1. Presentación
Desde las primeras civilizaciones, el universo de la vegetación ha sido un elemento cultural y literario de gran trascendencia. Para la concepción judeo-cristiana, el primer espacio del hombre fue un jardín y el elemento de la tentación y la caída, el fruto de un árbol. Para la tradición poética occidental, una de las manifestaciones líricas fundamentales desde el mundo clásico grecolatino fue la bucólica, con su locus amoenus como tópico, con sus escenarios de una naturaleza idealizada. Durante la Edad Media, el poema Roman de la Rose de Guillaume de Lorris y Jean de Meung fue la primera gran síntesis del simbolismo de esta flor en el ámbito europeo. En los Siglos de Oro de la literatura española, la rosa fue uno de los motivos más frecuentados: recordemos los sonetos clásicos de Góngora, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Sor Juana, entre los más notables. Uno de los poemarios más influyentes de la segunda mitad del siglo XIX fue Las flores del mal de Charles Baudelaire. Y, desde luego, el modernismo hispanoamericano es, entre otras muchas cosas, un invernadero poético extraordinario.
La obra de Ramón López Velarde participa de esta tradición occidental. Desde sus primeros poemas tenemos, así, la presencia emblemática de la rosa, obsequio de casta pureza para Fuensanta. Pero el mundo vegetal del zacatecano incluye otro tipo de flores (jacintos, violetas, azucenas, azahares), de árboles (fresnos, robles, cipreses) y de frutos (manzanas, naranjas, uvas, duraznos). El objetivo de esta nota crítica es hacer una exploración inicial de las imágenes botánicas en el poemario Zozobra (1919). Mi hipótesis de trabajo es que flores, árboles y frutos no son sólo el ornamento de sus ambientes más o menos idealizados. Considero que la vegetación es plasmada, por supuesto, por su belleza natural; pero también para reflejar una serie de estados físicos y emocionales del poeta y de las mujeres amadas. Debe destacarse, igualmente, que el simbolismo de algunas de esas flores fue evolucionando de manera significativa a lo largo de la trayectoria de López Velarde.
Los planteamientos de esta nota crítica tienen como punto de partida “Las flores en el modernismo hispanoamericano” de Lily Litvak; pero, sobre todo, el trabajo crítico de Martha L. Canfield sobre la vida y obra de López Velarde. Vale la pena advertir que no hay una bibliografía específica sobre el universo vegetal en la poesía del jerezano. Evidentemente, se han hecho varios comentarios tangenciales al respecto. No obstante, incluso en una de las obras más exhaustivas sobre sus tópicos y procedimientos estilísticos, Ramón López Velarde, el poeta y el prosista de Allen W. Phillips, no se profundizó en el asunto.
2. Anotaciones de Canfield sobre el mundo vegetal de López Velarde
Desde mi perspectiva, uno de los estudios más penetrantes sobre la obra lopezvelardeana en los años recientes es el libro La provincia inmutable (2015) de la escritora uruguaya Martha L. Canfield.1 Sus comentarios sobre las imágenes vegetales en la poesía del jerezano, como se apreciará, fueron primordiales como antecedente de estas páginas.
En principio, Canfield subraya que mientras las diversas mujeres que se presentan en La sangre devota y Zozobra se mueven en espacios relativamente concretos (plazas, calles, salas, patios, corredores), el paisaje de Fuensanta tiene una fuerte carga de idealización: “Es una especie de huerto espiritual donde cada rincón que ella ocupa y cada objeto que toca se vuelven metáfora del alma” (Canfield 45). Subraya que el mundo de Fuensanta “está poblado de aves de pureza y perfumado de flores de amor. El poeta la rodea de rosas más o menos reales o simbólicas que forman en conjunto una clara isotopía del amor virtuoso” (50). Se trata de rosas de amor, de ilusión, de bendición, de veneración o de castidad, y todas ellas están ubicadas entre sus Primeras poesías y La sangre devota. Asimismo, “en su ropa, en su frente, en sus ventanas, en el jardín donde ella se demora, se ven siempre azahares, lirios, nardos, violetas” (Canfield 50).
Es significativo que el mundo poético de Fuensanta no sólo está constituido por flores, sino también por distintos tipos de aves. Ahora bien, Canfield ha destacado con gran lucidez que en la obra lopezvelardeana los pájaros exhiben una transformación notable: entre las Primeras poesías y los versos más evolucionados de La sangre devota y de Zozobra, se pasa de la pureza y la blancura de las aves a un simbolismo con una marcada sensualidad. Canfield explica:
En el lenguaje intensamente erótico y atormentado de “En las tinieblas húmedas…” (SD), ya no hay trinos risueños ni blancos vuelos sino silencio y alas oscuras. En “La mancha de púrpura” (ZO) no se esconde la pulsión erótica; el símbolo coordinador es el acecho del ave; están ausentes el canto y el candor; la imagen conclusiva es “el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento”. Entre La sangre devota y Zozobra el poeta recorre un camino que va, en su vida privada, de Josefa de los Ríos a Margarita Quijano, es decir, del platonismo adolescente al amor integrador de la madurez; y, en la imaginería poética, del ave-candor al ave-pasión y del blanco al púrpura. Este color, en efecto, predomina sobre el blanco en Zozobra. (Canfield 52)
De manera paralela, es posible identificar un fenómeno semejante en torno a la flora poética del jerezano:
Es curioso que la simbología de la flor, ligada a la claridad y a la luz, sufre una evolución semejante a la del pájaro y el color. Todas las Primeras poesías y La sangre devota . . . están llenas de flores con significado nupcial -azahares, lirios- y de rosas de ilusión y de amor cuando no de pureza y de virginidad. En cambio en el citado “En las tinieblas húmedas…” se habla de “pétalos nocturnos” y en Zozobra la rosa significa directamente el sexo (v. “La última odalisca”) o bien aquello que de central y esencial hay en el ser y de lo cual naturalmente no puede estar excluido el sexo (v. “El candil”). (Canfield 52)
Desde mi perspectiva, este primer análisis de la imagen de las flores en la poesía lopezvelardeana es fundamental para comprender la trascendencia del mundo vegetal en esa obra. Por ello, quiero aprovecharlo como punto inicial para el comentario de algunas composiciones de Zozobra.
3. Entre “plantas venenosas” y “tupidos follajes”
Como bien sabemos en “Hoy como nunca…”, el poema inaugural de Zozobra, se escenifica la muerte de Josefa de los Ríos, Fuensanta, a los 37 años. No obstante, hay que aclarar que, en realidad, ya desde La sangre devota López Velarde mostraba distintas etapas del proceso de la enfermedad, despedida y muerte de la mujer amada.2 Por lo anterior, no es de extrañar que, entre los símiles que se usan en “Hoy como nunca…”, tengamos que el poeta se compare con el árbol más habitual en el ámbito de los cementerios: “mi conciencia, mojada por el hisopo, es un / ciprés que en una huerta conventual se contrista” (López Velarde, Obra poética 238).3 Con estas imágenes, se compone el cuadro de la muerte de la bienamada: del hisopo y la huerta conventual (referidos, con toda seguridad, a los atributos religiosos que envestían a Fuensanta) al ciprés contrito como síntesis del luto del yo poético.4
También es coherente la imagen donde la desolación por la muerte de la amada es comparada con la ausencia eterna del sol, cuyo calor y cuya luz vivifican los campos (campos que son, de alguna manera, el propio poeta):
no guardan mis pupilas ni un matiz remoto
de la lumbre solar que tostó mis espigas;
mi vida sólo es una prolongación de exequias
bajo las cataratas enemigas. (238)
El segundo de los poemas de Zozobra, “Transmútase mi alma…”, en tanto que concluye -a nivel temático y simbólico- la despedida a Fuensanta y ya alude a La Dama de la Capital, es un texto que cumpliría la dolorosa, vacilante y compleja función de transición (de “transmutación”) de una etapa sentimental a la siguiente. Y en este, de igual modo, tenemos algunas imágenes botánicas de interés. En principio, es pertinente advertir, con Martha L. Canfield, la metamorfosis vegetal que se produce de La sangre devota (1916) a Zozobra (1919): “toda la visión del mundo cambia. Donde antes había flores ahora hay frutos: de Zozobra han desaparecido los lirios, los azahares y las rosas y en su lugar aroman los duraznos, las manzanas, el anís y los calabazates” (Canfield 88-89). Creo que este paso de las flores a los frutos también ha afectado al alma del poeta, como un proceso de maduración (o de resignación), una vez que Fuensanta ha fallecido: “Transmútase mi alma en tu presencia / como un florecimiento / que se vuelve cosecha” (239). Y la manifestación de la muerte parece anunciarse en los versos que siguen: “Los amados espectros de mi rito / para siempre me dejan” (239). La lectura de estos se presta -al menos- a una doble interpretación: o se señala que la mujer adorada ha muerto; o que, con su muerte, de manera inevitable, tiene que concluir el culto que se le ha profesado.
Enseguida, tenemos otras imágenes vegetales llamativas: “y camino en tu presencia / como en campo de trigo en que latiese / una misantropía de violetas” (239). Como ya se indicó, en la trayectoria simbólico-poética de Ramón López Velarde, tenemos la transición del color blanco al violeta y, sobre todo, al púrpura. Desde esa perspectiva, podemos valorar el encuentro con esa “misantropía de violetas”. Si hemos de leer Zozobra como un poemario de evolución entre Fuensanta y Margarita Quijano, entenderíamos las líneas anteriores como los preámbulos del giro de una relación a otra. Sobre todo, por la imagen intensamente emotiva de la “misantropía”, ligada a la flor de la violeta: a partir de nuestros planteamientos, ni ese sentimiento ni esta flor estarían refiriéndose ya, por supuesto, a Josefa de los Ríos.
Con algunos de los apuntes anteriores, también podemos comprender mejor las connotaciones de la siguiente estrofa:
Mis lirios van muriendo, y me dan pena;
pero tu mano pródiga acumula
sobre mí sus bondades veraniegas,
y te respiro como a un ambiente
frutal; como en la fiesta
del Corpus respiraba hasta embriagarme
la fruta del mercado de mi tierra. (239)
Lily Litvak nos recuerda la importancia del lirio blanco como uno de los símiles de la castidad femenina: “La mujer lilial, virginal, etérea, más espíritu que materia, fue uno de los arquetipos femeninos recurrentes en el modernismo” (141). Y en la estrofa citada tenemos a Fuensanta como esos lirios que están feneciendo (o a los lirios como un símbolo que se vincularía, definitivamente, con Fuensanta). Pero, en el mismo sentido, como la mujer que con su fallecimiento adquiere una calidad etérea: dejaría de ser flor (o perfume floral) para transformarse en aromas frutales. Aunque es notorio que no se trata de cualquier tipo de fruta: es la que, de acuerdo con la memoria idealizada, se respiraba durante las celebraciones del Corpus Christi.
A pesar de lo anterior, “Transmútase mi alma…” finaliza, justamente, con la mutación del alma del poeta, quien pasa de esas evocaciones de pureza y de religiosidad a otras con abiertas connotaciones eróticas, y que son un anticipo del recorrido que va, en su vida sentimental, de Fuensanta a La Dama de la Capital:
Yo desdoblé mi facultad de amor
en liviana aspereza
y suave suspirar de monaguillo;
pero tú me revelas
el apetito indivisible, y cruzas
con tu antorcha inefable
incendiando mi pingüe sementera. (240)
Si con “Hoy como nunca…” y “Transmútase mi alma…” el poeta estuviera dando un adiós definitivo a Fuensanta, a partir de “Que sea para bien…”, sexto de los poemas de Zozobra, tenemos que López Velarde está ya en plena relación amorosa con Margarita Quijano,5 relación marcada por una carnalidad que se observa claramente en ese poema. No obstante, en la siguiente composición, “El minuto cobarde” (la número siete del libro), atestiguamos los sentimientos de angustia de la voz poética por las nuevas experiencias vividas. Pero si con “El minuto cobarde”, por una parte -explica Canfield-, “el mito de Fuensanta parecía eclipsado” (61), por la otra, “se mantenía la idealización de la provincia” (61). En la tercera estrofa se convocan algunos elementos en los cuales la voz poética ubica la inocencia perdida. Entre estos se encuentra una flor no identificada, pero seguramente emblema, en su muy significativa inmovilidad, de un tiempo que no transcurre (como en el in illo tempore del Paraíso Terrenal) y, por consiguiente, de una temporalidad ajena o anterior al pecado:
Cobardemente clamo, desde el centro
de mis intensidades corrosivas,
a mi parroquia, al ave moderada,
a la flor quieta y a las aguas vivas. (250)
En contraste con la nostalgia por esa “flor quieta”, se tiene que ahora el alma del poeta se encuentra invadida por otro tipo de vegetación:
Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla. (252)
Si en “El minuto cobarde” la voz poética percibe en su pecho el crecimiento de “plantas venenosas”, de manera complementaria en “La mancha de púrpura” tenemos que los ambientes bucólicos de Fuensanta se han transformado por completo. Ya no hay flores blancas y de castidad, ya no hay más locus amoenus, sino bosques para la cacería y espesuras vegetales agrestes:
En el bosque de amor, soy cazador furtivo;
te acecho entre dormidos y tupidos follajes;
como se acecha una ave fúlgida; y de estos viajes
por la espesura, traigo a mi aislamiento
el más fúlgido de los plumajes:
el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento. (253-254)
En el texto “A las vírgenes”, también usa Ramón López Velarde significativas imágenes vegetales; en primer lugar, cuando las compara con flores nacientes en medio de un ambiente poco grato: “¡Oh botones baldíos en el huerto / de una resignación llena de abrojos” (288). La castidad es aquí, entonces, no una virtud católica deseable, sino un estado para la mujer que debería lamentarse. Después, frente a la muerte inevitable, la voz poética expresa su anhelo de salvarlas, aunque parece quererlas rescatar más de su virginidad estéril que de la muerte misma:
y os quisieran ceñir mis manos fieles,
por detener vuestra caída oscura
con un lúbrico lazo de claveles
lazado a cada virginal cintura! (289)
Finalmente, la última estrofa reitera el deseo de consumar el acto sexual por vez primera con las doncellas del poema. Para ello, recurre a la sugerente imagen de la luz atravesando las ramas y las flores de una bugambilia, para posarse en el lecho de las doncellas, manchándolo quizás de una tonalidad morada:
¡Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia! (289)
Cuando Martha L. Canfield comenta el poema “Boca flexible, ávida…”, se detiene en la frase “misas cenitales”. Su hipótesis es que el adjetivo bien podría transfigurarse en “genitales”. Y esto, porque el fragmento está rodeado de vocablos con el grafema “g” (“Evangelio”, “ignora”, “figura”) y el fonema /x/ (“fijos”, “prolijos” y “ojos” en dos ocasiones) (Canfield 86). A partir de lo anterior, en el caso de “A las vírgenes”, es llamativo el verso “a hora y a deshora”. Dado que se ubica en un contexto de palabras con consonantes nasales “n” y “m”, la frase pudiera transformarse en “a honra y a deshonra”, términos con los que se jugaría también, probablemente y de manera figurada, con el paso de la castidad a la pérdida de la doncellez.
Como se ha señalado, un signo notable de la evolución sentimental y estética de López Velarde fue el cambio del color blanco de Fuensanta al púrpura de Margarita Quijano. A partir de ese cambio cromático, vale la pena hacer un pequeño paréntesis. El poema “El minuto cobarde” está dedicado al artista plástico Saturnino Herrán, amigo íntimo del jerezano. Una de las pinturas que debemos recordar ahora es “Bugambilias”. Esa obra está caracterizada por la sensualidad. Ignoro si esta pintura o el color morado de esas flores tuvo una influencia directa en la poesía lopezvelardeana.6 Sin embargo, en Zozobra son constantes las alusiones al tono morado, violeta y púrpura para indicar evocaciones sensuales. Por ejemplo, en “Mi corazón se amerita”:
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula... Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres. (266)
Púrpura… Desde luego, es un color con connotaciones religiosas. El púrpura nace, lo sabemos, de la mezcla de dos colores que seguramente eran muy valorados por el zacatecano: el rojo y el azul. El rojo, como el de su sangre devota; y el azul, como la coloración emblemática del modernismo literario, de su herencia poética.
Para los términos de esta exposición, he comentado que, si en La sangre devota la figura femenina central es Fuensanta, en Zozobra ese lugar le corresponde a Margarita Quijano. Y el arco poético que se abre para La Dama de la Capital con “Que sea para bien…”, se cierra con “La lágrima…” La primera estrofa de esta composición incluye una imagen floral: “Encima / de la azucena esquinada / que orna la cadavérica almohada” (300). Pedro de Alba atribuye este poema a la ruptura definitiva de López Velarde con Margarita Quijano.7 Lily Litvak, por su parte, explica: “La azucena, o lirio de la Anunciación, (lilium candidum) era la flor más pura, con atributos de majestad por la altura y castidad de sus pétalos blancos” (142).8 Considero que en la estrofa citada se conjugan dos tipos de imágenes: la azucena bordada (castidad) y la almohada exánime (sexualidad). Y lo que está “encima” de la flor en la almohada es la lágrima, que se ha elidido en las líneas iniciales. Lágrima que se derrama por la relación rota, la inocencia perdida o la sexualidad frustrada (o, probablemente, por las tres cuestiones al mismo tiempo). Lo que no deja de ser llamativo es que, aunque tenga Margarita Quijano el nombre de una flor, no hay un solo poema en Zozobra alusiva a esta. Lo más que encontramos es la mención indirecta que se le hace en “La dama en el campo” (El don de febrero) (López Velarde, Obras 428-429), que cité como epígrafe de este trabajo.
Para cerrar este apartado, quisiera recordar dos poemas lopezvelardeanos donde se alude a la flor arquetípica de la cultura occidental: la rosa. El primero de estos es “El mendigo”. En la segunda estrofa se lee:
El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van. (290)
En estos versos, las referencias son en verdad crípticas. En principio, Octavio Paz lo lee en clave biográfica: sería la consecuencia de la ruptura del poeta con Margarita Quijano, lo cual lo habría devuelto a su condición de “mendigo cósmico” (Paz 248-249). Sobre la estrofa transcrita, García Morales explica que nuestro poeta:
vuelve a encauzar el poema a través de la imaginería cristiana y acude al recuerdo de los anacoretas que, en los primeros siglos de nuestra era, llevaron en el desierto de la Tebaida vida de retiro y penitencia, no exenta de tentaciones, y en especial a dos figuras del siglo III, San Antonio Abad y San Pedro Ermitaño, que a partir de la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine aparecen siempre en la iconografía alimentados por cuervos. (López Velarde, Obra poética 522)
Lo notable es la subversión practicada por López Velarde en “El mendigo”. Si la tradición cristiana hace de los cuervos enviados de Dios para sostener a los ermitaños en sus ayunos y en su renuncia del mundo, la voz poética espera de esas aves lo contrario: que sean los agentes que le entreguen “a la mujer de Adán”. Es decir, los cuervos, que originalmente cumplen la misión divina de auxiliar a los anacoretas, son convocados aquí por el “mendigo cósmico” para satisfacer las apetencias de su inopia sensual. Esto se confirma en la tercera estrofa:
Prosigue descubriendo mi pupila famélica
más panes y más lindas mujeres y más rosas
en el bando de cuervos que en la jornada célica
sus picos atavía con las cargas preciosas,
y encima de mi sacro apetito no baja
sino un pétalo, un rizo prófugo, una migaja. (290)
Como se percibe, hay un lazo simbólico indisoluble entre los panes, las mujeres y las rosas. Estas no serían aquí flores de castidad. Por eso, el personaje poético lamenta no ser acreedor más que del pétalo, el rizo y la migaja. Perturbadoras imágenes de fragmentación de aquello que se anhela como totalidad. Algo semejante se vio ya en “La mancha de púrpura”: al final, la voz poética no se queda con el ave que está acechando, sino solo con algo que le ha arrebatado: el “plumaje de púrpura de tu deslumbramiento” (254).
La siguiente alusión a la rosa que me interesa recuperar se presenta en “La última odalisca”. Este es un poema de lamentación, una elegía por la pérdida de la juventud y, casi como consecuencia, de mucho de las capacidades sexuales. Y esto, reflejado en una bellísima comparación con la rosa:
Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas,
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa,
¡oh, Tierra ingrata, poseída
a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente un hospital! (308)
Páginas arriba, ya se subrayaron algunos de los cambios emblemáticos de la rosa que pueden observarse a lo largo de la trayectoria del poeta. Canfield destaca, justamente, la significativa erotización de la flor en este poema. Y, acaso, uno de los aspectos más notables de estos versos sea el adjetivo que se eligió para rimar con “rosa”: el devastado, el atormentado “estorbosa”.
4. De la “sabiduría del jacinto” a la “amapola pasional”
De acuerdo con Octavio Paz, uno de los poemas más trascendentes de López Velarde es “Todo”. Para el autor de El laberinto de la soledad, en este se incluyen:
dos de los versos más hermosos y enigmáticos que se hayan escrito en español durante este siglo [el XX ]. A pesar de su hermetismo, su sentido espiritual me parece tan evidente que juzgo inútil y temeraria toda explicación. Esas líneas expresan la experiencia de la unidad en la diversidad y oponen al frenesí de la pasión la serenidad de la compasión. No es la indiferencia sino la mirada amorosa de aquel que contempla las diferencias de las criaturas y su final identidad. López Velarde dice que se conmueve: con la ignorancia de la nieve / y la sabiduría del jacinto. (270)
Dos versos hermosos, sin duda. Sin embargo, Alfonso García Morales hace una serie de precisiones que me parecen del todo pertinentes para la comprensión cabal de esas líneas. Apunta García Morales que “de lo que, en principio y una vez más, está hablando López Velarde es de su pasión por la mujer, tanto por la mujer espiritual como por la carnal” (en López Velarde, Obra poética 533). Asimismo, el crítico español toma distancia de la lectura paciana e interpreta las líneas finales de “Todo” con una mirada más suspicaz: “no sin ironía, dice que su ‘instinto papal’ (masculino como santo, y además ecuménico, universal) se conmueve con la ignorancia de la nieve y la sabiduría del jacinto, tanto con la mujer pura, ignorante o virginal, como con la carnal, experimentada o ya florecida” (en López Velarde, Obra poética 534).
Creo que un sentido semejante encontramos en los siguientes versos de “Dejad que la alabe…”:
Diagonal de su busto,
cadena alternativa
de mirtos y de nardos,
mientras viva.
Si en el nardo canónico
o en el mirto me ofusco,
Ella adivinará
la flor que busco . . . (268)
Aquí, deben considerarse las connotaciones simbólicas del nardo. De acuerdo con el Diccionario de símbolos de Jean Chevalier:
En sus comentarios del Cantar, los padres de la Iglesia presentan el nardo como símbolo de humildad; lo cual rompe un poco con el carácter real y suntuoso de este perfume. Pero la interpretación simbólica resuelve este problema: el nardo es una pequeña gramínea que crece sobre todo en regiones montañosas; prensando las raíces de esta planta se obtiene el más maravilloso perfume. Así pasa con la humildad, que da los frutos de la santidad más sublime. (743)
En contraparte, Pierre Grimal señala que el mirto -junto con la rosa- era una flor consagrada a Afrodita (12). Esto la convierte, así, en una flor de sensualidad.
Ahora, quisiera demorarme en “Humildemente”, la composición con la que concluye Zozobra. Si el poemario comienza con la despedida final a Fuensanta de “Hoy como nunca…”, cierra con el regreso definitivo, pero imaginario, al paraíso perdido de Jerez de “Humildemente”. Retorno de contrición del Hijo Pródigo. Al principio del poema se lee:
Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos. (324)
Desde luego, aquí las “rosas de la plaza” contrastan definitivamente con la “eficaz y viva rosa” de “La última odalisca” y la citada en “El mendigo”. Lo fundamental en el poema es la escenificación de la tarde de un jueves de Corpus Christi y el acto de contrición de la voz lírica. Con la aparición del Santísimo, el tiempo profano se detiene para dar lugar a la intemporalidad de lo sagrado. Símbolos de este tiempo suspendido son el reloj de la torre -mencionado con toda intención en primer lugar- y el “cartero aldeano”, quien “se ha hincado en su valija” (325), con lo que esto significa de interrupción de la comunicación con el mundo. Pero también lo son el fresno y la naranja, elementos vegetales mencionados en estrofas sucesivas:
La frente de don Blas
petrificóse junto
a la hinchada baldosa
que agrietan las raíces de los fresnos.
“Las naranjas cesaron
de crecer, y yo apenas
si palpito a tus ojos
para poder vivir este minuto. (326)
Inmediatamente, la voz poética ruega la indulgencia divina:
“Señor, mi temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que yo soy tu juguete agradecido. (326)
Una vez que se asume como un juguete en manos de Dios, la voz poética insiste en una serie de símbolos que remiten al corazón (el pecho, la sangre, el corazón mismo). Enseguida, se enlaza al corazón con el imán y, así, lo transforma en una especie de brújula espiritual. Y el poeta emplea imágenes botánicas para presentarlo:
“Porque me acompasaste
en el pecho un imán
de figura de trébol
y apasionada tinta de amapola. (326)
Por supuesto, se alude al trébol por su parecido estereotipado con el corazón y a la tinta de amapola por el intenso color rojo de esta flor. Asimismo, en la penúltima estrofa se insiste de nuevo en la imagen del árbol, cuyas raíces logran romper la solidez del piso:
Señor, este juguete
de corazón de imán
te ama y te confiesa
con el íntimo ardor
de la raíz que empuja
y agrieta las baldosas seculares. (327)
El uso de la raíz del árbol en este contexto es fundamental. Por un lado, para reforzar la idea del arraigo del personaje poético a la tierra de su nacimiento; por el otro, por la imagen de la lenta perseverancia, del “íntimo ardor”, que con base en la constancia logra, tarde o temprano, remover esas “baldosas seculares” (y seculares, seguramente, no solo en el sentido de antiguas, sino también por la laicidad, por lo opuesto al ámbito de la religión).
Para mí, la última estrofa de “Humildemente” es de una extraordinaria belleza. Además, me resultó significativa de manera especial porque el símil con el que concluye el poemario Zozobra es el de la voz poética transfigurada en una flor, en una amapola y en el deseo de sacrificar su existencia si esa fuera la voluntad de Dios. A la letra se dice:
Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus ruedas. (327)
Pecado, contrición y muerte… Es claro que aquí la desaparición física tendría, de seguro, como recompensa la tierra de promisión de la religión cristiana.
5. Un “cesto policromo de manzanas” y unos “fresnos mancos”
Uno de los mejores poemas de La sangre devota es “Mi prima Águeda”. Y para los términos de esta exposición, me interesa destacar las evocaciones frutales de los últimos versos del texto:
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso. (179)
Una vez más, Martha L. Canfield ha hecho un comentario extraordinario de este poema de los “calosfríos” de la tentación infantil. En lo que toca a los versos que he citado, apunta:
Águeda es una lujuria de colores que el “luto pavoroso” no logra esconder del todo. Águeda se presenta austera y negra y su misma austeridad vuelve más arrebatadoramente tentadora la fruta en sazón que asoma de sus vestidos: “ojos verdes”, “mejillas rubicundas”. Porque finalmente Águeda es como un armario de ébano añoso que esconde un cesto policromo de manzanas y uvas. Águeda es Eva ofreciendo la manzana de sí misma. (Canfield 36)
Manzanas y uvas: por un lado, el estereotípico fruto prohibido del Paraíso Terrenal; por el otro, la vid que regala el néctar de la embriaguez. En “Dejad que la alabe”, también aparece el manzano como símbolo de la tentación. No obstante, como en el caso de la prima Águeda, la mujer a la que se canta en “Dejad que la alabe” es dueña, de manera semejante, de un “contradictorio prestigio”, como se ve en los siguientes versos:
Alerta al violín
del querubín
y susceptible al
manzano terrenal,
será, a la vez, risueña
y gemebunda,
como el agua profunda. (268)
Y como Águeda, Antonia Mercé, bailarina española de origen argentino y a quien está dedicado “La estrofa que danza”, también merece de López Velarde una comparación de sus ojos con el fruto de la embriaguez: “Ya tus ojos entraron al combate / como dos uvas de un goloso uvate . . .” (279). Sin embargo, en Zozobra no todos los símiles de las mujeres con frutos de la tierra apuntan a la sensualidad. Como recordamos, quizás una de las más hermosas e inolvidables comparaciones se encuentra en “El retorno maléfico”: “muchachas / frescas y humildes, como humildes coles . . .” (285).
En este mismo poema, en “El retorno maléfico”, tenemos una impresionante imagen botánica:
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda. (283)
Poema del regreso. Pero, lo intuimos, poema del regreso imposible. Y la imagen de los fresnos mutilados como testigos silenciosos y como un recordatorio permanente de las heridas de la guerra. Ya vimos, en el apartado anterior, la trascendencia del fresno como figura del arraigo al terruño y de la perseverancia espiritual en “Humildemente…”. De hecho, la importancia de los fresnos como elementos de la tierra natal también se enfatiza en la prosa poética “Fresnos y álamos” de El minutero:
La flota azul de fantasmas que navegan entre la vigilia y el sueño, esta mañana, en el despertar de mi cerebro, tuvo por fondo los álamos y los fresnos de mi tierra. ¡Álamos en que tiembla una plata asustadiza y fresnos en que reside un ancho vigor! ¿Tan lejos están de mí la plaza de armas, el jardín Brilanti y la alameda, que me parecen oasis de un planeta en que viví ochocientos años ha? (407)
Ya se hizo, igualmente, un breve comentario sobre “El minuto cobarde”. En esta composición, la voz poética enumera una serie de elementos que simbolizan un tiempo anterior o ajeno al pecado:
Anticuados relojes del Curato
cuyas pesas de cobre
se retardaban, con intención pura,
por aplazarme indefinidamente
la primera amargura. (250-251)
Otro de esos emblemas temporales lo tenemos en la mención de la luna (recordada con añoranza, porque aquí su temporalidad cíclica parece irrecuperable), en contraste con los árboles (con lo que tienen de modelo de arraigo profundo e inconmovible):
Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los arboles de las banquetas. (251)
En Zozobra tenemos un único ejemplo de prosopopeya vegetal. Lo encontramos en “El viejo pozo”. Este es otro poema de la nostalgia por el pasado (y, quizás, por el paraíso) perdido. En una de las estrofas, tenemos el recuerdo de los amores juveniles (acaso los de Fuensanta), simbolizado por el reflejo de la amada como una estrella en las aguas del pozo. En los versos a los que me refiero, un árbol de durazno -cuyas ramas han asomado al pozo durante generaciones- lanza una pregunta:
Y aquellas peregrinas
veladas de mayo y de junio
mostráronme del pozo el secreto de amor;
preguntaba el durazno: “¿Quién es Ella?”,
y el pozo, que todo lo copiaba, respondía
no copiando más que una sola estrella. (243)
6. Y una “flor punitiva” (a manera de conclusión)
Como hemos visto, estudiar el mundo vegetal de Ramón López Velarde resulta productivo para profundizar en algunos aspectos hasta ahora poco considerados de su poesía. En principio, tenemos que la presencia de las flores mostró una transformación muy significativa de las Primeras poesías y La sangre devota a Zozobra. Si en los primeros poemarios abundaban las flores nupciales y de castidad (como obsequios de amor para Fuensanta), a partir de Zozobra quedan atrás los lirios y las blancas rosas, para ceder su lugar a las violetas, las bugambilias y las rosas sexualizadas. Y aunque Zozobra está dedicado de manera central a Margarita Quijano, es de subrayarse que no hay ese tipo de flores en este libro.
En cuanto a los frutos, su función en la poesía lopezvelardeana es, en general, diversa. Por un lado, en composiciones como “Mi prima Águeda” o “Dejad que la alabe…”, la fruta remite de manera directa a campos semánticos del placer (las uvas) o del pecado (la manzana). Por el otro, en el contexto de los versos de “Transmútase mi alma…” o de “Humildemente…”, dedicados a la muerte de Fuensanta o al elogio de la tierra natal, los frutos sirven para matizar elementos espirituales que la voz poética pretende destacar de ellos. Por último, los árboles -y, en especial, los fresnos- son evocados no solo como una parte entrañable del paisaje zacatecano, sino como un verdadero símbolo de fortaleza espiritual y arraigo al terruño (“Humildemente”…) o como testigos y/o testimonio fehaciente de los estragos de la historia (“El retorno maléfico”).
A principios de la década de 1990, y a raíz de un diálogo imaginario que Guillermo Sheridan puso en boca de los poetas Rafael López y Enrique Fernández Ledesma, y el periodista Jesús B. González, donde se insinúa que complicaciones de un padecimiento de transmisión sexual habrían sido la causa de la muerte del jerezano (Sheridan 107-185 y 303-313), Ruy Pérez Tamayo propuso una lectura, desde la perspectiva médica, de “La flor punitiva”, prosa poética de López Velarde sobre el proceso terapéutico de una innominada enfermedad venérea (Pérez Tamayo 20-21). No importa en este momento si se trataba de una descripción de la sífilis o de la gonorrea, ni si alguna complicación del padecimiento derivó en su muerte prematura. Lo que me interesa subrayar es el empleo de la metáfora vegetal por parte del poeta en uno de los textos más impresionantes de su última etapa.
En este trabajo, he querido exponer de manera amplia las características del mundo vegetal en el poemario Zozobra, cuyo centenario estuvimos conmemorando durante 2019. Sin embargo, y a mi juicio, me parece que aún quedan pendientes varios elementos de interés para analizarse en sus obras, sobre lo que aquí he llamado -de manera general- la botánica poética de Ramón López Velarde.