Introducción
La externalización del control de fronteras es una práctica ya de larga data en contextos como el norteamericano y el europeo e implica considerar las fronteras ya no como bordes o límites fijos y físicos, propios de la herencia Westfaliana, sino como un régimen o relaciones de poder en las que confluyen distintos actores, además de los Estados, para controlar las fronteras -ahora elásticas- y que se traduce en el despliegue de fuerzas policiales y militares, en deportaciones masivas y en caliente lejos de la frontera, y en la implicación de los gobiernos de origen y tránsito de migrantes y solicitantes de asilo, donde estos últimos países de tránsito son la frontera (al menos física) de los países de destino. Esta transferencia o delegación de funciones en materia de control fronterizo de los Estados de destino a otros Estados (tránsito y origen) y nuevos actores (no estatales) no significa que pierdan el control del gobierno de la migración.
Todo lo contrario: es la forma contemporánea de gobernar las migraciones (Geiger y Pécoud 2010, 2), la cual se basa en la ejecución de distintos discursos y políticas por parte de los Estados dominantes para evitar que las personas migrantes y solicitantes de asilo “indeseables” lleguen a sus territorios, todo ello con un alto costo en materia de vidas y derechos humanos para estas personas.
Uno de los discursos más usados por los Estados dominantes para contener la migración indeseada y para que no llegue a sus territorios ha sido la securitización. Esto es, el proceso por el cual un fenómeno -en este caso la migración- se transforma en un problema de seguridad, con total independencia de su naturaleza objetiva o de la relevancia específica de la supuesta amenaza (Campesi 2012, 5), en este caso los migrantes y solicitantes de asilo. Este discurso securitario de las migraciones empezó a tomar forma desde fines de la década de los 80, acrecentándose con los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 y ha justificado que se aumenten a nivel global los controles fronterizos y poderes de la policía, y que las instituciones administrativas encargadas de gestionar y gobernar las migraciones tengan mayores facultades para restringir la libertad personal de los migrantes y solicitantes de asilo como si fueran de orden penal, pero sin las reglas y garantías propias del derecho penal (Ortega Velázquez 2020b).
El objetivo de este artículo es analizar cómo Estados Unidos ha contenido la migración irregular procedente de Centroamérica en los últimos treinta años, usando a México como su primera línea de “defensa” contra esa migración no deseada. La hipótesis central es que Estados Unidos, a través del dispositivo de regulación migratoria o de gobierno de la migración, ha usado el discurso de securitización de las migraciones para contener la migración irregular centroamericana mediante distintas biopolíticas o tecnologías de poder que externalizan el control de sus fronteras a México desde hace más tres décadas.
Para fines de lo anterior, en primer lugar, se acotará el marco analítico del cual se parte: la biopolítica legal. En segundo lugar, se analizará la securitización de las migraciones. En tercer lugar, se estudiará el régimen de frontera y la externalización del control migratorio como una de sus manifestaciones contemporáneas. Y, en cuarto lugar, se estudiarán los distintos discursos que Estados Unidos ha usado los últimos treinta años para externalizar su frontera a México: a) asociar los migrantes irregulares con narcotraficantes; b) asociar los migrantes irregulares con terroristas, y, c) asociar las caravanas migrantes con invasiones a su territorio. Se concluye que en el actual gobierno estadounidense de las migraciones, México es la primera línea del muro del presidente Trump, quedando la vida de las personas migrantes y solicitantes de asilo procedentes de Centroamérica instrumentalizadas, desechadas y sin posibilidades de solicitar protección internacional, ya que tanto Estados Unidos (país de destino) como México (país de tránsito) se las niegan, aún cuando existen razones objetivas para que la soliciten, puesto que intentan huir de geografías de muerte y salvar sus vidas.
Las migraciones desde la analítica de la biopolítica legal
Michel Foucault desarrolló una teoría analítica de poder que no intenta definir al poder, sino establecer cómo funciona y somete a las personas (Castro 2004, 204) a un orden que es jurídico y político al mismo tiempo (Esposito 2006, 27; Lemke 2011). Para Foucault, el poder moderno conduce conductas (no personas), induciéndolas, facilitándolas, dificultándolas, limitándolas o impidiéndolas y diferencia tres tipos de poder que se superponen: el poder soberano (la ley) que funciona aplicando las leyes en un territorio determinado y castigando a sus transgresores que dañan así la propia soberanía; el poder disciplinario (los saberes y las instituciones) que se ejerce directamente sobre los cuerpos indivi duales para disciplinarlos y hacerlos dóciles para vigilarlos, entrenarlos, utilizarlos y castigarlos en función de la productividad económica; y el biopoder (las políticas de regulación de la población) que se aplica sobre la vida de la población como cuerpo político a través de tecnologías de poder/saber llamadas biopolíticas (Foucault 2000, 2004; Foucault, Senellart y Davidson 2007).
El biopoder tiene como fin “hacer vivir y dejar morir” y se enfoca en los procesos particulares de la vida como el nacimiento, la muerte, la reproducción, la enfermedad y la migración. Controla un campo biológico que se divide en una jerarquía de razas donde se deja morir a aquellas que están en la parte inferior (Estévez 2015, 143). Se trata de un “asesinato indirecto” porque sin matar intencionalmente, hay poblaciones enteras que mueren porque el Estado no hace algo por ellas (Foucault 2006a y 2006b; Estévez 2018, 41). Lo que está en el centro de la discusión es cómo la vida de las poblaciones se incluye en los cálculos del poder político para hacerla proliferar en el proceso productivo capitalista a través de métodos de gestión administrativa, como el control de la migración. Esto es lo que Foucault entiende por “biopolítica”, la cual produce subjetividad o produce muerte; es decir, o vuelve sujeto a su propio objeto o lo objetiviza definitivamente: o es política de la vida o sobre la vida (Esposito 2006, 53; Ortega Velázquez 2020a, 3). La biopolítica conduce la vida hacia su expansión, precariedad o extinción con el objeto de incidir en las relaciones de reproducción económica del capitalismo actual (Estévez 2018, 50).
El aparato burocrático o administrativo con el cual opera el biopoder es la gubernamentalidad neoliberal, la cual puede ser entendida como el conjunto de técnicas (instituciones, procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas, normas de regulación) para dirigir el comportamiento humano y que permite el ejercicio del biopoder (Foucault 1997, 82; Rose, O’Malley y Valverde 2012, 119; Estévez 2018, 29, 50). En el análisis foucaultiano, el gobierno es “una actividad que se encarga de conducir a los individuos a lo largo de sus vidas situándolos bajo la autoridad de un director responsable por lo que hacen y por lo que les sucede” (Foucault 1997). Y el derecho es indeterminado, una máscara de estrategias específicas de control social y disciplina, susceptible de ser instrumentalizado por los poderes predominantes, sean soberanos (la ley), disciplinarios (los saberes y las instituciones) o biopolíticos (las políticas de regulación de la población/tecnologías de poder/biopolíticas) (Fitzpatrick 2010; Golder y Fitzpatrick 2009, 54). Así, la neutralidad política y el objetivismo promovidos por el estado de derecho liberal occidental son insostenibles toda vez que el derecho y la ciencia jurídica son categorías determinadas por la política y la ideología, lo cual permite que el derecho opere a favor de los intereses de poder dominantes en una sociedad (Priban 2002), a través de normas que regulan a las poblaciones.
El poder usa como vehículo ideal el discurso que es el conjunto de elementos o bloques de tácticas en las relaciones de fuerza que determina subjetividades y tiene efectos de verdad; establece visiones subjetivas, objetos y saberes que dividen lo falso de lo verdadero. El discurso se produce y distribuye a través de dispositivos que son aparatos políticos, jurídicos y económicos que permiten establecer la división entre lo falso y lo verdadero, las formas en que se sanciona uno y otro, las técnicas y los procedimientos para la obtención de la verdad, y el estatus de los sujetos que tienen la función de decir lo que funciona como verdadero (Foucault 2006b, 66-67; Estévez 2018, 40, 53).
Los estudios biopolíticos de las migraciones se enfocan en analizar cómo las instituciones, las leyes, los centros de detención de migrantes y de refugiados, los tribunales, las organizaciones no gubernamentales y otras burocracias son un dispositivo para administrar y controlar la vida de las personas migrantes en un modo que sea funcional a la reproducción del capitalismo global. Dichos análisis estudian los diferentes discursos y sus tecnologías (biopolíticas) mediante los cuales se captan a los migrantes que prometen mayor productividad y plusvalía al sistema capitalista neoliberal, ya sea por sus calificaciones laborales o por su vulnerabilidad socioeconómica a la explotación. Así, la migración es regulada por una biopolítica que administra, controla, construye y expulsa a los migrantes de un país (Estévez 2018, 53).
El control de la migración es un dispositivo biopolítico de producción de subjetividad, de gestión de la movilidad y de gobierno de la población (Mezzadra 2005; Walters 2006; Rigo 2007; Vaughan-Williams 2009). Enmarcar el estudio de las migraciones bajo esta perspectiva es útil para analizar críticamente cómo el biopoder, a través del dispositivo de regulación migratoria, usa diferentes discursos como la securitización de las migraciones para contener la migración indeseada, la cual generalmente es la migración irregular, no blanca y pobre, llevándolo a cabo a través de biopolíticas como la externalización del control de las fronteras, y evitar que llegue a los territorios de los Estados dominantes.
El discurso de securitización de las migraciones
Securitización es un término desarrollado por la Copenhagen School of Critical Security Studies para nombrar el proceso mediante el cual un fenómeno político y social es comprendido a través de una “óptica securitaria” que justifica la adopción de medidas especiales que exceden el marco jurídico y los procedimientos ordinarios de decisión política (Waever 1995). Es el proceso por el cual un fenómeno se transforma en un problema de seguridad, con total independencia de su naturaleza objetiva o de la relevancia específica de la supuesta amenaza (Campesi 2012, 5).
En las últimas décadas, las migraciones han experimentado un proceso de se curitización, ampliamente estudiado por las ciencias sociales (Huysmans 2000, 2006; Bigo 2002; Ceyhan y Tsoukala 2002; Campesi 2012; Karyotis 2007; Guild 2009) y se han resignificado como un conjunto de peligros, amenazas y desorden, especialmente las migraciones irregulares. Esto ha justificado el incremento de los controles fronterizos y poderes de la policía que, desde entonces, exceden sus tareas tradicionales de auxiliar a la justicia criminal para reprimir la comisión de delitos. Al mismo tiempo, las instituciones administrativas encargadas de gestionar las migraciones han visto cada vez más aumentadas sus facultades para restringir la libertad personal de los migrantes, asemejándose a las instituciones de carácter penal (Campesi 2012, 3). Esto ha hecho surgir un régimen de control de las migraciones que se sitúa entre el derecho penal y el derecho administrativo, pero sin las reglas y garantías del derecho penal (Weber y Bowling 2004, 200).
Estamos así ante una confusión entre seguridad interna y seguridad externa: las fronteras de la seguridad interna se proyectan, de forma creciente, hacia el exterior, mientras que la esfera de acción de la seguridad exterior tiende a penetrar en el interior de la esfera política (Campesi 2012, 4). Esto ha creado lo que Didier Bigo define como un security continuum en cuyo marco se mueven un conjunto de burócratas de la seguridad “más allá del Estado”, que redefinen las amenazas y desarrollan los poderes y las instituciones para gobernarla más allá de la soberanía estatal (Bigo 2000).
El nexo entre migraciones y seguridad ha ensanchado el dispositivo de control migratorio de los Estados neoliberales a través de la sistemática reducción de derechos y libertades de migrantes y solicitantes de asilo, y la ampliación de poderes y prerrogativas de los Estados en esta materia, propios de los estados de excepción (Agamben 2004). Bajo esta lupa no solo están en juego la integridad de la soberanía política o el mantenimiento del orden público interno, sino la supervivencia de la sociedad y, por lo tanto, el mantenimiento de sus características identitarias, económicas y sociales básicas. El discurso securitario refuerza la reproducción de un imaginario político centrado en el miedo y poblado de enemigos (Campesi 2012, 6).
La creación de la categoría jurídica del migrante irregular ha sido muy últil al discurso securitario ya que la irregularidad implica violar las normas jurídicas y soberanas que disciplinan el acceso al territorio del Estado (Campesi 2012, 7). Esta infracción sin víctimas ha sido progresivamente elevada al rango de amenaza a la seguridad porque: 1) evidencia la incapacidad del Estado para proteger su territorio mediante el control de fronteras porque las leyes y políticas migratorias fallan en producir los resultados deseados y más bien contribuyen a la migración irregular, lo cual es opuesto a sus objetivos de control y reducción (Ortega Velázquez 2014, 2017), y, 2) indica la peligrosidad social de la persona que pretende evadir la vigilancia y los controles previstos para el acceso al territorio de un Estado, la cual termina por caracterizar y definir a los migrantes irregulares como portadores de riesgo: “el individuo es caracterizado como ‘ilegal’, y la legalidad en sí misma es una cuestión que tiene que ver con la seguridad” (Guild 2009, 52). Como resultado, el migrante irregular es el “arquetipo de todas las figuras de actor clandestino transnacional sobre las cuales las agencias de seguridad intentan extender su control, mediante un reforzamiento de los poderes de policía y vigilancia” (Campesi 2012, 8).
Para Campesi, el discurso securitario ha construido a las personas migrantes en tres formas:
Los migrantes como amenaza al orden público y la seguridad nacional: se les ve como un peligro para el orden público interno porque incrementan el desorden urbano y la criminalidad común, y como amenaza a la seguridad del Estado porque la migración está vinculada con fenómenos o amenazas criminales transnacionales, como el crimen organizado y el terrorismo. Esto justifica el aseguramiento y la militarización de las fronteras.
Migrantes como amenaza política y cultural: se les ve como un peligro para el equilibrio étnico y cultural de la sociedad de destino, y como un potente factor de fragmentación social y de incremento de la violencia política, lo cual justifica una aproximación policial a la materia. Surge así una nueva forma de racismo y una política radical de identidades que construye fronteras al interior de las sociedades y diferencia a los miembros legítimos de una comunidad (los nacionales) de los otros (los invasores, los migrantes).
Migrantes como amenaza socioeconómica: se les ve como competidores desleales en el mercado de trabajo porque se “aprovechan” de la asistencia ofrecida por los sistemas del Estado de Bienestar de los países occidentales. Se enfatiza que la excesiva presencia de migrantes puede desencadenar conflictos por el acceso a servicios públicos y que su provisión indiscriminada es un factor de atracción para nuevos “beneficiarios”, poniendo en riesgo el sistema socioeconómico de las sociedades de destino.
El proceso de securitización de las migraciones puede ser leído desde la óptica de Agamben como un ejemplo del estado de excepción de las democracias contemporáneas que miran las migraciones como una amenaza a la seguridad nacional, fenómeno exacerbado por la emergencia del terrorismo internacional después del 11 de septiembre del 2001 (Agamben 2004). Al identificar a los migrantes como enemigos potenciales, capaces de poner en peligro la propia existencia de la sociedad, actores políticos como George H. W. Bush o Donald Trump echan mano de esta retórica con fines electorales e implementan estrategias políticas y medidas de carácter excepcional, ya que consideran que son las únicas soluciones capaces de afrontar un peligro existencial. Así, a través del discurso securitario, se producen espacios de excepción para las personas migrantes y solicitantes de asilo, identificadas como una amenaza para la seguridad, sometiéndolas a formas intrusivas de vigilancia y control, y a poderes de policía excepcionales.
La externalización del control migratorio como una manifestación del régimen de frontera
En las últimas décadas ha tenido lugar un proceso de expansión territorial y administrativa de la función de vigilancia de la migración y el manejo de la frontera en otros países (De Genova 2013). Las fronteras no son inertes ni fijas ni pueden ser entendidas solo como los bordes físicos entre un Estado-nación y otro (Álvarez Velasco 2017, 157), ni como los límites sociopolíticos y jurisdiccionales del poder soberano tradicional, herencia de la Paz de Westfalia en 1681 y la creación del Estado-nación moderno. Más bien, las fronteras pueden ser comprendidas como formaciones de poder flexibles y móviles en las que hay una multiplicidad de actividades y actores involucrados; como un entramado de relaciones que “sancionan, reduplican y relativizan otras divisiones geopolíticas” (Balibar 2002, 79). Y que están en cualquier parte o en todas partes, incluso en muchos lugares a la vez y no necesariamente coinciden con las fronteras físicas (De Genova, Mezzadra y Pickles 2014).
Siguiendo a De Genova, más allá de fronteras se podría hablar de un régimen de frontera; esto es, hablar de un conjunto heterogéneo de actores estatales y no estatales que convergen en este entramado de relaciones de poder donde, desde luego, las personas migrantes, solicitantes de asilo y refugiadas -que el Estado y el capital buscan subordinar y disciplinar de diversas maneras- tienen un papel primario (De Genova 2010). El objetivo central de la frontera y los regímenes migratorios es el filtrado, la selección, el ingreso y la permanencia de migrantes, solicitantes de asilo y refugiados, más que la simple expulsión o el rechazo (Mezzadra y Nielson 2014). Y es a través de las distintas prácticas de este régimen de frontera que los Estados determinan dónde se encuentran los potenciales migrantes -más o menos rentables para el sistema capitalista neoliberal- para poder restringirlos o redireccionar su movilidad (Gil Araujo, Santi y Jaramillo 2017).
Así pues, las fronteras son producidas: son convertidas en objetos o hechos objetivos y se les fetichiza como realidades incuestionables con un poder para sí mismas. Y es aquí donde el derecho tiene un papel determinante pues cuando regula, controla y prohíbe el cruce de fronteras es cuando podemos hablar de migración y migrantes (regulares/irregulares y las distintas categorías) como tales (Ortega Velázquez 2017). Los regímenes fronterizos y de migración son justamente la politización que se da a través del derecho de la libertad de circulación de las personas, sometiéndolas así al poder estatal. La “irregularidad” migratoria es en sí misma una característica muy regular y predecible del funcionamiento rutinario y sistemático de los regímenes de vigilancia fronteriza y migratoria. Esto es lo que De Genova llama la producción de la ilegalidad de los migrantes en el régimen de frontera, la cual va aparejada, invariable y sistemáticamente, con la violencia del mismo: someter a los migrantes irregulares a pruebas de resistencia y a desafiantes obstáculos de muerte (De Genova 2003).
Anderson define los regímenes fronterizos como los acuerdos (bilaterales o multilaterales/regionales) sobre fronteras entre Estados vecinos, las prácticas que giran en torno a ellos, la administración y gestión de los controles, los sistemas de policía y los acuerdos e instituciones para la cooperación transfronteriza. En estos regímenes están implícitas las distintas concepciones de las funciones que deben tener las fronteras, así como el significado y sentido que se les otorga (Anderson 2000, 15). Los Estados ejercen estos acuerdos a través de un “control remoto” (Zolberg 2003) o “gobierno a distancia” (Miller y Rose 1990), por medio del cual se vinculan los cálculos que se llevan a cabo en un lugar con acciones que se realizan en otro. Esto no se hace por la fuerza, sino a través de afiliar y alinear agentes y agencias dentro de redes de funcionamiento.
La dependencia entre uno y otro agente puede estar basada en la existencia de fondos, legitimidad o algún otro recurso (que incluso puede ser producto de alguna coacción no directa), pero también puede ser el resultado de un agente convenciendo a otro de que sus problemas u objetivos están intrínsecamente ligados y que cada uno puede solventar sus dificultades o alcanzar sus fines conjuntamente y trabajando en la misma línea. Para ello es necesario construir un problema (la migración irregular) de manera similar, en este caso en los países de destino y tránsito de migrantes e incluso en los de origen, para enlazar sus políticas al respecto (Gil Araujo 2011, 26).
Este ‘gobierno a distancia’ se ha incorporado en el régimen de frontera a través de tres modalidades: “un desplazamiento vertical hacia arriba y hacia abajo de la administración estatal; un desplazamiento geográfico hacia otros puntos de control fronterizo; y una externalización de responsabilidades hacia los gobiernos de terceros países y el sector privado” (Gil Araujo 2011, 24-25). Uno de los indicadores más claros de la paulatina cristalización de un régimen fronterizo es la creciente externalización de sus controles a través de distintas tecnologías de poder como visas, pasaportes, sanciones a las compañías de transporte, controles biométricos, desarrollo de redes oficiales de enlace, acuerdos de readmisión o retorno con los países de origen o de tránsito, figuras de “tercer país seguro” y “primer país de llegada” para desviar a los solicitantes de asilo a otros países, ayudas y transferencias económicas, sistemas de alerta temprana, ayuda humanitaria y creación de zonas seguras en las proximidades de los conflictos para prevenir el desplazamiento de personas. En esta tarea, los Estados son ayudados por nuevos actores, como empleados, servicios sociales locales, alcaldes, grupos policiales multinacionales, empresas, ONGs, terceros Estados, los cuales se van adhiriendo al cuerpo del Estado como una especie de tentáculos artificiales (Guiraudon 2001).
La externalización de los controles fronterizos es el conjunto de mecanismos de coordinación entre los Estados de destino, tránsito y origen de migrantes que tienen como fin dirigir la conducta de estas personas y desincentivar su llegada a los Estados de destino. La externalización de las fronteras es una biopolítica que evita que migrantes y solicitantes de asilo ingresen en los territorios de los países de destino, y que los caracteriza como legalmente inadmisibles, sin considerar individualmente las razones de sus solicitudes de protección. Para ello, los Estados realizan acuerdos, aunque también hay involucramiento de actores privados e implementación de políticas de prevención y prohibición, tanto directas como indirectas, tales como apoyar prácticas de seguridad o gestionar la migración por terceros (Crepeau 2014; Frelick, Kysel y Podkul 2016; Gammeltoft-Hansen y Tan 2017).
Europa y Estados Unidos (que se analiza en el siguiente apartado) son casos ejemplares en la externalización del control de fronteras en el siglo XXI, especialmente después de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. En el ámbito europeo y en el contexto del derecho de asilo, son ilustrativos de lo anterior el Sistema Dublín III (2013) y el Acuerdo Unión Europea-Turquía (2016), acuerdos de “primer país de llegada” y “tercer país seguro”, respectivamente, a través de los cuales se ha reducido el número de solicitantes de asilo en Europa, al trasladarlos a otros países (como Turquía o dejarlos varados en Grecia) y, con ello, también las responsabilidades de protección internacional que los Estados europeos han asumido a nivel internacional.
Bajo la figura del “primer país de llegada”, las personas solicitantes de asilo pueden ser devueltas a Estados donde hayan encontrado protección internacional o puedan encontrarla, o donde tengan un contacto o vínculos estrechos. En el caso del “tercer país seguro”, las personas solicitantes de asilo pueden ser devueltas a los Estados por los cuales hayan transitado en ruta hacia los países donde pedirán asilo, o incluso a Estados que no sean de tránsito, pero a través de un acuerdo bilateral o multilateral que hace responsable a dichos Estados de otorgar la referida protección internacional (ACNUR 2001 y 2018). La retórica que justifica estas figuras es que reducen los movimientos migratorios irregulares ulteriores, se evita la creación de situaciones de refugiados en “órbita” y se fomenta la cooperación internacional y la responsabilidad compartida (ACNUR 2018, 3).
Sin embargo, en la práctica estos acuerdos son usados por los Estados de destino para disminuir el número de solicitantes de asilo en sus territorios y evadir sus obligaciones de protección internacional, con el consecuente costo en vidas y derechos humanos (Gil Bazo 2015; Guild et al. 2015; Fratzke 2015; De Lucas 2016; Amnistía Internacional 2017; Médicos sin Fronteras 2019). Como se ve, la Unión Europea, “región de justicia, cooperación, seguridad, libre circulación de personas y supresión de fronteras” (Unión Europea 2020), cerró sus puertas a los refugiados a través de una biopolítica que externaliza sus fronteras.
Bajo el discurso securitario, migrantes y solicitantes de asilo, representan una amenaza potencial para los países de destino en términos de orden público, seguridad nacional, política, identidad y estabilidad socioeconómica, por lo que el objetivo es evitar que pisen sus territorios a través de la implementación de distintas tecnologías de poder como la del “tercer país seguro”, la cual viola uno de los principios fundantes del derecho internacional de los refugiados: la protección contra la devolución de una persona a un territorio en el cual sufra riesgo de persecución (art. 33 de la Convención de 1951). Este principio es “la piedra angular de la protección internacional de las personas refugiadas y solicitantes de asilo” (Corte Interamericana de Derechos Humanos 2018, párr. 179) porque permite garantizar y proteger derechos fundamentales e inderogables de la persona protegida: vida, libertad, seguridad e integridad personales.
La externalización del control de fronteras estadounidenses a México: más de treinta años conteniendo migración indeseada a través de discursos securitarios
El 11 de septiembre del 2001 marcó un hito en el manejo de la política migratoria en Estados Unidos: la Immigration Act de ese año creó el Homeland Security Department, una agencia con facultades en materia de migración y antiterrorismo, con nuevos métodos de identificación y vigilancia, y unidades encargadas de controles externos como el Immigration and Customs Enforcement y la Coast Guard (Ziaotti 2016, 5). Sin embargo, desde años antes de la amenaza global del terrorismo, el proceso de externalización de la frontera estadounidense ya se venía gestando bajo otros discursos como el del narcotráfico. Desde luego que México, por su posición geográfica, ha tenido una activa participación y colaboración en este proceso, específicamente para contener la migración centroamericana, y le ha servido como moneda de cambio para favorecer sus intereses comerciales, a costa de las vidas y los derechos humanos de los migrantes y solicitantes de asilo procedentes de esta región.
Esto se puede ver de manera panorámica en México en las últimas tres décadas -independientemente del partido político que haya estado o esté en el poder (PRI, PAN o MORENA)-, del gobierno de Salinas (1988-1994), en el que se logró la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1992 y se inició la labor de México como país frontera, hasta el gobierno de López Obrador (2018-2024), en el que se evitó que se impusieran tarifas arancelarias a las importaciones mexicanas en junio de 2019, a costa de convertir a México de facto en “tercer país seguro” a través de los Protocolos de Protección al Migrante y la Declaración Conjunta México-EUA (ambos de 2019), terminar de militarizar la frontera sur y ser un verdadero muro para las caravanas migrantes centroamericanas. Así, la securitización de las migraciones ha sido usada para externalizar las fronteras estadounidenses a México desde hace años, pudiéndose distinguir tres tipos de discursos:
Discurso: los migrantes como narcotraficantes (1988-2001)
Estados Unidos usó como primer discurso para externalizar el control de su frontera a México, el asociamiento de las personas migrantes irregulares con narcotraficantes, el cual empata con la construcción securitaria del migrante irregular como una amenaza socioeconómica y un peligro al orden público a la que alude Campesi. Este discurso que, de un lado, tiene como bastión el combate a la migración irregular y, de otro, la “guerra contra las drogas” (provenientes de México y Colombia) (Alba 1999, 21-22), tiene sus orígenes en el periodo que siguió a la aprobación de la Immigration Reform and Control Act (IRCA) de 1986, la cual regularizó a 2.3 millones de mexicanos y criminalizó el empleo de migrantes irregulares (Durand 2013, 7). En este periodo destaca la operación Gatekeeper, del 1 de octubre de 1994, la cual tenía por objeto disuadir de cruzar la frontera a las personas migrantes irregulares y conducirlas a rutas más peligrosas por el desierto (Durand 2013, 764), con el consecuente aumento de muertes (Munguía 2015, 107).
Otro mecanismo importante de contención de la migración irregular fue la adopción de dos leyes en 1996: la Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act (IIRIRA), la cual implementó medidas de control en las fronteras, lugares de trabajo y deportación, y aumentó las restricciones para el acceso de prestaciones públicas y servicios sociales por parte de los migrantes irregulares; y la Antiterrorism and Effective Death Penalty Act, la cual amplió sustancialmente el uso de la detención obligatoria sin fianza, así como la lista de delitos que tienen como consecuencia la deportación obligatoria de migrantes autorizados, incluyendo aquellos de larga duración y permanentes (Comisión Interamericana de Derechos Humanos 2010, párr. 5).
En el lado mexicano, en 1993, bajo el gobierno de Salinas (1988-1994), coincidentemente un año después de la firma del TLCAN, se creó el Instituto Nacional de Migración (INM) para la gestión migratoria y la contención de la migración irregular en tránsito, a través de los dispositivos de detención y deportación, ejes de la política migratoria mexicana hasta nuestros días. En 1996, con el gobierno de Zedillo (1994-2000), la Ley General de Población fue instrumentalizada para permitir verificaciones migratorias en lugares distintos a los establecidos (art. 151); esto es, a lo largo y ancho de todo el país. El gobierno estadounidense entrenó a agentes migratorios mexicanos, fuerzas militares y de seguridad para profesionalizar sus labores. Y en 1998 se echó a andar la “Operación Sellamiento” -análoga a la Gatekeeper de 1994 (Munguía 2015, 106)- que involucró acciones coordinadas entre México y Estados Unidos en la frontera con Guatemala para detectar migrantes irregulares (Cortés 2003). Además, México tenía la tarea de fungir como enlace de Estados Unidos con Centroamérica para crear acciones coordinadas en materia migratoria, lo cual fue hecho con el “Proceso Puebla” de 1996 (Conferencia Regional sobre Migración (CRM) 2011).
Para el gobierno de Fox (2000-2006) ya había una estación migratoria en la Ciudad de México y 24 estancias provisionales que se concentraban en su mayoría en el sur del país (Casillas 2002). El programa de este sexenio fue el “Plan Sur” (2001), cuyo discurso fue proteger la dignidad de las personas migrantes y combatir la corrupción y la impunidad (Grayson 2002). En la práctica implicó operativos del Instituto Nacional de Migración (INM), la Policía Federal Preventiva (PFP) y la Procuraduría General de la República (PGR) en importantes puntos de cruce de migrantes centroamericanos (Anguiano y Trejo 2007, 50), así como la construcción de nuevas estancias migratorias, inversión en tecnología y contratación de servidores públicos, para afinar el proceso de deportación de las personas migrantes irregulares a sus países (Casillas 2002, 203-4). Al terminar el sexenio foxista, el INM ya contaba con 52 centros de detención migratoria (Casillas 2008).
Discurso: los migrantes como terroristas (2001-2018)
Con los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001, el discurso securitario cambió y se asoció a los migrantes irregulares con terroristas, usándose la construcción securitaria del migrante como amenaza a la seguridad nacional a la que se refiere Campesi y tomándose medidas para frenar y contener tal “amenaza”. Del lado de Estados Unidos, se reconfiguró la gestión migratoria: se crearon instituciones (Department of Homeland Security y sus distintas agencias), se emitieron leyes (Patriot Act, que convirtió la migración irregular en un asunto de seguridad nacional) y órdenes militares excepcionales que autorizaban la detención indefinida de extranjeros sospechosos de terrorismo (un estado de excepción manifiesto) (Agamben 2004, 6), se aumentó el muro fronterizo con México, se intensificaron los operativos en lugares de trabajo y se incrementó el número de agentes de la patrulla fronteriza (Durand 2013, 764).
Del lado de México, se emprendieron acuerdos bilaterales, multilaterales y acciones de control de la migración centroamericana. El Grupo de Alto Nivel de Seguridad Fronteriza (GANSEF) entre México-Guatemala (2002) y México-Belice (2005) se formó para trabajar contra terrorismo, crimen organizado, migración irregular, tráfico ilícito de mercancías y seguridad pública fronteriza (Calleros 2009). El Operativo Escudo Comunitario (2005) buscó contener el flujo de pandillas centroamericanas en tránsito por México hacia Estados Unidos (Carreón, Herrera y Córdova 2009, 247-48). En 2005 se reconoció al INM como instancia de seguridad nacional. Y en 2006 se firmó el “Memorándum de entendimiento entre los gobiernos de los Estados Unidos Mexicanos, de la República de El Salvador, de la República de Guatemala, de la República de Honduras y de la República de Nicaragua, para la repatriación digna, ordenada, ágil y segura de nacionales centroamericanos migrantes vía terrestre” (Rodríguez 2016, 111).
En el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) se implementó el Plan Puebla-Panamá (2008), el cual tenía como discurso impulsar la infraestructura y las inversiones en energía en la región para reducir las condiciones de pobreza, desigualdad y violencia (Carreón, Herrera y Córdova 2009, 247-48). Sin embargo, sirvió para externalizar la frontera estadounidense hacia México a partir de un enfoque de seguridad regional para evitar la entrada de terroristas potenciales por la frontera sur de Estados Unidos y, a la vez, permitir la coordinación regional de las deportaciones y la contención de la migración irregular al norte. Este plan, ahora llamado Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica, implicó la transferencia de $4,529 millones de dólares de Estados Unidos a México, de 2008 a marzo del 2017 (AMEXCID 2018). Finalmente, con la Iniciativa Mérida (2008) se reconoció la necesaria cooperación bilateral en materia de seguridad entre los dos países para contrarrestar la violencia ocasionada por las drogas. Para ello, Estados Unidos suministró recursos a México para equipamiento y capacitación de funcionarios mexicanos para el combate a redes criminales, tráfico de drogas y personas, así como para el control de los flujos migratorios irregulares (US Embassy Mexico 2008). Con esta iniciativa, de 2008 a mayo del 2017, Estados Unidos transfirió a México 2,800 millones de dólares (Seelke y Finklea 2017).
En el gobierno de Peña Nieto, 2012-2018, entró en vigor el Programa Integral Frontera Sur (2014) como una estrategia nacional enfocada “a la protección de los derechos humanos de los migrantes, el desarrollo de los estados fronterizos y el fortalecimiento de la seguridad en la zona” (SEGOB 2015). Sin embargo, de nuevo, su objetivo fue reafianzar el papel de México como dique de contención de los migrantes centroamericanos a través de agresivos operativos en corredores y hotspots de migrantes en Chiapas, Tabasco, Oaxaca y Veracruz (REDODEM 2015; Boggs 2015). Para su implementación, se creó una partida específica en el Presupuesto de Egresos de la Federación para la Coordinación para la atención integral de la migración en la frontera sur , que se mantiene hasta 2020 (SHCP 2020).
La externalización de la frontera estadounidense a México tiene resultados visibles. Por ejemplo, el Global Detention Project señaló que de 2010 a 2016, Estados Unidos fue el país con mayor incremento en las detenciones de personas migrantes solo seguido por México, que ocupa el número 2 en la lista de los 12 países que detienen a más personas migrantes (Global Detention Project 2017, 6). Ello con independencia de que los detenidos sean niños, niñas o adolescentes, puesto que de 2013 a 2017 estos dos países estuvieron a la cabeza en la detención de niños migrantes (Global Detention Project 2018, 8; 2019, 5). De este modo, los países de destino han incrementado la detención de personas migrantes antes de llegar a su territorio y lo hacen con la ayuda de los países de tránsito. Este es el caso de Estados Unidos y el trabajo de detención que realiza México para que los migrantes centroamericanos no toquen suelo estadounidense.
Discurso: las caravanas migrantes como “invasiones” (2018-2020)
Las caravanas migrantes que han llegado a México desde finales de 2018 procedentes de Centroamérica han dado un nuevo giro al discurso securitario de las migraciones: literalmente se les ha equiparado con “invasiones” (Trump 2018), condensando las tres construcciones del migrante irregular bajo la lente securitaria: como amenaza al orden público y la seguridad nacional; como amenaza sociocultural y como amenaza socioeconómica (Campesi 2012). Las respuestas de los gobiernos de Estados Unidos y México han sido acordes, convirtiendo a México en la primera línea de “defensa” del muro del presidente Trump y consolidándolo como un país frontera.
La migración centroamericana y su cruce por México no es algo nuevo: Tapachula, la principal ciudad fronteriza del sur, históricamente ha sido su cruce habitual en la ruta hacia Estados Unidos. Las razones de la migración de esta región, que es mayormente de carácter forzado, incluyen pobreza, guerras civiles, desastres medioambientales e incluso cambio climático, violencias de todos tipos (institucional, de mercado, familiar, criminal), deseos de reunificación familiar, entre otras, aunado a un débil estado de derecho y a territorios impregnados por el crimen organizado.
Esta realidad precaria y violenta está fuertemente vinculada a los estragos causados por los largos conflictos armados que tuvieron lugar en la región entre 1960 y 1990 y que, a pesar de la firma de acuerdos de paz y la instalación de regímenes “democráticos”, aún prevalecen muchas de las situaciones que los provocaron (Cuevas 2017). Las oligarquías políticas, económicas y militares quedaron casi intactas y tomaron nuevos rumbos con el apoyo de Estados Unidos, donde se asentó una importante migración centroamericana en los años de las guerras civiles (ACNUR 2008). Algunos de estos migrantes se organizaron en pandillas criminales y el gobierno de George H. W. Bush los deportó entre 1989 y 1993. De vuelta a la región, pandillas como Barrio 18 y la MS13 se expandieron y trajeron consigo violencia y muerte para la población civil. Así, la violencia generalizada se convirtió en una realidad para la región, provocando desplazamientos forzados de personas (Andino 2016; Santamaría 2007).
Las caravanas emergieron como una “nueva” forma de migración masiva, vistosa y organizada que ha permitido dar visibilidad, acompañamiento y protección a las personas migrantes por parte de organizaciones sociales, medios de comunicación y organismos de derechos humanos. Además de que son relativamente seguras y baratas para migrar, en comparación con los muy altos costos de los traficantes de personas, denominados “coyotes” (COLEF 2018). Las caravanas han sido calificadas como una forma de supervivencia (Torre-Cantalapiedra 2019) o una nueva forma de autodefensa y transmigración, “una nueva forma de lucha migrante” (Varela y McLean 2019, 167). Incluso, como han tenido una importante composición de jóvenes, han sido consideradas como una “estrategia de movilidad y espacio de protección, autonomía y solidaridad para los adolescentes centroamericanos” (Glockner 2019). Sin embargo, la novedad no es la forma de migrar en caravanas, ya que anteriormente ya han tenido lugar este tipo de movimientos:
La Caravana de Madres Centroamericanas desde 2004 busca a sus hijos migrantes perdidos en México y camina por las rutas que transitaron sus hijos, parando en estaciones migratorias, recorriendo las vías del tren, entrando en las cárceles mexicanas, los prostíbulos y centros de baile, y buscando los cuerpos de sus hijos e hijas en hospitales y morgues (Varela 2015, 335).
El Viacrucis Migrante, un símil de las dificultades del camino de Cristo con el de los migrantes, desde 2011 es un evento de protesta que vincula lo religioso con lo político y acciones colectivas contenciosas, y es utilizado por los migrantes en tránsito y sus defensores como vía para hacer públicas sus demandas (Vargas 2018, 120; Martínez Hernández-Mejía 2018, 233).
La novedad de las caravanas desde octubre de 2018 es que inician en los territorios de origen de los migrantes (p.e. Honduras), son de un gran volumen, tienen una amplia presencia de mujeres, niños y niñas y jóvenes y reciben una importante cobertura de los medios de comunicación. Además, involucran una compleja red de actores: migrantes y deportados que ya conocen las rutas, defensores de derechos humanos, agencias internacionales responsables de gestionar crisis humanitarias, medios de comunicación y expertos, funcionarios, y poblaciones organizadas y fragmentadas de las comunidades por las que atraviesan estas caravanas (Varela y McLean 2019, 175).
Las respuestas de los gobiernos de México y Estados Unidos no se han hecho esperar. En México, ya bajo el gobierno de López Obrador (2018-2024), la primera respuesta -acorde con sus promesas electorales- fue tener una política “humanitaria” que incluyó el otorgamiento de visas por razones humanitarias, llegando a otorgarse 10,571 visas a nacionales de Honduras, El Salvador y Guatemala en enero de 2019 (SEGOB 2019, 116). No obstante, la estrategia humanitaria no duró demasiado: la alternancia política que tuvo lugar en México, la “nueva” visión proderechos humanos del gobierno entrante y la continua crisis humanitaria que se vive en Centroamérica tuvieron un “efecto llamada” y las caravanas centroamericanas siguieron llegando a la frontera sur. Entonces, se dio un viraje a la política migratoria y se retomaron las añejas estrategias, comunes a todos los gobiernos mexicanos: se disminuyó drásticamente el otorgamiento de visas humanitarias y aumentaron las detenciones, la separación de familias, la sobrepoblación en las estaciones migratorias, la falta de acceso a la salud, y las violaciones a los derechos al debido proceso y a la protección internacional (Alianza las Américas 2019; CNDH 2019).
Para noviembre de 2019, se habían detenido a 151,547 migrantes centroamericanos -de los cuales casi un tercio son niños: 47,406- y deportado a 115,237 (SEGOB 2019, 124, 133); esto es, se deportó al 76% de los migrantes procedentes de esa región, lo cual muestra un “eficaz” abordaje de la crisis migratoria por el gobierno mexicano a través de los dispositivos de detención y deportación. Ello a la par del uso de la recién estrenada Guardia Nacional para “ordenar” la migración irregular con fuertes despliegues de violencia, tal y como lo muestra su actuación en el segundo semestre de 2019 y con la caravana migrante de enero de 2020, la cual fue recibida por la Guardia Nacional en un operativo muy similar a los que ejecuta la patrulla fronteriza de Estados Unidos (Pradilla 2020). Eso sí, la actuación del gobierno mexicano ha estado cobijada por el lema de los pactos de Marrakech de 2018 sobre migración y refugiados, de los cuales fue un grande impulsor: “migración segura, ordenada y regular”.
A la par, y en la misma retórica de gobiernos anteriores, el gobierno mexicano presentó en mayo de 2019 el Plan de Desarrollo Integral: El Salvador, Guatemala, Honduras, México, elaborado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en aras de que las personas de la región no tengan que migrar. Este proyecto gira en torno a 4 ejes: 1) desarrollo económico: fiscalidad e inversión, integración comercial, energética y logística; 2) bienestar social: educación, salud y trabajo; 3) sostenibilidad ambiental y gestión de riesgos, y, 4) gestión integral del ciclo migratorio con seguridad humana: derechos, medios de vida y seguridad centrada en las personas (CEPAL 2019). Este nuevo plan también tiene una retórica de derechos humanos bajo la cual subyacen intereses muy claros de contener una migración no deseada, ni en Estados Unidos ni en México.
Del lado de Estados Unidos, desde el inicio de las caravanas en octubre de 2018, el gobierno de Donald Trump reclamó categóricamente a México frenar esa migración no deseada y cerró su sistema de asilo para los centroamericanos a través de tres mecanismos:
1) Los Migrant Protection Protocols (MPP), llamados también Remain in Mexico Policy , de enero de 2019, facultan al Department of Homeland Security a regresar a México a los migrantes irregulares y solicitantes de asilo centroamericanos que lleguen por vía terrestre a Estados Unidos, para que esperen sus resoluciones migratorias y de asilo ahí, lo cual socava sus posibilidades de conseguir asilo al dificultarles conseguir un abogado que los represente en ese país. Según cifras del Department of Homeland Security, a octubre de 2019 se habían regresado a México a 55,000 migrantes bajo este programa (US Department of Homeland Security 2019a).
Al regresar a los migrantes y solicitantes de asilo a México bajo los MPP se les expone a peligros letales. Está documentado que en su camino hacia -y desde- los tribunales estadounidenses para oír sus resoluciones de asilo y migración, y en la calle en México, mientras buscan trabajo y comida, son golpeados, secuestrados y violados. Por ejemplo, a diciembre de 2019, Human Rights First documentó 636 casos de violaciones, secuestros, tortura y otros ataques violentos contra migrantes y solicitantes de asilo devueltos a México bajo los MPP a ciudades como Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo y Matamoros (Human Rights First 2019b). Sin embargo, el discurso usado por el gobierno de Trump es que los MPP son una “alternativa” a la separación de familias, una forma de reducir la sobrepoblación en los centros de detención y una de las iniciativas del Department of Homeland Security más “exitosas” que ha alcanzado una “eficacia operacional”, al reducir el número de solicitantes de asilo que llega a la frontera sur de Estados Unidos (US Department of Homeland Security 2019a).
Estas afirmaciones ignoran los peligros a los que se enfrentan las personas que son devueltas a México, riesgos que incluso han sido calificados como “anecdóticos” por los altos mandos de la administración de Trump -como Mark Morgan, comisionado del Customs and Border Protection (White House 2019). No obstante, como es sabido, México es un espacio donde migrantes irregulares y solicitantes de asilo sufren violencia, abusos, delitos e incluso la muerte: es un país destruido y desposeído por masacres y desapariciones forzadas -San Fernando, Cadereyta, Ayotzinapa, etc.-, ejecuciones, linchamientos, feminicidios, homicidios, crímenes contra personas LGBT, trata sexual (especialmente de niños y mujeres) y laboral, reclutamientos forzados por parte del crimen organizado, secuestros, extorsiones, guerras entre cárteles, etc., todas situaciones ampliamente documentadas especialmente por la sociedad civil organizada en México (Suarez, Knippen y Meyer 2015; REDODEM 2017; 2018).
2) La Declaración Conjunta México-Estados Unidos, de junio de 2019, y firmada tras una amenaza velada y mediática por parte del presidente Trump de aumentar los aranceles para las exportaciones de los productos mexicanos de forma progresiva a partir del 10 de junio de 2019, en caso de que México no hiciera algo decisivo para frenar la migración irregular centroamericana, obligó a México a militarizar su frontera sur (con la Guardia Nacional), a aceptar que los migrantes que crucen la frontera sur de Estados Unidos para solicitar asilo sean devueltos sin demora a su territorio -donde deberán esperar la resolución de sus solicitudes de asilo- y a darles oportunidades laborales y acceso a la salud y educación. Estados Unidos se comprometió únicamente a acelerar la resolución de solicitudes de asilo y ejecutar los procedimientos de deportación de la forma más expedita posible. Y ambos países reiteraron su compromiso para fortalecer y ampliar la cooperación bilateral y evitar la migración forzada a través del Plan de Desarrollo Integral, pero sin dar datos sobre aportaciones económicas u otras consideraciones (SRE 2019).
Para cumplir con lo acordado en este “acuerdo” y evitar que los migrantes centroamericanos avancen hacia Estados Unidos, México ha terminado de militarizar su frontera sur -ahora con la Guardia Nacional- y ha puesto en marcha operativos que ponen en peligro la vida de los migrantes y solicitantes de asilo que han llegado en caravanas, y que incluyen el uso de escudos de seguridad, golpes, piedras y gases lacrimógenos (Henríquez 2020). Asimismo, no solo ha aumentado el número de detenciones y deportaciones, sino también la capacidad de detención con la habilitación de una nueva cárcel migratoria, La Mosca, en Chiapa de Corzo, la cual funciona en condiciones que no son compatibles con los derechos humanos de las personas que ahí recluyen (Domínguez 2019).
3) La Directiva Asylum Eligibility and Procedural Modifications, emitida conjuntamente por el Department of Homeland Security y el Department of Justice el 16 de julio de 2019, acabó de sellar el sistema de asilo estadounidense para los centroamericanos al disponer que solo pueden solicitar asilo en la frontera sur de Estados Unidos quienes: a) hayan pedido asilo en otro tercer país “seguro” por el que hayan transitado y se les haya negado dicha protección; b) hayan sido víctimas de formas “severas” de tráfico de personas, o, c) hayan transitado por algún país que no sea parte de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 o de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes de 1984. Es de notarse que no existe excepción alguna en caso de que los solicitantes de asilo sean niños. A quienes que no se encuentren en alguna de dichas excepciones se les iniciará un proceso de deportación rápida y se les trasladará a sus países (Homeland Security Department y Executive Office for Immigration Review 2019). Como México es parte de las Convenciones de 1951 y de 1984, solo califican como excepciones a la restricción de solicitar asilo en la frontera sur de Estados Unidos las dos primeras, quedando así bloqueado el acceso al asilo para la mayoría de centroamericanos que transitan por México hacia ese país en busca de protección internacional.
La directiva ha sido cuestionada legalmente por distintas organizaciones de la sociedad civil -como la American Civil Liberties Union (ACLU), el Center for Constitutional Rights y el Southern Poverty Law Center, entre otras- no solo porque es una flagrante violación al principio de no devolución, piedra angular del derecho de asilo, sino también porque las leyes estadounidenses de migración y asilo solo restringen que una persona pida asilo en caso de que esté “firmemente asentada/establecida” en otro país antes de llegar a Estados Unidos, y exista un acuerdo de tercer país seguro con ese país y al solicitante de asilo se le haya garantizado un “procedimiento completo y justo” ahí (Human Rights First 2019a).
En respuesta, el gobierno de Trump impulsó la firma de acuerdos de “tercer país seguro” con los países de Centroamérica, los cuales estuvieron mediados -al igual que con México- con amenazas de orden comercial para su concreción: con Guatemala el 26 de julio, con el Salvador el 20 de septiembre y con Honduras el 25 de septiembre, todos de 2019 (US Department of Homeland Security 2019b). El 11 de septiembre de 2019 la Corte Suprema de Estados Unidos desechó las primeras impugnaciones legales de la directiva, dando una primera victoria al gobierno de Trump (US Supreme Court 2019). Ello a pesar de la incongruencia que representa el considerar tanto a México como a los países centroamericanos como países “seguros” ya que justamente son esos países los que están expulsando a sus nacionales de manera forzosa por el clima generalizado de inseguridad y las violaciones sistemáticas de derechos humanos que ahí ocurren.
Conclusiones
Este artículo tuvo como fin analizar cómo Estados Unidos ha contenido la migración irregular procedente de Centroamérica en los últimos treinta años a través del discurso de securitización de las migraciones, el cual ha construido al migrante como una amenaza (que ha ido variando en intensidad dependiendo el contexto económico, político y social imperante en la región) al asociarlo con el narcotráfico, el terrorismo y las invasiones. A partir de la biopolítica legal, se intentó mostrar cómo el actual gobierno estadounidense de las migraciones ha externalizado su frontera a México a través de distintas tecnologías de poder o biopolíticas para que esta migración -que se considera indeseada por ser una “amenaza” social, política, cultural, económica y a la seguridad interna y nacional- no pise su territorio. Y que van de distintos planes de cooperación, seguridad y militarización regional, disfrazados de una retórica que “vela” por los derechos humanos de estas personas y el desarrollo en sus regiones de origen para que no tengan que migrar, y donde México ha tenido un papel primario para su ejecución a lo largo de más de treinta años, a vaciar el derecho de asilo al quitarle su principal garantía que es el principio de no devolución.
De acuerdo con el marco teórico utilizado, el derecho no es concebido como una ciencia social autónoma y de la cual emanan normas objetivas y justas, sino como un conjunto de prácticas, instituciones, estatutos, códigos, autoridades, discursos, textos, normas y formas de enjuiciamiento variados, no unificados, que nunca existen o actúan por su cuenta, sino que siempre están entrelazados con lógicas de poder e intereses políticos. Así pues, el derecho puede ser instrumentalizado para favorecer los intereses políticos de los Estados dominantes, sin que importe si se desvirtúan o dejan sin contenido derechos humanos fundamentales para las personas, como el derecho de asilo en el contexto contemporáneo de las migraciones forzadas procedentes de Centroamérica.
En el actual gobierno estadounidense de las migraciones, México es la primera línea del muro del presidente Trump, quedando la vida de las personas migrantes y solicitantes de asilo procedentes de Centroamérica instrumentalizadas, desechadas y sin posibilidades de solicitar protección internacional, ya que tanto Estados Unidos (país de destino) como México (país de tránsito) se las niegan, aún cuando existen razones objetivas para que la soliciten, puesto que intentan huir de geografías de muerte y salvar sus vidas. Pero ni en México ni en Estados Unidos esta opción parece ser alentadora ya que Estados Unidos los devuelve a México a que esperen sus procedimientos de asilo y sus vidas corran peligro en esta espera, y en México parece cada vez más escasa la posibilidad de pedir protección internacional si el gobierno mexicano, bajo el lema de tener una migración “segura, ordenada y regular”, disuelve las caravanas, como la de enero de 2019, con “eficacia” como nunca antes y aumenta las deportaciones de las personas procedentes de esta región.