Introducción
Los trabajos críticos realizados por Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes sobre el barroco partieron de una renovada manera de leer el pasado con la finalidad de reordenar escriturariamente, por medio de una imaginación revolucionaria, la tradición. Este reacomodo derivó de una labor de contraposición, apropiación y renovación: contraposición a un estudio hispánico-hegemónico tradicionalista, actitud que les permitió identificar los valores específicos del barroco en América Latina; apropiación en el sentido de que el estudio del barroco de la época colonial -especialmente de las obras de Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz- tuvo como objetivo marcar el origen de la expresión americana, la cual había sido caracterizada como ajena e incluso como un calco; y renovación porque la incidencia de la vasta labor de recuperación del barroco suscitó la aparición de nuevas expresiones barrocas en la poesía, la narrativa y el ensayo latinoamericano.
Este trabajo parte de la idea de que leer es tomar posición2 y escribir es reordenar,3 es decir, poner las cosas en un sitio diferente.
Cuando este trabajo se realiza sobre la tradición, la hace resurgir en su aspecto móvil y expresar su carácter heterogéneo. Las interpretaciones de Reyes y Henríquez Ureña sobre el barroco le reintegraron su cualidad inestable, gracias a una crítica heterodoxa, tal como la entendía José Carlos Mariátegui, quien planteó una propuesta que llamó “revolucionaria” sobre la tradición. En “Heterodoxia de la tradición” el intelectual peruano comenta que esta “es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil” (159). Por otro lado, el vínculo entre el revolucionario y la tradición no es conflictiva, pues la actitud revolucionaria no excluye la tradición, al contrario, lo revolucionario parte de una relación de apropiación de la tradición que diluye los límites interpretativos que la llegan a solidificar, mientras que el tradicionalista conservador la mantiene fija garantizando su muerte. El posicionamiento frente a la tradición revela “una actitud política” que puede definirse en el tradicionalista como un conservadurismo y en el revolucionario como una heterodoxia. Este último carácter es el que se le puede asignar a los trabajos de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña respecto a su lectura sobre el barroco.
El teórico y crítico colombiano Carlos Rincón consideraba los trabajos de Pedro Henríquez y otros intelectuales latinoamericanos sobre el barroco como:
parte de problemas filosóficos e históricos culturales, y no como categoría estético-formal . . . La consideración de la enunciación en su singularidad como dispositivo de la producción de sentido y la relación que enunciados como los de Henríquez Ureña y Picón Salas a propósito del Barroco mantienen con otros reales o virtuales, muestran una continuidad. Las tesis de José Lezama Lima y Alejo Carpentier sobre el Barroco están incluidas dentro de esa misma fase del discurso americanista; obedecen a exigencias discursivas semejantes. (213)
Lo dicho por Rincón es certero, solo faltaría añadir a Alfonso Reyes, a quien parece situar en un hispanismo tradicionalista entendido bajo los términos de Mariátegui. No obstante, el trabajo de Reyes muestra todo lo contrario.4 De cualquier modo, es necesario resaltar el surgimiento de una línea trazada por los estudios del barroco que va de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña pasando por Mariano Picón Salas hasta llegar a Alejo Carpentier, Lezama Lima y Severo Sarduy. Sus obras son, utilizando las palabras de Carlos Rincón, líneas productoras de sentidos en las cuales el barroco latinoamericano es traído al presente a través de una reinterpretación que regresa su aspecto dinámico a la tradición. La interpretación de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña sobre el barroco, que supera por mucho un estudio exclusivamente estético, como lo considera el teórico colombiano en la cita anterior, debe leerse en el marco más extenso de su obra en la cual se inscribe una densa reflexión americanista. Los textos Cuestiones estéticas (1911), Cuestiones gongorinas (1927) y Letras de la Nueva España (1946) de Reyes, así como Las corrientes literarias en la América Hispánica (1949) y algunos momentos de Estudios mexicanos(1984) de Pedro Henríquez Ureña, especialmente los que abordan el barroco, tienen una conexión especial como proyecto intelectual con los trabajos titulados Última Tule (1942) del mexicano y Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928) del dominicano.
El trabajo con el pasado de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña marcó toda una producción de herencia barroca hacia futuro que en la actualidad es atraída a la rica discusión sobre la particular modernidad latinoamericana.5 Desde hace algunas décadas el estudio del barroco en América Latina ha sido ligado a las problemáticas de la modernidad, hasta el punto de sostener que “[t]odo debate sobre la modernidad y su crisis en América Latina que no incluya el barroco resulta parcial e incompleto” (Chiampi 29). Esta aseveración de Irlemar Chiampi, al inicio de su libro Barroco y modernidad, responde a las preocupaciones que a su vez hizo suyas Bolívar Echeverría en La modernidad de lo barroco donde expuso su tesis sobre el ethos barroco como un modo de asumir, estar y hacer frente a la modernidad capitalista. Al revisar estos trabajos, entre varios más, es notoria la ausencia de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, y cuando no es así, se hace una referencia rápida a ellos.6 En este sentido, este trabajo revisa la obra de ambos en lo que atañe al barroco para señalar la importancia fundamental que tuvieron como impulsores de un amplio proyecto intelectual que tomó lo barroco como un referente para pensar lo latinoamericano y que debería ser considerado en las disquisiciones actuales entre barroco y modernidad.
Dos relatos del retorno del barroco
Son dos las versiones más extendidas sobre el resurgimiento del barroco a inicios del siglo XX: la primera, la más circulada y aceptada, sitúa a los escritores españoles de la Generación del 27 como los primeros en hacer una relectura “seria” de la poesía de Góngora, como consideraba Dámaso Alonso; la segunda ha quedado como un relato poco articulado y al margen. El objetivo aquí es justamente dar mayor articulación a esta segunda versión, en la cual, las lecturas de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña sobre el barroco son la pieza principal. Sus críticas respecto al barroco tuvieron como base una interpretación particular del hispanismo que terminó decantándose hacia un americanismo; en este trayecto, la lectura del barroco excedió los bordes de lo estético y se adentró a la siempre complicada e intrincada relación entre este y lo social. Por tanto, es fácil considerar que el objetivo de Reyes y Henríquez Ureña no fue exclusivamente dar con las notas precisas de la estética barroca como lo hiciera anteriormente Heinrich Wölfflin (1888), sino hallar en ella el inicio de la expresión americana, entendida como una voz en la cual ya se encontraban matices que apuntaban al surgimiento de un “nuevo hombre”, distinto al de la metrópoli.
Como legitimador de la primera versión del retorno del barroco en el siglo XX hallamos a Dámaso Alonso, quien señaló en su momento que “el origen de la admiración actual por Góngora no tuvo lugar en España” (252), sino que correspondió en realidad al simbolismo francés “la gloria auténtica de haber iniciado -aunque fuera de un modo casi incomprensible y desde luego inocente y pintoresco- el gusto por Góngora” (252). Este comentario del español es un punto crucial pues en él se acepta que Góngora y el barroco retornaron a finales del siglo XIX por una vía diferente a la del hispanismo tradicionalista y hegemónico que entendemos aquí como una voluntad colonial de monopolizar las interpretaciones. Como este hispanismo hegemónico no podía adjudicarse el origen del retorno del barroco, lo cual dejaba entrever su ceguera respecto a un elemento cardinal dentro de él, no tuvo otra opción que generar un relato compensatorio mediante el cual colocó a los escritores de la Generación del 27 como aquellos que realmente tuvieron motivos “serios” para leer a Góngora y, por tanto, para poner las bases del retorno del barroco. La finalidad de esta interpretación fue reasignar el lugar de origen del retorno del barroco al hispanismo hegemónico y con ello asignarle también el valor del barroco que él mismo había despreciado, así como la autoridad sobre él. Esta narrativa compensatoria quedó de muestra en las siguientes palabras de Dámaso Alonso:
Rubén Darío aprendió de los simbolistas la admiración por Góngora, y a través de Rubén se difunde por los medios literarios españoles más despiertos del principio de este siglo. Admiración pueril, profundamente snob, injustificada. Sí, desde luego. Pero la moderna generación literaria, los nuevos que en 1927 celebran el homenaje a Góngora, que son los primeros que, como veremos después, tienen motivos serios, externos e internos para poder interpretar y admirar al autor del Polifemo, no pueden prescindir de reconocer esta prehistoria del entusiasmo gongorino de nuestros días. (253)
El resurgimiento gongorino se dio en Francia con Paul Verlaine, quien escasamente pudo acceder a algunos versos traducidos del poeta cordobés. Sin embargo, como apuntó el mismo Dámaso Alonso, el retorno a España fue por medio de Rubén Darío. El poeta nicaragüense es quien devolvió a Góngora a España. Más allá de lo que el filólogo español señaló con un talante caricaturesco como el resurgimiento y el retorno de Góngora a España a través de Darío, es necesario añadir que, si bien este último fue quien regresó a Góngora a España sin un estudio formal de su obra y más bien como resultado del azar y de manera ingenua, snob y pueril, no fueron los integrantes de la Generación del 27 quienes lo hicieron primero de un modo sistemático porque tuvieran “motivos serios”, antes que ellos estuvo Alfonso Reyes.
Es verdad que el gusto renovado por Góngora inicia en Francia con Paul Verlaine y se prolonga hasta España por un latinoamericano: Rubén Darío,7 pero a esta idea de Dámaso Alonso hay que agregar otras dos figuras: el francés Raymond Foulché-Delbosc que en 1908 publicó su Bibliografía de Góngora, y el mexicano Alfonso Reyes, quien antes de su exilio a España escribió Cuestiones estéticas (1911), donde expresó la necesidad de realizar un nuevo acercamiento a la obra gongorina, dejando de lado las lecturas perezosas que se le habían practicado. Otro francés y otro latinoamericano fueron los iniciadores del estudio “serio” de la obra gongorina, algunos años antes de la presencia de los poetas españoles del 27. Quizá el afán de Dámaso Alonso por denostar el gusto por Góngora que tuvieron Verlaine y Darío, así como el comentar de forma tangencial el trabajo de Foulché-Delbosc y de Reyes, responde a un interés de rescatar a Góngora desde España y para los españoles con la Generación del 27, en un intento de conservar y resguardar la autoridad de este hispanismo tradicionalista y hegemónico. Por su lado, los escritores de dicha generación apreciaron el valor del trabajo de Reyes sobre Góngora; le concedían tal importancia respecto al tema que lo invitaron a las conocidas jornadas en homenaje a Góngora en 1927.8
Aurora Egido, una de las académicas cuyo trabajo sobre el barroco menciona, sin ir más allá, la importancia del dominicano y el mexicano, señala: “En las estimaciones gongorinas, así como en otros muchos aspectos de creación y crítica a comienzos del siglo XX, brillan con particular relieve las figuras de Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes” (85). Los dos intelectuales latinoamericanos, desde este nuevo espacio del hispanismo decantado hacia un americanismo, abordaron el barroco dándole otro cariz, viendo en él otra forma de la expresión americana, pero, sobre todo, abrieron una veta renovada que mostró otra cara del barroco: el “barroco de Indias”, como lo llamó Mariano Picón Salas (1944), con sus especificidades, con cualidades propias que lo hicieron diferente al peninsular.
El hallazgo de las diferencias entre la sensibilidad española y la americana fue el objetivo de un programa intelectual que tuvo como punto de arranque necesario el alejamiento de posturas como las de algunos “hispanizantes, enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda cosa de España que no haya sido trasplantada a estos suelos” (Henríquez, Obra crítica 243), es decir, de aquellos que tendían a repetir el discurso de la colonialidad 9 en la producción de los saberes culturales, estéticos y, como consecuencia, en la manera de hacer crítica. Este deslinde fue apremiante, pues optar por una lectura del barroco desde esas coordenadas solo habría tenido como corolario la delimitación de la producción barroca fuera de la metrópoli a través de las pautas de esta. En este sentido, me arriesgo a decir que la labor que realizaron Henríquez Ureña y Reyes podría leerse en la actualidad como un trabajo decolonizador, donde la crítica literaria, entendida como una práctica-teórica o teoría-práctica, vio la necesidad de reelaborar la historiografía literaria10 y, con ella, su tradición. El resultado de esto puede leerse especialmente en Letras de la Nueva España del mexicano y Las corrientes literarias en la América hispánica del dominicano.
Asimismo, se podría añadir que la finalidad de este proyecto intelectual americanista, como señala Ignacio Sánchez Prado respecto a la obra de Alfonso Reyes, residió en “la urgencia de usar la inteligencia americana para socavar el poder de la metrópoli imperial y para invocar las intervenciones americanas en el concierto de lo universal” (105). El trabajo intelectual del mexicano y el dominicano sobre el barroco fue nodal para la puesta en crisis del dominio hegemónico del hispanismo tradicionalista. Pero este proyecto no implicó encerrarse en una mismidad para proteger una identidad americana imaginada sin el contacto externo. El barroco rechazaría cualquier lectura que eligiera como punto de inicio una diferencia radical. Más bien, el asunto fue abrir un espacio fronterizo donde la idea de que “para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa” (Reyes, Obras completas XI: 87) fuera central. La apuesta fue impulsar el valor de lo particular, desligándolo primero de una metafísica de la copia, para hacerlo convivir “en el concierto de lo universal”, como apunta Sánchez Prado. Esta idea aparece también en la obra de Henríquez Ureña. En La utopía de América remarca la importancia de que el hombre americano devenga en un sujeto universal y, para que esto suceda, necesita conservar y perfeccionar “todas sus actividades de carácter original, sobre todo en las artes” (8). El conflicto entre lo universal y lo propio no se resuelve en la fácil elección de alguno de los dos elementos, sino en la persistencia y tensión entre ambos. El acontecimiento del devenir universal sucede cuando no se desplaza lo propio u original y se trabaja con él.
El momento de la apropiación barroca
Pedro Henríquez Ureña vio en el barroco de América un fenómeno por demás interesante: mientras que en España el barroco se fue diluyendo, en México se prolongó prácticamente hasta el siglo XIX. El barroco en América resistió el paso del tiempo, parecía haber encontrado su espacio. Así lo exponía el intelectual dominicano: “América persiste en su barroquismo cuando España lo abandona para adoptar las normas del clasicismo académico. En nuestro siglo XVIII, durante largo tiempo persiste el culto de los maestros del siglo anterior: Lope, Quevedo, Góngora” (Henríquez, Estudios 76). Y páginas más adelante acota: “En fin, este culteranismo penetra hasta el siglo XIX, hasta el Diario de México” (78). Aunado a la prolongación del barroco culterano, se vuelve comprensible el interés en el mismo siglo por la obra de Sor Juana. Aunque el reencuentro con su obra se dio sustancialmente hasta el siglo XX, hubo intentos anteriores como los de Ignacio Ramírez y José María Vigil quienes, resistiendo el embate del clasicismo, supieron hallar en los versos sorjuaninos gran mérito, incluso antes de que Marcelino Menéndez Pelayo en su Antología de poetas hispanoamericanos (1893) catalogara su obra como la mejor poesía en los tiempos de Carlos II.
Con los antecedentes de una prolongación del barroco en México, no es de sorprender que el mismo año (1910) en que se fundó el Centro de Estudios Históricos, espacio importantísimo para el retorno del barroco en España, también en México se hubiera mostrado la necesidad de una relectura de Luis de Góngora. El artífice de ello fue Alfonso Reyes quien, el 26 de enero de dicho año, en una sesión del Ateneo de la Juventud de México, dictó la conferencia Sobre la estética de Góngora, que inició así:
Con perezoso descuido ha comentado la gente literaria los versos de don Luis de Góngora, aduciendo, en apresurados juicios, cuando no funestas extremosidades poco inteligentes, aquella eterna censura de lo extravagante y el intento de componer las obras del artista o indicarle el rumbo que debió haber seguido. . . el verdadero saber crítico exige ya urgentes rectificaciones. Pues todo aquel hacinamiento de errores que la rutina ha acomodado sobre Góngora parece un quiste incrustado en un organismo vivo. (Obras completas I: 61)
El texto de Reyes se condensa en un llamado de atención a la crítica11 proveniente del siglo XVIII, una crítica obcecada, rutinaria, poco pensada y que despreciaba a quien para él había sido el creador de “los más jugosos versos y de más sabor y elocuencia que posee el tesoro de la lengua española” (Obras completas I: 85). Reyes, con bastante claridad, exhortaba a ver y apreciar lo que en la tradición hispanista hegemónica había sido remitido a un mal gusto. Sus tempranas lecturas de Góngora “hacen de él un genio anticipado, como diría Gracián, que además elaboró un ancho y torneado puente entre Europa y América” (Egido 89). De forma atenta y puntillosa, en este primer texto sobre Góngora, el autor de El Deslinde da el primer paso de muchos que vinieron después para el retorno del barroco en el hispanismo a través de la obra del poeta cordobés.
Del otro lado, a inicios del siglo XX, aún no había un intento serio por reivindicar a Góngora en España. Dámaso Alonso consideraba que el esfuerzo que Rubén Darío hizo por divulgar y hacer surgir el gusto por la obra del autor del Polifemo no dio grandes frutos o, al menos, lo que generó fue una lectura de mero gusto, mas no especializada. El mismo filólogo español señaló que en 1903 la revista Helios invitó a un grupo de escritores e intelectuales a dar opinión sobre Góngora. Entre ellos estuvo Unamuno, quien claramente reveló su desconocimiento y poca disposición para acercarse a la obra del cordobés. Quienes tuvieron una respuesta positiva fueron Zayas y Navarro Ledesma. No obstante, para Dámaso Alonso sus críticas eran “apriorísticas y un mucho snob” (268). Ante esto, no le queda más que comentar, aunque de forma matizada y reticente, que el mexicano escribió en 1910 “el primer ensayo, fruto de la meditación y el conocimiento” (268) sobre Góngora. Como Pedrazuela Fuentes comenta: “Antes de que el gran poeta barroco fuera el estandarte de la Generación del 27, Reyes había dedicado varios estudios a desentrañar su poética” (453).
Hubo que esperar algunos años más para que continuara el trabajo de Reyes en torno a Góngora. En 1913, después de la muerte de su padre, salió de México para llegar a Francia donde conoció a Marcel Bataillon y a Raymond Foulché-Delbosc. Con este último tuvo una relación más estrecha. Fruto de esta cercanía nació la posibilidad de colaborar en el proyecto del francés que consistía en la edición de las obras de Góngora y que daría a conocer en la Revue Hispanique.
Para 1914, las circunstancias políticas de la Revolución mexicana siguieron aquejando a Alfonso Reyes quien, con la caída de Victoriano Huerta y el ascenso de Venustiano Carranza, tuvo que dejar su labor diplomática en Francia. Esto lo orilló a viajar a España donde fue bien recibido por los integrantes del Centro de Estudios Históricos, dirigido en aquel entonces por Ramón Menéndez Pidal. Afortunadamente para el mexicano, el español ya lo conocía y sabía de su trabajo. Reyes le había mandado su primer libro, Cuestiones estéticas, y el español le había respondido:
Leyendo algunas páginas como las dedicadas a la Cárcel de amor y Góngora, pienso que libros como el de usted corregirán algo de los defectos que la anemia de las lecturas, especialmente de lecturas antiguas, trae consigo para tantos jóvenes escritores que rompen con la tradición, privándose de la savia que suministran las raíces. (cit. en Pedrazuela 250)
Las palabras de Menéndez Pidal fueron certeras, pues la Generación del 27 aprovechó la labor de Reyes y de otros para precisamente no privarse de la “savia que suministran las raíces”, en este caso el barroco y, en especial, la poesía gongorina. Además de Ramón Menéndez Pidal, Reyes entabló amistad con Américo Castro, Federico de Onís, Moreno Valle y Antonio Solalinde. Su acoplamiento al Centro de Estudios Históricos fue relativamente rápido. Desde un inicio, Reyes empezó a colaborar en la Revista de Filología Española, proyecto que a la postre se convertiría en la Revista de Filología Hispánica que dirigió Amado Alonso desde Buenos Aires y que después pasaría a ser la Nueva Revista de Filología Hispánica del Colegio de México. Desde los primeros días, Reyes se destacó en su labor, lo que le valió dirigir en el Centro de Estudios Históricos la sección de Bibliografía y, asimismo, encargarse de la preparación de ediciones críticas de Góngora, Alarcón, Quevedo, Gracián y el Arcipreste de Hita.
No interesa por ahora hacer un recorrido de la vida de Alfonso Reyes en su periodo de investigación filológica en el CEH. Lo que sirve aquí es evidenciar que el paso que había dado en México en el estudio de Góngora tomó mayor impulso. Esto se constata en el número de artículos publicados en este periodo sobre el tema en la Revista de Filología Española y en la Revue Hispanique. Por ejemplo: “Góngora y ‘La gloria de Niquea’ ”, “Contribuciones a la bibliografía de Góngora”, “Reseña de estudios gongorinos (1913-1918)”, “Las dolencias de Paravicino”, “Dos noticias bibliográficas”, “Cuestiones gongorinas: sobre el texto de las ‘Lecciones solemnes’ de Pellicer”, “Cuestiones gongorinas: necesidad de volver a los comentaristas”. Todos estos textos se reunieron en 1927 para formar Cuestiones gongorinas y se completaron en su obra completa con “Sabor de Góngora”, “Lo popular en Góngora”, “La estrofa reacia del Polifemo”, “Góngora y América” y “Boletín gongorino”; estos últimos trabajos son posteriores a su estancia en el CEH.
El trabajo de Reyes sobre Góngora fue vasto y de gran aporte. Mas no solo tuvo como objetivo el estudio filológico y puntilloso de su obra, también abrió el camino para otro tipo de análisis: el del barroco fuera de la metrópoli. Después de pasado el fervor gongorino de las celebraciones de 1927, Reyes pareció abocarse al estudio del barroco del otro lado del Atlántico, no sin antes señalar el contacto entre el barroco metropolitano y el de la periferia, así como su recepción.
En “Góngora y América”, analizó de forma notable la influencia que Góngora produjo en nuestro continente, pero también las marcas que este último dejó en la poética del cordobés. Este texto de Reyes inicia refiriendo unas palabras de Ortega y Gasset que dicen: “el barroquismo, sirve bien para designar esta orientación de la mente artística, que parece haber encontrado tan buen suelo en América” (Obras completas VII: 235). Las semillas del barroco se esparcieron por el continente, echaron raíces profundas que se unieron con otras ya presentes para crear una parte del signo de lo americano, uno muy distinto del español y que además se extendería hacia él, como apuntara Pedro Henríquez Ureña: “América creó en el siglo XVII su gran estilo barroco de construcción y ornamentación, que a veces refluyó sobre España, dueña de otro bien distinto” (Estudios 75). Ejemplo de un flujo en sentido contrario es precisamente el trabajo de Reyes, el cual incidió en la apreciación que de Góngora tenían en España.
Con Reyes y Henríquez Ureña podemos interpretar que el barroco no fue la trasplantación de un discurso hegemónico venido de la metrópoli y mimetizado en el margen. El barroco en nuestro continente halló otros senderos, se transformó, se reconfiguró y, con sus metamorfosis, fue devuelto a la metrópoli. Aquí no habría que pensar el barroco americano y español en una relación subordinada, sino más bien carnavalizada, es decir, al mismo nivel, ya que solo así podría operar la dinámica de contacto y contaminación que le caracteriza.
Reyes prosigue en “Góngora y América” sobre el trabajo del argentino Héctor Ripa Alberdi, quien dedicó un estudio a la influencia de Góngora en algunos escritores del continente americano. Posteriormente señala que, de acuerdo con el poeta español Gerardo Diego, Góngora no pudo haber tenido mucha información sobre América, postura compartida por Dámaso Alonso. Sin embargo, en respuesta, el autor de la Visión de Anáhuac escribió:
América es un arsenal metafórico. Góngora, como los parnasianos franceses, necesita de usar muchas piedras preciosas y de muchos metales nobles: junto a la “perla eritrea” y demás artículos orientales, usará también el “nácar del mar del Sur”, la “Plata del Potosí”, los collares de la “Coya peruana”. (Y se olvida Ud., amigo Alonso, de las “esmeraldas de Muso”, en Colombia: “Píramo y Tisbe”, estrofa No. 117). Al hacer, en la “Soledad Primera”, la historia de la navegación, atribuye a la codicia la empresa de las tres carabelas, la cual indigna al comentarista Salcedo Coronel; habla de los derrotados caribes, del Istmo de la codicia (palo de ciego, éste); sigue luego navegando hacia el Pacífico; se encuentra con los descubrimientos portugueses, y hace una poética mención del viaje de Magallanes, que acertó con la “bisagra de furtiva plata” entre ambos océanos. Alonso concluye: “Afortunadamente, la labor de España en las Indias estaba siendo mucho más generosa de lo que podía suponer un cerebro del siglo XVII español, aunque este cerebro fuera el de don Luis de Góngora y Argote”. (Obras completas VII: 238)
La minimización de las marcas de América en Góngora por parte de los filólogos españoles está ahí. No obstante, el trabajo de Reyes impulsó el estudio de un Góngora más cercano a América, algo que se fue deslizando de a poco hacia el estudio del barroco de la periferia. Pero lo que tiene de especial el apunte del escritor mexicano acerca de las marcas americanas en la poseía gongorina es la reivindicación de lo americano en el propio seno del barroco metropolitano.
El arsenal metafórico que América ofreció a Góngora lo observó igualmente Mariano Picón Salas, quien en su libro De la Conquista a la Independencia (1944) comentó lo siguiente:
Así hasta en nuestra América colonial marcaba ya el barroco naciente aquel anhelo de curiosidad exótica, aquella coloreada geografía universal que impulsaba a Góngora a hacer letrillas en portugués, a parodiar en otras el lenguaje de los esclavos africanos que comienzan a hablar español escribiendo con tres siglos de anticipación, versos que nos suenan hoy como letra de rumba. (136)
Los versos gongorinos a los que se refiere Picón Salas son los del poema “En la fiesta del santísimo sacramento”. Como se pregunta Picón Salas, ¿no se podría decir que en este Góngora se encuentra el primer barroco caribeño? Si no es así, al menos no queda duda de que el barroco no fue un fenómeno de un solo movimiento: de la metrópoli hacia la periferia.
Como apreciaron Reyes, Henríquez Ureña y Picón Salas, América ofreció otros colores, paisajes y palabras a Góngora, al tiempo que tomó de él la forma culterana que será retocada, transformada, redirigida en América. Por esta razón Henríquez Ureña se preguntó: “¿No habrá creado América, como en arquitectura, otro gran estilo barroco en poesía?” (Estudios 75). La respuesta fue un sí rotundo. Esta afirmación fue acompañada de otros señalamientos contundentes para la época, como el siguiente:
Aquí vengo, señores, en apariencia -muchos lo habréis oído decir ya-, a sostener una tesis difícil, arriesgada e imprevista, que no faltará quien declare carente de todo fundamento. Vengo a sostener -nada menos-, que don Juan Ruíz de Alarcón y Mendoza, el singular y exquisito dramaturgo, pertenece de pleno derecho a la literatura de México y representa de modo cabal el espíritu del pueblo mexicano. (Henríquez, Estudios 23)
Si Reyes en 1910 reprendía las críticas perezosas que se le habían hecho a Góngora en España para años después subrayar los tintes americanos en la poesía de Góngora y así hacer, quizá, un reclamo de su obra para América, en 1913 Pedro Henríquez Ureña hizo lo mismo con Juan Ruiz de Alarcón. En ambos, el retorno del barroco no representa la oportunidad de entrar al hispanismo hegemónico a través de su estudio, sino la posibilidad de salir de él, por medio de un movimiento de reapropiación que pedía una lectura contrahegemónica:12 una reinterpretación que no se sustentara en la hermenéutica metropolitana que percibía en su barroco una deformación del lenguaje y, por lo tanto, una degradación aún mayor en el barroco periférico. Este barroco será visto como la primera expresión americana, puesto que: “el barroco se convierte en el estilo característico de la América hispánica” (Las corrientes 142), según Henríquez Ureña. Esta consideración será continuada por Alejo Carpentier en Tientos y diferencias (1964). En este sentido, el camino fue el siguiente: el rescate de una estética del centro olvidada y duramente criticada por el prejuicio neoclasicista, la búsqueda de las marcas con las que el margen contaminó esa estética, la distinción de las especificidades con las que la estética barroca se movió en la periferia remarcando su importancia y sus matices particulares que la volvieron un lenguaje distinto al del colonizador.
Alfonso Reyes, en Letras de la Nueva España, toma a Bernardo Ortiz de Montellano13 para decir que el latín y las lenguas indígenas son, al igual que el español, los antecedentes lingüísticos de nuestra literatura (Obras completas XII: 309). La literatura americana no fue fruto entero del lenguaje del colonizador, sino más bien el producto de la superposición de lenguajes y culturas. Como señala Picón Salas: “La cultura es un fenómeno de superposición de noticias, más que de síntesis” (137). Es decir, no hay que pensar la expresión americana como una nueva forma de amalgamiento, sino como la interacción de varias superficies que al encontrarse chocan, creando los pliegues característicos del barroco.
En pos de señalar las diferencias entre la cultura periférica y la metropolitana, Reyes da los siguientes ejemplos:
En sólo el primer siglo de la colonia, consta ya por varios testimonios, la elaboración de una sensibilidad y un modo de ser novohispanos distintos de los peninsulares, efecto del ambiente natural y social sobre los estratos sociales de las tres clases mexicanas: criollos, mestizos e indios. (Obras completas XII: 310)
La expresión americana nació como una nueva sensibilidad, una percepción distinta del mundo que precisó de un lenguaje específico que le ayudara a narrar la experiencia nueva. Esto mismo es lo que en varios momentos Pedro Henríquez Ureña concluye en Las corrientes literarias en la América Hispánica, cuando insiste en la idea del nacimiento de un “nuevo tipo de hombre” surgido de la “sociedad heterogénea de la América Hispánica” (Las corrientes 72).
La necesidad de remarcar el surgimiento de un leguaje y un hombre nuevo se sostiene, para el intelectual dominicano, en la premisa de la existencia de un “ethos” diferente al español que se origina en la relación con una praxis, en la cual se integran modos diferentes de hacer. La técnica es un aspecto diferenciador entre sociedades y culturas para Henríquez Ureña, algo que expresaba del siguiente modo: “La verdadera fusión [de culturas] comienza cuando el nativo de México o Perú se pone a trabajar bajo la dirección de un europeo y su técnica antigua modifica la nueva que está aprendiendo” (Las corrientes 92). Esto lo comenta respecto a la construcción arquitectónica; sin embargo, sirve para pensar los modos de hacer en general. El hacer propio de una sociedad nos habla de ella, nos la describe en su organización y en su ethos, por tanto, sería propio hablar de un ethos barroco diferente al español en el cual se revelaba ya una praxis diferente.
En contraste con Reyes, Henríquez Ureña no se enfocó estrictamente en Góngora para de ahí retornar a América bajo el signo de lo barroco. Su camino, que también tocaba el del mexicano en varios puntos, tendió hacia la búsqueda de las diferencias que dieron su propiedad a lo americano: una de ellas fue la aparición de una praxis nueva, mientras que la otra la halló en la producción de una esfera intelectual y artística particular. El teatro fue uno de los primeros en participar en el desarrollo de esta y, por ello, Henríquez lo resaltó en Las corrientes literarias en la América hispánica. De acuerdo con él, el “teatro religioso de corte medieval”, se adelantó en América al “teatro público permanente” caracterizado por sus espacios propios para ello, por sus compañías y por un público que asistía a las puestas en escena (Las corrientes 77). El teatro en América, antes de su desarrollo público, estuvo marcado por un proceso transculturado en el que se mezclaba “muy a menudo la técnica dramática europea con la indígena” (78). Otra vez aparece aquí la idea de técnica en Henríquez Ureña que, como se comentó arriba, le sirvió para apuntar ya una de las diferencias de lo americano en la que los modos de hacer se ven contaminados.
No solamente el teatro, sino las letras en general fueron para el intelectual dominicano punto esencial para marcar un aspecto propio de lo americano y, por tanto, a través de ellas es que hizo un reclamo de pertenencia que fue más allá de señalar que Juan Ruiz de Alarcón pertenecía a la tradición de la literatura mexicana. Para Henríquez Ureña:
[la] literatura, desde Colón hasta Palafox, pertenece a la América Hispánica mucho más que a España y Portugal. Es la obra de hombres cuya nueva vida, como dice Ortega, ha hecho de ellos hombres nuevos. Algunas de sus páginas revelaron el Nuevo Mundo a la imaginación de Europa, que tomó de ellos sólo unos cuantos tópicos llamativos. Pero en la prodigiosa cantidad de escritos salidos de las plumas de los primeros cronistas y poetas estaba el verdadero descubrimiento del Nuevo Mundo por ojos europeos. Sólo en América pudo entenderse plenamente su visión directa, que para ellos era una toma de posición imaginativa e intelectual. (85)
Cabe resaltar de esta cita algunos aspectos. El primero es la apropiación que hace Henríquez Ureña de esa literatura. Para realizar tal movimiento debió replantear la comprensión de la tradición, asentada en algo aparentemente obvio: la pertenencia de esa literatura a la tradición española. Esta obviedad se sustentaba en al menos dos ideas. La primera era que el sujeto productor pertenecía a un lugar de origen que fungía como espacio de agenciamiento de lo que este produjera. La segunda era la consideración de que la mirada posada en lo nuevo y representada en la literatura expresaba el testimonio de adjudicación de aquello nuevo por parte de un sujeto inmutable, por consiguiente, esa literatura era un momento más de una tradición, vinculado eso sí a un proceso histórico que atestiguó un despliegue colonizador. El segundo aspecto destacable de las palabras de Henríquez Ureña es que, para reorganizar la tradición literaria, partió de la comprensión de que el sujeto productor de esa literatura es otro; con tal aseveración, lo arrancó de su lugar de origen y quitó a este espacio de comprensión del centro. Ese otro que se ve transformado, como las técnicas y modos de ser que llevaba consigo, creó una representación que fue escasamente entendida y apreciada en su totalidad por el propio europeo, de alguna manera habla a través de otro código; era un nuevo sujeto con maneras de representación igualmente nuevas. El último aspecto a remarcar, ligado a esto último, es la comprensión de esa literatura en América, que implicó en su producción un cambio de posición “imaginativo e intelectual”, un desplazamiento necesario donde se refleja un reordenamiento de la enunciación y, por lo cual, es preciso abstraer esa literatura del espacio de pertenencia considerado como obvio para colocarlo en otro, en una tradición distinta.
Entre diferentes fechas, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes publicaron estudios que dieron pauta a la comprensión del barroco americano. En estos, figuras como Juan Ruiz de Alarcón, Bernardo de Balbuena y Sor Juana Inés de la Cruz fueron centrales para explicar el fenómeno. Como se ha señalado, la intención fue encontrar los resquicios donde germinó la expresión americana. La cuestión era identificar el inicio, el punto donde la palabra del colonizador dejó de ser completamente de él para formar parte de una identidad y una sensibilidad naciente.
El valor del barroco americano: Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz
Tanto para Henríquez Ureña, Reyes y Picón Salas, el primer gran ejemplo que se puede encontrar de una nueva sensibilidad fue la poesía de Bernardo de Balbuena:
La estructura del nuevo estilo comienza a advertirse en las colonias americanas al alborear el siglo XVII. Una personalidad como la de Bernardo de Balbuena, el mayor poeta hispano-indiano de este periodo, marca la frontera precisa entre una literatura, principalmente activa, rica de hechos y de acción como había sido la del siglo de la Conquista, y otra en que la acción abre paso a la contemplación, el contenido a la forma. (Picón 133)
El color que imprime Balbuena a su poesía permite vislumbrar dos mundos diferentes con una retórica que, como señala Reyes, muchos calificaron como resultado de la “hinchazón o desorden de las pretendidas exorbitancias americanas” (Obras completas XII: 341). Grandeza mexicana (1604) representa el nuevo espíritu humano que estaba en formación. Ahí quedó plasmado un nuevo ritmo de vida por medio de una poética que recogió los elementos propios de su espacio, así como los modos de vida que acentuaban esa diferencia que su a vez la hicieron enmarcarse en lo universal. Para Henríquez Ureña la obra de Balbuena: “describió la opulencia y el refinamiento de la ciudad, la suntuosidad de los palacios, la belleza de sus jardines, donde se cultivaban los mejores árboles y plantas de Europa, el lujo de los adornos y los carruajes” (Las corrientes 100). La importancia del poeta hispano-indiano radica en la habilidad que tuvo para reunir la poética barroca con la tesitura y los colores propios, con lo cual podríamos hablar de una expresión de transculturación. Como comenta Reyes, Balbuena pertenecía a la Mancha por su nacimiento, pero “nos pertenece por su educación y poesía” (Obras completas XII: 340). Este reclamo que al mismo tiempo implica una apropiación no marca una separación tajante, más bien muestra la diferencia a la par de la identidad, pues respecto a Balbuena, dice Reyes que: “[e]n su corazón de poeta se confundían el amor de sus dos patrias” (340). Es justamente en estas apreciaciones del mexicano y el dominicano donde se deja ver su proyecto intelectual americanista.
Por otra parte, la obra de Juan Ruiz de Alarcón fue del mismo modo convertida en un objeto de apropiación. Si bien se le consideraba tradicionalmente como parte de la literatura española, para Henríquez Ureña podía leerse en el trasfondo de su poesía el tono de “discreción y sobriedad” (Estudios 28) que caracterizaban al espíritu nacional de México. En Don Juan Ruiz de Alarcón el intelectual dominicano arrojó la tesis que sostenía la pertenencia de Alarcón a la literatura mexicana y, para sostener esa idea, se adentró en la reflexión sobre el “espíritu nacional”, al cual definió, en un primer momento, lejos de “la fantástica noción de raza latina” (Estudios 24), pues consideraba que más bien habría que hablar de una “cultura latina” fundada en la lengua. El “espíritu nacional” de la cultura “novolatina” fue el resultado de la modificación del espíritu español reflejado en la cercanía cultural entre las sociedades del Nuevo Mundo y la distancia de ellas respecto a España. La modificación se dio por “el medio y luego por las mezclas”: el primero propició condiciones particulares para el desarrollo de la vida y la organización social, mientras que las segundas incidieron en las costumbres específicas del Nuevo Mundo. Desde ahí, y uniendo incluso los paisajes y los climas, Pedro Henríquez Ureña hablaba de la conformación del “espíritu nacional” reflejado, en el caso mexicano, en su poesía de matices discretos, velados y crepusculares (Estudios 26).
Por medio de la definición de los elementos del espíritu nacional es como Henríquez Ureña reclamó a Juan Ruiz de Alarcón, a quien la crítica académica había definido “tan español como Lope o Tirso”, pues “[e]l desdén metropolitano, aun inconsciente y sin malicia, ayudado de la pereza, vedaba buscar las raíces del carácter propio de Alarcón en su nacionalidad” (Estudios 30). Sin embargo, es el “espíritu nacional” el que hace destacar a Alarcón entre los demás, ya que lo llevó a formular una obra sostenida en la observación constante de las costumbres -algo que Henríquez Ureña considera particular del mexicano- y a volver como centro de su obra “el deseo de dar una verdad ética” (37).
Igualmente, para Alfonso Reyes “No es lícito ya, en buena doctrina, negar que Don Juan Ruíz de Alarcón y Mendoza nos pertenezca, aunque su grandeza desborde el cuadro de la colonia y su metrópoli” (Obras completas XII: 343). Para el mexicano, a diferencia del autor de La utopía de América, leer lo mexicano de Alarcón por medio de lo étnico-social no bastaba porque su obra no solo era extraña dentro de las letras españolas, también lo era para las de la Nueva España. En ese sentido se entiende cuando Reyes comenta que la obra de Alarcón desborda lo particular de la colonia y de la metrópoli. El mexicano, además, da con otro aspecto importante: el teatro de Alarcón logró influir en el de Corneille y a través de este en el de Molière.
Quien dio la tesitura final al barroco de indias fue Sor Juana Inés de la Cruz. Su obra, al igual que la de Góngora, tuvo que pasar por la crítica neoclásica y ser juzgada bajo el rigor de esos parámetros. Mas para fortuna, su obra, tal como sucedió con la del cordobés, resurgió a inicios del siglo XX con estudios como los de Manuel Tussaint y Ermilo Abreu Gómez, y posteriormente con los de Henríquez Ureña y Alfonso Reyes.
Para el dominicano: “El estilo de Sor Juana es una síntesis de los estilos de su tiempo. Hay tres corrientes estilísticas en el siglo XVII: la culterana . . . , el conceptismo, cuyo representante máximo es Quevedo, y el estilo fácil, cuyo mejor ejemplo puede observarse en Lope” (Estudios 59). Al contrario de lo que comentan Henríquez Ureña y Reyes sobre Balbuena y Alarcón, la obra sorjuanina tuvo mucho mayor impacto en las letras hispánicas, al grado de que en varios escritores de los siglos XVII y XVIII había ya referencias a ella.
Reyes, en comparsa con Henríquez Ureña, reclama para América a Alarcón y deja en claro que la originalidad de la poesía de Sor Juana, quien se atrevió a ir más allá de los modelos poéticos del barroquismo español, muestra claramente una conciencia americana en la que se entrevén las realidades sociales. Con Balbuena se marca el inicio de la poética barroca americana, con Alarcón se reclama lo propio y con Sor Juana se reafirma la originalidad, especificidad y particularismo de la expresión barroca en el margen. Reyes lo explicaba así:
Estamos por decir que Juana se atrevió unos pasos en el puente que lleva del “parnasismo” de Góngora -resumen de visualidad grecolatina entendida según el sensorio renacentista- a una poesía de pura emoción intelectual . . . Sorprende encontrar en esta mujer una originalidad que trasciende más allá de las modas con que se ha vestido. Sorprende este universo de religión y amor mundano, de ciencia y sentimiento, de coquetería femenina y solicitud maternal, de arrestos y ternuras, de cortesanía y popularismo, de retozo y de gravedad, y hasta una clarísima conciencia de las realidades sociales: América ante el mundo, la esencia de lo mexicano, el contraste del criollo y el peninsular, la incorporación del indio, la libertad del negro, la misión de la mujer, la reforma de la educación. (Obras completas XII: 371)
Sor Juana fue la poeta barroca que se arriesgó a ir más allá de los pasos de Góngora con su poesía aventurada. Su obra refleja la conciencia de las problemáticas americanas, su estar en el mundo, mientras reclama un lugar en él, porque, como bien señala Mabel Moraña: “es también en el contexto de la cultura barroca que aparecen las primeras evidencias de una conciencia social diferenciada en el seno de la sociedad criolla” (27). Por esto, si se busca el momento de la gestación de la expresión americana, habrá que verlo en el barroco. Sin embargo, es preciso analizarlo no solamente en su dimensión estética, sino también cultural y política si se quiere comprender el retorno del barroco en América en el siglo XX. Solo en el estudio diferenciado del barroco, se pueden captar los procesos discursivos colonizadores, así como sus respuestas. Únicamente así, el barroco puede volverse una expresión de contraconquista como lo caracterizaría José Lezama Lima, un barroco furioso: una estética de la resistencia como lo mencionaría Severo Sarduy varios años después. Siguiendo de nuevo a Moraña:
Serán justamente la imaginación y el particularismo americanos los factores que constituirán, por su misma especificidad, el desafío más importante a los modelos europeos, ya que a partir de ellos se realiza la impugnación sistemática de los universales en que se apoya la conquista espiritual del Nuevo Mundo y su colonización ideológica. (13)
El barroco ha producido posturas diversas de recepción. Pero hasta el siglo XX, únicamente se habían enfocado en su aspecto literario y formal. Aún no se llevaba lo barroco a un plano de discusión fuera de lo estético. Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes ayudaron a delinear el camino del barroco como manifestación americana, no solo en la esfera estética, también en la cultural. Esto permitió la aparición de estudios como los de Mariano Picón Salas, quien en De la conquista a la Independencia (1944) marca claramente el nuevo rumbo que había tomado el estudio del barroco con Henríquez Ureña y Reyes.
Picón Salas percibe que el estudio del barroco debe deslindarse de la polarización impuesta por el hispanismo y el indigenismo. El contacto de códigos culturales en América se dio como un choque en el que las partes se vieron transformadas. Si el barroco español había sido diferente al del resto de Europa por sus matices medievales, el de Hispanoamérica sin duda no podría ser similar a cualquier otro. Picón Salas lo señala de esta forma: “En Hispanoamérica el problema presenta nuevas metamorfosis, debido al aditamento de un medio más primitivo, a la influencia híbrida que en la obra cultural produce el choque de razas y la acción violenta del trasplante” (122). El estudio por parte de Picón Salas es transversal, puesto que atraviesa todas las dimensiones de lo barroco, haciendo hincapié en su proceso transculturizador y de artificialidad.
Comentarios finales
El resurgimiento del barroco en América Latina a inicios del siglo XX fue originado en gran medida por proyectos intelectuales como los de Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. La necesidad de leer la tradición de una manera renovada precisó de un replanteamiento en la manera de organizar la historia literaria para encontrar otra vía para la comprensión de la identidad americana con estos dos intelectuales y, posteriormente, inclinarse de forma más específica a lo latinoamericano. El dominio del hispanismo, que aquí hemos llamado tradicionalista y hegemónico, entró en crisis a partir de apuestas intelectuales que se plantearon la problemática de comprender lo particular desde coordenadas diferentes a las utilizadas por una mirada todavía inmersa en los valores provenientes de la metrópoli, lo cual signó la importancia de observar la diferencia, sin escamotear la presencia de la identidad. Los estudios del barroco del dominicano y el mexicano pusieron las bases de un hispanismo diferente, ligado a las preocupaciones americanistas o latinoamericanistas como podríamos decir en la actualidad.
El interés temprano de Alfonso Reyes por Góngora y sus estudios sobre Bernardo de Balbuena y Juan Ruiz de Alarcón, aunados a los de Pedro Henríquez Ureña, son evidencia de que el retorno del barroco a inicios del siglo XX no se dio exclusivamente en España y, al mismo tiempo, son muestra de la formación de una nueva tradición barroca con la cual se comprenden de manera más honda las propuestas posteriores de Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy, quienes siguieron por la senda de un barroquismo ya situado en una corriente latinoamericana.
El barroco fue el arma esgrimida para legitimar una voz propia, lejos de una lógica platónica de la copia. La llamada de atención por parte de Alfonso Reyes y de Pedro Henríquez Ureña a las críticas perezosas que no lograban ver el valor de la producción literaria colonial, deja ver no solo la madurez, sino la capacidad de reordenar la tradición por parte de los intelectuales latinoamericanos. La tradición con ellos se tornó dinámica, como el propio barroco, y con ello se podría aseverar que su labor fue como la del revolucionario descrito por José Carlos Mariátegui, pues se encargaron de mirar el pasado de manera que percibieron su heterogeneidad y provocaron su resignificación en el presente.