INTRODUCCIÓN
Novelista, guionista y cronista, Josefina Vicens (1911-1988) fue una escritora mexicana que, pese a haber recibido el Premio Xavier Villaurrutia en 1958 por su primera novela, El libro vacío, comenzó a ser debidamente leída y estudiada hasta hace relativamente poco. En 2006, el Taller de Teoría y Crítica Literaria “Diana Morán” publicó el primer libro monográfico sobre su obra: Josefina Vicens. Un vacío siempre lleno, editado por Maricruz Castro y Aline Pettersson. Por su parte, en 2017, la Universidad Autónoma Metropolitana editó Josefina Vicens: Un clásico por descubrir, coordinado por Ana Rosa Domenella y Norma Lojero, así como el volumen La masculinidad como producción discursiva y la feminidad como silencio en El libro vacío y Los años falsos de Josefina Vicens, de Isabel Lincoln Strange Reséndiz. Escribo el presente artículo con la intención de abonar a la discusión de la obra de Vicens desde los estudios literarios en diálogo con el campo interdisciplinar de los estudios de género, la historia, la geografía social y la sociología.
Contemporánea de autoras y autores como Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Alfonso Reyes, Amparo Dávila, Rosario Castellanos y Elena Garro, Vicens se distingue por tener una escasa pero contundente narrativa que explora la interioridad de sus personajes, que se caracteriza por ser reflexiva y por cuestionar lo pactado por la sociedad mexicana de su tiempo (que en ciertos aspectos se mantiene hasta el siglo XXI). Sus dos novelas, El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), despliegan temas como la identidad, el trabajo, la producción, la familia tradicional y la desigualdad económica. Asimismo, las convenciones de género juegan un rol especial en sus relatos, donde la diferencia entre hombres y mujeres se resalta y pondera. Múltiples ensayistas e investigadoras como Ana Rosa Domenella, Eve Gil, Isabel Lincoln Strange Reséndiz y Adriana Sáenz Valadez han publicado estudios sobre la problemática de género en la obra de Vicens.1 Y, sin embargo, la discusión se mantiene abierta y vigente gracias a sus aportaciones y a la continua indagación de investigadoras e investigadores con respecto al heteropatriarcado, al feminismo y a las masculinidades.
Mi objetivo es estudiar la masculinidad del protagonista de El libro vacío, José García, en relación con la espacialidad de la novela, específicamente con la habitación en la que escribe y lo que en ella observo como “porosidad”. Gracias a los lugares que se intersectan y encuentran en el cuarto, García cuestiona su masculinidad y, en ocasiones, responde de forma autónoma a las normas heteropatriarcales de su entorno. Sobre esto, la crítica Isabel Lincoln Strange Reséndiz señala: “José García entra en un conflicto de identidad . . . cuando se acerca a la escritura, debido a que se sensibiliza y, así, rebasa las características de lo masculino” (113). Aunque Lincoln lee ese “rebasamiento” como el contacto con la “feminidad” del protagonista, arguyo que es esencial que se vea más bien como un cuestionamiento de la masculinidad hegemónica, puesto que lo “femenino” y lo “masculino” no son binarios perfectos, sino que implican una multitud de paradigmas y conceptos.
A lo largo de mi argumentación, utilizo definiciones y propuestas de estudiosas y estudiosos de las ciencias sociales, ya que la meditación sobre el género cruza diversos planos de la cultura y la estructura social dentro de los cuales se incluyen las formas en las que las personas interactúan y expresan su identidad de género. A partir de lo anterior, además, me baso en la ambientación de la novela en la Ciudad de México para acudir a publicaciones que analizan las maquinaciones específicas de las urbes latinoamericanas, pues están cimentadas en un contexto relacionado con lo que la narración de Vicens plantea sobre la vida de un hombre y su familia en una capital de América Latina.
EL CUARTO COMO EPICENTRO POROSO ENTRE LOS LUGARES DE PERFORMATIVIDAD MASCULINA DE JOSÉ GARCÍA
José García es un hombre que vive en la capital de México con su esposa y sus dos hijos. Bajo un techo que considera humilde y de clase media, él escribe sobre su vida, sus emociones, memorias y compulsiones. La novela se construye con los apuntes de su personaje principal. El texto es lo que José García logra plasmar sobre papel. Debido a que se trata de un hombre que tiene experiencias domésticas y laborales “ordinarias” e incluso “tradicionales” dentro del mundo representado, se podría intentar reducir a García a un engranaje más en la maquinaria heteropatriarcal. Sin embargo, al leer sus vaivenes internos, es posible dar cuenta de la complejidad de su masculinidad: llena de contradicciones, deseos reprimidos y temores que, sin embargo, sí expresa en su cuaderno.
Desde un cuarto destinado para su labor artística, el narrador-personaje se transporta a distintos momentos de su pasado y de su vida cotidiana. Sin una dirección aparente, camina por los cuadros de su memoria para comentar sobre lo que hubiera querido cambiar, sobre lo que aprueba y desaprueba de sí mismo y de su contexto. El narrador-personaje además comenta sobre sus conexiones sentimentales y su obsesión con la escritura. Los escenarios físicos son de suma relevancia para la configuración de García por cómo se enlaza afectivamente con ellos y por el papel que juegan en la reproducción de su performatividad masculina.
Utilizo los conceptos “lugar” y “lugares” para recalcar la importancia de la relación del personaje con su entorno, pues parto de lo que el geógrafo Yi-Fu Tuan escribe en Space and Place (1977) acerca de la diferencia entre el espacio y el lugar: “‘Espacio’ es más abstracto que ‘lugar’. Lo que comienza como espacio indiferenciado se convierte en lugar conforme lo conocemos mejor y lo dotamos de valor” (trad. mía; 6).2 Es decir, al emplear la palabra “lugar”, señalo cómo la subjetividad de García marca aquello que antes era “espacio” pero se transformó en “lugar” al adquirir un significado o trascendencia específica para el protagonista y la novela.
En La ciudad postmoderna, el sociólogo italiano Giandomenico Amendola reflexiona sobre la “ciudad porosa” y, aunque se aproxima al término desde estudios sobre la urbanización y modernización del mundo, observo que su descripción de la porosidad otorga claridad con respecto a lo que se lee en El libro vacío: “[n]o existen límites claros entre un fenómeno y otro, entre un nivel y el sucesivo. La realidad urbana contemporánea está marcada por este continuo contagio e hibridación de imágenes, de experiencias, de códigos, de culturas” (103). A manera de símil, a una escala distinta, afirmo que el cuarto de García es un lugar poroso, un epicentro entre los demás lugares, debido a que es donde se intersectan y concentran las vivencias del protagonista. Las espacialidades descritas se cuelan incluso a nivel sensorial a lo que él, en ocasiones, describe como su “despacho”. Asimismo, como Alicia V. Ramírez Olivares explica en “Algunas nociones de espacio en El libro vacío” (2017), este lugar ocupa un sitio central pues “representa el espacio a partir del cual José García se busca y se redefine” (168).
Michel de Certeau, en La invención de lo cotidiano, explica que la descripción es “fundadora de espacios” y que en el relato “puede reconocerse de inmediato la función básica de autorizar establecimiento, el desplazamiento o el rebase de límites” (Certeau 135-136). Pese a que Certeau emplea definiciones distintas de “lugar” y “espacio”, considero que su perspectiva resulta provechosa para comprender cómo es que se crea y se hace posible percibir la porosidad del cuarto.3 La voz de García que describe los objetos, las personas y las acciones funda los lugares y autoriza el tránsito entre ellos como veremos más adelante. Es un relato íntimo, con un narrador en focalización interna, que construye una diégesis en la cual las paredes sólidas de su cuarto no presentan un verdadero obstáculo ni para el exterior ni para el pasado.
La porosidad del cuarto se comienza a hacer visible cuando García evoca a detalle un alboroto proveniente de la cocina y la inmediata irrupción de su esposa: “ella que se acerca y entra en mi habitación” (Vicens 23).4 Este es el primer momento en que se menciona la existencia del cuarto, lo cual no debe pasar inadvertido. José García configura su cuarto de afuera hacia adentro y con un ojo permanentemente puesto sobre el exterior; pues es la intrusión de un lugar externo (la cocina) lo que hace patente el espacio privado que ocupa el personaje. Su reflexión sobre su propia escritura muestra el poco control que tiene sobre las interferencias de afuera: “No sé cómo empecé a hablar de esos ruidos domésticos que de tan oídos nadie escucha ya” (22-23); como si las paredes tuvieran huecos que permitieran el libre tránsito de agentes foráneos. El cuarto incluso puede enfocar aquellos sonidos que García considera insignificantes. Esta ampliación es otro elemento de su carácter como epicentro, como si los demás lugares fueran puestos bajo una lupa.
En el cuarto, también se trae al frente lugares pertenecientes a otros momentos de la vida de García. Regresa a la costa, donde vivió de adolescente: “retrocedo en el tiempo y en mí mismo y me encuentro con quien era yo antes” (65). La playa en la que llora por no cumplir su sueño de ser marino penetra el lugar que García ocupa de adulto y él piensa de su yo-joven: “Lo siento temblar dentro de mí, limpio y brioso” (67). La porosidad carga consigo tanto la rememoración como la reencarnación de sus emociones y sensaciones. Yi-Fu Tuan propone que un “lugar es una pausa en movimiento” y que aquella pausa “hace posible que una localidad se convierta en un centro de valor percibido” (trad. mía; 138).5 La pausa no se refiere a un total estatismo, sino a la forma en que una persona o un grupo de personas detienen su tránsito entre espacios para relacionarse con un lugar en específico. En Space and Place se emplean como ejemplos los lugares de descanso de los seres humanos, ya sea una cama o la sombra de un árbol (Tuan). No es necesario que García tome un camión o una máquina del tiempo para ir a la playa y regresar a aquel lugar donde puede dejarse sentir tristeza. El cuarto permite que las pausas, sin importar su temporalidad, se empalmen.
José García hace nota de cómo él trae los lugares íntimos hacia su despacho, pues, muy a su pesar, al hablar en primera persona mientras escribe se “arrastra inevitablemente al relato de cosas particulares, reducidas al tamaño exacto de la casa familiar, de los parientes cercanos, del vecino” (30). Es decir, la postura desde la cual escribe hace que los lugares de la intimidad se entremezclen y su cuarto, al ser el refugio de su elección, resulta ser el punto en el que se cruzan. La habitación es la primera pausa de introspección que posibilita las demás.
En la novela, la porosidad entre lugares no solo tiene la función de traer al despacho nuevas anécdotas para relatar e inspirar a José García, sino que entre lo que se filtra es posible distinguir las diversas caras de la masculinidad del protagonista. Como ya lo había planteado, precisamente hablo de “lugares” por el peso significativo que adquieren los espacios para el personaje y su historia, lo que incluye su autopercepción como hombre. Para discutir sobre la performatividad masculina de García, me baso en lo que Judith Butler explica sobre los “actos, gestos y deseos” llevados a cabo para afirmar una identidad, que “son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que pretenden afirmar son invenciones fabricadas y preservadas mediante signos corpóreos y otros medios discursivos” (266). Me centro precisamente en cómo se afirman la masculinidad o las masculinidades, las cuales, según el sociólogo Guillermo Núñez Noriega:
[R]efieren . . . a una ficción cultural, a una convención de sentido que ha producido y produce una serie de efectos sobre los cuerpos, las subjetividades, las prácticas, las cosas y las relaciones; esto es, que participa en una realidad concreta: la realidad de una sociedad en la que dichas concepciones de género son dominantes y construyen relaciones de distinción naturalizadas. (25)
Asimismo, tal como advierte la socióloga R. W. Connell, en Masculinidades (1995), las masculinidades no pueden ser aprehendidas como algo estático. Incluso cuando se habla de la masculinidad hegemónica, se refiere a una masculinidad que cambia y responde al contexto para mantener la posición dominante del hombre; es decir, no hay una sola masculinidad hegemónica sino varias que se adaptan a su entorno (Connell). Por lo tanto, lo que vemos atravesar la porosidad del cuarto de García son, entre otras cosas, esos distintos actos, gestos y deseos que expresa para afirmar su posición como varón.
Ramírez Olivares señala que “los espacios físicos que se describen: la casa, la oficina, su cuarto, la calle, entre otros, también se relacionan con esas fragmentaciones de su ser que representan tanto lo público como lo privado” (170); de manera que apunta a los cambios casi camaleónicos de las acciones de García. Aunque en este texto me centro en las diversas exigencias que hay sobre los hombres insertos en el heteropatriarcado y no en lo “público” frente a lo “privado”, me apoyo en el hallazgo de la investigadora para afirmar que, como un haz de luz que atraviesa un prisma, en el cuarto, la performatividad masculina de José García se separa en sus distintos componentes. Lo anterior se complejiza aun más cuando el protagonista de El libro vacío percibe cómo sus acciones contradicen lo que siente y cómo expresa una masculinidad que se adecúa a diversos factores, y debate consigo mismo al respecto. Así lo identifica la ensayista Eve Gil en “El discurso feminista encubierto en las novelas de Josefina Vicens”:
Los hombres protagonistas de las novelas de Vicens viven cuestionándose sobre qué es ser un hombre, atrapados en un mundo donde campean las apariencias y las palabras huecas, y cada gesto, cada reacción parece marcada en un libreto que hay que seguir al pie de la letra. (104)
En el caso de José García, cuestionarse lo que es ser hombre lo lleva a vivir una masculinidad reflexiva que resalta las exigencias de un contexto heteropatriarcal que ha internalizado.
Después de la irrupción ya mencionada, su esposa le pregunta si está cansado. García contesta con violencia: “¿Cansado de qué? Ya lo has visto, no he hecho nada” (24). Sin embargo, también anota después de lo anterior: “¡Ya está! ¡Ahora la vergüenza de haber sido injusto!” (24), y piensa qué otras cosas pudo haber dicho; por ejemplo, “Perdóname, tienes razón. Te trato mal porque he pasado todas las noches empeñado en hacer algo imposible, superior a mis fuerzas… porque lo sorprendiste y me avergoncé” (25). No se acerca a su pareja para disculparse ni explicar su exabrupto porque, como el pasaje anterior lo muestra, tal agresividad verbal le permite esconder su debilidad. José Olavarría, sociólogo chileno, señala, en Sobre hombres y masculinidades (2017), que:
La identidad de género de los hombres, que tiene como referente la masculinidad hegemónica, se construye de cara a un modelo también dual, que comporta potencia y carencia; es decir, provee el privilegio del dominio, pero a la vez queda condenado a demostrar constantemente “su derecho” a tal privilegio. (124)
La respuesta violenta de García parece deberse a la “carencia” expuesta por la pregunta de su esposa. Él no tiene total control sobre su labor artística, pero se esfuerza por ocultarlo. Al escribir, no obstante, devela sus paradojas. Se siente inferior por no ser un escritor productivo y, en lugar de compartir sus inseguridades, responde con furia a los acercamientos de los demás. De esta forma es posible observar cómo la cualidad porosa del cuarto, que permite el encuentro de los demás lugares, se traduce también en la difuminación de fronteras entre las maneras en las que García vive su masculinidad. El relato está anclado al cuarto, la primera pausa, donde García se permite hablar de sus pesares y dejar ir lo que describe como “la vigilancia sobre mí mismo para no dejarme caer en la necesidad de ser consolado y confesarle lo que no quiero confesar a nadie” (26). No obstante, se presentan también otros lugares donde el personaje lleva a cabo las acciones que perpetúan su hegemonía. En ciertos contextos, como frente a su familia, García debe cuidarse de no compartir sus emociones ni pedir apoyo para no perder el poder que posee como hombre. Sin embargo, esta no es la única silueta de su masculinidad y la seguridad proporcionada por el cuarto lo hace patente.
Escribir sobre el “perdón” que no supo ofrecerle a su esposa detona que José García recuerde a su abuela: “Mi abuela me pidió perdón un día” (26) y los apodos cariñosos con los que ella le hablaba: “rosita de Castilla”, “rosita de Jericó”, “botón de rosa” (27). Al escucharlos, él se sentía: feliz, si su abuela los decía en privado; molesto y apenado, si ocurría en público. A solas, García-niño comprende que ser comparado con flores implica que su abuela ve belleza en él. Sin embargo, frente a las demás personas, sus palabras lo feminizan; no le permiten presentar una masculinidad hegemónica. Como explica Isabel Lincoln Strange: “El narrador observa que existe un tono femenino del que no deben percatarse los otros a su alrededor, pues esto significaría que se ha sensibilizado y, como su abuela, se ha feminizado” (129). Para performar la masculinidad deseada, García-niño se arma de valor y le pide a su abuela: “¡No me digas así, por favor…!” (28). Este es uno de varios momentos en los cuales el cuarto funge como epicentro poroso, donde distintos lugares se encuentran y se habilita que uno, como la cocina, catalice la aparición de otros, como el espacio privado compartido con la abuela. Asimismo, este encuentro entre lugares y temporalidades visibiliza las facetas de la masculinidad del personaje, incluso desde su niñez. Por un lado, disfruta de la atención y el cariño, sin importar lo femeninos que los considere. Por el otro, prefiere no recibir esas palabras de amor y arriesgarse a herir los sentimientos de su abuela con tal de mantenerse “masculino” ante los demás.
Aunque la porosidad entre lugares está ligada exclusivamente a los sitios intervenidos por la subjetividad de García y sea su masculinidad la que suele escudriñar, el protagonista también trae a su cuarto otras performatividades. Así ocurre después de llevar a su esposa a cenar. García rememora y comenta el comportamiento de los demás comensales:
Llegamos al “Gran Vals”. Escogimos una mesa aislada. En otras estaban “los clásicos”: gritan, golpean la mesa, beben, juran que son muy machos y dan exageradas propinas. Porque el dinero no importa; porque las mujeres dizque son inferiores; porque en su trabajo no pueden gritar; porque el alcohol es piadoso y ¡porque sufren, porque sufren! ¡Y todo para creer que no sufren! (56)
García, quien por escrito suele mostrar compasión por las demás personas, interpreta esas acciones prepotentes y agresivas como señales de dolor. Además, identifica en aquellos hombres la misma tendencia que él tiene por esconder sus vulnerabilidades.
La meditación de García con respecto a otros personajes no puede ser interpretada como la “realidad” sobre ellos, pues se trata de ideas e imágenes provenientes de una prosa subjetiva. Sin embargo, hay que considerar la interacción entre el protagonista y estas performatividades, las cuales estudia pasivamente y narra como espejos de su propio comportamiento: primero señala la violencia de su actuar y luego resalta lo que cree que se halla bajo la superficie. Entonces, el personaje desarrolla todavía más su carácter y pone sobre la mesa otros componentes de su masculinidad. La porosidad, la cual le permitió traer las mesas y los borrachos a su cuarto, también facilita que él presente en su escritura cómo su masculinidad responde a la de los demás. Las escenas del restaurante “Gran Vals” conducen a que García imagine una conversación con su hijo mayor: “¡José, José, hijo mío, si supieras lo que es un hombre! . . . El hombre es… pero, ¿lo sé yo acaso?” (57). Su respuesta ante otras performatividades es la de cuestionar su identidad como hombre y llevar la reflexión a un escenario familiar.
En suma, observo que la porosidad permite que los lugares y las masculinidades performadas en ellos se toquen. El encuentro conlleva que se contrasten en la narrativa de García y se haga evidente que responden a diversas necesidades por mantener o no el control hegemónico.
TENSIÓN ENTRE LUGARES Y MASCULINIDADES
Los lugares de El libro vacío no se empalman de forma espontánea. La memoria y lo sensorial juegan papeles cruciales en la “invocación” de los lugares y en los elementos que son puestos en primera plana por García. La definición de Yi-Fu Tuan de “lugar” recalca lo esencial que es la experiencia para su significación. Asimismo, la experiencia depende, entre otras cosas, del pensamiento y de los sentidos que permiten asir las características de un espacio y sus objetos (Tuan). El tacto, la vista, el gusto, el olfato y la audición son importantes para hacer del espacio un lugar. Por esto los recuerdos de ciertas sensaciones y las interrupciones físicas y sonoras activan el traslado de lugares por las barreras porosas del cuarto. Es relevante señalar cómo se presentan tales interrupciones, pues permiten que se reviva la experiencia de las pausas evocadas o que se integre al cuarto lo que sucede fuera de él. Así ocurre cuando García ve la luz que se cuela a su habitación: “Ya debe ser muy tarde, porque mi mujer ha encendido la luz. Es su forma de avisarme que se despertó y que debo irme a dormir” (229) y sus acciones se ven interrumpidas: “Esa luz, ¡qué fastidio! En fin, voy a acostarme” (230). En este caso, la cama que comparte con su esposa intersecta al cuarto desde lo visual. La iluminación evidencia la oscuridad y lo hace salir de ella para regresar a donde alguien más lo espera.
Debido a que los lugares suelen encapsular performatividades de masculinidad contrastantes, se crea tensión entre ellos en específico cuando la masculinidad hegemónica de José García se ve amenazada. Él se encierra en el despacho exclusivamente para escribir en su cuaderno. No es un lugar donde cumpla sus “deberes” como esposo o padre de familia según el modelo dominante de la masculinidad. Este modelo, explica Olavarría, dicta que un hombre “debe asumir a su familia, hacerse cargo de ella y protegerla. Debe ser ‘racional’, no se puede dejar llevar por la emocionalidad ya que sobre todo debe “sacar adelante” a su familia” (130). Al contrario, su habitación es donde intenta perseguir sus ambiciones como artista y este esfuerzo lo distancia de los asuntos domésticos. Sin embargo, entre el lugar familiar y su lugar como escritor hay una división (porosa) que el lugar doméstico atraviesa constantemente y, en consecuencia, se encuentran dos fuerzas dirigidas en sentidos diferentes. Basta señalar los operadores tonales empleados para comprender el origen de la tensión durante el primer cruce del hogar al cuarto, el cual se cataliza gracias a los sonidos de fuera. Los operadores tonales, tal como Luz Aurora Pimentel los expone, son: “adjetivos o frases calificativas” que “constituyen los puntos de articulación entre los niveles denotativo ―o referencial― de la descripción y el ideológico” (27). Es decir, para efectos de este artículo, son las expresiones con las que se describe un lugar, espacio atravesado por una subjetividad, y lo que ocurre en él. Porque está sujeta a las ideas y valores de una perspectiva en particular, la descripción da tanto información sobre los aspectos más “tangibles” como de la interioridad de su narrador. García habla de sí mismo con las siguientes palabras: “tranquilo, sereno, resignado mansamente” (16) y “tembloroso” (21). En comparación, al evocar los sonidos que hace su pareja en la cocina escribe: “murmullo tierno”, “que va y que viene”, “discreto ruido personal” y “[ruido] peculiar y molesto” (22). Es ostensible la separación entre dos campos semánticos: uno que alude a lo silencioso e inmóvil del despacho y otro que alude al sonido y a las acciones de la cocina. Además, en un lugar está la mitad “femenina” de un matrimonio y, en otro, lo que debiera ser el “patriarca” de una familia tradicional según los paradigmas de representación de la novela. Mas es la mujer quien está en el centro de las actividades y García el que se mantiene improductivo. Si bien su esposa se dedica a ser ama de casa, como la hegemonía patriarcal exige de las mujeres, el protagonista de la novela encuentra un problema en aquel arreglo: “Lo real, lo que se ve, no obstante, es que ella ha trabajado y yo no” (23). Lo “real” es que José García no aporta ni mayor comodidad ni más ingresos a su familia con su escritura. Entonces, la presencia del lugar doméstico en el cuarto amenaza su masculinidad heteronormada, la cual exige que un hombre sea proveedor de dinero y seguridad para el hogar.
José Olavarría explica que los hombres que buscan ejercer una masculinidad hegemónica subordinan su autoestima al “prestigio, poder, autoridad y autonomía” que relacionan con trabajar y ganar dinero (76). En efecto, García se muestra insatisfecho e incluso torturado al compararse con los logros de su esposa: “¿Cómo voy a contestarle que sí, que estoy rendido, exhausto de no haber escrito una sola línea? ¿Cómo lo va a entender si ella, mientras tanto, ha hecho una serie de cosas rudas . . .?” (23). Aquí también entra en juego el pensamiento que considera inferiores a las mujeres (Olavarría), idea que abona a que posteriormente García se sienta avergonzado por no estar a la par de su esposa.
El José García que recuerda este momento desde su cuarto reflexiona al respecto con vulnerabilidad. Aumenta la tensión. Está el García que se siente emasculado por el trabajo de su pareja y responde de forma agresiva, con reclamos y sarcasmo para retomar el poder en la dinámica; y el García que se encierra a pensar y a permitir que su desánimo se externalice, que incluso siente culpa por haberse expresado con violencia.
Lo que se capta de forma visual igualmente activa el viaje del lugar doméstico hacia el cuarto. García banaliza la importancia de su zona de trabajo de la siguiente forma:
mi despacho… ¡es tan presuntuosa esta expresión! En ese despacho están también la máquina de coser, un armario y unas cajas inverosímiles, las que parecen que jamás han de servir para nada y que, no obstante, sirven siempre. (53)
Los objetos que nota forman parte del campo semántico del hogar, del almacenamiento y de los remiendos caseros. Su presencia parece demeritar la seriedad de su entorno, que desea llamar “despacho”, y desmentir que le pertenezca, ya que es ocupado por materiales ajenos a su escritura. Otro lugar está plantado sin moverse frente a él. Se trata de una espacialidad que se cuela desde la mirada para que tenga presente aquello que conflictúa su “hombría”. A la habitación, su lugar de sensibilidad, entra lo doméstico, donde se le exige otro tipo de performatividad. Cabe resaltar el énfasis hecho sobre la utilidad de los objetos y el subsecuente relato sobre su esposa, quien logra comprarle un smoking nuevo a su hijo después de vender algunas de las cosas guardadas. “La verdad es que es ella la que resuelve siempre todo lo práctico. Yo no sirvo para nada” (54), concluye García sobre aquel recuerdo. En el cuarto se enfrentan de forma irónica la productividad y la responsabilidad económica de afuera, del lugar que ocupa su esposa, y la pasividad de García sentado frente a un escritorio.
Willis señala que la dominación masculina en un contexto urbano y latinoamericano busca mantener el poder sobre los ingresos económicos y sobre los asuntos familiares; por lo cual es claro que los hombres se ven amenazados cuando sus esposas obtienen acceso a sus propios ingresos. Reconocer el trabajo hecho por su esposa para obtener dinero implica que García no cabe dentro de esa estructura heteropatriarcal. Incluso se rehúsa a ser parte de las decisiones económicas, pues no tiene el temperamento necesario para hacerse cargo de estos aspectos: “prefiero no comprar nada . . . . Lo lamento; no puedo soportarlo. Sufro por el que vende y por el que compra” (54). Al escribir esto, García proyecta una masculinidad alternativa, la cual siente empatía por las demás personas, admite quedarse fuera de las transacciones y, por lo tanto, rechaza una manera de performar la masculinidad hegemónica. Sin embargo, la forma en que alejarse de los intercambios monetarios afecta su visión de sí mismo, cómo se considera inútil y pide perdón por no ajustarse al rol de un padre tradicional, expone cuán anclado se mantiene a las normas patriarcales.
Como la porosidad entre lugares y entre performatividades nos permite ver, sus acciones y su posición sobre lo económico no son estáticas. En más de una ocasión los lugares públicos irrumpen en el cuarto, a veces con características que refuerzan la asociación hecha entre la virilidad, la calle y el desorden (Willis). Se fortalece la imagen de lo privado como femenino y lo público como masculino. Este es el caso de los encuentros con su ex amante, Guadalupe, que García describe después de rememorar una conversación con su hijo y su esposa. Con ella, el protagonista se da cada vez más libertades a expensas del dinero de su familia. La primera vez que salen, le regala flores cuyo costo “equivalía a cuatro o cinco días de gasto” (146). Asimismo, Lupe comienza a pedirle dinero e invitarlo a citas extravagantes hasta que: “Llegó un momento en que estaba hundido económicamente y no encontraba forma alguna de salir” (155). Aquellos despilfarros de dinero no responden a una masculinidad “otra”: ni a una masculinidad que evita formar parte de transacciones monetarias, ni a una masculinidad hegemónica de un padre de familia, cuyo “deber” es cuidar de su esposa e hijos. Mas el propio García reconoce que la situación le otorga una sensación de poder, pues su amorío representa: “mi vanidad alimentada por la idea de que aún podía tener dos mujeres; la zozobra; mi última actuación en ese turbio mundo masculino de la conquista, la posesión y el alarde” (148). Retomo que la hegemonía no se presenta de la misma forma en cada momento, sino que hay varias maneras de mantenerla según la situación. Mientras que García prefiere dejar el control de la familia a su esposa, muy al pesar de su autoestima, decide actuar fuera del lugar doméstico como un hombre con fuerza económica y dominio sexual y romántico sobre las mujeres; es decir, performar una masculinidad hegemónica basada en poder adquisitivo y en proeza sexual en los espacios externos al hogar.
Durante la narración de aquel episodio, el narrador-personaje describe el estar con su amante con los siguientes operadores tonales: “anhelante, subterránea, violenta, torva, imprevista, ilegal y atractiva” (148). Escribe sobre su experiencia de la vida nocturna y pública con Guadalupe y emplea las palabras “jovialidad estúpida”, “estridente”,“urgencia arrolladora, incontrolable” (152). Es decir, los lugares que compartió con ella le remiten a la vivencia de peligro, de espontaneidad y pasión. Esto revela dicha experiencia como no del todo placentera, pues hablar de riesgo y violencia también muestra que García percibe que estos lugares son sobrecogedores e intimidantes. Al mismo tiempo, dice de su hogar y de su familia: “cuidado”, “intolerable”, “mis hijos me irritaban”, “enemigos, como cadenas” (149). Siente aversión por lo que intenta detener el movimiento, la exposición y el placer que recibe de la performatividad que ejecuta en los bares, en los restaurantes y en la casa de Lupe.
Al recordar los dos lugares, el lugar de la amante y el lugar doméstico, estos crean tensión dentro del cuarto. García revive el ir y venir tortuoso: “la única forma de no abandonarlos para siempre era buscar a quien me apartaba de ellos. Lo hacía. Regresaba vencido y suplicante. Y a empezar otra vez” (149). Sufre porque no quiere permanecer por completo en ninguno de los lugares, pero debe contorsionarse en posiciones distintas para caber en ellos. Deja a Guadalupe después de dos años, cuando determina que estar con ella es estar en un lugar irreconciliable con su hogar: “La dejé porque en el mundo hay varios mundos, y el suyo era tan inhabitable para mí como para ella el mío” (156). Solo se queda con una foto maltratada de su rostro, con la cual conjura su recuerdo y vuelve a sentirse atraído al lugar de su infidelidad. Considero que, si el personaje mantiene su resistencia a volver, es porque el regreso significaría mantener una masculinidad mucho más difícil de encarnar. En el hogar, su esposa tiene más control sobre las decisiones y el dinero. García lo acepta, a veces con admiración y a veces con pena. Encerrado en el cuarto deja al descubierto sus debilidades e incongruencias por escrito, el medio que prefiere para hacerlo: “Yo escribo y yo me leo, únicamente yo, pero al hacerlo me siento desdoblado, acompañado” (195). Decidir alejarse de Guadalupe es poner sobre ella los lugares de su silencio, del amor familiar y de la introspección. El desdoblamiento que menciona podría ser esa visibilización de las diferentes masculinidades que performa.
En realidad, José García disfruta estar en el lugar doméstico. “Me gusta la convivencia”, dice y escribe cómo finge lo contrario: “Algunas veces le digo a mi mujer que el hombre debe vivir solo y libre para no debilitarse . . . para que no me sienta viejo y anclado definitivamente” (101). A pesar de que performa esa masculinidad hegemónica, la que “debería” estar en la oficina y en la vía pública, él mismo señala la insinceridad de sus palabras. Es feliz en el lugar anexo a su despacho, donde sufre la vergüenza de la improductividad, donde no tiene el mismo poder que su esposa sobre las finanzas y la crianza de sus hijos. Lo que anota proyecta una masculinidad alterna, pero no se trata de una masculinidad disruptiva ni alborotadora.
En definitiva, José García jamás se enfrenta a las expectativas de las demás personas, no hace cambios radicales sobre su performatividad ni cuestiona directamente su entorno. Sin embargo, en su cuarto demuestra poseer una masculinidad que logra tener destellos de independencia, capaz de separarse de las demás performatividades heteronormadas y de refractarse a sí misma: “siempre que escribo digo lo que siento, aunque una cosa niegue la anterior. Soy un hombre de tantas verdades momentáneas, que no sé cuál es la verdad. Tal vez el tener tantas sea mi verdad única” (90). Es posible interpretar que esas diversas verdades, que chocan unas con otras, son las masculinidades en tensión que identifica cada vez que los lugares se intersectan en su cuarto.
CONCLUSIONES
Si bien, en El libro vacío no se encuentran descripciones exhaustivas, ricas en adjetivos y demostrativos, el relato de García sobre su propia vida funda ―a partir de sus diálogos internos, sus intercambios con otros personajes, sus emociones y sus sentidos― lugares porosos y un cuarto que funge como epicentro. La experiencia permea la espacialidad. Por lo tanto, la porosidad de su habitación suministra un ambiente en el cual las distintas performatividades, tanto del presente como del pasado, se encuentran y revelan sus contradicciones según su respuesta a las normas del heteropatriarcado. Lo anterior es posible gracias a que se trata de “lugares”, es decir, espacialidades significadas por la subjetividad del protagonista que están intrínsecamente ligadas a sus vivencias, a sus sentidos y emociones.
Al personaje principal de El libro vacío no se le puede exigir que sea un hombre “liberado” o “deconstruido” que salga de su cuarto a predicar la buena nueva sobre el género y el feminismo. Sin embargo, en sus escritos se puede leer cómo en ocasiones su masculinidad cobra autonomía y cuestiona los roles de género que lo circunscriben. Lo cual es resultado del acto de la introspección ante la pluralidad de escenas que se cruzan en su habitación.
No cabe duda de por qué este texto se continúa explorando desde los estudios de género. La masculinidad no es solo un tema importante para la realidad contemporánea en México y en Latinoamérica, como lo fue durante la vida de Vicens. El libro vacío resalta la complejidad de la masculinidad y la relación que guarda con su entorno. Queda mucho por añadir y cuestionar sobre las propuestas de Josefina Vicens a lo largo de su obra. Señalo algunas de las ideas mencionadas que ofrecen terrenos fértiles para nuevas investigaciones: el papel y la configuración de la sonoridad en la novela, las distintas figuras femeninas en el texto y el problema de la producción en un contexto capitalista. Además, todavía falta explorar lo que la porosidad entre lugares conlleva para la dimensión metatextual de la obra.
La sensibilidad y perspicacia con las que Vicens escribe permiten que sus lectoras y lectores contemporáneos puedan reconocer en su contexto, en sus propios lugares, las paradojas e ironías que sus personajes viven y cuestionan. Los vaivenes internos, las performatividades cambiantes y la porosidad de El libro vacío apelan a una realidad extradiegética que intenta sobrevivir el estar regida por los preceptos heteropatriarcales.