El apando configura en principio un universo donde el mundo es una prisión total a través de una espacio-temporalidad controlada, vigilada e inscrita en el saber. Empero, contra ello, aparecen fuerzas que resisten y que alcanzan una inversión liberadora. Ímpetus violentos que despliegan un fondo cruel y sin sentido que crean una libertad que no provienen de ideología alguna, ni de la dialéctica ni del saber, sino de la explosión de las fuerzas de la vida. La crítica de El apando de Revueltas sigue en términos generales la línea planteada por Evodio Escalante y la perspectiva política del escritor. Estos análisis se desarrollan bajo el signo del “lado moridor” que es una perspectiva dialéctica de la realidad. Los análisis señalan el espacio alineado, carcelario y degradante del ser humano y proponen posibles vías de emancipación a partir de los principios de la dialéctica.
En este artículo plantearemos que existen otras vías de interpretación de la rebelión contra lo carcelario, que lo son también de lo discursivo (incluida la dialéctica), por medio de la crueldad y lo monstruoso. Aunque existen estudios que sugieren esta línea ―los de Mateo (2018), Dabove (2007), Canales (2020) y Loveland (2007), por ejemplo―, estos no abordan ni desarrollan las dimensiones de lo monstruoso y la crueldad desde nuestra perspectiva. Partimos empero del camino abierto por Escalante, contrastando y ampliando su perspectiva teórica. Precisamos algunos aspectos del concepto de “líneas de fuga”, que es esencial en Deleuze y Guattari a partir de algunas de sus influencias. Desarrollamos además las nociones de la crueldad, la violencia y lo monstruoso a partir de René Girard, Antonio Negri, Pascal Quignard, Camille Dumoulié, Clément Rosset, Antoine Artaud, Wolfgang Sofsky y Giorgio Agamben de manera puntual y a lo largo del análisis. Por último, algunas otras referencias bibliográficas son usadas igualmente de manera específica para precisar diversos temas.
Leprosos
El célebre estudio José Revueltas. Una literatura del “lado moridor” analiza la obra del escritor mexicano a través de la noción de “línea de fuga” de Deleuze y Guattari. Es este un estudio esencial dentro del corpus crítico del escritor, empero, consideramos que algunos aspectos fundamentales del relato se le escapan y que algunos elementos teóricos referentes a Deleuze y Guattari no son íntegramente utilizados. No pretendemos crear una controversia del marco teórico, sino mostrar que, dentro de esa perspectiva, con algunas precisiones, en El apando pueden identificarse líneas de fuga más potentes a las expuestas por la crítica.
Escalante no desarrolla el hecho de que esta noción responde a la búsqueda de diferencias absolutas, expresiones de acontecimientos libres de toda sujeción, singularidades que recusan la codificación y el saber. La línea de fuga rechaza toda estructura cerrada y no está regida por ninguna ley, ya que es, como afirman Deleuze y Guattari, “mutante . . . sin forma ni fondo, sin comienzo ni fin, tan viva como una variación continua” (Mil mesetas 504). Ella expresa un movimiento de desterritorialización que solo se mantiene como tal si no se y la dialéctica).
El punto de partida de Escalante es el prólogo de la segunda edición de la primera novela de Revueltas (Los muros de agua) donde se expone la conceptualización del “lado moridor”. Escalante propone cierta identificación entre esa perspectiva y las líneas de fuga. Esa equivalencia es errónea. Revueltas afirma algo que es esencial en ese prólogo: que el “lado moridor” se opone al torbellino de la realidad inmediata carente de sentido porque está sujeto a leyes. Para Revueltas (y para Escalante) esa dialéctica no necesariamente concluye en una síntesis positiva que tenga por resultado un progreso de la condición humana, sino que puede implicar la posibilidad de una síntesis negativa y sombría. Pero a pesar de ello, el “lado moridor” se opone a la simple materialidad y al caos de la realidad. Este puede incluir la desaparición, la muerte, pero siempre está bajo el imperio de las leyes que reflejan “un paso adelante hacia el rebasamiento de este infierno” (Escalante, José Revueltas 25). Escalante, con Revueltas y la mayor parte de la crítica, ve en ello posibilidades de liberación y de superación.
La dialéctica apunta a una realidad gobernada por leyes susceptibles de ser codificadas, lo que expresa en última instancia al menos una deuda insalvable con el idealismo. Toda dialéctica, aunque se quiera materialista e inmanente, como ha mostrado Bataille en La experiencia interior, en el fondo es un idealismo simulado que apela al orden y a la finalidad. Entonces si el “lado moridor” implica la superación de alguna ideología, concluye en la reinscripción en otra. No representa ninguna emancipación del orden y el saber porque el “lado moridor” es orden y saber. Entonces no puede identificarse con las líneas de fuga.
En Revueltas, a pesar de su voluntad dialéctica, acaece un conflicto irresuelto, no solo entre los elementos que integran el movimiento dialéctico, sino entre este y una serie de imágenes inmersas en un caos que crea una contradicción entre lo discursivo y la literatura. En la literatura de Revueltas persiste e insiste ese torbellino sin sentido ni dirección determinada que es explosivo y caótico.
Contra la concepción de la literatura que debe reflejar el movimiento dialéctico de la realidad y está comprometida tal como lo concebía la actitud de la época en que Revueltas escribe sus novelas, se puede pensar en otra que precisamente la cuestiona: que está bajo el signo de derecho de muerte que recusa lo real discursivo (Bataille, La experiencia interior), que rechace el código de los signos cotidianos (Klossowski), todo ello entendido bajo las perspectivas filosóficas nietzscheanas. El concepto de la diferencia que desarrolla Deleuze en Diferencia y repetición aglutina estas concepciones como expresión de un simulacro que no es copia de algún original, sino expresión singular. Las líneas de fuga escapan de todo proceso inscrito en la ley, estructura, orden, saber y aprisionamiento porque son manifestación de la diferencia. Revueltas, a pesar de sí mismo, desarrolla una expresión artística que exhibe ese escape.
Contra la concepción de una realidad sujeta a leyes apelamos aquí a una concepción de lo real que no es ideal, sino una parte maldita, un gasto suntuoso, una crueldad sacrificial (Bataille, La experiencia interior); a una diferencia absoluta no codificable (Deleuze, Diferencia y repetición), a lo Real que escapa a todo proceso de simbolización (Lacan, “El seminario”), que recusa toda duplicación en el saber (Rosset) y que rechaza cualquier lenguaje que lo ordena (Klossowski, Nietzsche).1 Este planteamiento permite acceder a imágenes en la obra de Revueltas con una potencialidad libertaria y artística mayores; a una explosión libre, salvaje y desordenada, a pesar de que esta dimensión terrible y carente de sentido es lo que pretende rechazar Revueltas:
Lo terrible no es lo que imaginamos como tal: está siempre en lo más sencillo, en lo que tenemos más al alcance de la mano y en lo que vivimos con mayor angustia y que viene a ser incomunicable por dos razones: una, cierto pudor del sufrimiento para expresarse; otra, la inverosimilitud: que no sabremos demostrar que aquello sea espantosamente cierto. (Revueltas, Los muros 10-11)
Revueltas hace este apunte en referencia a la visita a un leprosorio descrita en el prólogo mencionado. Ahí, el horror lo atrapa. Uno de los elementos de ese terror “[s]on los ojos. Absolutamente los ojos. Nunca he visto ojos iguales. Muy grandes, muy abiertos, como puestos ahí en el rostro de un modo artificial, ajenos, ojos de vidrio [que] parecen no tener párpados, . . . sin inteligencia, imbéciles y blandos” (11-12).
Revueltas narra una obra teatral en el leprosorio en donde pudo observar “de un modo progresivo, el proceso de la distorsión de las caras, desde el principio, al comienzo de la monstruosidad, hasta la monstruosidad perfecta” (15). Esas imágenes, escribe, cobran el aspecto de las figuras de Goya de Los desastres de la guerra o de Brueghel. Engendros que hechizan desde el fondo de horror, con cabezas desproporcionadas como si estuvieran separadas, fragmentos de hombre que se desprenden, sin rostro, horrores “a quienes nadie resiste ver” (17). Cómo no captar aquí una fascinación casi animal, bestial, irracional. Esa “mise en scène” (18) de lo abyecto es una mezcla de terror y angustia que posee también pinceladas de humor. Teatralidad que incluye a los espectadores que se aglutinan en corros: “a medio foro, se encuentran hombres y mujeres desgreñados, en harapos, que beben en sendas botellas, haciendo gestos y golpeándose unos a otros” (18). Esa descripción de teatralidad se parece mucho al teatro de la crueldad de Artaud, porque expresa de manera superabundante una realidad espontánea, sin dirección, una realidad que es un torbellino de apariencias, laberíntica, caótica, explosiva. Y es contra ello que Revueltas busca levantar la arquitectura del orden:
Yo había contemplado una realidad. Pero dudo de que esa realidad pudiese ser transformada en una ficción literaria convincente. Era excesiva, superabundante.
Con esto quiero decir que un realismo mal entendido, que un realismo espontáneo, sin dirección (el simple ser un espejo de la realidad), nos desvía hacia el reportaje terriblista, documental. La realidad necesariamente debe ser ordenada, discriminada, armonizada dentro de una composición sometida a determinados requisitos. Pero estos requisitos tampoco son arbitrarios; existen fuera de nosotros: son, digámoslo así, el modo que tiene la realidad de dejarse que la seleccionemos.
Dejarse la realidad que la seleccionemos. ¿Qué significa esto? Significa que la realidad tiene un movimiento interno propio, que no es ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez. Tenemos entonces que saber cuál es la dirección fundamental, a qué punto se dirige, y tal dirección será, así, el verdadero movimiento de la realidad, aquél con que debe coincidir la obra literaria. Dicho movimiento interno de la realidad tiene su modo, tiene su método, para decirlo con la palabra exacta. (Su «lado moridor», como dice el pueblo). (18-19)
Revueltas, a través del “lado moridor”, busca rechazar lo monstruoso, pero el torbellino se rebela. Y es que lo monstruoso significa la elisión del orden: “Los monstruos proceden de una fragmentación de lo percibido, de una descomposición seguida de una recomposición que no toma en consideración las especificidades naturales. El monstruo es una alucinación inestable” (Girard, El chivo expiatorio 48). Lo monstruoso vagabundea fuera de la razón y representa una amenaza al orden: “El monstruo vaga en los sueños y en el imaginario de la locura; es una pesadilla de lo «bello y bueno»; sólo puede darse como destino catastrófico, motivado catárticamente, o bien como evento divino” (Negri 95). Así, representa una otredad radical que se expresa de manera singular y múltiple: “[l]o monstruoso es que solamente hay singularidades” (Safranski 225). En ello habita la variación continua, la apertura del ser, la sinrazón y la catástrofe. Ahí podemos encontrar de una manera más rigurosa la conceptualización de las líneas de fuga. Ahora bien, se puede objetar a través de diversas interpretaciones que la dialéctica efectivamente puede ser habitada por lo caótico y que puede mantenerse irresuelta. Revueltas y la crítica de su obra en todo caso no poseen esa perspectiva.
Revueltas busca evadirse de una materialidad monstruosa a través de un entendimiento dialéctico, con un método y un sentido. A pesar de su obstinación, el horror lo seduce y fascina. Revueltas pretende conjurarlo y yerra. En ese fracaso empero tiene su mayor acierto desde nuestro punto de vista, porque en ello la expresión de la vida desnuda y la irrupción de lo salvaje tiene lugar. En El apando, contra la prisión y la dialéctica, se desarrollan escenas e imágenes monstruosas que son liberadoras de toda limitación, y en ello consisten las más radicales líneas de fuga de la novela, las diferencias más absolutas, las experiencias más soberanas.
El saber-prisión
Sobre la prisión en Revueltas, y específicamente en El apando, existe un corpus crítico extenso. No pretendemos repetir lo ya escrito, referimos en cambio a la vasta literatura al respecto. Pretendemos, sin embargo, mostrar que existe una continuidad entre la cárcel física y el mundo en su totalidad, y sobre todo señalar que el saber es una extensión de esa prisión en su obra. Contra la mayor parte de la crítica e incluso contra las intenciones del escritor afirmamos que el “lado moridor” no es una plataforma que pueda otorgar posibilidades de liberación radicales, por el contrario, este conforma, si se le enfrenta a la vida desnuda de sus personajes, barrotes adicionales a esa cárcel.
Revueltas afirma que busca el despliegue de una perspectiva dialéctica en El apando cuya síntesis es “completamente negativa” (“Diálogo” 164-5) y que funciona efectivamente como “máquina de la presión” (Escalante, José Revueltas 31) que parece cerrarse por todos lados. Prisión absoluta donde los hombres son como monos moviéndose dentro de jaulas. Todos los personajes están “presos en cualquier sentido que se los mirara” (El apando 11). El “apando”, la celda de confinamiento que da nombre al relato, es por otro lado una cárcel más interna, encierro dentro del encierro donde se encuentran los tres principales personajes masculinos de la novela: Polonio, Albino y el Carajo.
La imagen de la prisión se extiende al mundo entero planteando una “sociedad cárcel” (Revueltas, “Diálogo” 164) que posee características geométricas (son numerosas las referencias al respecto en el relato) sujetas al imperio del saber e inscritas en el dominio de una mirada que se pretende absoluta. Se podría apelar, respecto a lo último, a las nociones de vigilancia jerarquizada y al panóptico carcelario de Foucault (175-182, 199-230); sin embargo, de manera general resulta más preciso señalar la figura del ojo (que aparece frecuentemente en el relato) con todas sus posibilidades simbólicas tal como lo desarrolla Martin Jay (Ojos abatidos 10-69): conocimiento, claridad del mundo delimitado, orden. El apando está atravesado por “una malla de ojos” (El apando 13) que lo vigila todo, elemento que se suma a la voluntad dialéctica del autor, ya que el saber-poder consiste en “la integración de singularidades” (Deleuze, El saber 243) dentro de una estructura discursiva tal que ellas desaparezcan. Implica atrapar los fenómenos caóticos, la multiplicidad y la singularidad a través de relaciones de fuerza que las integren dentro de una estabilidad (Deleuze, El poder 141-168). Eso es lo que pretende precisamente Revueltas al establecer la dialéctica como ejercicio rector que atrapa y excluye la monstruosidad. Entonces el saber termina siendo, en términos artísticos, un corsé que aprisiona la realidad. El lenguaje que reina, ordenando, clasificando y jerarquizando lo caótico crea un saber-prisión que busca inhibir y excluir lo otro ingobernable. Bajo esta perspectiva se puede concluir que la voluntad de mostrar el “lado moridor” está del lado de lo carcelario y no de la libertad, porque a través de él Revueltas intenta inhibir el torbellino caótico.
Como se ha señalado, existen varios autores que han mostrado pretendidas resistencias contra ese mundo carcelario a partir de la dialéctica, Escalante incluido, para quien El Carajo representa quizás la más acabada de esas experiencias liberadoras. Esto no es del todo preciso, este personaje no es más que otra figura de lo carcelario. Quisiéramos extendernos brevemente en este por su importancia para el presente artículo como contraste a otras posibilidades de libertad. El Carajo utiliza la droga como vía de escape y concluye sus andares con la traición, al final del relato, al resto de los personajes (incluida su madre). Escalante ve en él una expresión de la libertad. Revueltas tiene una concepción similar del mismo personaje con base en el hecho de que esa traición representaría un parto que lo emancipa (“Diálogo” 165).
Es cuestionable que El Carajo sea expresión del “lado moridor”, por un lado. Pero hay también que decir, por el otro, que la afirmación de que representa un movimiento de libertad es desmentida por la misma obra, porque su supuesta fuga es resultado del vicio, la cobardía y el miedo. Él es prisionero de la cárcel y del vicio (De la Torre y Arizmendi). Aunque sea monstruoso, está hundido en su egoísmo y resguardado en su cuerpo: busca “meterse en él, acostarse en su abismo, al fondo, inundado de una felicidad viscosa y tibia, meterse dentro de su propia raja corporal, con la droga como un ángel blanco y sin rostro” (El apando 16). Ello no es una liberación, su cuerpo es como un vientre, un apando más profundo. Es dependiente de la droga que lo empuja al intento del suicidio con el objeto de que lo lleven a la enfermería “donde se las agenciaba de algún modo para conseguir la droga y volver a empezar de nuevo otra vez, cien, mil veces, sin encontrar el fin, hasta el apando siguiente” (El apando 18). Esto es esencial, el apando es parte de un ciclo interminable armónico con el encierro en su cuerpo. Su adicción constituye un círculo vicioso carcelario, aunque se diga que ello implica una “libertad en que naufragaba, a cada nuevo suplicio, más feliz” (34). Su vicio es un retorno al vientre: él está “sin querer salirse del claustro materno, metido en el saco placentario, en la celda, rodeado de rejas . . . sin poder salir del vientre de su madre, apandado ahí dentro de su madre” (20). Del vientre de la madre se dice que “[a]hí moría todo, ahí quedaban sin pasar los espermatozoides condenados a muerte, locos furiosos delante del tapón, golpeando la puerta igual que los celadores . . . multitud infinita de monos golpeando las puertas cerradas” (21). La equivalencia entre vientre y prisión entonces es clara y se extiende al efecto del vicio: la droga sirve para “alimentarle el vicio a su hijo, como antes en el vientre, también dentro de ella, lo había nutrido de vida, del horrible vicio de vivir, de arrastrarse, de desmoronarse” (El apando 23). Así, El Carajo no representa una línea de fuga, o en todo caso, si existe alguna, esta se reintegra a lo carcelario. Él está en las antípodas de la libertad. Representa más bien un apando adicional y, como afirma Cheron, una liberación falsa (El árbol de oro).
Entonces, si existe en El apando cierta emancipación, está en otro lado. Ese lado lo encarnan los otros personajes: Albino y Polonio, junto a sus dos parejas, Meche y La Chata. Ellos reflejan, en oposición a El Carajo y las dimensiones carcelarias, la posibilidad de un movimiento de emancipación radical que se expresa en la nuda vida tal como lo entiende Agamben y en la “inmanencia absoluta” (Deleuze, “La inmanencia” 36). Esa vida indeterminada es susceptible de ser invadida por el poder y el lenguaje para su inscripción en la misma política, pero también es capaz de manifestarse como una excepción soberana sin dimensión teleológica alguna. La libertad que ofrece la vida desnuda no es una síntesis, sino un movimiento incesante y excepcional de liberación siempre en relación con las fuerzas carcelarias.
Elisión de los límites
Polonio y Albino están conformados como seres que están menos presos que el resto de los hombres quienes: “[e]staban presos. Más presos que Polonio, más presos que Albino, más presos que El Carajo” (El apando 13; nótese el juego de palabras). El que los apandados estén menos presos que el resto del mundo constituye una paradoja que anuncia una serie de inversiones que tendrán lugar. Escalante observa estas inversiones, pero concluye que la libertad que se podría derivar de ella es ideológica y falsa (“El tema filosófico” 126). Los apandados no viven en un estado de libertad, es verdad, pero experimentan movimientos liberadores y su nuda vida es un campo de batalla donde cierto grado de excepcionalidad acontece. La acumulación de inversiones indica que ellas no son casuales ni el resultado de una enajenación, sino la vida explotando contra el poder.
Esas fuerzas monstruosas fundamentales se expresan en ellos como erotismo, crueldad y sacrificio, manifestaciones que no tienen sentido. Y es que en El apando Revueltas abandona “el discurso epistemológico-cognoscitivo” (Loveland 219). Sus personajes, si bien son víctimas de un sistema injusto, igualmente son simples delincuentes sin compromiso político ni jerarquía moral y muestran a la humanidad hundida. Ni siquiera poseen una racionalidad utilitaria que los justifique, solo un afán de goce y de lucha. Es precisamente ello lo que permite que una libertad otra adquiera condiciones de posibilidad.
Frank Loveland ha realizado un extenso y profundo análisis del erotismo en el relato al cual referimos. Aquí solo queremos mostrar cuáles aspectos de este responden a nuestro planteamiento y su relación con lo monstruoso, la crueldad y el sacrificio. En El apando, cuyos personajes han hecho “de la transgresión su modo de vida” (Loveland 243), el erotismo tiene por expresión privilegiada la imagen del tatuaje de Albino, en donde las formas se confunden y pierden sus límites. El tatuaje es símbolo del deseo de los personajes centrales, quienes crean una comunidad impersonal. En este erotismo (del cual El Carajo está exento) no se manifiesta ni pertenencia alguna ni proyecto de vida. Las identidades se deshilvanan al adentrarse al goce gratuitamente, sin razón alguna, “nada más por gusto” (El apando 24). El tatuaje -realizado clandestinamente en un puerto indostano indeterminado por un eunuco “perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio” (25)- muestra una anarquía de formas sin origen definido, representando una pareja haciendo el amor entrelazada e inmersa en “un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos” (25).
A través de ciertos movimientos del cuerpo Albino es capaz de crear una especie de tableux vivant para deleite de sus contempladores, pero los cuerpos expuestos no son ni puros ni expresan una belleza armoniosa. Lo mismo pasa con los cuerpos de los personajes: están abiertos, fragmentados. A esa imagen se le puede atribuir el principio dual de violencia y deseo del que habla Didi-Huberman respecto al nacimiento de Venus: ella surge “a partir de una materia informe, esa misma que bulle en remolinos de mar, sangre, esperma y espuma” (58), porque ese erotismo está entrelazado “de ensueño y crueldad” (105). El espectáculo del tatuaje es clandestino, perverso y separado de toda coacción. En él lo monstruoso se mezcla con un goce gratuito de confusión de formas. Es un teatro de la crueldad.
Ahora bien, Revueltas afirma que El apando debe ser captado de manera simultánea ―de ahí la carencia de separaciones y punto y aparte (“Diálogo” 170)―, lo que es reforzado por los constantes saltos en el tiempo que tienen lugar en el relato. Si es así, el erotismo del tatuaje intemporal permite que el deseo se expanda a lo largo de toda la narración, debido a que todo acaece en un mismo tiempo imaginario y mezclado que libera a los cuerpos de la geometría de los límites en pos de la erupción de la realidad bruta donde los seres se confunden. El erotismo de El apando implica la pérdida de sí, la elisión de la identidad y la trasgresión de los límites tal como lo entiende Bataille en El erotismo. Y efectivamente, estas características tienen lugar en otras expresiones sensuales del relato que resultan fascinantes, monstruosas, clandestinas y que, al estar emparentadas con la crueldad, se elevan como fuerza de subversión contra el saber-poder.
Crueldad y sacrificio
Existe en Revueltas una especie de “guerra de las escrituras” (Rancière, La palabra muda 119-131) que consiste en el enfrentamiento entre su compromiso político (expresado es verdad de manera diversa y no panfletaria) y un resto que lo abisma, que está en conflicto con su propia voluntad. Revueltas busca erguir una verdad que es una defensa contra la monstruosidad, ella se rebela porque “[l]o real no es verdadero. Es más salvaje que lo verdadero” (Quignard 168). En esa agonía (en el sentido de combate) y dentro de una poética contradictoria lo monstruoso se expresa como crueldad bajo diversas dimensiones. Como acción destinada a la destrucción sin justificación moral y también como fractura del entendimiento en el acceso al fondo sin sentido de la realidad (Dumoulié 12). También como experiencia de lo real en su naturaleza dolorosa, ineluctable, trágica y diferencial porque accede a singularidades más allá del saber (Rosset 21-22). Bajo esta perspectiva, la manifestación artística de la crueldad es fundamentalmente transgresora de todo orden y certidumbre: “El transgresor no está seguro de lo que quiere alcanzar, solo sabe que no está seguro de nada. Vive instalado en el vértigo de la indeterminación” (Mèlich 244). La crueldad, así entendida, es afirmación de lo salvaje de la vida, fuerza irrestricta, expresión de exceso, vehemencia y transgresión de los límites del orden y de la identidad.
El apando además puede ser entendido como un ejercicio de la crueldad hierática (Bataille, “El arte, ejercicio de la crueldad”), porque la violencia puede ser manifestación de un sacrificio (Girard, La violencia y lo sagrado) que se deleita en la brutalidad y la destrucción del cuerpo contra cuerpo (Sofsky 8). Incluso El Apando puede ser comprendido como máquina de guerra, movimiento incesante que rompe con toda inscripción, beligerancia “irreductible al aparato de Estado” (Deleuze y Guattari, Mil mesetas 360). A esta perspectiva se le puede añadir la conceptualización del teatro de la crueldad de Artaud, incluso bajo la reinterpretación de Rancière (9-28).
Existe una escena en El apando donde esta teatralidad cruel y guerrera es evidente. En ella se describen bocanadas de humo que acometen el espacio y que crean torbellinos de imágenes abiertas e informes, hieráticas y beligerantes. Esas imágenes no se dejan delimitar y evocan una libertad escurridiza. Son imágenes de ídolos insustanciales que representan teatralmente acontecimientos salvajes y carentes de sentido, que manifiestan fuerzas guerreras y emancipadoras:
los impetuosos montones de la bocanada de humo . . . invadieron la zona de luz con el desorden arrollador de las grupas, los belfos, las patas, las nubes, los arreos y el tumulto de su caballería, encimándose y revolviéndose en la lucha cuerpo a cuerpo de sus propios volúmenes cambiantes. (El apando 35)
Estás imágenes están hechas de una materia lo suficientemente potente como para simbolizar fuerzas bélicas que luchan a muerte, como gladiadores; y a la vez conforman expresiones de embriaguez y sensualidad trasgresoras de los límites:
lentísimas espirales [que] se conservaban largamente en su instantánea condición de ídolos borrachos y estatuas sorprendidas. . . Los cuerpos del humo desleían sus contornos, se enlazaban, construían relieves y estructuras y estelas . . . ya puramente divinos, libres de lo humano. (36)
Esta escena simboliza teatralmente la crueldad agónica del relato: el humo crea una serie de imágenes beligerantes, abiertas e informes, hieráticas y soberanas cuyos límites se deshilvanan, tumultuosas y caóticas, que explotan en todas las direcciones, que eran “como un inmenso deseo interminable que no deja de realizarse nunca y no quiere ceñir jamás sus límites a nada que pueda contenerlo” (36). Ellas son expresión de los movimientos de libertad que se representarán en la novela.
Existen en El apando numerosas escenas similares que configuran y transforman la novela. Los cuerpos son descritos como fragmentados de la misma manera que los leprosos. Por ejemplo, se dice que Polonio vigila desde el apando con “[l]a cabeza hábil y cuidadosamente recostada sobre la oreja izquierda, encima de la plancha horizontal que servía para cerrar el angosto postigo” (11-12). Las cabezas de los apandados parecen independientes del cuerpo: “cabeza parlante, insultante, con una entonación larga y lenta, llorosa, cínica, arrastrando las vocales en el ondular de algo como una melodía de alternos acentos contrastados, los mandaba a chingar a su madre” (12). De estas se dice que son cabezas “de la guillotina” (44), de “Holofernes” (45) y “la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlante de las ferias, desprendida del tronco . . . la cabeza del Bautista” (12); evocación sacrificial donde los fragmentos rechazan, insultan, pero además, invierten la vigilancia. Los apandados resultan invisibles y son ellos los que poseen en el relato el poder de vigilancia. Ello permite por momentos, cuando los monos se retiran, que “aquel espacio virgen, adimensional, se [convierta] en el territorio soberano, inalienable” (13). La adimensionalidad subvierte la geometría y la soberanía rechaza el poder permitiendo la existencia de un espacio rebelde. Ahora bien, únicamente las cabezas de Polonio y Albino son capaces de vigilar en esa posición, asomadas por el postigo, debido a que solo es posible mirar por ahí con el ojo derecho. Nótese cómo la figura del ojo entonces es trastocada al pertenecer a lo monstruoso (como ocurría en el caos del leprosario) en tanto figura de vigilancia del poder.
Aquí es posible señalar otra oposición con El Carajo que está tuerto precisamente del ojo derecho. Además, El Carajo posee “la monstruosa condición de su alma perversa, ruin, infame, abyecta” (El apando 32), como Homo Sacer, pero no es soberana, por el contrario, es incapaz de subvertir el poder. Es más, El Carajo es víctima de los otros dos personajes y no solo de su vicio. Produce asco, rechazo, repugnancia, repulsión, que llega al extremo, por ninguna razón particular, de hacer deseable su sacrificio: “Meterle la punta del fierro a través de las costillas, mientras Polonio le tapaba la boca, pues querría gritar como un chivo” (41). La imagen del chivo apela a una dimensión sacrificial evidente y ello está relacionado con una aspiración de crueldad y libertad desnuda por parte de los otros personajes. Esto se demuestra al final de la novela cuando Polonio y Albino son derrotados en una batalla bestial que expresa un deseo de libertad absoluta. Al no poder ya aspirar a ella, renuncian al sacrificio: “[p] ensaban, a la vez, que sería por demás matar al tullido. Ya para qué” (56). El Carajo es un “un anti-Dios maltrecho, carcomido” (36), pero al contrastarlo con las características hieráticas de Polonio y Albino, quienes no son pasivos respecto a la droga, la cárcel o la violencia sacrificial de otros, se reafirma la condición soberana de estos, porque poseen la potencia activa de la crueldad. De Albino se dice, por ejemplo, que: “[c]erró los ojos mientras temblaba con un tintineo de la cabeza sobre la plancha de hierro, a causa de la violencia bestial con que tenía apretados los dientes. Estaba decidido a matarlo, decidido con todas las potencias de su alma” (37).
Además de estas características, la crueldad se manifiesta conspirando incluso contra el proyecto que supuestamente rige a los apandados en el relato, lo que hace que algunas de sus acciones no respondan a ninguna finalidad, ya que están entregados a la crueldad sin reserva alguna. El plan consiste en que la madre de El Carajo, acompañada por las parejas de los apandados, entregue a ellos droga escondida en el cuerpo y después desatar un escándalo. La voluntad de crear caos resulta extraña para el proyecto, sería más sencillo y útil no llamar la atención. En la ejecución del plan, la voluntad de violencia se impone. Cuando llega el momento de la entrega, antes de que suceda, las mujeres se montan sobre un barandal gritando para pedir la liberación de los apandados lanzando “gritos y aullidos más inverosímiles” (46), gesticulando y mostrando una “rabia sin límites” (46). Ello muestra un ansia de salvajismo libertario que no responde a ningún cálculo racional (y que hace fracasar el plan), que termina siendo epidémica al ampliarse a otros actores del relato. El resto de las visitas empieza a arremolinarse en “una especie de agregación primitiva y desamparada [que] ensayaba, por puro instinto, una suerte de convivencia contrahecha y desnuda. La marea, abajo de las tres mujeres, crecía en pequeñas olas sucesivas, despaciosas” (48).
Las mujeres semidesnudas, con las ropas hecha jirones, fragmentadas, intentan proseguir el escándalo, contra el esfuerzo de los guardias de sacarlas, mientras
de la multitud, brotaba toda clase de las más diversas exclamaciones, gritos, denuestos, carcajadas, ya de protesta o compasión, o de salvaje gozo que exigía mayor descaro, brutalidad y desvergüenza al espectáculo fabuloso y único de los senos, las nalgas, los vientres al aire. (50)
Teatralidad de formas caóticas, como las de los leprosos, como las de las bocanadas de humo y como el tatuaje, que beligerantemente se rebelan. A continuación, la madre de El Carajo, al interponerse entre los guardias y las mujeres, se resbala y queda colgada del barandal. En el umbral entre la salvación de su vida y una caída mortal, provoca “un rugido de pavor lanzado simultáneamente por todos los espectadores” (51). Al calificarlos de “espectadores” se confirma la teatralidad cruel y la deshilvanación de separación entre “actores y espectadores” (51). Además, esta teatralidad recusa todo texto, es decir, toda racionalidad. Aquí no existe ninguna dialéctica ni ley, sino “fragmentos autónomos e independientes, a los que armonizaba en su unidad exterior, visible, no el enlace de una coherencia lógica y causal, sino precisamente el hilo frío y rígido de la locura” (El apando 51-52). No es la razón la que reina en esos acontecimientos. Incluso la reacción del poder carcelario se hunde en esa demencia porque los guardias liberan absurdamente a los apandados: “Algo ocurría en esta película anterior a la banda de sonido. Quién sabe qué dijo el Comandante a los monos y a las mujeres: se hizo una calma insólita y tensa, dos monos se inclinaron sobre el candado de la celda y desapandaron a los tres reclusos” (52). Con el objetivo de terminar con el escándalo se libera a los reclusos para llevarlos a una trampa (que consiste en encerrarlos en un cajón). Desde el punto de vista práctico sería más útil controlar solo a las mujeres, y es que “[s]i El apando es metáfora, lo es de nuestra sabia estupidez generalizada, no de la opresión” (Loveland 256). Estupidez del poder y sinrazón del mundo. El caos impersonal se apodera por momentos de todo el universo. Adicionalmente, en un inicio, la trampa falla, lo que desencadena una brutalidad demente sin refugio ni abrigo. Se libera así una guerra absoluta. Polonio y Albino logran encerrarse en ese cajón con algunos de los guardias y la trampa es invertida:
Albino y Polonio, con El Carajo en medio, irrumpieron con desencadenada y ciega violencia dentro, seguidos inconscientemente por el Comandante y un celador más. Con un solo y brusco ademán Albino cerró el candado de la puerta que comunicaba con la Crujía. Ahora estaban solos con el Comandante y los tres celadores, encerrados en la misma jaula de monos. Cuatro contra tres; no, dos contra cuatro, habida nota de la nulidad absoluta de El Carajo. (53)
Además de una oposición más con El Carajo, la liberación de una violencia ciega sin cuartel ni finalidad salvo la avidez de destrucción acontece: “Polonio y Albino estaban convertidos en dos antiguos gladiadores, homicidas hasta la raíz de los cabellos” (53). Máquina de guerra, ímpetu de gladiador que apunta hacia la aniquilación total, violencia pura que no está dirigida sobre tal o cual régimen sino contra todo orden, lo que invierte el ejercicio de poder y los libera, por instantes, de los mecanismos carcelarios y de todo proyecto y racionalidad. Es verdad que el poder vence al final de la novela a través de la geometría y la invasión con tubos de hierro al cajón por parte de los guardias:
a fin de ir levantando barreras sucesivas a lo largo y lo alto del rectángulo, en los más diversos e imprevistos planos y niveles, conforme a lo que exigieran las necesidades de la lucha contra las dos bestias, y al mismo tiempo atentos a no entorpecer o anular la acción del Comandante y los tres monos, en un diabólico sucederse de mutilaciones del espacio, triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas, hasta impedir cualquier movimiento de los gladiadores y dejarlos crucificados sobre el esquema monstruoso de esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría. (54-55)
Sin embargo, esta afirmación última es decisiva. Solo puede ser derrotada la libertad si se ejerció. Y si la novela se considera como un todo simultáneo, se elimina toda síntesis posible y la libertad persiste. La cárcel no se eleva como el estado final porque no hay tal. El relato muestra una tensión irresuelta, animal y soberana que permanece. Esa libertad no es entonces deficitaria de ninguna dialéctica, porque se expresa como crueldad en tanto “desobediencia animal (Gros). No existe ninguna síntesis y la dialéctica no reina entonces sobre este relato sino la soberanía artística expresada monstruosamente.
Conclusión
Hemos mostrado la manera en que Revueltas, a pesar suyo, parece obsesionado con esa monstruosidad de la vida. Esta dimensión abre posibilidades a interpretaciones diferentes del resto de sus obras, donde existen numerosas escenas e imágenes que pueden ser analizadas bajo esta perspectiva. En ese sentido, Revueltas acierta a pesar de que yerre, o mejor dicho, precisamente porque yerra al tratar de dar cuenta del “lado moridor”, las fuerzas de la creación se le rebelan y su creación artística se eleva soberana. Si la crueldad, como escribe Nietzsche, es “una de las más antiguas alegrías festivas de la humanidad. De ahí que se piense que también los dioses se animan y se alegran cuando se les ofrece [ese] espectáculo” (La ciencia jovial 73), Revueltas ofrece una festividad bestial, inmotivada e impredecible que se repite en su imaginación indefinidamente. Hay en El apando la descripción de una monstruosidad soberana que arrebata en “un torbellino de sentimiento de libertad, de absolutez, de poder, de divinidad” (Nietzsche, Obras completas 836). Sus personajes son monstruos fascinantes, fragmentados, hieráticos. La puesta en escena de la inocencia del sacrificio, el erotismo y la crueldad crea una teatralidad superabundante contraria a la dialéctica que no se deja subyugar. El apando, por tanto, es la manifestación de una realidad excesiva donde incluso en la más terrible y total de las cárceles, instantes privilegiados de liberación son posibles, aun a costa del autor.