Aunque es hasta el tratado que Antonio Caso publicó en 1925 por solicitud de la Secretaría de Educación Pública, Principios de estética, cuando esta disciplina alcanzó cierta institucionalización generalizada en el México independiente, es de notar que se ha descuidado el estudio de su presencia en los planes de estudio decimonónicos y, en particular, en las polémicas críticas alrededor del realismo y el naturalismo que rompían con la tendencia racionalista de la doctrina neoclásica. Hay una historia anterior a la discusión sobre la “poesía pura” de Mallarmé, según el fundacional ensayo de Alfonso Reyes en Cuestiones estéticas (publicado en 1910), así como a la relación entre música de vanguardia y brahmanismo, de acuerdo con los escarceos estéticos de José Vasconcelos (publicados desde 1918), cuyo antecedente inmediato es la obra de Juan N. Cordero, La música razonada (1897). Hay ya una estética en el Porfiriato dedicada precisamente a exaltar la figura del demagogo. En 1905 aparece La belleza y el arte del jalisciense Diego Baz, dedicada a Porfirio Díaz y prologada por José María Vigil.2 En este prólogo se observa, por un lado, la importancia de la literatura en la sistematización de la estética, pero, sobre todo, la necesidad de autonomía e institucionalización de una disciplina Estética reconocida no como subsidiaria de la lógica, la moral o la metafísica, sino como filosofía:
entre la copiosa cantidad de trabajos que se han publicado en nuestro país, sobre muchos de los distintos ramos que comprende la instrucción pública, no había aparecido hasta ahora ninguno que sepamos relativo a la ciencia filosófica designada con el nombre de Estética. Verdad es que algunos manuales de Literatura vienen acompañados de una instrucción preparatoria sobre los conceptos de lo bello y lo sublime, y sobre la finalidad del arte como interpretación de la naturaleza; pero esas indicaciones son tan someras que de poca utilidad pueden ser para el objeto que se proponen . . .
Preguntárase quizás, con qué derecho se hace figurar la Estética entre las ciencias filosóficas al lado de la Lógica y de la Moral; pero la respuesta es bien sencilla, porque si las ideas de lo verdadero y de lo bueno que surgen del fondo de la conciencia humana, han hecho sentir la necesidad de buscar los medios para precaverse del error que oscurece la inteligencia y del vicio que desagrada el libre y legítimo ejercicio de la voluntad . . . (Vigil XV-XVI)
Extraña, tal como lo señala Castro Leal en “La Estética en México”, que Vigil no haya mencionado el trabajo de Manuel Sales Cepeda, Estudios estéticos y entretenimientos literarios, publicado en 1896 en Mérida por la imprenta Loret de Mola, que es probablemente el primer intento por sistematizar los problemas de la estética como una ciencia de la belleza, el arte, la poesía y la música en relación con el naturalismo, el idealismo, lo sublime, la gracia, el gusto, lo cómico, la imaginación y, sobre todo, “el arte por el arte” (Castro Leal 93). Se trataría, en sí, del primer tratado de estética en México, como una respuesta a “la atmósfera intelectual del régimen de Porfirio Díaz” en relación con las inquietudes estéticas.3
Alfonso Reyes, en Historia documental de mis libros, se pregunta por la pertinencia del título Cuestiones estéticas para su ensayo:
Desde luego, el libro se limita a la crítica literaria. Pero quise dar a entender que todos estos ensayos eran como otros tantos asedios a una misma plaza fuerte, la cual no acaba de rendirse; otras tantas aventuras mentales en torno a una doctrina estética que no se define directamente. (179)
Resulta fundamental destacar dos aspectos de este apunte bibliográfico: el primero, que esta obra de Reyes se inscribe en una amplia discusión sobre cuestiones estéticas que va más atrás del apogeo que tuvo durante el fin de siglo porfirista; el segundo, la indisoluble vinculación de la estética con la crítica y la literatura. Se puede pensar, además, que Cuestiones estéticas es la materialización de una “Estética literaria” a la que se aspiró durante el siglo XIX, cuya base se encuentra en un interés por la crítica y la teoría como fundamento de los comentarios de textos.
A diferencia de la poética y de la retórica, la estética es una disciplina de origen moderno. Si bien etimológicamente tiene una raíz griega (aisthesis: sensación, impresión, percepción), no constituyó una epistemología entre los antiguos. El saber estético adquirió un rango filosófico, de manera específica, a partir de 1735, cuando Alexander Gottlieb Baumgarten publicó Meditationes philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus (Reflexiones filosóficas acerca de la poesía), y con mayor énfasis en el primer volumen de su Aesthetica (1750 y 1758). La estética está antecedida también por el buen gusto, una idea tratada inicialmente por Ludovico Muratori en sus Riflessioni sopra il buon gusto (1703). El buen gusto se opone al mal gusto del “barroco”. En 1736 un alumno español de Muratori, Ignacio de Luján, asimiló para el ámbito hispano esta doctrina en una obra que tituló La poética o reglas de la poesía y sus principales especies (1736), en la que abrió las puertas a cierta concepción filosófica del arte, pero que no obtuvo muchos seguidores por la tendencia a asumir las artes como un campo lleno de libertad creativa (Ruedas de la Serna 15). Durante la Ilustración y hasta bien entrado el siglo XIX hubo un esfuerzo sistemático por asumir la belleza como una concepción racional, desde la filosofía crítica kantiana hasta las preceptivas y manuales de arte y literatura. El ámbito novohispano, en el marco de las Reformas Borbónicas, no fue ajeno a esta discusión. Hay que señalar que la reflexión sobre la belleza -mas no sobre la estética propiamente- estuvo relacionada con el neoclasicismo. Además, la mayor parte de la reflexión sobre lo bello, el ideal, las bellas artes y las bellas letras provenía de la bibliografía y hemerografía española, la cual a su vez recuperaba los idearios filosóficos de las reflexiones francesas, sobre todo, y alemanas, en ocasiones.
ANTECEDENTES NEOCLÁSICOS DE LA ESTÉTICA EN MÉXICO
En el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, cuya primera versión se publicó originalmente en francés en la imprenta parisina de Schoell en 1808, Alexander von Humboldt rememoró su sorpresa al haberse topado, durante su visita en la Academia San Carlos de la Ciudad de México, con una copia escultórica del Apolo de Belvedere y del Laocoonte y sus hijos. “Se admira uno”, decía el naturalista prusiano, “de encontrar estas grandes obras de la antigüedad reunidas bajo la zona tórrida, y en un llano o mesa que está a mayor altura que el convento del gran San Bernardo” (80). No debía ignorar Humboldt que el famoso díptico, las esculturas Apolo de Belveldere y Laocoonte y sus hijos, había desatado acaso la más célebre de las disputas estéticas del mundo moderno entre Johann J. Winckelmann y Gotthold E. Lessing (Aullón de Haro, Escatología de la crítica; Lessing, Laocoonte).
Las copias del Apolo y del Laocoonte, en efecto, llegaron a la Nueva España en 1791 dentro de una remesa de setenta y seis cajones que contenían cincuenta y cinco figuras completas: moldes vaciados en yeso de admirables estatuas idealizados por el “buen gusto” de la época, aquella que consideraba la belleza clásica grecorromana como la belleza por excelencia (González León 194). La remesa tenía como destinatario a Jerónimo Antonio Gil, quien desde 1778 ya había sido comisionado por Carlos III para establecer una Escuela Provisional de Dibujo anexa a la Casa de la Moneda, escuela de la que más tarde nació, en 1783, la Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España. En términos estéticos, sin embargo, las Reformas Borbónicas no lograron imponer ampliamente la doctrina neoclásica, en buena parte, porque esta se apartaba de la popularidad del arte barroco.
En este contexto de búsqueda por la consolidación de una apuesta neoclásica y racionalista ilustrada, es posible encontrar los trabajos del padre Pedro José Márquez como uno de los primeros esfuerzos de un mexicano por sistematizar el estudio de la belleza y el gusto.4 La obra Sobre lo bello en general -discurso para su ingreso a la Academia de Madrid (1801), aumentado en 1808 en la versión en italiano- publicada en Roma, pretende relativizar algunas nociones del “buen gusto” neoclásico con base en sus estudios sobre la tradición clásica. Asimismo, de la mano de las ideas de Winckelmann, busca inscribir los objetos precolombinos -concebidos como elementos de colección- a los estudios artísticos, particularmente aquellos que pudieran ser estudiados desde la perspectiva arquitectónica. Sin embargo, sus ideas no tendrían mayor trascendencia durante la primera mitad del siglo XIX.
La apuesta por el neoclasicismo pretendía superar el barroco, símbolo de supremacía colonial y de magnificencia cortesana, del lujo resplandeciente y sensualista. La Real Academia de San Carlos a finales del siglo XVIII, según la propuesta de algunos historiadores de arte en México, rompió paulatinamente con el barroco. Sin embargo, Paul B. Niell y Stacie G. Widdifield consideran que tal transformación fue mucho más tardía de lo que se piensa, pues el afán racionalista del neoclasicismo perduró más allá de la instauración de las Academias de Bellas Artes en los reinos hispánicos. Resulta factible pensar que las ideas neoclásicas, en oposición al barroco, hayan servido para fundamentar cierto nacionalismo durante el siglo XIX, según aseveran Paul B. Niell y Stacie G. Widdifield (XVIII). Es posible que por esta razón la obra de Márquez no haya sido valorada sino hasta 1854, cuando José Bernardo Couto, discípulo suyo en el Colegio de Ildefonso en Ciudad de México, elaboró su biografía para el Diccionario Universal de Historia y de Geografía5 e increpa a la Academia de San Carlos su recuperación bibliográfica: “Seria empresa digna de la academia de nobles artes de San Carlos de México, y no ajena de su instituto, reunir y publicar en español las obras de este docto mexicano” (Couto 144).
¿LA ESTÉTICA COMO REACCIÓN CONTRA LAS LEYES DE REFORMA?
Si bien la palabra “estética” se puede documentar en la hemerografía mexicana desde 1844 alejada de las discusiones sobre el arte, cuyas nociones se comenzaban a reforzar bajo términos neoclásicos, no es sino hasta 1849 cuando comienza a aparecer en relación con el “juicio crítico”, particularmente en literatura y, muy específicamente, como un criterio de valoración para las obras dramáticas que se presentaban o circulaban en México. En 1851, a propósito de la Tercera exposición de la Academia Nacional de San Carlos, el periódico El Espectador, emite un comentario de las obras presentadas a partir de términos estéticos, según la expresión material “del alma” y la moral por medio de las artes plásticas y “las bellas letras”, pero bajo los postulados neoclásicos de las “bellas artes” en confrontación con las “artes útiles”, según la propuesta filosófica de Winckelmann, que a la vez recuerda la apuesta del padre Pedro José Márquez (12 -21). En un número más tarde de El Espectador, también a propósito de la Tercera exposición de San Carlos, aparece bajo la firma de R. Rafael una increpación para realizar manuales de estética según los fundamentos filosóficos de Baumgarten y de Winckelmann, así como de diversos autores “modernos”, para la apreciación, crítica y ejecución de las bellas artes (208-221). Desde entonces el término “estética” aparece en la prensa mexicana, sin mayor reflexión filosófica, en relación con la valoración crítica o ejecución artística, particularmente musical, teatral y literaria.6 Es importante reparar en que esta revista semanal era publicada por “[l]os redactores del universal y del Antiguo Observador Católico”, según se señala en la portada de El Espectador. La aparición del término “estética” se da de la mano de la prensa religiosa, por un interés de la Iglesia en la implementación de la teoría estética para el estudio de las bellas artes como legitimación del espíritu y lo incorpóreo, contrario a las propuestas políticas liberales.
De forma escasa, aunque con el paso del siglo cada vez más insistentemente, comienzan a aparecer desperdigadas algunas ideas sobre la “estética idealista” contra la “estética realista” en la prensa católica. Por ejemplo, el Diario de Avisos. Religión, Literatura, Industria, Ciencias y Artes, en el número del primero de septiembre de 1857 señala que resulta imperante distanciar al hombre de ideas “deístas y ateas” por medio de una “estética de lo sublime” fundamentada en Chateaubriand, para evitar “los delirios de la filosofía moderna, sobre la creación del mundo y del hombre”, de excesivo materialismo que evitaban la comprensión sobre “el espíritu”, para el cual la única vía de entendimiento era “la contemplación de lo bello y de lo grande en todos los géneros”, cuyo modelo principal era Dios (1).
Es factible considerar que la aparición de la estética se dio en México como una forma de legitimación del espíritu contra el realismo -entendido entonces como una exageración del romanticismo- y que fuera en realidad una reacción contra las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857, pues la mayoría de artículos que hacen referencia a la estética -fuera de aquellos que confunden el término- lo hacen bajo la defensa de la estética “idealista” contra las nociones del arte “realista”. También es posible identificar que los diarios extranjeros -sobre todo españoles- que circularon en México y que hacen referencia a la estética son, principalmente, de corte católico. Baste como ejemplos El Belem, que en 1858 inscribe una serie de poemas marcadamente católicos en la sección “Estética”, incluyendo algunos del mexicano Manuel Carpio; o La Abeja. Revista Científica y Literaria Ilustrada, de Barcelona, que recupera la teoría de la belleza del padre Esteban Arteaga bajo el concepto moderno de estética en 1862. Sin embargo, hubo algunos intentos por referir la estética en términos “neutrales” y en relación con las ideas de cierto liberalismo radical y nacionalista. En sí, ya fuera que se tratara de diarios católicos o liberales, reproducen artículos generalmente españoles sobre la teoría estética para legitimar una u otra postura política, que se pensaba entonces más acorde para el proyecto de nación.
En 1863, El Siglo Diez y Nueve publica una “Crónica extranjera” en la cual se insiste en que el progreso de una nación no puede darse sino de la mano de “las inteligencias” que desarrollen y posean “las artes, de la paz, la industria, la estética, la filosofía, el espíritu militar” para garantizar el buen desarrollo de la nación (3); por lo que no resulta extraño que la Sociedad Filarmónica Mexicana, en 1866, haya implementado como parte de su plan de estudio la asignatura “Estética e historia comparadas de los progresos de las artes”, a cargo de Alfredo Bablot (“Crónica extranjera” 1). Según publicó la Legislación mexicana, en “Variedades” en diciembre de 1867, Bablot estaría en la Escuela de música y declamación al frente de las cátedras “Estética”, “Estética teórica y aplicada” y “Filosofía estética de la música” (252). El material de consulta para estas cátedras, de acuerdo con la sección “Gacetilla” de El Siglo Diez y Nueve, era el Curso de filosofía elemental. Lógica de Jaime Balmes (2).7 Aun cuando se da durante la decadencia del Segundo Imperio y la Restauración de la República, se trata posiblemente del primer registro de la estética como disciplina autónoma e institucionalizada en el ámbito de enseñanza superior.
No es de desestimar que las nociones sistemáticas de estética se hayan difundido de la mano de la lógica de Balmes, pues en su Curso de filosofía elemental (1847) el autor define esta disciplina como teoría de la sensibilidad, una ciencia específica de la Metafísica, cuyas secciones se dividen en “Estética o ciencia de la sensibilidad”, “Psicología o ciencia del alma” y “Teodicea o ciencia de Dios”.8 De esta forma Balmes entendía la estética como una forma de conocimiento sensible que sostiene una jerarquía epistemológica del entendimiento y la inteligencia. Tal orientación desde la lógica, inscrita en una cualidad metafísica, será una constante en las discusiones sobre estética que buscaban legitimar el “idealismo estético”, puesto que, entendida esta como “teoría de la belleza y del arte bello”, pretendía presentar las condiciones objetivas de la belleza, tales como la proporcionalidad de los objetos, su cualidad de unidad en la variedad, bajo un fundamento teológico, es decir, se asumía “el uso de la disciplina como herramienta para combatir el sensualismo y el corporeísmo monista, ideologías enfrentas al catolicismo” (Angulo Díaz, La historia 32).
Es posible identificar dos rumbos de la estética en la prensa mexicana: aquel que entiende la estética como lógica positivista (antisubjetivista), idea generalmente difundida en periódicos liberales-radicales; y el que defiende el subjetivismo bajo el argumento de la vía de comprensión de lo sensible impreso en un elemento material como reflejo del alma, idealista y subjetivista. En el segundo se entiende que el objeto estético es “complejo”, por lo que la estética como rama de la filosofía debe señalar las reglas o proporciones de los objetos, que son en sí la base del juicio estético. Para Aullón de Haro, la estética responde a la bifurcación de la escuela pitagórica. Se trata de la “primera configuración del positivismo”, por lo que considera que la estética es un “invento idealista”. En otras palabras, la estética en el ámbito moderno, en tanto que disciplina autónoma, se inclina por el ejercicio de la crítica positivista del “juicio”, lo que la hace pertenecer al dominio de la hermenéutica (Aullón de Haro, “Estética y objeto estético” 125).
En el ejercicio crítico, sin embargo, la estética debería situarse en el antes y el después del objeto (si se situara antes, sería preceptiva; después, crítica). Entendida en este sentido, la estética enmarca la reflexión de la creación artística, su concreción y la reflexión sobre ese objeto en específico, producto de una reflexión estética inicial. Como resultado del idealismo, tiene la condición de la cualidad del espíritu y su relación solo desde lo perceptible y ya no desde la teoría de la “belleza” y la harmonía -mística- proveniente de una fuerza “natural” suprema. La estética se resuelve como una ontología cualitativa de la unidad y el todo (Aullón de Haro, “Estética y objeto estético” 128). Es por esta razón que resultó viable instrumentalizar las nociones estéticas en beneficio de afianzar las ideas católicas por medio de la reflexión de la belleza artística.
En el Manual de literatura de Antonio Gil de Zárate, publicado en Madrid en 1844 y entonces muy leído en México, se aclaraba que podían ser bellos objetos que en la realidad serían horribles o detestables, pero que a la luz del entendimiento se convertirían en objetos de placer, “como el grupo de Laocoonte despedazado con sus hijos por las serpientes” (Gil de Zárate 117). En el manual de José Gómez de Hermosilla, Arte de hablar en prosa y en verso, publicado en Madrid en 1826 y también muy leído por los mexicanos, la estética se comentaba vagamente como “discusiones metafísicas sobre las sensaciones de sublimidad y belleza sobre el placer que causa la buena imitación, aunque sea de cosas desagradables en sí mismas” (IX). En una suerte de intracolonialismo y nostalgia por el virreinato, los críticos mexicanos no se plantearon la defensa de una literatura nacional distinta de la de España, sino que desearon alcanzar un estatus literario sancionado o aprobado por la norma española (Mora, “Orígenes de la crítica” 161). De esta forma, los preceptistas españoles estuvieron íntimamente ligados con los primeros críticos del México independiente, no tanto por una cuestión “neoclásica”, sino porque en ambos países se pensó que la estética, por su origen disciplinar alemán, se oponía a las escuelas literarias y artísticas francesas, a las novelas de Victor Hugo y Émile Zola, como a los poemas de Baudelaire, que tantos lectores tuvieron en México y en los países de habla española, pues se creyó que de estos devenían los principios del realismo y que este a su vez nacía del movimiento revolucionario.
LA ESTÉTICA LITERARIA COMO IDEAL DE UNA “LITERATURA NACIONAL” EN FRANCISCO PIMENTEL
Tras la caída de Maximiliano y la restauración de la República, se hizo imperante construir un discurso hegemónico para la consolidación de una idea de nación basada en políticas liberales, con el fin de configurar un imaginario nacional colectivo que diera legitimidad al Estado. Tal como señalan Belem Clark de Lara y Luz América Viveros, en 1868 “se volvió a la búsqueda de lo nacional y, por lo tanto, a la de la naturaleza peculiar de la literatura de cada nación” (100). En diversas discusiones en la prensa se configuró un ideario romántico-histórico que exigía la consolidación de la nación por medio de la literatura; tal fue su función -que se fraguó en un imperativo discursivo de la época-. Específicamente se pretendía privilegiar la literatura de carácter social, como la novela histórica, a partir de las apuestas realistas-románticas. Así vio la luz, en 1869, la importante revista editada por Ignacio M. Altamirano y Gonzalo A. Esteva, El Renacimiento, cuyos objetivos eran garantizar “el progreso de las letras en México” para enaltecer “a nuestra querida Patria de las acusaciones de barbarie con que han pretendido infamarla los escritores franceses”, así como ofrecer un espacio en el que “las bellas letras” no se vieran afectadas por inclinaciones políticas (Altamirano, “Diez años” 211).
La búsqueda de criterios literarios que dieran forma al proyecto de una literatura nacional se orientó en diversas direcciones, aunque todos los aspectos coincidieron con un problema fundamental: la historia y la lengua como base de la expresión nacional, por lo que surgió cierta inclinación pro-hispanista.9 La literatura, escrita en español, además se mantuvo como un garante de la existencia de México -como un elemento de invención- del nuevo estado. Al respecto señala Pablo Mora que “[l]a lengua española [fue] parte fundamental de esa herencia cultural”, de la que no era posible desprenderse tras la emancipación política, dado que los estatutos legales, sobre todo, estaban fuertemente apoyados en la cultura impresa, lo que era, además, garantía del resguardo y la memoria de la reciente nación (Mora, “Los caminos del hispanismo” 95). De esta forma, el hispanismo de marcada “hegemonía espiritual” -a niveles religiosos, de costumbres y de lengua- daba cohesión social y cultural a las antiguas colonias, a la vez que tendía puentes de parentesco entre ambas partes del Atlántico. Se partía de un anhelo ilustrado por compartir con las naciones civilizadas una representación y soberanía, para lo que resultaba fundamental probar en expresiones literarias, históricas y críticas el conocimiento “de lo útil, de lo bueno y de lo bello” para acompañar el progreso de la sociedad. Agrega Mora:
Esta reivindicación de la herencia española en los terrenos de la religión y las costumbres, pero, sobre todo, en los de la lengua, ofreció elementos de valoración y criterios específicos literarios que jugaron un papel importante no sólo en la conformación de ese hispanismo sino en la de una literatura y una crítica en este país recién independizado. (Mora “Los caminos del hispanismo” 96)
Tal aspiración, dentro de la literatura y la cultura impresa, se trasladó al discurso de la necesidad por la “formación de una literaria nacional”, que demostrara tanto el dominio del idioma, como la “voluntad de forma”, así como una manifestación más de la voluntad política del liberalismo.
En este contexto, la Biografía y crítica de los principales poetas mexicanos (1869) de Francisco Pimentel pudo ser el primer esfuerzo por sistematizar una teoría y crítica de carácter histórico de la literatura mexicana fundamentada en la estética bajo cierto rasgo neoclásico. El objetivo de este libro no escapa al imperativo nacionalista de la época, pues tenía como finalidad brindar las bases teóricas, críticas y estéticas para la literatura “del porvenir” -es decir, la literatura nacional-, pues al igual que los otros redactores de El Renacimiento, de los que Pimentel mismo formaba parte, este consideraba que la literatura nacional necesitaba “progresar” y consolidarse según el dictado del “concierto de las naciones modernas”. El rasgo fundamental de la obra de Pimentel consiste en exaltar la poesía como manifestación superior de las bellas artes en cuanto que encarnación del espíritu. Tal como apunta Sebastián Pineda Buitrago al respecto de las ideas estéticas de Pimentel, el crítico mexicano se basó en el Idealismo trascendental de Schelling para mantener la premisa de que “la excelencia del arte llega al extremo de ser éste la más perfecta expresión de la verdad” (Pineda 556), pues “la filosofía debería refundirse en la poesía y en el mito, porque la palabra es el instrumento más poderoso de que puede disponer el hombre” (Pimentel, Biografía y crítica 3).
Si se tiene en cuenta que tanto El Renacimiento como el Liceo Hidalgo, en su segunda y tercera etapa (1872-1882 y 1884-1888), se volvieron espacios de reconciliación intelectual en México que apelaban por la renovación de la literatura y las ciencias (Semo 478), no sería raro suponer que Pimentel intentara inscribir sus esfuerzos en el “mandato” nacionalista de la época.10 En 1872, cuando Ignacio Ramírez presidía el Liceo Hidalgo, se registró Francisco Pimentel, quien ocupó más tarde la presidencia y desarrolló una gestión interesante, de acuerdo con el testimonio de Francisco Sosa:
Los trabajos de esa sociedad revistieron en aquella época importancia grandísima para el desenvolvimiento intelectual en nuestro país, y se diferenciaron por tal manera de los antiguos hábitos, al crear, por decirlo así, otros nuevos . . . ya que nuestra genial incuria y el mal aconsejado propósito de romper con el pasado, parecen querer que se desvanezca y borre para siempre. (Sosa lXIX)
En el contexto de la búsqueda por consolidar una “literatura nacional”, asociaciones y sociedades literarias serían el espacio ideal de desenvolvimiento de las disciplinas propias de las Ciencias del Espíritu. Sin embargo, a falta precisamente de instituciones que mantuvieran un programa definido fue que la estética no se desarrolló como disciplina autónoma en México, sino como un afán por la creación de tratados o manuales de literatura. Así pues, una de las principales preocupaciones del Liceo Hidalgo fue la de establecer el papel social de la literatura “y la importancia de su desarrollo en una nación recientemente fundada como la mexicana” (Curiel y Mercado 16), y no un espacio de especialización y reflexión filosófica -como sí se dio en España con la Escuela Catalana-.11 De tal forma que los esfuerzos por realizar tratados de estética, ya fuera como disciplina autónoma o al servicio de la literatura, se volvió un esfuerzo individual. No obstante, la legitimidad que otorgaba el Liceo Hidalgo, así como posteriormente la Academia Mexicana de la Lengua, permitió la configuración de fuentes académicas que marcarían las discusiones ideológicas y políticas, así como la construcción de políticas culturales en México. Se trata de la construcción de un “sistema discursivo” que serviría como base epistemológica para pensar la historia, la realidad y el territorio de la nueva nación que aún se debatía por un sistema político específico.
La preceptiva neoclásica -ya desdibujada- que enarbolaba la imitación de la realidad, se trasladó, gracias al positivismo, a la novela, que se pensó como el espacio ideal para la creación de una literatura nacional que diera representación y forma a la idea de Nación. Ya Ignacio Manuel Altamirano, en sus Revistas literarias de México (1821-1867),12 publicadas por primera vez en 1868, justamente un año después del fin de la ilusión colonialista de la Intervención francesa, confirmó que “la novela es el libro de las masas”, es decir, lo que permite la vinculación entre una universalidad y una intimidad. No deja de ser extraña la coincidencia del cambio radical del concepto del amor con la formación del Estado nacional moderno (Schmidt-Welle 15). Simpatizar con la novela significaba, hasta cierto punto, simpatizar con el realismo, término que ganó cierto renombre a partir del periódico homónimo, Realisme, que apareció en Francia entre 1856 y 1857 (Tatarkiewicz 317). Pero, dado que el realismo fácilmente podía confundirse con socialismo y popularismo, las élites letradas miraron con resquemor esta nueva doctrina artística. En “El arte y el materialismo”, un artículo publicado por entregas en El Correo Germánico en 1876, Manuel Gutiérrez Nájera sospechó de la poesía patriótica exaltada por el positivismo. Aclaró que los poetas, para elogiar a la patria, no deberían cantar al progreso material y a la industria, sino reconcentrarse en el sentimiento amoroso en abstracto. La poesía patriótica, si tal género era el que solicitaba el positivismo, devenía también sentimental o inmaterial, y no estaba obligada a celebrar el progreso material o industrial. De lo contrario, según él, la poesía se cohonestaría con el género realista y engendraría algo tan monstruoso como Las flores del mal (1857) de Baudelaire, que el mexicano consideraba un producto de “la prostitución de Europa” (Gutiérrez Nájera 113). Gutiérrez Nájera tomó a Zola como sinónimo de algo degenerado, según la usanza de la época.
La reacción más sistemática contra el realismo la elaboró Francisco Pimentel en la Historia crítica de la literatura y de las ciencias en México (1883), así como en su inconclusa y póstuma Novelistas y oradores mexicanos (1879).13 Para Pimentel el problema de la novela no era otro sino una discusión entre el realismo y el idealismo. Mientras que para Schlegel, en Historia de la Literatura, se trataba de una forma particular de poesía, para Hegel la novela fue un género prosaico burgués. Pero Pimentel propuso que era factible reconciliar ambas propuestas a partir de “leyes psicológicas” en la configuración de la novela: debe recurrir necesariamente a la sociedad “tal como existe, para observar y estudiar los principios que la rigen, así como las costumbres que en ella dominan” (Pimentel Novelistas y oradores 260). Para él ambas formas -la idealista y la realista- tenían su razón de ser en la medida en que se trataba de espacios de exploración moral, filosófica, histórica, artística y científica, por lo que el problema de la novela era la interpretación crítica, ya fuera desde una perspectiva idealista o realista, y no la creación. Ahora bien, en particular, Pimentel consideró que la novela es:
ó reproductora (realista) ó creadora (idealista)”, dado que de ambos modos puede “representar el conjunto de la vida humana, cabiendo en ella las más importantes concepciones filosóficas, los cuadros más animados de la historia y de las costumbres, la descripción y la narración del género objetivo, efecto del género lírico, el interés y el movimiento del género dramático. (Novelistas y oradores 260)
Criticó que la estética se confundiera con la ética, así como lo novelesco ficcional con lo didáctico. Para él, la novela no debería servir sino a las artes mismas de la estética, y solo en función de la idea idealista de esta, con el fin de afectar a la sociedad en una suerte de influencia ideal y no por medio de un fin pedagógico (279). Concluyó Pimentel que la estética en el positivismo era viable siempre que se respetaran los principios de la belleza en el fondo y la forma. Como una consecuencia de la industria y del carácter “reproductor” del arte, entendiendo este como un mecanismo social de análisis y representación, señaló:
Algunos críticos modernos consideran que la obra literaria más propia de nuestra época es la poesía lírica, y otros que la dramática, opiniones que se fundan en varias y buenas razones, bajo el punto de vista teórico; pero la verdad es que, en el terreno de los hechos, la novela es la clase de literatura más cultivada en el siglo XIX, y con la ventaja de que puede ser entidad poética. (Novelistas y oradores 341
En la Historia crítica de 1883, Pimentel reaccionó contra la imitación, es decir, contra el arte realista y la novela naturalista que retrataban la inmoralidad, lo feo y lo repugnante. Pimentel se apoyó en la estética de Hegel para insistir en lo contrario: el arte es la representación sensible del bello ideal. Habló explícitamente de la literatura del mal para referirse a los novelistas franceses (Sue, Hugo, Zola) y opuso la estética para contrarrestar su influencia:
Efectivamente, la literatura del mal es moderna, y tiene su principal asiento en la civilizada Francia, desde donde envía sus depravados ministros hasta las sencillas regiones de la América; pero es tiempo de que le demos un alto, como lo ha hecho en Alemania el sublime estoicismo de Fichte, la moral austera de Hegel y la virtud cristiana de Schlegel . . . Ya hemos citado a Hegel, cuya Estética es el desenvolvimiento de la doctrina contra la literatura del mal. (Pimentel, Historia crítica 11)
Añadía Pimentel que el ingenio alemán había estudiado y desenvuelto los elevados principios del arte, fundando la ciencia llamada “Estética” o “Filosofía de las Bellas Artes”, “nacida con Baumgarten y perfeccionada sucesivamente hasta Hegel” (Historia crítica 14). Basado en el idealismo trascendental de Schelling, Pimentel buscaba que la poesía fuera la superior entre todas las artes en virtud de que la palabra se consideraba algo inmaterial, espiritual. La arquitectura, en cambio, está en un orden inferior por ser material.14 En este punto, Pimentel se apoyaba en el preceptista español Manuel de la Revilla, en cuyo artículo “El naturalismo en el arte” (1879), este culpaba a la arquitectura de no tener una finalidad estética. La imitación de lo real no es exigible al arte, so pena de que el artista se convierta en una máquina fotográfica (Revilla 572).15 El papel de la estética, según él, estaba en señalar lo que era digno de imitarse.
La Biografía y crítica posteriormente fue recogida íntegramente en la Historia crítica de la Literatura y de las Ciencias en México (1883).16 La introducción “Objeto e importancia de las bellas artes, principalmente en poesía. -Utilidad de la crítica” se reproduce casi de forma idéntica a la versión de 1869. En ella, el autor insistió en que la finalidad de su obra fue instaurar un parámetro de valoración poética y moral para la crítica y mejora de la literatura nacional a partir de la estética. En esta introducción Pimentel trató de instituir la estética como una suerte de disciplina autónoma en “las bellas letras” -o una estética literaria-17 que funcionara como una serie de preceptos modernos en cuanto estéticos para garantizar el buen recibimiento internacional de la poesía mexicana en el marco de la Weltliteratur.18
Llama la atención de esta obra que, pese a la amplia difusión de la discusión estética de España y Francia en la prensa mexicana o de circulación en México, Pimentel se remita directamente al Curso de estética de Hegel y evite mencionar a conciencia los trabajos de Victor Cousin, Manuel Milá de Fontanals y de Jaime Balmes -pese a la pertinencia de estas propuestas para el sistema estético que propuso en su obra-.19 Se ha podido comprobar que gracias a la prensa católica la introducción de la estética en la literatura mexicana podría documentarse a partir de los manuales Elementos de estética e historia crítica de la elocuencia griega y romana (1847), de José Fernández-Espinosa; Estética de historia crítica de la literatura desde su origen (1852) y Teoría e historia de las bellas artes (1859), de José Manjarrés (1816-1880); y Principios de estética o de la Teoría de lo Bello (1857), del catedrático de la Universidad de Barcelona, Manuel Milá Fontanals (1818-1884).20 Es probable que para evitar ser identificado como conservador -e inclinarse más bien por un liberalismo moderado- Pimentel haya evitado mencionar estas obras, o bien, es posible que lo haya hecho con la finalidad de evitar el “romanticismo exagerado” que enarbola la libertad del artista, según el mismo Hegel, ya que sus fuentes españolas son más bien preceptivas.
Sería de esperarse que Pimentel retomara la obra de Milá y de Menéndez Pelayo para fortalecer su trabajo en la edición de 1892. Sin embargo, salvo las referencias a Menéndez para rebatirlo -lo coloca al mismo nivel que a los “krausistas”-, no hay ni una sola mención de Milá. El carácter combativo de esta obra se da sobre todo en las notas a los capítulos, los cuales además reflejan el interés del autor por instituir su libro como el espacio teórico de consolidación de una “estética literaria” para “la literatura nacional”. Para ello se basa en el eclecticismo, puesto que realiza una operación compleja de asimilación y síntesis de las ideas estéticas y literarias en México desde la época colonial hasta 1892, y propone, muy a su pesar, la elevación de la libertad artística pese al riesgo de la “decadencia”, por lo que incita a que se imparta la asignatura de “Literatura Estética” para evitar la insurrección del subjetivismo idealista o el decadentismo. Agrega:
En la República Mexicana han aumentado los establecimientos de instrucción pública y secundaria; pero se nota que en ninguno de ellos se enseña estética literaria: nuestros literatos se reducen á estudiar poética y retórica. La falta de cocimiento en estética literaria ocasiona errores que hemos tenido oportunidad de ir refutando en el curso de esta obra. (Historia crítica de la poesía 924)21
Desde la introducción elaborada en 1869, Pimentel cita como elemento de autoridad a Francisco Martínez de la Rosa. Para la sección de análisis crítico, se apoya en Francisco Sánchez Barbero, Gómez Hermosilla y Nicolás Boileau. Es significativo también que se refiere a sus fuentes, incluyendo a Hegel, como los “preceptistas filosóficos modernos”. La propuesta estética de Hegel le permite articular las ideas literarias estudiadas a partir de criterios “universales”, aunque rechazando aquellas que se orienten a la radicalización, quizás en búsqueda de cierta neutralidad (Pimentel, Historia crítica de la poesía 545). En el capítulo XV de su Historia crítica de la poesía de 1892, explica los “peligros” de la postura idealista para la estética, entendida bajo los términos de “libertad filosófica”:
Si por libertad filosófica se entiende un sistema sin principios fijos y sin reglas determinadas, vamos á caer en todos los vicios del falso romanticismo . . . Si la libertad filosófica respeta algunos principios y admite algunas reglas, la cuestión queda por resolver, porque es preciso convenir antes en esos principios y en esas reglas. Aunque nuestro guía, en Estética, es generalmente Hegel, nos separamos de él cuando nos parece oportuno, según sucede respecto al principio de la libertad filosófica, considerada como criterio de gusto literario. Tal principio viene á parar en la inadmisible igualdad de las proposiciones contrarias, en que es lo mismo la afirmación que la negación, sistema lógico propuesto por Hegel, y en que el buen sentido de muchos escritores ha refutado victoriosamente. (540)
Pimentel, tomando la poesía de José Joaquín Pesado como modelo, pretendió instaurar un modelo “adecuado” para la renovación de la poesía en México:22 el eclecticismo, bajo el supuesto de que este modelo -contrario a la radicalización romántica, manifiesta en el realismo- permite conjugar dos sistemas no necesariamente contrarios, siempre que ambos estén fundamentados en principios estéticos. Como se ha insistido, Pimentel manifestó tener una postura contraria a la idea del arte como imitación de la naturaleza -propia del neoclasicismo- por medio del concepto de mimesis, pero también ampliamente identificada con el realismo, por considerar que la obra de arte debía “retratar” la realidad social para crear una noción de identificación nacional. Para Pimentel, la imitación conlleva las ideas de degeneración, imperfección y debilidad, pues se transfigura en una copia, cuya diferencia con el original está implicada tanto en la “ejecución” como en la idea. En este punto es peculiarmente llamativo que no refiera a Cousin ni a las escuelas francesa o alemana eclécticas.23
La propuesta ecléctica en España fue una reacción contra el sensualismo de Condillac y la ideología de Destutt de Tracy. Para los autores españoles la “escuela ecléctica”, tomada de Hegel por Cousin, es una reacción contra el materialismo, contra la industria, para mantener el espiritualismo religioso, esto en busca de una mayor estabilidad política, razón por la que se promulgó el plan Pidal (1845) y el programa de Literatura (1846), cuya exigencia era la enseñanza de la “belleza ideal” superior a la naturaleza, la elevación del artista y el reconocimiento del espíritu en pro del catolicismo para afirmar el gusto por las entidades incorpóreas y superar así el realismo (Angulo Díaz, La historia de la cátedra). Es posible que Pimentel tuviera la finalidad de respaldar estéticamente una política liberal moderada en México. Sin embargo, también es posible pensar que su carácter preceptivo se debe al nacionalismo y a la búsqueda por otorgar reglas de ejecución para realizar las obras literarias de forma correcta, brindando modelos de imitación -rasgo particularmente neoclásico-. Al respecto, señala Angulo que las preceptivas, particularmente las de Martínez de la Rosa, Revilla o Hermosilla:
no solo entendían la Literatura como un arte conforme a reglas, y no como un arte bello, sino que además estaban instalados en un paradigma literario clasicista desde el que se juzgaba de modo positivo el decoro, la sencillez, la claridad, la verosimilitud y el provecho moral. Así, en nombre de la verosimilitud, las preceptivas exigían la unidad de acción, de lugar y de tiempo a las obras dramáticas. (La historia de la cátedra 70)
Básicamente había una búsqueda de provecho moral para aconsejar a los escritores dejar una enseñanza moral. Lo que principalmente debía sancionar el crítico era la artificialidad y la oscuridad metafórica, como en el gongorismo. Lo fantástico “mágico o milagroso” no correspondía a la preceptiva de unidad de acción, tiempo y lugar. Además, debía evitarse que los personajes fueran inmorales, aspecto en el que se insistía mucho en la prensa católica con respecto a los juicios críticos fundamentados en la estética. Martínez de la Rosa, de hecho, es considerado un autor neoclásico tardío que apela por la verosimilitud, mimesis y provecho moral de la literatura basado en una preceptiva conforme a ciertas reglas específicas. La literatura gongorina es juzgada de forma negativa, por conceptista y culteranista por Martínez, pues la considera inmoral y excesivamente artificial. Estas características llaman la atención dado que la estética de los manuales reacciona a las nociones neoclásicas del arte y de la literatura, en particular, dado que en estos se pretendía juzgar diferente la “literatura nacional” en virtud de la belleza y la imaginación. Por tanto, se rechazó la mimesis para dar lugar a la originalidad, tal como es posible apreciar en el Manual de literatura española (1842) de Antonio Gil de Zárate, en el que se separan los “antiguos de los modernos”, lo “pasado” de los artistas del futuro” en función de la originalidad y no de la preceptiva:
Esta diferencia [clásicos y modernos] hacía indispensable la exposición de los principios filosóficos de toda literatura. . . . mas no basta esto; y para subir a las fuentes eternas de la poesía y de la elocuencia, para asentar la literatura en las anchas bases que requiere la civilización moderna, sacándola del carril estrecho por donde tantas veces ha sido arrastrada, sin extraviarla empero por sendas de perdición, se necesitaba y se creó un curso de Literatura general, debiéndose principiar por la Estética, palabra que por primera vez resonaba en nuestras aulas. (72)
No obstante, apegado al nacionalismo, resultaba más adecuado para Pimentel la elaboración de una preceptiva fundamentada en términos “modernos” de la estética, en lugar de una reflexión propiamente sobre las características particulares de las “bellas letras”, sus posibilidades y alcances según los principios de originalidad señalados por los manuales españoles. La estética tenía la finalidad de superar las preceptivas para fundamentar nuevos conceptos como el de “originalidad”, por medio de la libertad artística, cuyo criterio estaría específicamente relacionado con lo sublime y la realización concreta de lo “bello ideal”.
La estética, dice Angulo, fue implementada en España como un estudio preliminar para la asignatura de Literatura, impartida a nivel universitario tras la aparición del “plan Pidal” en 1845, donde se exponían los principios filosóficos comunes al conjunto de la bellas artes, que deberían de servir de base crítica a la comprensión y al estudio histórico. Por otro lado, la reflexión estética en España aparece con la necesidad de construir una literatura nacional frente a otras literaturas nacionales, es decir, con la búsqueda de la “singularidad” española. Además, señala Angulo, había una intención por parte de los liberales moderados de simpatizar con la tradición religiosa y buscar el apoyo de los sectores católicos, por lo que argumentaban que la estética rechazaba el sensualismo, utilitarismo y corporeísmo, tesis contrarias al catolicismo (La historia de la cátedra 61). Hay algo más que un deseo de racionalizar el arte y la literatura y asumir la sensibilidad como dificultad epistemológica, que produce un cierto tipo de conocimiento (Angulo Díaz, La historia de la cátedra 63). Hay también el deseo de articular un discurso parcial y elitista, es decir, opuesto a que las escuelas, academias y revistas simpaticen con las doctrinas revolucionarias. La prensa católica en México y los intelectuales identificados como “liberales moderados”, como Pimentel, parecen apelar a la estética como una forma de orientar políticamente las obras literarias hacia la recuperación espiritualista católica. Sin embargo, Pimentel intenta hacerlo desde una aparente neutralidad política -razón por la que no puede aceptar la “libertad idealista” y mantiene cierto imperativo preceptivo-, pero a la luz de los juicios críticos desarrollados en los periódicos. Es posible identificar que el autor de la Historia crítica se identifica más con el idealismo católico, que con la “libertad filosófica y artística”, por lo menos hasta la edición de su obra en 1890.
Básicamente, la estética, tanto en España como en México, sirvió para consolidar tres propósitos:
Elevar el estatus del artista en relación con el artesano, o en el plano literario, para diferenciar al poeta-escritor del publicista-periodista.
Afianzar la literatura nacional en cuanto literatura pura, es decir, dándole primacía al canon de la poesía lírica.
Combatir el sensualismo de la corporalidad física del positivismo utilitarista.
La diferencia fundamental entre ambas latitudes fue el proceso de consolidación política y académica de la estética. Los trabajos de Pimentel reflejan la actitud de un liberal moderado, en la medida en que no pretende instaurar una idea de la literatura al servicio totalmente de un proyecto nacionalista, en el que la lengua -medio del espíritu- se “renueve” a tal punto de que se olvide su historia. Sin embargo, tampoco parece simpatizar totalmente con las ideas idealistas expresadas en los diarios católicos,24 por lo que es posible considerar que buscaba instaurar una idea “neutral”, al servicio de la nación pero sin el radicalismo romántico. Es por esta razón que el autor consideró como mejor “sistema literario” para México el eclecticismo, ya que podría concatenar las dos grandes corrientes artísticas con la búsqueda política de la época: el neoclasicismo y el liberalismo, para así promover “su evolución” hacia la “literatura del porvenir”. De lo anterior es fiel reflejo su obra, pues la Historia crítica es en sí ecléctica.
CONSIDERACIONES FINALES
En la década de 1880 la noción de estética comienza a gozar de cierta claridad dentro de la filosofía como rama de la lógica, y no siempre relacionada con literatura. El 6 de diciembre de 1886, el “Boletín” del Periódico Oficial del Estado de Puebla da a conocer el programa de Enseñanza en el Colegio del Estado, basado en el programa de la Secretaría de Fomento para la Instrucción Preparatoria. En el “Primer curso de Literatura comprendiendo: Literatura preceptiva y Análisis Literario” se recomendaba que el profesor realizara algunos “apuntamientos y observaciones” sobre los rasgos fundamentales de la literatura mexicana; durante ese mismo año (el tercero), los estudiantes debían llevar “Lógica, Estética y Moral”, curso en que se impartirían “Lecciones orales siguiendo el sistema racionalista. Enseñará el Profesor de Lógica y Moral” (19). Como puede verse, la estética no se pensaba como fundamental en la formación artística de los estudiantes. Sin embargo, llama la atención que para el “Segundo curso de literatura” el material de lectura fuera “Literatura general de Milá y Fontanals”, dado que es un autor escasamente comentado por los trabajos que sobre estética se hicieron en México. La figura de Milá comienza a aparecer con singular insistencia en El Mundo Ilustrado, en relación con Menéndez Pelayo y Krause, ya en el siglo XX.25 Para el sexto año, se pedía para el curso de “Lógica, Estética y Moral” el Curso de filosofía elemental de Balmes. También es posible ver que la estética desde la perspectiva positivista comenzó a tomar fuerza, pues así lo había comenzado a considerar Jorge Hammeken y Mexía, en su ensayo “La filosofía positiva y la filosofía metafísica”, en el que exalta el positivismo como marco importante para la reflexión estética (2). La estética literaria puede acompañar a la ciencia.
La estética entendida como una reacción contra el materialismo, el corporeísmo y el sensualismo, o a todas luces, contra la política establecida por la República en México, identificada con cierto liberalismo radical que, se pensó, degeneraría en socialismo, se vio ampliamente reflejada en la prensa bajo dos posturas bien definidas. Por un lado, se encuentran los diarios católicos que enarbolan la estética idealista y espiritualista, que mantienen una reacción beligerante contra toda forma de imposición “socialista”, materialista, monista o atea -reaccionan fuertemente contra las ideas estéticas de Krause, como La voz de México, La Colonia Española, La Ilustración Católica y, sobre todo, El Tiempo y El Tiempo ilustrado, entre otros-. Por otro lado, se puede identificar una postura en pro del materialismo, el positivismo y la técnica mecánica o industrial en relación con la estética por parte de la prensa liberal -como El Siglo Diez y Nueve, La Libertad, El Mundo Ilustrado, entre varios otros-. Sin embargo, a diferencia de la católica, la prensa liberal no manifiesta concretamente una postura teórica sobre la estética. Los diarios conservadores no solo reprodujeron alrededor de las décadas de 1870 y 1880, una serie de artículos sobre la estética idealista publicados en otras latitudes, sino que realizaron una ardua tarea de traducción y de síntesis de las ideas estéticas para “evidenciar” la carencia espiritual en la que caería el hombre sin una educación sentimental estética basada en la religiosidad. Si la poesía ni el arte quisieron confundirse con los productos útiles, el desarrollo de la estética en el siglo XIX, tanto en España como en México, pudo haber sido una reacción contra la industria y la política reformista contraria a los intereses eclesiásticos. Además, el “espiritualismo” y el “desinterés artístico” son conceptos contrarios al comercio y al capitalismo.
Con el avance del siglo y la consolidación del porfiriato se alcanzaría una suerte de neutralidad ideológica en materia religiosa que, hipotéticamente, permitiría que la estética fuera desarrollada como disciplina autónoma, pero sin superar cierto temor contra el materialismo,26 y ya no en función de legitimar derroteros de políticas culturales. Sin embargo, en este contexto, la estética tomó un carácter político aún más complejo. A juicio de Raúl Cardiel, la filosofía finisecular de los grandes tratadistas como Diego Baz y Manuel Sales Cepeda tampoco superó la preceptiva y la tentación por hacer de la estética una normativa. En otro espacio sería pertinente preguntarse las razones de esta imposición de una “preceptiva estética”, la cual quizás podría tener sus fundamentos en el excesivo nacionalismo y el temor a que el “excesivo subjetivismo” detonara en anarquismo y crisis social -como la bohemia- que atentara contra el orden y el progreso.