I. Introducción
La crisis de derechos humanos que atraviesa México (Anaya-Muñoz y Frey 2018; CIDH, 2015; CMDPDH, 2021; Open Society, 2018) ha activado discusiones en torno a la necesidad de instalar mecanismos extraordinarios de justicia transicional para hacer frente a una situación de violencia, impunidad y corrupción que parece ser incontrolable por las instituciones ordinarias del Estado mexicano. En este contexto, el llamado de distintas organizaciones y/o coaliciones de la sociedad civil a definir políticas para hacer frente a la situación ha incluido, entre otras medidas, propuestas de creación de un organismo contra la impunidad, basadas primordialmente en la experiencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (en adelante CICIG o Comisión).
En tanto institución de carácter híbrido apoyada por la ONU, la CICIG adquirió su mayor notoriedad luego de la salida a la luz pública del caso de corrupción denominado La Línea, el cual involucraba al presidente y la vicepresidenta de Guatemala en el año 2015.1 Dados sus contundentes logros, este organismo llegaría a considerarse un modelo ejemplar para la investigación y persecución penal en escenarios de alta criminalidad donde predominan instituciones de seguridad y justicia frágiles. A lo largo de 12 años de trabajo coordinado con el Ministerio Público de Guatemala, la CICIG investigó al menos 124 casos y 70 estructuras criminales, procesó a 1,540 individuos y presentó más de 100 solicitudes de retiro de inmunidad a funcionarios públicos vinculados a redes delincuenciales (CICIG, 2019, p. 51). Esta experiencia se volvió un referente para otros contextos que replicaron el modelo, aunque con facultades mucho más restringidas, tales como la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) y la Comisión contra la Impunidad en El Salvador (CICIES). No obstante, su puesta en práctica aparejó complicaciones variadas, incluidas ciertas imprecisiones en su diseño institucional, hasta obstáculos jurídicos y políticos a su implementación. Finalmente, en 2019 la CICIG fue expulsada por el gobierno del presidente Jimmy Morales, luego de que una coalición de élites estableciera una campaña de oposición a los procesos investigativos de estructuras criminales.2
Con el objetivo de desprender aprendizajes útiles de cara a la formulación y adopción de un mecanismo contra la impunidad en México, este artículo realiza una revisión de los desafíos experimentados por la CICIG en un escenario político adverso (2007-2019). En este sentido, parece necesario que las propuestas relativas a la creación de un mecanismo similar consideren los retos enfrentados en otros contextos. En función de ello, la siguiente sección presenta el panorama de exigencias y propuestas con miras a incorporar mecanismos extraordinarios de justicia en México. A lo largo de la tercera y cuarta sección se describen las principales características del modelo de la CICIG y se identifican los desafíos más notables de su implementación, para luego sugerir algunas recomendaciones a la hora de diseñar un instrumento similar. Por último, el artículo reflexiona sobre las posibilidades de establecer políticas articuladas de justicia transicional en las condiciones políticas actuales. Desde el punto de vista metodológico, se documenta la experiencia de la CICIG y las demandas de un mecanismo extraordinario en el contexto mexicano a partir de la revisión y sistematización de fuentes de prensa, comunicados, documentos estatales y de organizaciones, foros virtuales, así como bibliografía especializada.
II. Crisis de violencia y demandas de un mecanismo extraordinario en México
El panorama de violencia en la historia reciente mexicana se remonta a la represión política ocurrida durante la llamada Guerra Sucia, periodo marcado por la comisión de violaciones sistemáticas alusivas a la desaparición forzada de personas, ejecuciones extrajudiciales, uso de la tortura y detención arbitraria.3 En la actualidad, el auge de la violencia criminal se suele asociar a la declaratoria de Guerra contra el narcotráfico, iniciada durante el gobierno de Felipe Calderón en 2006, en paralelo a otras problemáticas estructurales que han complejizado el panorama de inseguridad y violaciones a la libertad, la vida y la integridad física de las personas (CIDH, 2015; Human Rights Watch, 2018).
Entre los datos que dan cuenta de la enorme dimensión del problema se encuentra los siguientes: el número de homicidios a nivel federal pasó de 9,921 en 2005 a 32,223 en 2022, es decir, una razón de 25 homicidios por cada 100 mil habitantes a nivel nacional (INEGI, 2023). Además de que la violencia letal se ha multiplicado en cuanto a su incidencia y manifestaciones, también se han diversificado los medios utilizados para su ejercicio, desde “narco-mensajes” y uso de violencia extrema en cuerpos ejecutados, hasta el uso de fosas e incidencia de masacres, como parte del modus operandi de las organizaciones criminales (CIDE 2018, p.171). Para el 2023 el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas contabilizaba 97,995 personas desaparecidas (excluyendo a las personas no localizadas).4 Al mismo tiempo, el país mantenía un índice alto de impunidad con 49.57 puntos según el Índice Global de Impunidad México (IGI-MEX, 2022).5 Como muestra el IGI-MEX, algunos de los grandes problemas apuntan al bajo nivel de castigo para los homicidios en el país, el deterioro de la infraestructura y capacidad humana de los ministerios públicos estatales y el déficit de policías estatales profesionales. En suma, las instituciones de seguridad, procuración e impartición de justicia a nivel estatal evidencian problemas estructurales que dificultan la atención a diferentes delitos, incluido el homicidio: “las entidades no tienen instituciones especializadas de investigación expertas, independientes y con capacidades suficientes” (p. 8). Tal panorama hace visible la imperiosa necesidad de construir mejores capacidades institucionales orientadas a reducir los niveles de impunidad, entre otras soluciones que puedan combatir la violencia.
1. La justicia transicional como marco de demanda
En medio de un panorama de violencias múltiples, signado por exigencias de esclarecimiento, investigación y responsabilización, la idea de justicia transicional cobró cierta resonancia. Tanto desde el punto de vista teórico como práctico, la justicia transicional ha buscado dar respuestas a los legados de abuso en contextos de cambio político, como puede ser el tránsito desde la dictadura a la democracia o desde la guerra a la paz (Elster, 2006; Teitel, 2003) a partir de un conjunto de “herramientas” que incluyen la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. La justicia transicional se ha conformado como paradigma para hacer frente a legados de violencias sistemáticas, incluso aunque no haya momentos de cambio político claramente definidos. Su práctica se vincula a una época de expansión de derechos de las víctimas y a la posibilidad de juzgar delitos como el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Asimismo, el paradigma guarda un vínculo primario con la defensa de los derechos humanos al incorporarse en la agenda internacional y en contextos locales (De Greiff, 2012: 393). Dado que se encamina a dar algunas respuestas frente al daño, en determinados contextos la justicia transicional se ha convertido en un espacio articulador de demandas de actores de la sociedad civil (víctimas, familiares, asociaciones, organizaciones de defensa de derechos humanos), quienes representan a la vez el motor de las exigencias relativas a la verdad y justicia en las sociedades latinoamericanas.
En México, el paradigma de la justicia transicional comenzó a repercutir ─fundamentalmente de manera retórica─ en el contexto de la alternancia electoral que tuvo lugar con la llegada de Vicente Fox a la presidencia en el año 2000 (Acosta y Ennelin, 2006). En ese momento los intentos de investigación de los abusos hicieron referencia a las violaciones cometidas durante la Guerra Sucia, para lo cual se creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) que, no obstante, configuró un proceso fallido de rendición de cuentas (Aguayo y Treviño, 2007).6 En años posteriores se establecieron comisiones de la verdad estatales: la Comisión para la Verdad de Guerrero en 2012; en 2013 fue aprobada la creación de la Comisión para la Verdad de Oaxaca. También surgieron leyes en respuesta a la demanda de las familias de personas desaparecidas y de la sociedad civil para atender a las víctimas, como la Ley de víctimas y la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas. Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador fue creada la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa y la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el mismo caso en 2019. La iniciativa más reciente es la creación de la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos cometidas de 1965 a 1990, que tendrá una vigencia hasta 2024. Vistas en conjunto, estas instituciones difícilmente podrían considerarse parte de una política integral en materia de justicia transicional si se considera su establecimiento disperso y fuera de la agenda prioritaria para sucesivos gobiernos. Sin embargo, es indudable que el paradigma de la justicia transicional y sus objetivos, además de haber cobrado presencia durante las últimas dos décadas, también han enmarcado las exigencias de combate a la impunidad de algunos sectores de la sociedad civil.
2. Las exigencias de un mecanismo extraordinario
Desde 2016, en el marco de la Guerra contra las drogas y en un proceso avanzado de militarización de la seguridad pública, algunas propuestas empezaron a ganar eco en medio de las expectativas del cambio de sexenio hacia 2018. Como evidencian María Paula Saffon y Pablo Gómez (2023), la elección de Andrés Manuel López Obrador y sus referencias incipientes a la justicia transicional a lo largo de su campaña electoral -pacificación, esclarecimiento, justicia, reparación y reconciliación nacional- hicieron que esta noción adquiriera resonancia entre la sociedad civil y la academia (p. 221). Desde estos lugares se ha documentado la intensidad de la violencia y los niveles de impunidad, situaciones expresadas en crímenes a gran escala y en obstáculos para el establecimiento de responsabilidades penales. Precisamente en este escenario se argumentó la urgencia de un análisis profundo de los vínculos entre funcionarios estatales y el crimen organizado, y los vínculos entre la corrupción y la responsabilidad de los funcionarios públicos en la comisión de violaciones. Es así que se empezó a hacer referencia a la creación de un mecanismo internacional de combate a la impunidad de carácter independiente, que fuera capaz de investigar crímenes complejos en los que se involucran actores institucionales y no institucionales.
Las primeras alusiones públicas a la necesidad de una institución de combate a la impunidad serían publicadas por Open Society en informes de 2016 y 2018. Los informes titulados Atrocidades innegables (2016) 7 y Corrupción que mata (2018) proporcionan evidencia sobre el modo en que la corrupción ha contribuido a la comisión de crímenes atroces, aludiendo a la colusión entre actores estatales y crimen organizado como dimensión significativa de un patrón de violencia e impunidad.8 En este caso, la iniciativa para promover un mecanismo internacional para investigar atrocidades y casos de corrupción relacionados se origina en diversas organizaciones de derechos humanos en alianza con actores transnacionales que promueven la justicia y brindan apoyo legal experto.9
Otro planteamiento referente a la necesidad de un mecanismo internacional se encuentra en la Propuesta ciudadana para la construcción de una política sobre verdad, justicia y reparación (2019), realizada por una coalición de organizaciones sociales y académicos. Además de proponer la creación de un Mecanismo Internacional contra la Impunidad en México (MICIM), la propuesta establece un conjunto de medidas integrales orientadas a la verdad, la justicia y la reparación, incluyendo una Comisión de la Verdad y la Memoria Histórica y un modelo de reparación extraordinario.
En general, tales iniciativas fundamentan la necesidad de un organismo internacional en las siguientes razones:
La debilidad sistemática del sistema de justicia mexicano.
Las redes de corrupción entre funcionarios públicos y el crimen organizado ponen en duda la capacidad del gobierno mexicano para investigar de manera independiente crímenes masivos por sí solo.
Un organismo internacional con independencia ayudaría a corregir la falta de acción, permitiría investigar, procesar casos de manera independiente o junto con la Fiscalía General de la República y podría brindar apoyo técnico en el ámbito de la rendición de cuentas.
III. El modelo de la CICIG como instrumento replicable
Las iniciativas ciudadanas para adoptar un mecanismo internacional han hecho alusiones directas a la CICIG como modelo replicable. En primer lugar, por su capacidad para investigar estructuras criminales y avanzar en su procesamiento. También por haber identificado pautas de comportamiento y patrones de corrupción enraizadas en las altas esferas del Estado, así como por haber promovido reformas legales e institucionales. Sin embargo, es importante matizar este éxito considerando los conflictos que marcaron su gestión y que de hecho provocaron su salida en medio de relaciones tensas con el gobierno de Guatemala.
El trabajo diario de la CICIG implicó un cúmulo de batallas respecto a qué tan lejos debían llegar las investigaciones, qué grupos debían ser investigados y cuánta modernización de las estructuras estatales podía ser permitida (Zimmermann, 2018, p. 357). La entrada en vigor de este organismo fue posible sólo después de cinco años de negociaciones, y una vez establecido, enfrentó significativas resistencias locales. Para extraer las principales enseñanzas y desafíos de esta trayectoria, a continuación se exponen los antecedentes, funciones y especificidades de la CICIG.
1. Emergencia y funciones
La CICIG fue una iniciativa apoyada por la ONU para asistir a un Estado emergente de un conflicto armado interno (1960-1996) con altos niveles de criminalidad y creciente violencia homicida. Mientras algunas organizaciones de la sociedad civil encendían signos de alarma por el incremento de ataques contra defensores de derechos humanos en un periodo de posguerra, analistas locales hacían referencia a la situación de Guatemala como un Estado fallido y, particularmente, a la pérdida de control sobre porciones considerables del territorio, así como a la captura de oficinas clave del Estado por estructuras criminales y corporaciones privadas (Gutiérrez, 2016, p. 81-82). Las instituciones mostraban incapacidad de atender el problema en medio de prácticas de intimidación, falta de recursos, corrupción e infiltración de organizaciones ilegales, situación que para las organizaciones de derechos humanos hacía patente la necesidad de un apoyo internacional para combatir la impunidad prevaleciente.
El antecedente de la CICIG se encuentra en el Acuerdo de creación de la Comisión de Investigación de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CICIACS),10 solicitud realizada en 2003, a raíz del trabajo de la Secretaría de Análisis Estratégico, acompañada por la Procuraduría de Derechos Humanos y de organizaciones no gubernamentales, entre ellas, la Fundación Myrna Mack, el Centro de Acción Legal para los Derechos Humanos, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala, entre otras (Informe CICIG, 2010). La Comisión iniciaría sus operaciones en 2007, luego de firmarse un acuerdo bilateral entre el gobierno de Guatemala y Naciones Unidas, el cual le adjudicaría tres funciones centrales: a) determinar la existencia de cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS),11 b) colaborar con el Estado en la investigación y sanción de los delitos cometidos por sus integrantes, y c) recomendar políticas públicas para erradicarlos y prevenir su reaparición, incluyendo las reformas jurídicas e institucionales necesarias para este fin (Acuerdo CICIG, 2006, Art. 2).
Es importante notar que, aunque la CICIG se inscribe en un repertorio de instituciones de justicia apoyadas por la comunidad internacional, no constituía un tribunal internacional dado que no tenía facultades de juzgamiento; tampoco se redujo a una misión de asistencia técnica ni de monitoreo. Es por ello que en repetidas ocasiones se ha hecho referencia al modelo como una herramienta sumamente innovadora para el momento en que fue creada. En términos de Hudson y Taylor se trata de una institución de naturaleza híbrida en tres sentidos: a) combina personal nacional e internacional, b) trabaja de manera integrada con el sistema de justicia doméstico y c) combina facultades para promover procesos penales y reformas institucionales (Hudson y Taylor, 2010, p. 60-61). Al respecto, nótese que sus facultades para iniciar procesos penales tenían una clara delimitación, toda vez que la CICIG debía trabajar los casos coordinadamente con el Ministerio Público y debía participar como querellante adhesivo.12
Por otra parte, la Comisión no fue propiamente una herramienta de justicia transicional, dado que no tuvo la facultad de investigar crímenes perpetrados durante el conflicto armado, sino delitos atribuibles a la delincuencia organizada vigente (Call y Hallock 2020; Maihold 2016). De este modo, la CICIG promovió la acción penal contra delitos tales como manipulación del sistema de justicia, corrupción en las esferas gubernamentales, financiamiento electoral ilícito, narcotráfico y tráfico ilícito de mercancías y personas. Además de ello, participó en el entrenamiento de operadores de justicia, diseñó una Fiscalía Especializada Contra la Impunidad (FECI) al interior del Ministerio Público y promovió la creación de tribunales especializados para juzgar delitos de alto impacto, entre otras acciones. Por estas razones, y pese a no ser una herramienta de justicia transicional, el modelo de la CICIG ofrece evidencias sobre los alcances y desafíos que puede enfrentar la adopción de iniciativas internacionales orientadas al fortalecimiento del Estado de derecho en contextos de violencia.
IV. Desafíos y lecciones de una institución orientada a la persecución penal
¿Qué podemos aprender de la puesta en práctica de la CICIG? La Comisión tenía un mandato amplio que no solo incluía la facultad para promover la persecución penal de delitos complejos, sino impulsar también reformas institucionales -entre las que se encuentran aquellas necesarias para fortalecer las capacidades acusatorias locales- y construir capacidades por medio de la modernización de técnicas y protocolos de investigación. Sin lugar a dudas, los desafíos de una misión con un extenso campo de labores fueron múltiples y serían inabarcables en este espacio. En adelante nos enfocamos únicamente en aspectos básicos referentes a su mandato, así como a los principales retos jurídicos y políticos de su adopción. Considerando que cualquier diseño institucional basado en experiencias previas requerirá ajustar sus contenidos a la realidad situacional donde se vaya a implementar, lo que viene a continuación es un esbozo de las lecciones que podemos extraer con miras a la creación de una institución similar en México.
1. Definición y delimitación del problema y objetivos
Un primer reto que todo diseño institucional enfrenta es la definición del problema al que se busca dar una alternativa de solución. Esto requiere la delimitación de objetivos, funciones y criterios para poner en práctica procesos investigativos.
El antecedente inmediato de la CICIG -CICIACS- se erigió como instrumento que las organizaciones guatemaltecas de derechos humanos promovieron para su defensa en un marco de crecientes ataques. Si bien los denominados cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad se convirtieron en el blanco de la CICIG (identificados como estructuras que afectan el goce y ejercicio de los derechos civiles y políticos), la amplia definición de estas estructuras dificultó determinar qué significaban en la práctica y a quiénes se debía investigar.
Al respecto, se puede mencionar que cada uno de los comisionados internacionales a cargo de la Comisión tuvo que producir una estrategia diferente para implementar su mandato y definiendo los objetivos con mayor o menor amplitud. La ausencia de claridad sobre el propósito y alcance de la CICIG tuvo resultados a menudo discordantes. De acuerdo con Patrick Gavigan, no era claro si la Comisión debía centrarse en mapear la influencia de las redes criminales y políticas, o si ayudar al gobierno a enfrentarse a los grupos del crimen organizado. Tampoco era claro si debían priorizarse algunos casos clave y paradigmáticos (Gavigan, 2016, p. 6-7). Por ello, resulta necesario construir diagnósticos claros del problema a tratar y de sus causas. Esto es básico para la definición de criterios sobre los hechos a investigar, para la selección de casos y la determinación de estrategias de litigio.
En el caso mexicano, una misión internacional contra la impunidad tendría que ceñirse a una comprensión de la violencia organizada y acotar el tipo de violaciones y responsabilidades específicas que se espera investigar. La categorización del conflicto violento es central, por ejemplo, para determinar las normas internacionales aplicables y tipificar los crímenes.
La definición del problema supone controversias dada la compleja dinámica social en la que coexisten expresiones de narcoviolencia, violencia estatal, redes de macrocriminalidad y violaciones múltiples como la desaparición, la tortura y el desplazamiento forzado. Hay vertientes que hacen referencia a un conflicto armado no internacional dada su intensidad en términos del número de víctimas y la dimensión organizacional de los grupos armados criminales que se enfrentan a las fuerzas del Estado mexicano (Universiteit Leiden, 2019). De manera similar, Luis de la Calle y Andreas Schedler (2021) plantean de manera convincente que las expresiones de violencia organizada en México constituirían una guerra civil económica del siguiente modo:
La falta de motivos políticos no priva a la guerra contra las drogas de las características esenciales de una guerra civil, que es un conflicto violento a gran escala entre actores dentro de un país. En realidad, lo convierte en un subtipo específico de guerra civil que proponemos llamar guerra civil “económica”. En contraste con las guerras civiles “políticas”, en las que los insurgentes atacan al Estado para lograr objetivos políticos, en las guerras civiles económicas los grupos armados luchan entre sí y contra el Estado para alcanzar objetivos económicos (De la Calle y Schedler, 2021, p. 196).
Esta definición resulta sugerente como punto de partida para acotar una problemática que se manifiesta en la violencia entre grupos criminales que compiten entre sí, en su confrontación armada con el Estado, y su violencia predatoria contra la población civil.
Paralelamente, en el contexto mexicano se vuelve necesario priorizar un rango de crímenes a investigar y sancionar, más aún cuando es claro que una institución extraordinaria carecería de la capacidad para abordar la totalidad de hechos ocurridos en un periodo largo de tiempo. Una delimitación temporal es central para que la cantidad de casos a investigar sea manejable. Considérese, a modo de ejemplo, el mandato que tendría el mecanismo contra impunidad planteado en la Propuesta ciudadana para la construcción de una política sobre verdad, justicia y reparación:
Investigar y, en su caso, ejercer la acción penal por delitos que afecten bienes jurídicos relacionados con la libertad y la integridad personal y/o la vida en todas sus modalidades cuando se hayan cometido de forma masiva, sistemática o generalizada, así como los delitos vinculados a los mismos, incluyendo hechos o actos de corrupción, despojo de tierras indígenas, negocios lícitos o ilícitos impuestos de manera coercitiva, entre otros. (p. 20)
El texto señala además que la “jurisdicción” del mecanismo aplicaría al crimen organizado, Estado y empresas, y a hechos ocurridos después de 1968.
Las propuestas emanadas de la sociedad civil requerirían de la formulación de diseños institucionales con definiciones del problema y con delimitaciones temporales más acotadas para poder precisar líneas estratégicas de investigación. La experiencia de la CICIG muestra que para una entidad con recursos y tiempo limitado fue difícil tomar decisiones de por dónde empezar a realizar pesquisas. En este sentido, las actividades investigativas habrían mejorado si el mandato hubiera sido más proactivo en la explicación exacta de sus dimensiones y en la definición de criterios de selección de casos (Hudson y Taylor, 2010, p. 62). En México, la delimitación del mandato en un futuro -y posible diseño institucional- requeriría, desde luego, la generación de procesos de deliberación y formulación de consensos entre sectores afectados y una diversidad de actores civiles respecto a las prioridades de una comisión.
Vázquez sugiere, por su parte, que una política anti-impunidad debe aclarar tres aspectos centrales: 1) el tipo de responsabilidad que queremos analizar, 2) en qué órganos gubernamentales realizaremos la política anti-impunidad, y 3) cuáles son las distintas causas que generan el tipo de impunidad que nos interesa disminuir (Vázquez, 2021, p. 438). Además, resulta clave lograr claridad respecto al estatus de una nueva entidad o comisión, su estructura administrativa, su relación de fiscalización con organismos internacionales -como puede ser la ONU- y la estructura organizativa de la misión.
2. Desafíos jurídicos y políticos
La CICIG y su predecesora -la CICIACS- fueron objetadas en buena medida porque otorgaban un rol fundamental a los actores internacionales en uno de los dominios centrales de la soberanía nacional: el poder para investigar y procesar delitos (Gavigan, 2016, p. 112). Una de las objeciones más notables al organismo se materializó en un dictamen de la Corte de Constitucionalidad en 2004, que declaraba que la CICIACS era inconstitucional, con base en el argumento de que el poder de perseguir delitos era una facultad que solo podía ejercer el Ministerio Público.13
Para justificar la intervención de una entidad similar es recomendable que la institución tenga facultades jurídicas para intervenir en procesos penales de manera coordinada con las fiscalías locales y no de manera separada. En Guatemala, el trabajo conjunto entre la CICIG y el MP fue posible incluso cuando el último se encontraba infiltrado por actores con vínculos criminales. Al trabajar en cercanía con la Fiscalía General, la CICIG logró promover el cambio institucional y contribuyó a la depuración de funcionarios y fiscales no cooperativos.
Por otro lado, en el ámbito político es esperable que un órgano investigativo de poderosos actores estatales y no estatales apareje una multiplicidad de formas de oposición o contragolpes que se resisten a los procesos de determinación de responsabilidad.14 La CICIG enfrentó bloqueos desde que se formuló como proyecto y sólo fue aprobada por el Congreso en medio de una coyuntura de escándalo político en el que habían sido asesinados tres miembros del Parlamento Centroamericano y su conductor en territorio guatemalteco. Siguiendo a Zimmerman (2018), luego del fracaso de la CICIACS, descrita por sus opositores como inconstitucional, violadora de la soberanía e intervención ilegal, el proceso de adopción transitó por un proceso de adaptación y reenmarcamiento de sus funciones, pasando por la consulta con diferentes sectores y por la creación de distintas versiones para que fuera aceptada por los poderes públicos y empresariales. Además, algunos grupos en el Congreso se aseguraron de que la CICIG no tuviera una perspectiva de justicia transicional que se enfocara en los crímenes del conflicto armado (Zimmerman, 2018, p. 354).15
Las posibilidades para establecer un mecanismo internacional dependen en gran medida del nivel de receptividad del gobierno en turno. En México, la administración del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) rechazó la idea de un mecanismo internacional y mostró resistencia a la intervención de entidades internacionales, lo que se evidenció en la decisión de no prorrogar la estancia del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en 2016, que trabajaba en la búsqueda de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en 2014.
Eventualmente, el cambio de administración que se avecinaba en 2018 y el triunfo de López Obrador en la contienda electoral generó expectativas para iniciar un proceso de justicia integral. El panorama parecía alentador en medio de presiones internas y externas para diseñar medidas tendientes a la investigación y sanción de violaciones a derechos humanos.16 Mientras el discurso del presidente electo parecía receptor, diversas organizaciones sociales hicieron un llamado al gobierno entrante para que convocara a víctimas, sociedad civil, academia y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a construir un Mecanismo Internacional contra la Impunidad (CMDPDH, 2018). Entre 2019 y 2020 un conjunto de organizaciones presentaron iniciativas de verdad y justicia - entre las que se incluía la Propuesta ciudadana mencionada anteriormente- ante la Secretaría de Gobernación y la Secretaría de Relaciones Exteriores.17 A principios de 2020 representantes de familiares de víctimas de la violencia que formaron parte de una caminata por la paz encabezada por el poeta Javier Sicilia y los LeBarón entregaron nuevamente la Propuesta ciudadana junto con un Estudio para elaborar una propuesta de política pública en materia de justicia transicional en México, así como una carta de Sicilia a AMLO (Aristegui Noticias, 2020).
Sin embargo, en un foro sobre debates actuales sobre la justicia en México, algunos portavoces de diversas organizaciones de derechos humanos declaraban que actualmente no hay expectativas que apunten hacia una política de justicia transicional desde el gobierno (Dayán, 19 de enero 2021). Pese a que se han implementado algunas herramientas para enfrentar las crisis de derechos humanos (entre las que destaca la Comisión Nacional de Búsqueda, un Mecanismo de Identificación Forense, la Comisión de la Verdad y Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa y la Comisión de la verdad para la Guerra Sucia), un proceso de justicia transicional orientado a combatir la impunidad sistémica y la crisis de violencia actual con procesos de reparación amplios no ha tenido lugar (Justicia Transicional MX, 2020).
3. Construcción de alianzas y (contra)movilización social
Un mecanismo de justicia internacional que trabaje en un Estado receptor requiere que los Estados cedan una parte de su soberanía (Matanock, 2014; Maihold, 2016). Esto implica que soliciten ellos mismos la intervención de la comunidad internacional y que esta solicitud se materialice por medio de un acuerdo. Si bien esta es la principal dificultad política a la hora de establecer un acuerdo de cooperación, existe evidencia de que incluso en ausencia de gobiernos receptivos, una movilización social fuerte en combinación con coyunturas políticas oportunas podría ser determinante para que los gobiernos soliciten la intervención internacional.
Por ejemplo, la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) fue creada en 2016 a solicitud del Presidente Juan Orlando Hernández en medio de la presión ejercida por las constantes protestas de la ciudadanía hondureña en las calles (Call, 2018, p. 5). Para entonces, el gobierno se encontraba bajo fuerte presión nacional e internacional para disminuir su tasa de homicidios. En Guatemala, el papel de la comunidad de derechos humanos tuvo un rol protagónico en el diseño de la Comisión y en la búsqueda de aliados locales e internacionales que apoyaran su promoción (Granovsky-Larsen, 2007). En su momento, un aspecto cardinal consistió en que la propuesta de creación de la CICIG fuera apoyada por actores internacionales, funcionarios locales clave y algunos miembros de la élite económica (Dudley, 2016). Tales experiencias muestran que tanto la búsqueda de aliados en diferentes niveles, así como la movilización ciudadana pueden ser factores centrales para la adopción de mecanismos de combate a la impunidad.
Al referirse al caso mexicano, algunos autores han señalado que hasta el momento una política integral que cubra distintos tipos de violencias no ha encontrado la fuerza social necesaria para su adopción e implementación. Saffon y Gómez (2023) identifican dos factores que han hecho difícil que la justicia transicional tome fuerza en México: por un lado, un contexto de violencias complejas donde el Estado es perpetrador directo, cómplice y/o perpetuador de estructuras de corrupción; por otro lado, una sociedad civil fragmentada que promueve agendas programáticas distintas y que no ha consolidado una demanda cohesiva y sostenida de mecanismos extraordinarios de justicia. Tal situación nos remite a una diversidad de violencias con múltiples perpetradores, una extensa geografía, así como a distintos patrones de victimización que probablemente dificulten la definición de una agenda compartida. De ahí que uno de los desafíos sea la construcción de sentidos colectivos que aglutinen las exigencias de justicia de una amplia gama de sectores afectados por la violencia y la impunidad.
Por último, es de esperar que a la par de la implementación de instituciones a favor de la rendición de cuentas emerjan reacciones por parte de actores (potencialmente) afectados ante el avance de la judicialización, quienes pueden formar alianzas intersectoriales y a su vez emprender estrategias de contramovilización. El caso de Guatemala ejemplifica la conformación de una alianza opositora de carácter políticomilitar-empresarial a la par de una escalada de reacciones a medida que la CICIG demostraba los vínculos del crimen organizado con la clase política. Paradójicamente, los logros más contundentes de la Comisión aparejaron las resistencias más acentuadas que culminaron con la expulsión de la institución el 3 de septiembre de 2019.18
Siguiendo a Eric Patashnik (2019), las políticas públicas no siempre se insertan en ciclos de retroalimentación positiva que refuercen su durabilidad en el tiempo, de modo que a menudo corren el riesgo de que se produzcan políticas contrarias o reacciones adversas -denominadas backlash en la literatura especializada-. En sus términos, el backlash ocurre cuando las personas u organizaciones se movilizan en contra de una política durante o después de su promulgación, disminuyendo el poder de sus partidarios y reduciendo la probabilidad de su afianzamiento y expansión (Patashnik 2019, p. 48).19 El autor plantea que un elemento clave para la sostenibilidad de una política es reducir la probabilidad del backlash usando estrategias que se orienten a minimizar o prevenir las contra-coaliciones que puedan afectar su desarrollo.
El caso de la CICIG revela que es clave la reflexión sobre cómo aumentar las perspectivas de supervivencia de las políticas anti-impunidad en contextos altamente hostiles. Desde algunas perspectivas se argumenta que la Comisión dio algunos pasos en falso, como la extralimitación en sus esfuerzos de impulsar una reforma constitucional e ir tras demasiados blancos poderosos a la vez (Call, citado por Ávalos y Robbins, 2019). Por ello, se sugiere ampliar la reflexión respecto a cómo los tomadores de decisiones pueden disminuir errores tácticos en el marco de las políticas de persecución penal.
V. Conclusiones
Después de este recorrido es posible sintetizar algunos elementos que consideramos importante tomar en cuenta a la hora de diseñar e implementar instituciones de combate a la impunidad:
El diseño de una institución híbrida requiere evitar imprecisiones y ambigüedades al formularse como proyecto, esto es, delimitar de manera clara objetivos, funciones, una temporalidad acotada y manejable de acuerdo con los recursos de la institución, así como definir criterios de selección/priorización de casos para poner en práctica procesos investigativos.
Es recomendable que la institución tenga facultades para intervenir en procesos penales de manera coordinada con las fiscalías nacionales o locales, y no de manera separada.
Las posibilidades para establecer un mecanismo extraordinario dependen en gran medida de la construcción de alianzas políticas, de la receptividad gubernamental y de la movilización social. La sociedad civil tiene un rol clave en la búsqueda de aliados gubernamentales, internacionales y locales; tiene un papel central en la producción y mantenimiento de la acción colectiva orientada a promover mecanismos de rendición de cuentas, así como en la búsqueda de espacios receptivos en esta materia.
Ante la presencia de una política de combate a la impunidad es esperable que emerjan reacciones por parte de actores (potencialmente) afectados ante el avance de la judicialización, de ahí que sea necesario ampliar la reflexión en torno a estrategias y tácticas que permitan la sostenibilidad de una política anti-impunidad y reducir la probabilidad de ocurrencia del backlash.
Como se ha visto, las iniciativas de instalación de un mecanismo extraordinario de combate a la impunidad y la corrupción en México se insertan dentro de propuestas más amplias e integrales cuyo eje articulador es la justicia transicional. Consecuentemente, la posibilidad de implementar un mecanismo ha sido concebida como parte complementaria de otras medidas de verdad y memoria, reparación, determinación de responsabilidades penales y garantías de no repetición. Al mismo tiempo, cabe hacer notar que algunos analistas plantean que hoy en día no es clara una transición que justifique la adopción de tales medidas (Saffon, 2019).
Por su parte, De la Calle y Schedler (2021) sugieren que la justicia transicional solo puede servir como vía pacificadora si el Estado que recurre a ella para desarmar a las bandas criminales tuviera la capacidad de garantizar que ese desarme sea permanente (p. 195). “¿Cómo lo haría en el contexto actual, altamente fragmentado, en donde compiten alrededor de cien empresas criminales con gran capacidad armada y entrenadas en la violencia como mecanismo principal de resolución de disputas?” (p. 213). Tales preguntas cuestionan la utilidad del enfoque de la justicia transicional en contextos con problemáticas diferentes a los que presentaron las clásicas transiciones desde la dictadura o desde los conflictos armados convencionales. En efecto, el caso mexicano presenta ciertas condiciones que ponen en duda la aplicación del enfoque de la justicia transicional, dado un conflicto violento persistente donde no hay actores con los que se pueda negociar formalmente (como lo sería con una guerrilla), la presencia de una multiplicidad de violencias que no siempre tienen conexión entre sí, además de la incapacidad del Estado para garantizar un eventual desarme.
Sin embargo, conviene recalcar que en tanto paradigma y lenguaje reivindicativo de los derechos de las víctimas, la justicia transicional se ha extendido a una multiplicidad de contextos que, aunque no se encuentren en procesos transicionales, han apostado por hacer uso de sus herramientas. En diferentes latitudes, múltiples colectivos, organizaciones y familias se han apropiado de los principios de la justicia transicional para exigir algún tipo de retribución o reparación de cara a la violencia masiva. Las exigencias de justicia transicional también han ido a contrapelo de la voluntad gubernamental y de la hostilidad de sectores renuentes a la rendición de cuentas. Por ello, sus metas y resultados no necesariamente se asocian a la pacificación -aunque ésta sea una aspiración deseable- ni a la terminación de la violencia, sino primordialmente a hacer frente a los daños que han padecido las víctimas. Aunque las condiciones políticas actuales no parecen óptimas para establecer una política oficial de justicia transicional (sea por la falta de voluntad gubernamental o por la falta de condiciones sociales), las experiencias latinoamericanas muestran que a lo largo de las últimas décadas la exigencia de la sociedad civil ha logrado activar formas de respuesta gubernamental.
Aun con limitadas oportunidades políticas para la implementación de una política de justicia transicional, y de una institución anti-impunidad que devele el modo en que operan las redes de corrupción entre funcionarios públicos y el crimen organizado, la experiencia de Centroamérica revela la centralidad que tiene la persistencia de la movilización social para promover iniciativas a nivel nacional e internacional. En este tránsito, la CICIG es un ejemplo valioso de los alcances y desafíos de la puesta en práctica de un mecanismo extraordinario de justicia.