I. Introducción
En 2021 México conmemorará el bicentenario de la consumación de su independencia, pero seguramente con un entusiasmo menor que el de su inicio, al cual le habrán precedido otra innumerable cantidad de “bicentenarios” que reflejarán, en su conjunto, las numerosas celebraciones sobre este proceso iniciadas en 2008 y que originaron un variado aporte historiográfico sobre la génesis y desarrollo de nuestro Estado-Nación.1
Desde el siglo XIX, estas efemérides han servido para reafirmar, mediante la insistencia en una ritualidad cargada de símbolos, valores y héroes, que “una comunidad política (más exactamente, los hombres que la integran) tome conciencia de su origen, su presente y su futuro; recuerde ciertos antecedentes y materias con la ayuda de su memoria colectiva; reconozca su deuda para con ellos y proyecte en dicho marco las perspectivas del futuro deseado”.2
Así, determinadas fechas impregnadas de significaciones jurídicas tampoco escapan a estos festejos, pues guardan especial relevancia en aquellos estados que han descubierto en sus declaraciones de independencia, constituciones y codificaciones, momentos fundacionales de su historia moderna,3 los cuales pueden ser calificados de auténticos “mitos jurídicos”, es decir, discursos que han devenido en “une légende ou croyance populaire, qui raconte et conserve, sous une forme métaphorique, un ancien usage, un ancien fait juridique”.4 Sería precisamente la modernidad, por paradójico que resulte, la que acentuaría aún más el culto a los textos legales, en ocasiones incluso al grado del fetichismo, para resaltar una oposición entre lo antiguo y lo moderno.5
De esta forma, 1787, 1789 y 1804 son sólo algunos de los años que se han erigido en los instantes de alumbramiento de una nueva cultura jurídica, entendida ésta grosso modo como la relación existente entre el derecho meramente formal (el de las leyes) y el de sus diversas formas de manifestación en las prácticas sociales.6 Su historia definitiva aún dista mucho de haber sido concluida, pero los ambientes de celebración siempre ameritarán nuevas interpretaciones sobre el canon histórico constitucional.7
En México, existe una data de especial devoción a su última Carta Magna: el 5 de febrero de 1917, pues es considerada el origen universal (junto a la de Weimar de 1919) de los derechos sociales. Sin embargo, la primera constitución que rigió este territorio, en el sentido moderno del término, fue la gaditana de 1812. Ella representó el primer gran experimento del laboratorio constitucional hispano, la cual, ensayo al fin, no estuvo dispensada de yerros y aciertos que servirían posteriormente como punto de arranque para la conformación de las nuevas repúblicas americanas.8
Una de las áreas en las que esta constitución dejaría sentir su impronta sería en el ámbito educativo universitario, mediante una reforma al modelo de enseñanza, cuyos primeros atisbos se habían vislumbrado desde el reinado de Carlos III con la introducción del estudio del Derecho Real por el del Digesto en las cátedras de Vísperas y Primas de Leyes, una prueba evidente de la senilidad del modelo educativo forense.9 Por este motivo, los constituyentes de 1812 promovieron una renovación en los planes de estudio universitarios adaptada a la nueva realidad cultural, la cual, en el caso de las facultades de jurisprudencia, consistiría en la inclusión de una cátedra de constitución. El estudio de esta nueva asignatura no sólo se circunscribiría a los potenciales juristas, sino que buscaría también ser un medio de difusión y adoctrinamiento para los modernos ciudadanos, lo cual les aseguraría la destreza suficiente para la exigencia de sus nuevos derechos y libertades.10
Así, en las líneas siguientes se analiza un impreso de la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México próximo a su bicentenario: la Oración inaugural en la apertura de la cátedra de Constitución, escrita y leída por el jurista Blas Osés en la Real y Pontificia Universidad de México.11 La importancia de este discurso radica en que devela, por lo menos para el ámbito de la enseñanza jurídica universitaria, un momento de transición entre una cultura jurídica todavía anclada en el ius commune y los primeros indicios de un derecho constitucional en una exánime Nueva España.
II. Una nueva cultura jurídica
1808 fue un año de grandes convulsiones para la península ibérica y sus territorios americanos, los cuales, después de la invasión napoleónica y la aprehensión del rey Fernando VII, cuestionarían la titularidad de la soberanía. Ante esta vacatio regis, una eclosión de fenómenos políticos, hasta entonces desconocidos u olvidados, se produjeron al unísono: convocatoria a Cortes y discusiones parlamentarias sobre la naturaleza jurídica de los territorios indianos y sus habitantes, fiscalidad, federalismo, autonomía y libertad de imprenta.12
Así fue como en 1812, luego de diversas vicisitudes, sería promulgada finalmente una constitución de exigua vigencia, la cual sería derogada sólo dos años después. No obstante su fugacidad, la simiente de una nueva cultura jurídica, cuyo principal sostén se hallaba en la constitución, estaba ya sembrada; aunque sus orígenes no necesariamente coinciden con el annus mirabilis de 1808, sino que deben ser ubicados a finales del siglo XVIII. En ese instante, una suma de factores (como el surgimiento de la opinión pública, la ilustración y la economía política) convergieron de tal modo que es posible afirmar que antes de la aparición en escena de la constitución existían ya las condiciones para una incipiente cultura jurídica moderna, cuyos nuevos hábitos, prácticas y discursos desarticularían las bases del Antiguo Régimen, reconocibles en el binomio rey-religión, el pluralismo jurídico y el arbitrio judicial.13
Puede añadirse lo mismo respecto al moderno vocablo de constitución, asentado como dogma en el artículo 16 de la Déclaration de Droits de l’Homme (Toute société dans laquelle la garantie des droits n’est pas assurée ni la séparation des pouvoirs déterminée, n’a point de Constitution), al cual le habían precedido otras palabras que no concebían a la ley fundamental desde un sentido formal, como un documento, sino como un “ordenamiento general de las relaciones sociales y políticas”, es decir, desde un sentido empírico.14 Esta fue una idea perfectamente captada por algunos personajes novohispanos como Melchor de Talamantes y Fray Servando Teresa de Mier, quienes creían en la existencia de una constitución novohispana que no necesariamente debía hallarse escrita.15
Después de la restauración monárquica de 1814, prosiguió un sexenio de desaliento y malestar generalizado entre la población y las élites a ambos lados del Atlántico hispano, porque consideraban que el “momento gaditano” había marcado un momento de inflexión en la consecución de las reformas políticas y económicas exigidas, principalmente, en los virreinatos americanos y que la Corona había decidido postergar o de plano olvidar.16
Sin embargo, en febrero de 1820 una revuelta militar forzaría a Fernando VII a jurar nuevamente la constitución el 9 de marzo y a prescribir la misma obligación para todas las corporaciones y jurisdicciones de su reino. No dejan de ser conmovedoras las palabras del Manifiesto del Rey a la Nación, documento en el que el soberano revelaba su pesadumbre por la experiencia del sexenio absolutista y, de igual manera, apercibía a sus súbditos de la siguiente forma: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria”.17
Los juramentos constitucionales comenzarían en la Ciudad de México el 31 de mayo,18 mientras que unos días después, el 9 de junio, se haría la ceremonia de su publicación, para lo cual “se adornaron las calles con vistosas colgaduras, flámulas y gallardetes en las torres”, toda una celebración que ameritó ser descrita con detalles:19
A las dos de la tarde del expresado día 9 marcharon a guarnecer los puestos las tropas señaladas en la orden y a las tres salió la Nobilísima Ciudad para el palacio, donde fue recibida por el Excmo. Sr. Virrey, Audiencia y demás tribunales y cuerpos políticos y militares que debían autorizar la publicación. Inmediatamente salió la comitiva al tablado principal de la plaza de la Constitución en medio de una inmensa multitud de gentes de todas clases que llenaba todo el cuadro inferior al círculo, y anunciado el acto por las músicas militares y redobles de las cajas, leyó un heraldo la Constitución en alta voz, oyéndola el pueblo atentamente. Concluida la lectura rompió los vivas el Excmo. Sr. Virrey conde del Venadito, a que correspondió la multitud formando un grito majestuoso y sublime que se confundió con las descargas que hizo la tropa de infantería colocada allí con ese objeto y el repique general de campanas a vuelo que subsiguieron […] sin que hubiese reinado otra cosa que el orden, el regocijo y la tranquilidad, tanto en las numerosas concurrencias del ceremonial como en las calles de su tránsito y de más puntos de la ciudad.
Durante los meses siguientes, el código gaditano sería jurado por segunda ocasión en los pueblos y ciudades novohispanos con similares pruebas de alegría a las de los años anteriores.20 Este ritual, investido de un especial simbolismo, permitía que las diversas corporaciones manifestaran su adhesión pública a las nuevas autoridades. Hasta ese momento, tanto el rey como los aspectos religiosos habían ocupado las mayores dignidades en estos actos, pero a partir de entonces esa centralidad sería transferida a la constitución, lo cual implicaría una gradual secularización de esas prácticas.21
El júbilo constitucional se veía también reflejado entre los panfletistas, como era el caso de Carlos María de Bustamante, quien en su séptimo juguetillo, Motivos de mi afecto a la Constitución,22 manifestaba su simpatía por el retorno del modelo constitucional gaditano. En su opinión, el código había venido a implementar nuevas medidas en contribuciones, derechos del ciudadano, justicia y enseñanza que eran oportunas para el momento de desajuste que ocurría en toda América.
El político oaxaqueño ponderaba las virtudes de esta carta con las fatuas leyes del despotismo hispano que habían privado del “uso de su dignidad y derechos” al ciudadano, objeto principal del nuevo orden jurídico. De este modo, la constitución era percibida como la “única tabla [para salvar de] la tormenta borrascosa del despotismo de tres siglos, así en España como en América”.23 Para alcanzar esa meta, Bustamante recalcaba las finalidades de la nueva instrucción: “por las escuelas generales de enseñanza mutua, aprenderá todo hombre a leer y escribir, y saldrá la Nación de ese estado degradante y de vileza en que yacía”.
Otro autor, bajo el pseudónimo de “Juan Lanas”, señalaba en sus Preguntillas sueltas24 la necesidad de fundar dos periódicos (El Centinela de la Constitución y La Linterna Constitucional). El primero, daría a conocer a las autoridades las infracciones originadas por la aplicación de la constitución; el segundo, tendría una función pedagógica para alumbrar a la vieja miserable, a la joven aturdida por la religión, al insolente que buscaba quedar impune en sus delitos, pero sobre todo “al ignorante plebeyo, que quiere entender mal la igualdad por el influjo maligno de los que no quieren constitución […]”.25
Un ejemplo más de las expectativas que desencadenó la nueva vigencia de la ley fundamental se halla en el pasquín La Malinche de la Constitución,26 escrito en náhuatl y castellano. En este texto, su autor cuestionaba a los indios “¿sabéis lo que quiere decir constitución?” y les instruía para que, a pesar de las barreras de lenguaje, supieran que estaban libres de los déspotas hacendados y, en la hipótesis de que fueran constreñidos a laborar, corrieran ante el juez para clamar su ayuda mediante la sencilla frase: “constitución, constitución”. Asimismo, los conminaba a “id a las escuelas; instruíos en vuestra religión y en vuestros derechos; mandad a vuestros hijos, para que no concurran la misma suerte que vosotros; que aprendan a leer, para que así sepan el gran bien que poseen en la sabia constitución”.
En general, este lenguaje, cargado de ilusiones y optimismo, se repetiría durante los meses siguientes en toda la prensa y folletería,27 pues, como afirmaba Bustamante, la constitución era concebida como una genuina “tabla de salvación” en un océano de despotismo y anarquía, a la cual debían asirse los nuevos ciudadanos mediante su lectura y comprensión para la exigencia de su cumplimiento.
III. La cátedra novohispana de Constitución
Desde su promulgación en 1812, la constitución gaditana había ordenado en su artículo 368 la instalación de cátedras para su estudio: “El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios donde se enseñen las ciencias civiles y eclesiásticas”.
La instrucción, como se desprende del numeral, no se circunscribía únicamente a los estudios universitarios, sino que se intentaba realizar un ejercicio masivo de pedagogía que afianzara los valores del modelo liberal y que incluía también a las escuelas de primeras letras.28 Este modelo de enseñanza del nuevo orden constitucional había sido previamente ensayado, con un menor alcance y de manera más clandestina, mediante la difusión de los catecismos constitucionales, pequeñas obras que explicaban, por el método de preguntas y respuestas y con un lenguaje sencillo, las difíciles abstracciones de la teoría política y constitucional.29
Sin embargo, entre 1812 y 1820, esta labor había sido obstaculizada por la guerra en contra de Francia, la supresión del orden constitucional y los procesos revolucionarios americanos, pero tras la restauración constitucional las condiciones para su establecimiento eran favorables. En el caso de la península ibérica, algunas cátedras sí habían logrado ser establecidas en 1813 en Valencia y Madrid; sin embargo, el Trienio Liberal facilitó su instauración en otras ciudades como Barcelona, Zaragoza, Granada y Salamanca, mientras que en América se haría lo propio en Cuba y Nueva España.30
Las nuevas Cortes promulgarían una serie de decretos que especificaban la forma en que debía ser desplegada esta instrucción. En primer lugar, se ordenaba que el texto constitucional fuera enseñado de la manera más simple a los niños de las escuelas de primeras letras. Por otra parte, se exhortaba a los sacerdotes para que instruyeran a la feligresía después de concluida la misa y en los días festivos. Finalmente, en agosto de ese año, sería derogado el plan de estudios del absolutismo y en su lugar se ordenaría la sustitución del estudio de las Siete Partidas por el de la constitución.31
En la Nueva España, entre los restos de la Real y Pontifica Universidad de México, cuyos años de esplendor languidecían, sus autoridades decidieron que la lección inaugural fuera dictada el 28 de diciembre de ese año, correspondiéndole el honor a Blas Osés, abogado de la Real Audiencia, rector del Colegio de Santa María de Todos los Santos y secretario de la Junta Provincial de Censura.32 Es preciso señalar que la primera lección formal sería realizada hasta el 8 de enero de 1821 y continuaría durante todos los días que no fueran festivos, de asueto o vacaciones.33
El fin de esta cátedra, señalaba la prensa, consistiría en “la instrucción de los ciudadanos de todas las clases y condiciones en la ley fundamental de la monarquía”.34 El mismo diario dejaba además constancia del acto de apertura: “Todo el edificio se adornó y se pintó de antemano: concurrieron el excmo. Señor virrey, la diputación provincial, el ayuntamiento constitucional y una multitud de personas de primera distinción: la orquesta compuesta de los mejores profesores, ocupaba un tablado que se construyó al lado izquierdo de la cátedra; y todo el aparato era digno del gran objeto de la función”.35
En términos generales la disertación fue bastante escueta (tan sólo diecinueve páginas) y no alcanzó la densidad intelectual de las más sobresalientes plumas de la época, pero sí fue suficiente para hacer explícito el momento de ruptura que se avecinaba. El discurso iniciaba enfatizando el carácter gregario del hombre, porque “ninguna sociedad puede existir sin leyes”. Remarcaba que aun cuando las sociedades no gozaran de las circunstancias adecuadas para su desarrollo (clima, territorio y temperamento), unas buenas leyes podían suplir estas trabas.36
Las líneas siguientes eran una constante alusión al pasado como una época de grandes libertades perdidas, que la constitución daba la oportunidad de reconquistar nuevamente. Blas Osés era especialmente pródigo en alabanzas al gobierno de los visigodos, pues con ellos España había gozado de mayores libertades que con los romanos y más incluso que en “los siglos de las luces”. Especial mención le merecía su forma de gobierno que tenía como cimiento a los concilios, los cuales eran en realidad “asambleas nacionales […] que representaban con todo al pueblo, miraban por sus intereses y eran un firme baluarte que lo defendía de los abusos del poder y de los golpes de la arbitrariedad”.37 Estos concilios eran los encargados, tras la muerte de los reyes, de reasumir el “poder soberano” para nombrar al sucesor, pues la experiencia de los siglos previos había mostrado la necesidad de contar con un “cuerpo intermedio” entre el rey y el pueblo que fuera capaz de evitar cualquier despotismo.
Sin embargo, como él mismo indicaba, “nada hay estable en el mundo”, la irrupción de los árabes en el siglo VIII había marcado el desenlace de la “libertad castellana”. Además, en las tierras en donde la libertad había logrado prevalecer se impondría después el “sistema feudal”, al cual le imputaba la disgregación del territorio visigodo y la aparición de innumerables reyezuelos con territorios y leyes propias, quienes retrasarían la aplicación de las Siete Partidas por ser antagonistas de sus privilegios.
Otra característica negativa de estos siglos, “origen de todas las costumbres bárbaras”, había sido el de la procuración de justicia, cuyas pruebas aportadas en los litigios consistían en “purgaciones vulgares”, es decir, métodos irracionales que atentaban en contra de la seguridad jurídica. Incluso iba más allá al asegurar que el tormento había sido concebido en ese periodo.38 Estas afirmaciones de Blas Osés, una crítica velada a la justicia de la época, no eran exclusivas de él, sino que en ese momento hallaban acomodo dentro de las corrientes reformistas del derecho penal surgidas, en el ambiente hispano, desde finales del siglo XVIII de la mano del novohispano Manuel de Lardizábal y Uribe.39
Este era el cuadro general de descomposición que describía en su discurso, agravado todavía más con la llegada de la dinastía Habsburgo, “la más funesta de la historia moderna”, la cual había sellado el inicio del “despotismo”. Si bien en sus palabras se nota un desdén por la dinastía alemana, no cargaba toda la culpa a Carlos V, sino a sus ministros. Sin embargo, sí imputaba a Felipe II haber destruido “los restos de libertad” en Aragón, una clara alusión a la erradicación del justicia mayor como el paradigma de las libertades medievales.40
No obstante esa imagen negativa, consideraba que había llegado el tiempo de la “regeneración política”, exacerbado tras la invasión napoleónica, que había llevado a la instauración de la “más augusta asamblea que había visto hasta entonces España”. Esta asamblea, remataba, promulgaría “esa admirable constitución que hará nuestra felicidad, y que las naciones se apresurarán a adoptar como el mejor garante de sus derechos y de su libertad”.41 Este hincapié en la constitución como defensora de las nuevas libertades es en donde se manifiesta la revolución constitucional que había llegado, aunque a lo largo del texto también eran continuas sus referencias a los “derechos del hombre”, especialmente en lo que atañía a la igualdad ante la ley, calificada como el “principal cimiento de toda buena legislación”, sin duda un augurio de una de las principales discusiones de los liberales decimonónicos mexicanos.42
Pero las líneas que quizás recogen con mayor fuerza la tensión antiguo-moderno en el uso de su lenguaje jurídico, y que enlazan tanto las huellas del pasado (monarquía y religión) como las del nuevo orden (soberanía, división de poderes, derechos y libertad de imprenta), sean las siguientes:43
Nada más tenemos que hacer para ser felices que cumplir cada uno por nuestra parte con la ley constitucional: ella es la regla de los derechos y deberes de los españoles; ella protege la religión por leyes sabias y justas: ella reconoce la soberanía en todo el cuerpo de la nación y en sus diputados que legítimamente la representan: ella establece la forma de gobierno más perfecta en opinión de los políticos, que es la monarquía moderada hereditaria: ella divide sabiamente los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, cuya confusión había causado tantos males: y ella sanciona por último la libertad política de la imprenta, esa sagrada institución de los pueblos libres.
Como se desprende de este párrafo, las ideas de Blas Osés no eran enteramente disruptivas, reflejan un momento de transición entre dos universos jurídicos y que en ese momento, al hallarse aún en estado larvario, convivían de manera armoniosa.44 Tampoco debe olvidarse que este discurso debe ser analizado bajo la lupa del constitucionalismo histórico de la época, el cual apelaba al trazo de una genealogía que era necesaria para engarzar un pasado calificado en su mayor parte como bondadoso, pero azotado en ocasiones por algunos reyes despóticos, y un presente en el que la constitución representaba el cúmulo de toda esa experiencia jurídica.45 Por consiguiente, en su argumentación, Blas Osés se esforzaba por presentar una línea de continuidad entre el derecho más antiguo (el de los romanos y godos), pasaba por el derecho eminentemente castellano de Alfonso X y sus Siete Partidas y arribaba finalmente al orden constitucional gaditano.
Igualmente, debe remarcarse que este historicismo no era exclusivo de los defensores de la constitución gaditana, sino que, como bien había expresado León de Arroyal, se trataba de un discurso dúctil que podía adaptarse a los postulados de las más disímbolas facciones políticas en disputa que hallaban en el pasado sus justificaciones: “unos para conservar, otros para regenerar”.46 Por este motivo resulta imposible encontrar en este discurso los nombres de los grandes teóricos constitucionales franceses del momento como Montesquieu y Rousseau, aunque en ocasiones se cortejara con ellos, pues su nacionalidad continuaba siendo identificada con el radicalismo jacobino y sus posturas francamente antihistoricistas que sostenían una ruptura total con el Antiguo Régimen.
A pesar de la innovación que representó esta nueva cátedra en los estudios de jurisprudencia, su imposición definitiva demoraría hasta 1833 con la apertura de los cursos de “derecho político constitucional”,47 pero en la prensa e inventarios de libros de esos años es posible encontrar un flujo constante de la moderna literatura jurídica moderna que poco a poco iba ocupando los espacios de los derechos romano, canónico y real. Las novedades expresadas en el discurso aquí analizado no podían ser aceptadas plenamente en ese instante, primero debían ser maceradas por el tiempo y enfrentar las resistencias de una sociedad con resabios de una cultura jurídica corporativa,48 cuyo colofón sería el código civil de 1870.
IV. Conclusiones
A lo largo del texto se ha podido observar que el impacto de la crisis de 1808 produjo la aparición de una nueva cultura jurídica que cercenó las bases de legitimidad del Antiguo Régimen. En síntesis, se trató de una revolución cuyas innovaciones iban dirigidas a determinar al nuevo sujeto titular de la soberanía de lo que comenzaba a ser denominada “nación española”. El primer paso para alcanzar este objetivo sería la promulgación en 1812 de una constitución que sería acomodada en la cúspide del ordenamiento jurídico y que sólo tendría una efímera vigencia de dos años.
Sin embargo, su restablecimiento en 1820 en la Nueva España estuvo lleno de muestras de júbilo entre el pueblo y los panfletistas, quienes la percibían como una oportunidad de renovación, mas para alcanzar este objetivo era imprescindible una nueva instrucción que ayudara, a quienes mutaban de súbditos a ciudadanos, a comprender las bases del nuevo andamiaje constitucional.49 De esta forma, el discurso de Blas Osés muestra un cambio de paradigma en la forma en que a partir de entonces sería enseñado el derecho en la universidad, el cual, hasta ese momento, se hallaba anclado en figuras jurídicas de la Edad Media y de una matriz eminentemente católica.
Por otra parte, debe añadirse que la narrativa del discurso no puede ser concebida enteramente como moderna, pues ésta se hallaba entre la tradición y la revolución constitucional que había generado el código gaditano. Además, el fuerte historicismo de la disertación, tan recurrente en aquella época, obligaba a Blas Osés a vincular necesariamente su presente con el próspero, y en ocasiones infortunado, pasado jurídico hispano. Por consiguiente, asumir cualquier parecido entre sus expresiones de ruptura y las disertaciones de los revolucionarios franceses resultaría un sin sentido. En realidad, sus palabras sólo reflejan la visión de los hombres de esa época, quienes, al igual que él, se hallaban en medio de dos diferentes universos culturales.
Los años siguientes se encargarían de mostrar que había iniciado un proceso de trasformación en el que constitución, ley y derechos serían la cabeza del nuevo cuerpo político, mientras que el rey y las corporaciones quedarían relegados gradualmente a un segundo plano, o por lo menos eso se pensaba en ese momento, porque la nueva nación mexicana habría de sortear variados escollos para su conformación. No bastaba con la simple promulgación de nuevas leyes, sino que sería necesario un sosegado proceso de conversión de las prácticas jurídicas del Antiguo Régimen por las del moderno Estado-Nación, aunque al final, como sostenía el famoso Periquillo Sarniento: “altercar por las formas de gobierno es una bobería. Cualquier gobierno es bueno como tenga leyes justas, que aseguren la libertad del ciudadano, que lo protejan sin excepción, que castiguen el crimen sin distinción de fueros, y que le faciliten sacar el fruto del trabajo, del honor y la virtud”.50