Introducción
En este trabajo mostraré cómo, a mediados del siglo XIX, en territorios sureños de Estados Unidos, la voz narrativa en primera persona que usaron ex esclavos afrodescendientes en sus memorias testimoniales, más allá de ser una estrategia de perspectiva formal, sirvió como catalizador del derecho de voz que les había sido negado durante siglos. Ese yo narrativo de los esclavos apareció como un fenómeno nuevo que, bajo apariencia de formalidad estilística, propició el surgimiento de todo un sistema de reivindicación discursiva y epistémica en la percepción de ellos mismos como los otros, anulados, estigmatizados y silenciados, tanto en ámbitos privados como en espacios públicos. Pero también se trata de probar que ese yo narrativo usado por los ex esclavos africanos fue utilizado como territorio sometido a voluntades externas, afines a intereses políticos.1 Dicho de otro modo, los esclavos se veían obligados a narrar desde un yo impostado, vigilado, muchas veces intervenido mediante maniobras discursivas de apropiación de voz ejercidas por abolicionistas y periodistas ávidos de relatos heroicos que impulsaban las ventas de sus gacetillas. También se trata de mostrar que esas intervenciones tutelares sobre el yo narrativo solo pueden entenderse a la luz de un contexto social en el que los esclavos aún no habían ganado plena legitimidad para expresarse libremente en los grandes debates sobre la esclavitud.
Por primera vez, narrativas testimoniales impregnadas de desafíos épicos, removían los silencios impuestos por los dueños de plantaciones, a grado tal que, junto a los esfuerzos de los abolicionistas, esas mismas narrativas dejaron expuestas las contradicciones y abyecciones del sistema esclavista. Sin embargo, ese yo narrativo no podía ser del todo transparente, pues también fue ficcionalizado por abolicionistas blancos que escribieron relatos como si ellos mismos fueran esclavos negros, lo cual generó disputas sobre la autenticidad de las narraciones. Se trata entonces de mostrar cómo, al narrar lo vivido en esclavitud, desde la primera persona, muchos esclavos obtuvieron nuevas formas de liberación simbólica. Aspectos tan subjetivos y complejos como el dolor, la sumisión, el desarraigo, la tristeza y el odio mismo, adquirían nuevas resonancias, matices y sensaciones porque eran expresadas desde una referencialidad centrada en la sensibilidad de los propios esclavos. Para esos escritores blancos lo más importante no era conseguir relatos estrictamente auténticos, sino ganar audiencias, de manera efectiva. Nada extraño era que, los editores, también blancos hicieran sus propios agregados narrativos, a fin de acomodar los hechos a las expectativas lectoras de la época.
En este trabajo muestro también que la autenticidad del yo narrativo fue borrosa, gregaria y conflictiva, lo cual, al paso del tiempo, ha suscitado incluso, entre ciertos sectores de crítica literaria, que se ponga en duda la clasificación de las slave narratives como estrictamente autobiográficas (Olney 46). De cualquier manera, es un hecho que esos cruces entre lo real y lo ficcionalizado también fueron decisivos para el desarrollo de una nueva épica narrativa que, por un lado, fortaleció las causas políticas del movimiento abolicionista; y por otro lado, contribuyó a la sensibilización de la sociedad esclavista de aquella época respecto al racismo exacerbado que cotidianamente sufrían miles de personas afrodescendientes.2 Este trabajo pretende ampliar los estudios iniciados desde 1979 por Frances Foster, cuando publicó el libro Witnessing Slavery un trabajo señero sobre la importancia de las slave narratives dentro del ámbito literario norteamericano.
De la oralidad a la escritura
Durante los años treinta del siglo XIX, los partidarios de movimientos abolicionistas en Estados Unidos debieron enfrentarse a toda clase de pugnas ideológicas. Por un lado, entre cuáqueros ya se había desarrollado un amplio sentimiento, en el sentido de que todas las personas deberían tener el derecho de nacer libres e iguales. Al mismo tiempo, ciudadanos comunes vivían inmersos en ámbitos plagados de prejuicios raciales, tan arraigados que, en la vida cotidiana, limitaban o privilegiaban las libertades de las personas. Quienes defendían derechos sobre posesión de esclavos se valían, en muchas ocasiones, de argumentos circulares basados en creencias religiosas, o bien apelaban a explicaciones pseudocientíficas, poco dadas a concesiones autocríticas, respecto al drama que suponía para miles de personas de origen africano, vivir atrapadas en condiciones extremas de explotación y miseria.
Al otro extremo estaban los abolicionistas, contrarios a la trata de cautivos sometidos al carimbo. Publicaban historias testimoniales de esclavos en diarios como The Genius of Universal Emancipation (1789-1839),3The Liberator (1836), o The Western Luminary (1824-183).4 A una escala mayor, podría decirse que entre 1820 y 1860 se escribieron innumerables relatos de gran poder cautivador, debido a la meticulosidad con la que se describían toda clase de complejas actitudes éticas y psíquicas. Fueron tan singulares esas recreaciones de vidas en esclavitud que, la escritora Arna Bontemps sostenía que se trataba de un género estrictamente estadounidense de narración literaria (Houston 11). En un sermón del 8 de agosto de 1849, el predicador Theodore Parker arengaba lo siguiente: “Tenemos una serie de producciones literarias que nadie podría haber escrito más que estadounidenses: me refiero a las vidas de esclavos fugitivos . . . en ellas está todo lo romántico de América, no en las novelas del hombre blanco” (Parker 25). En esta clase de concepciones se implica la idea de que el territorio imaginativo de la literatura estadounidense, solo puede ser fondeado desde el ámbito esclavo, ya que, desde siglos atrás, los esclavos habían sido artífices de una rica tradición vasta en relatos orales transmitidos a través de generaciones. Ahora, ellos mismos, instalados al centro de pugnas políticas entre mayorales algodoneros y agentes contrarios a la trata, se daban cuenta de que había llegado el momento de expresar lo vivido en cautiverio, a través de la escritura. No era extraño que, al fragor de tumultuosas sesiones de abolicionistas, los propios esclavos, impedidos de hacerse oír, a causa de las griterías cruzadas entre alborotadores, golfillos y oradores blancos incendiarios, comprendieran que la mejor forma de plasmar sus experiencias tendría que ser por escrito.5 Para tales efectos tenían a su alcance toda una tradición oral narrativa, pero además podían nutrirse de relatos sentimentales, sermones morales en las escuelas dominicales, crónicas con estampas de viajes y otras narraciones seculares, propias de la literatura inglesa y europea de los siglos XVIII y XIX.
Aquellos esclavos, deseosos de incursionar en las artes narrativas de memorias extensas, supieron aprovechar temas y tonos piadosos, propios de los relatos confesionales puritanos y también de las historias que se contaban los domingos con fines de conversión metodista. Lo que estaban creando los esclavos era literalmente un contragénero narrativo, es decir, una forma híbrida, a contrapelo, entre novela sentimental y relatos salpicados con tópicos propios de la picaresca europea. No está de más subrayar que, muy pronto, los esclavos alfabetizados descubrieron que lo textual ofrecía variantes densas, ricas y profundamente sugestivas para narrar toda clase de experiencias físicas y psíquicas, vividas durante los años más traumáticos de cautiverio en plantaciones de algodón, caña de azúcar o tabaco. Al mismo tiempo descubrieron todo un horizonte textual que les permitía narrativizar de maneras completamente distintas los padecimientos de sus cuerpos. Ahora el latigazo, la bofetada, el puntapié y las cicatrices del carimbo podían hablar como un sistema de corporalidad negra sustentada desde ámbitos simbólicos propios (Barrett 415).
Ahora bien, aunque la principal intención de esas narrativas era denunciar los horrores que padecían miles de esclavos confinados en plantaciones, seguía vivo el prejuicio ancestral que de facto vincu- laba a negros con esclavos, de tal modo que se hacía extremadamente complejo destrabar concepciones preestablecidas entre raza y clase social. De cualquier manera, las nacientes narrativas de y sobre esclavos cicatearon nuevas pugnas valorativas hacia los otros, ya fuera por consenso o bien por descendencia. Aún en nuestros días, esas tensiones no han desaparecido del todo, pues bajo ciertas circunstancias, como sabemos, muchas personas pueden ser discriminadas en Estados Unidos, debido a su aspecto físico, su nacionalidad de origen, su competencia idiomática o tal vez su identidad política.
Precisamente, aquel contexto de álgidas tensiones raciales favoreció el desarrollo de un incipiente interés por conocer historias de personas oprimidas y explotadas en condiciones de extrema precariedad. Por tanto, las narrativas de esclavos pueden ser consideradas como las primeras autobiografías étnicas de Norteamérica que tuvieron la posibilidad de ser ampliamente difundidas y leídas por lectores comunes, ávidos de crónicas heroicas. Aquellos esclavos plasmaban, en primera persona, sus vicisitudes, así como los infinitos peligros que los acechaban hasta el momento en que lograban alcanzar algún reducto de libertad. Como ejemplo de ello, pueden mencionarse obras como The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano or Gustavus Vassa, The African (1789), Narrative of Moses Roper’s, Adventures and Escape from American Slavery (1837), The Narrative of William Wells Brown, a fugitive slave (1847), Twelve Years a Slave (1853) de Solomon Northup, Narrative of the Life of Frederick Douglass, An American slave. Writen by Himself (1845), Narrative of William W. Brown, a Fugitive Slave, Written by Himself (1847), Incidents in the life of a slave girl (1861) de Harriet A. Jacobs; pero también, durante los años treinta del siglo pasado se recogieron testimonios de otros exesclavos que no llegaron a ser tan conocidos. Uno de esos proyectos de acopio es el Born in Slavery: Slave Narratives from the Federal Writers Project, 1936-1938 financiado por la Library of Congress.6
En estos relatos, la autorreferencialidad no solo fungía como hilo narrativo formal, en realidad se trataba de un fenómeno nuevo a nivel de reivindicación epistémica, frente a un orden de negación establecido como principio cognitivo que negaba la existencia del mundo tal y como lo percibían los esclavos. No era un detalle menor el uso narrativo de la primera persona, pues ahora la vida en cautiverio se proyectaba desde ámbitos distintos: acciones, miedos, ideas, anhelos, tácticas de fuga. Por primera vez, narrativas revestidas de aventuras trastocaban la osamenta de los silencios impuestos a esclavos, ventilando sus propias contradicciones. Narrar lo vivido en esclavitud se impuso como otra forma de liberación. Aspectos tan subjetivos y complejos como el dolor, la sumisión, el desarraigo, la tristeza y el odio mismo adquirían nuevas dimensiones, matices y sensaciones, porque eran expresados desde una referencialidad centrada en la sensibilidad de los propios esclavos. Esa descolocación narrativa resultó de gran interés, incluso para lectores blancos, quienes se sorprendían al descubrir que, lejos de rígidos clichés -en los que el esclavo negro invariablemente era representado como un ser perezoso, traicionero, siempre al acecho contra los amos- ahora, de pronto, en narrativas dramatizadas, aparecía como un ser humanizado, delineado incluso con rasgos de héroe desarraigado.
Ruptura de silencios
Otra fuente de expectación, implicada en las narrativas de esclavos, era un elemento en el que las historias exteriores protagonizadas por los amos invariablemente se quedaban cortas o simplemente no lograban resolver. Me refiero al silencio y al secreto, lo cual también encarnaba los nacientes valores de superación, por encima de cualquier obstáculo. Esa dualidad emerge atravesada por un elemento simbólico de primer orden, pues no solo se trataba de contar verbalmente experiencias del pasado, sino de inscribirse con pleno derecho en la historia norteamericana desde paradigmas de legitimación escrita.
Por primera vez, ex esclavos rompían silencios impuestos a latigazos y también abrían al mundo secretos inconfesables de sus amos. Este último aspecto fue muy importante, pues en las narrativas se trastocaban imágenes de hombres supuestamente bondadosos y generosos, entregados al cultivo de la fe religiosa. Frederick Douglass hace referencia, varias veces, al hecho de que sus amos podían ser personas extremadamente religiosas, pero bastante crueles. Esa doble moralidad fue denunciada y expuesta sin cortapisas. Al narrar lo propio, los esclavos abrían nuevas formas de presión hacia la instauración de derechos de ciudadanía estamental. También generaban vínculos desconocidos entre sus pasados remotos y el presente, desde el cual elaboraban sus narraciones. Una atribución, sin duda relevante fue que los esclavos lograron resituar el pasado, no desde una perspectiva cronológica, como se hacía en crónicas convencionales, sino desde nuevas estructuras de significación personal asentadas desde dimensiones configurativas de un presente muy personal. De ahí la importancia de que en estas narrativas sean constantes los marcadores del tipo “aún sigo viendo…”, “todavía oigo…”, etc. Como si el autor de las narrativas deseara constatar, de manera rotunda, que su voz da cuenta fehaciente de la esclavitud tal y como es (Olney 48).
Pero no todo era positivo porque en aquellas primeras narraciones predominaba un yo impostado, tomado a préstamo desde tradiciones narrativas de escritores blancos. Esa maniobra facilitó la permanencia de perspectivas hegemónicas. El otro, esclavo, habilitó su pasado, sí, pero cohabitando con un orden colonial que se empeñaba en mantenerlo a distancia, sumiso, como subalterno perpetuo, al margen del progreso. Tales maniobras fueron posibles, en buena medida, debido a que el carácter heroico de las narraciones no se produjo nada más como resultado directo de las iniciativas de los propios esclavos. Invariablemente había promotores blancos interesados en obtener beneficios políticos con la publicación de relatos contados por ex esclavos. También fue decisivo el contexto abolicionista, así como el hecho de que los editores fueran blancos. Para ellos era crucial captar audiencias de la manera más efectiva posible. Desde un principio debieron sortear obstáculos de transposición, autenticidad y credibilidad narrativa. No era una tarea sencilla, pues como es del dominio común, a los esclavos se les impidió sistemáticamente aprender a leer y escribir.7
Los esclavos básicamente eran narradores orales. Seguramente, no pocos detalles alrededor de experiencias, sensaciones, miedos y angustias se perdieron en el proceso de escuchar y hacer transcripciones escritas para ser publicadas en periódicos abolicionistas. Nada extraño era que los editores blancos hicieran sus propios agregados narrativos, a fin de acomodar los hechos a las expectativas lectoras de la época. Tengamos en cuenta que las narrativas generadas por abolicionistas también se produjeron en un contexto condescendiente, o no necesariamente riguroso a la hora de trazar separaciones más o menos claras entre lo auténtico y lo imaginario. Digamos que la autenticidad se contenía en camisa de fuerza y eventualmente adquiría formas caprichosas, al cobijo de intereses económicos. Más que autenticidad precisa, a los propios esclavos podía interesarles granjearse la humanidad de sus lectores, sensibilizarlos sobre los tremendos agobios que debían soportar, solo por el hecho de haber nacido negros y arrancados de sus aldeas africanas. Sin embargo, esas vicisitudes, por terribles que hayan sido, no garantizaban, ni mucho menos, un cambio sustancial en el confinamiento existencial signado por los amos blancos. En cambio, a los abolicionistas les interesaba, sobre todo, afectar los hechos, acomodarlos de acuerdo con lo que a ellos les parecían versiones creíbles de las experiencias traumáticas padecidas en plantaciones de algodón, tabaco, azúcar, añil o arroz. En ese juego de efectismo simbólico parecía casi inevitable no deslizar sus propios prejuicios étnico raciales. Además de acomodar tramas narrativas, a los abolicionistas también les interesaba generar una percepción menos desequilibrada respecto a los traumas que padecían los negros. Según sus parámetros perceptivos, la piel blanca tampoco era garantía de auténtica libertad, ni ofrecía campo libre para escapar del yugo mercantilizador de los cuerpos. De ese modo, aseguraban cierto efecto psíquico de autocomplacencia moral entre lectores blancos.
Es importante tener en cuenta que aún no eran tiempos en que la gente común estaba dispuesta a reconocerse como parte originaria de las atrocidades cometidas por los amos. Paradójicamente, las maniobras efectistas no solo provenían de escritores abolicionistas. Hubo impostores charlatanes que se hicieron pasar por esclavos fugitivos o por testigos directos de acontecimientos extraordinarios, dignos de ser llevados a lectores ávidos de novedades. Era el caso de los pícaros sin ley llamados “Crackers”, asentados en las fronteras que van de Maryland, las Carolinas, Georgia y Virginia. Ya fueran colonos de origen escocés o irlandés, se hacían notar por andar caminos con sus carromatos conduciendo ganado en busca de pastizales comestibles. Además de llamar la atención por los sonidos peculiares de sus látigos, eran grandes conversadores y transmisores de historias verbalizadas adaptadas al gusto de sus oyentes. Tal vez, sin ser del todo conscientes, esos crackers pícaros contribuían al desarrollo de la naciente industria basada en la premisa de narrar sufrimientos de personas desposeídas. El hecho es que, ya fuera tomando fuentes directas de esclavos fugitivos o a resultas de pláticas con supuestos testigos, la mayoría de los relatos sobre abusos y sufrimientos de esclavos fueron escritos por abolicionistas blancos.
Tengamos en cuenta que, por aquellos días, la maniobra discursiva de apropiación de otras voces no era mal vista, ni mucho menos sancionada. Tampoco implicaba mayores obstáculos en una sociedad acostumbrada a negar la voz de los negros esclavos, quienes, al no poseer derechos de ciudadanía, básicamente quedaban confinados a percepciones prejuiciosas, negativas y racializadas. Por tanto, los narradores blancos no veían motivos de peso para tener que lidiar con los meandros de la autenticidad. Falsear acontecimientos podía ser mucho más rentable que tratar de plegarse rigurosamente a verdades muy difíciles de verificar, pues en buena medida los centros neurálgicos de los relatos estaban anclados en la infancia o en los años juveniles de los protagonistas esclavos. Además, dado el analfabetismo obligado que padecían los esclavos, tampoco era fácil para ellos acceder a fuentes escritas para confrontar sucesos desde otras perspectivas.
A fin de resarcir vacíos, los autores usaban un estilo didáctico moralizador. Richard Hildreth, en 1856, escribía lo siguiente en la introducción de su Archy Moore, the White Slave or Memoires of a Fugitive: “The author intended to add a formal treatment, so that the subject could be handled in a didactic way”8 (Hildreth viii). Al promover valores morales, salpicados de tintes religiosos -como honradez, bondad y misericordia-, los autores abolicionistas inferían que de ese modo podían exorcizar peligros y, sobre todo, les parecía claro que esa era una buena vía para ganar adeptos declarados en contra de la esclavitud. Baste recordar los eventos de 1838, cuando los abolicionistas lograron reunir más de 400,000 firmas de apoyo para enviarlas al Congreso, a favor de suspender la esclavitud. Pero además del efecto moralizante, los abolicionistas argüían a su favor un argumento circular que, en aquel contexto, resultaba más que favorable a sus intereses editoriales. El argumento en cuestión era más o menos el siguiente: si un esclavo narra de propia mano sus vivencias, lo más probable es que, sin escrúpulos, trate de pintarse a sí mismo como un ser intachable, sin vicios y educado en las mejores costumbres. Por tanto, se asumía que la perspectiva más sensata de la vida y el carácter de los esclavos, solo podía ser narrada desde voces externas. Y, sin embargo, como estrategia editorial de mercado, prevalece la idea de que el Archy Moore forma parte, en toda regla, de las narrativas de esclavos.
Ahora bien, tal vez lo más revelador en todas esas tramoyas de impostación narrativa, pasa por el hecho de que, si bien se contaban historias para hacer visibles toda clase de abusos y tropelías, la voz de los propios esclavos aún no ganaba estatus de legitimidad en el gran debate sobre esclavitud. No era solo una cuestión de racismo abierto. Influía el hecho de que, durante las primeras décadas del siglo XIX, los lectores no estaban acostumbrados a exigir autenticidad narrativa: “In 1836 authenticity was not yet a premium”9 (Browder 16). Por otro lado, al lector le parecía más convincente leer un relato contado por un escritor blanco que por un esclavo carente de experiencia en escritura narrativa. Valga el ejemplo paradigmático de Frederick Douglass, de quien se dudó durante mucho tiempo que hubiera sido el autor íntegro de la Vida de un esclavo americano. Escrita por él mismo. Según un artículo aparecido en The Liberator, muchos lectores no daban crédito a la autenticidad del autor. Les parecía imposible que un esclavo negro, a solo seis años de haber conseguido su libertad, sin haber asistido a la escuela, fuera capaz de escribir con tanta elocuencia y elegancia. Incluso se ha dicho que líderes abolicionistas blancos famosos, como William Lloyd Garrison, esperaban que Douglass nada más se limitara a dar cuenta de sus experiencias personales como esclavo, pero no les parecía admisible que hiciera reflexiones analíticas sobre la esclavitud misma (Davis 2).
Si era difícil para los esclavos negros, varones, lograr crédito de los lectores, más aún resultaba para las mujeres, pues sobre ellas pesaba el estigma de ser vistas principalmente como cuerpos reproductivos.10 Así ocurrió desde que se publicó The Bondwoman’s Narrative (¿1853-1861?), primer relato biográfico escrito por una esclava negra, quien firmaba como Hannah Crafts;11 lo mismo con Narrative of Sojourner Truth (1850), Our Nig (1859) de Harriet E. Wilson e Incidents in the life of a Slave Girl (1861) de Harriet Jacobs. Para estas mujeres era doblemente difícil granjearse credibilidad como autoras, pues en sus relatos autobiográficos no solo buscaban reafirmar su libertad como esclavas, sino como mujeres libres, y eso, a muchos lectores blancos simplemente les parecía demasiado. Leer, escribir, narrar, analizar circunstancias de esclavitud seguían siendo ámbitos vedados para las mujeres esclavas, a pesar de que en sus relatos, abolicionistas blancos y negros utilizaban descripciones aterradoras de violencia contra mujeres, pues sabían que eso garantizaba intensos efectos de compasión entre lectores.12 De hecho, sabemos que, en la época en que se escribieron los relatos de Hannah Crafts, Sojourner Truth y Harriet Jacobs, los derechos generales de las mujeres eran muy incipientes y, precisamente, uno de esos derechos acotados pasaba por la libertad de expresión. Aún en el relato de Frederick Douglass (1845) se percibe, de manera reiterada, ese anhelo por lograr un poco de legitimidad y derecho de reclamo para los esclavos. No olvidemos que, en la época de Douglass los esclavos no tenían prácticamente ningún derecho legal de reclamo, incluso si algún amo cometía un abuso atroz.13
Por otro lado, las dudas de autoría empezaban por detalles, en apariencia menores, como la apropiación de voz, precisamente mediante el uso de la primera persona. En una gaceta de Boston se criticaba la táctica de narrar en primera persona, pues, en el caso de esclavos, desconcertaba leer hechos que ellos no pudieron haber escrito. No debía ser algo extraño. Durante siglos los esclavos fueron impedidos de tener derechos de réplica verbal hacia sus amos (Gutiérrez Cham 333), con mayor razón resultaba complejo, incluso peligroso, manifestar sus experiencias de vida por escrito.14 Es bien conocido el hecho de que a los amos les causaba gran preocupación la posibilidad de que los esclavos, en cualquier momento, filtraran o dejaran, incluso después de muertos, cualquier testimonio escrito sobre las terribles experiencias que habían pasado durante sus vidas, ya sea en las fincas, las minas o las plantaciones.
Evitar que los esclavos aprendieran a leer y escribir constituía una medida estratégica de sujeción, control y ejercicio de poder. Además de negarles el acceso a noticias que podrían conducir a revueltas o movimientos desbocados, se trataba de confiscar la voluntad de los esclavos para impedirles también acceso al discurso escrito. De fondo, los amos negaban a sus esclavos derechos de parresía, lo cual implicaba que no se les permitía expresar inquietudes u objeciones de manera pública (Foucault 24). Aún durante el periodo abolicionista más liberal del siglo XIX, los amos sabían que las expresiones abiertas de voluntad entre los esclavos podrían derivar en algo peligroso: la percepción de una soberanía individual, propensa a generar lazos de solidaridad contra las condiciones de vida específicas de la esclavitud: castigos, hambre, silencio, soledad, pobreza, dolor, miseria, etc. Todas estas calamidades adquieren notable vivacidad y dramatismo en episodios de carácter autobiográfico como los de Frederik Douglass (Maryland), Mahommah Gardo Baquaqua (Brasil) o Juan Francisco Manzano (Cuba).
Como puede verse, no era un solo motivo deslegitimador contra el yo narrador del esclavo, sino toda una confluencia de prejuicios racistas, algunos demasiado vivos y encarnizados en el imaginario supremacista de lectores blancos. Tal vez, uno de los prejuicios más arraigados tenía que ver con la supuesta incapacidad ancestral y la falta de expresividad natural que los esclavos supuestamente heredaban de sus ancestros africanos. Sin embargo, la aparición en 1845 del famoso libro de Frederick Douglass (The Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave) contribuyó significativamente a la valoración textual narrativa de los propios esclavos. A pesar de que, tras la primera edición, hubo numerosas voces que dudaban de la autenticidad del manuscrito, el éxito rotundo del libro modificó esa perspectiva negativa, pues en los primeros cuatro meses se vendieron quinientas copias y en poco menos de tres años se reimprimió nueve veces, lo que generó 11,000 copias aproximadamente. Después apareció Uncle Tom’s Cabin (1852) de Harriet Beecher Stowe, la gran obra que dio enorme impulso, no solo a la literatura antiesclavista, sino a la propia voz narrativa de los exesclavos en general. El éxito editorial fue rotundo. Al año de su publicación, en 1853 vendió 305,000 copias en Estados Unidos y 2.5 millones de copias traducidas en inglés por todo el mundo.
El problema de la testimonialidad
Ya en 1850 se había desarrollado una suerte de conciencia positiva respecto a la autenticidad narrativa de los esclavos. Si en 1836 los lectores preferían relatos ficcionalizados desde una voz exterior, para 1850 la voz en primera persona de los propios esclavos ya tenía carta de naturalización como fuente de primera mano. La voz del esclavo estaba convirtiéndose en un objeto deseado. Sin duda, el fenómeno de aceptación fue creciendo a la par de la popularización de la literatura antiesclavista, debido a la poderosa carga de emotividad, así como a su gran capacidad para poner al descubierto toda clase de desgracias humanas y prácticas políticas deleznables. Un efecto indirecto de la popularización de estas narrativas fue que el público lector podía reconocer y asumir posiciones críticas frente al poder opresivo que manaba de la propia esclavitud como institución ya en franco declive. Pero, además, los lectores podían descubrir, a través de esas narrativas que, en las relaciones entre amos y esclavos, no solo había confrontación y violencia cruda, sino implicaciones más complejas y profundas, a nivel afectivo. Para los propios esclavos fue decisivo el éxito de estas narrativas, ya que ellos mismos se presentaban a lectores blancos como seres humanos dignos de ser escuchados, reconocidos y valorados desde sus propias experiencias en cautiverio.
Sin embargo, el éxito no garantizaba la eliminación de polarizaciones conflictivas respecto a la esclavitud. Para un amplio sector de lectores, las narrativas antiesclavistas formaban parte de un ámbito literario plagado de exageraciones efectistas. De ello dan cuenta numerosos prefacios en los que se advertía al lector sobre “castigos infernales”, “violencia”, “asesinato”, etc. Además de atraer lectores, se usaba la retórica al servicio de la manipulación sentimental. Para un amplio sector de abolicionistas, cada lágrima vertida por lectores conmovidos de algún modo ayudaba a despejar las tortuosas vías de liberación. De manera que, la retórica moral de los narradores, no solo ayudó a ganar adeptos favorables a la abolición, también sirvió como vehículo simbólico de propaganda comercial.
En sentido estricto estamos hablando de una gran literatura de su tiempo, no solo por el enorme éxito logrado en pocos años, sino por el desgarro introspectivo que se expande, se pliega y se contrae, mucho más allá de las biografías individuales. Después de todo, las narrativas de esclavos tenían como propósito hacer visibles, al detalle, las minucias de sufrimientos físicos, psíquicos y afectivos, en esclavitud. El péndulo de la violencia que oscilaba al compás de los amos se desnudaba desde otra dimensión. Narrar desde la esclavitud era el único medio moral a través del cual podían resonar voces de miles de personas esclavizadas (Sekora 105). No pocos lectores blancos se desconcertaban, pues en la medida en que se adentraban a las narrativas, descubrían que esos esclavos habían crecido en las mismas tierras que ellos habitaban, es decir, por primera vez se daban cuenta de que, a un palmo de sus vidas, había perpetradores y sobrevivientes de golpizas, castigos, trabajos forzados e incluso asesinatos.
Surge una paradoja. Si bien los lectores blancos empezaron a valorar las narrativas escritas por exesclavos, en función de su autenticidad, en cambio, los relatos escritos por blancos corrían el riesgo de ser atacados y menospreciados por dueños de esclavos, quienes veían en esos manuscritos propaganda con fines políticos. En ambos casos predominaba el factor común de la representatividad. A los exesclavos no necesariamente les interesaba escribir memorias para aliviarse a sí mismos.15 En todo caso, escribían al amparo del desvelamiento, es decir, para que la gente tuviera noticias detalladas sobre las experiencias traumáticas que habían vivido durante años. Al mismo tiempo era crucial para ellos mostrar al mundo sus tácticas de resistencia personal y colectiva. Sabían, por supuesto que esas narrativas no alcanzaban a liberarlos del todo, pero al menos ayudaban a abrir ventanas para iluminar el oprobio de sus antepasados y de ellos mismos.
Por otro lado, los escritores blancos tampoco escribían para satisfacer sus propios sentimientos de culpa. El factor catártico era menos poderoso que la imperiosa necesidad de generar una representatividad colectiva amplia, resonante y lo suficientemente poderosa como para conmover a un público lector cada vez más ávido de heroísmo étnico. Ahora bien, la aceptación representativa, en términos de identidad, se mantuvo acotada en los márgenes de ciertos convencionalismos formales que aseguraban rangos de aceptación relativamente homogéneos. Al margen del título, el autor inscribía la sentencia “Written by Himself” como impronta de autenticidad. Enseguida, previo al relato, era necesario que apareciera el testimonio veridictivo de algún blanco abolicionista, quien incluso podía dar fe de haber conocido personalmente al autor del relato. Esa suerte de testimonialidad tutelar hacía las veces de gozne hermético. Por un lado abría puertas a vidas personales expuestas y por otro lado impedía que esas mismas puertas se abrieran con plena libertad expresiva.16 Después de todo, se trataba de relatos sometidos a marcajes estrechos, cargados de convencionalismos retóricos y morales. Dicho de otro modo, la existencia de los esclavos solo había adquirido derechos de voz en términos estrictamente delimitados.
Ese fenómeno restrictivo también tenía que ver con las tensiones propias de un género híbrido en pleno desarrollo, generador de una nueva épica literaria, pues como ya hemos visto, en las narrativas de esclavos lo biográfico individual queda subsumido bajo el tremendo vigor de reivindicaciones colectivas. Al margen de privilegios legales, todavía lejanos en el horizonte de los derechos ciudadanos, las narrativas biográficas ayudaban a los esclavos a ganar terreno dentro de los dominios simbólicos de la “americanidad”. De ahí el gran valor que tales textos han llegado a tener en términos de representatividad extrapolada entre lo personal y lo colectivo. No olvidemos que esas autobiografías son ricas en marcadores territoriales y situacionales acompañados de evidenciales de primer nivel, incluso asentados por observadores blancos. Una narración biográfica de Virginia, fechada en 1846, empieza de la manera siguiente:
Asistimos a la venta de un terreno y otras propiedades cerca de Petersburg, Virginia, y de repente presenciamos una subasta pública de esclavos, a quienes se les dijo que no los venderían. Los reunieron frente a los barracones, a la vista de la multitud ahí congregada. Después de liquidar la propiedad se escuchó la estrepitosa voz del subastador: “¡Traigan a los negros!” (cit. en Elwood y Howe 23)
En esta muestra son notables las verbalizaciones que intentan demarcar con fuerza, de manera directa, la realidad de un suceso percibido, no desde una instancia exterior, sino desde un nosotros anclado al centro de los acontecimientos. Esos asistimos y presenciamos no son simples verbos conjugados en pasado, sino improntas de testificación ocular al interior de ámbitos conocidos por los lectores. A los narradores de autobiografías les importaba sobremanera mostrar que la esclavitud no sucedía en mundos lejanos ni extraños, sino que, al contrario, se fundía con las vidas cotidianas de los lectores. De ahí también el apremio por mostrar la esclavitud como un sistema tolerado, incluso por la gente común. Y de ahí también la importancia de asentar relatos creíbles, como garantes de adhesión moral hacia la promoción de libertad.
Blanquear vs. ennegrecer
Ahora bien, hay que tener en cuenta que las disputas por la veracidad narrativa de las biografías sobre esclavos, también navegaban en un océano de pugnas racialistas exacerbadas por las teorías de científicos como Josiah Clark Nott y George Robin Gliddon quienes, a través de postulados poligénicos, como los de Samuel George Morton (1799-1851), asumían que los seres humanos estaban determinados genéticamente y podían ser clasificados en razas específicas con orígenes propios. Los seguidores del poligenismo aseguraban que el tamaño del cráneo era decisivo para determinar las capacidades intelectuales de los humanos y también para establecer diferencias en orden descendente y jerarquizado, según grupos distintos. Por supuesto, en el peldaño más alto prevalecían los blancos caucásicos y en el nivel más bajo los negros. Todos esos parámetros de diferenciación preestablecidos fueron rápidamente utilizados por quienes defendían la esclavitud como una consecuencia inevitable de la supuesta inferioridad intrínseca a la naturaleza de los negros.
Pero las teorías legitimadoras del determinismo racial no solo tuvieron impacto entre defensores de la esclavitud, también contribuyeron, de manera decisiva, a la expansión de imaginarios colectivos plagados de posturas polarizadas sobre superioridad/inferioridad. Además, sirvieron para justificar prácticas científicas que legitimaban y reproducían estereotipos de discriminación, desigualdad y violencia hacia minorías racializadas. Un contrapeso contra las tesis poligénicas surgió hacia 1850 con la expansión de las ideas de Charles Darwin. Si bien, era todavía un contrapeso gregario, limitado básicamente a círculos de científicos, la misma idea de evolución y adaptación servía como instrumento argumental para humanizar a personas sometidas y esclavizadas durante largos periodos de tiempo. Especialmente, los abolicionistas intentaron modificar la idea de que los negros esclavos habían sido concebidos desde una naturaleza abyecta. Más aún, esos esfuerzos de reconfiguración racial, ocupaban el foco de atención entre narradores, quienes insistían en la autenticidad de sus relatos, en la medida en que ellos mismos intentaban desracializarse o al menos demostrar que sus orígenes afros no operaban en ellos como un factor de esencialidad intelectual. Tal vez había un fenómeno de blanqueamiento intelectual, mientras que, en sentido contrario, personas blancas podían ser ennegrecidas simbólicamente para ser tratadas como esclavos.
William Craft en su Running a Thousand Miles for Freedom ofrece ejemplos sobre este último fenómeno: “a white boy who, at the age of seven, was stolen from his home in Ohio, tanned and stained in such a way that he could not be distinguished from a person of color, and then sold as a slave in Virginia . . . These illustrations spoke to readers anxieties that it was possible for anyone to become black, to take on the status of a slave” (7).17 William Craft subraya el hecho de que la esclavitud en América no estaba confinada a personas de un determinado color o complexión: “there are a very large number of slaves as white as anyone” (2).18 Frederick Douglass (10), en su Vida de un esclavo americano, también insiste en que, al paso de los años, ser esclavo dejó de ser un asunto exclusivamente de negros, pues mucha gente nacida de amos blancos también fue esclavizada, como probablemente ocurrió con él mismo:19 “Es evidente que en el Sur está surgiendo una clase de gente, hoy víctima de la esclavitud, de aspecto muy diferente a los esclavos que se traían a este país desde África” (Douglass 11-12).
El periódico Liberator, publicó relatos sobre esclavos blancos. Uno muy famoso, publicado el 11 de junio de 1858, llevaba por título “A Fugitive White Slave”. Ahí se narra la historia de una mujer de piel clara que demandó a un tribunal de Cincinnati para conseguir su libertad. Otros relatos muestran que el color oscuro de piel no era condición privativa para ser esclavizado. Lo que sí se marca es el hecho de que cualquier persona podía ser ennegrecida en el proceso de ser esclavizada. Tal es el caso del relato titulado “A White Woman Set Free”, publicado el 16 de septiembre de 1858 en el Liberator. Ahí tenemos el caso de Mary Goddard, una mujer blanca que entabló una demanda por haber sido detenida y encerrada en una cárcel para negros. Tras duros debates, obtuvo el favor de los jueces. Más allá de su victoria en tribunales, el caso de Mary Goddard ilustra la manera en que las tácticas de blanqueamiento se habían convertido en refugios garantes de un cierto ámbito protector para los esclavos.
Ahora bien, así como los esclavos habían descubierto la importancia de elaborar sus narrativas mediante estructuras ficcionales, establecidas bajo parámetros que no venían de sus propias tradiciones orales, los abolicionistas, en cambio, trataron de asumir la poderosa voz de los esclavos. Sin embargo, ese proceso generó fisuras entre narraciones escritas por exesclavos reales y relatos testimoniales fraguados por abolicionistas. Una de esas distinciones consistía en que las falsas narrativas de esclavos se volvieron mucho más polifónicas. Disgregaban en voces distintas, elementos infamantes del universo esclavo.
Además, todo ese afán de libertad solía aparecer reconcentrado en algún momento de epifanía, casi mística. Es decir, en algún momento del relato, el protagonista narrador descubre, en rebato, que la esclavitud es un foso maligno del que hay que alejarse a toda costa. En cambio, los relatos escritos por esclavos reales son como frisos que muestran, de manera expansiva, largos procesos de reflexión sobre el dolor, las angustias y los miedos acechantes acumulados desde la infancia. Un ejemplo, por demás elocuente, lo encontramos en las reflexiones de Frederick Douglass sobre los cantos de los esclavos cuando iban camino a la plantación del coronel Lloyd. Observa que, para la mayoría de personas blancas, esos cantos son prueba de que están contentos y felices. “No es posible caer en un error mayor”, sostiene Douglass (17). Solo alguien que ha padecido el terror de la esclavitud sabe que, en realidad son cantos de profunda infelicidad. Además, a partir de sus propias experiencias, los exesclavos mostraban de manera muy vívida las consecuencias nefastas de la esclavitud como un sistema de perversión y degradación humana, no solo hacia ellos, sino también hacia los propios amos. En un pasaje de su relato, Frederick Douglass recrea su llegada a Baltimore, donde pasó a ser propiedad de una nueva familia, durante siete años. Al principio, la esposa del amo Hugh, según relata, lo trataba con gran diligencia. Era amable con él. “Su bondad me dejaba completamente atónito” (Douglass Cap. VI, 2). Además de tratarlo bien, le enseñó los rudimentos del abecedario, con lo cual empezó a leer. Douglass explica que toda esa bondad de su ama, en buena medida se debía a que nunca había tenido un esclavo a su servicio. Sin embargo, las cosas cambiaron pronto cuando el marido la persuadió sobre lo peligroso, dañino y perjudicial que podía ser enseñar a leer a un esclavo y, en suma, tratarlo como a un ser humano:
La esclavitud fue tan dañina para ella como lo fue para mí. Cuando llegué allí, era una mujer pía, sosegada y piadosa . . . el primer paso de su degradación estuvo en el cese de mi instrucción. En ese momento comenzó a poner en práctica los preceptos de su marido. Finalmente llegó a hacerse aún más violenta que su propio marido. (Cap. VI, 3-4)
Douglass demuestra que la esclavitud no solo era un sistema político, sino todo un conjunto de maneras atávicas, prejuiciosas y raciales de encarar la vida con profundas afectaciones psíquicas, tanto para los esclavos como para los mismos amos, pues poco a poco también a ellos los deshumanizaba inoculándoles el veneno del odio. Cuando esta tragedia es narrada por los exesclavos adquiere profunda legitimidad, no así entre narradores blancos.
Podría decirse, entonces que, a pesar de los esfuerzos de los abolicionistas por emular la voz desgarrada de los esclavos, los lectores empezaron a reconocer límites fronterizos de representación en sus relatos. Los abolicionistas no podían adentrarse al sórdido ámbito de las experiencias interiorizadas porque no eran ellos quienes recibían castigos, azotes, confinamientos sin fin. Sus espaldas estaban limpias, sin quemaduras, ni cicatrices a causa de la temible “uña de gato”.20 Tampoco eran ellos quienes sufrieron lo indecible, al punto de estar al borde de la muerte en los cepos de prisión. En suma, los narradores blancos tenían dificultades para adentrarse a las tragedias de memoria personal, simplemente porque no habían experimentado en carne propia los desgarros de ver el sufrimiento de los parientes más cercanos. En cambio, los narradores que habían sido esclavos sí podían describir el terror que había significado para ellos haber presenciado, desde la primera infancia, azotes entre su gente más allegada.21
Otra variante de terror, experimentada desde las entrañas más profundas de los esclavos, se producía durante las persecuciones con perros para lograr recapturas. En una escena de su relato, James Williams describe el terror que les produjo ver los hocicos ensangrentados de cinco perros que fueron soltados tras un esclavo que se había lanzado a correr en busca de escape: “Their jaws, feet and head were bloody”22 (50). Desde una mirada exterior, esas observaciones podrían extraviarse en el limbo de signos dramatizados. En cambio, los esclavos leían esos signos como zigzagueos acechantes que ponían en peligro sus propias vidas. No dejaban pasar ni un detalle que les pareciera infamante. De ese modo mostraban cómo era que los esclavos leían signos de terror por todas partes. Sabían que mientras más puntillosas y detalladas fueran sus descripciones, en esa medida podían provocar efectos de solidaridad y compasión más intensos entre los lectores. James Williams repara hasta en los trozos de piel que se quedaban atrapados entre los colmillos de los perros después de haber cazado a un esclavo fugado. En la medida de sus posibilidades usaban tácticas de micro captura visual. Sin embargo, más allá del tipo de imágenes sumamente dramáticas, alojadas en esas puntualizaciones, hay algo aún más relevante que podría ser tomado en cuenta. Me refiero al hecho de que, a través de detalles infamantes, los esclavos podían manifestar y delinear de manera mucho más clara los contornos de su verdad. Tengamos en cuenta, como ya se ha visto aquí, que durante siglos a los esclavos les estaba vedado el discurso de opinión pública. Carecían de los derechos parresiacos de verdad. Al mismo tiempo la evadían o distorsionaban verdades para no sufrir las consecuencias negativas. Frederick Douglass ofrece un ejemplo contundente. Narra cómo el coronel Lloyd poseía aproximadamente mil esclavos en la enorme finca de su propiedad conocida como Casa Grande. Eran tantos esclavos que no los conocía a todos y muchos esclavos tampoco lo conocían a él. Un día, mientras cabalgaba por un camino de la finca se topó con un esclavo. Douglass reproduce el siguiente diálogo:
«Tú, chico, ¿a quién perteneces?», Al coronel Lloyd», contestó el esclavo. «¿Ah, ¿y ese coronel Lloyd te trata bien?», «no, señor», fue la respuesta inmediata. «Te hace trabajar demasiado duro ¿verdad?», «sí, señor». «Ah, ¿y es que no te da de comer suficientemente?». «Sí, señor, me da suficiente comida, tal como debe ser.» (Cap. III, 8-9)
Narra Douglass que ambos se separaron siguiendo sus caminos. El esclavo no sabía que había hablado con su amo. Dos semanas más tarde le comunicaron que iban a venderlo a un traficante de Georgia por haber cometido una falta con su amo. De manera que, sin previo aviso fue encadenado, esposado y separado para siempre de su familia. La conclusión de Frederick Douglass es tajante: “Esta es la pena por decir la verdad, por decir la simple verdad, al responder a una serie de preguntas claras” (Cap. III, 10). Fue así que, frente al peligro de pronunciar verdades, los esclavos la volvieron laberíntica, sobre todo cuando entrañaba algún tipo de crítica.23
Ahora bien, ya en sus narrativas, los ex esclavos descubrieron que una vía reafirmativa, fiable ante sus propios ojos y los de otros, era la exposición descarnada de imágenes muy específicas como marcadores de verdades manifiestas. Foucault (19) se refiere al nivel aletúrgico, cuando se exponen enfáticamente micromarcadores de verdad (azotes, dentelladas, golpes, entre otros).24 Además, los esclavos aprovechaban estrategias ya reconocidas culturalmente, sobre todo desde el ámbito religioso, como la confidencia, la confesión y el examen de conciencia. Cabe señalar que, la proliferación de detalles agresivos o infamantes también dotaba a la narrativa de veracidad favorable a las expectativas de esclavos afros. En cambio, ciertos textos como el de James Williams, una vez publicados despertaron suspicacias debido a imprecisiones en la descripción de lugares y también a la hora de justificar los tratos benévolos de los perros sabuesos y de los amos.
Por otro lado, tanto las narrativas “impostadas” escritas por abolicionistas, como las escritas por exesclavos compartían sustratos de intereses efectistas que abrían las puertas a la impostura. No sorprende entonces que, a pesar de las voces de los abolicionistas que clamaban por alzar las voces de los propios esclavos, sus periódicos estuvieran plagados de relatos falseados. Para 1855, The Liberator ya anunciaba en sus columnas advertencias contra autores fraudulentos: “Beware of impostor!” (“¡Cuidado con el impostor!”) o “Bogus Fugitives!” (“¡Falsos fugitivos!”) En términos discursivos, todas esas advertencias muestran hasta qué punto escritores de cualquier índole ya habían aprendido a reconocer y a reproducir tópicas del mundo esclavo, como azotes, maltratos verbales, el momento de la fuga, los atisbos de libertad, etc. Esos momentos esquematizados se volvieron tan manejables e intercambiables que, en sí mismos, llegaron a convertirse en productos literarios ofrecidos a los mejores postores. De ahí las dificultades que tenían los abolicionistas para reconocer verdaderos manuscritos testimoniales. La paradoja era que ellos mismos, al tratar de desracializar a los esclavos afros y presentarlos en sus crónicas, no solo como seres serviles, sino como personas dignas de tratos humanizados, contribuyeron, de manera decisiva, a la estructuración viva de una gran cantidad de estereotipos que, con mayor o menor éxito, fueron aprovechados por narradores oportunistas. De manera que los propios abolicionistas contribuyeron a fijar las fórmulas para elaborar autobiografías esclavistas, pero tampoco podían controlar las voces de los narradores, ni las recepciones de esas narrativas. La única manera de ejercer un cierto control era tratar de producir sus propias narrativas, pero como ya hemos visto, ellos mismos se topaban con límites constatativos para narrar desde experiencias interiorizadas.
Por otro lado, aunque las advertencias aparecidas en periódicos de la época sobre biografías apócrifas escritas por falsos esclavos no necesariamente contrarrestaron el interés de los lectores, sí podían contribuir a fomentar, cada vez más, los derechos de legitimación que durante mucho tiempo les habían sido negados a los esclavos. Y probablemente sirvieron para aflojar amarras a otra clase de ataduras, ya que en sus narrativas, además de alzar la voz propia, los esclavos también clamaban por un derecho al cultivo de sí mismo (epimeléi sautóu) (Foucault 21), cuyo trasfondo tenía que ver con otra proclama que había estado flotando durante siglos en el aire y que había sido sistemáticamente reprimida, al prohibir que los esclavos aprendieran a leer y a escribir. Me refiero al derecho a decir la verdad sobre uno mismo. Por primera vez, narrativas escritas por exesclavos abrían esa posibilidad, sobre todo porque al estar dirigidas a sectores amplios de la sociedad norteamericana, apelaban a la comprensión del otro que escucha, que razona, entiende y puede empatizar con los sufrimientos de quien habla. De manera que el éxito de las narrativas de esclavos ha de estar asociado con toda una conglomeración de público lector, sustituto del confesor o director de conciencia pertrechado en los confesionarios. Ya no era el sacerdote, ni los amigos confidentes de los barracones. Ahora cualquier persona podía enterarse de las condiciones de explotación y miseria en que vivían los esclavos, a través de narraciones concebidas y fraguadas por ellos mismos. Por supuesto, el papel de ese otro, lector, era variable, inconsistente. Pero, aunque no sea fácil de discernir, sí sabemos que la recepción de las narrativas tenía que ver con un ámbito de pedagogía política y psíquica que a los ex esclavos les permitía aleccionar a sus lectores sobre las prácticas más deleznables de la esclavitud.