Introducción
LA AGROECOLOGÍA es un nuevo campo de conocimiento, una disciplina científica que reúne, sintetiza y aplica conocimientos de la agronomía, la ecología, la sociología, la etnobotánica, y otras ciencias afines, con una óptica holística, sistémica y un fuerte componente ético, para generar conocimientos, validar y aplicar estrategias adecuadas para diseñar, manejar y evaluar agroecosistemas sustentables (Dussi et al. 2014 y 2015b; 2015c; Flores et al. 2012).
La especialización científica (enfoque reduccionista) aparece como una barrera para un entendimiento más integrado. El paradigma agroecológico permite entender las relaciones entre las distintas disciplinas y la unidad de estudio es el agroecosistema con todos sus componentes.
Los primeros científicos que introducen el concepto de “agroecología” provenían de las ciencias biológicas o zoólogos como Friederichs en 1930; también de la agronomía y fisiología vegetal como , 1928, 1942, o Bensin, 1928, 1935 (Wezel et al. 2009). Mucho tiempo después surge una expansión de la agroecología entre los años 1970 y 2000.
Esta evolución tiene una escala predial en los primeros años, pasando luego a la escala agroecosistema y en los últimos años se analizan sistemas agroalimentarios con enfoques y métodos multiescalares y transdisciplinarios donde se estudian además de la producción alimentaria, procesamiento y marketing; las decisiones políticas y económicas y los hábitos del consumidor en la sociedad. Adelantos que tuvieron una importancia crítica en la comprensión de la naturaleza fueron el resultado de una “decisión de los científicos de estudiar lo que los campesinos ya habían aprendido a hacer” (Kuhn 2012). Es por ello que cuando hablamos de sistemas productivos, agricultores y aplicación de tecnologías deberíamos primero preguntarnos ¿cuál tecnología?, ¿para quién?, ¿por qué?, ¿cuándo aplicarla? Para responder estas preguntas debemos basarnos en los saberes locales, realizar un análisis etnoagrícola y propender al diálogo de saberes.
En resumen, la agroecología es una disciplina científica, un movimiento social/político y una práctica agrícola (Wezel et al. 2009) (Figura 1).
En el modelo agrícola imperante preponderan las motivaciones económicas más que las preocupaciones éticas sobre la relación ambiente-sociedad. En este contexto se hace necesario pensar y comenzar a poner en práctica tecnologías que lleven a una agricultura diferente, basadas en postulados éticos donde la relación hombre-naturaleza se construya desde las necesidades y el sostenimiento futuro en lugar del lucro de los poderes concentrados.
Con base en el análisis de distintas publicaciones, el presente trabajo propone pensar en una agricultura que permita compatibilizar niveles adecuados de producción con la conservación de la naturaleza, teniendo en cuenta las asimetrías o desigualdades sociales, espaciales y temporales en el uso humano de los recursos.
Agroecología y el modelo agrícola actual
El modelo agrícola a escala mundial se caracteriza por elevados niveles de pobreza en el sector rural, migración, hambre y conflictos ambientales, intensificado por los cambios climáticos, problemas energéticos financieros, la expansión de monocultivos transgénicos, de agrocombustibles y el uso intensivo de agrotóxicos.
Por lo expresado anteriormente, es perentorio el cambio a un nuevo paradigma agrícola en donde lo fundamental tiene que ver con una formación integral, tendiente a nuevos enfoques, criterios y formas de entender la realidad, además de involucrar aspectos éticos, participativos y actitudinales (Dussi et al. 2006).
Es por ello que la enseñanza de la agroecología, debido a su enfoque sistémico, interviene en la articulación entre el aprendizaje y el desarrollo de capacidades para aplicar y difundir lo adquirido en diversos espacios a escala local y regional, con el objetivo de proveer herramientas para la toma de decisiones sobre la gestión de los recursos naturales. Es decir, priorizar estrategias claras, de mediano y largo plazo en relación con los aspectos ecológicos, sociales, políticos y culturales, que promuevan una agricultura sustentable (Flores y Dussi 2015).
Mediante la aplicación de los conceptos ecológicos, los agroecosistemas pueden ser diseñados de manera similar a los ecosistemas naturales en términos de diversidad, ciclo de nutrientes, flujo de energía y heterogeneidad en el hábitat, entre otros aspectos, teniendo en cuenta las diferencias estructurales y funcionales entre ambos (Gliessman 2007) (Tabla 1).
Ecosistema natural | Agroecosistema | |
---|---|---|
Productividad neta | Media | Alta |
Interacción trófica | Compleja | Simple, lineal |
Diversidad de especies | Alta | Baja |
Diversidad genética | Alta | Baja |
Ciclo de nutrientes | Cerrado | Abierto |
Estabilidad (Resiliencia) | Alta | Baja |
Control humano | Independiente | Dependiente |
Permanencia temporal | Larga | Corta |
Heterogeneidad del hábitat | Compleja | Simple |
Fuente: Adaptado de Gliessman (2007).
Sustentabilidad
El término sustentabilidad posee una raíz latina, sustinere que significa “sostener, mantener, sustentar”, la influencia del vocablo inglés sustainable agrega otros significados como “soportar y tolerar”. La sustentabilidad es un concepto multidimensional que debe ser analizado en forma holística y sistémica (Luffiego y Rabadán 2000).
Un agroecosistema es sustentable si es económicamente viable, ecológicamente adecuado y cultural y socialmente aceptable. Por lo tanto, la sustentabilidad analiza tres dimensiones: la dimensión económica-productiva; la dimensión ecológica, y, la dimensión sociocultural (Dussi et al. 2011; Dussi y Flores 2013).
En la evolución del concepto de sustentabilidad surgieron paradigmas y concepciones ideológicas distintas. Desde la posición económica ortodoxa se introdujo el concepto de crecimiento sostenido para designar al crecimiento constante, o sea, crecimiento económico constante. Por lo tanto, se han desarrollado dos versiones del concepto de sustentabilidad: sustentabilidad débil y sustentabilidad fuerte. La primera se posiciona en el desarrollo sostenido, en el marco del paradigma de la economía estándar ortodoxa y la segunda la fundamentan economistas heterodoxos basándose en los principios de la termodinámica y la ecología.
Sustentabilidad débil:
Concepto antropocéntrico asociado con el paradigma de la economía estándar. Es mecanicista y reduccionista. Supedita la conservación de la naturaleza al crecimiento económico. En la corriente débil de la sustentabilidad, rigen la inequidad y el principio de sustituibilidad en el cual los recursos que se agotan pueden ser sustituidos ilimitadamente siempre y cuando la tecnología evolucione.
Sustentabilidad fuerte:
Es un concepto más ecocéntrico y sistémico, vinculado con la termodinámica y con la ecología donde el sistema económico es dependiente del ecosistema y no se puede mantener un crecimiento continuo. El capital natural no es sustituible por el capital humano. La economía ecológica está asociada con la corriente de sustentabilidad fuerte donde muchos recursos y procesos naturales son inconmensurables monetariamente. Es por ello que utilizar la palabra “capital” conduce notoriamente a pensar en la sobrexplotación y sustitución de los recursos naturales, así pues no se debería hablar de capital (de acuerdo con el concepto ortodoxo) cuando se está mencionando a la naturaleza.
Relación entre sustentabilidad, capacidad de carga, huella ecológica y cambio climático
La sustentabilidad también se puede definir como “el mantenimiento de la capacidad de carga del ecosistema en el transcurso de la relación entre una sociedad y el ecosistema” (Riechmann 1995). La capacidad de carga (K) es el número máximo de individuos (o la biomasa) de una población que puede soportar un ecosistema en el tiempo.
Actualmente la mayoría de los ecosistemas están en regresión debido a la destrucción de hábitats, sobrexplotación y contaminación. La capacidad de carga de la ecosfera está sobrepasada debido no solo al aumento de la población, sino al nivel de consumo excesivo de un tercio de la humanidad. Según Vitousek et al. (1986), la especie humana consume el 40% de la producción neta vegetal continental.
La huella ecológica (HE) es el área de territorio ecológicamente productivo (cultivos, pastos, bosques o ecosistemas acuáticos) necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos, por una población definida con un nivel de vida específico (Rees y Wackernagel 1994; Rees 1992). Es un indicador ambiental de carácter integrador del impacto que ejerce una comunidad humana, país, región o ciudad sobre su entorno.
Su cálculo tiene en consideración el flujo de materiales y energía necesarios para obtener un producto, además se necesitan sistemas ecológicos para reabsorber los residuos generados durante la producción y uso de los productos finales y se debe considerar el espacio ocupado con infraestructura, vivienda y equipamiento que reduce la superficie de los ecosistemas productivos.
La metodología del cálculo se basa en la estimación de la superficie necesaria para satisfacer los consumos asociados a la alimentación, a los productos forestales, al gasto energético y a la ocupación directa del terreno. Esto implica contabilizar el consumo de las distintas categorías en unidades físicas y transformar estos consumos en superficie biológica productiva apropiada a través de índices de productividad. Una vez calculados los consumos medios por habitante de cada producto, se transforman a área apropiada o huella ecológica para cada producto.
Una región no es autosuficiente si consume más recursos de los que dispone. En consecuencia, la comunidad se está apropiando de superficies fuera de su territorio, o bien, está haciendo uso de superficies de las futuras generaciones. El objetivo final de una sociedad debería ser el de disponer de una HE que no sobrepase la K, con un déficit ecológico igual a 0. Países con su HE menor que su biocapacidad local disponible tienen una reserva ecológica, esta reserva puede estar ocupada por la he de otros países.
La comparación entre los valores de la he y la capacidad de carga local permite conocer el nivel de autosuficiencia del ámbito de estudio. O sea, si una región o país tiene una huella ecológica mayor que su K, la región presenta un déficit ecológico, en cambio si la huella ecológica es igual o menor a la K, la región es autosuficiente.
Es importante definir también la huella de carbono (hc) que, según Rees y Wackernagel (1994), es la “Cuantificación de las emisiones de gases de efecto invernadero liberadas a la atmósfera por un individuo, organización, evento o producto”. Seis gei pueden mencionarse como principales: dióxido de carbono (CO2), metano (CH4), oxido nitroso (N2O), hexafluoruro de azufre (SF6), hidrofluorocarbonos (HFC), y los perfluorocarbonos (PFC) (Fernández et al. 2013 y 2014).
Para el cálculo de la huella de carbono de un producto primero debe analizarse el ciclo de vida (ACV) del mismo, o sea, conocer “los puntos calientes” que son los procesos con mayor magnitud de emisión y que deben ser sujetos a revisión. La hc se mide en masa (gr., Kg. o ton.) de CO2 equivalente (CO2e) (Fernández et al. 2013 y 2014).
Para completar estas definiciones citaremos a la “huella de agua”: indicador del uso de agua que efectúa un individuo, una organización, un evento o un producto durante su elaboración (Pengue y Feinstein 2013).
Argentina, a pesar de ser un país que suma poco a los gases de efecto invernadero globales, ha tenido en los últimos 15 años un crecimiento de un 50% en el caso de la energía, un 100% en relación con los procesos industriales, un 100% respecto de los residuos y un 30% considerando la agricultura. Para el caso de Latinoamérica, lo más grave en los últimos años ha sido el cambio del uso del suelo deforestando bosques nativos para dar paso a la agricultura del monocultivo y también el caso de la megaminería extractiva a cielo abierto (Svampa y Viale 2014).
En el caso de la deforestación, el impacto es mayor al analizar las funciones de los bosques nativos en cuanto a mitigación de las inundaciones, regulación del clima, atemperación de la sequía, mantenimiento de la biodiversidad, base alimentaria de los indígenas, entre otras.
Existe una relación directa entre capacidad de carga y huella ecológica con el cambio climático. O’Connor (2002) mencionó que el capitalismo es insostenible principalmente si pensamos que en breve el mundo alcanzará los 9,000 millones de personas con un volumen de consumo y necesidades que debe ser tenido en cuenta en el análisis. Asimismo, la expansión ilimitada del capital procura suprimir la naturaleza y remplazar los recursos naturales por productos manufacturados que tengan su beneficio económico. Por lo tanto, como lo proponen Sen et al. (2008) se debería cambiar la visión de la economía actual con índices distintos al pbi que incorporen medidas de calidad de vida de toda la población como el “buen vivir”.
El consumo y el crecimiento económico sin fin es el paradigma actual centrado en el individualismo exacerbado por el marketing, el materialismo, los medios de comunicación y la disponibilidad de dinero entre otros. Es así que, actualmente se planea el aumento del consumo como una forma de vida para mantener la actividad económica y el empleo. Algunos autores (Pengue y Feintein 2013) plantean que el consumo de bienes y servicios es imprescindible para satisfacer las necesidades humanas, pero al superar cierto umbral se transforma en “consumismo”. La Agenda 21 expresa claramente que las principales causas de que continúe deteriorándose el medio ambiente mundial son las modalidades insostenibles de consumo y producción específicamente en los países industrializados.
Alfred Lotka (1925) explica las diferencias entre consumo endosomático (demandas metabólicas de la especie humana: muy similar para cada uno de los humanos) y exosomático (satisfacción de los requerimientos extracorporales: muy diferente entre los humanos, vivienda, transporte, etc.). Es por ello importante impulsar el decrecimiento económico sostenible disminuyendo el consumo en las economías desarrolladas para alcanzar una escala mínima respecto a educación, salud, alimentación y derechos del buen vivir. Ahora bien, Pengue y Feinstein (2013) se preguntan cómo decrecer en África, algunos países asiáticos y América Latina cuando sus sociedades no han llegado a la mínima línea de dignidad para la vida.
Aquí se plantean también las diferencias entre deseo y necesidad. Un deseo no debería ir más allá de los límites biofísicos del ecosistema (funciones ecológicas), o sea, no sería factible cumplir ese deseo si se rompen las funciones ecológicas.
La generación de conocimiento sobre el cambio climático es un proceso que ha resultado de una agenda científica global impulsada por el Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) con una perspectiva epistemológica, disciplinaria e ideológica que no permite comprender al cambio climático como un fenómeno que se origina en el funcionar de la sociedad moderna y que cualquier acción para intervenir con sus impactos involucra considerar aspectos hasta el momento poco analizados como el papel del poder y la cultura en este proceso. Casanova-Pérez et al. (2016) proponen que los estudios en este sentido son una frontera emergente del conocimiento y abordarlos podrá permitir reflexionar sobre hacia quiénes, para qué y cómo debe dirigirse la adaptación de la agricultura.
Economía ecológica
La economía ecológica (EE) es una corriente del pensamiento actual que posee la característica de ser transdisciplinaria. Esto se debe a que, al abordar la relación entre los ecosistemas naturales y el sistema económico, se necesita de la intervención no solo de economistas, sino también de los profesionales que estudian las ciencias naturales, sociólogos y otras disciplinas. Esta característica de carácter multidisciplinar es especialmente imprescindible cuando se quieren estudiar temas ambientales y entender la “finitud del planeta Tierra”. La ee estudia las sociedades como organismos vivos y a esto lo llama “metabolismo social”, o sea, el organismo vivo tiene funciones de captar energía, utilizar los recursos y energía de la naturaleza y eliminar sus propios residuos. El metabolismo urbano, rural industrial funciona de formas distintas en diferentes etapas desde la captación de energía hasta su eliminación. Es una transdisciplina que construye metodologías y diálogos entre el ambiente y su sociedad proponiendo un cambio a la actual crisis de la civilización (Pengue y Feinstein 2013).
La teoría de la economía ecológica se fortalece al analizar la crisis ambiental que desde los años sesenta se determina como un problema grave, producto de las actividades humanas; se construye como crítica a la economía neoclásica- keynesiana ambiental, incorpora las leyes de la termodinámica al análisis del proceso económico y le da a la naturaleza un valor per se (Foladori 2005).
La economía ambiental (EA) es una disciplina que estudia los problemas ambientales, aunque, manteniendo las categorías e instrumentos ortodoxos de la economía, surge como una particularidad de la resolución de las controversias que se generan en el sistema económico debido a las existencia de externalidades (es decir, actividades que afectan a otros positiva o negativamente sin que esos paguen por ellas o sean compensados), en resumen aplican conceptos y principios de la economía convencional a la gestión de los recursos naturales y la calidad ambiental. La ea procura solucionar los problemas ambientales por medio de la interacción del sistema económico, considerando a la naturaleza como un insumo más en el proceso de producción con un precio determinado. También considera esta disciplina que muchos bienes ambientales o recursos naturales no tienen dueño lo que conlleva el agotamiento del recurso, “el problema de los comunes”.
En oposición a la economía ambiental surge esta nueva visión llamada economía ecológica la cual intenta analizar los procesos de crecimiento económico y de desarrollo desde una perspectiva sistémica y transdisciplinaria (López-Calderón et al. 2013). La EE se separa de la EA al asumir que no todo lo que se refiere al entorno de la sociedad humana puede ser medido y valorado en unidades monetarias como único patrón de valoración, e interpreta la actividad económica y la gestión ecológica como un proceso coevolucionario.
La EE piensa a la economía como un proceso abierto dentro de un sistema mayor que es el planeta Tierra donde se deben considerar los ciclos biogeoquímicos (Figura 2). Los ecosistemas no solo son una fuente de recursos para la actividad económica, sino que cumplen distintas funciones para la sociedad y a su vez son afectados por las actividades humanas. Además hay recursos naturales no renovables y la Tierra es un sistema cerrado en materiales y abierto en energía solar. Por ende, el crecimiento económico no puede ser ilimitado ya que estaría en algún momento imposibilitado por los límites físicos del ecosistema antes que por razones económicas (Foladori 2005). Consecuentemente, la ee se opone a la economía neoclásica-keynesiana y descubre una nueva barrera al crecimiento (externa a la sociedad humana: los límites físicos naturales), distinta a la barrera que menciona la economía marxista cuando plantea las contradicciones de clase, propias e internas de la sociedad humana. La economía ambiental de origen neoclásico explica las externalidades como “fallos del mercado” -una externalidad es un costo no incluido en las cuentas de una empresa, de un país o de una región, ejemplo, lo ambiental y lo social y puede ser positiva o negativa-. Es decir, las externalidades refieren a los impactos ambientales cuyos valores no son recogidos por los precios del mercado y permanecen externos al mismo (Martínez Alier 1998; Martínez Alier 2008).
Los recursos que se obtienen del ambiente sin que el hombre haya realizado acciones para producirlos se conocen como recursos naturales y este término denota el sentido antropocéntrico y utilitarista de la denominación (López-Calderón et al. 2013). Algo similar sucede con el término “servicios ambientales” cuando se habla de los servicios que presta la naturaleza al ser humano llamados también “servicios ecosistémicos”. Esta terminología es de carácter netamente antropocéntrica y productivista, por lo cual deberían en realidad denominarse “funciones ecosistémicas”.
También se deben considerar los intangibles ambientales que son bienes no incluidos en las cuentas de ganancias y pérdidas ni de las empresas ni de los Estados, aunque son esenciales para producir, por ejemplo, el suelo virtual, nutrientes exportados por los países emergentes a través de los productos agrícolas; el agua virtual, donde el aumento del comercio global del agua virtual implica cambios profundos en la producción agrícola de los países y tiene estrecha relación con las políticas estatales de seguridad y soberanía alimentaria y uso de los recursos hídricos.
La extracción altísima de nutrientes que algunos suelos tienen es un pasivo ambiental no incluido en las cuentas de transacción global de las materias agrícolas mundiales y esto deja un costo en degradación, contaminación y disminución de la calidad de los suelos (Pengue y Feinstein 2013). En general, los sistemas de monoproducción agrícola sufren una extracción selectiva de nutrientes del suelo que lo agotan y fuerzan a la reposición vía fertilizantes minerales que por un lado recuperan la fertilidad actual pero por otro conducen a crecientes niveles de contaminación y eutrofización, generan mayor dependencia externa al tener que importar cada vez más cantidades de fertilizantes minerales a valor dólar aumentando el endeudamiento. A esto se suma el proceso de lixiviación y los procesos erosivos por un mal manejo del suelo.
Georgescu-Roegen (1971) en su obra La ley de la entropía y el proceso económico enuncia que el proceso económico no es circular ni mecánico sino unidireccional. Su visión de la economía es como un sistema termodinámico de baja entropía a alta entropía. La presencia de la vida aumenta la entropía.
Hay que tener en cuenta que la ee es una ciencia en construcción; de tal modo, se deberían desarrollar herramientas de valoración de los recursos naturales para que los mismos sean más importantes que los precios del mercado.
Martínez Alier (2005), relaciona la ee con la economía política (EP) y define la EE como aquella que estudia las relaciones entre la economía y el medio ambiente, incluyendo el debate sobre la sustentabilidad ecológica de la economía y el debate sobre el valor de los daños ambientales. La EP estudia los conflictos ecológico-distributivos. El autor desarrolla el concepto de metabolismo socio-económico en términos de flujos de materiales y energía y de la producción de residuos, y clasifica y estudia los conflictos ambientales correspondientes. Presenta una tipología de conflictos acerca del uso de recursos naturales y de la contaminación. La ep estudia los conflictos distributivos económicos, y la ecolo gía política estudiaría los conflictos de la distribución ecológica. Pueden existir algunas coincidencias pero operan en distintos territorios, porque la mayor parte de la ecología no está en mercados reales ni ficticios. Por ejemplo, los ecólogos humanos y los economistas ecológicos estarían interesados en la relación entre la distribución ecológica y la presión humana en el medio ambiente.
Los economistas desarrollaron métodos de valoración monetaria para bienes o servicios ambientales o para externalidades negativas que se dan fuera del mercado; por lo tanto, el problema que se plantea desde hace años es analizar si en cualquier diálogo o conflicto, todas las valoraciones deben ser reducidas a una única dimensión. O sea, si problemas como la contaminación por derrames de petróleo, la deforestación de selvas y bosques, la degradación del suelo agrícola o la emisión de CO2 por países desarrollados, se tienen que valorar de la misma forma. La ee rechaza esta simplificación de la complejidad y acepta la inconmensurabilidad de valores.
Inconmensurabilidad significa que no hay una unidad común de medida, o sea, se pueden comparar decisiones alternativas sobre diferentes escalas de valores, por ejemplo, la evaluación multicriterial. Martínez Alier (1998) cita que, para la comparación de energía de combustibles fósiles vs energía nuclear, se pueden ordenar ambas fuentes bajo diferentes criterios.
En resumen, la EE amplía el enfoque de los diferentes modos de valoración para que se incluyan en el análisis no solo condiciones económicas sino cuestiones como el metabolismo social, los indicadores biofísicos (nutrientes, suelo virtual, agua virtual, apropiación primaria neta de la biomasa), tendencias de consumo de energía, degradación natural y contaminación.
El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA 2011) ha propuesto que la transición hacia una economía verde baja en carbono y eficiente en el uso de recursos es uno de los principales objetivos para evolucionar hacia un desarrollo sostenible en el siglo XXI. Los niveles insostenibles de consumo podrían triplicar el uso de los recursos para el año 2050, por ello surge el concepto de “desacoplamiento” como una forma de propuesta y camino diferente al actual.
Desacoplar o decupling significa disminuir la cantidad de recursos tales como agua o combustibles fósiles que se utilizan para producir el desarrollo económico, y desacoplar el desarrollo económico del deterioro del medio ambiente (PNUMA 2011). Significa utilizar menos recursos por unidad de producción económica y reducir el impacto ambiental de todos los recursos que se usen y de todas las actividades económicas que se emprendan.
En los próximos decenios se tiene que reducir el nivel de recursos utilizado por cada persona a 5 o 6 toneladas. En algunos países en desarrollo el nivel es de 4 toneladas per cápita (India) y en países desarrollados como por ejemplo Canadá la cifra trepa a 25 toneladas. Por lo tanto, desacoplar el bienestar humano del consumo de recursos es un elemento central del Panel Internacional de Recursos (PIR) y del PNUMA.
En el 2014 se desarrolló el reporte Desacoplamiento 2 (UNEP 2014), donde se demuestra que el uso mundial de los recursos naturales se ha acelerado, causando graves daños al medio ambiente y agotamiento de los recursos naturales. Este informe destaca que existen tecnologías eficientes tanto para los países en desarrollo como para los países desarrollados para reducir significativamente la intensidad de utilización de los recursos y, cuando sea posible, lograr la absoluta desvinculación del crecimiento económico y el uso de los recursos. El desacoplamiento permite que la producción económica se consiga con menos insumos de recursos, reduciendo el desperdicio y ahorrando capital. Agrega el reporte que esos fondos pueden ampliar aún más la economía o reducir su exposición a los riesgos del uso de los recursos.
En este nuevo reporte, el International Resource Panel (IRP) explora también el entorno propicio para que las economías nacionales promuevan el desacoplamiento y prospere en el futuro a través de la identificación y eliminación de barreras, incluido el bloqueo técnico e institucional que puede impedir un cambio efectivo de políticas. Concluyen que con el liderazgo, la visión y la comprensión de las realidades políticas, los responsables de la formulación de políticas pueden tomar medidas significativas para obtener beneficios de las futuras tendencias en el uso de los recursos. Estos pasos incluyen la creación de condiciones favorables para la inversión en innovación y transformación tecnológica e institucional.
Finalmente, es importante reflexionar que la distribución ecológica refiere a las asimetrías o desigualdades sociales, espaciales y temporales en el uso humano de los recursos y servicios ambientales, es decir, en el agotamiento de los recursos naturales (incluyendo la degradación de la tierra, y la pérdida de biodiversidad), y en la carga de contaminación. Sabemos que un mayor extractivismo reduce las fronteras de la democracia y, por lo tanto, se determina una estructura de clases basada en la apropiación de los recursos y una injusta distribución del espacio ambiental (Svampa y Viale 2014).
Hay entonces claros lazos entre el estudio de la distribución ecológica, el consumismo, el cambio climático y el estudio de la capacidad de carga de los humanos sobre la Tierra.
Agricultura sustentable e indicadores de sustentabilidad
La agricultura sustentable satisface las necesidades alimenticias, socioeconómicas y culturales de la población, teniendo en cuenta la dimensión temporal, dentro de los límites biofísicos que permiten mantener el funcionamiento de los agroecosistemas y sistemas naturales.
La revolución verde se caracterizó, entre otras cosas, por el monocultivo, la homogeneidad de los ecosistemas y su simplificación; el cambio hacia la agroecología propone la implementación de policultivos; mayor heterogeneidad del hábitat y complejización de los agroecosistemas en pos de un sistema agrícola diverso y flexible.
La conservación de la biodiversidad en los sistemas agrícolas, se sustenta en principios agroecológicos, tales como, las interacciones temporales y espaciales entre los componentes, ciclo de nutrientes, flujo de energía, y relaciones tróficas que generan efectos positivos en el control biológico de plagas, calidad del suelo y desarrollo de la vegetación entre otros. El aumento de la diversidad complejiza el ecosistema proveyendo una mayor estabilidad y, en consecuencia, mayor sustentabilidad (Dussi et al. 2012a, 2015a y 2015c; Flores et al. 2013 y 2015a); este concepto cobra gran importancia al observarse el beneficio del aumento de la diversidad en atemperar los efectos negativos del cambio climático (Altieri y Nichols 2013).
Las formas de manejo y diseños de diversificación dependerán de las condiciones socioeconómicas y biofísicas de cada región. También se debe tener en cuenta que la fragmentación del paisaje atenta contra los enemigos naturales y contra la estructura del paisaje agrícola (Flores et al. 2013 2015a).
Hay muchas razones -incluyendo estéticas, culturales y económicas- por las que es significativo conservar la biodiversidad. Desde un punto de vista estrictamente funcional, las especies interesan en la medida en que sus rasgos e interacciones individuales contribuyan a mantener el funcionamiento y la estabilidad de los ecosistemas y los ciclos biogeoquímicos. Aunque la riqueza de especies es más fácil de medir, se podría lograr una ciencia más predictiva si se elaboraran clasificaciones funcionales apropiadas. El conocimiento específico de los tipos funcionales puede ser crítico para predecir las respuestas de ecosistemas bajo diferentes escenarios de cambio global, o donde las prioridades de manejo buscan manipular la composición de especies directamente, por ejemplo, en agroecosistemas complejos, o restauración de ecosistemas con metas funcionales particularmente.
El enfoque tradicional en ecología de comunidades ha considerado la diversidad de especies como una variable dependiente controlada por condiciones abióticas y restricciones a nivel de ecosistemas. Asimismo, este enfoque en la ecología de los ecosistemas se ha centrado principalmente en las especies dominantes como controladores bióticos de los procesos de los ecosistemas. Los estudios actuales han ampliado las perspectivas de ambas subdisciplinas evaluando el papel de la biodiversidad como un potencial modulador de procesos. En realidad, existen interacciones mutuas entre los cambios en la biodiversidad, el funcionamiento del ecosistema y los factores abióticos. La integración de estas interacciones en un cuadro único y unificado, tanto teórica como experimentalmente, y a través de los distintos tipos y procesos de los ecosistemas, es un reto importante que puede contribuir a lograr una verdadera síntesis de la ecología de la comunidad y de los ecosistemas (Loreau et al. 2001). Determinar qué especies, en qué procesos y en qué ecosistemas tienen un impacto significativo sigue siendo una pregunta empírica abierta.
Daly, en 1990 (Luffiego y Rabadán 2000), establece seis principios de carácter regulador de las actividades humanas que deberían ser normativos para garantizar la sustentabilidad llamados “Principios operativos de la sustentabilidad”, por lo tanto, correspondería tener en cuenta estos principios en el manejo y planificación de los agroecosistemas. Los mismos se enuncian a continuación:
Para los recursos que son potencialmente renovables (agua, suelo), el principio operativo enuncia que la tasa de explotación debe ser similar o menor a la tasa de regeneración del recurso.
Los recursos de stock limitado (petróleo, carbón) que no se regeneran ni son reciclables, a medida que se gasten deben ser sustituidos por recursos renovables que puedan remplazarlos.
En cuanto a los contaminantes biodegradables, su tasa de emisión debe ser menor o igual a la tasa de asimilación de los mismos para evitar su acumulación.
Los contaminantes peligrosos que se acumulan como la contaminación radiactiva y química, se deberían eliminar y prohibir su emisión.
Los principios enunciados se complementan con otros dos:
5. Debería haber una selección de tecnologías según su eficiencia, y, finalmente:
6. Antes de realizar actuaciones y de poner en marcha tecnologías se debe minimizar la incertidumbre debido a la complejidad de los procesos, interacciones y efectos que se producen naturalmente o por la intervención humana. Esto se denomina principio de precaución.
Estamos en un universo entrópico, los recursos se gastan y se transforman en desechos. Los desechos materiales pueden volver a reciclarse como recursos materiales pero a costa de un gasto energético y con una eficiencia limitada. Debido a esto el planeta tierra que es un sistema materialmente cerrado no puede soportar el crecimiento económico mundial. Por lo tanto, los principios operativos de Daly reflejan los límites prácticos a nuestra utilización de los ecosistemas y los epistemológicos acerca de nuestro conocimiento de los mismos constituyen principios reguladores para que estos procesos inevitables de incremento de entropía sean compatibles con el mantenimiento de la organización de la vida y de las sociedades humanas (Luffiego y Rabadán 2000).
Examinando las tres dimensiones de la agricultura sustentable (económicaproductiva; socio-cultural y ecológica), es fundamental hacer hincapié en la planificación participativa, responsabilidad social, desarrollo de recursos humanos; potencial endógeno; análisis de los mercados, precios, tecnología, políticas agrarias empleadas, entre otros aspectos (Figura 3).
En los próximos años se deberá enfrentar el cambio de paradigma y trabajar en el afianzamiento de los nuevos puntos de vista y dimensiones que propone la agroecología como disciplina científica. En ese sentido, la nueva filosofía de la agricultura, los sistemas de pensamiento y análisis y la interdisciplinariedad facilitarán los esfuerzos que muchos grupos de investigación en conjunto con políticos y público en general están realizando para responder a importantes preguntas actuales referidas a la agricultura sustentable, uso global de la tierra, cambio climático y seguridad alimentaria.
Es decir, pensar en una agricultura sustentable significa que elementos tales como la tecnología, la política, la legislación y las instituciones estén destinados a fomentar y a orientar el equilibrio entre las dimensiones ecológicas, económicas y sociales (Figura 3).
Teniendo en cuenta los distintos aspectos mencionados anteriormente, la utilización de indicadores es una herramienta de gestión, construida interdisciplinariamente, que permite evaluar y comparar la sustentabilidad en agroecosistemas (Sarandón 2002). Con estos instrumentos se logran detectar los puntos críticos según la escala de análisis, para luego plantear las modificaciones necesarias en el marco de la agricultura sustentable. Los indicadores deben ser seleccionados, tipificados y estandarizados en forma participativa con los distintos actores involucrados en el estudio y estar directamente relacionados y equilibrados con los requisitos de la sustentabilidad. Además deben variar en función a los cambios sociales, económicos y tecnológicos. Esta metodología puede aportar valor agregado a los productos al analizar aspectos como: sistemas participativos de certificación, planificación territorial, comercio justo, soberanía alimentaria, eficiencia energética, huella ambiental, ecológica, de carbono y de agua (Zon et al. 2011; Dussi et al. 2012b; Flores et al. 2015b).
Los análisis de sustentabilidad basados en la multidimensionalidad deben centrarse en el trabajo participativo y en cada principio agroecológico, para afrontar la vulnerabilidad y los conflictos agroambientales. Los indicadores permiten crear modelos de resistencia para afrontar la resiliencia agroecológica. Nuevos indicadores pueden definirse en relación con problemas locales como sequías, plagas, comercialización, inequidad, los cuales pueden ayudar a desarrollar medidas para la resistencia y la resiliencia socioecológica.
La agricultura sustentable debe abordar las causas por las cuales la agricultura no es sustentable y además se debe hablar de las luchas que actualmente libran los agricultores para poner en práctica la sustentabilidad. Uno de los problemas que se evidencia, es el referido al cambio global en el uso del suelo caracterizado por la expansión de las áreas urbanas y la infraestructura a expensas de las tierras agrícolas y la expansión de las tierras agrícolas a expensas de los pastizales, sabanas y bosques. El 80% de la expansión urbana se está produciendo sobre tierras agrícolas presionando sobre los ambientes naturales, importantes para la regulación ambiental y funciones ambientales imprescindibles (Pengue y Feinstein 2013).
Además de las referencias ofrecidas en los apartados anteriores, también es posible dar un rápido repaso de la situación en el sector frutícola del Alto Valle del Río Negro (39ºL.S.; Argentina), principal exportador de frutas de pepita del país, el cual ha venido sufriendo enormes transformaciones, vinculadas con el proceso de modernización, internacionalización y concentración económica. En el marco de estas transformaciones, los pequeños y medianos agricultores (chacareros) se convirtieron en el eslabón más débil del circuito productivo y actual mente existen 4,000 has productivas en venta.
La presión inmobiliaria avanza sobre tierras fértiles destruyendo años de trabajo, con la consecuente pérdida de materia orgánica, sistemas de riego y drenaje, fragmentación del paisaje y reducción de masa foliar secuestradora de carbono atmosférico.
Por otro lado, la actividad extractiva de hidrocarburos también amenaza los territorios y desplaza otras actividades económicas como la agricultura, la ganadería y el turismo con las cuales compite por recursos (agua, energía y tierras), produciendo la dislocación del tejido económico y social previo. La matriz productiva regional, casi centenaria, hoy se encuentra amenazada por el avance de la actividad hidrocarburífera, la cual, aunque se viene llevando a cabo desde hace décadas en la zona, se ha expandido notoriamente desde 2006 y, de manera más vertiginosa, a partir de 2010 (Svampa 2014). Hay que agregar también el impacto ambiental de las técnicas utilizadas para la extracción de hidrocarburos, entre ellas la de fracturación hidráulica o fracking (Svampa y Viale 2014).
Además, durante la última década del siglo xx, en Argentina comenzaron los remates (subastas) a pequeños y medianos productores, originados a partir de las políticas llevadas a cabo por los gobiernos actuantes, que facilitaron el acceso a créditos bancarios, siendo adquiridos por los agricultores con total confianza y credibilidad. Sin embargo, la gran inestabilidad de los mercados internacionales y la disminución de la rentabilidad entre otros aspectos, impidieron cancelar las deudas contraídas por las familias productoras, situación que llevó finalmente a que los acreedores (Bancos estatales, principalmente) emprendieran acciones judiciales acorralando a los agricultores, que debieron ceder sus tierras, pues no podían competir ni hacer frente a las consecuencias que emergen del modelo agroexportador y a la concentración del capital (Elosegui et al. 2017). Debido a esta situación, se forman distintos movimientos sociales con el objetivo de frenar los remates. Varios de los cuales tuvieron una amplia repercusión y lograron la creación e implementación una ley “anti remates” (Provincia de Río Negro, Argentina) que hoy es utilizada por otros productores que padecen situaciones semejantes. Se destaca el rol que ha tenido la mujer en esta problemática territorial, cuando, a mediados de los años 90 y con el fin de frenar los remates de los campos, se crea el Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha, constituido e iniciado en principio por esposas de pequeños y medianos agricultores o las mismas agricultoras que salieron a defender lo que sus familias habían construido con mucho esfuerzo y trabajo durante años (Elosegui et al. 2017).
En la actualidad la crisis se profundizó, la región transita una etapa de mayor concentración y transnacionalización. Las grandes firmas integradas se convirtieron en el núcleo hegemónico de la cadena frutícola, centralizando la comercialización interna y externa de la producción regional, predominantemente mediante formas de integración vertical.
Entre las variadas dificultades que enfrentan los productores independien tes está la falta de acceso al crédito, el endeudamiento y el acceso a nuevas tecnologías (Alvaro 2013). Debido a ello, agrupados en diferentes cámaras y federaciones, dichos actores sociales desarrollaron distintas acciones colectivas orientadas hacia el Estado provincial y nacional, que incluyen desde demandas corporativas, como subsidios al sector, hasta otras, más generales, relativas a la economía regional, que comprenden la importancia de pensar un proyecto integral a partir de un modelo de producción sustentable.
El estado nacional y provincial, por su parte, ha llevado a cabo una política cortoplacista que apunta al otorgamiento de subsidios, la cual expone la ausencia de un plan estratégico de mediano y largo plazo, que apunte a una producción sustentable y a la vez, garantice la reducción de inequidades en el interior de la cadena, entre productores independientes y los grandes empacadores y exportadores (Svampa 2014).
Esta situación ha llevado a una notoria reducción en la cantidad de productores del Alto Valle donde en los años 90 eran 6,000, en el 2001, 4,313, y, en el 2005, 3,100 (Alvaro 2013).
En este escenario, la industria hidrocarburífera se ha dirigido en gran parte hacia los pequeños chacareros en quiebra para alquilar parte de sus tierras (áreas de entre 1 y 1.5 ha) y destinarlas a la explotación de hidrocarburos, a través de contratos bianuales de servidumbre que se renuevan automáticamente. Las consecuencias de ello son evidentes: la economía regional basada en la explotación frutícola aparece cada día más devaluada, cada vez hay más chacras alquiladas, mientras avanza el paisaje extractivo, con torres petroleras, plataformas multipozos, gasoductos, depósitos de arena, camiones de gran porte recorriendo los caminos y maquinarias que desmontan y abren su paso por entre las plantaciones frutícolas.
El desmonte atenta contra la resiliencia al cambio climático ya que las comunidades de plantas más diversas resisten mejor los disturbios y son más resilientes al enfrentar perturbaciones ambientales derivadas de eventos climáticos extremos.
La canopia de frutales en el Alto Valle del Río Negro y Neuquén actúa como un volumen de biomasa secuestradora de carbono durante gran parte del año. Este “bosque caducifolio frutal” tiene una función importantísima a nivel paisaje. Además se debe agregar al análisis la cobertura del espacio interfilar de las unidades productivas regionales compuesta por especies de distintas familias (Dussi et al. 2015a; Flores et al. 2015a) y las cortinas rompeviento características de la zona y en su mayoría caducifolias que incrementan esta función absorbedora de CO2, como así también la materia orgánica del suelo como gran secuestradora de carbono. Por lo tanto, la deforestación del bosque caducifolio frutal fragmenta el paisaje, atenta contra la biodiversidad y la estabilidad del sistema.
La aparición de actividades no agropecuarias en áreas rurales y la presión de la urbanización provocan fuertes transformaciones en los territorios a nivel local, nacional y mundial. Habría que preguntarse entonces ¿Qué sucede si se pierden espacios productivos?, ¿son sustentables los loteos inmobiliarios enclavados en estos espacios?, ¿pueden convivir dos actividades productivas que compiten por los recursos, por ejemplo, la agricultura y los hidrocarburos? Esto merece ser analizado, observado y atendido por políticas públicas que aseguren la sostenibilidad de las comunidades en términos económicos, ambientales, sociales y culturales.
En resumen, podemos orientar el análisis avanzando desde las unidades productivas hacia una agricultura sustentable y una “evolución rural sustentable” en donde la agroecología es la disciplina que estudia esta evolución en el tiempo, desde la sustentabilidad (Figura 4).
Se propone entonces otra definición de sustentabilidad fuerte de carácter más sistémico, donde la relación entre un sistema socioeconómico y un ecosistema genere una entropía compatible con el mantenimiento de dicha relación en el tiempo.
Los impactos ambientales negativos de la agricultura industrial y globalizada están relacionados con la degradación del suelo, agua y con el cambio climático entre otros. Por ello, es perentorio alentar a aquellos agricultores que retoman el conocimiento tradicional para desarrollar nuevas prácticas de agricultura sostenible con bases agroecológicas.
La multidimensión de la agroecología otorga el fundamento a las metodologías de investigación participativas que promueven la recomposición de las economías y formas distintas de manejo de los recursos naturales reactivando el potencial endógeno local, así como las relaciones de la sociedad civil con el poder político, abarcando la dimensión ecológica, socioeconómica y cultural. Asimismo, se promueven las alianzas horizontales que permiten formas económicas y sociales alternativas al capitalismo, conectando los procesos locales con los aspectos sociopolíticos.
Esta visión multidimensional otorga amplitud en el análisis de las funciones ecosistémicas, mediante la aplicación de la complejidad en el estudio y diseño de los sistemas agrícolas. Para ello el conocimiento de las formas tradicionales de manejo agrario resultan centrales en la recuperación de los saberes que, a lo largo de miles de años, han permitido a los agricultores tradicionales la producción de sus medios de subsistencia. El carácter multidimensional de la agroecología y sus beneficios para el conjunto de la sociedad constituyen un elemento esencial articulando los diversos sectores económicos y las distintas esferas de la sociedad local, para construir una alternativa de desarrollo. Es decir, la agroecología se presenta como una herramienta para los extensionistas rurales que puede ser utilizada en la consolidación de grupos de trabajo interdisciplinares, ya que el diseño y manejo de los agroecosistemas dependen de factores agronómicos, sociales, culturales y económicos.
Consecuentemente, desde esta perspectiva, predominan aspectos relativos a la productividad, equidad, autonomía de la producción y creación de redes de trabajo entre grupos sociales con similares intereses como ser agricultores, consumidores, técnicos extensionistas, entre otros. Entre los objetivos de estas redes se encuentran generar sinergias mediante la puesta en marcha de acciones conjuntas, optimizar el aprovechamiento de los recursos disponibles, movilizar recursos económicos, facilitar el intercambio de información, apoyar iniciativas y actuaciones decididas en el seno de las redes, y servir de foros de debate.
Las estructuras políticas y económicas dominantes dan prioridad al crecimiento teniendo en cuenta solo valoraciones económicas como el producto bruto interno (PBI), es por ello que para producir con base en los principios agroecológicos se requieren cambios en estas políticas que aseguren una economía integrada, inclusiva y solidaria en armonía con la naturaleza.
Esto implica desarrollar territorios con un enfoque holístico respecto a las temáticas sociales, económicas y de gestión de recursos naturales. Es indispensable una transformación social donde los agricultores sean partícipes de esa innovación, haciendo hincapié en que la agricultura sustentable debe también abordar las causas históricas de las crisis en las economías regionales y consi derar los conflictos que actualmente viven los agricultores.
En concordancia con lo anterior, se considera necesario elaborar estrategias que permitan incorporar al análisis de sustentabilidad la concepción de los sujetos sociales involucrados, teniendo en cuenta la inequidad social, espacial y temporal en la utilización humana de los recursos. Es decir, plantear la distribución ecológica en pos de una evolución sustentable.
Las estrategias de resistencia y resiliencia se deben sustentar en los principios agroecológicos, en la solidaridad y la innovación. De este modo se logra resistir a la mercantilización que degrada el bienestar social, la tierra, el agua y la diversidad y asegurar los derechos de los pequeños agricultores para determinar posibilidades más equitativas y sustentables.
La resistencia a los desastres climáticos está estrechamente relacionada con la biodiversidad presente en los sistemas productivos. Una mayor diversidad aumenta la resiliencia y la capacidad homeostática ante el cambio climático, así pues, se debería pensar en diseñar agroecosistemas rodeados de un paisaje complejo, con sistemas productivos diversificados, suelos cubiertos y ricos en materia orgánica.
El nuevo paradigma debe promover formas de agricultura biodiversas, resilientes y equitativas. En conclusión, la agroecología presenta estrategias concretas de resistencia y resiliencia al cambio climático.