A partir de 1920, el discurso del mestizaje dejó de considerar al indígena como irredimible y lo transformó en sujeto de aculturación. Parte de esta transformación requería adoptar la dieta europea en un primer momento y luego la de Estados Unidos. Dichas prácticas alimenticias fueron consideradas como ideales, símbolos de la modernidad en oposición a la dieta del indígena y campesino asociada con el atraso económico y cultural. Para comprender cuáles fueron las ideas detrás del proceso de mestizaje y sus implicaciones raciales, el presente trabajo analiza los discursos de nutrición e imágenes publicitarias de la época. Con ello se busca demostrar que las jerarquías raciales se mantuvieron presentes a pesar de que el discurso de mestizaje trató de romper con determinismos biológicos que asumían la inferioridad del indio. El nacionalismo mexicano y la exaltación del mestizo asumió que la clave para el futuro de la nación no se encontraba en el mundo indígenas sino en imitar las prácticas culturales y alimenticias de occidente y con ello blanquear la raza en términos culturales.
Si bien la cultura culinaria del viejo continente llegó a América con el arribo de los españoles desde el siglo XVI, el consumo de la dieta europea no se volvió política pública sino hasta el siglo XX. El porfiriato (1876-1911) tomo a Francia como ejemplo lo cual influyó a la élite mexicana en todos los aspectos, incluyendo el alimenticio. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no modificaron su dieta y menos aún los campesinos y grupos indígenas. Porfirio Díaz logró su meta de instaurar orden y progreso a través de la fuerza y represión manifestando un despreció por los grupos indígenas y las clases depauperadas. El ingeniero Francisco Bulnes, miembro de la élite política porfiriana y afamado científico, argumentó que los indígenas pertenecían a una raza inferior y que la pobreza y el atraso en que vivían era causa no de la conquista española o de la explotación en manos de las élites sino de su propia abyección (1899, 70). Bulnes reprodujo los discursos raciales provenientes de Europa, en particular el trabajo de los británicos Herbert Spencer y Francis Galton. Spencer, inspirado en la filosofía positivista de Augusto Comte y la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin, creó el darwinismo científico llevando la idea de la supervivencia del más apto a la historia de la humanidad. De ese modo, argumentó que los europeos, y en particular los anglo-sajones, representaban el pináculo de la civilización al haber logrado conquistar buena parte del mundo; además, sus inventos y conocimientos habían contribuido al progreso de la humanidad. Galton, primo de Darwin, retomó algunas de sus ideas para estudiar el desarrollo de las diferentes razas humanas, y de acuerdo con él, la herencia familiar es lo que define las características del ser humano (Suárez y López Guazo 2005).
Galton estableció la disciplina llamada eugenesia con el fin de estudiar el mejoramiento de la raza humana. Inspirado por el trabajo de Gregor Mendel, Galton asumió que la humanidad estaba dividida en distintas razas y que sus características biológicas las hacían inferiores o superiores. Dicha posición asumió que aquellos individuos o grupos que disponían de un material genético adecuado eran sanos, inteligentes y exitosos independientemente del contexto socioeconómico en el que vivían. En pocas palabras, superiores al resto. La postura de Galton predominó en países como Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, ya que sus habitantes se consideraban a sí mismos como herederos de una raza superior y por ende con el derecho y la legitimidad de dominar el mundo. Ante esta postura se desarrolló un contra discurso en los países latinos inspirado en el trabajo del francés Jean-Baptiste Lamarck, quien propuso la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos. El lamarckismo implicó la oportunidad de mejorar la raza a través de modificaciones a las condiciones materiales y sociales. Por lo cual, la educación, la higiene y los cuidados a la salud se convirtieron en el centro de esta vertiente (Stepan 1991, 27; Bliss 2001, 5; Stern 2003).
El lamarckismo influenció a intelectuales y médicos mexicanos quienes adoptaron dicha postura particularmente después de la revolución. El problema del indio, como lo planteó Francisco Bulnes, se convirtió después en la cuestión social. Los pobres, palabra que se identificaba con los grupos indígenas o campesinos, no estaban en esa situación por ser flojos o por pertenecer a una raza inferior; sino por las condiciones materiales en las que vivían, la falta de higiene y la ignorancia (Stepan 1991, 37). La solución se encontró en el proceso de mestizaje, en la aculturación del indígena que se lograría mediante la educación y la distribución de la tierra. Al contar con los conocimientos necesarios y el acceso a una tierra propia se pensaba que los mexicanos mejorarían sus condiciones económicas.
La idea de mestizaje no se creó en el siglo XX, es una categoría perteneciente a la época colonial, pero en el siglo XIX se materializó en la experiencia de Benito Juárez y Porfirio Díaz quienes al dejar el mundo indígena/rural detrás lograron llegar a gobernar el país. Sin embargo, fue Andrés Molina Enríquez quien en 1909 definió la historia de México como la del desarrollo del mestizo, además de enfatizar que la forma de mejorar las condiciones de vida de la población era la propiedad de la tierra (Lomnitz 2011, 209). En el año de 1916, Manuel Gamio publicó su libro Forjando Patria en el que proclamó la fusión racial y cultural, la unificación lingüística y la igualdad económica. Gamio reconoció las contribuciones de los indígenas a la cultura nacional y se convirtió en el padre del indigenismo (Pilcher 1998, 90).
Más adelante, el discurso del mestizaje se institucionalizó gracias a la labor de José Vasconcelos, quien fungió como secretario de educación entre 1921 y 1924. Vasconcelos estableció las misiones culturales con el objetivo de alfabetizar a la población. Al concluir la revolución, el 80% de la población era analfabeta, lo cual representó uno de los principales retos para mejorar su nivel económico. La labor de las misiones culturales implicó la enseñanza del español y la creación de bibliotecas escolares incluyendo a los clásicos griegos, pero también la transformación de las prácticas cotidianas como son la alimentación. Los maestros enfatizaron que las familias debían comer en una mesa en vez de hacerlo en el suelo sobre un petate, utilizar cubiertos en vez de comer con la ayuda de tortillas y levantar el fogón a la altura de la cintura con ayuda de un bracero.
Si bien el discurso del mestizaje intentó incorporar al indígena al proyecto nacional, dicho proceso reprodujo la jerarquía social expresada por Bulnes. El indígena debía dejar de ser indígena para convertirse en mestizo. Debía imitar las prácticas culturales de la clase media urbana, cambiar su forma de vestir, de comer y dejar detrás su cultura y su idioma. El considerar ciertas prácticas culturales, y en particular a la alimentación como determinante del comportamiento y la identidad de los individuos venía desde finales del siglo XIX. La élite porfiriana percibía la dieta de las clases bajas, basada en maíz, frijol y chile, como inferior (Pilcher 1996, 193-206). En 1901, el sociólogo y criminólogo Julio Guerrero publicó El origen del crimen en México. Influenciado por el darwinismo social, Guerrero sostuvo que la dieta de los pobres era lo que los mantenía en el atraso social. “Las clases inferiores… comen aún poca carne; de puerco, mucha es de la expendida sin los requisitos exigidos por el Rastro y el consumo se limita a los domingos y días de fiesta. Los huevos jamás entran en el menú del proletario, que consiste en tortillas de maíz en vez de pan de harina, verdolagas, frijoles, nopales, quelites, calabazas, fruta verde o podrida, chicharrón y sobre todo chile en abundancia, como guiso o condimento.” Guerrero también criticó el consumo de comida de origen indígena como los tamales, mismos que calificó como producto de “una repostería popular abominable,” ante lo cual promovió la adopción de la cocina francesa y española (Guerrero 1996, 195).
Tanto Guerrero como Bulnes consideraron que una de las causas del atraso en que los indígenas y clases bajas vivían se debía a su dieta basada en el maíz y el chile. Guerrero criticó la falta de proteína animal en forma de carne de res o puerco y huevos. Además vio con desprecio el consumo de verduras como verdolagas, nopales y quelites, muchas de ellas plantas silvestres que abundaban en el campo mexicano. Sin ninguna base científica se argumentó que la dieta basada en maíz, chile y frijol era un problema para la salud y el progreso del país. Un símbolo del atraso que debía ser superado. Aún Molina Enríquez reprodujo dicho argumento:
Toda la cocina nacional está hecha para comer maíz. Las preparaciones directas del maíz, que son las verdaderamente indígenas, no son muchas, aunque tampoco son pocas, como la tortilla, los tamales, los esquites, etc.; pero las indirectas, resultado de la adaptación de la cocina española a los recursos del país, son variadísimas, y todas ofrecen al observador atento una curiosa singularidad, y es la de que en ellas son de rigor las salsas, generalmente hechas con chile o en que el chile entra como compuesto principal. (1909, 198).
Si bien el tono de Molina Enríquez no es de claro desprecio a la comida indígena, presenta a dicha tradición como de menor alcance que la que se generó a partir de la influencia española. La falta de conocimiento sobre la alimentación indígena y precolombina sirvió para afirmar que dicha cocina no era tan sofisticada ni diversa, pues solo se basaba en un ingrediente: el maíz, y contaba con pocos platillos. Molina Enríquez también definió al chile como ingrediente fundamental, ya que desde su perspectiva el chile era necesario para digerir el maíz y el frijol. “Sin el chile, la digestión del maíz y del frijol ofrecería al organismo serias dificultades. Pero el chile es extraordinariamente irritante y provoca el uso del pulque” (1909, 199). Si bien Molina Enríquez definió el pulque como aceptable al tener un menor contenido de alcohol que la cerveza y el vino, otros estudiosos lo consideraron como un grave problema al incentivar el vicio y el desorden social (Guerrero 1996).
En la época posrevolucionaria se instauró la idea de modificar la dieta de las clases bajas mediante la educación. Rafael Ramírez, director de educación rural en los años veinte afirmó: “los niños deben aprender no solo español, sino también adquirir las costumbres y prácticas claramente superiores a las de ellos. Deben aprender que a los indios nos llaman gente de razón no solo porque hablamos español, sino también porque nos vestimos y comemos diferente” (Pilcher 1998, 77). Si bien la política de Estado que buscó modificar la dieta de las clases bajas en México era nueva, Ramírez claramente reprodujo un discurso que venía desde el porfiriato. En el México prerrevolucionario la dieta de las clases bajas era síntoma de su inferioridad; sin embargo, tras la revolución se buscó modificar la dieta para entonces mejorar la salud y el desempeño de obreros, campesinos e indígenas. La escuela y los maestros serían el elemento transformador y modernizador al inculcar nuevas prácticas alimenticias provenientes de Europa y Estados Unidos. Rebecca Earle, Jeffrey Pilcher (1998) y José Luis Juárez López (2008) han estudiado la importancia de la alimentación en el proceso colonizador y en la creación del Estado-nación. Con el fin de analizar la forma en que las jerarquías raciales se mantuvieron a pesar de que las políticas públicas buscaron negar determinismos biológicos, nos centraremos en la tensión entre los discursos de médicos y especialistas en relación con lo que el mexicano debía comer y su práctica cotidiana. A la par, el presente texto considera el papel que los medios impresos tuvieron en reforzar la imagen del indígena como símbolo del atraso y al europeo o estadounidense como ejemplo a seguir.
El mestizaje comienza por la boca
El discurso del mestizaje implicó la esperanza de modificar la situación del indígena para incorporarlo al México moderno, para lo cual transformar su alimentación resultó esencial al considerar que la desnutrición era la principal causa de enfermedad y falta de productividad (Aréchiga 2007, 77). De acuerdo con Juan Pío Martínez, la ciencia de la nutrición tuvo como objetivo el control social, es decir, “civilizar, según la perspectiva de la cultura occidental, a la mayor parte de la población mexicana” (2013, 226). El estudio de la alimentación popular, es decir, de la dieta de las clases bajas e indígenas, le permitiría al Estado implementar las políticas públicas adecuadas. El objetivo era incrementar la productividad, pues los trabajadores faltarían menos a su trabajo a causa de enfermedad y en general producirían más, lo que a largo plazo incrementaría, en teoría, su ingreso económico. El incremento salarial no se dio al depender de muchas variables además de la salud y productividad del trabajador; no obstante, lo que dicho discurso muestra es que la pobreza o debilidad física de las clases trabajadoras dejó de verse como características biológicas ante lo cual nada se podía hacer. Por el contrario, la pobreza se entendió como el resultado de una serie de costumbres y prácticas cotidianas que de ser modificadas elevarían el nivel de vida de la población.
Aunque los indígenas dejaron de ser abiertamente la raza inferior de Bulnes, médicos y científicos reprodujeron el discurso de superioridad racial europea que asumía a la dieta basada en el consumo de trigo y proteína animal (carne, leche, huevos) como la solución a todos nuestros problemas. Si comíamos como los europeos y estadounidenses seríamos como ellos, lo cual nos muestra que las ideas raciales de mestizaje en la era postrevolucionaria no fueron tan distintas al discurso de Bulnes y Guerrero. La salud y el futuro de los mexicanos radicaba en seguir el camino del mundo occidental. México debía dejar detrás el mundo indígena ya que este se veía como carente de valor y debía aspirar a adoptar el modelo occidental en su vida cotidiana y en especial en la alimentación.
Con este fin, en 1936 se crearon la Oficina General de Higiene de la Alimentación y la Comisión Nacional de Alimentación bajo la tutela del Departamento de Salubridad. El doctor José Quintín Olascoaga fungió como director de la Comisión y de la Sección de Investigación de la Alimentación Popular perteneciente a la Oficina General de Higiene de la Alimentación. Esta última llevó a cabo las primeras encuestas de alimentación en varias partes del país a partir de 1936. El objetivo fue estudiar
[…] la alimentación actual de los habitantes de diferente zonas del país, por medio de encuestas indirectas que persiguieron dos fines fundamentales: lograr adquirir los datos indispensables para tener una idea de conjunto sobre las características de la alimentación y que sirvieran de entrenamiento para este tipo de investigaciones que se realizaban por primera vez de forma tan amplia. (Olascoaga 1948, 308-309).
La investigación en torno a las prácticas alimenticias fue reorganizada y sistematizada por el Instituto Nacional de Nutriología (INN), el cual abrió sus puertas en 1943 como parte del Hospital General en la Ciudad de México. Un año después, la Fundación Rockefeller les otorgó financiamiento y asesoría para investigar los hábitos alimenticios de los mexicanos como lo muestro en Alimentando a la nación (2008). Las primeras encuestas de alimentación bajo el auspicio de la Fundación fueron dirigidas por los doctores estadounidenses William O. Robinson, Richmond E. Anderson y George C. Payne, junto con los médicos mexicanos José Calvo y Gloria Serrano. La investigación se llevó a cabo en cinco espacios, dos en la Ciudad de México y tres en el resto del país.1 En la capital, las encuestas se realizaron en barrios de clase trabajadora (Santa Julia, Santo Tomás y Nueva Santa María) y en un comedor familiar financiado por el Estado localizado en el centro de la ciudad.2 Fuera de la Ciudad de México, las encuestas se llevaron a cabo entre los grupos indígenas otomíes del Valle del Mezquital en Hidalgo y los tarascos en Capula, Pátzcuaro, en el estado de Michoacán; además de una comunidad mestiza en el ejido de Yustis, Guanajuato (Miranda1947, 13-20). Dichas encuestas buscaban medir el consumo de calorías y su origen. Nick Cullather señala la importancia que el discurso de las calorías tuvo para la élite económica y política, quienes estaban interesados en establecer científicamente la cantidad de alimento que el ser humano requería. Dicho conocimiento les permitiría crear las políticas necesarias para contener el alza de salarios y mantener una fuerza de trabajo sana y satisfecha (Cullather 2007, 8).
Merece particular atención el resultado que dicha investigación arrojó en relación con el valor de la dieta indígena. De acuerdo con el doctor Francisco de Paula Miranda, quien dirigía el INN, las encuestas de nutrición mostraron que el consumo calórico entre los indígenas otomíes era el más bajo (70% del consumo recomendado por día), mientras que el consumo calórico de las familias de clase trabajadora que solicitaban acceso al Comedor Familiar estaba ligeramente por encima del de los otomíes (75% del consumo recomendado por día).3 Miranda enfatizó que la ingesta de proteínas era muy baja en ambos grupos, particularmente entre los otomíes, quienes consumían 89% de la cantidad recomendada, de la cual solo el 4.8% era de origen animal (Miranda 1947, 20-21). De acuerdo con dicho estudio los habitantes del valle del Mezquital “comen muy pocos de los alimentos que son considerados comúnmente como importantes, dentro de un buen régimen alimenticio. El consumo que hacen de carnes, leche y lacticinios, frutas y vegetales es muy escaso. Sin embargo, por medio del consumo de tortillas, pulque y algunas plantas y raíces, obtienen una alimentación regularmente buena” (Anderson, Calvo, Serrano y Payne 1945, 45). A pesar de que los alimentos que consumían los indígenas no eran considerados como apropiados, su alimentación se definía como buena lo cual nos hace pensar en que dichos estudios no enfatizaron el contenido nutricional del maíz, frijol y pulque, y menos aún otras fuentes de proteína animal.
El consumo de proteína animal proveniente de insectos no fue considerado importante y mucho menos como una práctica a incentivar. De hecho, no es claro si se incluyó el consumo de insectos como una fuente importante en la dieta de los otomíes. Julieta Ramos Elorduy en su extensivo trabajo sobre entomofagia destaca que en el centro del país se consumen langostas, chapulines, piojos, cucarachas, gusanos, escarabajos, hormigas, abejorros, abejas, avispas y por supuesto los tradicionales escamoles, jumiles y gusanos de maguey, entre otros. Los principales consumidores de insectos en sus múltiples etapas (huevos, larvas, pupas, ninfas y adultos) son los nahuas y otomíes (Viesca y Romero 2009, 73). No obstante, Miranda y el grupo que realizó los estudios de nutrición a mediados de 1940 no vieron valor en la ingesta de proteína proveniente de insectos e identificaron la entomofagia como parte de una cultura primitiva e incivilizada. El México moderno no podía ser una nación de comedores de insectos, sino un país que consume carne roja y leche de vaca en imitación a la dieta de Europa y Estados Unidos.
De acuerdo con Miranda “en el Mezquital, el 58% de los niños de 1 a 3 años no consume proteínas de origen animal. La más grave de las deficiencias de la alimentación del pueblo de México es la de proteínas de buena calidad, más deficiencias de vitamina B2 o riboflavina, esta vitamina solo abunda en la leche y en los huevos, alimentos que solo consumen las personas de nivel económico superior a la media” (Miranda 1947, 21) Sin embargo, las deficiencias alimenticias de los niños viviendo en zonas urbanas depauperadas era mayor que la de los niños indígenas del valle del Mezquital. Aún considerando el bajo consumo de calorías, leche, carne y huevos entre los otomíes, los investigadores concluyeron que “a pesar de la pobreza y la falta de incentivo, los habitantes de esta región han desarrollado a través de varios siglos hábitos de alimentación y un sistema de vida bien adaptados. Intentos para cambiárselos serían una equivocación, mientras su condición económica y social no mejore y algo realmente bueno pueda sustituirlos (Anderson, Calvo, Serrano y Payne 1945, 46).
Si bien médicos y nutriólogos encontraron un equilibrio dentro de la dieta y prácticas alimenticias de algunos grupos indígenas como los otomíes, no dejaron de generar políticas para modificarlas y jamás consideraron tomar algunas de sus prácticas como modelos a seguir. Las posturas de médicos variaron desde aquellos que como Anderson, Calvo, Serrano y Payne concluyeron que a pesar de todo la dieta de los otomíes no era tan mala, hasta Miranda, quien insistió en la necesidad de modificar la dieta de los campesinos e indígenas. De acuerdo con Miranda el principal problema del indígena era su pobre alimentación. De esta forma reproduce el discurso negativo en torno al indígena y presenta el cambio alimenticio como la solución a dicho problema.
El sujeto mal alimentado es perezoso, flojo, incapaz de trabajo intenso y sostenido, apático, sin ambiciones, indiferente a lo que le rodea, lleno de limitaciones físicas y mentales, con un horizonte estrecho, fácilmente sugestionable, y es víctima en las luchas por la existencia, en la paz y en la guerra. Es además un ser débil, fácilmente presa de los efectos del mal. (Miranda 1947, 30).
Si bien la posición de Miranda se aleja de la de Bulnes y aquellos que pensaban que el indígena era inferior por naturaleza, continúa reproduciendo la idea de que la cultura indígena debía de ser modificada. Miranda vinculó nutrición y salud con moral al enfatizar que la mala alimentación genera seres humanos débiles que son presas fáciles del mal. Dicha postura fue adoptada por médicos, maestros, y agentes del gobierno miembros de la clase media que consideraron que las prácticas cotidianas de las clases bajas se debían modificar. La clase media urbana se colocó como el ejemplo a seguir. De este modo, las clases bajas debían incrementar su consumo de leche de vaca y carne de res ya que los insectos, el pulque y hasta el maíz eran vistos de manera negativa (Pío Martínez 2013, 227). Según Alfredo Ramos Espinosa, otro de los más importantes ideólogos de la nutrición al servicio del Estado, la realidad histórica “nos muestra cómo los pueblos mejor alimentados, los que disponen de una alimentación variada, equilibrada y completa son los eternos dominadores y conquistadores de los que viven tristemente comiendo maíz y algunas hierbas” (Ramos 1939, 33 y 129). Para Ramos Espinosa la superioridad física, intelectual y tecnológica provenía de la dieta. Aunque los estudios realizados por el INN en la década de los cuarenta mostraron el valor nutricional del maíz, particularmente al ser nixtamalizado y consumirse junto con frijol, se siguió considerando como un alimento inferior (Pío Martínez 2013, 240). Tampoco se vio como fuente importante de proteínas la carne del zorrillo, armadillo, tlacuache, comadreja, serpiente o ardilla, además de liebre, conejo, codorniz y venado. La carne de res continuó siendo el alimento de prestigio, aunque inalcanzable para los pobres, por lo que se promovió la adopción de leche de vaca como alimento sustituto.
Incrementar el consumo de leche en el país fue complicado pues no había suficiente producción y tampoco los mexicanos estaban acostumbrados a tomarla (Aguilar 2011). Para solucionar dicho problema se comenzó a importar leche en polvo desde Estados Unidos y se instauraron plantas de rehidratamiento en México. El 14 de marzo de 1945, Nestlé inauguró una planta en Lagos de Moreno, Jalisco, para producir leche evaporada y condensada. Un año después, el 4 de noviembre de 1946, un consorcio mexicano estableció Lechería Nacional S.A. para producir la leche Sello azul, leche en polvo importada de Estados Unidos rehidratada y mezclada con aceite de coco o de algodón.4 En su publicidad, leche Sello azul identificaba el consumo de leche con una familia de clase media que parecía salida de una revista estadounidense. En ella observamos a un hombre vestido de traje y corbata, presentándolo como un miembro de la clase media. La esposa, quien es la encargada de traer a la mesa la leche Sello azul, tiene rasgos europeos al igual que la niña sentada a la mesa.
Si bien la imagen está en blanco y negro, podemos observar que esta es una familia blanca y de clase media. Sus rasgos físicos, su vestimenta y su comedor en nada se asemejan a los de las clases bajas y aún menos a los de los campesinos. La publicidad proclama que esta leche reconstituida contiene todo el valor nutricional de la leche entera. Se enfatiza que la crema no ha sido separada, sino integrada en cada gota. Como sabemos, dicha crema no era proveniente de la leche de vaca, sino que era aceite de coco o de algodón cosa que jamás se menciona en este anuncio. Además, al ser producida por una empresa llamada Lechería Nacional, da la impresión de que era leche mexicana y no leche descremada en polvo proveniente de Estados Unidos.
Aunado a la publicidad y a empresas como Lechería Nacional que buscaban llegar a las clases medias y medias bajas. El consumo de leche se trató de incrementar entre las clases trabajadoras y campesinas a través del programa de desayunos escolares creado desde 1929; sin embargo, muchos niños no toleraban la leche, les caía mal al estomago, no les gustaba fría y terminaban por no ingerirla. Esperanza Martínez quien trabajó como maestra en la década de los años 50 del siglo XX en Chimalcoyoc y Copilco, al sur de la Ciudad de México recuerda:
Me tocó repartir los desayunos escolares cuando yo ya daba clases y la gente no toleraba la leche en polvo, de esa leche que dan en los desayunos. Mucha gente volvía el estómago, le daba diarrea o le dolía el estómago. Muchos niños no se tomaban la leche, la tiraban, se ponían a jugar con la comida y si se la daba uno a fuerza el niño volvía el estómago. Eran desayunos muy buenos, muy nutritivos, hasta a nosotros maestros nos tocaban los desayunos, esto fue como en los cincuenta. Traía un emparedado rico de dulce, mermelada y a veces de embutido, jamón, mortadela. Ese sí se lo comían. Daban una galletita, una manzana o plátano, un huevo cocido. Todo esto por 20 centavos, también una palanqueta de cacahuate. Todo se lo comían salvo la leche que costaba mucho trabajo para que la gente la digiriera, era leche de vaca pura, pero no estaban acostumbrados a tomarla y menos fría.5
Claramente muchos de los alumnos en zonas rurales eran alérgicos a la lactosa. De acuerdo con Melanie DuPuis (2002), dos terceras partes de la población mundial no pueden digerir la lactosa después de los seis años. En América, la falta de ganado vacuno o caprino hizo que los grupos indígenas no desarrollaran tolerancia a la lactosa, razón por la cual el consumo de leche es bajo particularmente en comunidades de origen indígena. No obstante, no fue sino hasta 1974 que el doctor Rubén Lisker y sus colaboradores en el INN comenzaron a estudiar la intolerancia a la lactosa en el centro del país. En 1978, las antropólogas Magali Daltabuit y María Elena Sáenz realizaron un estudio en el valle del Mezquital donde el consumo de leche era aún muy bajo y argumentaron que esto se debía a la intolerancia a la lactosa, pero también a prácticas culturales, pues los pobladores preferían tomar pulque. Dicho estudio también muestra que el consumo de insectos, particularmente de gusanos de maguey y larvas de hormiga, se había reducido por lo que “se han perdido hábitos alimenticios que quizá fueron básicos en el pasado para la población del valle” (Daltabuit y Sáenz 1978, 278).
Si bien es claro que la pobreza en la que viven las comunidades indígenas jugó un papel fundamental en lo limitado de su dieta y en los niveles de desnutrición, el tratar de modificarla mediante la introducción de leche de vaca resultó contraproducente. Desde la década de los cuarenta hasta los años setenta el rechazo a la leche se vio como muestra del atraso y la reticencia de los campesinos y grupos indígenas. A la par, sus prácticas alimenticias como el consumo de insectos y otros animales, así como de pulque, se consideró como inapropiada y hasta incivilizada, se transformó en algo negativo que identificaba al comensal como un ser bárbaro e inferior. En un estudio realizado a inicios del siglo XXI se da cuenta de que los adultos que viven en el valle del Mezquital afirman que los insectos son muy ricos pero “los jóvenes ya no quieren, les da asco, prefieren pollo” (Moreno, Garret y Fierro 2006). De esta forma, a mediados del siglo veinte se incrementó la percepción negativa del consumo de insectos y otros animales que fueron importante fuente de proteínas. Al mismo tiempo se incrementó el consumo de azúcares y alimentos procesados. En 1954, el Dr. Pedro López Mac Gregor, especialista en nutriología argumentaba:
Desafortunadamente nuestro pueblo no sabe alimentarse. Aferrado a una tradición, que le representa como producto de la cultura del maíz, no sabe sustituir este grano cuando escasea por otros productos como el garbanzo. Algo parecido ocurre con el azúcar. Según las estadísticas más recientes, el consumo nacional de azúcar dista aún mucho de ser el que señalan las reglas de higiene como indispensable para el desarrollo de una vida sana. Fuera del DF y de algunas ciudades, ingieren muy poca azúcar, apenas 5 kg al año por habitante en Oaxaca y Guerrero. El azúcar está considerada como el complemento alimenticio número uno debido a su enorme poder energético. Bastan unos cuantos gramos diarios, para que el organismo disponga de las energías suficientes para enfrentarse al trabajo con entusiasmo y vigor. Energético vigoroso e inofensivo. No debe sustituir a otros alimentos, sino complementarlos. Consumiendo postres ricos en azúcar. (López 1954, 32).
El Dr. López Mac Gregor presenta al maíz como símbolo del pasado y el atraso, mientras que el consumo de azúcar se une al de la leche para proveer al mexicano de calorías suficientes para convertirse en un trabajador productivo. Los postres fueron la manera ideal de incrementar el consumo de azúcar y leche lo cual queda claro en los platillos que incluía el curso de cocina impartido en 1948 en el Departamento de Nutriología del INN. A cargo del curso se encontraban la doctora Juana Navarro García y el doctor José Quintín Olascoaga. La doctora Navarro se había especializado en dietología y en dietética en el Instituto Nacional de Nutrición de Buenos Aires. Ella era la encargada de la enseñanza de la técnica dietética y del arte culinario en los cursos del INN. El curso a ofrecerse en 1948 estaba abierto a las madres de familia y las jóvenes interesados en aprender los aspectos fundamentales de la alimentación normal. El curso duraba 35 días con un total de 70 horas de clase distribuidas en tres meses. Se daba durante la mañana, por lo que solo podían acudir amas de casa o jóvenes que no estudiaran ni trabajaran. 25 de estos días se dedicaron a dar prácticas sobre las propiedades físicas y composición química de los alimentos, 5 días se centraron en la confección y realización de menús familiares y 5 días para temas de alimentación infantil. La distribución de los días fue la siguiente: “5 días se harán preparaciones a base de leche, 5 de carne, 2 de pescado. 3 de huevo, 5 de verduras y leguminosas, 5 de cereales, harinas y pastas” (Navarro y Olascoaga 1948, 117). Dentro de los platillos de leche a preparar se encontraban: leche endulzada con azúcar y caramelo, dulce de leche, flan, crema inglesa, leche con café y con chocolate, dulce de yema, dulce de miel, clara de huevo y azúcar, merengue, leche con azúcar, arroz, con avena o maíz, leche con harinas (maicena), arroz, y harinas tostadas, atole de leche, de fresa, de piña, de coco, crema pastelera y budines. La leche y el azúcar se presentaron como ingredientes fundamentales no solo de postres, sino también del desayuno y la merienda.
El alimento energético por excelencia
El discurso que presentó al azúcar como una de las mejores fuentes de energía y salud fue reproducido por los medios impresos, en particular por el Almanaque dulce editado por la Unión Nacional de Productores de Azúcar. El primer número apareció en 1934 y su principal fin fue incentivar el consumo de azúcar en el país (Juárez 2008, 129). De acuerdo con el Almanaque “el azúcar no es una golosina sino una sustancia indispensable, un alimento preponderantemente energético, que proporciona cuatro calorías por cada gramo que se ingiere” (Almanaque dulce 1959, 6). Dicha publicación no solo incluyó recetas preparadas a base de azúcar sino también textos breves en los que se invitaba a los mexicanos a modificar su dieta. En 1955, el doctor Hernández Lira, director de Educación Higiénica de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, afirmó en dicha publicación que había que tomar leche de vaca diariamente y comer pan integral. Asimismo, se recomendaba sentarse correctamente a la mesa para consumir los alimentos. De esta forma se enfatizó la superioridad de la leche de vaca y se identificaron las prácticas de la clase media como el ideal a seguir. Comer como la gente decente, alimentarse y reproducir las prácticas culturales de la clase media, era lo que promovían médicos y expertos a través de revistas y otros medios impresos. En el Almanaque dulce se incluían anuncios de bienes de consumo identificados con las clases medias como máquinas de coser, aparatos electrodomésticos y productos de belleza, pero también refrescos e ingredientes para hacer pasteles como el polvo de hornear Royal del que a continuación presentamos una publicidad.
En el anuncio vemos a Pepe, quien le reclama a su mamá su inhabilidad para hacer pasteles, pues le quedan más como tortillas. Tanto la palabra tortilla como bizcocho están subrayadas y se presentan como opuestos. La tortilla de maíz apuntando a la dieta de origen indígena y el bizcocho de trigo símbolo de la dieta europea. La madre de Pepe solo está familiarizada con las tortillas, por lo que su pastel no esponja. Gracias a la ayuda del polvo de hornear, la madre logra preparar un pastel como el que Pepe estaba esperando. En términos raciales, los rasgos físicos de Pepe y su mamá distan de ser de carácter indígena y se identifican más con el México urbano y de clase media, pues el hornear un pastel implicaba contar con un horno cosa que era poco común en el campo y en los hogares de clase trabajadora. En el Almanaque dulce también podemos encontrar publicidad de refrescos como Peñafiel, Pepsi Cola y Coca Cola. En 1963, Coca Cola se anunciaba como una bebida que era un “regalo para el paladar, complemento para una buena alimentación, riqueza para la salud.” A pesar de ser una empresa estadounidense se presentaba como un producto nacional al utilizar azúcar mexicana por lo que al consumir dicho producto los mexicanos estaban contribuyendo al progreso del país. De esta forma, la industria refresquera definió su producto como fuente de salud y su consumo como una herramienta para apoyar el desarrollo del país (Almanaque dulce 1963, 13).
El Almanaque dulce, al igual que las políticas públicas y el discurso de médicos y dietistas enfatizó el consumo de leche y de azúcar. Cambiar la dieta del mexicano era esencial para modernizar al país. El objetivo era adoptar la dieta de Europa y Estados Unidos. Los alimentos se promocionaron al asociarse con la clase media pero también con Estados Unidos. Si bien la mayoría de los anuncios publicitarios de mediados del siglo XX eran dibujos en blanco y negro donde no es tan evidente el fenotipo racial, claramente eran mujeres, niños y hombres de piel clara y rasgos europeos. En algunos casos, como en la portada del Almanaque de 1952, los niños que aparecen son rubios por lo que en nada se parecen a la mayoría de los mexicanos. Si bien la niña que se muestra en la portada de 1955 no es rubia, tampoco tiene rasgos indígenas. De esta forma la cultura indígena desapareció y se limitó al pasado glorioso que había sido destruido por la conquista. En el siglo XX, México debía olvidar las prácticas alimenticias que lo vinculaban al campo y a la cultura indígena, para seguir el camino del consumo y de la dieta estadounidense. El campesino y obrero lograrían ser clase media al cambiar sus hábitos de consumo, se podrían blanquear al tomar leche y comer azúcar, aún cuando carecieran de dinero.
Conclusiones
La construcción del Estado-nación en particular a partir de los años veinte se centró en el proceso de mestizaje, la aculturación de indígenas y campesinos para generar una nación más homogénea. La alimentación, la nutrición y la higiene se presentaron como elementos esenciales para mejorar la salud y la productividad del mexicano, pero también en una forma de transformar las prácticas culturales que se consideraban como inferiores. Dicho proceso de occidentalización no permitía concesiones. Los indígenas debían dejar de ser lo que eran ya que su cultura y prácticas culinarias carecían de valor. Las políticas de salud y los discursos sobre nutrición incentivaron el consumo de leche y azúcar lo cual nos muestra la continuidad de las ideas raciales que venían desde el porfiriato. El consumo de insectos y otros animales y plantas silvestres jamás se consideró como una alternativa viable particularmente en las comunidades en las que la entomofagia ya estaba arraigada. Por el contrario, se trató de incluir el consumo de leche en poblaciones con intolerancia a la lactosa y se vio dicho rechazo como falta de interés en formar parte del progreso de México.
La transformación de la dieta buscó incorporar a los campesinos e indígenas al mercado nacional y por ende salir del autoconsumo. La asunción de que al incorporar ciertos alimentos de la dieta occidental se mejoraría la salud y la productividad lo cual conllevaría al incremento salarial jamás sucedió. El gobierno mexicano hasta la década de los años setenta apostó por crear un estado de bienestar social que proporcionaría salud, educación, programas de nutrición, y generaría la infraestructura que atraería inversión nacional e internacional con la promesa de salarios bajos y un control de los sindicatos a través del corporativismo priísta. Si bien el estado de bienestar favoreció a una parte de los mexicanos, sobre todo a los que vivían en zonas urbanas, para la mayoría las condiciones materiales y sociales no cambiaron.
La dieta de los mexicanos sí se modificó, pero más como resultado del incremento en la disponibilidad de comida procesada y chatarra, además de la depauperización del campesinado. Los indígenas y campesinos migraron a las ciudades o a Estados Unidos y muchos dejaron de vivir del autoconsumo. La introducción de comida chatarra comenzó por los refrescos como lo vemos ya en la década de los años cincuenta del siglo XX, para continuar con productos azucarados y hechos con harinas refinadas que nada aportaban a la nutrición del mexicano. El incremento en el consumo de azúcar y harina de trigo se consideró como positivo a pesar de que ya se veían sus efectos negativos. En 1944, los médicos que realizaron el estudio en el valle del Mezquital se quedaron sorprendidos por la ausencia de caries dental entre la población, y porque aún los adultos mayores contaban con su dentadura completa. Mientras tanto en zonas urbanas depauperadas la caries dental era sumamente común entre los niños al igual que la pérdida de piezas dentales entre los adultos. La clave era la ausencia de azúcar en la dieta de los otomíes del valle del Mezquital, mientras que en la ciudad el hambre se acallaba con dulces y golosinas.
En la actualidad, muchas comunidades rurales e indígenas han modificado su dieta imitando los hábitos de consumo de Estados Unidos, en ocasiones como efecto de la migración y en otras de la publicidad y falta de recursos. Desde finales del siglo XX el consumo de comida procesada se disparó, lo cual llevó a nuestro país a ocupar el segundo lugar a nivel mundial en obesidad de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Las papitas fritas y otras frituras pasaron a remplazar a los chapulines y los refrescos al pulque, conllevando graves problemas de salud como diabetes y enfermedades del corazón. El resultado ha sido el opuesto a mejorar la salud. México se encuentra en el cuarto lugar a nivel mundial en consumo de comida chatarra (212 kilogramos por año) y la mayoría de dichos alimentos son producidos por empresas multinacionales, sobre todo estadounidenses (Olvera 2017). La desnutrición continúa siendo un problema entre las comunidades indígenas como lo señala la UNICEF.
La dieta del mexicano se occidentalizó, dejó detrás el consumo de insectos, animales y plantas silvestres para dar paso a la comida procesada alta en grasas y calorías sin valor nutricional. La búsqueda por crear la raza cósmica, un país compuesto por mestizos sanos y trabajadores fracasó para dar paso a un país con serios problemas de salud. Sin embargo, aún hoy la comida procesada, chatarra y rápida se nos vende como una rebanada del mundo occidental, del American way of life (estilo de vida estadounidense). Pretende hacernos parte de un mundo al que no pertenecemos, vendiendo una ficción de satisfacción y superioridad que trae consigo adicción y enfermedad. Si bien no todo está perdido pues en años recientes ha habido una revalorización de la comida tradicional y las contribuciones del campo y el mundo indígena, dicha posición sigue siendo marginal si se miran las políticas públicas y de nutrición al igual que los medios masivos de comunicación. Cómo contar con una alimentación sana y sostenible al igual que repensar nuestros prejuicios raciales y de clase son cuestiones que requieren de nuestra atención urgente para de verdad mejorar la calidad de vida del mexicano.