INTRODUCCIÓN
Irrupciones fue el nombre de la columna que Mario Levrero (Montevideo 1940-2004) escribió para la revista montevideana Posdata (Irrupciones 2013)1 en dos épocas distintas: del 16 de febrero de 1996 al 5 de junio de 1998 y entre el 25 de febrero y el 30 de junio de 2000.2 A lo largo de esos 126 artículos Montevideo devino en el epicentro de su intervención textual, tanto la ciudad de finales del siglo XX como aquella en la que había transcurrido su infancia, juventud y la casi totalidad de su edad adulta previo a ese exilio forzado a Buenos Aires por motivos económicos. El objetivo del presente ensayo es aprehender la memoria ambivalente configurada en dicho corpus textual.
En Irrupciones, Levrero establece un deslinde entre su pasado montevideano (que comprendía desde su infancia hasta su partida a la capital argentina en 1985) y la ciudad en la que ahora encaraba una senectud agudizada por el cambio de siglo y de milenio. Su aproximación a Montevideo torna pertinente retomar la categoría de “ciudad textual” formulada por Peter Fritzsche en Berlín 1900, pero no en un sentido heurístico sino en uno conclusivo, es decir, no como una guía para reconstruir las interpretaciones que sus artículos pudieron suscitar en sus lectores, sino como una visión acabada sobre un Montevideo que se encontraba en transición hacia una modernidad configurada por un imperativo global de corte mercantilista.
Irrupciones como summa textual no está exenta, por supuesto, de posibles tergiversaciones voluntarias e involuntarias, pero aun así, es muy valiosa en la medida que está fundada en una mirada aguda que testimonia a lo largo de varios años una multiplicidad de encuentros y desencuentros de toda índole, en los que el lenguaje en sus dimensiones oral y escrita tiene un rol preponderante. De ahí que resulte justificado retomar la propuesta teórica anteriormente referida y, por el contrario, tomar con reserva la observación de Rodolfo Fogwill:
Pensando en Barthes, puede decirse que son una suerte de Antimythologies. Si las Mitologías fueron compuestas para interpretar los mensajes del mundo con las herramientas del análisis lingüístico, los ciento veintiséis artículos de sus Irrupciones parecen destinados a resignificar el mundo desde un mito en estado naciente y floreciente: la mirada del autor y su dominio absoluto de la lengua. (260)
¿Acaso los microensayos levrerianos no implican precisamente una analítica lingüística múltiple y profunda a través de la sátira, la ironía y la perpetua referencialidad histórico y espacial condensada en la categoría de ciudad?
Respecto a la adscripción genérica de Irrupciones, Lilian López Camberos apunta:
Las irrupciones (sic) de Levrero se publicaron bajo el rótulo columna, un género menor, que sin embargo en nuestra literatura [la mexicana] ha producido varios libros magníficos: las compilaciones de los artículos de Jorge Ibargüengoitia en Excelsior y, más recientemente, El idioma materno de Fabio Morábito, por citar dos ejemplos entre decenas. Pero la noción misma de género está en crisis constante y su determinación es tan social como histórica. Las Irrupciones sólo se parecen a sí mismas o, en todo caso, a la obra de Levrero, a Levrero y nada más: la transformación o creación de un género cambia la historia de la literatura, como quería Todorov, de tal forma que las Irrupciones pueden considerarse, a la postre, un género autoral de la misma manera en que hoy pensamos las Iluminaciones de Rimbaud, los Pensamientos de Pascal o las Confesiones de Rousseau.
Discrepo sobre la supuesta excepcionalidad encarnada por los artículos de Posdata, pues basta pensar, en el ámbito de nuestra propia lengua, en las Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt (1998), o fuera de él, en los textos de Karl Kraus en Die Fackel (2011), para dimensionar que Levrero, al igual que estos autores, imbricó su contemporaneidad al devenir de una ciudad, de su ciudad, como Arlt y Kraus lo hicieran respecto a Buenos Aires y Viena. Por tal razón, no es fortuito que las columnas levrerianas sean coronadas con frecuencia por la ironía de aliento político, ya que se trata no únicamente de una meticulosa glosa del yo, sino de un posicionamiento sobre la res publica, permeado por la nostalgia y la sátira que, en su conjunto, amalgaman una ciudad y una vida erosionadas por la dictadura, la violencia, la precariedad, la enfermedad y la estridencia publicitaria, como intentaré ilustrar.
UNA METAMORFOSIS URBANA
A partir del análisis de la realidad cultural berlinesa de finales del siglo decimonónico y de las primeras décadas del XX, Peter Fritzsche acuñó el concepto de ciudad textual. Durante aquella época (1900-1914), la producción y difusión de los materiales impresos estuvo regida por el signo de la masividad y por ello fueron sumamente influyentes en las representaciones de toda índole que los habitantes de Berlín se formaron acerca de los fenómenos que moldeaban la experiencia urbana. Esto llegó al grado de conformar “una metrópoli de segunda mano que proporcionaba un relato para la ciudad de cemento y una coreografía para los encuentros que tenían lugar en ella” (Fritzsche 15).
Levrero fue fraguando en Posdata, discontinua y fatigosamente, un Montevideo alterno a la ruidosa capital de concreto realmente existente. Sin embargo, su labor precisó de la complicidad casi siempre inintencional de muchos de sus coetáneos, de su pasividad ante el escándalo, pero también de aquellas felonías de bajo perfil como la apropiación del espacio colectivo. Por tal razón, la autonomía entre su ciudad textual y la urbe referencial no es arbitraria ni enteramente autónoma, pues no está fundada en su inventiva, sino en una sensibilidad de sesgo histórico antes que estético.
La problemática de la interlocución entre la prosa ensayística de Levrero y sus lectores está esbozada en lo que Leo Maslíah define como un registro de conciliación en el que “el yo empieza a convertirse en un nosotros. Va apareciendo una especie de sensatez que permite al ciudadano políticamente correcto murmurar, mientras va leyendo, ‘sí esto es así’” (Levrero, Historietas 7). Esa potencial aprobación de la lectura de Montevideo, ensayada por Levrero en Irrupciones, en virtud de la naturaleza colectiva del medio en que era publicada su columna, sugiere cierto consenso, en otras palabras, una visión más o menos compartida sobre la ciudad entre Levrero y sus potenciales lectores (aunque la corrección política no siempre se verifique, como podremos atestiguar a lo largo del ensayo).
Es conveniente puntualizar, además, que al momento de comenzar a escribir para Posdata Levrero tenía 56 años y arribaría a la tercera edad al término de su colaboración con dicha revista. Si consideramos que el ensayista uruguayo falleció a los 64 años, Irrupciones conjuga sus escasas, pero definitorias estancias fuera de Montevideo con su dilatada experiencia escritural y, quizás, por ello, es uno de sus más extensos ejercicios de índole autobiográfica. Buenos Aires y Colonia del Sacramento son invocadas de forma recurrente en dicho corpus textual; sin embargo, sería la capital uruguaya quien terminaría por consolidar su presencia. En dicho sentido, Levrero contrastaría su contemporaneidad, por un lado, con su pasado bonaerense y coloniense; y por otro, con las décadas precedentes en las que había transcurrido su infancia, adolescencia y la casi totalidad de su vida adulta en Montevideo. Sobre este doble eje girará Irrupciones y en sus páginas se confirmará, una vez más, la mayúscula importancia concedida a la ciudad como magnitud intelectual y anímica:
Pensar que huí de Colonia por un clima como éste, y en pocos años el clima me fue alcanzando, como si la maldita ciudad me persiguiera adonde quiera que vaya -lo que me trajo una vez más a la mente aquel poema de Kavafis que cierto día, precisamente en Colonia, descubrí en un libro de Lawrence Durrell. (Levrero, La novela luminosa 319).
En su definitivo retorno a Montevideo, Levrero intentó restituir, hasta donde sus medios económicos se lo permitieron, el contexto espacial en el que había transcurrido casi enteramente su existencia:
En esa zona los alquileres eran más accesibles que en otros lugares céntricos por donde yo buscaba. Siempre había deseado aproximarme lo más posible a la zona donde viví durante treinta y ocho años, y este apartamento estaba bastante cerca de allí. (La novela luminosa 128)
Empero, esta pretensión tendría que sortear los nuevos retos derivados tanto del rostro cambiado y cambiante de su ciudad, como de las condiciones determinadas por su igualmente diferente tempo vital.
La violencia visual y auditiva era para Levrero la transformación montevideana más visible: “Cada uno de nosotros lleva en su interior, más o menos oculto, un niño imbécil. Es a ese niño que se dirige casi invariablemente la publicidad” (Irrupciones 150), afirmaba tajante en una de sus columnas. En otra, refiere:
Entro a una carnicería como parte de mi engorrosa exploración del barrio, porque ya es inútil que intente una vez más en los supermercados: llego hasta la puerta y allí mismo la publicidad estúpida y machacona vociferada por los parlantes me pone una mano en el pecho y me empuja hacia la calle. Como muchos otros comercios, en los últimos tiempos los supermercados se han transformado en una máquina de picar cerebros. (Irrupciones 59)
La contaminación vocinglera devino por esa vía en motor involuntario de reflexiones e inclusive de formulación de hipótesis de aliento existencial: “Ese ruido que invade la ciudad, cada día con mayor fuerza, esos altoparlantes, esa violencia sonora que hay por todos lados, ¿no obedecerá a razones parecidas? ¿No se estará tratando de tapar algún dolor intolerable?” (Levrero, Irrupciones 156). La crítica hacia esa práctica comercial sería sistemática y en un número significativo de sus colaboraciones Levrero apelará a la autoficción para resaltar lo problemático que le resulta transformarse en cliente, tal y como sucede en “Agujero en un buzo celeste”,3 que da cuenta de la extenuante búsqueda de dicha prenda de vestir. En “Las aventuras del ratón mouse”,4 en cambio, los temores del yo parecieran atenuados por el refugio que brinda la ficción, pero en ambas series textuales la fuente nutricia del argumento es la vida del propio Levrero, proyectada de forma absolutamente intencional. El recurso autoficcional también tomará forma en la figura de un parroquiano:
Ya no se puede andar por la calle -decía el hombre en el bar. La violencia aumenta, semana a semana. Ahora apareció una camioneta que encima lleva la propaganda de una salchicha, una cosa enorme, obscena, metida en un pancito. Te revuelve el estómago, pero vomitás y se te pasa. Lo realmente malo del caso, lo violento del caso, es el sonido, un corrido mexicano de hace cincuenta años a todo volumen, o un mambo de Pérez Prado de hace cuarenta y cinco. El sonido te rompe los tímpanos, y te mete el mambo en la cabeza; después te pasás horas tarareándolo mentalmente. Pero la gente no se da cuenta. Aguanta. (Irrupciones 86).
Levrero referirá, con mediación de la voz del mismo personaje, la que considera es la filiación política remota de la incesante publicidad comercial montevideana: “Porque una vez que se empieza a perderle el respeto a la gente, al ser humano, a la inteligencia del ser humano, al derecho a pensar, una vez que se pierde el respeto ya nadie puede saber dónde termina la cosa. También Hitler empezó gritando por un parlante” (Irrupciones 87).
La lógica podría en todo caso ser homologable en cuanto al posicionamiento de una marca mediante anuncios publicitarios incesantes. Sin embargo, los fines de la propaganda nacionalsocialista alemana en absoluto tienen puntos de convergencia con las campañas publicitarias que tuvieron lugar en el Montevideo de finales del siglo pasado. La referencia a Hitler, por tanto, más que histórica es retórica. No obstante, el justificado y genuino malestar que los anuncios comerciales producían en la acentuada sensibilidad (a causa de su edad) de Levrero, así como los vastos recursos estéticos que él había adquirido como literato y ensayista configurarían un ejercicio de crítica cultural con una pretensión (o quizás desesperación) omniabarcante:
La publicidad sonora, que invade sin remedio la mente, y para la cual no hay defensas. Está presente en los medios de transporte, incluyendo los taxis, en los supermercados, en los shoppings centers, en los comercios de todo tipo, en las propias calles, y se me hace difícil creer en esto que estoy viviendo, en una situación de tal violencia. Miro espantado en todas direcciones y no encuentro a nadie que esté viviendo el mismo espanto, y esto hace que mi espanto se multiplique. (Irrupciones 134-135)
Levrero le cede la voz, una vez más, al ya viejo conocido hombre del bar, para revelar una de las estrategias con las que encaraba el horror publicitario cotidiano:
Dicen… que la gente viaja menos en ómnibus porque no tiene plata. Yo digo que viaja menos en ómnibus porque está harta de la basura que te hacen escuchar los choferes, y sobre todo de escuchar las tandas de avisos. La gente viaja menos en ómnibus porque va a pie, o toma un taxi. Las razones para que sucedan o no sucedan las cosas no siempre son económicas, como dicen los políticos. La gente también tiene sentimientos. No somos simplemente carne con ojos. (Irrupciones 118-119)
La idea de que la política se patentiza de forma casi siempre negativa en la cotidianidad de los ciudadanos se manifestará con la misma virulencia e ironía en otras irrupciones levrerianas: “La oficina queda exactamente a la vuelta de mi casa, pero en la puerta siempre hay colas terribles, debajo de un gran cartel que dice algo así como: ‘NO ES NECESARIO HACER COLA’” (315). Este tono abiertamente ensayístico se alternará con otro que, indudablemente, abrevará de recursos literarios. Por citar un caso, resulta muy sugestivo que Levrero advierta al fin, después de casi medio siglo de vida, que las siglas de la compañía de transporte montevideana constituyen el anagrama cactus (Irrupciones 39),5 pues parangona esa casualidad lingüística con las incomodidades que han de padecer los montevideanos al ir en un ómnibus, o al intentar abordarlo, pues estos no esperaban “a los ciegos ni a nadie” (Irrupciones 39). Estos accidentados itinerarios formaban parte de un conjunto más vasto, de “algo que estalla de tanto en tanto entre los constantes, cotidianos canales de violencia que todo el tiempo se van desplazando -normalmente; normalmente- por la calle” (Irrupciones 82-83). En otro artículo, Levrero bosqueja el retrato hiperbólico de uno de los conductores de los camiones:
De pronto advierto que el chofer nos está mirando por un sistema de espejos, y puedo verle la cara: tiene ojos brillantes y una barbita en punta. Sonríe malignamente. Eso hace que en un instante calcen todos los datos y se me arme el rompecabezas. Al fin, comprendo: es el Ómnibus al Infierno, y he llegado a él por causa de mis muchos pecados. El olor, la música, el chofer, las luces enfermas, las mujeres, la sensación de irrealidad, todo calza. Sin duda lo merezco. (Irrupciones 109)
En función de lo anterior, cabe plantear, por lo menos, un par de interrogantes: ¿Levrero nos ofrece en Irrupciones una imagen ficcional del Montevideo de finales del siglo XX valiéndose de su capacidad literaria? ¿O se trata, por el contrario, de una imagen fidedigna, con una alta carga de referencialidad histórica genuina? La respuesta no es sencilla porque coexisten elementos ficcionales dentro de una escritura esencialmente ensayística; no obstante, pienso que se impone una argumentación en defensa de la privacidad, esto es, de los derechos que todo peatón, usuario de transporte, cliente, votante, entre muchas otras manifestaciones prácticas de la condición sociopolítica primigenia y fundante de ciudadanía, debería de conservar aún en el espacio colectivo y, por tanto, me parece que el registro histórico termina por imponerse, aunque por ello mismo dé la impresión de que Levrero se haya quedado encerrado afuera -como irónicamente le espetara aquel personaje de Rodolfo Walsh a un más que desconcertado comisario inmerso en el desciframiento de un asesinato (Walsh, Obra literaria completa 89)-, es decir, preso de una modernidad tan irrespetuosa como invasiva, aunque se encontrara al interior de su propio departamento: “También se llaman chicharra un taladro para agujerear el hierro, y un instrumento de sonido desagradable. En casa hay uno de estos, pero lo llamamos portero eléctrico” (Irrupciones 171). Efectivamente, ni siquiera en casa Levrero tenía garantizada la privacidad y el silencio deseados, como lo ejemplifica aquella ocasión en la que algunos empleados públicos realizaban trabajos de reparación en la calle y para ello empleaban un martillo neumático: “sea como fuere, alguien debería pensar por un instante en mí. Alguien debería levantar la vista y ver mi pobre figura en la ventana, un hombre muy viejo y muy gordo, con una camiseta sin mangas, mirando el mundo con mucha pena” (Irrupciones 173). Cuando por fin descendía a la calle, Levrero experimentaba dificultades para aprehender con la mirada los límites que la violencia y la mezquindad habían redefinido como espacio privado:
En el barrio, y muy especialmente en los callejones, esos callejones estrechos donde las casas de una y otra vereda se encuentran muy próximas, hay muchos espacios públicos que se vuelven de uso privado, o casi privado, como si la calle pasara a ser una especie de patio del fondo de la casa que le crece a un costado. Cuando hay gente observando, a veces apoyada en el marco de una ventana, el que pasa por ese lugar es mal mirado; y muy a menudo yo no atino a darme cuenta de donde termina el espacio público y donde comienza el privado, de tal modo se ha ido domesticando ese presunto espacio público. (Irrupciones 89)
En Irrupciones, como si encarnara a alguno de los personajes de su Trilogía involuntaria (2010),6 Levrero pareciera saberse condenado y sin ninguna posibilidad de escape de la ciudad, de una en la que impera una inseguridad asociada, a su juicio, a la precariedad: “Lo único que puedo afirmar es que aquel gorrioncito montevideano tenía una expresión de sinvergüenza, como tantos chicos sucios que uno ve por la calle, y que estoy seguro de que él sabía que estaba haciendo un daño, y disfrutaba con ello” (Irrupciones 166). En otro de sus artículos, Levrero enfoca su atención en las personas que aduciendo diversos motivos solicitan apoyo económico en las calles montevideanas:
A veces aparece una mujer joven con un bebito de pocos meses. Pide ‘para la leche del nene’; desde luego, no le doy nada. Pienso que es un bebé alquilado, o prestado; o quizás un muñeco, porque a esos bebés nunca los veo despiertos. Si la mujer fuera la madre, podría darle el pecho y pedir para comprar carne, por ejemplo. De cualquier manera, me molesta que me pidan para esto o para aquello; no me interesa saber en qué se gastarán mi dinero, sea en boletos, sea en leche, sea en bebidas o en drogas, o que simplemente lo quieran para ponerlo en el banco. (327)
Cabe indicar que las transformaciones del paisaje urbano no estaban pautadas de un modo exclusivo por los factores anteriormente referidos, sino que parte de esta nueva faz estaba determinada, según Levrero, por el uso de nuevas tecnologías. Acerca de este paradójico contraste, uno de sus artículos en Posdata contiene una tipología acerca de los diferentes usuarios de la entonces emergente telefonía celular:
Los hay recatados que ocultan parcialmente el teléfono entre la cara y el pecho, o se esconden a un costado de un árbol o una saliente de la pared; esos me hacen gracia y hasta me dan un poco de lástima, porque me imagino en esa situación y sé que me sentiría ridículo. Los que van abstraídos y gesticulando me provocan una sonrisa… Los que me hacen reír a carcajadas son los que usan el teléfono para hacerse notar; echan miradas a uno y otro lado, y cuando se cruzan con alguien hacen que dan órdenes a algún subalterno. (Irrupciones 147)
Para Levrero se trata casi siempre de la renuncia voluntaria a la dignidad y ello le produce risa, pero también conmiseración: “Me produce una honda tristeza cruzarme en la calle con esos pobres enfermos que gesticulan y hablan solos (lleven o no teléfono celular pegado a la oreja)” (Irrupciones 372). Entre las conversaciones que sostenían aquellos montevideanos posiblemente se colaban frases que tal vez reproducían con mayor o menor fidelidad los eslóganes comerciales con que eran bombardeados en sus casas a través de los televisores y la radio, pero también en el ómnibus, taxi o al caminar por las aceras en donde eran blanco de la estridencia de bocinas y megáfonos empleados por los diversos establecimientos comerciales. La omnipresencia de lugares comunes es abordada en uno de los más peculiares textos que Levrero entregara a la redacción de Posdata.
MONTEVIDEO AÑO 2000
Como la ciudad invocada por Kavafis en su poema Ítaca, la publicidad comercial parecía acompañar de forma perenne los pasos de los montevideanos y manifestarse a través de su habla cotidiana a manera de anuncios perfectamente interiorizados. Al menos eso es lo que plantea abiertamente “Montevideo, año 2000”, artículo que conjuga recursos ficcionales con una dimensión testimonial orientada por la convicción de que, como indicara uno de los lectores más inteligentes de Karl Kraus, “la lengua constituía el mejor puesto de observación que podía ocupar el satírico para detectar y denunciar la decadencia y la corrupción de su época” (Bouveresse 142). Concretamente, Levrero pretende ilustrar la forma en que esa jerga lingüística cimentaba la ciudad textual, en cómo esos estribillos comerciales vacuos de sentido que asaltaban al montevideano en su hogar y también en la calle transformaban a este en una caja de resonancia mediática.
La irrupción anteriormente referida principia con la remisión a una pretendida coincidencia entre Levrero y dos jóvenes “de aspecto agresivo”, en el espacio público que, a bocajarro, le inquieren: “¿Uruguayo?”, a lo que él responde inmediatamente: “¡Claro!... ¡Uso yerba El Papagayo!”. La interacción se sella con la colocación de stickers en su espalda con lo que de forma simbólica se le metamorfosea, así sea de un modo provisorio, en un cartel andante (Irrupciones 93). En otro encuentro con uno de sus vecinos, Levrero describe la forma en que reaccionó a la observación “¡Qué día para un Francisquito!”: “Por suerte previniendo que había de salir, fatalmente, a la calle, anoche me había quedado hasta tarde estudiando las tandas de la televisión. ¡Fresquito, fresquito! -respondí con una sonrisa, mientras me lo imaginaba cocinando en una olla llena de agua hirviendo” (Irrupciones 93).
Resulta llamativa la pretendida preparación de Levrero para encarar una suerte de examen consistente en cristalizar una comunicación efectiva con sus coetáneos, aunque en verdad se tratara más bien de lo contrario, es decir, de compartir el sinsentido como marca de contemporaneidad para pasar inadvertido: “Ya me había tenido que mudar por haberme vuelto sospechoso en el edificio donde alquilaba antes; estaban a punto de denunciarme. Acá es igual, pero ya la dictadura es más desembozada que en el 96 y he aprendido a disimular” (Irrupciones 93). Se trataría entonces de un camuflaje para pervivir ahora bajo la égida del totalitarismo de cuño mercantilista, que pareciera haber sustituido, de una forma más efectiva, a la prolongada dictadura militar que padecieran los uruguayos:
En tiempos de dictadura había en las calles miradas cómplices, miradas de entendimiento. Si había un desfile militar -y los había a menudo- uno tenía que marchar por la vereda tratando de cambiar el paso para no obedecer el ritmo del tambor, pero mirando al frente, la cara seria, sin gestos que pudieran ser interpretados. En esos momentos, nunca faltaba una mirada cómplice, una semisonrisa, una mueca en el costado de la boca. Eso aliviaba el bochorno, porque era compartido, y abría esperanzas. Ahora, nada. En el ómnibus nadie protesta, ni hay miradas cómplices entre los que nos atrevemos a enfrentar al guarda. Nadie advierte que está pasando algo terrible, o nadie lo dice. Cuando yo lo digo, no me entienden, y cuando me entienden piensan que estoy loco. Como ellos son más, deben de estar en lo cierto. (Irrupciones 135)7
Levrero era un disidente de esa modernidad ruidosa y agresiva que imponía un lenguaje y una gestualidad estandarizados, normados por el imperativo económico y de ahí, procede su marginalidad, su cuasi condición criminal:
Justamente, los titulares de un diario en el quiosco, junto a la parada del ómnibus decían: ‘ATENTADO A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN’, ‘La democracia liberal en peligro’. O sea, nuevamente alguien que se había manifestado en contra del abuso de la publicidad. O que simplemente había arrancado un autoadhesivo del coche, o de la ropa. (Irrupciones 94)
Esta narración, a mitad de camino entre la crónica indignada y la ficción (aunque lo ficcional acá me parezca específicamente la exacta sincronización de todos los sucesos descritos), termina sumida en la desesperanza, como si existiera solo un derrotero ineludible:
Volví a la calle principal; de todos modos, ya no había seguridad en ningún lado, y ningún lugar era mejor que otro; salvo que la calle principal tiene más altoparlantes que las otras, y después de unos minutos ya no se puede soportar la repetición de slogans, órdenes, amenazas y jingles. (Irrupciones 95)
Sin embargo, también ahí, en ese maremágnum de asfalto podían presentarse destellos de una luminosidad anhelada y expresada múltiples veces en Irrupciones:
La luz roja de un semáforo, en una esquina cualquiera, brota como por primera vez, como naciendo maravillada, y su mensaje es una explosión de amor que me toca y me despierta, también a mí, en esa esquina donde no esperaba ya absolutamente nada de la vida. Entre esos edificios insensatos que lo invaden todo hay, todavía, un lugar que hace elevar los ojos y mirar algunas nubes rosadas, heridas por los rayos de un sol que ya no podemos ver. Alguien, dentro de mí, se expande y respira -nace, como la luz roja, en una onda explosiva de amor, en la dimensión del espíritu que había quedado sepultada por alguna clase de locura. (67-68)
Pero la presencia redentora de la experiencia luminosa es, infortunadamente, breve:
Hasta que el estruendo de los automóviles y de las maquinarias que destruyen y construyen sin ninguna razón valedera la ciudad, parece cesar, o atenuarse hasta una casi amabilidad, y los hombres que manejan toda esa maquinaria recobran sin saberlo una inocencia primitiva. Es un minuto fugaz. La luz roja se borra y estalla una luz verde; más tarde brota con el mismo ímpetu de recién nacida una amarilla; enseguida, retorna la roja, pero ya pasó el misterio, ya está cayendo, así, tan pronto, la noche; ya la gente advierte que yo no trato de cruzar la calle, y comienzo a sentir el ridículo y el frío. (67-68)
CONCLUSIONES
La más significativa escritura del yo en Mario Levrero es la más introspectiva. Sin embargo, no por ello es lineal, sino exactamente a la inversa: es tentativa, onírica, discontinua y esquiva como la vida misma de Levrero, aunque la mayor parte del tiempo procure mantenerse estático, como un atento observador del absurdo, pero no como su testigo mudo e indolente. A pesar del importante servicio prestado a sus semejantes por la vía de compartir sus sorprendentes hallazgos, Levrero no vacila en acentuar su absoluta falta de heroísmo y en hacernos partícipes, sin rubor alguno, de sus derrotas cotidianas frente a los múltiples tipos de violencia, urdidas por una modernidad cuyo signo distintivo es la mercantilización extrema y su largo e ineludible brazo ejecutor la publicidad impúdica y estridente. Esto da como resultado, la edificación de un Montevideo modelado simultáneamente por la mirada en tiempo presente y por la memoria del autor, por su sensibilidad estética, su humor proteico y por un afán de denuncia contra la publicidad juzgada como la más nociva expresión del capitalismo.
Levrero practica en Irrupciones una escritura pautada por una dimensión rememorativa, es decir, por esa dilatada estancia en Montevideo que precede a su partida a Buenos Aires y a los años que, posteriormente, radicaría en Colonia del Sacramento. A partir de este doble rasero espacial y temporal es que su desagrado respecto a la modernidad montevideana de fines de siglo (1996-2000), que consideraba estridente, invasiva, e irrespetuosa para con el ciudadano (peatón, cliente, votante, usuario de transporte, etcétera), tomó forma como una ensayística en la que la intimidad del espacio doméstico y la inconmensurabilidad del espacio público se alternan al igual que la nostalgia y el temor, para constituir una visión desencantada, irónica y satírica sobre la capital uruguaya en la que Levrero devino en un peatón cada vez más reticente y medroso como una forma de resistencia. Ello intensificaría el tono introspectivo de su ensayística en la que un entorno percibido como amenazante, precarizado y ruidoso es confrontado con la ciudad que pervive en su memoria. Este dispositivo nostálgico encontró un complemento, además, en el uso creativo de la imaginación en subterfugios autoficcionales como “Las aventuras del ratón Mouse”, “Agujero en un buzo celeste”, los textos que protagoniza el hombre en el bar y, por supuesto, en esa gigantesca sátira a la vacuidad de la fraseología comercial que es “Montevideo, año 2000”.
Finalmente, la sociedad montevideana que estaba perfilándose hacia el siglo XXI se encontraba inserta en una dinámica global de transformaciones caracterizada por el avance de las tecnologías informáticas y comunicativas que involucraban tanto a la producción como al consumo en un sentido muy vasto (material y cultural). Esta transición propició la aparición de nuevas estrategias publicitarias y aparatos tecnológicos ante los que Levrero experimentó la necesidad de reaccionar, de posicionarse ante lo que consideraba abusos inadmisibles derivados de ese parteaguas: la sempiterna y apabullante contaminación auditiva engendrada por la publicidad, el dilatado estado de distracción en el que la incipiente telefonía celular sumía a sus entusiastas usuarios y, sobre todo, el lenguaje huero de sentido y automatizado que engendraba una ciudad textual, pero de sesgo negativo. Irrupciones como ejercicio de crítica cultural, por su profundidad analítica y valor estético, debe ser ponderada entre lo más sobresaliente de la escritura de Mario Levrero y permite parangonarlo a autores tan insignes como Karl Kraus y Roberto Arlt, en la medida que su registro autobiográfico y maestría satírica se conjugan en su prosa ensayística. Por esa vía, Irrupciones, al igual que los textos de Kraus en Die Fackel o las Aguafuertes porteñas de Arlt, se imbrican de forma original y profunda al destino de una ciudad.