Introducción
En enero y febrero de 1945, un oficial de la Rockefeller Foundation (RF), Richmond K. Anderson, viajó por diversos lugares de México en una camioneta azul comprada para el proyecto nutricional de la fundación. Anderson se internó por caminos de terracería, visitando pueblos y caseríos alejados de las principales rutas, para evaluar dónde deberían hacerse más estudios sobre nutrición en el país. El reporte de dicho viaje nos ayuda a conocer las formas como se llevaban a cabo investigaciones nutricionales en dicho periodo, además de que nos permite analizar cómo eran interpretados los proyectos de la Rockefeller por los mismos oficiales. El análisis del reporte hecho por Anderson también nos permite dar cuenta de otros actores que desaparecieron de las publicaciones académicas resultantes. Estos intermediarios o go betweens, nos dan la posibilidad de enriquecer las narrativas tradicionales de la historia de la ciencia en las cuales desaparecen estos personajes, pero que resultan cruciales para complejizar los procesos de construcción del conocimiento. Este trabajo pretende sumar a las narrativas alrededor de las fundaciones filantrópicas, siguiendo el caso de la RF y sus acciones pensadas como misioneras, que hacen hincapié en el carácter civilizatorio y salvador de las fundaciones al tiempo que oscurecen el papel que jugaron las infraestructuras sociales y científicas locales que subyacen a estas acciones. En este caso, la RF seleccionó el problema de la nutrición en México como parte de su búsqueda de “desastres” locales que podían ser los receptores de su ayuda, proceso que sostenía sus narrativas internas de corte heroico.
Las investigaciones financiadas por instituciones filantrópicas ofrecieron información -y tuvieron incidencia- sobre diversos problemas existentes en Latinoamérica, que iban desde el estudio de enfermedades tropicales, pasando por la arqueología, sociología, y antropología. Entre este amplio repertorio, se estudiaron la alimentación y técnicas de cultivo de las comunidades, y se elaboraron diagnósticos sobre enfermedades asociadas a su alimentación. Los oficiales de la RF actuaban con una honesta preocupación, pero asumiendo que ellos hacían falta, que tenían que jugar un papel en la educación, conocimiento e intervención sobre estas poblaciones, y se asumían como transmisores del conocimiento, cuyo fin era ayudar a quienes lo necesitaran. Sin embargo, esta narrativa misionera deja de lado a los receptores de la ayuda como meros recipientes sin agencia, y desconoce la multitud de actores involucrados en dicha narrativa.
Este texto está dividido en dos secciones. En la primera de ellas elaboro una breve reflexión sobre la forma en que la historiografía de la ciencia ha abordado las expediciones científicas del siglo XX, en particular, las que han tenido como sitio de interés a México, y recupero la noción de intermediario como pieza relevante para reflexionar sobre las fundaciones filantrópicas y su misión. En la segunda sección, más amplia, ofrezco ejemplos de cómo el viaje de Anderson en México puede ser analizado como una misión religiosa, no de intervención, sino de exploración, analizando a los misioneros, el evangelio propuesto y mostrando a los sujetos que recibieron dicho evangelio, enfatizando a los sujetos e instituciones ya existentes y que posibilitaron dicho proyecto.
Las expediciones como misiones y los intermediarios que las posibilitan
La ciencia como misión
Se ha usado la palabra misión en los estudios sobre la ciencia para referirse a diferentes proyectos que tuvieron un papel en la construcción del conocimiento: expediciones, viajes de exploración, prospección, misiones científicas, campañas, entre otros. En este sentido, es posible equiparar el trabajo de la ciencia con el trabajo misionero cristiano.1 El término misión, en los estudios sobre religión, como señalan Cardoza y González en su Historia General de las Misiones, tradicionalmente apuntaba a un “movimiento unidireccional: del mundo cristiano al mundo no cristiano”, y muchas veces ese es el símil empleado para los estudios sobre la ciencia, que parten de una mirada difusionista sobre el quehacer científico y su desarrollo histórico. Sin embargo, hay otra acepción y que resulta más adecuada, al usar misión como el “movimiento del cristianismo aún dentro de un área geográfica donde hay presencia cristiana”, y que nos llama la atención a que las misiones “son lo que la iglesia ha hecho -bueno o malo- en la gestión de extender la fe fuera y dentro de las fronteras donde ella misma está arraigada” (González 2008, 16). Es decir, las misiones no necesariamente asumen una ausencia de lo cristiano, sino que pueden comprenderse en contextos donde se comparten las reglas básicas de la doctrina. Y es esta acepción la que usaré como guía, aunque, como veremos, en algunas ocasiones los oficiales de las fundaciones comprendieron el trabajo científico como unidireccional, de la civilización a la barbarie.
El paralelismo entre la historiografía de la ciencia y la historiografía de la religión pareciera que es evidente.2 De alguna manera, la ciencia no puede entenderse sin este carácter misionero, e interacciones similares a las que se hacen en las misiones de la iglesia suceden en las misiones/expediciones científicas cuando interactúan en otros territorios, con otros cuerpos, y gracias a estos intercambios se construyen nuevos lentes para observar realidades distintas. Sin embargo, el análisis de este proceso aún permite hacer nuevas indagaciones sobre los sujetos que actúan como intermediarios en estos procesos de construcción y deconstrucción de la otredad, y que en este texto aparecen como pieza fundamental de la construcción del conocimiento científico.
El trabajo misionero, por otro lado, ha sido considerado el antecedente de disciplinas como la antropología, que inclusive fue considerada una “ciencia misionera”, la cual, durante el siglo veinte, jugó un importante papel en la medicina y la educación de comunidades marginadas (Harries 2005, 283). Sin embargo, el énfasis en este trabajo se orienta a instituciones científicas que tuvieron similitudes con el trabajo misionero cristiano: las de nutrición en México en el siglo XX.
Las misiones científicas: La Fundación Rockefeller
Uno de los trabajos clásicos que han abordado el tema de las fundaciones como misioneras es el ahora clásico Missionaries of Science: The Rockefeller Foundation and Latin America editado por Marcos Cueto. El título del libro apela a que el trabajo de la RF se originó en los esfuerzos tempranos de congregaciones protestantes que tuvieron proyectos educativos y de salud pública en Latinoamérica a inicios del siglo XX (Cueto 1994, xvii).
Para Cueto, la RF puede ser percibida como una misión porque llevó a Latinoamérica sus “valores” con la intención de modernizar una cultura “tradicional” (Cueto 1994, xvii). Para la RF estos valores eran la “ciencia occidental” y la modernización que implicaba la creación de universidades al estilo estadounidense. Esta aproximación, reconoce Cueto, algunas veces provocó conflictos y, en otras ocasiones, fue aceptada sin muchos problemas, aunque con opiniones encontradas sobre quiénes eran los que debían dirigir este proceso “modernizador”. Indudablemente, escribir sobre la Fundación Rockefeller en Latinoamérica implica reconocer el papel central que tuvo en la primera mitad del siglo XX en el desarrollo de la salud pública internacional, gracias a su interes por mejorar las condiciones sanitarias a nivel global con fines filantrópicos pero también comerciales y estratégicos. Un ejemplo de la envergadura de este proyecto internacional es que la RF otorgaba la tercera parte de su presupuesto al Organismo de Salud de la Sociedad de Naciones, lo cual definitivamente incidía en los problemas sanitarios y epidemiológicos que eran considerados prioritarios. Los recursos provenientes de la RF se diversificaron a partir de la década de 1940, ampliando su alcance a áreas como la agricultura, lo cual incidiría posteriormente en el desarrollo de proyectos globales de producción de alimentos (Weindling 2000, 15-26, Cotter 2003, Farley 2004). Para la RF, Latinoamérica era un área prioritaria, lo mismo que China y Europa del Este, situación que cambió con la Segunda Guerra, cuando los oficiales fueron enviados a áreas fuera de las zonas de conflicto. En ese contexto, con la RF como un organismo que dictaba y orientaba la sanidad pública global, pero cuya relevancia empezaba a ser reemplazada por los organismos internacionales que surgirían a mediados de siglo, se da este viaje por México.
De acuerdo con Cueto, cierta historiografía clásica atribuye a las organizaciones filantrópicas las siguientes intenciones: “una novedosa preocupación humanitaria por los países pobres, la protección de la productividad de las áreas tropicales del mundo que estaban bajo la influencia de los Estados Unidos, el control de las élites nativas dirigentes a través de sutiles mecanismos de hegemonía cultural y el uso de la filantropía como un arma de la diplomacia imperial estadounidense” (Cueto 1994, ix).3 El libro editado por Cueto era una respuesta a este tipo de historias que no recuperaban a los mediadores, en su caso, los actores locales y los oficiales que implementaron los programas de las fundaciones filantrópicas complejizando las narrativas históricas sobre el tema.
Varios años después, el panorama de la historia de la salud pública en Latinoamérica se ha enriquecido, mostrando cómo las nacientes instituciones científicas y de salud pública locales aprovecharon los recursos de las fundaciones y otros organismos internacionales para impulsar sus propias agendas de investigación, siendo de hecho las interacciones entre Latinoamérica y las entidades filantrópicas el “molde” para las agencias internacionales de la segunda mitad del siglo XX (Cueto y Palmer 2014).
A pesar de que se reconoce el papel de los agentes locales en los proyectos de los organismos filantrópicos, aún se mantiene en ciertas narrativas la idea central de una institución que llega a “salvar” a los países “atrasados” latinoamericanos, gracias a sus proyectos modernizadores o desarrollistas, en especial en los proyectos educativos que dirigía, al crear élites científicas locales que, en teoría, deberían tomar mejores decisiones en políticas públicas de salud. Dichas ideas al parecer emergen de la naturaleza de los archivos consultados, principalmente depositados en los Estados Unidos y que recuperan fundamentalmente la voz de los oficiales de la Rockefeller, quienes creían efectivamente en su papel de proveedores de la “luz” de la ciencia. Los “misioneros” de la RF fueron, de acuerdo con Cueto y Palmer, los oficiales asentados en los países con proyectos, “quienes no dudaban en trabajar hombro con hombro con doctores locales, y quienes creían que estaban creando incentivos para la construcción de sistemas médicos nacionales modernos” (Cueto y Palmer, 109-110). En este sentido, los oficiales actuaron siguiendo la creencia de que el progreso es linear, y que lo que enseñaban eran los pasos a seguir para alcanzar a los Estados Unidos como cúspide de este proceso (Cueto y Palmer, 110). Se asumía que existía un déficit en el conocimiento y la modernización, entre el país que ofrecía la ayuda y el que la recibía, ideas que este trabajo intenta problematizar, al girar el foco hacia los actores e infraestructura locales.
Lo que planteo en este texto es que este déficit fue una percepción errada por parte de la RF, al no valorar la gran infraestructura material y social que sostenía los proyectos de investigación como el que nos ocupa, y que era pagada por el Estado mexicano. En este sentido, lo que intento mostrar es que existía una desigualdad económica más que epistémica, lo cual se podía apreciar en la cantidad de recursos disponibles para proyectos específicos. Asimismo, la idea del déficit puede ser entendida como necesaria para sostener las narrativas internas de las fundaciones: si no hay mejorías notables, no hay necesidad de la ayuda. Por lo mismo, la RF buscó sitios donde su impacto fuese más notable, y donde su aproximación a la solución de los problemas fuese más efectiva (Birn 2006).
Si consideramos a las fundaciones filantrópicas como órdenes religiosas y a los oficiales como los misioneros, debemos asumir que los sujetos a quienes se dirigían los proyectos de las fundaciones eran los “pecadores”. De acuerdo con Cueto y Palmer, los receptores de los proyectos de las fundaciones eran considerados “víctimas de la enfermedad, lo que explicaba su retraso”, y los hacedores de los proyectos de investigación consideraban que ellos eran quienes estaban mejor capacitados en las formas de llevar a cabo la ayuda, que cabe decir, era aceptada por las poblaciones objetivo (Cueto y Palmer, 111). Lo que llevaban a cabo era considerado una “guerra santa” [just war] contra las enfermedades comunicables y las condiciones de vida insalubres (Cueto y Palmer, 132). De alguna manera, la explicación que la RF se daba a sí misma era que la palabra de la ciencia iluminaría a los enfermos/pecadores, llevándolos por la senda de la razón/ciencia y por ende, curando sus cuerpos/almas.
Lamentablemente, la voz de los sujetos de la investigación científica queda muchas veces en el olvido. Sin embargo, gracias a los detallados informes de los oficiales de la RF, se puede reconstruir parte de la voz de otros sujetos, los mediadores. Los mediadores o go-betweens, han sido cada vez más considerados por la historiografía de la ciencia como piezas indispensables en las dinámicas de construcción del conocimiento científico, en parte gracias al giro espacial (Finnegan 2008) así como a las narrativas poscoloniales (Harding 1998, Anderson 2002, Raj 2013) que han recuperado el carácter situado, interconectado, en tensión entre lo local y lo global (Cházaro 2008) además de que permiten vislumbrar a estos mediadores en los estudios de la ciencia ya como sujetos que explican procesos epistémicos complejos (como aparecen ya de manera definitiva con el libro editado (Schaffer et al. 2009)). Podemos pensar en los mediadores como aquellos personajes que juegan un papel que conecta o traduce discursos, técnicas, culturas, lenguas; que permiten los intercambios epistémicos de una manera más fluida, proveyendo estabilidad a las nuevas configuraciones de las redes de conocimiento, y eventualmente, consolidando prácticas científicas en nuevos espacios.4 En este texto, los mediadores son profesores, médicos locales, enfermeras, trabajadoras sociales, y autoridades locales que fueron quienes permitieron que Anderson, el oficial de la Rockefeller, pudiese llevar a cabo su investigación sobre alimentación, de un carácter interdisciplinario en esencia.
Los misioneros, o en nuestro caso, los oficiales de las fundaciones, de acuerdo con Stoll, estudioso de la religión, “son conscientes de la relación entre la presión social, los recursos a su disposición para aliviarla, y el interés en su religión,” y además “estos grupos están comprometidos en lo que se puede llamar evangelismo del desastre. Atraídos por las guerras y catástrofes naturales, los evangélicos entregan alimento, establecen clínicas médicas, ayudan a reconstruir comunidades y entrenan a líderes para iniciar iglesias” (Stoll, 24-25). De alguna manera, las expediciones científicas de las fundaciones filantrópicas mantuvieron esta idea del desastre en sus formas de proceder en Latinoamérica. Los científicos se vieron atraídos por la presión social existente, ya fuese por enfermedades, pobreza o hambre y enviaron dos tipos de misiones. Las primeras de exploración-diagnóstico, y las segundas, de intervención. Son estas últimas sobre las cuales la historiografía de las expediciones médicas del siglo veinte se han concentrado, principalmente en campañas de erradicación de enfermedades y lucha contra epidemias (Birn 2006, Rosenfield 2014); lo que pretendo esbozar en este texto es un breve análisis de una misión del primer tipo, de las de exploración, de cuando aún se estaba investigando el grado de “desastre” existente para, posteriormente, intervenir.
Viajar por México en 1945 y la búsqueda del desastre nutricional
A principios del siglo XX, México, y sus habitantes se convirtieron en un espacio geográfico, tanto cultural como étnicamente privilegiado para estudiar la alimentación, o por lo menos, así fue comprendido por científicos de los Estados Unidos y Europa. Las guerras de las primeras dos décadas del siglo motivaron la creación de investigaciones especializadas en conocer y mejorar las características de la alimentación de las poblaciones, dado que se consideró que el “hambre” había creado las condiciones necesarias para el inicio de los conflictos armados (Vernon 2007). Una población bien alimentada evitaría las guerras, además de que México podía ser un espacio de experimentación excepcional.
Los cuerpos de las poblaciones indígenas mexicanas fueron causa de extrañamiento al encontrarse que, en varias ocasiones, a pesar de que tenían dietas similares a otras poblaciones, no padecían las mismas enfermedades o las presentaban en forma moderada. A pesar de ello, se consideraba a las dietas indígenas como inferiores a las europeas o estadounidenses, principalmente por un consumo menor de proteínas de origen animal. El descubrimiento de varias sustancias que en pequeñas dosis mejoraban sustancialmente la salud, las vitaminas, incentivó la búsqueda de alimentos ricos en ellas y que podían ser la clave para explicar la mejor salud de ciertas poblaciones. Se estudiaron patrones de consumo, de siembra, se hicieron diversos estudios antropométricos, agrícolas, médicos, etnográficos, etcétera. Para la década de 1940, la nutrición en México era una disciplina que se encontraba en consolidación, existía una Comisión Nacional de Alimentación, coordinada por la Secretaría de Salubridad y Asistencia (SSA), que buscaba evitar la duplicidad de acciones desde el Estado en los temas de alimentación, y además de la misma SSA, diversas entidades locales coordinaban proyectos relacionados con la nutrición popular o investigación bromatológica, como la Secretaría de Educación Pública, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Departamento de Asuntos Indígenas, la Secretaría de Agricultura y Fomento, entre otras. Esta riqueza institucional en proyectos de investigación motivó que fundaciones como la Rockefeller Foundation ampliaran sus proyectos locales para conocer e intervenir en el terreno de la alimentación, aunque menospreciando las iniciativas locales.
El evangelio de la ciencia de la nutrición en la primera mitad del siglo XX
Como menciona Marcos Cueto, la Rockefeller Foundation defendía unos valores muy precisos en su trabajo filantrópico: la “ciencia occidental” y los proyectos educativos al estilo estadounidense. Para la RF, el conocimiento que se generaba en México en 1940 sobre nutrición no era lo suficientemente bueno y por ello, buscaron realizar estudios de prospección para evaluar el estado nutricional de diversos grupos poblacionales. En general, las expediciones nutricionales tenían por objetivos: “(1) Conocer el estado nutricional de los grupos poblacionales; (2) desarrollar procedimientos para corregir deficiencias; y (3) llevar a cabo demostraciones en grupos de control”.5 Es decir, los oficiales de la RF asumían que no existía conocimiento adecuado sobre la alimentación local, ni sobre sus deficiencias y que su trabajo, de carácter correctivo, podía ser puesto en práctica sin ningún problema.
Por ejemplo, en 1942 se estaban fraguando algunas de las expediciones nutricionales que se llevarían a cabo en México pero, para llevarlas a cabo, la oficina mexicana de la International Health Division (IHD) de la RF, a cargo de John C. Payne, debía colaborar con la Comisión Nacional de Alimentación,6 que había entrado en funciones durante el gobierno de Lázaro Cárdenas y que era la entidad encargada tanto de recopilar la información como de guiar la investigación sobre alimentación en el país. Payne había dejado a la CNA fuera de su proyecto inicial, debido a que, según él, hasta 1941, la Comisión había funcionado como “una agencia de propaganda” dado su énfasis en la distribución de folletos y los estudios de precios de alimentos en el territorio mexicano. Sin embargo, a partir de 1941,la percepción de Payne sobre la CNA había cambiado, dado que se aumentó su presupuesto y se tenía contemplada la creación de un laboratorio para el análisis del contenido nutricional de los alimentos locales y el entrenamiento de más personal en el terreno de la nutrición.7 Es decir, la aproximación válida para las investigaciones era la que se podía llevar a cabo desde un laboratorio, una perspectiva consolidada en la academia estadounidense a partir del Reporte Flexner de 1910, en el cual se pedía hacer a la medicina “más científica”, en donde los médicos no dependían solo de “los sentidos que la naturaleza les dotó, sino con estos sentidos infinitamente más agudos, más exactos, y de más ayuda gracias a los procesos y a los instrumentos que el último medio siglo de progresos les ha puesto a su disposición” (Flexner, 20). El evangelio correcto, el adecuado, era el practicado por ellos: el de la ciencia, pero hecha con instrumentos y en laboratorios con condiciones controladas. La CNA, y su reestructuración, se incorporaron al proyecto de la RF gracias a estos cambios, con consecuencias posteriores para la creación de lo que sería el primer instituto de nutrición en México (Vargas-Domínguez 2019b).
Durante las visitas que realizó el oficial Richmond K. Anderson a México a inicios de 1945, y que detallaré más adelante, se trató de evaluar el estado nutricional de la población. No importaba la percepción del hambre experimentada por los pobladores, sino que los cuestionarios y mediciones que llevaban preparados arrojaran diagnósticos que pudiesen ser relacionados con las deficiencias que ellos ya habían clasificado de antemano. Diagnósticos como glositis, caries, fluorosis, quelosis, gingivitis, anemia, y “retrasos evidentes en el crecimiento” eran los que demostraban la mala nutrición, y eran los requeridos para poder evaluar la pertinencia de una investigación más amplia o no.8 Los datos recolectados en las visitas determinaban en parte la selección de qué población ofrecía mejores condiciones para asentar la misión. En otras comunicaciones, los oficiales de la RF mantuvieron diálogos con matemáticos e ingenieros sobre cómo llevar a cabo el análisis de los datos, sobre el número de variables en cada cuestionario, y sobre la mejor forma de evaluarlos estadísticamente y cómo usar las tarjetas perforadas para poder ofrecer un análisis más certero.9 Los sentidos de los médicos, su experiencia clínica y la experiencia del hambre de los pobladores no eran relevantes. El uso de instrumentos, la cuantificación, el análisis estadístico, y los resultados que podían ser traducidos a un lenguaje numérico, eran la puerta de entrada de los oficiales para el conocimiento sobre los cuerpos locales. El lenguaje de la misión científica eran los números, el evangelio de la ciencia al estilo estadounidense.
Sin embargo, una narrativa así obedece solo al punto de vista de los oficiales de la Rockefeller Foundation. El asumir que en México no existían los estudios requeridos, que el trabajo llevado a cabo por los médicos mexicanos no resultaba relevante para su objetivo al no compartir su mismo lenguaje, implicaba mantener la narrativa creada por los directivos de la Rockefeller. Es decir, en las cúpulas de la Fundación se podía mantener esta visión, pero los oficiales que estaban en los sitios donde se llevaban a cabo los proyectos tenían una mirada distinta, al estar en contacto con las realidades locales, con los mediadores, y con los diversos proyectos de salud local. Los proyectos de salud pública en México para la década de 1940 se encontraban en auge, con una fuerte inversión por parte del gobierno, con la creación de ambiciosos programas de salud pública; construcción de instituciones de investigación, de una extensa red de hospitales y la creación en 1943 del sistema de salud pública más grande hasta la fecha en México, el Instituto Mexicano del Seguro Social. Inclusive, la misma RF, con las campañas de salud contra diversas epidemias de inicios del siglo XX, había contribuido a la expansión de la cobertura sanitaria local.10 Es decir, la Rockefeller no llegaba al vacío, como parece desprenderse de algunos de sus reportes, sino que partía y se nutría de la experiencia y tradiciones médicas locales. Inclusive, varios proyectos sobre nutrición se habían llevado a cabo en el país desde el siglo XIX, y se habían consolidado en el XX (Pío Martínez 2002, 2013, Vargas-Domínguez 2015a, 2019a, b). En este sentido, las “misiones” de la Rockefeller deberían entenderse no como los movimientos unidireccionales del “centro a la periferia”, de los iluminados a los bárbaros, sino como la otra forma y experiencia de la misión, más compleja al incorporar la noción de que se predica en tierras ya conocedoras del evangelio. Estas misiones, parafraseando a González, las podemos entender como misiones cuya finalidad es la de extender el predominio de una visión de la ciencia, en este caso la de la Rockefeller, fuera y dentro de las fronteras donde la misma ciencia está arraigada (González, 16). Es decir, el evangelio era el mismo, la ciencia, pero el acercamiento al mismo era el que debía modificarse según la RF.
Oficiales y mediadores: los misioneros de la ciencia
De acuerdo con Anne-Emmanuelle Birn en su libro sobre las relaciones de la Rockefeller Foundation con México, la división que mantuvo una aproximación más evangelista en su labor fue la Rockefeller Sanitary Commission en las primeras décadas del siglo XX, al pensar a la campaña contra la anquilostomiasis en el sur de los Estados Unidos, y posteriormente en México, como una “herramienta de salud pública” y en la cual los oficiales y médicos a cargo de la misma se unieron a grupos locales, organizados previamente, para llevar a cabo el trabajo. Uno de estos grupos fueron las iglesias regionales, que tuvieron una labor educativa para disminuir la incidencia de la enfermedad. La campaña, gracias a las características de la epidemia, fue un éxito propagandístico (Birn, 32).
Para la década de 1940, otras campañas continuaban. Por ejemplo, en 1942 y 1943, W. D. Robinson, un oficial de la International Health Division (IHD) de la RF, la heredera de la Sanitary Commission, fue encargado de llevar a cabo un proyecto de nutrición en el Distrito Federal. El total asignado a este proyecto por la RF fue inicialmente de 86,960 pesos (20,000 dólares), lo cual incluía salarios de personal, instrumentos, consumibles, transporte y un pequeño fondo para contingencias. Robinson colaboraba bajo la dirección de George C. Payne, el director de la IHD para México. Cuando Robinson renunció al cargo en 1943, Richmond K. Anderson se convirtió en su sucesor y fue quien mantuvo el proyecto.11 El proyecto inicial, centrado en la Ciudad de México, se fue ampliando gradualmente, y alcanzó a llegar a otras zonas, como las poblaciones del Valle del Mezquital en 1945, con un costo de 206,960 pesos (46,400 dólares).12 El costo final para la IHD sería de 64,000 dólares (alrededor de 285,440 pesos) y el proyecto nutricional finalizó en 1946.
Para estos proyectos, los oficiales de la RF no trabajaban solos, sino que establecían vínculos de colaboración con los actores locales. Por ejemplo, los estudios nutricionales fueron hechos en colaboración con la Escuela de Salud Pública, la Unidad de Demostración de Salud de Tacuba y el Instituto Nacional de Nutriología (a partir de su creación en 1943).13 Además, cuando los oficiales de la RF hacían viajes de evaluación de los proyectos, siempre lo hacían acompañados de mediadores, los go-betweens, quienes servían como enlaces, traductores, y negociadores, entre las poblaciones y los oficiales. Además, aprovechaban la infraestructura ya existente como punto de partida para sus prácticas.
Como un ejemplo de lo anterior, Richmond K. Anderson realizó un viaje a inicios de 1945 a varias poblaciones en el centro del país, que incluyeron Celaya, Querétaro, Tlaxcala, Morelia, Pátzcuaro, Chilpancingo, Oaxaca y los alrededores de cada ciudad, para evaluar el sitio idóneo para la ampliación de los proyectos nutricionales de la RF. El objetivo detrás de estas visitas era conocer cuáles ciudades y poblados ofrecían las “mejores” condiciones para su investigación. Lo “mejor” para ellos, eran peores condiciones de salud, económicas, y de alimentación en general para los pobladores. El impacto de los estudios y los proyectos de intervención no servirían de nada en territorios en buenas condiciones de salud. Estas campañas no servían sin la pobreza. La intervención nutricional no funcionaba donde no había deficiencias clínicas que los oficiales pudieran medir con sus instrumentos.
Anderson hacía estas visitas acompañado de representantes de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, los doctores Malo Juvera y José Calvo de la Torre, del Instituto Nacional de Nutriología; así como de diversos coordinadores de salud, inspectores sanitarios, profesores, trabajadoras sociales, enfermeras, médicos y epidemiólogos locales. Estos personajes operaban en distintos niveles de lo local, a los cuales la RF requería tener acceso. El trabajo misionero de los oficiales estadounidenses habría sido imposible sin estos mediadores, aunque no siempre obtuvieron resultados favorables, dado que, en algunas ocasiones, las autoridades locales no los ayudaron a establecer los lazos necesarios para examinar a la población.14
Por otro lado, los trabajos llevados a cabo en los estudios de prospección de la RF se hicieron muchas veces en los establecimientos del gobierno. Anderson visitó los centros de salud locales, clínicas de maternidad e infantiles, escuelas, maternidades, hogares infantiles, así como las estaciones médicas de entrenamiento ya existentes. A la llegada a los lugares donde se evaluaría el estado nutricional de la población, los mediadores ya habían programado clínicas y reuniones, citado a pacientes, organizado las condiciones necesarias para que se llevara a cabo el trabajo y favorecido que hubiera personas listas y dispuestas a ser examinadas.
Por otro lado, las condiciones materiales para acceder a las poblaciones que se requería estudiar eran limitantes para llevar a cabo la misión científica y la posterior implementación del proyecto de intervención más completo. Si los pueblos se encontraban en lugares de difícil acceso, con caminos de terracería y lejos de las ciudades, los sitios eran descartados. El servicio de transporte local era considerado un elemento importante, por ejemplo, la frecuencia de paso de los autobuses, dado que regularía el traslado de los trabajadores de la misión: enfermeras, médicos y el personal que llevaría a cabo el levantamiento de encuestas, toma de sangre y evaluación clínica de los pobladores. El trabajo de los oficiales de la RF sería coordinar la misión, usando a los locales, como sus guías, sus pastores, más que como las ovejas del rebaño.
Lo anterior pone de manifiesto que el trabajo de las misiones científicas, por lo menos las llevadas a cabo en México, dependían en buena medida de los oficiales de la Rockefeller, pero, una narrativa que otorgue a estos oficiales el papel predominante en el trabajo científico llevado a cabo resulta reduccionista y sería una mirada alejada de la compleja realidad. Por ejemplo, el trabajo sobre nutrición llevado a cabo en la década de 1940 fue publicado en diversas revistas internacionales. Como es usual, la compleja red tejida para llevar a cabo los estudios fue borrada prácticamente de los resultados oficiales, olvidando a las personas que posibilitaron el viaje. Solo los oficiales de la Rockefeller, y sus contrapartes mexicanas del Instituto de Nutriología, quienes hicieron los análisis de laboratorio, aparecieron como los autores en las publicaciones.15 Sin embargo, gracias al escrupuloso recuento de los oficiales de la RF, quienes llevaban meticulosos diarios de sus visitas, podemos conocer a algunos de estos personajes locales. En este caso, el reporte completo de la visita de Anderson a México se resguarda en los archivos de la Fundación Rockefeller, lo que nos permite dar cuenta, desde la óptica de los oficiales, del entramado social y la red construida para llevar a cabo esta misión científica. En honor a ello, añado a continuación un listado de las personas mencionadas en el reporte de Richmond K. Anderson de 1945, sin incluir a muchas personas que fueron cruciales pero cuyos nombres no aparecen en el reporte.
Alejados de la mano de Dios y del hombre: los asistidos por las misiones
Para la RF, el estudio inicial de 1940 llevado a cabo por Payne y Robinson concluyó que la población de la Ciudad de México tenía problemas de deficiencias subclínicas y con estados subóptimos de nutrición. Infantes, niños en edad preescolar y mujeres jóvenes, particularmente durante la gestación y lactancia, presentaban el mayor número de incidencia de estos problemas. En estos grupos, Robinson ensayó nuevos instrumentos, como el biomicroscopio o la lámpara de hendidura para evaluar los ojos, aparatos que fueron ensayados en estas poblaciones para conocer su estado nutricional. Además, se utilizaron otras pruebas clínicas “en áreas [corporales] donde la deficiencia nutricional es más probable que sea evidente”, entre ellas el examen de la piel, los ojos, y las membranas mucosas.16 Además, gracias a estos proyectos, se crearon estándares hematológicos de normalidad en la población mexicana (o por lo menos Robinson esperaba lograrlo). La población atendida era considerada pobre, y de acuerdo con el reporte de evaluación del proyecto, se debían aplicar las mismas estrategias que se usaban en sitios de deficiencia de alimentos en cantidad y calidad. Sin embargo, Robinson abandonó el proyecto y Richmond K. Anderson lo sustituyó a partir de 1943, ampliando la cobertura de los estudios nutricionales, como hemos visto, y evaluando varias localidades del centro del país gracias a la red de mediadores que facilitaron el proyecto de la RF.
Nombre | Información adicional |
Dr. Malo Juvera | Representante de la Secretaría de Salubridad y Asistencia. Acompañó a Anderson la mayor parte del viaje. |
Dr. Fernández Boyole | Jefe de los Servicios Coordinados de Salud en Celaya, Guanajuato. |
Dr. Herrera | Oficial de Salud Pública en Querétaro. |
Dr. José Calvo de la Torre | Médico entrenado en Salud Pública, becario de la Rockefeller Foundation, y trabajador del Instituto Nacional de Nutriología en la Ciudad de México. Acompañó a Anderson la mayor parte del viaje. |
Dr. Osorio | Epidemiólogo en el Estado de Michoacán. |
Dr. Roch | Director del laboratorio del Departamento de Salud Pública en Michoacán. |
Dr. Martínez Báez | Encargado de la maternidad y Centro de Asistencia Infantil en Morelia, Michoacán. Hermano del Subsecretario de Salud, Manuel Martínez Báez. |
Dr. Olea Leyva | Jefe de los Servicios Coordinados de Salud (al parecer en Michoacán). |
Srita. Mesa | Trabajadora social del Departamento de Salud en Chilpancingo, Guerrero, cuñada del Dr. Márquez Escobedo. |
Dr. Molina Vélez | Subjefe de los Servicios (¿de Salud?) en Chilpancingo, Gro. |
Dr. Larumbe | Jefe de los Servicios de Salud en Oaxaca, Oaxaca. |
Dr. Gustavo García | Epidemiólogo en Oaxaca, Oaxaca. |
Dr. Juan Bustamante | Encargado de Salud en Oaxaca, hermano de Miguel E. Bustamante, fundador y director del Instituto de Salubridad y Enfermedades Tropicales (ISET) en la Ciudad de México |
Las poblaciones visitadas por los oficiales de la RF, durante la segunda etapa del proyecto, eran consideradas de muy bajo nivel económico, aunque impresionó a los investigadores que las deficiencias nutricionales fuesen menores a lo esperado.17 Algunas de las comunidades que visitó Anderson se encontraban alejadas de las rutas principales, de los centros locales donde había una mayor concentración de servicios de salud. Esto era necesario para que el proyecto funcionase, que las poblaciones objetivo hubiesen recibido la mínima intervención previa posible de los servicios de salud local, que hubiese un mayor desastre nutricional. En ocasiones en que se evaluaba el estado nutricional de niños en hospicios del gobierno, cuya alimentación era proporcionada dentro de la institución y, por tanto, regulada, su desilusión era evidente al dedicarles pocas líneas, dado que “mostraban muy poca evidencia de malnutrición”.18
Es decir, el trabajo de la RF no buscaba evaluar la salud de la población mexicana en su conjunto, aunque el objetivo explícito fuera ese. Su trabajo era evaluar las comunidades más pobres, como, por ejemplo, Santa Teresa, al lado de Celaya, o las poblaciones del Valle del Mezquital, con más deficiencias nutricionales, para llevar a cabo la evaluación de sus metodologías de diagnóstico clínico, sus herramientas estadísticas de análisis de datos, sus instrumentos médicos, y finalmente, sus intervenciones. Si las modificaciones en la dieta producían cambios sutiles, ¿cómo se podrían medir si fallaba el instrumento de evaluación? Por eso buscaban condiciones dramáticas, para que los cambios en las dietas tuviesen resultados observables, y esta selección reforzó las narrativas, de largo aliento, e impulsadas por los expertos locales, de una población mexicana pobre y mal alimentada.
Estas poblaciones pobres habitaban en comunidades como Celaya cuyo acceso, según Anderson, parecería prácticamente intransitable en época de lluvias, aunque reconocía que se estaba construyendo una carretera pavimentada. Además, los lugares que visitó Anderson escapaban a las condiciones de trabajo habituales para él. Por ejemplo, uno de ellos se encontraba al lado de una cantina, y el cantar de los “borrachos”, como él mismo los llamó, añadía “colorido a la clínica”.19
Los sujetos evaluados fueron muchas mujeres y niños, a lo largo de los casi dos meses que duró el viaje de Anderson. Quizás por la vinculación de ellas a los centros de salud, y el énfasis en la salud que el Estado mexicano había puesto en estos grupos desde hacía varios años. Y esto también nos habla de otros aspectos. Los sujetos evaluados no eran meros espectadores; por el recuento de Anderson, acudían libremente a las llamadas hechas por los mediadores locales, y recibían atención médica en diferentes niveles por los servicios de salud locales. Inclusive en las comunidades en las cuales la presencia de los médicos mexicanos era esporádica, Anderson realizó sus evaluaciones de la población al unirse a las extensas campañas de vacunación que se llevaban a cabo en el periodo. Solo en un pueblo Anderson no pudo evaluar a la población porque las autoridades locales se negaron a cooperar, pero no abundó en los pormenores del suceso. Los mediadores eran, en cierta medida, la llave que abría las puertas a sus intervenciones.
Al contrario de los mediadores con quienes establecía el contacto, a quienes Anderson reconocía bajo su nombre, en el reporte de su visita no menciona el nombre de ninguno de los sujetos evaluados. Eran solo números, datos anónimos, adultos o niños, hombres o mujeres, indígenas o no. Pero nadie con nombre. Olvidados por el misionero, solo estadísticas para su campaña. Solo muestras de la situación local, pero de una situación local deliberadamente seleccionada por su pobreza y marginalidad.
Además, Anderson y el equipo de médicos que lo acompañó insistieron en la evaluación de grupos indígenas, en especial los otomíes. Para él sería productivo comparar a un grupo étnicamente homogéneo, al menos así los consideraba él, pero con diversidad en las condiciones socioeconómicas. Además, las poblaciones que se encontraban en mejores condiciones nutricionales las explicaba en términos raciales, no socioeconómicos: “No examinamos a nadie en estos pueblos [cercanos a Tlaxcala] porque parecían encontrarse demasiado bien para nuestros propósitos. Además, parece que hay una gran mezcla con sangre blanca, y un pueblo predominantemente indio probablemente será de mayor interés”.20 Sin hacerlo de forma explícita, parece ser que Anderson mantenía la idea de que una mejor salud se encontraba asociada a una mezcla racial con lo “blanco”. El prejuicio racial guiaba las observaciones clínicas “objetivas” del misionero.
Partiendo de esta mirada racializada, la pureza indígena de una población era reconocida por el uso de la lengua indígena, y el poco o nulo uso del español como lengua común. Por ejemplo, Janitzio no era considerada como comunidad a ser evaluada: “La isla muestra el efecto marcado del intercambio turístico, toda la gente que nos encontramos hablaba español y parece ser que había una mezcla considerable con sangre blanca”.21 El intercambio comercial, y ser una comunidad “blanqueada”, la descartaban. De esta manera, los sujetos que participaron en las investigaciones de la RF fueron pobres o indígenas. Y si eran ambos, mucho mejor. El poder de la ciencia los transformaría. El evangelio sería sembrado en sus cuerpos.
Conclusión
El viaje de Anderson culminó, pero sirvió de inicio para posteriores incursiones médicas y nutriológicas llevadas a cabo por José Calvo entre 1945 y 1951. Entre las poblaciones estudiadas estuvieron Yustes, Guanajuato; Capula, Michoacán y Chamilpa, Morelos; algunas de ellas ya habían formado parte de los estudios de nutrición desde 1941. A pesar del interés, no se publicaron todos los resultados de los estudios sino hasta 1952, bajo la autoría de José Calvo y dos investigadoras de Nutriología, Gloria Serrano y Dolores Salazar, quienes no participaron en la prospección inicial. Anderson volvería varias veces a México para asesorar y auscultar a la comunidad médica mexicana sobre diversos temas relacionados con la nutrición.22
Una de las críticas que se han hecho a los trabajos antropológicos hechos por misioneros es que “no podían observar la vida aborigen sin sugerir maneras de mejorarla. De hecho, difícilmente pudieron ellos desarrollar una mirada solo científica y objetiva dado que su vocación requería que ellos propagaran una reforma fundamental en las vidas de las personas a quienes ellos habían llevado el evangelio” (Harries 2005, 247). Sin embargo, de alguna manera, podríamos hacer extensivas las críticas a varias de las expediciones científicas médicas y de nutrición de la primera mitad del siglo XX y sus intervenciones en poblaciones consideradas primitivas o retrasadas por los organismos locales o internacionales, y por los médicos y científicos encargados del diagnóstico, quienes también asumieron este papel reformista, en consonancia con diversas justificaciones: eugenésicas, de ingeniería social, de salud pública, de modernización, de proyectos de desarrollo. La “nutrición” era el evangelio que predicaron y podríamos analizar su trabajo como “misioneros” en las zonas más marginadas de México.
Hubo algunos misioneros antropólogos que reflexionaban sobre sus prácticas, dado que “al tiempo que documentaban a las culturas aborígenes, [estaban plenamente conscientes de que] estaban socavando y destruyendo a esas mismas culturas” (Harries 2005, 247). De la misma manera, algunas intervenciones fueron cuestionadas por la manera en que se intervenía en la población: una evaluación de los proyectos nutricionales en México hechos por la RF de la década de 1940 concluía que no habría que imponer el patrón alimentario de los Estados Unidos dadas las condiciones socioeconómicas prevalentes en México. Un cambio podría “disminuir, más que mejorar el estado nutricional de la población” (Anderson et ál., 1135). Sin embargo, los oficiales de la RF rara vez tuvieron la reflexividad de los misioneros cristianos. Para ellos, y para el grupo de mediadores locales, intervenir en la alimentación local era de un orden superior. El evangelio laico de la ciencia no tenía reparos culturales. Y de esta manera, muchos de los proyectos nutricionales que han seguido a lo largo de la historia han mantenido esta visión evangelizadora e iluminística de la ciencia, sin reparar en las posibles pérdidas culturales o de salud asociadas a este proceso. Adicionalmente, hubo otro grupo misionero en la consolidación de la nutrición como disciplina, las dietistas, quienes fueron entrenadas también bajo la moral cristiana y con el fin de proveer cuidado alimentario especializado, bajo presupuestos fuertes de género (Vargas-Domínguez Est. 2020).
Los expedicionarios y las fundaciones/organizaciones que los enviaron eran creyentes en el poder de la ciencia para solucionar problemas y confiaban en el poder de las campañas médicas para erradicar enfermedades y taras que asumían como fruto de su ser “primitivo”, en vías de modernización. Los gobiernos, así como las élites científicas y médicas locales estaban interesadas en colaborar con estas fundaciones/misiones, además de que las élites locales tenían ya una larga tradición de pensar en la ciencia como solución a los problemas. Los mismos sujetos a quienes estaban dirigidas las campañas sabían que habría un beneficio, aunque no queda claro qué tipo de retroalimentación fue dado a los participantes ante las deficiencias halladas por Anderson.
Las fundaciones y organismos internacionales que enviaron misiones o expediciones a Latinoamérica se veían a sí mismas como salvadores de lo que concebían como el “desastre” del trópico; estas eran atraídas a sitios donde tanto la naturaleza como las enfermedades endémicas se asociaban con la pobreza y amenazaban el “progreso” que significaban los intereses estadounidenses o europeos en la región. Para ello, lo mismo que en las misiones evangélicas, en algunas ocasiones entregaban alimentos y medicinas, pensándolos como paliativos al retraso de las poblaciones, y utilizaban la infraestructura científica, médica y material existente, con la intención de cambiar la cultura local así como “mejorarla”, hacerla más estadounidense, más científica (Vargas-Domínguez 2015b). Para ello, ayudaban a las comunidades científicas locales a entrenarse en los Estados Unidos y a crear institutos de investigación, como el caso de la Rockefeller y el INNu. Y no solo las fundaciones, también las personas intervenidas asumían y hacían propios los dictados de la ciencia, al considerar que esta les podía proporcionar una salida a situaciones como la pobreza o el hambre. La ciencia se convertía así en el evangelio de la modernidad para proporcionar el pan de cada día.
La historia de este viaje ha sido posible gracias a las fuentes archivísticas de estas fundaciones, mucho más ricas y en mejor estado, además de ofrecer un mejor acceso las instituciones locales, las cuales “limpiaron” archivos y mantienen políticas restrictivas para la consulta académica de su acervo. Pero para no sesgar la mirada, es necesario poner en contexto el tamaño de las intervenciones de la Rockefeller, por lo menos en términos económicos. Por ejemplo, el costo total del proyecto de nutrición de la RF en México fue de 64,000 dólares, gastados entre 1942 y 1946, año en que se reestructuró la IHD y finalizó este proyecto. El Instituto Nacional de Nutriología, que formó parte del proyecto inicial, posteriormente recibió fondos de la Natural Sciences División de la Rockefeller cuya misión se mantuvo por varios años más con el Programa Agrícola Mexicano (PAM). Este programa sería el origen de las semillas híbridas que se exportarían al resto del mundo en la llamada Revolución Verde y que fueron evaluadas en Nutriología para conocer su contenido nutricional. Para poner en contexto el dinero invertido por la RF, el costo del PAM de 1943 a 1948 fue de 985,280 dólares, es decir, el proyecto de nutrición fue menos de una décima parte de lo que la RF dedicó a agricultura. Para contrastar estas cifras, la Secretaría de Salubridad y Asistencia gastó entre 1944 y 1946 la suma de 27,320,579.50 pesos, solo en los proyectos de Estados y Territorios, alrededor de 6,125,690 dólares (Secretaría de Salubridad y Asistencia 1944, 187). El programa de nutrición de la RF representaba solo un 1% del presupuesto de lo que se invertía por parte del Estado en salud en los estados de la República, mientras que el de agricultura representaría alrededor del 15%. Es decir, la inversión mexicana en el tema de la salud era muy superior a la extranjera. Habría que analizar cuánto del presupuesto total de salubridad se dirigía a nutrición para contrastar efectivamente el alcance de estos proyectos.
Los intereses y la inversión de la Rockefeller se movieron rápidamente, de la salud a la agricultura, pero guiados siempre por la misma suposición: la nutrición era un problema y la ciencia tenía el poder de resolverlo, en un principio a través de la investigación en salud pública y posteriormente en el terreno agrícola. Aún falta investigar cómo se evaluó este cambio en la orientación de la investigación de la RF. Quizás la misión cambió: ya no era solo el evangelizar en la ciencia, sino hacerlo a través de la alimentación y la multiplicación de los granos para crear nuevos mercados, nuevos consumidores, que escaparan de la tragedia nutricional.