“Ya hemos visto hombres que han hecho quince viajes y aun dieciocho a las Indias; de
otros hemos oído que pasan de veinte veces las que han ido y vuelto, pasando ese
mar Océano, en el cual cierto no hallan rastro de lo que han caminado por él, ni topan
caminantes a quien preguntar el camino. Porque como dice el Sabio, la nao corta el
agua y sus ondas, sin dejar rastro por donde pasa ni hacer senda en las ondas. Mas
con la fuerza de la piedra imán se abre camino descubierto por todo el grande Océano
por haberle el Altísimo Creador comunicado tal virtud, que de sólo tocarla el hierro
queda con la mira y movimiento al norte, sin desfallecer en parte alguna del mundo.
Disputen otros e inquieran las causas de esta maravilla, y afirmen cuanto quisieren no
sé qué simpatía; a mí más gusto me da mirando estas grandezas, alabar aquel poder y
providencia del sumo Hacedor y gozarme de considerar sus obras maravillosas”
Introducción
Francisco Xavier Clavijero utilizó en la escritura de su Historia de la Antigua o Baja California (1789) un extenso archivo documental integrado por cartas, cédulas reales y relaciones, entre otros manuscritos. De igual forma, incluyó información proveniente de los misioneros más experimentados en los asentamientos de California; como la que le brindó Miguel del Barco (1706-1790) muy probablemente durante largas conversaciones que mantuvieron en el exilio en Bolonia. La mezcla de fuentes escritas y orales dio como resultado un manuscrito sobre la historia local de California con un fuerte componente experiencial (Clavijero y Portilla 2007, XXIII-XXXI).
El libro nos enseña, entre muchas cosas, la forma en que la Compañía de Jesús desplegó sus destrezas políticas y saberes misionales para garantizar la viabilidad de las misiones en California, a lo largo de los setenta años de su existencia en esa región de la Nueva España.1 De manera particular, nos habla de cómo esta experiencia se puso a prueba en las décadas de los treinta y cuarenta del siglo XVIII, cuando se vivieron acontecimientos dramáticos que estuvieron cerca de poner fin al proyecto en la región. Esto último lo trató Clavijero en los capítulos Tercero y Cuarto con gran prolijidad de datos y pasajes (Clavijero y Portilla 2007, 135-192, 193-247). En la construcción histórica que emprende, nos relata cómo los jesuitas desplegaron una diversidad de acciones para conquistar nuevos territorios de misión que fueran más seguros y mejor dotados de recursos naturales.2 Explica que la estrategia consistió en actuar por dos flancos: por mar hacia el río Colorado, a través de la costa oriental de California, y por la contracosta, hacia Sonora y la Pimería Alta (tierra). Al observar el mapa imaginario de Clavijero, podemos visualizar una especie de tijera que, al cerrarse en el río Gila (Venegas 1757, 5), permitiría cubrir dos objetivos: mejorar la comunicación y abastecimientos de las misiones californianas por tierra, así como terminar con las poblaciones más rebeldes que rechazaban la intromisión de los jesuitas y de los extranjeros.
En estos mismos capítulos, Clavijero relata cómo los levantamientos de los pericúes en las tierras más australes de California se registraron a partir de 1733, marcando un antes y un después en las misiones de California. El momento más álgido sucedió en 1734, año en que dieron muerte a Lorenzo Carranco, de la misión de Santiago de los Coras, y a Nicolás Tamaral, de la misión de San José de los Cabos. Los pericúes, como los demás pobladores originarios de California, se resistieron a ser reducidos por los misioneros y otros extranjeros (soldados y pescadores de perlas) que ejercían una violencia extrema en contra de ellos. Estos acontecimientos convulsos y ríspidos de los que habla Clavijero sobre California dan pie a varias preguntas: ¿cómo eran seleccionados los jóvenes que iban a viajar a California?, ¿qué tipo de habilidades prácticas y saberes debían poseer para encabezar dichos trabajos?, ¿qué implicaba la conquista de nuevos territorios de misión?
El septentrión novohispano impuso una itinerancia3 muy distinta a la que planeó Francisco Javier para Asia. En aquellas tierras tan lejanas de Europa y América se dispuso como objetivo catequizar y formar instituciones católicas que, más adelante, fueran administradas por un “clero local” (Del Valle 2013, 6). Una vez cumplido el objetivo, el misionero debía emprender de nueva cuenta su recorrido. Para el siglo XVIII, esta estrategia era impensable en América debido a las tensiones en la formación de un clero novohispano y, en general, americano. Además, la itinerancia en California y en todo el septentrión marcó condiciones particulares que, hasta cierto punto, pueden considerarse únicas con respecto a otras experiencias misionales en la Nueva España y en América en general.
Bajo esta realidad debemos revisar una tensión que, en mi opinión, se erige cuando intentamos vincular los procesos de selección que usaban los padres provinciales para designar a los nuevos misioneros utilizando como documento central las cartas indipetae por un lado, y las exigencias cuasiprofesionales que estos últimos utilizaban durante la itinerancia, por el otro. Son dos vivencias esenciales (la religiosa y la cuasiprofesional) que marcan el transcurrir de los misioneros, pero que suelen aparecer desligadas en las narrativas de los archivos jesuitas, contribuyendo, en cierta forma, a la existencia de un currículum oculto por exclusión.
Los misioneros que viajaron al septentrión novohispano nos legaron una extraordinaria producción de manuscritos e impresos dedicados a la historia natural, la medicina y la cartografía que nos obligan a profundizar en las formas en que se articularon y se adaptaron su formación y los saberes misionales en la resolución de necesidades prácticas concretas. Quizá la tensión entre formación y saberes misionales no podía ser de otra manera. Ya desde la exclusión de la historia natural y la medicina en la Ratio Studiorum (1599) es indicativo de la jerarquización que privará en la formación de los jóvenes escolapios. Por el contrario, las matemáticas jugaron un papel importante en dicha formación.4 Aun así, podemos afirmar que la historia natural y la medicina en el ámbito jesuita lograron formar una tradición propia, ampliamente desarrollada en las misiones. Ciertamente, tanto la historia natural como la medicina sufrieron cambios; como bien lo señala Antonella Romano, la historia natural se bifurcó en dos caminos claramente discernibles: el de las ciencias de la naturaleza y el de las ciencias del hombre. Pero no deja de ser digno de subrayar que las historias naturales fueran uno de los primeros resultados intelectuales de las misiones, a pesar de que los jóvenes nunca recibieron una formación sistemática en este campo de saber (Romano 2019, 138; Justo 2019, 160).
Las cartas indipetae
En las últimas décadas, la historiografía jesuita ha profundizado en el estudio de las cartas indipetae relevando el universo subjetivo de los jóvenes candidatos.5 En las cartas indipetae sobresale la retórica espiritual basada en los valores de indiferencia y martirio que debían poseer los jóvenes (estudiantes y hasta novicios) que deseaban emprender el viaje misional,6 por ello, los candidatos debían mostrar al momento de redactar su petición “vocación religiosa y apostólica” (Maldavsky 2012, 155). Estos extraordinarios documentos han llamado poderosamente la atención de los investigadores que en años recientes, por ser una excelente vía para profundizar en la formación espiritual de los jóvenes misioneros (Colombo y Massimi 2014, 71). Este género puede considerarse como “una carta de motivación, una prueba jurídica, pero también, un instrumento administrativo” (Valdavsky 2014, 80). Las cartas aparecen como parte de un proceso institucional que se mantuvo desde el generalato, aunque su redacción no fue obligatoria para todos los jesuitas que misionaron, ni tampoco todas tuvieron respuestas inmediatas.
A través de estas cartas es posible construir los imaginarios que prevalecían sobre las misiones que se encontraban fuera de Europa, la escasa información que los candidatos tenían sobre los lugares a los que serían enviados. En el imaginario de estos jóvenes, las misiones en China ocupaban un primerísimo lugar sobre cualquier otra parte del mundo; ese país se convirtió en el lugar en donde los jóvenes podrían cumplir con la “mayor gloria de Dyos y ayuda de aquellas almas” (Kino 1961, 191). Lamentablemente para ellos, la lista de rechazados a ese destino fue mucho más larga que la de los que emprendieron el viaje. Entre los jesuitas a quienes se les negó el privilegio de viajar a ese destino se encuentran Athanasius Kircher (1602-1680) y el propio Eusebio Kino (1645-1711), quien al final fue aceptado como misionero en la Nueva España y hoy en día es reconocido por sus contribuciones cartográficas del septentrión novohispano.
Los análisis de las cartas indipetae muestran además que no todos podían ser misioneros, los candidatos teóricamente debían ser “fuertes, sanos y, ante todo jóvenes” (Zavadil 2016, 84); tenían que manifestar una convicción férrea. Convicción que demostraban en el ir y venir de peticiones que, con la misma frecuencia, eran rechazadas por los padres provinciales. Solo unos cuantos lograban la autorización para misionar en tierras lejanas. Por ejemplo, el siciliano Xavier Francisco Saeta (1664-1695) solicitó por primera vez, en 1682, convertirse en misionero; sin embargo, su petición fue aceptada hasta 1694, cuando tenía treinta años de edad. Fue hasta ese momento que finalmente se le autorizó viajar a la Nueva España (Kino 1961, 11-13). Aquí, claramente la perseverancia de Saeta estuvo a su favor.
Sobre el aprendizaje de otras lenguas y otros saberes misionales
Sobre el aprendizaje de otras lenguas existe una extensa historiografía. Sabemos que era una condición sine qua non para los misioneros que deseaban viajar a las américas. Así lo establecía José de Acosta en su De Procuranda Indorum Salute para las misiones en el Virreinato de Perú (Salamanca, 1588-1589); esta es una obra compleja, escrita en un contexto de crispación política que exigía una valoración de las misiones en el virreinato de Perú (Wilde 2017, 147-175, Acosta y Del Pino-Díaz 2008, XXIV-XXV). Los especialistas, como Fermín del Pino-Díaz, señalan que este tratado, junto con su Historia natural y moral de las Indias (Sevilla, 1590), pueden considerarse las obras más importantes de Acosta (Acosta y Del Pino 2008, XXIV). Pero aquí lo que nos interesa subrayar es que Acosta a lo largo de su tratado fue enfático al señalar que los misioneros estaban obligados a dominar las lenguas de las poblaciones locales, ya que, de su conocimiento dependía el cumplimiento del apostolado. Era un tema central y al mismo tiempo, uno de los mayores retos que tendrían que afrontar los misioneros en los territorios de misión.
Por ello se reconoce que los jesuitas, junto con las otras órdenes mendicantes, desarrollaron métodos de aprendizaje lingüístico y cultural en el ámbito indígena como ninguna otra institución secular, sobre todo durante los primeros siglos de expansión imperial (Rubiés 2017, 273). Sin lugar a dudas, fue fray Bernardino de Sahagún y su obra monumental Historia general de las cosas de la Nueva España un caso paradigmático en esta materia. Los trabajos extraordinarios que realizaron los franciscanos durante el siglo XVI, en cierta forma, fueron continuados por los jesuitas durante el siglo XVIII en la Nueva España, sin embargo, cada una de las órdenes mendicantes se adscribió a sus propias tradiciones intelectuales y religiosas al momento de escribir sobre las culturas indígenas, y los jesuitas no fueron la excepción. Para Joan-Pau Rubiés la Sociedad tuvo “a menudo la capacitación y motivación cuasiprofesional para aprender sobre las culturas locales y escribir sobre ellas” en diversas partes del mundo (Rubiés 2017, 273).
La demostración de los candidatos sobre el dominio de otras lenguas siempre podía jugar a su favor durante los procesos de selección. En la carta indipetae de Saeta escrita durante 1687, expresaba su deseo de ser enviado como misionero a la Nueva España. Y sin desperdiciar espacio en el papel, le hace saber al padre provincial que él había aprendido castellano de forma autodidacta: “suerte que hallará, en este escrito, alguna falta, habiendo yo aprendido de lengua castellana, poco antes sin maestro, y por la misma intención” (Kino 1961, 188-189). De igual forma aprovecha para señalar que sabía de muy buena fuente, que muchos candidatos que solicitaban misionar en América no dominaban el castellano (Kino 1961, 191).7 Esto último lo podemos interpretar como una forma explícita de autopromoción en la que se muestra como el mejor candidato.
En otro artículo hice una revisión de las fuertes negociaciones que emprendieron los jesuitas, para que se autorizara la entrada de misioneros extranjeros a tierras americanas (Morales 2019, 1-22). El argumento que extendió el padre Sebastián Izquierdo a finales del siglo XVII, se sustentó en las distintas formaciones religiosas que existían entre los candidatos nacionales y extranjeros. Desde su opinión, los jóvenes españoles no tenían los estudios concluidos, ni habían tomado los cuatro votos al momento de ser enviados a las misiones, lo cual era muy distinto para los misioneros extranjeros, quienes generalmente cuando viajaban a América tenían todos sus votos. Sumado a esto, los extranjeros presentaban una inclinación mayor al aprendizaje de otras lenguas e inferimos que tenían el dominio de otros saberes misionales que el padre Izquierdo nunca llega a explicitar en sus argumentos; por tanto, para él los misioneros que llegaban a América eran demasiado jóvenes para afrontar los retos que exigía el apostolado en este continente (Morales 2019, 1-22).
Sin embargo, sabemos bien que las misiones a nivel local daban cuenta de otras realidades. Las opiniones de Izquierdo no fueron necesariamente compartidas por otros compañeros de la Sociedad. Por ejemplo, en el virreinato de Perú, los padres se quejaban de que los misioneros extranjeros no siempre cumplían con las expectativas de los padres provinciales, ya que estos se mostraban poco comprometidos con el aprendizaje de las lenguas indígenas (Maldasvky 2014, 84).
Es claro que el aprendizaje de otras lenguas in situ, exigía un proceso de inmersión cultural complejo. Esto llevó a que en ocasiones el aprendizaje de las lenguas locales no siempre fuera exitoso, como suele afirmarse en la historiografía jesuita. Al emprender acercamientos microhistóricos emergen los límites y alcances de dicho mandato. En algunos casos los conocimientos de otras lenguas se mantuvieron en un nivel superficial o se limitaron a la esfera de lo práctico. Pero este problema que no puede achacarse únicamente a la incapacidad individual de los misioneros, sino a las dificultades que imponía la diversidad lingüística de los lugares en los que llegaron a establecerse, lo que hacía mucho más difícil los procesos de adquisición de una o varias lenguas autóctonas.8 Asimismo, debemos poner atención en el tipo de vínculos que llegaban a construir los misioneros con las poblaciones locales, los cual era, indiscutiblemente, una condición determinante para aprender sobre las lenguas locales. Por tanto, la cantidad de idiomas que solían existir en estas regiones, los constantes cambios entre una misión y otra; o bien, los desplazamientos que existían entre la misión y los pueblos de visita, dificultaban la inmersión lingüística a los misioneros. Es innegable que los desplazamientos contantes en los territorios de misión exigían una inversión de enormes cantidades de tiempo y energía, lo que iba en detrimento de las horas de estudio de las lenguas (Hausberger 1997, 73, 81).
Lo que me interesa subrayar, es que a medida que los jesuitas ganaban terreno en la Nueva España requirieron misioneros con cualidades específicas que, a veces, no reconocemos con toda claridad en las cartas indipetae. La experiencia demostraba que aquello que sucedía en el virreinato de Perú, no necesariamente era una situación apremiante para el septentrión novohispano y viceversa. Por tanto, había que adecuarse a cada circunstancia. Cabe preguntarnos si esto mantiene alguna relación con los misioneros centroeuropeos.
Para el caso de la Nueva España, ciertamente eran insuficientes los misioneros de origen español o americano. En las últimas décadas del siglo XVII comenzó a crecer el número las misiones en el septentrión novohispano, lo que obligó a incorporar a misioneros de otras latitudes. Llegaron a la Nueva España checos, belgas, italianos y alemanes. Lo cierto es que la llegada de los misioneros centroeuropeos a la Nueva España en cierta forma nos refiere a cambios y reacomodos geopolíticos del proyecto misional. Hasta antes de su expulsión se habían fundado 133 misiones en el septentrión novohispano, aunque muchas de ellas fueron de poca duración (Křížová 2016, 21). Sin embargo, los checos jugaron un papel destacado en su avance por las tierras del norte. Entre 1678 y 1755 arribaron 35 misioneros de la provincia checa a la Nueva España (Kašpar 1991, 32).
Lucke Clossey reconoce que en la Alta Provincia Alemana los padres procuradores a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, además de echar mano de las estrategias tradicionales en el convencimiento de los jóvenes para que abrazaran la causa misional (por ejemplo, se utilizaba como una herramienta de convencimiento el diario de Matteo Ricci en China); comenzaron a redactar textos en los que se hacía explícita la importancia de que los misioneros que serían enviados a China, mostraran sus competencias en teología, filosofía, matemáticas y astronomía (Clossey 2008, 116). Sin embargo, esto que Clossey encontró para la Alta Provincia Alemana, no se hizo explícito para el caso americano. En los archivos jesuitas para América encontramos documentación abundante en la que se enfatiza la capacidad que debían mostrar los candidatos para aprender las lenguas indígenas y, por supuesto, el dominio del castellano. Tan es así que Saeta, como muchos otros candidatos, sabía que el dominio del castellano podía jugar a su favor en el proceso de selección (Kino 1961, 190-192). Los candidatos para misionar en América debían mostrar una inclinación al aprendizaje de lenguas indígenas, además de una capacidad para desenvolverse entre ellos. Sin embargo, no se les exigía ningún tipo de señalamiento sobre sus cualidades intelectuales, prácticas o científicas (Justo 2011, 159).
Esto de alguna forma influyó para que la historiografía se concentrara en el tema de las lenguas, pasando de largo sobre otros saberes misionales, ya que se consideraron accesorios a la evangelización. Sin embargo, como aquí intentaremos demostrar, estos fueron cruciales en la conquista de nuevos territorios de misión a lo largo del siglo XVIII novohispano. Una vez instalados en los lugares de misión, los misioneros se vieron obligados a poner en marcha habilidades y conocimientos necesarios para acometer una multiplicidad de tareas, como la exploración de nuevos territorios de misión. Por tanto, a la inclinación del aprendizaje de otras lenguas, se sumaron saberes como la historia natural, la medicina y la cartografía. El desarrollo de estos saberes cuasiprofesionales que nos propone Pau Rubiés, los encontramos claramente en figuras como Eusebio Francisco Kino (1645-1711), quien se encargó de promocionar sus conocimientos matemáticos y cartográficos al encontrarse en tierras novohispanas (Pineda y Ramírez 2020, mimeo); Jacobo Sedelmair se declaró amante de la cartografía (1770-1779) y se mostró dispuesto a conquistar los territorios más allá de río Gila; a Fernando Consag (1703-1759) se le asignó la tarea de explorar la costa oriental de California hasta el río Colorado; y Wenceslaus Linck (1736-1797) encabezó varias exploraciones en la California, poniendo en marcha sus saberes cartográficos.
Los saberes misionales
La escritura de cartas e informes
Para dar cuenta de los saberes misionales debemos escudriñar en las cartas edificantes y curiosas9 y en los informes escritos por los misioneros; a través de estos documentos sabemos de la importancia que tenían para los jesuitas la cartografía, la geografía o la medicina. Más aún, de la relevancia de estos saberes en la conquista de nuevos territorios de misión.10 La lectura de estos archivos nos permite seguir las nervaduras de una escritura en la que se registra información vasta en esta materia, sin faltar a las demostraciones de fe. Los jesuitas, al funcionar como una corporación de larga distancia, instauraron prácticas concretas de recolección, transportación y concentración de información, esto que Steven J. Harris denomina ciclos de retroalimentación positiva (Harris 2000, 229). Dichos métodos fueron centrales en la apropiación, sistematización y circulación de la información natural, geográfica y médica generada por los misioneros en diversas partes del mundo; contribuyendo, en cierta forma, a la identificación de regiones como centros de diseminación y otras de concentración de información jesuita para el siglo XVIII (Harris 2000, 239). También durante este siglo se reconoce, en algunas cartas, una clara aspiración científica de los autores, sin perder el sentido que originalmente les fue asignado durante el siglo XVI: el ser edificantes (Zermeño 2008, 24). Ciertamente la riqueza de información que encontramos en este tipo de documentos dependió de las capacidades e inclinaciones de cada uno de los misioneros, por lo que el tratamiento y la profundidad son desiguales. Pero no deja de ser importante el espacio que fue ganando la ciencia.
Por ejemplo, los misioneros en cierta forma lograron subsanar sus carencias formativas en la historia natural con el ejercicio constante de la escritura de relaciones, tal y como se especificaba en las Constituciones.11 Claudio Acquaviva, General de la Compañía de Jesús, estableció en 1598 la obligatoriedad de escribir sobre las misiones, enlistando las condiciones físicas, naturales y etnográficas de los lugares, y por supuesto, sobre su actividad religiosa. Con lo cual no resulta exagerado considerar que estos textos sean considerados como antecesores de las historias naturales jesuitas (Figueroa y Ledezma 2005, 13). La eficacia de los intercambios epistolares no dependió de la rapidez con la que llegaban o el carácter normativo, como bien lo apunta Morales, sino de la capacidad de acercar lugares, tiempos y espacios sociales lejanos (Morales 2011, 34).
Los misioneros fueron adiestrados en la escritura de reportes de carácter administrativo, lo que implicaba un aprendizaje en el observar y en el establecer juicios; además de poseer claridad de expresión y mostrar diligencia al redactar sus cartas (Harris 2000, 229-230). Estas comunicaciones al ser abundantes en detalles tendían a la precisión de lo que estaban reportando. De ahí que no sea extraño que estos reportes estén repletos de datos. Y si bien estas comunicaciones servían de vasos comunicantes entre los misioneros y sus superiores, también eran utilizados para tomar decisiones político-administrativas de la Sociedad. Por ello era fundamental que la información que llegaba al escritorio del padre provincial, o de cualquier autoridad, fuera fidedigna (Harris 2000, 229-230).
Las primeras impresiones del viaje
Desde el primer viaje que emprendían los misioneros ponían en marcha sus saberes. Estos viajes no siempre podían ser circulares, ya que carecían de fechas de retorno. Para la mayoría de los misioneros era su primera travesía ultramarina (Černá 2019). Como resultado de ello tenemos una diversidad de descripciones en las que suelen transmitir sus sentimientos de extrañeza y estupor frente a la multiplicidad de tonos de piel, la vestimenta de los pobladores y a la franca repulsión de sus prácticas alimentarias (Hausberger 1997, 68-69). Y no debe sorprendernos esta condición en la que vive el viajero, ya Michel de Certeau señala cómo los viajeros acostumbraban experimentar la otredad en clave de exterioridad, con lo cual al momento de escribir sobre lo que observaban lo hacían casi siempre desde sus puntos de vista (prototipos). Esto conlleva que la descripción de la otredad permaneciera cargada con un potencial expansionista que es, por definición, colonizador del otro (De Certeau 1993, 212).
Partiendo de la evaluación de De Certeau, los misioneros jesuitas permanecieron muchas de las veces inmersos en entornos que se les resistían; entraban en contacto con culturas diferentes a la propia, describiéndolas bajo sus propios términos y adoctrinamiento.12 Quizá las impresiones que nos legaron fueron intrínsecas al viaje mismo, rasgos ineludibles de quien se muda a lugares tan distintos al propio. De ahí que el viaje que emprendían los misioneros no era una travesía menor que durara meses o años; y el desencanto era hacer acto de presencia desde el comienzo de su recorrido, encontrándose todavía en el continente europeo. Así sucedió con varios misioneros centroeuropeos, al llegar a la península Ibérica (Zavadil 2016, 89). La confrontación con la realidad no iniciaba necesariamente al tocar tierras americanas, sino casi de inmediato, al ir cruzando las fronteras de su propio entorno local.
En otros casos, los más reportados eran sentimientos que se mostraban al arribar a sus destinos de misión. Fernando Consag (1703-1759), originario de Varazdín, Reino de Croacia, tuvo muchas dudas y sentimientos encontrados desde el primer momento que arribó a la Nueva España, en 1732. En una carta dirigida al padre George Neumayer, con gran desazón escribía que le resultaba relativamente fácil cumplir la tarea del apostolado en las ciudades y parroquias; sin embargo, algo muy distinto sentía al salir a las “salvajes soledades y es[tar] dispuesto a guiar hacia el rebaño de Cristo a los bárbaros paganos, de quienes todavía queda un número interminable en este reino de México” (Lazacno y Pericic 2001, 101). Quizá la primera impresión de Consag fue cambiando en el tiempo, una vez que llegó a la misión de frontera de San Ignacio, en California.
La experiencia de Consag refuerza las afirmaciones de Maldavsky, quien en sus estudios sobre las cartas indipetae demuestra convincentemente cómo los jesuitas tenían escasa información de los lugares a los que serían enviados a misionar, existía una idealización de los lugares de misión, alimentada convenientemente por la Sociedad. Pero también, la experiencia de Consag y otros centroeuropeos que arribaron a la Nueva España nos muestra los propios límites de la inmersión cultural que tanto preocupó a Acosta en su tratado misional.
Otro caso sumamente interesante nos provee la carta que nos legó el Padre Taillandier sobre su viaje en la que escribe:
El navío era pequeño, y sin puentes: estaba tan cargado de mercaderías, que el capitán mismo dormía a menudo a la inclemencia, como todos los demás del equipaje. Imagine V.R. dos Misioneros, y un sacerdote portugués, con dos criados negros, y cristianos, en medio de cien moros, o gentiles, todos negros, que nos miraban con más horror, que la gente más delicada de Europa acostumbrada a mirar a los de este color (Taillandier 2008, 98).
Taillandier y sus compañeros religiosos claramente se encuentran en desventaja numérica, son vistos como bichos raros. De alguna forma existe una inversión del discurso del otro.
En el siglo XVIII, los viajes podían durar meses o años antes de llegar a su destino final, como lo testiguó el padre Taillandier, quien salió de San Malo, en Francia, hacia la costa de Veracruz, donde se fue por tierra a Acapulco, para luego volver a tomar un barco y recorrer un sinfín de islas en el Pacífico, hasta llegar a su destino último, la ciudad de Pondichery (Puducherry), India (lugar de las misiones francesas), después de tres años y cinco meses de travesía (Taillandier 2008, 75-118). Caso muy distinto al viaje que realizó el padre Francisco Xavier Saeta, que tan solo le tomó unos meses para llegar a su destino: partió en el verano de 1694 de la ciudad de Palermo, pasó por Génova y Cádiz, y llegó a la ciudad de la Nueva España en el mes de diciembre del mismo año (Kino 1961, 12).
El recorrido del padre Taillandier generó una serie de contactos con culturas muy diversas, con realidades que permanentemente ponían a prueba sus propias creencias religiosas. Como sabemos, desde que los misioneros emprendían el viaje, comenzaban a registrar datos geográficos, botánicos y etnográficos de los lugares que iban recorriendo. Por tanto, la itinerancia no puede quedar reducida a las excursiones y peregrinaciones que llevaban la palabra de Dios, tal y como la enunció Acosta; las travesías colocaron a los misioneros en contacto con una diversidad ecológica y social con la que debían negociar permanentemente y aprehenderla. Ciertamente en algunos de estos lugares estarían de paso, pero otros, por el contrario, se convertirían en sus residencias.
El padre Taillandier no escatimó detalles en las descripciones que envió sobre las prácticas en altamar, las mediciones y anotaciones sobre las corrientes marítimas, así como de las costas e islas que iba descubriendo en su largo trayecto a Pondichery. También fueron ricas en detalles sus descripciones sobre el clima, la flora y la fauna cuando estuvo en tierra firme, en las Islas Canarias, Cuba, Veracruz, las Cumbres de Maltrata, Acapulco, las Islas Marianas y Filipinas. Poco antes de concluir la carta, el padre Taillandier redactó de forma precisa y clara sus observaciones sobre el comportamiento diferenciado de la Aguja de Marear con respecto a las latitudes que iban alcanzando. Esta información, junto con los otros instrumentos de medición, fueron invaluables para los misioneros que siguieron sus pasos (Zermeño 2008, 107).
Los misioneros jesuitas consideraron en todo momento que el discurrir sobre la naturaleza era una vía para ahondar en las causas secundarias del ordenamiento del mundo. Así lo creyó firmemente Ignacio Tirsch (1733-1781), quien se hizo cargo de la misión de Santiago de los Coras, la misma en la que décadas atrás habían martirizado a Lorenzo Carranco (1734). A través del intercambio epistolar entre Tirsch y Miguel del Barco sabemos de la inclinación del misionero bohemio por la filosofía natural (Morales 2019, 9). En unas de las pocas cartas que han llegado a nuestros días, Tirsch afirmaba que no era suficiente con quedarse a observar el espectáculo de la naturaleza:
Eso ya se ve está muy bien. ¡Y quién lo niega! Mas para nuestro modo de filosofar no se recurre luego a la causa prima. Ya se ve que Dios todo ordenó y ordena, etcétera. Esto ya se supone. Vamos a las causas secundas, cuento Dios nos concede benignamente el discurrir. (Bernabéu 2014, 173).
El discurrir sobre los fenómenos de la naturaleza se convirtió en una de las tareas cotidianas de Tirsch. De su actividad intelectual nos queda su historia natural ilustrada (Morales 2019, 1-22). Pero: ¿cuántos misioneros que pasaron por California al igual que Tirsch hicieron importantes contribuciones a la historia natural? ¿Cuántos fueron amantes de dibujar aves, árboles y bahías? ¿Cuántos debieron convertirse en enfermeros, dispuestos a elaborar recetas para sanar las dolencias de sus acompañantes de viaje? ¿Cuántos misioneros sabían utilizar el astrolabio o leer las posiciones de las estrellas y redactar derroteros?
A través de Francisco Xavier Clavijero, tenemos noticias de que el misionero José Rotea quedó intrigado al escuchar de los habitantes de su misión de Kadakaamang, la creencia de descender de una “nación gigantesca venida del Norte”. Esta noticia le generó tal interés que lo llevó a exhumar un “esqueleto gigantesco”, ubicado en las inmediaciones de un poblado denominado San Joaquín.13 Pero su curiosidad no acabó ahí. Exploró unas cuevas situadas en las latitudes 27º y 28º, donde observó una serie de pinturas en las que se representaba a mujeres y hombres con vestimenta y animales. Seguramente, llegar a estas cuevas le implicó la organización de una pequeña exploración. Hoy sabemos que estos lugares no suelen encontrarse a simple vista; muchos de ellos se ubican en territorios escarpados, de difícil acceso. Los colores de las pinturas que observó Rotea fueron tan vívidos que no descartó la posibilidad de que estos provinieran de tierras minerales de los alrededores de un volcán (Clavijero y Portilla 2007, 49). Como podemos observar, Rotea está persuadido a conocer el entorno ecológico y arqueológico de los alrededores de su misión. Y quizá este impulso no solo se debió a su curiosidad, sino también a la necesidad de buscar nuevos territorios de misión. Existen registros de otros que, como él, realizaron sus propias indagaciones y experimentaciones, como Tirsch, Marcos Antonio Kappus, Ignacio Pfefferkorn y Baegert (Hausberger 1997, 91-93).
Para Clavijero las representaciones que vio Rotea en las cuevas, seguramente provenían de un pasado muy lejano; a él le resultaba difícil establecer el vínculo entre esos y los pobladores actuales de la California. Las pinturas reflejaban una cultura mucho más avanzada que las “nacionales de salvajes y embrutecidas que habitaban California” al momento de la llegada de los españoles. Y como buen conocedor de la historia, Clavijero no tardó en establecer un vínculo entre el mito que sostenían estos “californios” con la tradición mexica, quienes también afirmaban provenir del norte (Clavijero y Portilla 2007, 49).
Estos pasajes nos demuestran cómo los misioneros tuvieron una profunda curiosidad por los entornos sociales y ecológicos que iban recorriendo en su itinerancia. Aunque muchas veces el discurrir sobre la naturaleza, como lo declaró Tirsch, no solo provino de la necesidad de indagar sobre las causas segundas, sino también, de la utilidad práctica, administrativa o política de la Sociedad.
En busca de nuevos territorios de misión
Al septentrión novohispano llegaron una treintena de misioneros centroeuropeos que dejaron diversos registros sobre sus saberes en la historia natural y la cartografía. Estos se sumaron a los misioneros novohispanos, españoles e italianos en la conquista de nuevos territorios de misión a lo largo del siglo XVIII. Por ejemplo, Consag realizó varias expediciones por tierra (de 1751 a 1753) y un viaje por mar (1746): de la costa oriental de California hasta la desembocadura del río Colorado.14 Él se encargó de organizar equipos de avanzada, integrados por sus más allegados cochimíes, junto con los soldados que estaban asignados para su protección (Lascano y Pericic 2001, 132). Varios documentos hacen referencia a que desde la llegada de Consag a la misión de San Ignacio (1733), le fue asignada la tarea de encontrar nuevos lugares de misión. Hoy podemos leer los resultados de las exploraciones en su Derrotero del viaje (1746)15 y en su Diario de viaje (1751). Ambos manuscritos contribuyeron, junto con el mapa de la representación visual del golfo californiano, a establecer una superficie de desplazamientos que permitieron unir a California con Sonora y la Pimería Alta. Sin embargo, a pesar de la importancia de sus exploraciones, Consag fue sumamente discreto en la autopromoción de sus habilidades cartográficas.
Caso muy distinto fue el de Jacobo Sedelmair, responsable de la misión de Tubutama, en la contracosta de California. Él mostró abiertamente su deseo de encabezar la exploración más allá de los bordes de la Pimería Alta. Esto lo sabemos a través de una misiva que escribiera en marzo de 1747, al padre Rector, José de Echeverría. En esta misiva externa su deseo de avanzar hacia las tierras de los navajos en Nuevo México.16 Ni siquiera había pasado un año de la corroboración de la peninsularidad de California por Cosag (realizó su derrotero entre los meses de junio y julio de 1746), cuando Sedelmair se mostró listo para emprender una nueva exploración por tierra. Él, al igual que su compañero de la misión de San Ignacio, en California, realizó sus propias incursiones por las tierras más norteñas de Sonora, entre 1747 y 1750 (Renesch 1934, 19). En esta misiva hace explícito su gusto por la cartografía, y aprovecha la oportunidad para menospreciar los mapas que los franciscanos habían realizado sobre la provincia de los navajos, ya que, en su opinión, carecían de lo más indispensable como era la indicación de los grados y la información geográfica estratégica, como el nacimiento del río Gila. Es evidente el tono de autopromoción de la carta, en la que Sedelmair resalta sus conocimientos cartográficos; su deseo de continuar avanzando hacia el norte de Sonora formó parte de un interés personal, pero también colectivo, ni duda cabe; las exploraciones que encabezaron los jesuitas por aquellos años ponían de manifiesto que los misioneros seguían cumpliendo tareas de exploración, casi hasta el momento de su expulsión de tierras americanas en 1767.
Otro de los misioneros al que le fueron asignadas exploraciones con el fin de encontrar nuevos territorios de misión fue el bohemio Wenceslaus Linck (1736-1797).17 Pero a diferencia de Consag o Sedelmair, él publicó en vida los resultados de sus empresas expedicionarias, con relativo éxito editorial. La primera expedición que hizo por las tierras ignotas de California la llevó a cabo entre agosto y noviembre de 1765 (Linck 1967, 32-39). A través del reporte que Linck le escribió a Juan de Armesto (1713-1795),18 sabemos que los jesuitas seguían buscando un puerto adecuado y más seguro para el Galeón de Manila, además de lugares que fueran aptos para nuevas misiones. En los relatos de Linck se suceden escenas en las que reconocemos la puesta en marcha de diversas estrategias de los misioneros al momento de entrar en negociaciones con los “indios salvajes”, como él mismo los llamó, ya fuese para evitar los ataques, para obtener algo de comida o información sobre los aguajes y rutas hacia el mar desconocidas por el misionero. Estas exploraciones ponían a prueba las habilidades prácticas de los más dotados, pero también sus convicciones religiosas al momento de enfrentarse con la otredad.
En el reporte que preparó Linck al padre Juan de Armesto en 1765, le hizo saber que los animales que había llevado consigo habían muerto por falta de agua. La disposición de este recurso marcaba los límites de las exploraciones, ya fuesen por tierra o por mar. Además de viajar con un telescopio y un astrolabio para hacer mediciones, el misionero llevó consigo otro tipo de instrumentos de conversión: baratijas y bujerías (collares de cuentas de vidrio, espejos y otros “regalos”) que servían de moneda de cambio con los pobladores californianos.19
Finalmente, en el septentrión novohispano los misioneros fueron responsables de encabezar la búsqueda de nuevos lugares de misión, de puertos seguros y adecuados para las naos que desembarcarían en sus costas, pero también de lugares adecuados para la construcción de presidios y el establecimiento de nuevos poblamientos. Estas tareas ciertamente no las emprendieron en solitario, las realizaron de la mano de los gobernadores, soldados y marinos al servicio de la corona. Sin embargo, lo que nos interesó en este artículo es dar relevancia al hecho de que esta vasta región de la Nueva España impuso una itinerancia que exigió de los misioneros habilidades y conocimientos cuasiprofesionales, de los que debemos seguir explorando. Ya que ahí se verificó una adecuación casi imperceptible en ocasiones del perfil de los misioneros que viajarían a esas regiones de la Nueva España.
Conclusiones
Es evidente que las cartas indipetae fueron pensadas para circular en ciertos espacios, para ser leídas por determinados lectores. Las investigaciones que consulté sobre este género literario me sirvieron de punto de partida para conocer los criterios de selección de carácter religioso de los misioneros más divulgados por la Sociedad. Esto me llevó a realizar una lectura a contrapelo, incorporando otros documentos producidos por los misioneros durante su itinerancia, en los que se resaltan el dominio de otros saberes misionales. Como intenté demostrar, además de los valores de la indiferencia y el martirio, los misioneros fueron dueños de otros saberes en los lugares de misión. Desde la subjetividad de los candidatos, se reconocen la existencia de elementos de carácter “mundano” como el deseo de mejorar sus condiciones de vida; el seguir el ejemplo de algún familiar que ya formaba parte de las misiones; o conocer el mundo más allá de los bordes locales o nacionales (Clossey 2008, 127-130). Estos hallazgos nos obligan a continuar la articulación de elementos de carácter personal y colectivo en la hoja de vida de los misioneros. A la formación religiosa, se suman los intereses más personales y la inclinación práctica o científica. Debemos seguir explorando el perfil de los misioneros que fueron elegidos para esta región de la Nueva España, ya que una vez que avancemos en ese sentido, tendremos una idea mucho más precisa del proceso de adaptación del proyecto misional en el septentrión novohispano; un lugar que impuso una itinerancia distinta con respecto a otras experiencias americanas.