puede haber opinión pertinente y tanto menos consenso entre las opiniones. Por otro lado, la idea del consenso determinante y vinculante de la decisión política no lleva a reflexión la racionalidad limitada de los opinantes que aspiran a configurar la decisión racional. El primer supuesto tradicional no ha identificado “las reglas de atención de un sistema político”. El segundo supuesto no ha reconocido “las diferentes reglas de decisión”.
En el fondo, la tradición teórica ha atribuido exageradamente a la exigencia de verdad en la emisión y en el debate de opiniones, tanto la calidad de ser un tema con capacidad de convocatoria y atención pública, como la calidad de ser capaz de llevar la diferencia de opiniones a la unidad de una representación unitaria sobre la decisión racional correcta y concerniente a las circunstancias. Ahora bien, no ha tenido tal capacidad de convocar necesaria y universalmente la atención del público ciudadano, lo cual erosiona la integración del sistema y, a la postre, su legitimidad, ni tampoco ha tenido la capacidad de producir un consenso necesario y universal, por cuanto puede haber diferentes formas de decisión racional, justificables y argumentables, para la solución de problemas normativos y técnicos (por ejemplo, para la legislación de los procesos electorales o para la intervención del Estado en la economía).
Luhmann hace descansar el momento proposicional de su teoría en las dos distinciones que habían ya orientado su crítica a la posición tradicional. Ellas son la distinción entre temas y opiniones y la distinción entre reglas de atención y reglas de decisión. A partir de esta distinción conceptual, resignifica el concepto de opinión pública. Esta es políticamente relevante, “funcional”, no por su pretensión de consenso entre opiniones, sino por su producción de “temas” dotados de “atención” pública y, fundamentalmente, por su producción de “temas institucionalizados”. El proceso de control y reducción de la contingencia (discrecionalidad) de lo jurídica y políticamente posible se basa, entonces, no en las opiniones, sino en los temas de la comunicación política.
“De este modo considero que se pueda resolver el viejo problema de la unidad de los efectos no obstante la contradictoriedad de la opinión pública”.18 Toda comunicación y, para el caso, toda comunicación política presuponen, además de un lenguaje común, “otros dos diversos niveles de determinación del sentido: la elección de un tema y la articulación de las opiniones relativas al tema”. Los temas son definidos como “complejos de sentido más o menos indeterminados y susceptibles de desarrollo, acerca de los cuales se puede discutir y tener opiniones iguales o diferentes”. Ellos constituyen la estructura de toda comunicación política posible, por cuanto hacen posible una referencia común a un idéntico significado e impiden una relación verbal superficial. Al establecer la estructura de la comunicación, los temas fijan también los límites del sistema de comunicación. Por consiguiente, el conjunto de opiniones es posible sólo por el antecedente establecimiento del tema de comunicación, siendo entonces la opinión un momento secundario y condicionado. La estructura del intercambio de opiniones está predada por el tema. Y, en conclusión polémica, la tradicional función de integración y unidad de expectativas y demandas políticas es llevada a cabo por el tema de las opiniones y no por las opiniones sobre el tema, como se pretendía al comienzo de la política moderna.
Decir que los temas constituyen la estructura del proceso de la comunicación política significa también decir que los temas establecen el universo de sentido de las experiencias y conductas, opiniones y decisiones de la política. Al poner la unidad de la significancia política, los temas no sólo hacen posible reconocer y entender las diferencias de opinión (precisamente como diferencias y no como absurdos, como oposiciones y no como irrelaciones o heterogeneidades); sobre todo restringen la contingencia de la decisión política, delimitando el campo de sus opciones posibles y, más aún, demarcando las decisiones que tienen la probabilidad de ser entendidas, atendidas y aceptadas en principio, por cuanto no excéntricas, extrañas o inconexas con el tema de opinión. Reducen, por un lado, la complejidad amenazadora del ambiente (personas, grupos, movimientos, partidos…) del subsistema político, canalizando las muchas y diversas expectativas y demandas del público político y, por el otro, reducen la discrecionalidad del gobierno y de la legislación, refiriéndolo a un campo concreto y circunscrito de decisiones con sentido. Sin temas se caería en la opinabilidad indeterminada y en la discrecionalidad indeterminada, en la incomunicación general y, lo que es lo mismo, en la carencia de sentido y pérdida de identidad de una asociación política, con el efecto empírico de la descomposición de Estado. Los problemas de sentido recubren y determinan así los de validez o legitimidad. En resumen, la estructura temática del proceso de comunicación política “establece los confines de lo que es posible ver por vez”,19 los confines de las transferencias de prestación posibles entre decisión (oferta) gubernamental y expectativas diversificadas de la ciudadanía.
La estructuración de la comunicación política mediante temas quiere decir “institucionalización de los temas” y en su institucionalización reside el carácter público del tema. Luhmann hace un largo rodeo, para establecer la equivalencia entre institucionalidad y “publicidad” de los temas, operación que le permite rescatar y resignificar lo que la tradición entendió por ámbito público y por opinión pública. El tradicional significado de la vida pública en el que viven y se neutralizan las particularidades restrictivas de la psicología privada, de la ética familiar, de las costumbres comunitarias y de los intereses sociales singulares de grupos sociales exclusivos, hoy no puede ser conservado más que por medio de la “institucionalización” de los temas de la opinión. Ahora bien, “los temas pueden ser calificados como institucionalizados si y en la medida en que se puede presumir la disponibilidad a ocuparse de ellos en los procesos de comunicación. El carácter público será entonces la presumibilidad de la aceptación de temas”.20 De entrada es necesario observar que la publicidad nada tiene ya que ver con la universalidad de una opinión a través de la corrección de su argumento racional, sino con la presunción de la aceptabilidad universal del tema sobre el que opinar. Lo decisivo es la atendibilidad y aceptabilidad general de un tema. La presunción de aceptabilidad y atendibilidad de un tema no necesita ni puede descansar en una información preliminar pormenorizada sobre las condiciones y expectativas singulares de todos y cada uno de los posibles destinatarios o interlocutores. Ello sería una pretensión prácticamente absurda. Puede razonablemente basarse en la suposición de que, con abstracción de las circunstancias personales particulares de vida y de los “roles” que se desempeñan en otros subsistemas de interacción social particular (familia, iglesia, comunidad científica, empresa…), hay temas de interés y aceptación general. Dicho de otro modo, la presunción puede basarse en “las directrices de la organización o en las imágenes de los roles específicos del sistema (político)”.21 Ello significa que la presunción de aceptabilidad general del tema está relacionada con los “roles” políticos institucionalizados en un momento dado del sistema político y, concretamente, con las formas de la organización de la producción y distribución de bienes y servicios (temas del empleo, el trabajo, la salud, la alimentación, el ambiente natural, la justicia…), con las formas de organización de las exigencias universales de la convivencia social (temas de la seguridad, el delito, la guerra, la propiedad, los varios contenidos de las normas civiles vigentes…), con los procedimientos establecidos para la producción de las normas jurídicas y las decisiones gubernamentales (temas de la democracia, los procesos electorales, la impartición de justicia, la descentralización, los programas de los partidos políticos…). El repertorio de temas institucionales en un sistema político es asunto empírico y no algo deducible de principios.
La opinión pública, reconceptualizada como tema institucional, constriñe a respuestas políticas en el sentido del tema y, de esta manera, controla y limita la arbitrariedad de la decisión política. Se puede entonces reducir la contingencia de lo jurídica y políticamente posible mediante la aceptabilidad general de la importancia del tema, sin necesidad del consenso veritativo y general de la opinión. En la presunción de la aceptabilidad general del tema, descansa hoy, en la contemporaneidad política, la única manera de rescatar, superándolo, el carácter universal que originariamente se atribuyó a la opinión pública racionalmente formada. Y en esa misma presunción, imposible de conjeturarse sin prescindir de las características psicológicas de los actores, de sus singulares condiciones de vida o de los “otros roles” que desempeñan en otros subsistemas de acción social más restringidos, descansa el carácter público del tema y, por su mediación, el de la opinión. Ello significa entonces que los temas de la opinión pública se constituyen “en modo relativamente independiente del contexto y, por ende, de modo abstracto”. Justamente, debido a la abstracción de los temas de la opinión pública, “es posible establecer su identidad y transmisibilidad, así como tratar el tema de manera diversa según el contexto”.22
Otro desarrollo teórico importante de Luhmann es el que concierne a la distinción entre “reglas de atención” y “reglas de decisión”. La premisa de la distinción se basa en el hecho de que “la atención es escasa”, a causa de la múltiple y continua diferenciación del sistema social en subsistemas específicos, de éstos en “roles” especializados y de éstos en distintas operaciones técnicas y reglas procedimentales. No necesariamente la conciencia presta atención intensa y continua a los procesos del subsistema político, sino que está obligada a distribuir y jerarquizar sus focos de atención en sus diversos y cambiantes papeles y situaciones de acción social. El esfuerzo de la inteligencia tiene que distribuirse mudablemente por todo el campo de las diversas interacciones sociales de una “sociedad compleja”. Esta modalidad actual de la existencia social ocasiona que la desatención a los temas sea, para la suerte del sistema político, mucho más peligrosa que el disenso entre las opiniones. Los temas atendibles y aceptables por la generalidad no determinan obviamente el contenido de las opiniones y tanto menos el consenso. Son acaso una “etapa preparatoria” para la configuración de las opiniones y, eventualmente, de acuerdos y consensos genéricos. Su primera función es sólo la de despertar y capturar la atención política y de esta manera poner en movimiento la comunicación política, el intercambio entre las expectativas de comportamiento del público, manifiestas y argumentadas, y las respuestas decisionales de la ley y de la administración. Otra segunda función del tema, además de instaurar la comunicación política, es la de desencadenar las muchas y variadas opiniones sobre lo que se debe decidir o la manera como se debe instrumentar la decisión, a la vez que dar a las opiniones una conexión de sentido, integrándolas hermenéuticamente. Ello lleva a Luhmann a concluir:
Esto hace suponer que el sistema político, en cuanto se funda en la opinión pública, no debe ser absolutamente integrado por las reglas de decisión sino por las reglas de atención. En cualquier caso, las reglas de atención ofrecen, desde el punto de vista social, las más amplias posibilidades de acceso y la mayor fuerza de integración; ellas pueden y hasta deben ser las mismas también para los que actúan siguiendo diferentes reglas de decisión.23
El tema institucionalizado digno de atención y aceptado es, sin embargo, sólo el referente de la decisión política. Condiciona la decisión pero no la determina, la orienta hacia un tema pero no la causa ni la controla en sentido estricto. El interés de influir en las decisiones es el propio de las opiniones que especifican y determinan el significado cognoscitivo y práctico del tema, lo conceptualizan como un específico objeto de conocimiento y, de acuerdo con su concepto, argumentan la decisión correspondiente. Ahora bien, las opiniones se formulan desde las diversas expectativas valorativas de los opinadores y, en particular, desde sus diversas perspectivas racionales: científicas, jurídicas, histórica, éticas, técnicas… Todas ellas, de acuerdo con su enfoque, determinan el contenido de la decisión con base en razonamientos preceptivos o en razonamientos científico-técnicos de factibilidad. Los opinadores se atienen a “diferentes reglas de decisión”. De esta manera resulta prácticamente imposible su integración en un consenso general. Las diversas reglas decisionales en juego dentro de la opinión pública enriquecen, empero, el acervo de información sobre la materia de la decisión política y contribuyen a elencar y depurar las diversas opciones y a establecer el conjunto finito de las decisiones posibles con sentido y “validez” en un tiempo dado del subsistema político. La función política última de la opinión pública es entonces la de elencar las elecciones políticas posibles y, por esta operación fundamental, ella es un “instrumento auxiliar de selección”. Cada opinión particular emitida es una selección entre elecciones posibles. Su conjunto, consensual o no, ofrece a la legislación y al gobierno el universo de opciones elegibles. Sin embargo, la decisión política no es ya atributo de la opinión pública, y no tanto por el hecho empírico de su diferencia y contradictoriedad interna, como por la necesaria diferenciación y especificación (complejidad) del sistema social en su conjunto y del subsistema político en particular. Diferenciación y especialidad son condiciones sin las cuales las realidades otrora filosóficamente definidas como “sociedad civil” y “sociedad política” no podrían resolver las continuas y crecientes presiones procedentes de su “mundo ambiente” interior y exterior, no podrían existir como tales.
Más allá de estas afirmaciones, que tienen su raíz en la teorización “sistemática” de Luhmann, este autor pretende cuestionar la indiferenciación entre opinión pública y decisión política, que ha sido propia de la tradición política. Considera que hoy es insostenible la continuidad entre opinión y decisión. El sistema social y el subsistema político han debido promover la diferenciación y especialización interna de sus funciones y “roles” con el fin de enfrentar equiparablemente a la complejidad presionadora del ambiente, al stress decisional. El aumento de la diferenciación interna y, como efecto, la reducida capacidad cognoscitiva y operativa de cada uno de los “roles” originan que cada actor tenga ante sí una cantidad de informaciones y, por ende, de posibilidades de experiencia y acción, que lo obligan a “selecciones” cognoscitivas y conductuales. Hoy por hoy los opinadores expresan en su opinión pública sólo la selección entre opiniones y opciones que pueden, de acuerdo con su inevitable competencia especializada y reducida, emitir y debatir. De ello se sigue que tampoco legisladores y gobernantes pueden pretender insensatamente tomar una decisión “representativa” de la totalidad. El papel legislador y gubernamental es también específico y singular, pero su especificidad consiste, a través de sus aparatos informativos y procedimientos deliberativos (a ellos pertenece la opinión pública), en producir las decisiones vinculantes para toda la sociedad. Es evidente que cumplir su función decisoria tiene como condición entrar en “comunicación política”, mediante “temas”, con su público destinatario. De otro modo, su función se realizaría en el vacío y no ofrecería ninguna prestación con sentido al sistema político. Pero, por otra parte, legislación y gobierno no pueden encontrar ante sí más que una cantidad y variedad de opiniones relativas al tema. Ello los obliga también a una selección entre elecciones posibles. En conclusión, no hay arbitrariedad absoluta en la decisión gubernamental, porque está referida a temas, pero tampoco la decisión está predeterminada por ninguna de las opiniones. La legitimidad de la decisión no puede ya descansar en una representatividad general inalcanzable. Sólo puede basarse en el hecho de que ella no es gratuita, arbitraria, y de que sus prestaciones se orientan en el sentido de los temas debatidos. La legitimidad de su “rol” ya no depende del estado que guarda la opinión pública, sino más bien de la de los procesos electorales de selección del líder y de la comunicación entre líder y temas de opinión. Opiniones públicas que socavan la legitimidad de un gobierno y logran llevarlo a la renuncia muestran, más que nada, la improductividad y disfuncionalidad del liderazgo, en el sentido de incomunicación política, de prestaciones sin expectativas correspondientes o de expectativas sin prestaciones correspondientes. La única eficacia de la opinión pública es negativa; su desatención, su retiro de la comunicación, su excentricidad, también su crítica al liderazgo por inhibir o eludir temas. Es fundamental, entonces, la comunicación con la opinión mediante temas, más que la decisión conforme a una opinión. El énfasis en la diferenciación y especialización de los papeles en el sistema político llega a ser tal que no es escandalosa la afirmación de que: “la producción, utilización y continuación de los temas de la opinión pública se vuelven una prerrogativa de los políticos de profesión, oportunamente preparados para tal fin”.24
De la tradición “viejo-europea” quedan sólo en Luhmann algunas memorias jurídicas y éticas, aunque transformadas en reglas de procedimiento o en razones pragmáticas. Por ejemplo, la afirmación de que las decisiones políticas tienen que tener un carácter público, deben ser “interactivas y no manipulativas” ni “elusivas”. Una comunicación unilateral, que sustrae el tema a la atención del público o que inhibe la emisión y el debate de opiniones, es una comunicación por impugnar, no tanto por razones últimas de derecho o de ética, sino por razones funcionales de sistema político. La legislación y el gobierno pierden todo sentido si no intercambian expectativas recíprocas de prestaciones. También es de impugnar la “elusión parcial” de temas, dada la imposibilidad de “eliminación completa” de los mismos. La elusión parcial sucede cuando se pone el tema a consideración de la opinión en claro retraso, con restricción a ciertos aspectos o cuando, cosa común en la prensa, no se establece “una diferencia entre temas y premisas”, a saber, cuando se presenta el tema con tales proposiciones iniciales que ciertas condiciones fundamentales y cuestiones preliminares son consideradas de antemano resueltas y, en méritos de su presunta autoevidencia, se les sustrae a la opinión y discusión (por ejemplo, el tema de la “seguridad nacional” es presentado con una premisa incuestionada en contra de un determinado movimiento político o en favor de un alineamiento internacional preciso). Estas últimas consideraciones llaman cuando menos la atención sobre el hecho de que los procedimientos funcionales y las institucionalizaciones de “rol” no pueden hacer a menos de normas éticas y jurídicas.25
La pregunta fuerte que Luhmann plantea a los sistemas políticos es hasta qué punto tendrán la “capacidad de producir temas” y mantener “abierta” la comunicación política con una sociedad que, por su elevada diferenciación interna, tiende a aumentar el conflicto y a disminuir la integración. Hasta qué punto podrán ampliar y profundizar el pluralismo, sin el cual parece que los sistemas políticos no podrán estabilizarse y sobrevivir, pero sin cuyo ordenamiento (sin decisiones reductoras del pluralismo) se disgregarían y disociarían. A este último punto se dedicarán las siguientes consideraciones.
Apuntes de conclusión
Bajo las condiciones actuales de intereses heterogéneos y particularistas, altamente organizados, parece imposible resolver el problema de la decisión de gobierno con referencia al concepto y a la tarea tradicional de la opinión pública como lugar del consenso unitario, en el sentido de una definición sustantiva del “interés general” (materia de la decisión) aceptada por todos. Se advierte, por el contrario, que la opinión pública es hoy el lugar de coexistencia de opiniones e intereses particulares sin consenso general compartido. Aunque resulta prácticamente imposible una “coincidencia pública” y una “voluntad general”, mediada por la opinión y requeridora de una decisión política a ella conforme, conviene y quizá urge preguntarse cómo es hoy posible la formación del consenso y qué papel puede jugar en ella la opinión pública.
La pluralidad y diferencia política, como fue antes afirmado, aparecen en el momento en que demócratas y socialistas conjugaron programáticamente democracia política y económica, ampliando los derechos políticos liberales e introduciendo nuevos derechos civiles, sociales: “politizando la sociedad” entera. Para ello movilizaron y sobre todo organizaron los grupos sociales excluidos: partidos de masa, sindicatos y arreglos corporativos. El resultado de ese gran movimiento histórico no sólo ha sido la aparición de la pluralidad de las organizaciones, sino también la rigidez en la representación de los intereses particulares, la dificultad de concebir formas de decisión política no relacionadas con concretos intereses particulares. El último intento de recuperación del interés-consenso general dentro del socialismo democrático fue la teoría gramsciana de la “hegemonía”, hoy también improductiva para la comprensión de los procesos políticos contemporáneos. Una mirada actual a la literatura politológica reciente muestra el énfasis en el pluralismo y el esfuerzo conceptual (teorías del “intercambio político”) por recomponer desde la pluralidad y diferencia la vitalidad de las instituciones políticas, la “gobernabilidad”, la “administrabilidad”, hoy paralizadas o erráticas por la politización organizada de los intereses particulares.
El pluralismo contemporáneo “puede ser definido como la adaptación de la democracia a una sociedad de masas o de gran escala”.26 Sus características principales son la diferenciación y la autonomía política que las grandes organizaciones de interés han alcanzado, gracias a la cuota de poder propio de que disponen sobre los recursos productivos y políticos del sistema social.
Si la mayoría es el principio clave de la democracia, la autonomía es la esencia del pluralismo -autonomía de un grupo respecto de otro y autonomía en el sentido de capacidad de resistir a los intentos del Estado por reprimir a las asociaciones o de hacerlos demasiado “costosos” para el gobierno. Cuando democracia y pluralismo se combinan, su resultado es un sistema político denominado “poliarquía”.27
Desaparecida la posibilidad de un consenso sustancial en las poliarquías democráticas o socialdemocráticas (a lo que habría que añadir, desaparecido el proyecto de “revolución” sustancial), se ha debido regresar a la formalidad, al estilo liberal, pero bajo la forma de acuerdo de las decisiones políticas sustanciales. Las corrientes democráticas y socialdemocráticas, congruentemente, han debido repensar la democracia y acordarse en una definición procedural “mínima”:28
máxima extensión de los ciudadanos participantes en las decisiones políticas mediante el voto,
regla de la mayoría como razón suficiente para dar validez a las decisiones,
principio de alternancia, en el sentido de posibilidad real de elección entre opciones de gobierno a través de periódicos ejercicios electorales.
Si el problema de referencia de la opinión pública es el de la decisión política, entonces ella, particularmente cuando opina sobre los contenidos y modos de las decisiones políticas sustanciales, se realiza a través del (y en relación con el) procedimiento de la producción democrática de los decisores. La decisión política, al día de hoy, no puede ser más que sustancial, referida a contenidos particulares pero ubicados en una visión subjetiva (partidaria, gubernamental) del “bien común” o “interés público”. La opinión pública se ejercerá de cara a esta sustancialidad (leyes, planes y programas), criticándola o apoyándola tanto en sus valores y objetivos generales como en sus aplicaciones singulares a las diversas demandas. No es posible un consenso universal que, en méritos de su universalidad, pueda exigir determinar la decisión política. La opinión pública, en sus diversas informaciones y argumentos, va apuntando si la sustancialidad de las decisiones políticas goza o no de la atención y aceptación de las mayorías y, con ello, va elaborando una visión confirmativa o alternativa del interés general y de la jerarquía que dentro de él corresponderá a los intereses particulares. En este sentido, su posible tarea dentro de las democracias poliárquicas es configurar acumulativamente la opinión de los ciudadanos para el momento de la elección de los decisores. Se vincula entonces más a la producción de los decisores que a la producción de la decisión. Su contribución al consenso político reside en que actúa dentro del consenso general del procedimiento democrático y de esta manera lo refuerza e interioriza en todo el público ciudadano. No se excluye que los razonamientos de los líderes y las corrientes de opinión influyan en las decisiones gubernamentales, pero la producción de la decisión se legitima no por su coincidencia con la opinión sino por sus protocolos legales estatuidos. La opinión es importante para la comunicación política (Luhmann) pero no decisiva para la toma de decisiones.
Sin embargo, hay otra situación más problemática, que resulta cuando el conflicto, el desacuerdo, se eleva hasta los mismos procedimientos que regulan los conflictos y las disidencias. Esto sucede cuando las mismas reglas del juego democrático son cuestionadas, porque no se les acepta como suficientes, o porque no se acepta que las leyes de los procesos electorales sean congruentes con los principios o que los procesos electorales de hecho respeten cabalmente las leyes sancionadas. En este momento, los opinadores producen sus opiniones desde diversas concepciones de reglas de asociación, de “pacto social”, y no juegan con las mismas reglas. A esta situación corresponden “lenguajes privados” a la búsqueda de un “lenguaje público” de entendimiento recíproco más que de validez. Es una suerte de recaída en el “estado natural” anterior al “estado público”. Si es aún posible el ejercicio abierto de opiniones, éstas más bien amplían el enfrentamiento y la incomunicación. El conflicto asume modos explosivos y disolutorios, en la medida en que se ubica en la constitucionalidad misma de la asociación. La opinión cede su lugar a la cuestión hobbesiana del quis interpretabitur? y termina, por su impotencia, en liberar la libertad de la “gran decisión” del “custodio de la constitución” (C. Schmitt) en el estado de excepción, cuya figura empírica no necesita ser la de un líder personal y puede tomar la forma de sujetos colectivos. La decisión se vuelve el a priori político, que hace posible la opinión pública y los debates sobre la verdad de la decisión pública. El problema de referencia de la opinión desaparece y, por ende, su respuesta.
Puede ser que esta segunda situación de crisis no despliegue sus potencialidades trágicas de guerra. A ello puede contribuir la opinión pública con posturas semejantes a las imaginadas por los contractualistas de la filosofía política moderna originaria, que invocaron la racionalidad universal de los disidentes y enemigos como principio que hace posible entender el “valor” (en términos de utilidad o de deber ser…) de la coexistencia bajo normas generales, públicas. Ante la catástrofe de un pluralismo incontrolado, la valiosa tarea de la opinión es la memoria de su exigencia originaria de racionalidad, su énfasis civilizatorio en el predominio de la razón sobre el dominio de la violencia. Seguramente su último intento será la invocación de la forma de razón como productora de verdades prácticas, normas generales. Paradójicamente, la opinión pública en el momento último de la crisis del pluralismo, que arrastra consigo la crisis del Estado y de la decisión política, recupera y realiza efectivamente su proyecto de “ética pública” que, a lo largo del trayecto histórico, perdió en favor de intereses de parte.